8

El halcón atravesó la luz de la hoguera y una estela de humo y cenizas se esparció en su camino.

Lucas, con un grito agudo y estremecedor, aterrizó como un meteorito en el campamento rebelde, sorprendiendo a los centinelas e interrumpiendo las conversaciones de descontento y conspiración de los rebeldes. Gormion, en cuclillas y rodeada por sus seguidores, alzó los ojos malhumorada y, con tintineos de sus brazaletes de plata, hizo la señal de salvaguardia, mientras Rann y Aeleth cogían sus armas instintivamente.

Alanda se encontraba junto a Estrella del Norte y Luz de Relámpago en la orilla del arroyo cuando oyó el grito de Lucas. La muchacha levantó la mano protegida por un guante y se preparó para recibir al halcón. Con un certero y elegante descenso, Lucas fue a parar a la parte inferior del guante, y sus cascabeles tintinearon mientras sus garras se asían con fuerza a la mano de su dueña. Luego, el pájaro murmuró algo y se irguió para que la barda le ajustase las pihuelas.

A pesar de su fuerza y entrenamiento, aquella vez Alanda se tambaleó cuando recibió el impacto del aterrizaje de Lucas. Con el brazo todavía un poco dolorido, la muchacha examinó al halcón mientras le acariciaba las plumas con sus pálidos dedos y se aseguraba de que el ave no había sido atacada por otro pájaro mayor. Estrella del Norte y Luz de Relámpago se apartaron con recelo.

El halcón se acercó hacia su dueña y comenzó a emitir pequeños sonidos junto a su pelo claro; Alanda dejó de acariciarlo y escuchó.

Fordus se acerca, tradujo la muchacha mediante signos. Está cerca, pero hay una nube sobre él. Luego, Lucas no ha vuelto a ver al Profeta.

—Pero ha podido ver algo más.

Los ojos del pájaro proyectaban resplandecientes destellos verdes.

—Cántanos esa visión entonces, Alanda —le requirió Estrella del Norte.

La barda miró incómoda a su joven primo. Para él la solución era sencilla; él podía interpretar las estrellas, los senderos del desierto y su destino estaba escrito. No podía comprender la excepcionalidad del instante en que la cantante entregaba su corazón al ave, el momento de explosión de luz en que los gritos del halcón se convertían en palabras y las palabras en canciones.

Alanda, de mala gana, en voz baja y sin acompañarse del tambor, interpretó la canción del halcón. La melodía era un antiguo cántico marinero de Balifor del cual recordaba la música, pero las palabras, como siempre, eran nuevas y ganaban fuerza a medida que, junto al fuego del campamento, iban llegando a ella.

El oscuro hombre del desierto

el oscuro hombre de la llanura

el oscuro hombre en el hueco vacío del cielo

no es un hombre oscuro.

Su hogar no está en la luna

su hogar no está en el sol

el oscuro hombre de la verde colina

no es un hombre oscuro.

Sus brazos son piedra y agua

su sangre es piedra y arena

el oscuro hombre del campamento cercado

no es un hombre oscuro.

Las palabras dejaron de fluir con la misma rapidez que habían surgido. Lucas ahuecó las plumas satisfecho, y los últimos destellos rojizos que brillaban en ellos parecieron salpicar el suelo del desierto. Incluso las propias hogueras esparcidas por el campamento menguaron tras aquel canto. Alanda colocó al pájaro en su aro y se sentó, apoyando la cara entre sus manos. Apenas podía recordar lo que acababa de cantar. Las palabras habían surgido espontáneamente, y habían cruzado su mente como los rayos de luz atraviesan las aristas de los cristales.

Los ojos de los allí presentes se clavaron en Luz de Relámpago, quien tenía la mirada perdida en el corazón del fuego.

Esta vez el elfo no estaba seguro del significado de aquellas palabras, ya que era el extraño lenguaje que compartían la barda y el pájaro, aunque era como un idioma que le resultaba muy familiar.

Luz de Relámpago se aclaró la garganta y las blancas lucernas se levantaron dejando al descubierto sus ojos dorados.

—Hay un espía entre nosotros —afirmó—. Alguien que no es lo que parece ser. Creo que es esto lo que el halcón intenta decirnos. Sí. Eso es lo que ha dicho.

Alanda y Estrella del Norte se miraron incómodos.

—Un espía —repitió Luz de Relámpago, esta vez con más aplomo.

Tamex se acercó a la hoguera.

Lucas lanzó un grito agudo, levantó sus poderosas alas y abrió amenazante su pico corvo.

Sin hacer ruido, Tamex surgió de entre las sombras y, de pronto, se hizo visible, tangible, ante ellos. Ataviado con una túnica de seda negra se sacudió el polvo de las botas y examinó indiferente el grupo de rebeldes. La luz de las llamas resplandecía a través de su piel, y por un instante Estrella del Norte creyó que los dedos del forastero estaban encorvados como garras.

¿Quién era aquel hombre que surgía a media noche en el desierto?

—El oscuro hombre —dijo Luz de Relámpago casi sin aliento—, que no es quien parece ser.

La barda le lanzó una mirada llena de resentimiento. Pero de pronto la muchacha se ruborizó; no sabía por qué defendía a aquel hombre.

Tamex se dirigió hacia ellos, con sus ojos negros llenos de rabia y brillantes como el ónix. Gormion, Rann y Aeleth, que nunca habían sido totalmente fieles a Fordus o a sus oficiales, se levantaron para respaldar a Tamex, con las manos preparadas sobre la empuñadura de sus armas.

—¿De dónde vienes, guerrero? —preguntó Luz de Relámpago con un tono frío y cortante.

Tamex se encogió de hombros, y los proscritos cerraron filas tras él.

En una hoguera cercana, tres Hombres de las Llanuras se levantaron y, agarrando con firmeza sus lanzas, anduvieron despacio y con aire amenazante hacia Gormion, proyectando sus sombras en medio de los dos fuegos.

Algo rozó el hombro de Luz de Relámpago y Estrella del Norte apareció tras él. El joven muchacho, aunque tenía más de explorador que de guerrero, estaba preparado para cumplir con su parte. Armado con un cuchillo y la mirada penetrante clavada en aquel misterioso individuo y en sus seguidores.

Alanda observaba inquieta aquella situación y Lucas, cada vez más intranquilo, comenzó a chillar.

Los dos guerreros, el elfo y aquel misterioso Tamex, estaban atrapados en una situación que tan sólo podía acabar en combate.

El grito de un centinela interrumpió el tenso silencio, y prácticamente todas las miradas se clavaron en el joven Hombre de las Llanuras que vigilaba desde la cima del Altiplano Rojo.

—¡Tropas enemigas! ¡Doscientos jinetes se acercan por el norte!

Tamex apartó la mirada de Luz de Relámpago y esbozó una sonrisa perversa. Así que después de todo habían venido.

La caballería de Istar, entrenada por los célebres solámnicos durante más de tres siglos de alianza, era casi tan efectiva y excepcional como la de sus maestros. Los soldados que se aproximaban manejaban la espada con destreza, eran arqueros certeros y luchaban incansables a lomos de sus caballos, a menudo atados a la silla para mantenerse firmes sobre la montura durante el combate. Pero eran más despiadados que los solámnicos. Un Caballero de Solamnia, en ocasiones, como muestra de su clemencia, tendía la mano al enemigo, ya fuese hombre, elfo, enano o incluso ogro, en señal de respeto hacia su Código que rezaba Est Sularis oth Mitha, es decir, «Mi honor es mi vida».

Los istarianos, en cambio, no seguían ni el Código ni la Medida y las historias que narraban sus invasiones eran espeluznantes.

El corazón de Luz de Relámpago dio un brinco cuando oyó la alarma del centinela y, por un instante que le pareció eterno, luchó por trazar un plan y por encontrar las palabras adecuadas para expresarlo.

Tamex aprovechó el momento de desconcierto para empezar a dar órdenes a diestro y siniestro, y los rebeldes reaccionaron inmediatamente ante sus gritos.

—¡Apagad las hogueras! —ordenó el hombre vestido de negro.

Rápidamente, Rann tiró arena sobre el fuego y el humo se desvaneció en medio del aire de la noche.

—¡Hacia el altiplano! —gritó Luz de Relámpago, pero sus palabras se perdieron entre los bramidos de Tamex, cuya voz era tan potente que no parecía humana.

—¡Retroceded a las Lágrimas! —mandó el tenebroso forastero—. ¡Nos enfrentaremos a ellos desde las rocas!

Todos, jóvenes y mayores, abandonaron el campamento obedeciendo las instrucciones que les daban; corrían para ponerse a salvo en medio del laberinto que formaban las rocas de cristal.

Luz de Relámpago llamó a los Hombres de las Llanuras que se hallaban cerca de él, pero éstos ya se habían puesto en movimiento para seguir a Tamex y a Gormion hacia el territorio hechizado. Quinientos metros de campo abierto separaban el campamento rebelde de las rocas de cristal, pero Tamex se puso en primera línea para dirigir a aquellos hombres, agrupando a bárbaros y proscritos mientras bordeaba los márgenes de las salinas. Todas las hogueras del campamento se desvanecieron en la oscuridad del desierto y, de pronto, en medio de la noche, surgió una columna de antorchas istarianas que ondeaban y avanzaban implacables.

—¡Penacho! ¡Danzarín de Estrellas! —gritó Luz de Relámpago, pero los dos jóvenes tardaron en reaccionar, impacientes por hacer correr sangre enemiga.

Luz de Relámpago, desesperado, intentó agarrar a Danzarín de Estrellas, pero el muchacho pasó demasiado deprisa junto a él. Un grupo de jóvenes de las Llanuras y otro de jóvenes proscritos gritaban y gesticulaban alborotados ante el avance de las antorchas enemigas, mientras se preparaban para la batalla.

—¡Necios! —gritó Luz de Relámpago.

Entonces, el sonido de los cascos de los caballos, lejano hasta hacía muy poco, fue cada vez más ensordecedor y pronto aparecieron los primeros soldados y las primeras armaduras resplandecientes bajo la luz de las antorchas.

Con un grito, Estrella del Norte trató de derribar a uno de los jinetes, pero las cuerdas que lo sujetaban consiguieron mantenerlo agarrado al caballo, el cual salió al galope bajo la luz de las estrellas y cruzó por encima de las cenizas de un fuego recién apagado, arrastrando así a los dos hombres por el duro suelo.

Luz de Relámpago se agachó ligeramente adoptando su postura de ataque, mientras una docena de jinetes cobraron forma en la oscuridad. Los soldados irrumpieron en el campamento, agitando sus espadas y apuntando a los rebeldes con sus lanzas; eran como leopardos en medio de un rebaño de ovejas desvalidas. El joven Penacho lanzó un alarido y cayó abatido, atravesado por una lanza enemiga, y otro muchacho aun más joven, un huérfano llamado Pies Ligeros, cayó junto a él. Tan indiferentes como la tormenta o como el viento del desierto, los jinetes de las tropas de Istar pisotearon los cuerpos sin vida de los muchachos en su camino hacia un puñado de proscritos que se agolpaba alrededor de Aeleth, junto a las Lágrimas de Mishakal.

—¡No! —gritó Luz de Relámpago horrorizado, mientras sus hombres se daban a la fuga presos del pánico. Hombres, mujeres, ancianos y niños quedaron expuestos en campo abierto, en el territorio que se extendía entre las salinas y su campamento, y cayeron ante las espadas de los sanguinarios soldados de Istar, mientras intentaban huir despavoridos en medio de aquel territorio de cenizas, arena y piedras.

La sangre de sesenta inocentes corrió por aquellas espadas y la caballería de Istar concluyó el ataque aniquilando a los proscritos que secundaban a Aeleth en medio de un estruendo de gritos de guerra y del impacto metálico de las armas. Los lúgubres gritos de los heridos y de los moribundos resonaron por todas las Lágrimas de Mishakal.

«Fordus, ¿dónde estás? —pensó Luz de Relámpago, mientras corría en dirección a las Lágrimas—. Tú sabrías qué… qué…».

Pero, de repente, el elfo se detuvo preso del horror cuando un viento negro pasó sobre él.

Tamex apareció alzando el afilado kala y dirigiendo a los rebeldes contra los soldados istarianos que rodeaban el campamento. El misterioso guerrero, cuya valentía y estrategia habían salvado a doscientos no combatientes de la sangrienta caballería, aparentemente regresaba para vengar la muerte de aquéllos que no pudo salvar.

Por muy sospechoso y desagradable que pudiese parecer, aquel hombre ataviado con una negra túnica, como mínimo luchaba como un héroe. Tamex, con el primer barrido enérgico de su espada, derribó a un lancero de su caballo, y las cuerdas de su silla de montar se perdieron con la fuerza del impacto. Tamex daba vueltas como en una danza sagrada, y paró, despacio y con aplomo, la arremetida de dos lanzas y esquivó el tajo mortal de una espada que pareció atravesarle el brazo, pero que, evidentemente, no lo hizo, puesto que salió resplandeciente bajo la luz del fuego, sin una sola gota de sangre.

Con una carcajada que resonó entre las rocas de cristal, Tamex clavó el filo de su espada en el pecho del soldado que tenía delante y le atravesó el escudo, el bronce de la armadura, la piel y los huesos. El istariano cayó y, ante aquel guerrero misterioso y excepcional, la caballería no podía hacer otra cosa que desperdigarse a su paso.

Como un mítico personaje perteneciente a la era de Huma, Tamex se movía incansable entre los jinetes, derribando a uno, dos y tres soldados de sus caballos. Aeleth, con su arco, acabó con dos más, y Rann, con la furia encendida ante el valor de Tamex, se encaramó de un salto a la grupa de su caballo y degolló a un oficial que no pudo hacer nada por evitarlo.

De repente, la inesperada llamada de una trompeta surgió en medio del caos de la batalla. El comandante de las tropas istarianas se incorporó sobre los estribos de su caballo y señaló frenéticamente a sus tropas desorganizadas. Bajo la luz de la luna del desierto, una de las flechas de Gormion, con una pluma negra en el extremo, fue a parar directamente al hombro del oficial, quien lanzó un alarido de dolor mientras su caballo galopaba en medio de la oscuridad.

Mientras Tamex y sus proscritos cambiaban el sentido de la batalla, Luz de Relámpago tampoco perdía el tiempo. El fibroso elfo se encomendó a Branchala y corrió valiente entre los caballos y, con una patada contundente que fue a parar directamente a la cabeza de un lancero enemigo, hizo añicos el yelmo y el cráneo.

El jinete cayó muerto del caballo e, intentando dominar al animal, Luz de Relámpago lo montó y salió a toda velocidad tras el comandante que se había dado a la fuga.

Y de repente todo había terminado, dejando tras de sí un extraño silencio, interrumpido tan sólo por algún que otro grito lejano o por los tenues gemidos de los moribundos.

Estrella del Norte y Alanda caminaban cautelosos por el campamento devastado, donde la oscura e impoluta arena del desierto de Istar se había convertido en escenario de una matanza y de una carnicería espeluznante. Más de un centenar de rebeldes perdieron la vida o yacían moribundos en medio de las hogueras apagadas, de los cuales prácticamente la mitad eran hombres muy jóvenes, o tan mayores que no pudieron moverse con la rapidez que la situación requería. Los otros, unos cuarenta, eran los jóvenes valientes de la compañía, muchachos que se habían lanzado bulliciosos y temerarios contra el enemigo.

Tirados en medio de toda aquella extensión de arena, atravesados por las espadas y por las lanzas de la caballería, eran un mudo testimonio del destino de un ejército sin líder. Los supervivientes, aquéllos que siguieron al misterioso forastero hasta las puertas de las Lágrimas de Mishakal, regresaron, silenciosos y con expresión seria, al campamento.

Aun podía haber sido peor, le dijo Alanda a su primo mediante signos. Si Tamex no hubiese salvado a algunos, conducido a los bandidos a un lugar seguro y si no hubiese venido en nuestra ayuda…

Estrella del Norte se dio la vuelta para rebatir las palabras de la joven, pero la presencia de una figura ataviada de negro lo detuvo.

Enmarcado con la luz de las antorchas, Tamex se erigía arrogante ante los cuerpos de numerosos soldados enemigos sin vida. Siguiendo sus órdenes, los proscritos se distribuyeron por todo el campo de batalla, amontonando los cadáveres para incinerarlos en una enorme hoguera bajo la luz de la luna. Los hombres de Gormion lanzaron con indiferencia y brusquedad los últimos cuerpos enemigos sobre el montón, y Tamex hizo una señal a los proscritos que portaban las antorchas, que se agacharon y prendieron fuego a las ramas que habían apilado bajo los cuerpos.

Bajo la nueva luz y con una expresión que Estrella del Norte sólo podía describir como exultante, el misterioso guerrero observaba cómo las llamas se alzaban hacia las alturas. Tamex, cruzado de brazos, se rió quedamente. El fuego alcanzó a los primeros muertos y los ojos ámbar del oscuro hombre resplandecieron con los ardientes reflejos.

Estrella del Norte, con la mirada acostumbrada a interpretar las constelaciones, siguió el recorrido de las llamas en su camino hacia el cielo.

Gilean estaba allí arriba, las estrellas que dibujaban el Libro en la cumbre del cielo. Dispersa a lo largo del horizonte occidental, se encontraba la constelación de Paladine, un gigantesco y hermoso arco prácticamente eclipsado por las nubes y el humo.

Estrella del Norte se esforzó por escrutar el cielo del este y encontrar alguna señal de Su Oscura Majestad, la agrupación confusa y sinuosa de aquellas estrellas siempre enfrentadas a las de Paladine, como si estuviesen en guerra permanente…

El humo era demasiado espeso, pero allí arriba algo había cambiado.

Aquella noche, Estrella del Norte, mientras observaba el cielo cubierto, tuvo una sensación, fría y oscura. Algo pasó sobre él y a través de él.

Volvía a estar asustado y débil, y de repente se sintió mareado; tuvo que bajar la vista, hasta ahora prendida en el firmamento.

Tamex lo estaba observando, con los ojos encendidos como dos estrellas lejanas y hostiles, y la sombra que proyectaba con la intensa luz de la pira era gigantesca, lo cubría todo.

Por un instante, pareció que tenía alas.

Fordus vio los primeros fuegos en las rocas de cristal.

El Profeta se despertó de otro de sus sueños febriles, en poco tiempo había pasado de contemplar absorto los jeroglíficos y símbolos que se desplegaban en la arena a gritar desesperado al viento del desierto. En su confuso deambular, Fordus había rodeado el campamento sin darse cuenta y, finalmente, se había adentrado en las Lágrimas de Mishakal. En medio de aquel paisaje, los llantos y los gritos se entremezclaban con murmullos, pero todos aquellos sonidos se desvanecieron en medio de las lejanas formaciones cristalinas.

Por un momento no supo dónde estaba. Agotado, bebió las últimas gotas de agua que le quedaban, y siguió buscando desesperadamente a Alanda, a Luz de Relámpago…

El pie hinchado le falló y se derrumbó sobre la roca de cristal que tenía al lado, la cual se rompió limpiamente bajo su peso. Sin aliento, Fordus se tumbó de espaldas sobre la arena y maldijo su mala suerte, la desgracia de haber tropezado con aquel trágalo, la desafortunada caída y el veneno.

Despacio, en medio de los murmullos y del eco, Fordus reconoció los gritos distantes del clamor de una batalla y, a lo lejos, vislumbró unas siluetas. En las salinas había gente que se escondía asustada.

Fordus se apoyó en una gran roca de cristal, intentó recuperarse un poco y avanzó cojeando hacia el ruido, en dirección a la gente. La luz de la luna roja resplandecía por todas partes y se reflejaba en cada una de las rocas de cristal, lo que provocaba que el líder de las tropas rebeldes se sintiese completamente aturdido y confuso en medio de aquel laberinto de espejos.

Rodeado de aquel caos de luz y sonido Fordus perdió el equilibrio; su temor y aprensión crecieron por momentos.

Recordaba las historias que contaban sobre las Lágrimas y de la gente que allí había desaparecido, incluso en esta nueva época del poder, atraídos por las mortales melodías de los cristales, del viento y por otros hechizos malignos. En las caras de los cristales vio el resplandor de llamas violentas, el brillo del bronce y de las armaduras, y también los destellos del acero.

Y en medio de aquel escenario, Fordus también vio el suave y siniestro brillo de una túnica de seda negra y la figura de un guerrero solitario moviéndose con aplomo bajo una luz titubeante.

Fordus oyó el sonido de las trompetas istarianas que ordenaban retirada. Por un momento, se alegró y cambió el peso del cuerpo, apoyándolo sobre la pierna ilesa, mientras oía los gritos de entusiasmo y los cantos de victoria de las tropas rebeldes.

Pero enseguida reconoció el olor a humo que traía el viento, de paja y madera quemada, un olor punzante y perturbador que le recordaba a su juventud, cuando hacía ya muchos años una banda de asaltantes irdas saqueó el poblado donde vivía.

Era el olor de los muertos recién incinerados, de las piras y de los funerales ancestrales de la Era de los Sueños.

Y también entre el viento percibió, bajo el crepitar de los fuegos, del llanto de las mujeres, del lamento de los hombres y del gemido de los heridos, una voz solitaria, un murmullo, que parecía nacer del corazón de los propios cristales.

Fue un susurro en el viento, tan débil que Fordus nunca estuvo seguro de si realmente lo había oído o si fue producto de sus pensamientos y temores.

Sin ti, insinuó la voz, grave y seductora. Han vencido a Istar sin ti, sin Fordus.

El líder de los rebeldes se dejó caer abatido sobre la arena salina.