Cada mañana, el ruido de los desprendimientos de roca bajo la ciudad despertaba a Vaananen a pesar de los numerosos pisos de piedra que había bajo su habitación. A veces, el estruendo se colaba entre sus sueños del amanecer y creía que él también trabajaba en aquellos húmedos e insalubres túneles, derribando, martilleando y arrancando glainos, un tipo de ópalos negros con unas características mágicas para el Príncipe de los Sacerdotes. Aquella mañana, el sueño había sido particularmente real, y el constante temblor del secreto corazón de la ciudad persistió en sus oídos hasta aquel momento en que andaba a toda velocidad por uno de los pasillos del Templo para asistir como siempre a su cita con su habitual compañero de entrenamiento.
Después de bajar por la escalera de espiral, Vaananen echó a correr, con el cuello alto de su camisa de entrenamiento ya húmedo de sudor por el calor del día y con los brazos bien protegidos por encima de las muñecas para poder defenderse de los ataques de las espadas y de los puñales. Cuando llegó abajo, sacó una llave de bronce, trabajada en forma de serpiente de cascabel, la insertó dentro del elaborado cerrojo que había en la imponente puerta de roble, e inhaló la que sería la última respiración relajada en las próximas dos horas.
—Casi llegas tarde —le dijo el Príncipe de los Sacerdotes, lanzando un tosco palo al druida.
Vaananen, hábilmente, se hizo con ambas cosas: con el arma y con la malicia del soberano e inclinó la cabeza en un silencioso saludo sin apartar jamás los ojos de la mirada azul cielo de su oponente. «Ésta es la última vez —pensó—, mientras entraba en el jardín amurallado».
Durante ocho años, Vaananen había llevado a cabo aquellos combates contra el Príncipe de los Sacerdotes. Nunca ganaba ni tampoco decía palabra, y siempre dejaba al soberano con la sospecha de que usaba la magia más que sus habilidades marciales para salir bien parado de los enfrentamientos.
Aquellos combates y humillaciones semanales eran por Vincus. El muchacho no tenía ninguna culpa de que su padre fuese el indigno maestro de armas de un gobernante todavía más indigno, y que, en vez de enseñar al Príncipe de los Sacerdotes a luchar con el sable prohibido a las órdenes religiosas, el viejo Hannakus intentase escapar de la ciudad llevándose con él cien de los apreciados ópalos del Príncipe de los Sacerdotes.
La guardia istariana atrapó al padre de Vincus antes de que alcanzase la muralla. Arrestaron al viejo Hannakus, lo juzgaron y lo ejecutaron, pero nunca se encontraron los ópalos. Entonces, el Príncipe de los Sacerdotes se empecinó en que su hijo, quien en aquel momento no era más que un niño de doce años, debía saldar la deuda de su padre trabajando en las minas de ópalo de la ciudad.
Aquello era una sentencia de muerte, y Vaananen intercedió en aquel asunto; prometió que prestaría sus servicios ocupando el antiguo puesto de Hannakus y dio también su palabra de que no revelaría jamás que el Príncipe de los Sacerdotes, cometiendo un sacrilegio más viejo que la propia fe, asía el arma prohibida a todos aquéllos que servían a los dioses en sus órdenes sagradas.
Pero se estaba acercando el momento en que aquel servicio y aquel silencio estaban a punto de finalizar.
El Príncipe de los Sacerdotes se dio la vuelta y se dirigió al punto más lejano del círculo donde luchaban, examinó el filo de su espada y apoyó el pie enfundado en una bota sobre una de las suaves y blancas conchas que delimitaban el espacio donde se desarrollaba el combate.
Vaananen adoptó una postura agazapada y balanceó con la mano derecha el ligero palo, que era, de hecho, el tronco de un árbol vivo con las raíces atadas en un prieto manojo y las ramas cortadas. El Príncipe de los Sacerdotes jamás respetaba las reglas del juego, así que no hubo saludo. Vaananen respiró hondo, relajó las piernas y esperó.
El Príncipe de los Sacerdotes hizo ver por un momento que ajustaba su empuñadura, y enseguida se abalanzó sobre el druida por la derecha. Vaananen permaneció firme hasta que el filo de la espada de su adversario silbó mientras surcaba el aire en un largo y mortal ataque descendente, y se desplazó exactamente quince kilómetros hacia un lado y golpeó suavemente al Príncipe de los Sacerdotes en la nuca, con el palo, haciéndolo caer sobre las rodillas.
Antes de que el Príncipe de los Sacerdotes pudiese recuperar la vista, el aliento y la posición, Vaananen se tiró al suelo y permaneció inmóvil. Hacía ya tiempo que sabía que no había un solo golpe asestado al soberano que no fuese pagado con creces fuera de la palestra. Era mucho mejor dejarse caer, despatarrado, como si lo hubiera fulminado el poderoso impacto de la espada del monarca.
El Príncipe de los Sacerdotes se levantó, furioso, y se percató de que su contrincante aparentemente había salido peor parado que él del choque. Se rió con petulancia y pateó al druida hasta que éste volvió en sí.
Aquella farsa duró una hora o más. Vaananen rodaba por el suelo, esquivaba y fintaba, siempre defendiéndose de los ataques y, tan sólo ocasionalmente, lanzando al Príncipe de los Sacerdotes algún ligero golpe con la punta del palo. Vaananen mantenía la rivalidad, pero nunca, para desesperación del Príncipe de los Sacerdotes, parecía irritado o a punto de perder el control.
—¡Maldito! —le increpó el Príncipe de los Sacerdotes—. Éste es nuestro último asalto. ¿Es que no te quedan más fuerzas? ¿Es que has olvidado tu hombría en un bosquecillo de robles podridos?
«Ésta no es mi lucha —se dijo Vaananen a sí mismo—. Todo esto es por la libertad de Vincus, para que jamás viva en la oscuridad de las minas».
Vaananen esbozó una sonrisa y pensó en otra manera de repeler el ataque de la espada prohibida que el Príncipe de los Sacerdotes asía con fuerza, y de no permitir que ésta lo hiriese.
Al final, justo antes de que terminase el asalto, el Príncipe de los Sacerdotes, lleno de rabia, mandó parar el combate.
—Acércate —le dijo jadeante—. Quédate exactamente aquí.
Señaló fuera del círculo marcado con conchas; sus ojos azul cielo rebosaban rabia y astucia.
Vaananen sabía que salir del terreno de combate antes de que el asalto hubiese finalizado era una imprudencia, y además quedaría indefenso ante un nuevo ataque del Príncipe de los Sacerdotes. El filo del sable brillaba, cortante y letal, bajo el sol del mediodía. El Príncipe de los Sacerdotes no quería saber nada de armas desafiladas.
Vaananen se desplazó hasta el centro del círculo, el lugar más vulnerable del terreno de combate, y se mantuvo allí firme, como pidiendo una tregua.
—¿Es que no vas a obedecer mi orden, noble Vaananen? —preguntó el Príncipe de los Sacerdotes suavemente—. Me parece recordar que hay algún castigo para el desacato. Estoy pensando que alargaremos este juego cinco años más, pero esta vez sin protecciones. ¿Qué te parece?
Vaananen habló por primera vez.
—Ya he saldado la deuda de sangre contraída por Vincus. Él será libre y no puedes coaccionarme más. Has quebrantado las leyes de tu Orden utilizando la espada. El juego ha terminado.
El Príncipe de los Sacerdotes esbozó una sonrisa, pero la mirada de sus ojos azul cielo era gélida.
—Seguirás a mi servicio —dijo el soberano, mirando a Vaananen con interés—. Tú estás ligado a mí bajo juramento. Muchos otros indignos también están a mis órdenes, desde el hijo del ladrón a campesinos…
»Quizás incluso druidas expulsados de su propia Orden por sólo los dioses saben… qué crímenes.
Vaananen se mantuvo imperturbable.
—Bien, maldito cobarde, arreglaremos el asunto de tu deuda —dijo el Príncipe de los Sacerdotes con una ligera risita.
Entonces, el soberano, lentamente, movió con el pie las conchas que delimitaban el terreno de combate, estrechando el círculo alrededor del druida, quien permaneció en silencio.
La diosa caminaba perezosamente por las Lágrimas de Mishakal, donde las grandes estructuras de cristal que se erguían formando extraños ángulos captaban la luz de la luna roja y se asemejaban al filo de un puñal goteante de sangre.
Los cristales que cobijaban a Takhisis también cambiaban de forma. Dejó de ser Tamex, el amenazante y misterioso guerrero que aún perturbaría los sueños de Alanda durante doce noches, para convertirse en Tanila, una mujer hermosa y grácil, una criatura de la oscuridad a la que elfos y hombres amaban y temían por igual. La diosa clavó la mirada en los cielos y pronunció una palabra para invocar…
Y en el lejano cielo, en algún lugar sobre Istar, una estrella se apagó y la extensa línea de dunas y montañas perfilada en el horizonte se oscureció ligeramente.
Bien. Sus poderes estaban aumentando. Otra vez, la Reina de la Oscuridad podía imponerse a los poderosos cielos con ayuda de un viejo hechizo o de un pequeño encantamiento. En algún lugar del lejano vacío del espacio, tan oscuro y estéril como su prisión en el abismo, una estrella negra implosionó, se apagó y murió; de este modo provocó que diez planetas, diez mundos, sintiesen el primer relente de un helor definitivo.
¿Quién sabía qué civilizaciones se habían quedado heladas y silenciosas, sin rastro de calor, luz y vida en aquel momento?
Pero ¿qué importaba? Lo esencial es que podía hacerlo. La diosa podía dejar el mundo desolado con una simple palabra o pensamiento. Oh, sus poderes eran inmensos, y aunque Krynn le estaba negado, salvo ahora, en el cobijo de unos cristales brillantes, pronto Takhisis lograría gobernarlo. Estaba convencida de ello.
Era sólo cuestión de meses, de unos pocos años como máximo, y aquél era el lugar por donde empezar.
La Reina de la Oscuridad sabía cómo las salinas habían recibido ese nombre. Era un lugar profano, donde las curaciones fracasaban y las revelaciones se desvanecían.
No era de extrañar que Mishakal llorase.
La diosa, que en aquel instante se disponía a cruzar el laberinto de cristales, no pensaba en curaciones, y menos aun en revelaciones. En su mente tan sólo había los jefes de los rebeldes, aquella unida tríada formada por la barda, el elfo, y…
No tenía una palabra para designar a Fordus. Todavía no. La diosa únicamente lo conocía a través de su reputación y leyenda, de sus victorias y de las canciones de su barda.
Alanda no iba a presentar la más mínima dificultad, ya que desconocía el poder que había en ella, y la magia que se ocultaba bajo la lira que tanto desdeñaba y bajo la grandeza de su voz si fuese capaz de liberarla de su propio temor y furia.
Takhisis sonrió. Precisamente la furia y el temor eran sus compañeros favoritos.
Esos mismos sentimientos, temor y furia, también perseguían al elfo. Ninguno de ellos se conocía realmente a sí mismo y aun menos a su líder.
La arena tembló al imprimirse sobre ella el recorrido de las huellas de la diosa, las cuales formaron una estela sinuosa y ondulante como el rastro que deja una serpiente.
La próxima vez aparecería ante ellos como Tanila, y sondearía y pondría a prueba al elfo. Era un lucanesti, un amigo de los ópalos.
¡Ah!, los ópalos. Pronto llegaría el gran momento. Pero antes tenía un pequeño asunto que solucionar en los confines de las praderas.
Las praderas se despertaron de su sueño para arroparlo, la hierba se balanceaba en los campos sin que soplase una brizna de aire.
Fordus sabía que estaba soñando porque lo que veía no coincidía con lo que sentía.
No le gustaban los sueños inesperados y ése lo era.
¿Iba a llegar la batalla, o la inspiración? Una de las dos cosas siempre aparecía en sus sueños, y Fordus había aprendido de ambas; de lo que la batalla le había enseñado y de lo que la inspiración le había insinuado que dijese.
Ante él surgió una elevación purpúrea, de abetos y vallenwoods heridos por el rayo, sobre los que volaba en círculo lentamente una docena de pájaros.
¿Halcones? ¿Estaba Lucas, el halcón de Alanda, entre ellos? Fordus llamó telepáticamente a los pájaros y éstos acudieron.
No eran halcones, sino pájaros carroñeros.
Eso significaba que era un sueño de batalla.
«Notaré las secuelas del sueño en la carrera de la mañana, con nuevos dolores, agarrotamientos y tirones. Pero ganaré esta batalla al igual que he ganado todas las otras —pensó Fordus—. Alanda podrá por fin narrar cómo derroté a Istar en el desierto, en las praderas e incluso en sueños».
Fordus no tuvo tiempo de saborear aquella idea. De repente, el montículo se desmoronó como si la propia tierra se hubiese desplomado bajo sus pies. Fordus saltó sobre un arremolinado y ardiente vacío y fue a caer, con apuros y poca estabilidad, en el borde de un risco; sintió que el suelo se deshacía bajo sus pies. Inesperadamente, apareció ante él un solitario guerrero istariano, un hombre dorado, cubierto por un casco, con un escudo adornado con siete agujas de alabastro y con sus anchos hombros cubiertos por una negra túnica.
«Bueno», pensó Fordus, buscando con la mano el hacha que colgaba de su cinturón.
Pero ésta no estaba allí.
Por un instante el pánico le dominó, como en un sueño vago y oscuro, aunque enseguida intentó apartarlo de su mente con una carcajada. Después de todo, no era más que un sueño. ¿Qué otra cosa peor le podía suceder?
A través del árido terreno y bajo el gemido del tórrido viento, el guerrero le llamó con señas y lo desafió con sus gruñidos en alguna extraña lengua. El escudo del intruso, con las siete agujas de alabastro, brilló todavía más, hasta que al final el sueño fue engullido por su propia luz. Entonces volvió la oscuridad, y el hombre, solo y desarmado, se le acercó como si se hubiese desprendido de sus armas, en un gesto de desprecio. En aquel instante, su adversario adoptó una postura de lucha, encogiéndose como un felino y con los dedos extendidos como si fuesen garras.
Fordus con grandes zancadas, pero moviéndose tan lentamente que parecía que la arena le cubriese hasta la cintura, se aproximó hasta el guerrero.
Chocaron al tiempo que retumbaba un trueno lejano. Los brazos de su enemigo eran fuertes y pesados, fríos y metálicos como el bronce. El guerrero istariano soltó un gruñido mientras giraba sobre sí mismo y lanzaba a Fordus por encima de su cabeza. Éste, con un grito de satisfacción, se desembarazó de su enemigo saltando por los aires; dio una voltereta y aterrizó con agilidad en la cornisa, a cierta distancia de su oponente. Tras él, polvo y fragmentos de roca caían dentro de una grieta insondable.
«Es mi sueño, así que puedo dominarlo», pensó Fordus.
El guerrero estaba ahora armado con seis brazos ondulantes que movía sin cesar como si de un enfurecido insecto se tratara, o como si fuese la estatua viviente de algún extraño dios de la cosecha.
«Es mi sueño…», se repitió para sus adentros.
Fordus se arrojó violentamente hacia el guerrero, quien soltó un alarido y se preparó para el impacto.
Esta vez, la colisión fue silenciosa, como si todo el sonido hubiese sido absorbido por la fuerza del impacto. El guerrero de dorado se balanceó sobre sus talones, pero logró mantener el equilibrio y levantó a Fordus del suelo y se lo acercó al cuerpo con ayuda de cuatro de sus seis brazos…
Fordus oyó el siseo de su jadeo y olió el fétido aliento de su adversario; fascinado miró los ojos del guerrero.
Sin párpados y carentes de vida, aquellos ojos se asemejaban a los de un reptil. Una línea vertical cruzaba el corazón de sus pupilas como si se tratase de una cortina dividida en dos, que se abría para mostrarle una oscura esterilidad, un profundo y vertiginoso vacío…
Fordus agitó la cabeza y luchó por desembarazarse de los múltiples brazos que lo sujetaban, pero lo embargó una repentina modorra y dejó de oponer resistencia, con el creciente convencimiento de que aquello no iba a ser tan malo y que aquella derrota sería el punto de partida de algo mejor si lograba dejar de luchar… si se daba por vencido… y si miraba hacia el interior de aquellos ojos misteriosos que se abrían hacia la oscuridad de la profundidad eterna.
Fordus se incorporó de golpe y, de su garganta, salió un grito ahogado. El dolor de cabeza era tan fuerte que los oídos le pitaban y parecía tener el cuerpo en carne viva. Tenía calambres en los músculos y los brazos le dolían como si hubiesen sido aprisionados por las fauces de alguna criatura monstruosa y despiadada.
Pero en la cima del Altiplano Rojo, Fordus estaba a salvo. A no más de veinte metros, el joven centinela aún roncaba en su puesto. Fordus dio un brinco, resuelto a ahogar al muchacho, pero las piernas le fallaron, exhaustas tras aquel sueño, y un sudor frío le recorrió el cuerpo, igual que si le hubiese caído un chaparrón del desierto.
Dejó al muchacho tranquilo. Ningún centinela podía protegerlo de sus sueños.
Enfadado, dirigió la mirada hacia la inmensidad del cielo del desierto, donde los cuernos de Kiri-Jolith amenazaban a la constelación de la Reina de la Oscuridad.
—¿Dónde estabas tú, viejo bisonte? ¿Mi viejo abuelo? —preguntó Fordus con resentimiento.
Se levantó despacio; la pesada torques parecía ceñirle el cuello excesivamente. Después de mirar por última vez al centinela, que continuaba durmiendo plácidamente, Fordus echó a correr.
Desde muy pequeño, correr lo ayudaba a esclarecer engaños y a huir de aquello que lo aprisionaba y acongojaba. Cuando corría a través del desierto o de las llanuras, cuando el viento lo levantaba y lo transportaba sobre las dunas y sobre los montículos iluminados por la luz de la luna, y cuando sentía fundirse con el viento con la potencia de sus zancadas, tan sólo entonces podía pensar con claridad. Podía limpiar su mente de los misterios de los jeroglíficos que se desplegaban sobre la arena y de las profecías que acudían a su mente. Cuando corría y notaba la sangre palpitar en sus oídos, entonces se sentía verdaderamente libre.
Aquella noche Fordus galopó como el viento; de repente, con una rapidez de ensueño, se encontró cruzando las dunas. El Altiplano Rojo se erguía en el lejano horizonte y del campamento rebelde brotaba una tenue hilera de luces.
Se sentía exultante y corrió aun más rápido en dirección a la gran extensión del desierto, bajo la luz de la luna roja que bañaba el vasto paisaje que se extendía ante sus ojos. Fordus perdió de vista el altiplano y llegó a un lugar en el desierto donde el árido suelo rojizo se expandía en todas direcciones, sin interrupción, hacia el mismo borde del horizonte.
Durante todo el tiempo, Fordus tuvo la extraña sensación de que algo corría junto a él. Por el rabillo del ojo, lo vio; bajo la luz de la luna, una mancha negra se movía sobre el suelo del desierto y se mantenía en los márgenes de su visión como un espectro, como la luna oscura de cuya existencia hablaban magos y astrólogos.
No importaba lo rápido que corriese, aquella oscura sombra mantenía siempre la misma distancia.
Algo en su interior le decía que era su propio sueño que lo acechaba, que de alguna extraña forma el guerrero dorado había saltado de sus pensamientos a la vida real para seguirlo y acabar con él. Pero no lo iba a conseguir. Fordus aumentó todavía más la velocidad de sus zancadas.
Los dos, corredor y espectro, siguieron su veloz marcha a través del desierto, rumbo al amanecer. Inesperadamente, cuando el sol asomaba ya completo por el horizonte, la sombra se abalanzó sobre Fordus, quien, con un chillido, se dio la vuelta, con el hacha ya preparada para arrojarla. El espectro se irguió, imponente, ante él; aquella cosa era transparente y no más visible que la templada brisa del desierto cuando se deslizaba suavemente sobre la cálida arena. En las arremolinadas profundidades de aquella extraña criatura, Fordus pudo ver un par de ojos de color ámbar.
Unos ojos sin párpados y carentes de vida, como los de un reptil.
Sin detenerse, Fordus arremetió contra su enemigo y la sombra lo envolvió y lo cegó por un instante y, entonces, de repente, la luz del sol y la arena del desierto surgieron de nuevo. Fordus se encontró a sí mismo saltando sobre una duna. La sombra había desaparecido y el suelo se había hundido bajo sus pies igual que en su sueño.
Un blando colchón de arena amortiguó su caída pero, en cuanto intentó incorporarse, ésta comenzó a arremolinarse bajo su cuerpo. Fordus se hundía poco a poco, pesadamente y sin que pudiese hacer nada para evitarlo, engullido por un embudo de arena movediza, por una especie de torbellino que lo condujo al interior de un oscuro agujero.
En el corazón de las profundidades, el sol de la mañana destellaba en un ojo verde y bulboso, en varias parejas de antenas retráctiles y en una gigantesca mandíbula abierta.
«¡Trágalo!», pensó Fordus, frenético y buscó a tientas otra de sus hachas mientras aquella criatura monstruosa corría hambrienta hacia él.