A la luz del día, el mundo de Fordus era un terreno estéril y castigado por el sol: un paisaje de colores exóticos, de rocas rojas y negras, de tierra de tonos ocres, y de brumosas salinas blanquecinas con sus afloraciones de cristales alzándose en el yermo paisaje como árboles petrificados de formas abstractas. Era, en definitiva, una tierra de grandes contrastes y aristas agudas, de grandes sufrimientos y pequeñas muertes.
La noche del desierto era lo que Fordus más amaba, especialmente cuando Lunitari se alzaba hasta el punto más alto. En la oscuridad, el desierto se transformaba. Aquella tierra desolada se poblaba de sombras, las salinas brillaban como gemas preciosas, y extrañas criaturas nocturnas se aventuraban a salir de los secos arroyos. El aire se volvía más moderado, casi fresco, y de vez en cuando un soplo aislado de viento se deslizaba por encima de las dunas trayendo el suave olor a madera de cedro procedente de Silvanesti o, a veces, también el olor de la sal de los mares al sur de Balifor, arrastrándose sobre la planicie y los cauces secos como si buscara agua o algún cuerpo en el que insuflar su aliento vital.
Las dunas del desierto eran el refugio de Fordus, su escuela, su paz y su alimento, y ésa era la razón por la que después de cada victoria retornaba a ellas. Pero en esta ocasión era distinto, regresaba dubitativo y desconcertado.
Arropado en su larga túnica, soñó. Esa noche tuvo el sueño de la lava, el cual era sumamente real y conocido para él desde hacía mucho tiempo. Era el mismo sueño que tuvo por primera vez un año atrás, cerca de las Lágrimas de Mishakal.
Ese sueño lo había encumbrado, por encima de su misión de profetizar el agua, a una posición más importante de lo que jamás esperó ni buscó y por la que se convertía en rey del desierto.
El sueño comenzaba siempre de la misma manera y todos los detalles eran exactamente igual que la primera vez; su respuesta también era la misma. Todo se desarrollaba como si cumpliese con algún antiguo ritual e interpretase un papel eterno: el del Señor del Invierno, quizás, o el de Branchala, en alguno de aquellos complejos dramas de elfos que Luz de Relámpago le había contado.
Como siempre, el paisaje era de tonos rojizos y la atmósfera ardiente. Aparecía un terreno volcánico en el que un mar de lava derretida hervía y burbujeaba con una intensidad casi sobrenatural. En su sueño, Fordus recorría un estrecho puente arqueado que cruzaba por encima de una extensión de lava, y en el otro extremo del puente aparecía suspendida una oscura nube, como si se tratase de una brecha en el vacío.
Entonces aquella nube comenzaba a agitarse y a transformarse y, entre sus sombras, surgían unas alas negras. Luego, de repente, la nube empezaba a bullir y a agitarse como el abrasador lago que tenía debajo.
En aquel instante, el enorme pájaro negro aterrizaba sobre el estrecho puente y giraba la sucia y desplumada cabeza para mirarlo con curiosidad e interés.
Te llamarás Alma de Fuego, murmuraba entonces aquella extraña criatura en un tono casi inaudible, pero inexplicablemente Fordus podía sentir aquellas palabras recorrer cada uno de los músculos y tendones de su brazo. Más que oír las palabras, las sentía.
—Pero si yo me llamo Fordus —le respondió él. Siempre contestaba lo mismo.
Fordus es el Profeta del Agua, decía entre susurros la insólita criatura, mientras una nube de vapor se alzaba por entre sus alas negras. Fordus es un nómada, un ser errante.
Pero Fordus Alma de Fuego…
Fordus esbozó una sonrisa mientras dormía, adoraba aquella parte del sueño.
Fordus Alma de Fuego es el verdugo de los ejércitos, el poderoso brazo del desierto. El verdadero heredero de Istar, la ciudad de mármol.
El cóndor agitó sus alas y una corriente de aire caliente y fétido, impregnado de un fuerte olor a creosota, sulfuro e inmundicia, cruzó por encima del puente.
Reclama lo que te pertenece, Fordus Alma de Fuego, murmuró el animal, y Fordus sentía aquellas palabras en las puntas de sus dedos.
Reclama tu herencia.
¿Mi herencia?
Reclama Istar, ordenaba el pájaro. Allí encontrarás tus raíces y tus orígenes. Descubrirás quién eres realmente.
En la oscuridad de las primeras horas de la mañana, Fordus se despertó reconfortado y satisfecho. Estirado sobre la grava que había en la cima del Altiplano Rojo, el punto más alto de todo el desierto de Istar, el líder de los rebeldes podía contemplar cómo las estrellas del este se desplazaban sobre su cabeza. Tan sólo lo acompañaba un guarda solitario, un lancero que-nara que dormitaba tranquilo y sin remordimientos en su puesto.
Fordus dejó que el hombre descansase en paz; aquel centinela se había ganado eso y mucho más. Al igual que el resto de sus tropas.
A pesar de la brevedad de la batalla y de la rápida rendición de las tropas istarianas, los hombres estaban exhaustos. Habían caminado grandes distancias, cargando con sesenta de los suyos, y a otros, heridos gravemente, los dejaron atrás con sus bendiciones, odres llenos de agua y la compañía y vela en sus últimas horas de sus seres queridos.
Al atardecer, Luz de Relámpago se acercó a él con las últimas noticias: en la pradera yacían los cuerpos sin vida de doscientos seis rebeldes.
—Istar puede perder tres mil hombres —le advirtió—, y otros tres mil más si es necesario. El Príncipe de los Sacerdotes no tiene ni la más mínima consideración por las viudas desconsoladas que quedan tras estas sangrientas batallas, pero doscientas bajas es una gran pérdida para nosotros.
Fordus se sentó, abrazándose las rodillas con sus largos y poderosos brazos. Los lejanos planetas de Sirrion y Reorx, con su llamativo color rojo, convergieron lentamente sobre Solinari, la luna blanca. Fordus deseó poder descifrar los augurios de las estrellas, pero el cielo, a pesar de su enorme belleza, era impenetrable para él.
¿Quién podía predecir el futuro a partir de los cambiantes astros? Ni tan siquiera Estrella del Norte, el guía de la tribu, tenía aquel don.
¿Quién podía interpretar los misteriosos jeroglíficos que Fordus había encontrado en el kanaji, los símbolos ancestrales que resonaban en sus pensamientos y que le inspiraban aquellos extraños versos… ayudándolo a derrotar a las tropas enemigas?
Los jeroglíficos no habían vuelto a aparecer. El viento acariciaba la fina y suave arena, y el suelo del kanaji permanecía inalterable, imposible de interpretar una vez más.
Cuatrocientos que-naras aguardaban su regreso de la batalla, su retorno de los estridentes campos que se extendían detrás del Altiplano Rojo, cerca de las Lágrimas de Mishakal. Esperaban impacientes la llegada del líder rebelde, a pesar de que sus dioses los habían advertido que no siguiesen a Fordus más allá del desierto, ya que, según su religión, las invasiones eran algo malvado y perverso. Aun así, lo cierto es que nadie abandonó a Fordus Alma de Fuego.
Estarían junto a él en la arena del desierto cuando llegase el momento de desafiar a Istar, a Solamnia…
… a los propios dioses…
… sólo con que él, Fordus Alma de Fuego, se lo pidiese…
El líder rebelde pensó en la desaliñada Alanda, encantadora bajo su aspecto tosco y cubierto de arena, y en su muda e incuestionable devoción. Además, también contaba con Luz de Relámpago, al que él había dignificado, y con Estrella del Norte, cuya confusión él había sosegado.
Con todo, sintió una extraña sensación de vacío y soledad, allí en lo alto, sobre las resplandecientes hogueras rebeldes, esparcidas por el silencioso campamento como destellos de la luz recortada en las facetas de una gema tallada.
Ellos lo seguirían, tanto los proscritos como los Hombres de las Llanuras. Pero ¿adónde los conduciría si la arena del desierto dejaba de comunicarse con él?
Durante su infancia, Alanda se había visto obligada a buscar comida por los alrededores de los campamentos, había sido compañera de los perros y de los pájaros de los cazadores que-naras. Capaz de imitar cualquier sonido que oyese, la muchacha era repudiada por su insólita pigmentación y sus constantes alborotos vocales.
Una y otra vez, los santones se despertaban por la noche alarmados, creyendo oír los ladridos de los perros que aguardaban fuera de sus tiendas, el seco silbido del viento de la primavera o los rumores subterráneos del espíritu llamado naga. En esas ocasiones, los hombres, medio adormecidos y murmurando conjuros de salvaguarda, cogían sus armas precipitadamente y salían a toda velocidad de sus tiendas…
Y encontraban a la pequeña niña, tarareando todos esos extraños sonidos en medio de la noche, con su enmarañado y fantástico pelo blanco iluminado bajo la luz de hogueras.
Obligarla a marcharse de allí parecía lo más sensato para que como mínimo estuviese con los de su especie. Sus insólitos rasgos parecían señalarla como una criatura dotada con algún peligroso don. Además, todo parecía indicar que aquel ser jamás podría llevar una vida normal junto a los otros miembros de la tribu. Por esta razón, sus padres apenas pudieron contener su alivio el día que la vieron partir. Naturalmente, pensando siempre en el bien de la muchacha.
Sus dones florecieron en un país extranjero. Llegó a Silvanesti como un talento innato, superior a la mayoría de sus maestros, quienes se quedaban boquiabiertos e impresionados ante su excepcional facilidad para la música. Alanda estudió en la Gran Escuela Bárdica de Silvanesti, pero la joven aprendía con tal rapidez que pronto supo más que todos los que allí enseñaban.
Alanda dominó enseguida los primeros ocho modos bárdicos y también los arreglos tradicionales de notas y ritmos que presentaban estas canciones. Estudió sola, como era su estilo, y diligentemente, alejada de los arrebatos de temperamento y carácter mostrados por sus compañeros. Mientras los aprendices de bardos, los silvanestis y solámnicos de alto linaje, los istarianos y los elfos de Qualinesti murmuraban y conspiraban en las grandes torres de Silvanost, la muchacha prefería sentarse junto a las aguas del Thon-Thalas, con sus pies callosos y doloridos sumergidos en la oscura corriente de agua, y ensayar diferentes canciones con su intensa y flexible voz de soprano.
Todos se burlaban de ella, tanto los elfos como los humanos de alta alcurnia. La llamaban «palurda» y «golfilla», pero ella les hacía caso omiso, seguía imitando el sonido del fluir de las aguas torrenciales en los aposentos de desconcertados ocupantes. Otra de sus especialidades era reproducir los débiles chillidos de las ardillas negras que se paseaban por los altillos de la torre, provocando que los novicios y los veteranos se precipitasen escalera arriba armados con escobas. En aquellas situaciones, a pesar de que no eran más que travesuras y bromas, Alanda siempre se mantenía seria, absorta en el estudio de la difícil música barda.
Durante el segundo invierno, Alanda ya había logrado dominar los primeros ocho modos bárdicos, el tambor y el caramillo y, lo más importante de todo, es que consiguió mejorar su voz de soprano que, a pesar de no ser especialmente melodiosa o hermosa, dejaba a sus maestros boquiabiertos, impresionados ante su fuerza y registro.
La admiraban, pero en el fondo de sus corazones se sentían profundamente resentidos.
En los bosquecillos junto al Thon-Thalas, donde los elfos y los humanos todavía se mezclaban rodeados de vegetación y tranquilidad, el tema de la voz de Alanda provocaba cierta controversia. Ningún estudiante, decían los maestros desde sus rincones verdes y solitarios, y menos una niña desaliñada procedente de las llanuras, había aprendido los modos en tan sólo seis estaciones. Sin duda, detrás de todo aquello había alguna trampa, algún tipo de magia oculta. No era normal.
Pero lo cierto es que Alanda aprendió todos los modos de buena gana, con rapidez y elegancia. Pero la joven pronto se cansó de los modos tradicionales y se enfrascó en el estudio de otros más complejos, especialmente de la difícil y mágica música que habita en el etéreo espacio que queda entre las notas audibles. Así fue como aprendió los primeros cuatro: el kijonian para la felicidad, el branchalino para el crecimiento, el matherino para la serenidad y, por último, el inquietante modo soliniano, el de las visiones y los cambios.
Durante un recital, cuando su poderosa voz transformó agua en nieve, sus maestros empezaron a tomar en serio la amenaza que ella suponía.
Con una ceremonia, normalmente reservada para los bardos de séptimo año, cinco bardos con túnicas verdes que representaban la tierra, el aire, el fuego, el agua y la memoria, dieron por terminado su breve aprendizaje. Todos decían que era por su propio bien, porque de esta forma pronto podría regresar con su pueblo.
En su despedida, Alanda recibió el libro de las enseñanzas y al que había de ser su compañero preferido, un joven halcón al que llamó Lucas y cuyos brillantes ojos verdes, sorprendentemente atípicos para su especie, dejaban entrever que aquella criatura podía ser adiestrada en el secreto de la magia.
La siguiente cuestión, el instrumento que los bardos residentes del alto Silvanost debían entregar al compañero que se graduaba, correspondía a la propia escuela.
Alanda esperaba un tambor, puesto que consideraba que ése era el complemento musical perfecto para su voz, áspero y rítmico. Era el instrumento que utilizaba su pueblo cuando imploraba agua o se preparaba para una batalla lejana. Desde luego, el tambor sería lo más adecuado.
En cambio le dieron la lira.
Resultaba deliciosa y adecuadamente insultante, pensaron. Una pequeña y deliciosa lira para músicos de cámara, un delicado instrumento de cuerda para distraer y aliviar a algún noble de sus problemas diarios. Un instrumento pacífico, un artilugio refinado, siempre y cuando no cayese en manos de alguien que estuviese interesado en la guerra y en el derramamiento de sangre de la confrontación de las batallas.
La elección del trofeo fue el último acto de mezquindad y crueldad hacia ella. El mensaje era claro: cállate y márchate. Para asegurarse de ello, sus maestros consultaron antes con un oscuro mago que habitaba cerca de la Torre de Waylorn, conocido como el maestro Calotte, quien con una curiosa sonrisa les dio el arpa, y también les cedió a su aprendiz para que arrojase una maldición eterna sobre la joven barda.
Alanda nunca podría componer una melodía original, decía la maldición. Se la sentenció a tener simplemente un gran talento para imitar y a que su memoria estuviese poblada únicamente con canciones recordadas, canciones aprendidas durante su extraña infancia y su igualmente extraña estancia en la escuela bárdica.
Pero el aprendiz estropeó aquel complejo maleficio. El mago en ciernes, sin dejar de gesticular mientras manipulaba los diferentes ingredientes que necesitaba para su hechizo, mezcló un musgo con otro e invirtió dos palabras de aquel largo conjuro. Así ocurrió que aunque Alanda fue sentenciada a no poder componer ninguna melodía original, aquel hechizo tan sólo afectaría a sus palabras habladas. Pero eso, por sí solo, era ya suficientemente terrible, porque cuando Alanda hablaba, sus palabras resultaban incomprensibles y aquéllos que se encontraban junto a ella creían que tan sólo habían oído el viento, u olvidaban instantáneamente las palabras de la joven.
Así fue como sus maestros primero la promovieron para después insultarla. La dejaron en medio de un camino, lejos de Silvanost y de los bellos parajes junto al Thon-Thalas, pero obligada a la tutela vinculante de Arion Corvus, un maestro entre los bardos viajeros. De este modo, Alanda fue enviada de regreso a su hogar, pero se sentía mucho más indignada que cuando lo abandonó.
Pero el viejo Corvus era sabio y astuto, en el modo en que un bardo puede serlo, y antes de que Alanda partiese, le entregó el tambor que ahora llevaba. Un instrumento ligero y enérgico con la parte superior de auténtico ópalo.
El sonido que salía de él era apagado, casi desagradable. Pero Corvus insistió que aquél era el instrumento para ella.
Apagado. Desagradable.
—Y útil —añadió el hombre con un extraño brillo en sus viejos ojos—. El tambor será tu compañero, él te protegerá.
Desde entonces, Alanda había vagado con los que-naras. Se había convertido en la barda de Fordus y en la voz de los oprimidos. Se había unido a él para hacer frente a la severidad de Istar y a su implacable rectitud, y para ayudar a liberar a los miles de Hombres de las Llanuras que llevaban los collares de la esclavitud a la que Istar los había sometido.
Ella estaba convencida de que Fordus podría al final romper cualquier maleficio, incluso aquel tan desatinado que ella se veía obligada a sobrellevar. Al recopilar las hazañas del líder rebelde y transformarlas en poesía, en leyenda y luz, Alanda se había convertido en la musa del desierto, del altiplano y del arroyo. A través de sus canciones y las miles de cadencias de su extraño tambor de ópalo, Fordus el Profeta del Agua se transformaba en Fordus la Tormenta, en el Señor de los Rebeldes… en Fordus el héroe.
El maleficio realizado por el aprendiz del maestro Calotte todavía habitaba en ella, y cuando Alanda hablaba, sus palabras se desvanecían en un gran vacío. El resultado de aquella ridícula situación fue que la muchacha jamás volvió a hablar con nadie, excepto con Lucas. El halcón era el único que parecía entender sus palabras, por muy confusas que éstas resultasen al oído humano. Con los años, Alanda había ideado un sistema de lenguaje de señas que casi todo el mundo podía comprender, y ella, por su parte, aprendió a escribir con jeroglíficos, runas y alfabeto corriente.
Mientras tanto, la magia de su música no cesó de ser cada vez más poderosa. Sus canciones eran enérgicas, profundas, y siempre verdaderas. Había ocasiones en las que incluso parecían rozar la profecía, especialmente cuando los Hombres de las Llanuras las escuchaban maravillados antes de lanzarse a la caza o a la batalla.
Cuando las canciones de Alanda escondían un significado profético, era como si el desierto entero floreciese, los arroyos se inundasen con las aguas de los ríos a los que la joven cantaba y las estrellas danzasen en el firmamento del invierno, allí donde el arpa de Branchala resplandecía en el horizonte. Era como si todas las profecías resonasen en sus viejas cuerdas. Ante aquel espectáculo, desde el proscrito más desdichado y carente de oído musical hasta el propio Luz de Relámpago, no podían más que escuchar. Incluso Fordus se quedaba mirándola absorto, con sus ojos de color azul mar resplandeciente, y creía ciegamente en lo que la muchacha decía sobre él en sus canciones.
Fordus se preguntaba si algún día podría dejar que se marchara.
Todos ellos, proscritos, bárbaros y Hombres de las Llanuras estaban reunidos en el campamento. Los hombres de Fordus, heridos, sucios y exhaustos, no apartaban la mirada de la cima del Altiplano Rojo, donde el Señor de los Rebeldes mantenía su solitaria vigilia.
Alanda se deslizó junto a una de las hogueras y se acomodó entre Luz de Relámpago y Estrella del Norte, primo de la joven, el esbelto muchacho de las Llanuras que conducía a los que-naras a través de las inmensas y monótonas extensiones del desierto de Istar, guiado por las estrellas y sus oraciones.
Estrella del Norte miró a la muchacha de un modo desafiante. Al principio, el joven se había negado a acompañar a Fordus en su incursión por las praderas y también se había opuesto infructuosamente al mensaje lanzado por Alanda en su canción de batalla. A la muchacha le agradaba casi todo de Estrella del Norte, desde su inteligencia sosegada y llena de ingenio hasta el tatuaje de un halcón que lucía en su hombro. Ella lo quería a pesar de su irritante devoción, la cual resultaba tan estricta y rígida como la de cualquier istariano.
La joven le dirigió una sesgada sonrisa y Estrella del Norte giró la cara con arrogancia. Por su parte, Luz de Relámpago la saludó como de costumbre, con un incómodo movimiento de cabeza. Alanda se encogió de hombros y se acomodó entre los dos hombres con su tambor ante ella. Lucas se posó perezosamente sobre su brazo protegido con guante, y ella lo instaló en su aro metálico, donde pronto cayó adormecido, reconfortado por el calor del fuego.
Uno de los líderes de los proscritos, una mujer de melena negra que a la luz del fuego tenía reflejos rojizos, hablaba en voz alta. Alanda buscó en su memoria; recordaba que el nombre de aquella mujer era de sonido áspero y desagradable.
Gormion.
Sí, eso era. Gormion encajaba con la mujer que estaba hablando, quien había adoptado ese nombre de confusas resonancias tarsianas cuando abandonó a los que-naras, hacía más de siete años. Ahora había regresado con ellos, a la cabeza de un grupo de proscritos de Thoradin, aliados en ese momento con los rebeldes.
—Luz de Relámpago, Fordus nunca tendría que haberse convertido en el Profeta del Agua —dijo Gormion—. Tú estuviste allí hace diez años. Sabes que lo que digo es cierto.
—Él dijo su profecía —contestó Luz de Relámpago—, y de sus palabras surgió un mapa que nos condujo hasta el agua. Yo a eso lo llamaría la profecía del agua. Yo a eso lo llamaría la verdad.
—Mi abuelo tendría que haber sido… —Gormion continuó con su discurso que no era más que la misma vieja historia de luchas y agravios de siempre.
Hacía ya mucho tiempo, Viejo Corredor se consideró relegado por el padre de Fordus, y estuvo lamentándose de sus desdichas hasta el final de sus días. Sus hijos, el mayor de los cuales era el padre de Gormion, abandonaron dolidos a los que-naras, y buscaron un nuevo hogar entre los proscritos que vivían en las montañas de Thoradin.
Y sólo por esta disputa Gormion, la nieta de Viejo Corredor, reconocía que había sangre que-nara en sus venas.
—Ni tampoco es un gran general —afirmó con ira, mientras gesticulaba con las manos a la luz del fuego y hacía tintinear los doce brazaletes de plata de su muñeca.
Los hombres que la flanqueaban, dos proscritos corpulentos llamados Rann y Aeleth, tan sólo podían asentir con la cabeza, ya que la boca la tenían atiborrada con el pan que Fordus les había dado.
—Nos ha humillado ordenando retirada. ¿Cómo le llamas tú —continuó la mujer— cuando un ejército avanza, lucha y finalmente retrocede?
—Arrepentimiento —le contestó Estrella del Norte, con la mirada clavada en el fuego.
—Es evidente que no hemos vencido —sentenció Gormion con sarcasmo—, puesto que hemos retrocedido y nuestro comandante se ha arrepentido.
Los otros bandidos se echaron a reír mientras se daban codazos burlones los unos a los otros.
—Gormion eres una guerrera sólo cuando te conviene —dijo Luz de Relámpago—. Fordus te da de comer, te proporciona armas y te ofrece agua en este territorio árido y desolado. Viniste a él, acompañada de tus hombres, cuando todos estabais al borde de la muerte a causa de la sequía, y él os aceptó. Y hoy te ha ofrecido una victoria. ¿Qué más puedes pedirle?
—Oro —le contestó la portavoz de los proscritos, con sus brazaletes destellando a la luz del fuego—. El oro, la plata y las joyas de Istar. Yo le proporciono hombres y él me corresponde con oro. ¿Victoria? No hay victoria sin saqueo. ¡Hoy nos hemos retirado porque a Fordus le ha faltado coraje!
—Ningún guerrero llega a percibir todos los detalles de la batalla —afirmó Luz de Relámpago—. ¿Cómo podemos juzgar cuando tan sólo recordamos trozos y fragmentos de ella: el rostro del hombre que tenemos delante, un destello de luz en las lejanas montañas, la punta de una flecha que nos pasa rozando…? Son sólo fragmentos. Nunca se puede reivindicar una visión global a partir de ellos, por lo que no debemos hablar de retirada. Además, ¿quién puede saber si Fordus se ha arrepentido?, y ¿de qué? Por lo que se refiere al oro, hay otras cosas que tienen más valor. Cada batalla nos acerca más a Istar, y la última de todas ellas me traerá la libertad de mi pueblo y a ti el oro que tanto deseas. Gormion, tienes que ser paciente.
Gormion reaccionó como si no lo hubiese oído. Su mirada atravesó el círculo de hombres allí congregados y se clavó en Alanda.
—Preguntemos a la barda acerca de la batalla. Quizás ella sí que lo recuerda todo, puesto que no ha luchado en ninguna de ellas.
Alanda le devolvió una mirada gélida. No importa los fragmentos que tú recuerdes —dijo con signos—, hubo una gran batalla en la que hemos vencido al orgullo de Istar. Te lo demostraré.
La muchacha comenzó a tabalear el tambor. Lucas se despertó y sus resplandecientes ojos verdes y dorados estuvieron atentos a lo que allí ocurría. Al segundo repicar del tambor, el halcón soltó un chillido largo y agudo que acabó convirtiéndose en un dolorido e intenso silbido.
Era todo lo que la barda necesitaba oír. Concentrado en aquel llanto, se encontraba el relato de Lucas sobre todo lo que había sucedido aquel día en el campo de batalla, la visión de la llanura cubierta de sangre observada por aquella criatura desde lo alto de su privilegiado vuelo. En cuestión de segundos, Alanda se hizo con la imagen de lo que había sucedido y, aunque ésta era un tanto borrosa, la muchacha comenzó a reproducir los ritmos de la confrontación y a canturrear, convencida de que daría con la verdad a medida que fuese cantando, y que ésta la sorprendería a ella tanto como a los hombres y mujeres que se habían reunido alrededor del fuego para escuchar aquella historia.
El martillo de Istar, el yunque de los ejércitos,
fracasó en la fragua del desierto de Fordus,
fracasó en las llanuras cuando el sol trazaba su recorrido,
y el humo ascendía en el campo de batalla desde una
forja de sangre mientras en la ciudad, las mujeres
lloran a sus muertos,
e incineran a sus esposos,
el fuego es su padre
y la larga guerra termina
mientras los cuervos allí se concentran.
Gormion se rió cruelmente y despreció la canción con una rápida palmada.
Pero Alanda no había hecho más que comenzar. El tabaleo del tambor surgió de nuevo con más intensidad, y la joven continuó imperturbable con su relato.
Aeleth de Ergoth, arpista de las flechas,
tuya es la primera música que los ejércitos recuerdan,
la flecha, relámpago en la tormenta de la batalla,
la cuerda de tu arco compone una canción para Ilenus
lancero de Istar herido en primera línea:
las torres de Istar
durante la noche lloran su pérdida,
el arco y el arpa
y también el vuelo de la flecha.
El sonido del tambor se desvaneció, dando paso a un largo silencio. Aeleth, conmovido y con expresión sombría, alzó sus manos para acercarlas al fuego. Mientras escuchaba aquella canción, toda la experiencia de la batalla lo había embargado. Recordaba el impacto del sol abrasador filtrarse a través de la manga recogida de su hombro derecho mientras permanecía en lo alto del montículo observando las tropas de Istar que se aproximaban por las praderas y cómo a continuación tensó con fuerza la cuerda de su arco y lo cargó con una flecha. Aeleth recordaba el roce de la cuerda y la suave caricia de ésta en su mejilla, sin dejar de temblar mientras bajaba el arco…
El valiente guerrero recordaba también cómo el lancero se desplomó sobre sus rodillas y dejó caer su arma, llevándose inútilmente las manos al astil medio enterrado en su pecho.
—Illenus —murmuró Aeleth—. El nombre del muchacho era Illenus.
Aeleth no dijo nada más. El guerrero se limitó a fruncir el ceño y a hacer crujir sus dedos largos y curtidos, como si luchase por buscar un hueco en su mente donde alojar aquellas palabras.
Sin esperar que nadie se lo indicase, Alanda continuó con su canción acompañada por los golpes secos y cortantes del tambor.
Rann de Balifor, Espada de los Bandidos,
escollo de la acechante armada istariana,
la cicatriz de tu hombro, jeroglífico de la luna
que brilla sobre la muerte que recubre los campos arrasados
mientras la noche envuelve la nación de Istar:
la gran lanza recuerda
el recorrido de su vuelo
el encuentro con el brazo
bajo la luz de la luna.
Éstos fueron los oscuros versos dedicados al brutal Rann de Balifor, quien ladeó la cabeza desconcertado y un tanto disgustado, aunque enseguida se miró el hombro y descubrió sobre él una herida dolorosa y reciente. Ahora lo recordaba todo: cómo esquivó el ataque de un mercenario, el rápido movimiento de su hombro para lanzar con fuerza su afilado cuchillo kala en aquel capitán de ojos desorbitados, y recordaba también cómo se giró con agilidad para enfrentarse a otro asaltante, con una nube de sangre rodeándolo por todos los lados.
La herida de su hombro palpitaba con cada uno de los golpes y paradas a medida que el recuerdo de la lucha afloraba en su mente.
—Lo recuerdo… —dijo Rann maravillado—. Lo recuerdo todo.
Gormion se levantó y se alejó del fuego.
Pero la joven barda aún no había terminado. A medida que Alanda avanzaba con el canto fúnebre que recordaba y alababa a cada uno de los que habían perdido la vida en la batalla, los Hombres de las Llanuras se sumieron en un profundo silencio, reviviendo toda la brutalidad de la confrontación.
Luz de Relámpago escuchó con atención a la muchacha y recordó el balanceo de la alta hierba que cubría la llanura y la infantería istariana pasando tan cerca de él que casi podía oler el sudor de su capitán y leer la compleja insignia de oro que identificaba a la guardia istariana. Luz de Relámpago también revivió la imagen de sus hombres, todos ellos con la cara y la ropa ajada pintada de colores marrones, negros y amarillos, estirados inmóviles hasta que pareció que los rayos del sol, las sombras y la hierba se los habían tragado…
Solamente Estrella del Norte parecía no recordar a las tropas enemigas, ni tampoco ninguna formación de arqueros ni de soldados. Tan sólo la visión de la oscuridad de la arena volvió a la mente del joven, interrumpida únicamente por el curioso movimiento de las estrellas. En aquella oscuridad moraba el sonido de unas voces inhumanas, un choque de energía y movimiento que él se sentía incapaz de definir con palabras. Ni las mágicas canciones de Alanda podían acercarse a la verdadera amenaza y peligro que aquello representaba.
Cuando la última nota del canto fúnebre se hubo desvanecido y los muertos regresaron a su eterno y lejano descanso, algo oscuro cruzó por encima y a través del joven explorador.
Estrella del Norte creyó ver una constelación caer desde lo alto de la bóveda celeste y esparcirse sobre la negra llanura.