22

La última mañana del Shinarion fue interrumpida por el humo procedente del campo de batalla.

Lentamente, una especie de niebla y un olor punzante y rancio invadió el sofocante aire de la ciudad, el cual fue haciéndose cada vez más espeso. Finalmente, los comerciantes, los arrieros y los ladronzuelos que deambulaban por la plaza del mercado se dirigieron con gran curiosidad hacia las calles situadas al norte, para comprobar qué era aquello que finalmente lograba sofocar el hedor a pescado podrido.

Los lazos dorados que llevaban prendidos en honor de la diosa revoloteaban sucios y deshilachados, sus bolsillos estaban vacíos y las fuerzas comenzaban a flaquear, haciendo honor al dicho de que nadie se hacía rico durante el Shinarion. Pero, por encima de todo, se sentían fatigados, cansados del jolgorio de la fiesta y también de los negocios sucios y de la corrupción que había corrido a sus anchas durante los últimos días del festival.

El aire que se movía por encima de ellos trayendo humo y cenizas era en aquel momento fuente de cierta diversión.

Entonces, se dieron cuenta de que algo sucedía en los campos que rodeaban la ciudad, y los rumores comenzaron a ser tan insistentes como el propio humo.

Así, muchos de los que se habían acercado a Istar para disfrutar de las fiestas, y que en aquel momento se encontraban escrutando el cielo e intercambiando rumores, no se percataron de la presencia de un extraño y silencioso guerrero, el cual había surgido de las calles de más al norte y avanzaba entre ellos a buen paso con la cabeza descubierta, con sus salvajes ojos enrojecidos por el humo y el corazón sediento de muerte.

La ciudad se desplegaba ante él como un laberinto de rocas de cristal, en el que el brillo de los altos y resplandecientes edificios lo cegaban, confundiendo el camino hacia el Templo.

Durante unos momentos largos y angustiosos, Fordus deambuló por las laberínticas calles de mármol. Una nube de humo procedente de las llanuras calcinadas rebasó las murallas de la ciudad empañando todos aquellos elementos fabricados por la mano del hombre.

Fordus vio a lo lejos unas siluetas borrosas con unos lazos dorados prendidos de su vestimenta que caían sobre los hombros de aquellos individuos en honor de algún dios olvidado. Le pareció que aquellos hombres hablaban entre ellos en un lenguaje misterioso.

El Profeta de la Guerra sabía que el ejército de muertos había llegado para ayudarlo. Por fin estaba allí, tal como él había profetizado, esperando sus órdenes para invadir la ciudad.

Pletórico y delirante, el Profeta emprendió el camino entre el complejo entramado de callejones. Pasó junto a una taberna y un puesto de un comerciante, sin apartarse de su camino hacia el centro de la ciudad donde, a través de la vacilante nube de humo púrpura, las espirales del Templo del Príncipe de los Sacerdotes aparecían y desaparecían ante sus ojos.

Aquélla era su ciudad. Su Templo. Y él iba a enfrentarse cara a cara con aquel Príncipe de los Sacerdotes que le había usurpado su legítimo puesto. Iban a hablar de igual a igual; ambos se comunicaban con los dioses y los dos estaban al frente de innumerables legiones.

Fordus se adentró en la plaza del mercado y, de repente, un escuadrón de soldados istarianos que iba de paso se cruzó con él; los hombres, sobresaltados, tiraron sus armas y se dispersaron ante aquel hombre que se acercaba a ellos silencioso, como si de algún peligroso viento del desierto se tratase.

Entonces apareció ante él: el imponente Templo, con sus antiguos cimientos de mármol, su pequeña muralla… y sus verjas de hierro cerradas.

Fordus, murmurando algo distraídamente, zarandeó los barrotes de la puerta y trepó por el muro como si fuese una araña.

De pronto se encontró con un nuevo laberinto. Esta vez compuesto por un espeso y exuberante follaje de árboles perennes y parras.

Fordus sacó el hacha y se abrió paso por entre la jungla particular del Príncipe de los Sacerdotes, cortando todo lo que encontraba en su camino, sintiéndose cada vez más colérico, hasta que por fin su mano entró en contacto con el frío mármol. Fordus, arrastrado por una furia ciega, dio un hachazo contra los resistentes cimientos del Templo.

Por un momento, el Profeta apoyó la cabeza sobre la fría piedra e intentó recuperar el aliento.

¿Podía ser que el humo llegase hasta allí?

Fordus alzó la mirada y contempló la cima del Templo. Unos zarcillos oscuros y tenebrosos rodeaban la cumbre amenazante del edificio, la cual se perdía en una capa más alta de bruma y, justo por encima de éstos, el Profeta distinguió la oscuridad de una ventana. Fordus, decidido y sin pensárselo dos veces, comenzó a escalar aquellas paredes con ayuda de sus pies y sus manos.

Luz de Relámpago lo siguió por el humo y las llanuras devastadas. El elfo atravesó los campos calcinados y avanzó por un camino largo y sinuoso, procurando esquivar las llamas y a los soldados de la sexta legión. Finalmente, el elfo se dirigió hacia la entrada de la ciudad de Istar y cruzó las mismas puertas por las que hacía muy poco rato había cruzado el Profeta.

Istar, irreal y oscura, apareció tras las murallas. El elfo dio un rodeo y fue pasando a través de los concéntricos muros pentagonales del interior de la ciudad hasta ir a parar a su epicentro, al corazón de la capital: al Templo de mármol en el que vivía el Príncipe de los Sacerdotes.

Allí era donde se había dirigido Fordus. Luz de Relámpago estaba completamente seguro de ello. Sentía una certeza fruto de años de estrecha convivencia entre Profeta e intérprete, durante los cuales sus mentes casi habían llegado a fundirse en su búsqueda común de agua, victoria y peligros ocultos. El elfo tenía también la certeza de que su antiguo compañero estaba todavía vivo y de que se precipitaba hacia el final de su viaje.

Takhisis, dentro del cuerpo cristalino de Tamex, aguardaba tras la misma ventana a la que Fordus se dirigía. El tiempo de la diosa en la figura de sal comenzaba a llegar a su fin. De hecho, Tamex empezaba a desmoronarse por los bordes; dos de sus dedos se rompieron al abrir la puerta de aquella austera habitación para invitados.

Sí, los dos esperaban allí la llegada de su visita. Por un lado, el translúcido guerrero, y por otro, su ardiente espíritu.

Pero aun había alguien más. En la esquina de la habitación, un hombre calvo y de ojos azules aguardaba acobardado, sin dejar de toquetear nerviosamente los lazos de la ropa que lo identificaban como el Sumo Sacerdote.

Tamex lo había despertado de un intranquilo sueño de media mañana, en el cual aparecían arroyos y corrientes de agua torrenciales bajo la luz de la luna roja y un bosque de árboles cuyas ramas eran puñales. El Príncipe de los Sacerdotes casi se sintió agradecido de que lo despertasen, hasta que vio a su visitante, translúcido y desgastado, a los pies de la cama. Entonces, lanzó un lamento gemebundo con un tono poco regio y buscó torpemente la espada con la que todos aquellos años había estado practicando con el druida. El Príncipe de los Sacerdotes agarró desesperado la empuñadura de su arma, pero sintió como si el brazo le fallase; la espada le resultó increíblemente pesada y la mano le tembló.

Tamex sacó al Príncipe de los Sacerdotes de sus suntuosos aposentos y lo encerró en aquella otra habitación para que pasase allí la última noche y presenciase el amanecer y la primera sangre de la batalla. Después, el guerrero de cristal bajó de las almenas y se reunió con su cautivo para sostener una entrevista que sabía sería breve.

Fordus estaba escalando el último tramo antes de llegar a la ventana. En aquel instante, Tamex miró fijamente al Príncipe de los Sacerdotes, cuyos ojos azul mar se dilataron cuando oyó un crujido bajo el alféizar de la ventana.

«Bien», pensó la diosa, estremeciéndose ligeramente bajo su cuerpo de sal.

«Bien. Ha llegado el momento de que se conozcan».

Fordus trepó por la ventana. El Profeta se movió con rapidez; la vista se le acostumbró enseguida a la penumbra de la habitación y reparó en dos hombres junto a la puerta. Uno de ellos era Tamex, el hombre que había conocido en las salinas, el oscuro e inquietante guerrero que había seducido a Alanda.

Fordus se agachó preparándose para la lucha, pero entonces se dio cuenta de la presencia de otra figura. Se trataba de un hombre mayor, un poco calvo y ataviado con ropas nobles, al que estaba seguro que había visto antes. Su rostro quedaba oculto entre las sombras, pero un curioso reflejo de luz iluminaba sus ojos.

Eran de color azul mar, como los de Fordus.

El Profeta se acercó a ellos con mucha cautela, empuñando un cuchillo.

—Por fin —dijo Tamex con una voz que resonó en algún rincón de la memoria de Fordus, a la que asoció rápidamente con sus visiones y con sus sueños.

Por un momento, el líder de los rebeldes se sintió amedrentado.

—Por fin —repitió Tamex levantando una mano cubierta de grietas y medio deshecha—, he logrado que nos reuniésemos.

Fordus se quedó boquiabierto cuando se dio cuenta de que el guerrero, aquella misteriosa criatura que tenía ante sus ojos era una cosa compuesta de roca y cristales, una piedra que respiraba con un corazón de piedra.

—Fordus Alma de Fuego, inclínate ante el Príncipe de los Sacerdotes de Istar —le dijo el guerrero mientras señalaba a su compañero ataviado con una túnica blanca.

—El Profeta no se inclina ante nadie —le contestó Fordus fríamente, al tiempo que los nudillos se le ponían blancos al apretar con fuerza la empuñadura del cuchillo.

—Pero debe honrarse al Príncipe de los Sacerdotes —insistió Tamex con un tono melodioso—. Se le debe un respeto que procede… de tiempos inmemoriales.

—No hables con rodeos ¡embaucador!, ¡falso guerrero! —le contestó Fordus.

—Tamex, ¿quién es este hombre? —preguntó nervioso el Príncipe de los Sacerdotes, y el hombre de cristal miró al acobardado soberano.

—En pocas palabras es el que conquistará tu trono —le anunció Tamex—. Es Fordus Alma de Fuego, el Profeta del Desierto.

—¿Qué… qué es lo que quieres de mí? —tartamudeó el Príncipe de los Sacerdotes, apretándose contra la pared y retrocediendo hacia la puerta que tenía al lado—. No te deseo ningún mal, ni tampoco pretendo ofenderte. Pero mantente alejado de mi trono —le dijo mientras buscaba a tientas el picaporte de la puerta.

—¡Quédate donde estás! —le ordenó Tamex, con un nuevo tono de voz, frío y autoritario.

Humillar al gobernante de un vasto imperio era algo que divertía y deleitaba enormemente a la diosa, pero la cobardía del Príncipe de los Sacerdotes a veces resultaba… un inconveniente.

Fordus, asqueado, miró al sacerdote con desprecio. Aquel hombre estaba humillándose y el Profeta de la Guerra se preguntó por qué su adversario no era más que un cobarde. No había nada detrás de aquellas ropas lujosas, tras su posición y su gran fama, sólo era una figura decorativa, un guante elegante para la mano de hierro de su general.

—¿Acaso tú eres mucho mejor, falso Profeta? —le preguntó Tamex, y sus resplandecientes ojos ámbar se clavaron en Fordus—. Tú me acusas de hablar con rodeos… ¡precisamente tú! ¡Espejismo del desierto! ¡Pantomima de profeta!

—¿Cómo te atreves a insultarme así? —exclamó Fordus amenazante, dando un paso largo y contundente hacia el guerrero.

—¡Oh, sí, Fordus Alma de Fuego! No eres más que un espejismo, entre otras muchas necedades.

Tamex agarró con su mano quebradiza al Príncipe de los Sacerdotes por la nuca y lo arrastró hasta que quedó totalmente expuesto a la luz. Entonces, Fordus y su adversario se miraron el uno al otro, cara a cara y, poco a poco, una mirada de reconocimiento asomó a los ojos de ambos hombres.

—Así es, Eminencia —se burló Tamex—. Éste es el hijo de aquella sirvienta que tan devotamente deseabas… olvidar. Cuando llegó el momento, cogiste al bebé, ¡no!, mejor dicho, ordenaste que lo cogieran y llevaran al desierto, y allí, en un lugar frecuentado por animales carroñeros y castigado por un sol despiadado…

—¡No! —gritó el Príncipe de los Sacerdotes, tapándose los oídos.

Fordus, totalmente aturdido, dejó caer el cuchillo. Le pareció que el mundo entero se desmoronaba y comenzaba a dar vueltas a su alrededor; era como si de nuevo una enorme fosa se abriese en la superficie de la tierra y amenazase con engullirlo. El Profeta se tambaleó y sintió la necesidad de apoyarse en la pared.

—¿Es que no admites ese… aire familiar? —afirmó Tamex, con una siniestra ironía en sus palabras—. ¡Vaya, pero si sois exactamente iguales!

El guerrero señaló al Príncipe de los Sacerdotes, que se había dejado caer sobre las rodillas y no dejaba de lamentarse y de agitar la cabeza con desesperación.

—Tú —dijo Tamex— no eres más que un rey inepto. Un soberano de ficción que manda sobre un ejército de fantasmas… Y tú…

Sus ojos de color ámbar se clavaron de nuevo en Fordus.

—Eres igual de tirano que el hombre que has venido a derrocar. Siempre he sabido que eras un malvado. Tantos discursos sobre liberación y lo único que has hecho ha sido condenar y oprimir a tus hombres. ¡Sí! ¡Sois idénticos! ¡Y los dos sois mis criaturas!

Fordus se abalanzó contra Tamex, pero, de repente, el guerrero de cristal se convirtió en polvo, el cual se arremolinó formando una nube cegadora en el interior de la habitación. Entonces, el torbellino de polvo arremetió de golpe dolorosamente contra los ojos del Profeta.

Fordus, completamente ciego, se desplomó sobre el suelo de piedra y comenzó a buscar a tientas su cuchillo o cualquier otra cosa que sirviese para defenderse. Poco a poco, el Príncipe de los Sacerdotes se acercó al indefenso rebelde.

—Perdóname —murmuró el soberano con ironía, y acarició con cuidado la torques que colgaba del cuello de Fordus y arrancó los preciosos ópalos mientras susurraba unas palabras mágicas.

El Príncipe de los Sacerdotes abandonó la habitación, y la dorada torques que prendía del cuello del Profeta comenzó a lanzar destellos y a estremecerse. Una luz azul envolvió el resplandeciente metal, el cual no dejaba de contraerse lenta pero inexorablemente. Fordus, con gritos de dolor, empezó a retorcerse y a respirar con dificultad, y tiró angustiosamente de la torques, tratando de romperla. El Profeta cayó de bruces al suelo y removió el montón de polvo allí desperdigado con sus últimas y desesperadas sacudidas. Entonces, Fordus lanzó un grito ahogado antes de ser engullido por una oscuridad abismal, en medio de la cual un ejército de muertos rompieron filas para recibirlo. La exhalación de su último aliento levantó pequeños remolinos en el polvo del suelo.

En el umbral de la puerta, el Príncipe de los Sacerdotes se dio media vuelta y miró hacia el interior de la habitación con culpabilidad. El soberano susurró unas últimas palabras mágicas y pasó su mano sobre el Profeta muerto. El cuerpo de su hijo, ahora desprotegido, se endureció, palideció y se deshizo rápidamente formando un pequeño montículo de arena.

—No tenía otra opción —afirmó el soberano, sin dirigirse a nada ni a nadie en concreto, a excepción de aquel montón de arena y a su propia conciencia—. Fuiste encontrado en la arena del desierto con la torques que creé para que, prendida alrededor de tu cuello, te protegiera. La arena y los ópalos configuraban los inestables cimientos de tus profecías y ahora ha llegado el momento de regresar a la arena, pero tu recuerdo…

El mundo no lo recordará, contestó Takhisis esparciendo los restos de Fordus con un torbellino de viento que entró por la ventana y que se desvaneció rápidamente. Nosotros nos encargaremos de ocultarlo, tú y yo.

»Decidiremos qué es lo que debe formar parte de la historia. Lo crearemos o lo omitiremos a nuestro antojo.

El Príncipe de los Sacerdotes retrocedió aturdido, mientras un sentimiento de alivio, la pena y sus propias ambiciones secretas luchaban por hacerse con su corazón.

Ahora cumple mis órdenes.

—Pero… —tartamudeó el soberano, al tiempo que los últimos restos de polvo desaparecieron por la ventana, dejando un pequeño susurro tras ellos.

Prepárate para el hechizo que planeamos al principio de todo esto.

—Pero todavía es demasiado pronto… —intentó decir el Príncipe de los Sacerdotes, aunque su protesta enseguida enmudeció en su garganta.

Obedéceme, murmuró la ventana, y entonces la habitación quedó sumida en una oscuridad sobrenatural.

Finalmente, el Profeta había sido vencido.

En medio de una caótica turbulencia que gravitaba sobre el Templo del Príncipe de los Sacerdotes, Takhisis observaba y se reía satisfecha ante aquel espectáculo.

Ahora el Cataclismo era inevitable, el mundo volvería a sumirse en el caos y los dioses serían de nuevo readmitidos en él.

Y ella estaría allí para esperarlos a todos.

Desde su lugar privilegiado, la diosa los atraparía uno a uno cuando intentasen colarse en la nueva dimensión. Oh, sí, estaba segura de que todos ellos, buenos, malos y neutrales, vendrían, pero sus clérigos estarían esperándolos con las normas establecidas, y las palabras de los seguidores de los otros caerían en saco roto.

La nueva era que se acercaba sería suya por completo y perduraría durante miles de años.

Lo único que quedaba por hacer era completar el ritual del Príncipe de los Sacerdotes. Sumergir su espíritu en el corazón de los glainos, de la Sangre de Dioses, y entonces la permanencia de la diosa en el mundo sería ya definitiva. Nada ni nadie volvería a expulsarla de Krynn.

¿Cuánto tendría que esperar para ello? Un año, quizá dos. Los elfos que trabajaban en las minas estaban sacando abundantes gemas de las recónditas profundidades.

Aquellos pensamientos le hicieron recordar a Luz de Relámpago. El último de la tríada de los rebeldes.

Takhisis decidió ir en busca del elfo. Con un chillido, el torbellino de viento se zambulló hacia las calles de la ciudad.

La fuerza del viento hizo tambalear al elfo, que de repente se vio envuelto por un torbellino de arena y polvo que lo zarandeaba con una fuerza sobrenatural. En el corazón de la vorágine, Takhisis se arremolinaba y se reía a carcajadas.

Luz de Relámpago, arrastrado por aquella extraña tormenta de arena, sintió que se asfixiaba y luchaba angustiosamente por respirar. Sin aliento y casi ciego, el elfo avanzó a tientas a través de los jardines del Templo, en busca de algún lugar en el que refugiarse de aquel furioso vendaval que lo paralizaba.

Takhisis se rió de nuevo, esta vez más fuerte, mientras observaba los infructuosos intentos de aquella impotente criatura por levantar las delicadas lucernas que recubrían sus ojos.

El elfo apretó sus manos contra la piedra y el cemento de las paredes del Templo y, con un esfuerzo titánico, logró apoyarse en uno de los muros mientras aquel viento infernal no cejaba de castigarlo.

No era más que una mosca en medio de una tempestad, una brizna arrastrada por un huracán.

Ése era el precio que tenía que pagar todo aquél que osaba competir con el poder de un dios.

Takhisis contemplaba aquel espectáculo con regocijo, y un suave ronroneo de satisfacción sacudió el cielo de Istar, como si de un trueno se tratase, mientras el elfo quedaba totalmente cubierto de arena y piedras.

«He logrado vitrificarlo —pensó—. Un momento más y…».

De pronto, desde algún lugar lejos de ella, surgió un murmullo procedente de las profundidades de la roca, del agua y de la tierra. El grito de miles de voces, tan graves y remotas, que tan sólo el oído de un dios podía escucharlas.

¡Los elfos de las minas! Takhisis se estremeció ante aquella posibilidad y, presa de un gran nerviosismo, comenzó a arrojarse contra las antiguas piedras que conformaban las paredes del Templo. Un furioso torbellino de arena y grava golpeó las ventanas del ilustre edificio. Entonces, con un aullido insólito y desesperado, la diosa comenzó a recorrer las calles de adoquines de la ciudad y se coló como una lluvia de arena por entre las grietas de las piedras, en su repentino y precipitado descenso a las profundidades de la tierra. La diosa estaba hecha de aire y fuego, sal y arena, y también de una resplandeciente luz cegadora. Adoptando sus múltiples y amorfas esencias, se filtró entre los resquicios del subsuelo de la ciudad. Takhisis, en aquellas circunstancias, olvidó su victoria reciente, al líder rebelde muerto, a la desconsolada barda y también al elfo, al que había dejado envuelto en una capa de arena y piedras.

Spinel sabía que algo había cambiado en los túneles que recorrían el subsuelo de Istar. El elfo sintió que, por un momento, y quizá sólo por un momento, las cadenas que subyugaban a los lucanestis se habían aflojado.

Spinel se agachó bajo la luz de la lámpara y susurró las últimas instrucciones a Tourmalin. La joven elfa se dio media vuelta y salió corriendo, seguida por un puñado de hombres, hacia el final de la pendiente.

Los elfos iban a demoler las minas a su paso; tenían la decidida intención de enterrar aquellos valiosos yacimientos de ópalos a más de treinta metros bajo la roca. Tendrían que pasar décadas antes de que alguien, humano, elfo o enano, pudiese sacar otra vez provecho de ellos.

Tourmalin había limpiado los escombros de cientos de cavidades. Ella sabía que un desprendimiento fortuito de rocas o el golpe de un pico en un lugar incorrecto podía acabar con un sinuoso laberinto de túneles y provocar que la tierra de la superficie llegase a temblar de tal modo como si el propio planeta estuviese a punto de derrumbarse.

Jargoon, otro joven elfo, acompañado por una banda de valientes jovenzuelos, golpearían con el pico las vigas nuevas que sujetaban cinco de las seis bocaminas. Tan sólo dejarían una entrada, que sería la que utilizarían los elfos para huir, aunque primero tendrían que neutralizar a los guardias aprovechándose de su superioridad numérica.

Entonces, por fin, los lucanestis podrían volver a saborear el frescor del aire puro y a disfrutar de la luz de las lunas y de las estrellas, del olor de la madera de cedro y del mar abierto. Cosas que Spinel apenas recordaba.

El viejo elfo se levantó con decisión y esperanza, y se dirigió hacia la última de las bocaminas.

Takhisis se filtró en forma de oscura arena entre los poros de roca volcánica y contempló a través de las frágiles capas de piedra lo que sucedía en el subsuelo de Istar. La diosa aulló llena de furia ante aquel terrible espectáculo.

Lo único que faltaba era aquel sabotaje dirigido por un viejo elfo y secundado por su despreciable pueblo.

Mientras los ojos de la diosa estaban en otro lugar, sus poderes iban desvaneciéndose.

Las minas acababan de derrumbarse y sus entradas estaban clausuradas, Takhisis había perdido los ópalos que tanto ansiaba. Aun así, disponía del suficiente polvo de grandes ópalos para adentrarse en el mundo, no en la forma y con la fuerza que le hubiese gustado, y probablemente tampoco por mil años, tal como había planeado y anhelado.

Pero tal vez dispondría de cincuenta años, quizá cien. El tiempo suficiente para vengarse de todos aquéllos que la habían contrariado.

Definitivamente, sería suficiente.

Pero mientras tanto, los lucanestis iban a pagar por el tiempo que le habían hecho perder. Lo iban a pagar muy caro.

Spinel, caminando entre los escombros de las minas y sin apenas aire, guiaba a un puñado de lucanestis, mayoritariamente niños, hacia la luz vacilante que surgía de la última entrada de las minas, la cual estaba vigilada por el joven Jargoon.

La luz ámbar de la antorcha era tenue, casi sedosa, a través de las lucernas bajadas, y las siluetas de los niños, con sus oscuras ropas se movían en lo más recóndito de su visión.

En algún lugar más abajo, Spinel rezaba para que así fuese, Tourmalin conducía al resto de los elfos, mineros y zapadores expertos, hacia la misma salida, hacia la misma débil fuente de luz y aire. El viejo elfo, implorando un último deseo de esperanza al gran Branchala, siguió la tenue luz que asomaba al final de los sinuosos y destartalados túneles.

Llevar a cabo el sabotaje había sido fácil. El Príncipe de los Sacerdotes nunca se había mostrado particularmente preocupado por la seguridad de las minas, y la enorme red de túneles se desmoronó como un castillo de naipes. Una gran nube de polvo ascendía de las galerías inferiores y Spinel condujo deprisa a los chiquillos hacia la salida. El viejo elfo tuvo que subir sobre sus hombros a una frágil niña pequeña y él mismo la llevó hacia las puertas de la libertad.

—¿Adónde vamos? —le preguntó la pequeña elfa una y otra vez, mientras el corredor serpenteaba entre gruesas capas de brillante obsidiana.

Spinel la arrulló con cariño y le acarició en el hombro con su mano curtida y nudosa. Sentía que tenía que proteger a aquellos niños, que el destino de los lucanestis estaba en sus manos.

Spinel intentó calmar a los pequeños. Saltó por encima del cuerpo de un centinela istariano que yacía en la intersección de dos túneles medio derrumbados. Por la cara del pobre soldado, era evidente que Jargoon había cumplido con su parte del plan y que los elfos se habían comportado de forma despiadada.

Aguantando la respiración, el viejo elfo subió a toda velocidad por el túnel y se cruzó con el cuerpo de otro centinela, y después de otro. De pronto, la entrada de la mina apareció claramente ante él. Un arco iluminado que aparecía en el fondo de la oscuridad del túnel, a no más de unos cien metros de distancia.

Spinel aceleró el paso.

Pero ¿dónde estaba Jargoon y sus compañeros? Spinel los buscó por los túneles adyacentes, los cuales estaban derrumbados y llenos de escombros.

No había rastro de los otros elfos.

Mucho antes de que los lucanestis fuesen llevados a las cavernas que yacían bajo la ciudad de Istar, antes de la larga sucesión de Príncipes de los Sacerdotes y antes incluso del nacimiento de la propia ciudad, una raza de criaturas gobernó aquel laberíntico mundo subterráneo compuesto de obsidiana y piedras volcánicas.

Los espíritus de las nagas habían vigilado celosamente aquellas galerías que atesoraban abundantes joyas y codiciados metales, y protegían sus riquezas de la codicia desmesurada.

Cuando llegaron los elfos, las nagas lucharon contra su invasión, y pronto las pesadillas de los lucanestis más pequeños estuvieron pobladas con estas horrendas criaturas. Una colección de monstruos con gigantescos cuerpos de serpiente y pálidos e inexpresivos rostros humanos se convirtieron en los villanos de miles de leyendas élficas, y cada una de las catástrofes que los acechaba, desde una hambruna hasta el derrumbamiento de un túnel, lo atribuían a la perversa obra de las nagas. Y lo que era más importante, estas insólitas bestias subterráneas practicaban una magia malvada, conocían numerosos hechizos con los que cegar y dejar sin sentido a sus desafortunadas víctimas. De este modo, cuando una indefensa criatura caía en sus garras, las perversas nagas, utilizando una magia todavía más ancestral y ruin, absorbían toda la humedad de su víctima, dejando a los elfos reducidos a un ridículo montón de huesos opalescentes.

Siniestras e inusuales, las nagas representaban un misterio para los lucanestis, los istarianos, y también para los enanos y los druidas.

Pero no para Takhisis.

Mucho tiempo atrás, la diosa descubrió a estos seres y los convirtió en sus secuaces.

Y ahora había llegado el momento de que desplegasen su fuerza.

Una vieja naga yacía oculta entre las sombras que había junto a la última entrada despejada que quedaba en toda la mina, siseando con hambrienta impaciencia. Su sinuoso cuerpo destelló una vez sobre los escombros del túnel.

El ligero sonido de la bestia pronto fue contestado por otro movimiento en la oscuridad procedente del otro lado de la entrada.

Aquello fue suficiente para que el viejo elfo comprendiese lo que había sucedido.

Estaba rodeado por dos de aquellas criaturas infernales, y no había rastro de Jargoon.

Allí, a escasos pasos de la libertad, las terribles nagas acabarían rápido con los niños, a menos que…

¿Cuáles eran las palabras de aquel cántico? Hacía más de cien años desde la última vez que Spinel utilizó el conjuro, cuatrocientas estaciones con sus pensamientos concentrados en el rastreo de túneles y galerías, y en la búsqueda de yacimientos de ópalos.

Aun así, el ensalmo continuaba allí, pero tendría que buscar con astucia entre los recuerdos.

Con suma delicadeza, Spinel dejó a la pequeña elfa en el suelo de la mina. Un ligero temblor procedente de las rocas lo avisó de que la naga los estaba esperando y que ésta había iniciado sus largos y traidores encantamientos.

—Culet —susurró Spinel a la pequeña—, cuando te diga que corras hacia la salida, obedéceme. Es un juego entre tú y yo. Y recuerda que cuando llegues a aquella luz del fondo, no debes dejar de correr. Nosotros te seguiremos.

Dos de los niños más mayores intercambiaron unas miradas de preocupación, y el túnel se llenó con el ruido de un zumbido seco, como si algo se arrastrase sobre un montón de hojas acumuladas durante más de un siglo.

—No os preocupéis por mí —los tranquilizó Spinel, intentando transmitir valentía y seguridad, y esforzándose para que su voz no lo traicionase—. Cuando os dé la señal, seguid a Culet, yo me reuniré con vosotros más tarde.

«Que así lo quieran los dioses», pensó el viejo elfo, sin apartar la mirada de la oscuridad, y del profundo silbido procedente de las rocas.

Poco a poco, rodeó el cuerpo de la pequeña elfa con sus brazos, la situó la primera del grupo y le dio un último y rápido abrazo antes de empujarla lejos de él, hacia la salida.

—¡Ahora! —le ordenó, y la niña corrió obedientemente hacia la luz; los otros la siguieron.

El anciano elfo corrió con ellos, y sus viejos y pesados huesos crujieron con el rápido y repentino movimiento. Cuando por fin alcanzó la entrada de la mina, se dio media vuelta para enfrentarse a las terroríficas criaturas.

Spinel murmuró un antiguo conjuro élfico y aguardó en el umbral rodeado por un círculo de luz ámbar. A medida que cada niño, que cada pequeño elfo, cruzaba el resplandor, era como si éstos se hubiesen purificado y liberado. Protegiéndose los ojos, aquellos pequeños seres irrumpieron bajo la luz de los rayos del sol y del aire puro hacia una nueva e inesperada vida.

Las nagas, al no poder atravesar aquel resplandor ámbar y mágico, aullaron llenas de rabia en medio de la oscuridad.

Al fin, el último de los niños elfos dejó atrás la mina y saltó a la libertad. Entonces, Spinel se preparó para seguirlo, pero los hechizos de las malvadas criaturas, al principio neutralizados por su propia magia, se fueron haciendo cada vez más poderosos, y lograron paralizar el pensamiento, la voluntad y los recuerdos del elfo.

Fatigado, Spinel dio un último paso hacia la luz de la salida, mientras sus ojos desprotegidos observaban con ansia la pared rocosa, un parche verde de vegetación, un ramillete de flores silvestres que surgía del medio de la obsidiana.

«Es genciana —pensó—. Casi la había olvidado».

Entonces, los monstruos se deslizaron hacia la luz y obstruyeron la entrada. Aquellas perversas criaturas arquearon el cuerpo, alzaron sus pálidos e inexpresivos rostros humanos y canturrearon el último de los hechizos a la amorfa figura opalescente que se tambaleaba en la oscuridad de la caverna.

Spinel se hizo uno con sus ancestros y con la tierra que los sepultaba.

La Reina de la Oscuridad flotaba en las galerías superiores que recorrían las minas de ópalo. Un polvo oscuro se arremolinaba y se abría paso entre las estancas galerías; entonces, la diosa oyó un temblor en la profundidad de la tierra y se rió satisfecha.

¿Qué importaba que las minas se hubiesen desmoronado? ¿Que los elfos más jóvenes hubiesen logrado huir?

La mayoría de los lucanestis estaban encerrados en las profundidades de las minas, convirtiéndose en una presa fácil para los desprendimientos de tierra y para las malvadas nagas. Por lo que concernía a los otros… ya saldarían sus cuentas, sufrirían lo indecible con el inminente regreso de Takhisis.

Pero ahora había llegado el momento de que el Príncipe de los Sacerdotes llevase a cabo su hechizo, y que el polvo de los glainos, la Sangre de Dioses, acabase con su ruin vida en el Abismo.

Sin embargo, las cosas no estaban sucediendo de acuerdo con los planes de la diosa. Si no hubiese sido por aquel viejo e imprudente elfo, el que se había convertido en piedra a las mismísimas puertas de la luz y la libertad, ella habría podido planearlo todo a su debido tiempo.

Los ópalos que le faltaban brillaban en las profundidades de la tierra, lejos del alcance de sus secuaces; aun así, continuaba siendo un instante sumamente dulce para ella. De hecho, había llegado el momento de aniquilar a la veintena de Hombres de las Llanuras, a aquel estúpido sirviente, a la barda, a todos aquellos rebeldes que aguardaban en el paso meridional de las montañas.

Entonces, como si una corriente de aire surgiese de las mismas entrañas del planeta, una nube de polvo negro comenzó a filtrarse por las grietas de la tierra y, poco a poco, fue transformándose en una descomunal figura alada de la que sobresalían cola, garras y alas hechas jirones, la cual emprendió el vuelo hacia la cima del Templo del Príncipe de los Sacerdotes.

Cuando las ventanas, oscurecidas por el humo y la proximidad de la noche, se dirigieron al soberano, el nuevo mensaje fue colérico y apremiante.

Ha llegado el momento, le dijeron al Príncipe de los Sacerdotes. Tu futura esposa te espera.

Pero el soberano ya no creía en aquellas voces. Era el miedo lo que le impulsaba a llevar a cabo el conjuro, más que la esperanza o su propio deseo. Entonces, cogiendo el polvo de los glainos entre sus dedos temblorosos, el Príncipe de los Sacerdotes comenzó con el primero de los ensalmos, encendiendo con su aliento el montón de polvo e iluminándolo con una luz violenta y artificial.

«No puede fallar —pensó—. Haya amante o no, debo cumplir con el mandato de la voz».

El gobernante de Istar no se percató de la presencia de una nube de humo y arena hasta que ésta lo envolvió totalmente, después de colarse entre las coloreadas ventanas opalescentes e impregnar sus aposentos con una neblina espesa y asfixiante.

Entonces, el polvo que descansaba en sus manos comenzó a elevarse y a mezclarse con la sofocante neblina.

Has cumplido con tu parte, proclamó la voz. Permitiré que vivas, de momento.

El hombre no fue tan imprudente como para preguntar en aquellos delicados momentos por la mujer, por su amante, por la hermosa muchacha hecha de brillante polvo opalescente que le fue prometida años atrás por la oscura voz en el triforio. Ella no aparecería. Sabía que había sido engañado. Estafado, humillado, y sintiéndose más débil de lo que jamás se hubiera imaginado, el Príncipe de los Sacerdotes contempló con impotencia cómo la misteriosa nube se oscurecía y se solidificaba antes de escaparse por las ventanas abiertas.

Luz de Relámpago, despertándose por fin del pétreo sueño transitorio que lo había salvado de la cólera de la diosa, observó desde los pies del Templo cómo un nuevo torbellino se arremolinaba en el balcón del ilustre edificio.

Una nube de oscura arena formó un impresionante remolino, en el centro del cual resplandecía el opaco polvo de los glainos. El elfo distinguió tres siluetas entrelazadas en las entrañas de la corriente: Tamex y Tanila, con sus misteriosos ojos ámbar resplandeciendo como los de un reptil… y una tercera figura, que correspondía a la de un hombre con barba y melena larga…

A la de un individuo con ojos azul cielo.

Los cuerpos eran etéreos y cambiantes. Unas veces no se distinguían los unos de los otros y otras eran perfectamente diferenciados. El elfo contempló aquel espectáculo horrorizado y, cuando vio aquella nube abrasadora y enorme flotar por encima de la torre, supo inmediatamente que su viejo amigo se había desvanecido para siempre y que la insigne ciudad por la que tantas penurias habían pasado juntos no era más que un espacio de mármol, brillante y vacío.

—¡Cuidado. Istar! —murmuró Luz de Relámpago, mientras se alejaba por los callejones de la ciudad en dirección a las puertas de la muralla, para cruzar los campos calcinados en busca de su gente, de la que se sentía responsable.

»Estate alerta en los años venideros, porque el suelo que pisas es inestable.

Alanda observó alarmada cómo una tormenta se alzaba sobre la ciudad.

Una sombra oscura y profunda se aposentó sobre las torres más altas de la ciudad, y por encima del horizonte de mármol una nube amorfa arrojó una ráfaga de viento y relámpagos.

De repente, aquella nube misteriosa adquirió forma y se acomodó en la torre. Enseguida, unas alas emergieron de aquella caótica vorágine, seguidas de una cola, un cuello grueso y musculoso, y unas fauces de reptil.

Lucas lanzó un grito y comenzó a trazar círculos en el cielo. El halcón se alejó de la boca del paso de la montaña y emprendió el vuelo en dirección sur, rumbo a la tormenta. Alanda, desesperada, vio que su amigo se alejaba volando por los aires y que el resto de sus compañeros se desperdigaban presos del pánico y del terror.

En aquel instante, un dragón colgaba sobre la cima del Templo del Príncipe de los Sacerdotes, un dragón etéreo envuelto en una violenta espiral de arena. Entonces, poco a poco, aquella bestia empezó a batir sus alas, y las propias aguas del lago Istar comenzaron a rizarse como si un furioso torbellino las rozara. Las nubes que se retorcían sobre aquel apocalíptico espectáculo, giraban como furiosos pájaros del desierto y el propio aire se arremolinaba arrojando difusos y violentos rayos de luz en el horizonte.

¿Qué es eso?, le preguntó Vincus a la barda.

Nada. Sólo una tormenta.

Pero esa extraña forma, insistió Vincus mientras señalaba el cielo con sus oscuras manos. Parece…

Nada, le contestó Alanda mediante signos. No es más que arena y los restos de una vieja maldad.

Entonces, una violenta corriente de aire se abalanzó sobre ellos. La venganza de Takhisis fue rápida y poderosa, mucho peor que el sterim del paso Central. Los árboles fueron arrancados de cuajo y arrojados contra las paredes del paso. El impacto contra las frágiles rocas fue ensordecedor y los Hombres de las Llanuras huyeron para ponerse a salvo, mientras aquel terrible vendaval recorría el paso del Oeste para irrumpir finalmente en las llanuras y en el desierto que se extendía tras éstas.

En aquel momento, en medio del estruendo atroz causado por el implacable viento, Alanda cogió su lira.

La corriente le devolvió la melodía de su canción y la muchacha permaneció inmóvil y sin aliento en el paso de la montaña, mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor.

La muchacha se sintió insólitamente tranquila en medio de aquel caos. Había una salida, un modo de derrotar a aquel viento estremecedor y devastador, y sabía que la respuesta permanecía oculta en algún rincón de su mente.

«Se trata de algo peligroso y totalmente nuevo», le había dicho Luz de Relámpago.

Alanda acarició las cuerdas de la lira y, agotando sus últimas fuerzas y esperanzas, se encaró al tormentoso dragón y empezó a cantar.

Una corriente de arena y polvo se clavó en la garganta de la barda. A pesar de todo, su voz continuó fluyendo junto a las notas de la lira, aunque sus esfuerzos se hicieron prácticamente inaudibles debido al estruendo de la tormenta, y a que nadie, ni tan siquiera Vincus, que permanecía pegado a ella, era capaz de oírla.

De hecho, ni siquiera ella podía escuchar su propia voz. Pero estaba convencida de que la magia de sus canciones no la abandonaría.

«Es lo último que me queda frente a este caos. Y continuaré cantando hasta que el mundo se parta en dos», pensó la infatigable muchacha.

Y así fue como, durante una hora larguísima, la música de la barda luchó contra aquel viento estremecedor. Mientras tanto, una docena de Hombres de las Llanuras se apiñaba aterrorizada bajo una tormenta de rayos cegadores. Dos veces se tambaleó la muchacha, una incluso llegó a caerse, pero Vincus la sujetó con sus poderosos brazos y apoyó su cabeza sobre los hombros de la joven, quien se mantenía firme ante el viento, como una roca azotada por el sterim.

A pesar de todo, Alanda continuó cantando y lanzando infatigable todos los versos y las notas que conocía contra el implacable vendaval, e inventando, incansable, otras nuevas.

Entonces, lentamente, el dragón comenzó a alejarse y surcó los aires por encima del Templo del Príncipe de los Sacerdotes.

Cuando todo comenzó a amainar, un silencio impresionante se extendió por encima del lago, y una figura de enormes alas atravesó volando las oscuras aguas.

En medio de aquel repentino silencio, Alanda, que continuaba cantando, descubrió que no salía ningún sonido de su garganta, nada excepto un carraspeo áspero y exhausto.

«Todo ha terminado», pensó, mientras seguía esforzándose por cantar. Entonces, la muchacha abrió los ojos y meció la lira como si de un bebé se tratase.

«He hecho todo lo que ha estado en mi mano para expulsar a esa bestia malévola», concluyó.

En aquel instante, un segundo antes de que su última nota se convirtiese en miedo y desesperación, el grito de un halcón interrumpió el expectante silencio.

Lucas surgió majestuoso del cielo del norte y sobrevoló el paso de la colina. Entonces, en las montañas de Istar sonó el eco de la canción perdida de Alanda, con tanta fuerza, claridad y dulzura que la muchacha se maravilló ante su propia magia, de la cual pensaba que carecía. La muchacha oyó su propia voz retumbar entre un millar de rocas, lo que no hizo más que magnificar el espectáculo hasta que el propio suelo tembló bajo sus pies.

Mientras tanto, en la otra orilla del lago, la silueta del dragón comenzó a deshacerse y a colarse inofensivamente entre las aguas. Pero el lago se estremeció al sentir el contacto de la corrosiva arena y una gran cortina de vapor surgió de la burbujeante superficie. De repente, se oyó un terrible estremecimiento, que logró sofocar la magia de la canción de la barda, y la cortina de vapor quedó suspendida en el aire, adquiriendo la forma de un guerrero de las Llanuras de barba rojiza y semblante triste, y de cuyo cuello colgaba una torques resplandeciente, con los extremos en punta.

Una lluvia suave cayó de las nubes de vapor, y la última imagen del Profeta se desvaneció en medio del cielo de Istar.

Nunca la arena ni la sal serían lo mismo. Toda estructura cristalina había sufrido una mutación, una gran transformación geológica y ningún mineral de Krynn volvería a cobijar a un dios. Aquél había sido el logro de la canción de Alanda, de su última canción.

—Que así sea —susurró la joven, distraída y ensimismada en sus propios pensamientos y recuerdos—. Las cosas cambiarán después de esto. Tendrán que cambiar forzosamente.

A su lado, y para su sorpresa, Vincus asintió con la cabeza.

La barda había hablado, y por primera vez en mucho tiempo su gente había podido oír su voz.

Otra voz retumbó en las profundidades del Abismo.

En medio de las tenebrosas profundidades, Takhisis era una bola de fuego e ira que agitaba a su paso un viento abrasador y letal. Las otras deidades menores se apartaban ante ella, apartándose de su camino como murciélagos asustados.

—¡He sido derrotada por un hatajo de elfos y por el insoportable canturreo de una barda! —se quejó Takhisis.

La oscuridad del Abismo comenzó a dar vueltas y a destellar con una confusión de estrellas blancas, violeta y rojas.

Poco a poco, la diosa se recogió sobre sí misma y se cubrió con sus enormes alas, intentando aplacar su ira.

Quizás esta vez hubiesen vencido.

Quizás, aquellos pequeños infelices, auspiciados por una gran racha de suerte, habían logrado posponer por unas pocas y miserables horas la entrada de la diosa en Krynn. Pero Fordus estaba muerto y su insurrección aniquilada. De eso estaba segura.

Ahora, como un reflejo de sus pensamientos, un llameante torrente irradió de la superficie de sus duras y correosas alas. Como si estuviese contemplando un mural que empezara a cobrar forma y a desarrollarse.

Takhisis condujo las imágenes, las moldeó y les dio un propósito.

En el correoso capullo de sus alas recogidas, el fuego de su cólera y su magia se difundió con tintes violeta, carmesíes y blancos que se derramaban sobre una ciudad devastada que era pasto del fuego, torres que se desplomaban y tierra que se resquebrajaba.

Iluminaban el Templo del Príncipe de los Sacerdotes, donde el más poderoso de sus sicarios se sentaba entre el polvo de cientos de ópalos mientras entonaba el último de un centenar de conjuros que hoy empezaría a enseñarle. Oh, no era el futuro inalterable. Aún no. Pero a través de sueños e insinuaciones, sirviéndose de su culpabilidad y de los oscuros anhelos de su corazón, induciría al Príncipe de los Sacerdotes a realizar el conjuro, encauzándolo hacia ese instante, ese acontecer.

Su gran momento no había llegado aún; pero indefectiblemente llegaría.

El Príncipe de los Sacerdotes se encargaría de todo para que tal cosa ocurriera.