21

Las grisáceas y doradas llanuras cercanas a Istar eran un territorio algo menos hostil que el desierto por el que Fordus había vagado, profetizado y luchado durante la mayor parte de su vida. Se decía que en algún lugar más al norte había un bosque frondoso, una tierra verde y exuberante, expuesta en otoño a una lluvia fina y a los fuertes aguaceros de la primavera de Ansalon.

De pie, en medio de su ejército maltrecho, Fordus se permitió por un momento imaginarse en aquel territorio septentrional. Él jamás había visto un paisaje esplendorosamente verde, ni había andado junto a arroyos rebosantes o disfrutado de un techo de hojas perennes. Fordus siempre había vivido en un paisaje de tonos marrones, rojos y ocres, en el que el más mínimo elemento era visible a kilómetros de distancia.

Eso era lo que sucedía con la ciudad de Istar, el corazón de un imperio, con sus torres y su mármol tallado durante la Edad de los Sueños.

Pero pronto sería suya, tanto la ciudad como el imperio.

¡Qué importaba que quedasen tan pocos guerreros junto a él! ¡Qué importaba que éstos no se contasen por miles o por cientos de miles, tal como había soñado tiempo atrás en las Lágrimas de Mishakal y también hacía tan sólo unas pocas noches, cuando se debatía entre la vida y la muerte en la cima del Altiplano Rojo!

No había lugar para el desánimo ni el derrotismo. Todo aquello obedecía a una selección natural, a la que tan sólo los mejores guerreros habían sobrevivido, la valía de los cuales quedaba de sobras demostrada con su supervivencia.

Estrella del Norte continuaba a su lado, también Rann y Aeleth. Gormion, por su parte, había vencido su cobardía natural y lo respaldaba, igual que sesenta hombres y mujeres jóvenes, cuyos ojos agotados estaban encendidos por la adulación y por la idea de liberar a los Hombres de las Llanuras que vivían esclavizados en la ciudad de Istar.

«Luz de Relámpago está muerto —alucinó Fordus—. Es como un precursor, un heraldo, la vanguardia de una legión invisible».

Estaba convencido de que los muertos se levantarían y seguirían a Fordus Alma de Fuego, así lo había leído en las fisuras y en las grietas de aquella tierra sembrada de surcos.

¡Oh!, todavía no se lo había contado a los otros, ni tan siquiera Estrella del Norte lo sabía. Por la noche, Fordus se encontró a sí mismo riéndose de su pequeña sorpresa, de las tropas que él sabía que se aproximaban. Y es que el ejército de los muertos no temía nada… y mucho menos la muerte. Fordus se acuclilló entre sus oficiales y soltó una sonora carcajada.

Las tropas del Príncipe de los Sacerdotes, formadas por soldados y mercenarios procedentes de todos los rincones de Ansalon, se congregaban a las afueras de las murallas de la ciudad.

El Príncipe de los Sacerdotes tenía miedo, y así se lo habían dicho sus sueños.

Por fin había llegado el momento del Profeta del Agua, del Profeta de la Guerra y del rey Profeta. Ya junto al lago, las tropas del rey Profeta, exhaustas y absolutamente hipnotizadas, emprendieron la marcha hacia Istar, obedeciendo una vez más las órdenes de su Profeta.

Pronto Fordus sería el nuevo monarca de Istar y su legítimo príncipe. No necesitaban música ni canciones de bardos para derribar los muros de la ciudad de mármol. De hecho, con aquellas valerosas tropas a sus espaldas, él mismo escalaría las murallas de Istar para adentrarse en una ciudad que le había sido prometida antes del principio del mundo.

Luz de Relámpago vigilaba desde su campamento cómo Fordus organizaba a los pocos hombres con los que contaba para el asalto.

Así como antes había anunciado la amenaza de gigantescas y destructivas tormentas, en aquel momento, el elfo podía vaticinar el desastre que se avecinaba con menos de ochenta rebeldes a punto de enfrentarse al gran poderío de la ciudad. Atrás se habían quedado los niños, los ancianos y las mujeres embarazadas, hambrientos y vulnerables, en medio de humeantes campamentos y andrajosas tiendas de campañas.

Aun si, como último recurso, el elfo decidiese matar a Fordus, sus hombres seguirían con el ataque para honrar de este modo el martirio del rey Profeta y empujados por sus últimas profecías y sus absurdos delirios acerca de un ejército de muertos.

El elfo supo que todo iba a acabar de aquella manera cuando se despidió de Alanda y le ordenó que lo esperase junto a sus hombres, mientras él se marchaba en pos de las tropas de Fordus, que avanzaban rápidas y decididas. Había mirado hacia atrás un par de veces y la vio en el mismo sitio que la había dejado, inmóvil, perfilada por la luz roja de Lunitari.

—Espérame aquí —le había dicho—. Volveré.

Pero en aquel momento, Luz de Relámpago ya no estaba tan seguro.

A bastantes kilómetros de distancia, al otro lado del lago, Alanda aguardaba en la entrada del paso del Oeste, mirando fijamente a través de las aguas en dirección a los muelles y a las murallas de la ciudad de mármol.

Vincus estaba al lado de la muchacha, acariciando a Lucas, quien no dejaba de moverse inquieto sobre la mano de la barda. El joven creía que el halcón era su mejor amigo, la criatura más digna de su confianza. Por su parte, el lenguaje de gestos utilizado por Alanda también era algo que le resultaba familiar y tranquilizador.

Durante la tarde, Vincus guió a la barda y al centenar de hombres y mujeres que lo seguían a través del paso del Oeste. Allí era donde habían acordado que esperarían las noticias de la batalla, a Luz de Relámpago y también a aquéllos que lograsen sobrevivir.

Todos ellos podían percibir el desastre que se avecinaba; el aire era tan funesto y tan cargado de malos augurios como el propio sterim.

Alanda, curiosamente, había guardado el tambor y ahora tenía la lira en sus manos. Comenzó a acariciar el arco del instrumento como si por alguna razón se resistiese a mover las cuerdas. Bajo la luz de la luna, Lucas se aposentó sobre el hombro de la muchacha y su voz sonó como un arrullo suave y animoso.

Vincus tiró de la túnica de Alanda. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar?, le preguntó mediante gestos.

La muchacha parpadeó, como si acabasen de despertarla de un sueño.

Tres días, le contestó también mediante signos. Más sería peligroso, pero las noticias viajan despacio a través del lago.

Si contásemos con la ayuda de los jeroglíficos…, se lamentó Vincus.

La barda sacudió la cabeza. Eso era en los viejos tiempos. Ahora lo único que nos queda es la esperanza en la astucia y la inventiva de Luz de Relámpago.

Entonces, Alanda volvió de nuevo a la lira y el joven istariano, con la mirada clavada en el otro lado del lago, en dirección al norte, se sumió de nuevo en sus propios pensamientos.

A lo lejos, la ciudad amurallada aparecía apacible y reflejada sobre la superficie de las aguas.

Con un estruendo de armas, las tropas se concentraron tras el rey Profeta y, como marcando el inicio de algún gran y tenebroso ritual, los rebeldes emprendieron el camino hacia la ciudad.

A lo lejos, vieron las primeros soldados istarianos con sus estandartes rojos ondeando al viento. Los rebeldes ya habían visto antes aquellas banderas y las habían evitado en medio de un campo de altas hierbas y arena, para atacarlas desde los flancos y la retaguardia con una velocidad y sorpresa comparable a la de una arremetida de miles de pájaros.

Pero, en aquel momento, los hombres de Fordus avanzaban para enfrentarse a Istar cara a cara. Setenta o setenta y cinco guerreros se alineaban ante un ejército de diez mil soldados, lo que no podía obedecer más que a la locura.

Aquello era insostenible, injustificable a no ser por las promesas del rey Profeta. Fordus, la noche anterior, les había instado, junto al fuego del consejo, a no creer jamás tan sólo en las cifras, ya que, según sus palabras, él manejaba una magia que ningún número podía dominar.

Pero en aquel preciso instante, cuando por fin vieron las tropas que se alineaban ante ellos y los estandartes de cuatro legiones que se aproximaban amenazantes, la idea de que la magia prometida pudiese fallar o que las profecías finalmente no se cumpliesen cruzó inevitablemente por la mente de aquellos hombres.

Aun así, cada guerrero se mantuvo firme junto al hombro de su cohorte, logrando que el orgullo y la ilusión prevaleciesen en aquellos momentos tan difíciles. No habían llegado hasta allí para huir o rendirse.

Delante de ellos, el rey Profeta, con su torques dorada oculta entre la ropa y ataviado con una sucia túnica blanca y un kayffiyeh, gritaba y hacía señales a sus hombres, quienes en una última muestra de irracionalidad, levantaron los escudos y siguieron a su líder.

Enseguida cayó la primera lluvia de flechas sobre las filas rebeldes.

Los arqueros lanzaron sus saetas desde lo lejos, a unos doscientos metros de distancia, pero éstas rebotaron contra los escudos de los rebeldes y fueron a parar directamente al duro suelo.

Bien. Las tropas istarianas estaban nerviosas. Se habían precipitado en su primer ataque.

Los piqueros de las primeras filas enemigas, compuestas por hombres de la cuarta legión, soldados veteranos ansiosos por demostrar su valor, bajaron sus armas y aceleraron el paso para lanzarse finalmente a toda velocidad a través del campo de batalla y cargar contra un triste número de rebeldes, que se prepararon para recibir el primer asalto.

—¡Ahora! —gritó Fordus cuando colisionaron las líneas.

Entonces, las armas del ejército rebelde destellaron en medio de la embestida de los piqueros, los cuales fueron cayendo uno tras otro ante la mayor movilidad de las filas rebeldes. El ataque de la cuarta legión se dispersó arremolinándose en torno a Fordus, Estrella del Norte y Rann, y entonces las líneas istarianas se rompieron, los piqueros se retiraron y los arqueros utilizaron sus armas de nuevo.

Fordus echó un vistazo alrededor. Había cuarenta soldados enemigos muertos en el campo de batalla, pero también doce de los suyos, y asimismo podían contarse numerosos rebeldes heridos, aunque éstos intentaron levantarse para prepararse para el siguiente asalto.

No importaba, los refuerzos llegarían pronto.

Desde el Templo del Príncipe de los Sacerdotes, Tamex miraba más allá de la ciudad y de las murallas, y observaba lo que sucedía en las llanuras donde se desarrollaba la batalla. Allí, los estandartes se inclinaban y se levantaban a medida que las tropas istarianas atacaban y se reagrupaban para volver a atacar de nuevo, aparentemente sufriendo numerosas bajas con cada embestida, aunque también mermaba el número de rebeldes en cada arremetida.

Tamex casi no podía creer la estupidez de aquel Profeta de la Guerra, de aquél que se hacía llamar el rey Profeta, el cual se había atrevido a atacar la ciudad con menos de cien hombres.

El general istariano examinó las filas atrincheradas de rebeldes y vio que los proscritos y los Hombres de las Llanuras habían arrebatado los escudos y armaduras de los piqueros caídos durante la batalla. Los atuendos de los hombres de Fordus habían desaparecido bajo las armaduras de cuero y los escudos de bronce que brillaban de tal forma que el resplandor hacía difícil contar el número de rebeldes y de identificar a sus oficiales.

«Seguro que Fordus no se encuentra entre ellos —pensó Tamex—. Seguro que este grupo de hombres no es más que una avanzadilla para explorar el terreno, mientras el Profeta de la Guerra espera a salvo en el campamento desde donde dirige la batalla».

Desde su lugar privilegiado, Tamex examinó el horizonte con sus ojos cristalinos, y vio un pequeño campamento rebelde, a más de treinta kilómetros de las llanuras, y tras éste el comienzo del bosque.

Nada.

No había fuerzas enemigas escondidas por ninguna parte, ni tampoco refuerzos, a excepción de un puñado de hombres agrupados en el paso de la montaña y liderados por la muchacha del tambor.

Aun así, el oscuro general rechazó enviar más tropas al campo de batalla; quizá Fordus tenía algún plan sorpresa y aguardaba un ataque definitivo por parte de las tropas istarianas para desplegar alguna táctica secreta y peligrosa.

De hecho, los propios bosques podían estar plagados de rebeldes, así que Tamex prefirió esperar. Por el momento, ordenaría ataque tras ataque contra las atrincheradas líneas enemigas, arriesgándose a perder diez, veinte e incluso cien hombres por cada que-nara muerto.

¿Qué importaba? El número de rebeldes era muy inferior al número de soldados istarianos, por lo que al final tan sólo sería una cuestión de tiempo y cifras.

Desde su balcón, Tamex llamó con una seña al heraldo, y el mensajero guió a su caballo hasta los pies de la torre. El general garabateó un rápido mensaje en un pergamino y se lo lanzó al joven, quien lo cogió y salió al galope en dirección a las puertas de la ciudad para entregar el mensaje a Céleres, el comandante de la célebre sexta legión, cuyos soldados esperaban impacientes ocultos de los rebeldes en el interior de las murallas de la ciudad.

Todavía no atacar, decía el mensaje. Esperar hasta nuevas órdenes.

Tendrían que esperar hasta que él localizase a Fordus Alma de Fuego.

Exhausta y ya bastante castigada por la batalla, la cuarta legión se retiró y se reagrupó de nuevo en las filas istarianas. Luego, los arqueros volvieron a abrir fuego y, por un momento, el campo de batalla se quedó en silencio, como si ninguna de las dos partes desease enzarzarse en un nuevo enfrentamiento.

Poco a poco, los lanceros de la segunda legión surgieron sobre la devastada llanura, seguidos por dos compañías armadas con espadas.

Formando una especie de semicírculo y ya bastante mermados, los rebeldes, apenas cincuenta hombres, se prepararon para el ataque. Aeleth, en el centro de la línea, cargó su arco mientras una docena de que-naras preparaba sus hondas. Por su parte, los oficiales aguardaban en cada uno de los flancos, Rann en el izquierdo y Fordus en el derecho.

Los rebeldes se estaban organizando para poner en práctica la vieja táctica ya utilizada en la Batalla de las Llanuras. Primero, asaltarían la legión enemiga con flechas y piedras; luego, las tropas de Aeleth darían media vuelta y se retirarían, y entonces los soldados istarianos, irritados, irían tras ellos. Justo en el momento indicado, cuando la segunda legión estuviese desperdigada y desorganizada, Fordus y Rann entrarían en la batalla, y todos los rebeldes convergerían alrededor de los indefensos soldados enemigos, quienes, desbordados, romperían filas y huirían dando por terminada su fracasada arremetida.

Fordus, con los ojos encendidos y la cabeza bien alta, no dejó de moverse y dar vueltas por todo el campo de batalla, era como una violenta ráfaga de viento. De pronto, una flecha le pasó rozando y le tiró el kayffiyeh; entonces, con la cabeza desnuda y con su pelo rojizo ondeando al viento, instó a sus hombres a perseguir a la segunda legión en su huida.

Los rebeldes, con la moral bien alta, se fueron agolpando a su alrededor, y el Profeta de la Guerra, triunfante, soltó un gran grito de alegría. Había logrado espantar a las tropas istarianas. De repente, le pareció ver que más allá de sus tropas, se levantaban numerosas figuras humanas del ensangrentado suelo.

Los muertos. El ejército de muertos ya había llegado.

Escuchad todos la palabra del Profeta.

Desde su mirador privilegiado, Tamex vio caer el kayffiyeh de la cabeza de un guerrero de pelo rojizo y distinguió también la torques dorada que colgaba del cuello de aquel hombre.

Era todo lo que necesitaba ver.

—¡Fordus! —exclamó—. ¡Mensajero! —chilló Tamex.

Un nuevo heraldo salió galopando a toda velocidad en dirección a la entrada de la ciudad, donde mil hombres aguardaban las instrucciones de su comandante.

Celeres y la sexta legión recibieron enseguida la nueva orden:

Marchar. Atacar. No coger prisioneros.

Entonces, las puertas de la ciudad se abrieron ante los veteranos soldados que componían la célebre sexta legión, quienes avanzaron rápidos, con la soltura y confianza que les daba los años de experiencia. Los otros soldados istarianos rompieron filas cuando la nueva formación invadió el campo de batalla y, en cuestión de minutos, innumerables lanzas se alzaron en el aire y un gran número de escudos resplandecieron ante los guerreros rebeldes.

Veinte hombres de las filas de Fordus cayeron antes de poder devolver un solo golpe. En ese momento, las tropas rebeldes retrocedieron, dieron media vuelta y huyeron a toda velocidad hacia el campamento, hacia los bosques o hacia cualquier otro sitio con tal de desaparecer de allí.

En su balcón de mármol, Takhisis, enmascarada en la figura de Tamex, reía suavemente, y apoyaba contra el muro su cuerpo anguloso y masculino, el cual era tan duro como la piedra sobre la que descansaba.

Así hubiese terminado todo si no fuese por la tormenta que surgió de los campos arenosos y que descargó sobre el ejército istariano. Y es que Sargonnas no había esperado e intrigado durante tanto tiempo para dejar pasar este momento.

Cuando la sexta legión se lanzó sobre las filas rebeldes, el paisaje se inundó de cenizas incandescentes, que, empujadas por un viento cada vez más fuerte, causaron estragos en la retaguardia istariana. Los estandartes rojos prendieron y comenzaron a arder, y, de repente, aquellas célebres tropas se dispersaron, gritando y quemándose, incapaces de luchar porque algo incomprensible estaba sucediendo.

Al frente de la pequeña batalla, la sexta legión, desconcertada, frenó la carga, y la lluvia de chispas encendidas cayó de pronto sobre ellos, arrasándolos como si se tratase de una mortal ola de fuego. Los amenazantes estandartes hexagonales ardieron en cuestión de segundos y el propio Céleres creyó que estaba en el mismísimo infierno.

En el flanco más lejano de las fuerzas rebeldes, Fordus y Estrella del Norte, huían de aquella tormenta de fuego. Tras ellos, los soldados istarianos y los guerreros rebeldes morían quemados en medio del devastado campo de batalla. Sin tiempo para reaccionar, Rann y Aeleth, y también la insigne sexta legión fueron rodeados por una nube de fuego y humo.

—Rey Profeta… —balbuceó Estrella del Norte, mientras buscaba a Fordus en medio de aquel infierno.

—Por aquí —gritó Fordus, huyendo de aquel lugar a toda velocidad.

—¡Fordus! —tosió Estrella del Norte—. ¡No puedo verte!

Y el Profeta se desvaneció entre una cortina de humo.

El joven y valiente guía de los que-naras, se tiró al suelo y comenzó a arrastrarse, trazando círculos una y otra vez sobre el mismo sitio. De repente, Estrella del Norte, al borde de la inconsciencia oyó un estruendo de gritos que surgía de la nube de humo y percibió una macabra danza de llamas y de sombras, avanzando y retrocediendo a través de aquella ardiente y cegadora extensión de terreno.

—¡Fordus! —llamó de nuevo—. ¡Fordus!

Pero no obtuvo ninguna respuesta de la espesa cortina de humo que lo rodeaba.

El joven de las Llanuras, tosiendo y casi sin poder respirar, yacía boca abajo. De niño alguien le había dicho que, en caso de fuego, lo mejor que podía hacer era mantenerse a ras de suelo, y Estrella del Norte, siguiendo aquel consejo, optó por tumbarse en un árido claro mientras apretaba con fuerza el medallón que poco antes había conseguido recuperar, sin dejar de rezar para que el fuego se alejase y para liberarse del humo que lo asfixiaba.

Entonces, tres soldados istarianos, armados con espadas, surgieron en el claro del bosque y lo encontraron tumbado boca abajo sobre el suelo, tosiendo y respirando con dificultad en medio de una gran nube de humo. Y, aunque ellos también habían cruzado la asfixiante cortina de llamas en busca de un lugar donde ponerse a salvo de la tormenta de fuego, en el fondo no dejaban de ser soldados veteranos y despiadados, dispuestos a seguir al pie de la letra las órdenes de su comandante: «No coger prisioneros».

Finalmente, Estrella del Norte relajó la mano que asía con fuerza el medallón y se adentró sin dificultad por el sendero de la muerte.

Fordus, haciendo uso de su extraordinaria velocidad, logró alejarse del fuego. A sus espaldas, las llanuras estaban completamente en llamas y los legionarios istarianos huían despavoridos en dirección a Istar. El Profeta hizo caso omiso de cuanto le rodeaba; ya hacía rato que había dejado de pensar en tácticas y estrategias, y se dirigió decidido hacia las puertas de la ciudad, hacia el Templo y, finalmente, hacia el propio Príncipe de los Sacerdotes, sobre cuya cabeza pensaba arrojar el fuego de la venganza.

Desde el balcón de una de las torres del Templo y absolutamente incrédulo por el repentino cambio en el curso de la batalla, Tamex vio una figura solitaria surgir de los restos del holocausto.

—¡Fordus! —susurró, pero su temor enseguida dio paso a una silenciosa satisfacción cuando se dio cuenta de que el Hombre de las Llanuras se dirigía hacia la entrada de la ciudad.

«Oh, esto es todavía mejor», pensó Tamex, y sus angulosos rasgos se tornaron de repente femeninos, parecidos a los de un reptil.

«Sigue lloviendo, Sargonnas. Sigue, pequeño estúpido. Que el humo de tu tormento no deje jamás de aumentar y que no tengas ni un solo día, ni una sola noche, de descanso. Nunca tendrás suficiente fuego para quemarme, ni para obligarme a buscar refugio.

»Ahora, Fordus se dirige a Istar cruzando las humeantes llanuras. Pronto será mío y mantendré mi promesa. Le enseñaré quién es realmente».