20

El paso Central que cruzaba las montañas de Istar era amplio y estaba bañado por la luz de la luna. El suelo estaba cubierto de ramas y piedras, y también de troncos de aliso y abeto que parecían arrancados de raíz.

A pesar de que Solinari brillaba en el cielo despejado, las piedras que sembraban el camino eran para Luz de Relámpago una siniestra señal.

Vincus había avisado al elfo, quien, a su vez, había intentado advertir al Profeta de que cruzase por el paso del Oeste. Pero Fordus no lo escuchó, se limitó a mirar a través del elfo como si éste fuese transparente mientras jugueteaba con la torques dorada que rodeaba su cuello, cuyo brillo parecía crecer día a día junto con la locura del Profeta.

Fordus avanzaba a través del paso Central a la cabeza de sus tropas exhaustas. Anteriormente, setecientos hombres lo siguieron en la Batalla de las Llanuras, y apenas quinientos de ellos lograron sobrevivir. Setenta perdieron la vida en la emboscada de los soldados istarianos y una docena, en las erupciones del desierto.

«¿Qué es lo que buscas viejo amigo? ¿Es que has perdido el juicio? —pensó el elfo con amargura mientras las banderas de su ejército ondeaban a lo lejos—. Tus tropas han sido seriamente mermadas, y aun así sigues avanzando. No se puede armar a una legión tan sólo con promesas».

Al amanecer, ya se encontraban a medio camino del paso Central. Los soldados trepaban por las rocas y bajaban por senderos llenos de ramas de pinos y de marojos, mientras el muchacho encargado del tambor tocaba un ritmo que apelaba al coraje y a la resistencia.

Pero, a medida que el amanecer fue dando paso a la mañana, avanzaban más despacio, y al mediodía las manos de los soldados sangraban y sus muslos estaban cubiertos de arañazos. Los exploradores se pararon a descansar y se quedaron estupefactos cuando se dieron cuenta de que tan sólo habían adelantado cien metros en las últimas dos horas.

No había magia en aquella música. No contagiaba la fortaleza que tenían las canciones de Alanda.

Aeleth, con la armadura empapada de sudor, trepó sobre una roca para examinar la enorme extensión de tierra inerte y cubierta de piedras que se extendía ante ellos.

—Aeleth, ¿qué ves? —le preguntó Fordus.

Aeleth se quedó pensando antes de contestar. Los hombres estaban agotados, les faltaba aire y casi no podían superar los incontables obstáculos que se encontraban en el camino. El Profeta de la Guerra se había convertido en un comandante irracional, brusco con sus oficiales y despiadado en su obsesión por alcanzar el otro lado del paso aquella misma tarde.

Dos hombres habían muerto de agotamiento y, a pesar de los ruegos de los santones, Fordus abandonó los cuerpos en el mismo lugar en el que habían caído.

—¡Señor, a partir de aquí es cuesta! —le contestó Aeleth desde la cima de la roca.

Fortalecido, Fordus se giró para mirar a sus hombres.

—¡He tenido otra visión! —proclamó, mientras toqueteaba con sus huesudas manos la torques dorada y sus oscuros ópalos—. Si seguimos avanzando durante la noche, podremos sacar provecho del factor sorpresa y cuando por fin alcancemos la orilla del lago Istar, no habrá nada que el Príncipe de los Sacerdotes pueda hacer para detenernos.

De repente, un fuerte vendaval, procedente del sur, comenzó a azotarlos, y su terrible estruendo recordaba a una manada de caballos desbocados.

Por un momento, el viento se mantuvo en calma, y los resistentes pájaros de las montañas, entre los que se contaban las aves rapaces y el tordo, y también el escandaloso arrendajo de tono violáceo y característico del norte de Ansalon, se quedaron inmóviles, anticipando el fuerte viento que se avecinaba.

Entonces, una fuerte corriente procedente del paso que habían dejado a sus espaldas surgió con la misma fuerza que las aguas torrenciales inundan el lecho seco del río. El viento ganaba más fuerza y velocidad a medida que avanzaba sobre los árboles caídos, sobre las rocas y las piedras, esparciendo arena, grava y ramas mientras aullaba con furia.

Luz de Relámpago, aturdido, se dio la vuelta, y el fuerte viento pasó sobre él y lo arrojó al suelo.

Los niños fueron levantados por la terrible corriente de aire y lanzados contra las paredes de roca. Sus madres, aterrorizadas, chillaban pidiendo ayuda, pero sus súplicas resultaron inútiles. El elfo se tapó las orejas para protegerse de aquel estruendo y una ola de arena ardiente se abalanzó sobre ellos.

Por encima de sus cabezas, un tronco de vallenwood que había sido arrancado de cuajo por el viento, y que volaba por los aires, dio de lleno contra Gormion y contra un puñado de sus seguidores. La capitana de los proscritos se tambaleó y cayó rodando sendero abajo.

El resto de los proscritos aun salieron peor parados. Las ramas del poderoso tronco de vallenwood provocaron grandes gritos de dolor cuando éstas estamparon a aquellos hombres indefensos contra las rocas.

Vincus se agarró a Luz de Relámpago y a Brisa, y el vendaval pasó por encima de él. En aquel instante, el paso se transformó en un tremendo remolino de arena y Vincus oyó un concierto de gritos y lamentos procedente del funesto ciclón que había ante él. De vez en cuando, una forma oscura e irreconocible avanzaba rodando por aquel siniestro escenario, y desde algún lugar en lo alto del paso se oyeron sonidos que semejaban caballos asustados.

Entonces, el vendaval se desvaneció con la misma rapidez que los había sorprendido. La arena se aposentó perezosamente sobre las rocas montañosas; era como si el desierto entero hubiese sido transportado hasta allí por aquel fenómeno despiadado y, poco a poco, casi de forma imperceptible, unas pocas figuras comenzaron a emerger de entre la arena, las rocas y la maleza.

Cuando por fin llegaron todos, contaron sesenta bajas.

Un nuevo lamento comenzó, y el ancestral canto funerario de los que-naras se oyó por todas las montañas, como el rugido de otro viento. El llanto de dolor se propagó por el paso Central, hasta que los pájaros que regresaban a aquel territorio desolado comenzaron también a responder con su canto desde los árboles derribados por el viento.

Fordus trepó hasta lo alto de una roca, pegándose a ella como una araña grotesca, e hizo una señal con la mano para pedir silencio.

Pero los rebeldes lloraban la pérdida de sus compañeros y estaban inmersos en el oscuro pozo de su propia pena, así que tardó un rato en hacerse el silencio que Fordus pedía.

—Ha sido la venganza de Takhisis —dijo Fordus en un tono áspero y entrecortado. Pero nadie lo escuchaba.

—¡Escuchad la voz del Profeta! —gritó, y un centenar de pares de ojos se volvieron hacia él con un temor nuevo junto con su antigua devoción.

El resto de los supervivientes revolvían desesperados entre los escombros en busca de los heridos y los muertos.

—Hay mil caminos que conducen a Istar —proclamó Fordus, con un tono de voz cada vez más poderoso y autoritario a medida que las palabras salían de su boca como un torrente—. Y cada uno de ellos está sembrado de sufrimiento, peligro y duras pruebas.

»Hemos pasado por la primera de estas duras pruebas y, a pesar de que tenemos que dejar a algunos seres queridos atrás…

Su gesto hacia los numerosos cuerpos sin vida que se amontonaban sobre el suelo fue rápido e indiferente, como si acabase de apartar una mosca.

—Éstos serán recordados, sus nombres serán cantados en el momento en que evoquemos a todos los hombres y mujeres que derramaron su sangre por mi gloriosa causa.

Aún pegado a la roca como una araña, Fordus señaló al norte y su torques pareció arder bajo el reflejo de la luz del atardecer.

—Sus nombres serán cantados alrededor del trono de Istar, cuando yo sea el soberano de la gran ciudad imperial. Por ellos sonarán los tambores y las campanas cuando por fin sea el nuevo Príncipe de los Sacerdotes, puesto que los jeroglíficos, los símbolos y mis propios sueños me han dicho que la ciudad de Istar me pertenece.

»Habéis seguido mi sueño durante cuatro duras estaciones. Hemos enterrado semillas en la arena del desierto, en medio de la oscuridad y de la lejanía, donde lo que más ambicionábamos era agua. Hemos regado las llanuras y cultivado los surcos del paso de la montaña con nuestra sangre. Ahora Istar se abre ante los proscritos y los Hombres de las Llanuras. Mi gran rival, mi semejante, el guerrero y profeta que ocupa el Templo del Príncipe de los Sacerdotes, ha conocido a su adversario en los campos que se extienden al sur de la ciudad. ¡El momento de la recolección ha llegado!

Por un momento, los rebeldes se quedaron en silencio, totalmente desconcertados. Todos los ojos se clavaron en el Profeta del Agua, todos los oídos escucharon su discurso enfebrecido y tormentoso.

—¡Escuchad la palabra del Profeta! —chilló Estrella del Norte.

Un golpeteo rítmico de tambor, patético, tardío y poco entusiasta, acompañó sus palabras.

—La palabra del rey Profeta —continuó el joven, imperturbable y triunfante.

Entonces, para sorpresa de los ancianos y de los santones, una voz profunda surgió de entre las filas rebeldes. Una voz intensa, ni masculina ni femenina, una voz que pareció salir de los corazones de todos los que allí se congregaban. Y, de repente, otra voz respondió, y otra y otra… y enseguida todas ellas gritaron al unísono «¡El rey Profeta! ¡El rey Profeta!». A continuación, levantaron a Fordus sobre sus hombros y lo condujeron entre los escombros, a través del amplio camino que el viento había abierto entre las rocas, las piedras y la maleza.

Alanda, Vincus y algunos que-naras permanecieron en la boca del paso, mientras los hombres de Fordus se apresuraban hacia el camino que nacía junto al lago, el cual se dirigía hacia las llanuras y finalmente hacia la ciudad de Istar. La barda, con sus distantes y tristes ojos oscuros, contemplaba cómo el estandarte del Profeta ondeaba en el aire, y cómo las paredes del paso de la montaña retumbaban con aquella nueva e insólita alegría.

—¡El rey Profeta!

A medida que el grito fue recorriendo las tropas, los hombres de Fordus fueron acelerando el paso. Lo que al principio comenzó siendo un paso cansino, pronto se convirtió en una marcha enérgica y revitalizada, a medida que un viento extraño y perfumado, cargado con olor a jazmín y enebro, a esencia de rosas y especias, y también a vino viejo, se fue adueñando del paso.

Istar la tentadora los llamaba. Al anochecer, suave y femenina, conspiradora y venenosa, la ciudad lanzaba sus redes de seducción.

Mientras Fordus y sus seguidores avanzaban a través de los traicioneros pasos de las montañas, las semillas de una nueva insurrección comenzaban a germinar en las profundidades de las minas.

A muchos metros bajo la ciudad, los elfos, una vez hubieron llorado a sus muertos y los enterraron con todos los honores en la porosa roca volcánica, reanudaron sus trabajos.

Spinel, exhausto y con el llanto de la pequeña Taglio todavía resonando en sus oídos, guió al grupo de elfos que tenía a su mando hacia los oscuros túneles bajo las orillas del lago Istar.

Aquéllas eran las minas más recientes, y aún no se habían desvanecido los últimos llantos cuando llegó el mensaje desde el propio Templo del Príncipe de los Sacerdotes de que se adentrasen en ellos. Algún acontecimiento en las alturas había alterado la naturaleza del trabajo y había añadido urgencia a aquella misteriosa necesidad de glainos.

Con ayuda de la luz de la lámpara, Spinel examinó las piedras recién descubiertas. Por las vetas de los ópalos que los excavadores habían encontrado, podía decir que aquellas valiosas gemas eran jóvenes, mucho más jóvenes que cualquier otro ópalo que el elfo hubiese visto durante sus mil años de trabajo subterráneo.

Aquellas piedras le resultaron extrañamente familiares, era como si el viejo elfo debiera reconocerlas por el tamaño o el tipo de formación.

Spinel se arrodilló y las examinó más de cerca. Algo profundo e importante se le estaba pasando por alto.

Había llegado el momento del Fundamento.

Las lucernas cubrieron los ojos del viejo elfo y éste entró en un profundo trance en busca de los recuerdos de su gente mientras acariciaba inconscientemente las preciosas gemas.

Spinel recordó los años en que trabajó en las minas de la ciudad y también los brillantes ojos de los guardias del Príncipe de los Sacerdotes, las serpentinas, nagas con sus caras humanas y su magia capaz de paralizar a los lucanestis, y cómo no, también su deambular durante la Era del Poder.

El elfo recordó la Era de la Luz y la de los Sueños, y sus pensamientos retrocedieron hasta la Era del Nacimiento de las Estrellas, la del nacimiento de los dioses…

Entonces, miró las piedras que tenía en sus manos y soltó un grito de horror.

—Huesos —dijo Spinel a los mineros que lo acompañaban—. El glaino, en especial el de color negro que el Príncipe de los Sacerdotes tanto codicia, son los huesos de nuestros antepasados.

Tourmalin frunció el ceño incrédula, pero bajó los ojos ante la abrasadora mirada del anciano elfo.

—No me refiero a tus padres ni a tus abuelos, no son los huesos de ninguna de las cinco generaciones de lucanestis, sino de los primeros de la raza. ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos? —dijo Spinel extendiendo sus curtidas manos.

—¡Istar nos ha cegado! —gritó alguien desde el extremo del lugar iluminado por la luz de la linterna, pero Spinel sacudió la cabeza.

—Istar ha utilizado nuestra ceguera —insistió el viejo elfo—. Ha aprovechado nuestra avaricia y nuestra cobardía para sus malévolas estrategias. Y durante todo este tiempo, el Fundamento ha estado aquí a nuestro alcance, guardando este terrible secreto. ¿Por qué no lo hemos consultado jamás?

Sus palabras dieron paso a un largo silencio. Spinel se apoyó en una roca y miró fijamente a la luz de las antorchas y de las lámparas, y a los brillantes ojos de su gente.

—La culpa y el castigo no son la respuesta —insistió. Y otros elfos, los más ancianos de los que allí estaban congregados, asintieron inmediatamente—. Durante años hemos obedecido y nos hemos arrodillado ante el Príncipe de los Sacerdotes y sus secuaces. Ha llegado el momento de corregir nuestros errores. A pesar de los guardias y la venática, aún queda un camino para nuestro pueblo. Debemos rescatar y enterrar de nuevo a nuestros muertos ancestrales.

Los rebeldes alcanzaron la orilla del lago hacia medianoche, pero, llegado a aquel punto, apenas quedaban trescientos hombres junto a Fordus.

A primera hora de la tarde, Alanda y el elfo, quienes lo habían estado siguiendo a una distancia prudencial, tomaron un sendero que descendía en dirección a la puesta de sol, rumbo al paso del Oeste para regresar al desierto.

Fordus no se dio por enterado de su presencia. El Profeta, acompañado de Estrella del Norte y tres de los proscritos más jóvenes, se acercó a las aguas del lago Istar, que aparecían oscuras y llenas de reflejos bajo las miles de estrellas del firmamento. Fordus se arrodilló, recuperó el aliento y removió las aguas con la mano.

La superficie del lago resplandecía con la luz de las estrellas y de las antorchas, y es que los proscritos habían llevado con ellos el fuego, para incendiar la ciudad.

—Sin jeroglíficos ni intérprete, yo, el Profeta, soy capaz de hallar la mejor de las aguas —dijo Fordus con una sobrecogedora risa subrayando sus palabras.

El Profeta entró decidido al lago, dio un paso y otro, hasta que el agua le llegó a la cintura. Entonces, pensativo, deslizó el dedo por la brillante superficie.

—Había pensado en correr hasta las puertas de Istar —murmuró enigmático—. Quizá podría caminar sobre el agua, o el propio lago me mantendría a flote…

»Pero debemos viajar como mortales —reconoció con una sonrisa—, puesto que todos vosotros sois mi responsabilidad, mis siervos, mi… rebaño. Y, aunque cruzar el lago sería más rápido, debería hacerlo solo, tendría que dejaros aquí para que continuaseis avanzando cansinamente por vuestro pequeño y duro sendero.

Fordus dio un paso más y se adentró en el lago hasta que el agua le cubrió el pecho.

—Pero elijo no viajar solo —concluyó—. Al menos todavía no.

El drama que tuvo lugar en las montañas fue pequeño, casi insignificante, comparado con las cruentas batallas ocurridas en el panteón de Krynn.

En las profundidades del Abismo, los dioses del Mal notaban la ausencia de la Reina. Zeboim y Morgion, Hiddukel y Chemosh, y también la oscura luna Nuitari que se cernía sobre todos ellos, aguardaban su regreso en el oscuro e insondable vacío. Resultaba extraña la tranquilidad que conllevaba aquella interrupción de caos y tormento que iba ligado a ella. Pero lo cierto es que ya habría tiempo para reunirse de nuevo e intrigar, arrebatar, dividir y luchar por el poder, por el momento, estaban satisfechos de poderse relajar y disfrutar de las oscuras corrientes del Abismo, y de poder recuperar sus mermadas fuerzas.

Así era con todos excepto con el más tortuoso de los dioses que habitaban en el panteón del Mal. Sargonnas, fraccionado en más de mil pedazos, cada uno de los cuales eran los fragmentos de los pensamientos del Profeta de la Guerra y cuyas campañas militares había inspirado y alentado, trazaba círculos en el vacío. Había sido una estupidez irrumpir en el mundo a través de la arena del desierto, pero cuando Sargonnas se enteró de que Takhisis deambulaba por la tierra y que la diosa hablaba con sus secuaces y con su Profeta, no pudo mantenerse en silencio y dejar de actuar.

Ahora, fraccionado y abstracto, viajaba por el vacío como una nube de insectos.

Ya llegaría su momento; por ahora, observaría y esperaría. En su deseo por destruir a Fordus, Takhisis bajaría la guardia, y ése sería el momento en el que él entraría en acción.

Él la precedería en el mundo y se encargaría de arruinar los planes de la Reina de la Oscuridad.

Sargonnas, pensando en su venganza, se dejó caer miles de metros a través del caos, reflejando oscuros destellos mientras descendía como una terrible lluvia.

Vaananen, solo en su jardín mágico, cubrió con arena otro mensaje que también había resultado inútil.

El druida hizo todo lo que estuvo a su alcance. Y la esperanza que alentaba ahora en él era la de escapar. Solitario y temerario, Vaananen se había quedado en la ciudad intentando recopilar información para mandarla cada noche a algún punto lejano a través de la arena blanca. Información que podría salvar a los rebeldes, quizás incluso asegurar su victoria.

Vaananen, se acarició distraídamente el brazo tatuado. Todos sus esfuerzos habían resultado infructuosos y, en aquel momento, Fordus se encontraba a las puertas de Istar, así que había llegado el momento de que el druida intentase ponerse a salvo.

Con aquella idea rondándole la cabeza, empaquetó sus pertenencias en una bolsa no mucho más grande de la que había dado a Vincus, en la que tres textos druidas, todavía sin copiar, ocupaban la mayor parte del espacio. Con la esperanza de que Fordus recibiese el mensaje, Vaananen garabateó por última vez los cinco jeroglíficos en la arena del pequeño jardín, junto al amarillento e hinchado cacto.

Frontera del Desierto. Sexto Día de Lunitari. Nada de Viento. También el Leopardo y el quinto símbolo de advertencia, el cual estaba compuesto por el signo de la Reina debajo del signo del Hombre Oscuro.

Era todo lo que podía hacer.

El cacto hinchado tembló junto a él. La planta, normalmente verde y exuberante, llevaba días que presentaba mal aspecto. De hecho, el druida, tres noches antes, para saber si llovería pasó la mano por su espinosa superficie y notó un ligero temblor, una pequeña sacudida en el corazón del cacto, como si éste anunciase una vida nueva y sobrenatural.

Al principio, Vaananen no hizo caso de aquel detalle y, en ese momento, se culpabilizaba por su negligencia y buscaba entre sus recuerdos algún canto de curación o algo que aliviase a la planta.

Poco a poco, comenzó a susurrar una vieja oración de salvaguardia originaria de Qualinesti pero, entonces, cuando ésta apenas había comenzado, surgió de la planta un canturreo extraño, diferente a cualquier canción o lenguaje utilizado por las plantas oído anteriormente por el druida. Vaananen, alarmado, se apartó del cacto, el cual se iba hinchando cada vez más, como un odre grotescamente inflado.

En aquel instante, el druida se dio cuenta de que el cactos había dejado de ser sólo una planta para convertirse en algo monstruoso y amenazador. ¡Corre!, le advirtieron sus instintos. Entonces se acercó al atril para recoger sus últimas pertenencias, entre las que se encontraban sus plumas y los potes de tinta, mientras el cacto siseaba y gemía de forma cada vez más audible. Vaananen se quedó absorto justo el tiempo suficiente para presenciar cómo la planta reventaba ocasionando un gran estruendo. La habitación se inundó con una caliente y abundante lluvia de algo fiero, punzante y brutalmente hambriento y vivo. El druida notó que un calor abrasador le recorría las piernas y le subía por la espalda; entonces, levantó los brazos, en un gesto inútil, para protegerse la cara.

Cientos de pequeños escorpiones le cubrieron los hombros, el cuello y su tatuaje de una hoja de roble rojo oculto en la muñeca.

El druida gritó una sola vez, el veneno que recorría sus venas lo hizo desplomarse como un árbol recién talado. Vaananen se dejó caer sobre las rodillas en medio de la arena blanca y, con un gesto doloroso, borró los últimos jeroglíficos que había dibujado para Fordus, el mensaje que el Profeta de la Guerra jamás leería.

«Otra vez estoy sorprendido —pensó Vaananen, antes de derrumbarse en medio de una verde oscuridad de su pequeño jardín—. Lo que no deja de ser curioso».

Esparcidos por toda la habitación y con la misión ya cumplida, los escorpiones fueron cayendo hasta que todos ellos, heridos por su propio veneno, yacían tan muertos como el druida.

Al día siguiente, los compañeros de Vaananen se quedaron totalmente desconcertados cuando vieron que una fina capa de arena blanca del jardín mágico cubría todo el suelo, la cama, el atril, a los escorpiones y también a Vaananen, como si de un manto de nieve recién caída se tratase. Era inmaculada, casi hermosa, si no fuese por la gran mancha de arena que se había solidificado en forma de oscuros cristales volcánicos en el centro del pequeño jardín, en medio de las tres piedras.