Más de seiscientos rebeldes cubiertos con trajes de arpillera cruzaron el territorio de arena situado más al norte, con el horizonte trémulo al fondo, entre púrpura y verde, y bajo el calor sofocante del mediodía.
Por dos veces aquellos exploradores lanzaron un aviso, transmitiendo cierto nerviosismo por toda la formación. Las órdenes erróneas eran perdonables; después de todo, aquellos muchachos eran jóvenes muy hábiles sobre el caballo, pero novatos en el arte del reconocimiento del terreno. Aunque los espejismos, que tan sólo una semana atrás no reconocían, ahora apenas podían engañarlos.
—Torres —dijeron a Luz de Relámpago—. Torres de agua se levantan más al norte.
La precipitación y excitación de aquellos hombres provocó la sonrisa del elfo, quien montado sobre su caballo y bien resguardado de los vientos del desierto se protegió los ojos para escrutar el horizonte, allí donde los jóvenes exploradores señalaban.
—No es más que una ilusión —les dijo—. Un reflejo engañoso.
El elfo optó por mandarlos de regreso con el resto de la formación a fin de que se refrescasen y descansasen a la sombra.
Los soldados novatos accedieron de mala gana, insistiendo en que habían visto las torres multicolores de Istar.
Pero Luz de Relámpago sabía más sobre este tipo de cuestiones. La ciudad se encontraba a cincuenta kilómetros, había que cruzar montañas y también el gigantesco lago de Istar para llegar hasta ella. Además, Fordus el Profeta no tenía la más mínima intención de ir allí.
Al menos, hasta que pudiese cruzar triunfante las puertas de la ciudad.
Necesitaría muchos años y muchos seguidores para ello. Por el momento, lo primero era enfrentarse al ejército del Príncipe de los Sacerdotes.
Luz de Relámpago miró fijamente a través de la parda pradera y, al norte, vio que la resplandeciente estrella roja Chislev se deslizaba lentamente sobre las siluetas de las montañas.
Todo era más fácil allí en el desierto, donde él y Fordus interpretaban aquel terreno infinito con la misma facilidad que los marineros de alta mar descifraban los ocultos significados del mar de fondo y la fuerza del oleaje. Estaba en la propia naturaleza de Luz de Relámpago hacer aquello, el profundo conocimiento del agua y de las rocas formaba parte de su herencia.
En cambio, los extravagantes y pusilánimes generales istarianos tenían poco que hacer en aquel vasto territorio de arena castigado por el calor abrasador.
Recordar aquello le proporcionaba a Luz de Relámpago un placer indescriptible.
A finales del otoño, el Príncipe de los Sacerdotes había mandado una legión de irritados soldados hacia el sur, con órdenes expresas de adentrarse en el desierto y eliminar al bandido Fordus. Pero lo cierto es que aquella expedición duró dos semanas bajo las tormentas de arena y nunca llegó a tener a tiro su objetivo. Las tropas istarianas avanzaron penosamente en dirección sur, siguiendo el rastro de antiguos hoyos de fogatas y con escasas esperanzas de éxito, hacia la frontera de Balifor, donde escasos de agua y exhaustos tras más de doce noches de búsqueda infructuosa se convirtieron en una presa fácil para las fuerzas rebeldes de Fordus, a pesar de que éste contaba con la mitad de hombres que el contingente istariano.
Veintisiete soldados istarianos perdieron la vida en aquella angustiosa expedición, y sus cascos, escudos y huesos quedaron esparcidos varios kilómetros alrededor del ramificado y seco lecho de río que los lucanestis conocían como la Encrucijada. El resto de la legión había regresado a la ciudad contando historias fantásticas acerca de un cabecilla lobuno y fantasmagórico capaz de estar en tres lugares a la vez, el cual se movía sobre la arena como el viento, y que llevaba más de mil hachas arrojadizas colgadas del cinturón. Todas ellas creadas, decían, por un mago que aseguraba que un tiro jamás erraría su objetivo.
«Veintisiete istarianos muertos y una leyenda. Un precio ridículo el que han pagado a cambio de cien elfos trabajando como esclavos en las catacumbas de la ciudad —pensó Luz de Relámpago con amargura—. Pero como mínimo Istar se lo pensará dos veces antes de aventurarse de nuevo en el desierto».
Sin embargo, aquellas amarillentas praderas, tan atractivas como peligrosas, situadas al sur de la propia ciudad, eran una región desconocida para los rebeldes. Tardarían más de un día en cruzar, a lomos de sus caballos, aquella abierta extensión de territorio antes de alcanzar las estribaciones de las montañas y llegar finalmente a las afueras de Istar. Aquél era un territorio desconocido, traidor e incierto, y Fordus se había visto obligado a dejar tras de sí a más de doscientos que-naras, que era gente de las Llanuras, devota y básicamente pacífica, cuyos dioses les prohibían abandonar el desierto para llevar a cabo algún acto beligerante o de invasión.
Aun así, cerca de cuatrocientos que-naras permanecieron junto con los rebeldes, actuando en contra de las advertencias de sus clérigos. El resto de aquel ejército heterogéneo lo formaba un número indeterminado de bárbaros y de proscritos andrajosos unidos a la causa de Fordus en el último momento. Pero ahora, en algún lugar entre aquellos rebeldes y las oscuras estribaciones de las montañas, dos legiones muy veteranas los aguardaban, dos mil hombres de primera categoría pertenecientes a la guardia istariana armados con ballestas, lanzas y espadas apoyados por una caballería famosa en todo Ansalon. Un enemigo suficientemente estremecedor para inquietar al comandante más valiente.
Pero lo cierto es que no había temor ni indecisión en Fordus Alma de Fuego, el Hombre de las Llanuras de ojos claros, también conocido como el Profeta del Agua o el Señor de los Rebeldes.
Luz de Relámpago hizo una mueca de aprobación. Que no hubiese miedo era para el elfo una buena señal. Después de todo, ¿no era cierto que en el pasado el Profeta había derrotado a las tropas istarianas en cuatro o cinco ocasiones?
Luz de Relámpago, cómodo sobre la silla, con su piel translúcida y moteada con destellos verdes y naranjas de una insinuada opalescencia, contemplaba admirado las primeras sombras que invadían la pradera en aquel plácido y azulado atardecer.
Que no hubiese miedo era una muy buena señal, y el elfo prefirió apartar de su mente sus pensamientos más negativos.
Acompañado por una pequeña avanzadilla de soldados y alejado no más de cincuenta metros del resto de las tropas, Fordus el Profeta, a pie como de costumbre, echó cuerpo a tierra de repente. Le seguían dos oficiales y la barda, quienes se detuvieron e hicieron lo mismo que su líder, Alanda, protegiendo su tambor multicolor con la palma de su mano cubierta de callos, para que no sonara.
—Istar se aproxima —susurró el comandante a sus compañeros, sin más afectación o preocupación que si estuviese observando el color de un caballo o los rayos de sol colarse curiosamente por entre las nubes.
La pequeña barda miró fijamente hacia las laderas de las montañas, esforzándose por distinguir aquello que Fordus veía a través del parche de hierba de bordes aserrados. La muchacha no logró ver nada.
Pero él sabía de estas cosas. Fordus siempre sabía lo que se tenía que hacer cuando se trataba de agua o de ejércitos.
—Si de verdad hay dos legiones, lo sabremos cuando caiga la noche. —Fordus continuó—: Contaremos las hogueras de sus campamentos, tal como esperan que hagamos. Luego, mandaré a Luz de Relámpago y a seis hombres para que exploren más de cerca, y entonces podremos discernir lo que verdaderamente es de carne y hueso de aquello que no son más que sombras. Si encienden suficientes fuegos para alumbrar a cuatro legiones es que nos temen más de lo que yo creía.
¿Y mañana?, preguntó la muchacha con el lenguaje de señas gesticulando con la mano. Fordus levantó la mirada anticipándose a aquella cuestión.
—Lo que pretende, Alanda, es que nos enfrentemos en campo abierto, para poder sacar el máximo partido a su superioridad numérica y de sus caballos.
El Profeta se incorporó y se puso en cuclillas para trazar con el dedo una línea sobre el suelo arenoso.
—Cuando vean nuestras tropas harapientas, formada por que-naras, proscritos y a un puñado de guerreros de Balifor armados con ballestas, creerán que ésos son todos los hombres que apoyan nuestra causa.
Los dos oficiales asintieron con la cabeza, sin percatarse del tenue ruido del caballo de Luz de Relámpago que se acercaba tras ellos. Hacía mucho tiempo que habían aprendido a poner toda su atención en su comandante, a esperar antes de hablar.
Luz de Relámpago descabalgó silenciosamente, hizo que su caballo se tendiera en el suelo, y se arrastró hacia el círculo de rebeldes agazapados.
Conocía bien la forma de proceder de su viejo amigo. El plan sería simple, directo y limpio. Fordus era de los que cortarían un nudo para no perder tiempo en deshacerlo. Sí, sería sencillo y, como siempre, coronado por el éxito. Fordus no era un estratega, pero, en sus manos, las tácticas más simples obtenían resultados brillantes.
—El desierto está conmigo allá donde vaya —concluyó Fordus tranquilo, con la mirada clavada en algún lugar lejano—. Y yo les acercaré el desierto, la arena y el viento, y también un espejismo de pájaros en medio de una hermosa explanada de hierba.
Uno de los tenientes, un joven arquero de Balifor, balanceó el cuerpo y tosió levemente. Siempre reaccionaba de la misma forma cuando el Profeta se dirigía a ellos hablándoles con enigmas.
Allí era precisamente donde comenzaba la tarea de Luz de Relámpago. El elfo dejó que los oficiales asimilaran las palabras del Profeta, luego cubrió los ojos con aquel tercer párpado blanco y transparente, que caracterizaba a su pueblo, y se alejó un poco del círculo que rodeaba al líder.
«Segundos ojos», llamaban los Hombres de las Llanuras a las lucernas de los elfos esclavizados en las minas. A través de aquella membrana lechosa, legado de su raza, los lucanestis podían ver las gemas que se escondían en los túneles más oscuros, los regueros de agua que circulaban por el corazón de la arena…
También veían otras cosas, como el filón de la verdad que subyacía en el sutil estrato de las palabras y de las imágenes.
—¡El Profeta ha hablado! —Luz de Relámpago proclamó pausadamente, irguiéndose para examinar la ola de rostros perplejos que se desplegaba a su alrededor. El elfo alzó las lucernas, y los brillantes reflejos violeta de sus manos resplandecieron bajo los últimos rayos del sol. De nuevo, le había llegado la revelación como un murmullo, al igual que ocurría siempre. Como una súbita iluminación, el significado de la críptica poesía de Fordus le vino al segundo al mando.
»La mitad de vosotros os esconderéis en los flancos —continuó Luz de Relámpago—, y rodearéis al ejército del Príncipe de los Sacerdotes cuando cargue contra nosotros. Gormion dirigirá las tropas del sur, y cuando las lanzas de los soldados de Istar estén a punto de alcanzaros… el resto de nosotros saldrá de entre los matorrales tras ellos. ¡Así el hacha de Kiri-Jolith se descargue sobre sus tropas! Se formará una tormenta de arena y viento como jamás han visto antes, pero que, a nosotros, ni tan siquiera nos rozará. Los poderes ya se están acumulando.
Señaló a lo lejos, donde una nube de polvo se distinguía en el sur del horizonte y una cálida brisa empezaba a soplar desde esa misma dirección.
El sterim, la salvaje tormenta del desierto que nacía en lo alto de las montañas de Istar, ganó velocidad a medida que recorría las llanuras con una furia implacable y feroz. Los ojos del elfo se tornaron vidriosos, las brillantes lucernas se cerraron de nuevo, esta vez para proteger los ojos del viento que se aproximaba inexorable.
Los oficiales de Fordus asintieron, las palabras del elfo sí que las habían comprendido. Como siempre, el plan era simple, elegante y práctico. Era la poesía de la guerra traducida por el peculiar y exótico Luz de Relámpago.
El plan funcionaría. Ellos «acercarían el desierto al Príncipe de los Sacerdotes», y su ejército sería derrotado. No importaba que los rebeldes no hubiesen entendido todas las palabras de la profecía de Fordus. Iban a ganar la batalla igualmente.
Blandiendo sus armas con creciente excitación y murmurando fanfarronadas y promesas, los oficiales se dispersaron entre sus filas. Tan sólo tres se quedaron atrás: Fordus, Luz de Relámpago y la barda.
—¿Dónde se encuentra el enemigo? —preguntó Luz de Relámpago, poniéndose en cuclillas junto con el Profeta—. Alanda, ¿qué es lo que dice el halcón?
La muchacha sostuvo por un momento su extraña mirada y enseguida contestó, ayudándose de gestos: Cinco kilómetros al norte, Luz de Relámpago. Lucas dice que están cinco kilómetros al norte. Eso es todo lo que necesitas saber.
Luz de Relámpago y Fordus intercambiaron miradas de desconcierto mientras que la muchacha retrocedía para unirse al resto de las tropas que empezaban a alejarse.
—Alanda me odia, ¿verdad? —preguntó Luz de Relámpago, esbozando una sonrisa torcida que arrugó su rostro suave e intemporal.
—Claro que no, Luz de Relámpago. Ella es simplemente poética y muy sensible; además, ya sabes que tan sólo puede cantar. Debe de ser muy triste y frustrante que tus manos tengan que hablar por ti —dijo Fordus encogiéndose de hombros, y se dispuso a escrutar las llanuras del territorio del norte.
—Carácter o temperamento, es lo mismo —dijo Luz de Relámpago para terminar, y siguió la mirada del comandante hacia la inmensidad de aquel territorio cubierto de hierba—. Tenemos al Príncipe de los Sacerdotes a nuestro alcance. No hay tiempo que perder. El viento es cada vez más fuerte.
El cálido viento no dejó de soplar en toda la noche, y tan sólo unos pocos de ellos consiguieron dormir.
Aun así, poco antes del amanecer ya estaban listos. Luz de Relámpago se agazapó en el alto manto de hierba susurrante, aguardando a que el oficial de los istarianos diese la señal, bajo la tenue luz de la mañana, para que sus hombres izasen los estandartes de guerra, la célebre torre blanca sobre un fondo rojo.
El elfo lentificó el latido de su corazón y el ritmo de su respiración hasta que consiguió permanecer estático, con la piel cubierta de la arena y el polvo que levantaba el viento. Serenamente, se dejó llevar hasta alcanzar una quietud pétrea, de tal modo que se confundía con los miles de piedras que inundaban los márgenes del desierto.
Cuando las tropas istarianas hubieran pasado, él se desprendería de su camuflaje pétreo y surgiría entre ellos para sorprenderlos y crear gran confusión.
«El elfo ha surgido del interior de la tierra…», dirían.
Sus compañeros, los que-naras, permanecían ocultos entre la alta hierba, con los rostros pintados de color pardo, negro y amarillo haciendo juego con sus ropas ondeantes, y el fuerte contraste de las sombras con los primeros rayos oblicuos del sol.
Él era la roca entre los juncos, el corazón pétreo de su ejército.
El flanco izquierdo de la infantería istariana pasó a quince metros del lugar en el que se encontraban escondidos Luz de Relámpago y sus compañeros. Los jinetes se desplegaron frente a la infantería enemiga en marcha, encabezada por un Caballero de Solamnia de cabello oscuro, acompañado por tres de sus subordinados.
Todo estaba ocurriendo tal como Fordus había previsto. La tormenta del desierto se concentró formando una gigantesca nube de viento ardiente y arena, que parecía que tan sólo esperaba sus órdenes para abalanzarse sobre el campo de batalla. El ejército del Príncipe de los Sacerdotes estaba compuesto de dos mil hombres de infantería, quinientos arqueros y quinientos jinetes, entre los que se encontraba una división de Caballeros de Solamnia, la caballería más formidable del mundo. Aun así, aquel ejército que levantaba tanta expectación aparecía ante los rebeldes curiosamente amedrentado, empequeñecido, como si la mitad de los hombres que lo componían hubiesen desertado amparándose en la oscuridad de la noche.
Luz de Relámpago permaneció sereno en medio de la tormenta, mientras los solemnes jinetes pasaban junto a él y tras ellos la infantería, todos ellos protegiéndose la cara de la crueldad de aquel viento corrosivo.
El sterim se había aliado con los rebeldes. Siempre que un ejército se disponía a enfrentarse a Fordus, parecía que incluso el tiempo se conjuraba para estar de su lado.
Fordus estaba plantado en un montículo de hierba amarillenta y alta que le llegaba a las rodillas, desde donde observaba el avance del ejército istariano. El líder de los rebeldes empuñaba con fuerza un hacha corta, pero de aspecto peligroso, y entonces gritó a sus tropas, desafiando a la caballería solámnica que se aproximaba.
Luego, se agachó y desapareció.
Los jinetes solámnicos que iban delante se quedaron boquiabiertos y escudriñaron las líneas enemigas, pero Fordus se había desvanecido, haciendo honor a la leyenda que le otorgaba ciertos poderes sobrenaturales. Entonces, de repente y casi al unísono, cayó una lluvia de flechas y piedras sobre los desprevenidos soldados istarianos, quienes levantaron sus escudos para hacer frente a aquella violenta emboscada, olvidándose por completo del comandante de los rebeldes.
Mientras tanto, Fordus se arrastró entre la hierba agitada por el viento; se movía con gran rapidez para alcanzar la franja de tierra de nadie que se desplegaba en medio de los dos ejércitos, y adentrarse por sorpresa entre la caballería solámnica. El oficial rebelde se escurrió con mucho sigilo entre una gran agitación de patas y enormes cuerpos equinos, y se dirigió a una velocidad casi sobrehumana hacia el flanco oeste de su ejército, donde se encontraba Alanda, quien permanecía escondida justo al lado derecho de las tropas istarianas; mientras, su halcón trazaba grandes círculos por encima de ellos como un auténtico predador solitario.
Fordus, corriendo con un instinto y una seguridad asombrosa, esquivó las primeras legiones istarianas y el estrépito de sus trompetas silenciaba sus suaves pisadas sobre el árido terreno. Aquél era el momento de la batalla que más le agradaba, cuando el desconcierto se adueñaba por primera vez de las filas enemigas y sus veloces piernas, un don de los dioses, se desplazaban de un lado a otro del campo de batalla con la rapidez y agilidad de un antílope o del leopardo que lo persigue.
Corría a tal velocidad, que aquéllos que lograsen sobrevivir dirían con toda seguridad que Fordus Alma de Fuego era capaz de estar en dos o incluso en tres sitios a la vez, que no era un ser humano, sino una criatura superior, el príncipe del aire y del tiempo cambiante.
Agachándose todavía más para ocultarse entre las susurrantes ondas del mar de hierba, Fordus se dirigió hacia la última tropa de la caballería enemiga, y pasó tan cerca que rozó el blanco costado de una yegua del ejército solámnico. A continuación, se precipitó hacia las praderas más alejadas pero, de repente, dos siluetas sombrías emergieron de la ondeante vegetación.
La infantería istariana. Hombres armados con espadas.
Con un movimiento limpio y preciso, Fordus tiró de una de las hachas arrojadizas que colgaban de su cinturón y, sin necesidad de levantarse del suelo, la lanzó con un gesto rotativo directa a la cabeza del hombre que se encontraba a su derecha. El filo del hacha impactó mortalmente debajo de la barbilla del soldado, y siguió girando en el aire dejando tras de sí un reguero de color rojo intenso, para clavarse finalmente en medio de la espalda del otro hombre. Los dos soldados se quedaron pasmados y se desplomaron sobre sus rodillas, con los brazos sacudiéndose grotescamente a los lados. Sus ojos ya estaban vidriosos cuando Fordus pasó entre ellos y recuperó su hacha sin encontrar resistencia.
Justo en el instante en que por fin Fordus alcanzó sus tropas, oyó detrás de sí el grito de guerra solámnico al cual los que-naras respondieron con un alarido estremecedor. Entonces, retumbó por todo el campo de batalla el estridente sonido de las trompetas de la infantería istariana seguido del repentino impacto del metal contra el metal a medida que los soldados enemigos se aproximaban y se producían los primeros enfrentamientos.
Incorporándose totalmente, Fordus observó con sigilo por encima de los matorrales cómo la retaguardia del ejército istariano rompía filas para lanzarse al fragor de la batalla. Los estandartes del enemigo aparecían y desaparecían de su vista, hasta que el último de los soldados se adentró entre los altos matorrales cegado por llegar hasta el mismo corazón de la batalla. La nube de polvo arrastrada por el viento se dirigió hacia la llanura, justo en el momento en que el enemigo había logrado alcanzarla.
Fordus soltó una risita queda. Todo estaba saliendo de acuerdo con sus planes. En cinco minutos, quizás incluso menos, los dos flancos de su ejército se alzarían de sus escondites y asaltarían a los soldados istarianos por la retaguardia. Las tropas enemigas, atacadas por todas partes, cegadas y respirando con dificultad, tendrían que luchar contra la sorpresa y el caos, además de combatir contra varios centenares de rebeldes expertos en este tipo de situaciones.
Se había preparado una trampa, y el enemigo había caído de pleno en ella. Todo había sido magnífico, impecable y rápido, como la precisión de un hacha lanzada con pericia. Además, había resultado igual de sencillo.
En cuestión de minutos, la batalla estaría decidida, aunque la tormenta de arena no cejó de rugir ni un segundo durante todo el atardecer.
Cuando la doceava legión istariana alcanzó el centro de las filas rebeldes, Luz de Relámpago se desprendió de su disfraz de roca e hizo una señal a sus tropas. Desde uno de los flancos, las fuerzas que-naras atacaron por sorpresa a las últimas reservas enemigas, blandiendo las armas tradicionales de las llanuras, es decir el arco, las boleadoras y el afilado kala con la hoja en forma de gancho. Indefensas ante aquella nueva embestida, las tropas istarianas se quedaron absolutamente paralizadas. Los legionarios dejaron caer la pica y la espada, el escudo y las hachas, y huyeron a toda velocidad de las peligrosas tropas bárbaras y de los valientes guerreros de las Llanuras.
Luz de Relámpago, valiéndose tan sólo de sus manos y de sus pies como armas, se adentró entre las filas istarianas. El elfo pasó junto a un soldado de pelo canoso armado con una espada y derribó a un lancero con un golpe certero de sus manos. Dos mercenarios se precipitaron hacia él, pero Luz de Relámpago se escurrió entre la desconcertada pareja, y luego el elfo, con un movimiento preciso y poderoso, lanzó sus pies directos contra sus caras. Entonces, Luz de Relámpago aterrizó de nuevo sobre el suelo y cogió impulso para dar un salto más y, en la nueva arremetida sus pies impactaron en el cuello de otro lancero. La jabalina del soldado se rompió al caer al suelo y atravesó su cuerpo, terminando de este modo el trabajo que Luz de Relámpago había comenzado.
El elfo cogió una profunda bocanada de aire y miró a su alrededor. El general Josef Monoculus, montado sobre su caballo, presenció el ataque de Luz de Relámpago e intentó inútilmente ordenar a sus tropas que formaran de nuevo. El general desenfundó su antigua espada solámnica para hacer frente al ataque del enemigo.
Con un salto espectacular, acompañado de un grito, Luz de Relámpago dio una voltereta en el aire y sus pies fueron a dar brutalmente contra el casco que protegía la cabeza del general. Con un débil gemido y la mirada desenfocada, el comandante de las tropas istarianas cayó como un pesado fardo de la silla de montar. Luz de Relámpago, aprovechando la situación, montó sobre el caballo y alzó un estandarte roto de las tropas enemigas para obligar a los soldados vencidos a concentrarse en aquel lugar, justo en el centro del campo de batalla, mientras se reía y entonaba una antigua canción abanasinia de guerra.
Sus hombres dieron grandes gritos de júbilo cuando vieron a Luz de Relámpago sobre el caballo del comandante recién derrotado, y descendieron de los lugares donde se hallaban para ayudar a rematar desde el flanco contrario a aquellas tropas ya sin líder y acabar rápidamente con ellas a medida que se abalanzaban sobre las líneas enemigas, ya totalmente desordenadas.
Desde lo alto de su posición privilegiada, Fordus observaba un tanto distraído cómo sus hombres y la tormenta iban acorralando a las desconcertadas tropas de Istar.
El líder vio al halcón de Alanda descender hacia un lejano pastizal y cómo un arquero enemigo levantó su arco apuntando hacia aquella criatura… Entonces, en un asombroso acto de magia, que deslumbró al propio líder de los rebeldes, Lucas se transformó en una bola de fuego, en un astro rojo y ámbar, como si el propio sol se hubiese abierto y engullido al pájaro.
Con toda seguridad, el halcón regresaría más tarde de las alturas y contaría a Alanda cómo los istarianos habían huido despavoridos del desierto.
Pero mientras la gran llama dorada se alzaba hacia las alturas, uno de los caballeros de las tropas solámnicas logró escapar de todo aquel caos y huir galopando hacia las montañas, en dirección norte, en busca de un lugar seguro.
En dirección Istar y en busca de refuerzas, instó la muchacha, moviendo los dedos frente al rostro de Fordus. Tan sólo hay un hombre que puede correr más que los caballos, que el viento y que la luz, pero…
Fordus, que se sintió aludido por las palabras de Alanda, recobró la compostura y descendió del montículo a grandes zancadas, ganando velocidad a medida que se acercaba a la llanura. El líder de los rebeldes cortó en ángulo para interponerse en el camino del jinete que huía cabalgando, y entonces echó a correr con todas sus fuerzas, cruzando el campo de hierba seca a una velocidad asombrosa.
A lo lejos, Alanda observaba maravillada aquel espectáculo, y comenzó a entonar una canción hasta que el ritmo del tambor y la cadencia de su voz fue una sola cosa; daba la impresión de que marcaba los latidos del corazón de Fordus mientras se aproximaba más al jinete.
Cuando el caballo rehusó cruzar el banco del seco riachuelo que tenía ante él, el jinete se vio obligado a tirar él mismo de las riendas del animal para obligarlo a bajar la dura y pronunciada pendiente, perdiendo con ello un tiempo precioso.
Fordus corrió a gran velocidad hasta el banco del río y, cuando se encontró a tan sólo quince metros de aquel soldado enemigo, cogió su hacha y la lanzó. El arma surcó el aire con un inquietante silbido hasta que alcanzó al jinete, haciendo blanco entre el casco y el peto.
Sin exhalar siquiera un gemido el hombre se desplomó sobre la silla y el pesado yelmo solámnico salió despedido de su cabeza.
No era un caballero. No era más que un muchacho de quince años, si es que los había cumplido.
Alanda, desde lo alto de un montículo situado a unos mil metros, vio al muchacho desmoronarse de la silla y el fino hilo de color rojo que le brotaba del cuello y salpicaba la arena.
El tambor pareció tornarse frío y extraño bajo los dedos de la muchacha, y sus manos se dejaron llevar por el ritmo de un sonido triste y afligido.
El ataque lateral de los rebeldes había logrado rematar a la impotente infantería istariana.
A primera hora de la tarde, cuando el aire hubo amainado y la arena descansaba de nuevo en su lugar, el general Josef Monoculus, con un aparatoso vendaje sobre el ojo derecho, y apoyándose entre dos soldados istarianos también heridos, rendía su espada a Fordus Alma de Fuego. No más de doscientos istarianos habían logrado sobrevivir, los prisioneros iban a ser llevados hacia la frontera del desierto y allí serían liberados y obligados a viajar, a pie y sin armas, los cincuenta kilómetros que los separaba de Istar. La arena de la tormenta ya había cubierto a los muertos.
Luz de Relámpago pensó en la dura caminata a través de la llanura que tenían por delante, y dirigió la mirada hacia los soldados vencidos. Muchos no sobrevivirían; el hambre, la sed y el cansancio acabarían con la mayoría de ellos, y los animales salvajes y los proscritos también mermarían su número. Pero incluso si tuviesen un regreso seguro a Istar, no significaría que su sufrimiento hubiese terminado, ya que muchos de aquellos hombres caerían víctimas del grashaunts, una extraña locura que afectaba a aquéllos que habían permanecido durante demasiado tiempo en la llanura y en espacios abiertos. Los infelices que sufrían de esta insólita dolencia creían percibir que el mundo que los rodeaba se expandía, como si al estar demasiado tiempo alejados de sus hogares y de sus amigos, las distancias hubiesen aumentado, y creían por ello que jamás encontrarían el camino de vuelta. Estos hombres enajenados regresarían a Istar, pero permanecerían para siempre encerrados entre las paredes de un cuartel, de un cubículo o de una celda, y se irían consumiendo poco a poco, mirando fijamente a través de la ventana de su prisión a un mundo incierto que se alejaba cada vez más.
Era cierto. Fordus trataba a sus prisioneros con dureza. El camino que aparecía ante las tropas de Istar derrotadas era uno de los más peligrosos. Pero no injustamente, ya que, sin duda, las llanuras los tratarían mejor de lo que lo iban a hacer sus camaradas y oficiales que aguardaban su regreso a la ciudad.
En Istar no había cabida para el fracaso o la debilidad y ¿qué era la derrota sino fracaso y debilidad?
Luz de Relámpago observaba preocupado a su comandante mientras se frotaba el brazo amoratado como consecuencia del enfrentamiento con un soldado solámnico grande y protegido con coraza. Fordus tenía la mirada perdida en algún lugar más allá de las derrotadas tropas solámnicas, de los taciturnos soldados istarianos… en algún punto en el horizonte donde no podía alcanzar la vista de ningún hombre.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Luz de Relámpago. Fordus se había marchado de nuevo a aquel lugar donde ninguno de ellos, ni tan siquiera Alanda con su voz y su tambor, podía seguirlo. Cuando aquellos ojos azules como el mar se clavaban en la distancia, a veces incluso parecía que la vida que había en ellos se desvanecía. Brillaban como el hielo, como el vidrio tallado, como los cristales que se elevaban en medio de las salinas del desierto y no había ni el más mínimo calor en ellos, ni tampoco parecía haber ningún corazón tras el brillo de aquella mirada. En esas ocasiones, Luz de Relámpago era incapaz de saber lo que Fordus quería o qué era lo que estaba mirando.
—Acepto la rendición del general Josef Monoculus —dijo Fordus en un tono monótono, al tiempo que la mirada embelesada de todos sus hombres se clavaba en su rostro impasible y curtido por el viento—. Y acepto también la rendición de sus tropas.
Hizo un gesto elocuente con las manos ante los rebeldes allí reunidos.
—Y dejemos que aquéllos que han perdido amigos queridos —continuó— se consuelen pensando que las bajas han sido pocas en mi causa justa y gloriosa.
Por un momento pareció que su voz se desvanecía, arrastrada por un viento del norte y transportada hacia las montañas para perderse finalmente en medio de una tenue brisa en algún lugar desolado.
Luz de Relámpago miró a su comandante fijamente. «¿Que se consuelen pensando que las bajas han sido pocas?».
«¿Su causa justa y gloriosa?».
En aquel instante, Fordus se irguió, imponente, ante el herido oficial Josef Monóculos y los temblorosos ayudantes que lo acompañaban.
—Y mañana, a esta misma hora —continuó Fordus—, concederé a estos hombres la libertad sin condiciones.
Bajó sus ojos de color azul mar hasta el general y lo miró con suavidad, casi afectuosamente.
«¡Por fin! —pensó Luz de Relámpago con un repentino y extraño alivio—. Fordus está de nuevo entre nosotros».
—Señor, sus armas serán… confiscadas —explicó Fordus con tranquilidad y amabilidad—. Pero se les permitirá conservar sus armaduras y las provisiones, y que Chislev y el amanecer los guíe.
—Ya sé cómo encontrar el camino de regreso en medio de este maldito desierto —respondió el líder de los soldados solámnicos con un gruñido.
—Encuéntrelo entonces, con mi bendición —le contestó Fordus.
El líder de los rebeldes sonrió con aire ausente y una marcha lenta y lúgubre comenzó a surgir del tambor de Alanda.
Los soldados de caballería escoltaron a su comandante hasta el centro del lugar donde se encontraban sus hombres, quienes totalmente desmoralizados tras la derrota amontonaron sus armas a los pies del inconsolable general.
En Istar le esperaban los Juegos, la siniestra lucha a muerte de gladiadores contra bárbaros, enanos e irdas. Sin duda, la fortuna de Josef Monoculus había cambiado.
En las palabras de Fordus había algún mensaje, alguna moraleja, pero sólo los más sabios y eruditos podían desvelar su significado. Luz de Relámpago, al no ser ni una cosa ni la otra, optó por subir al montículo y observar tranquilamente la puesta de sol, y permitir que sus pensamientos se sosegasen bajo la cálida luz que acariciaba su rostro mientras se dejaba llevar por el rítmico compás del tambor de Alanda.
Fordus se acomodó en una sombra mientras el sol comenzaba a ponerse.
Un joven bárbaro, entrenado durante un año para convertirse en ordenanza del comandante, se sentó junto a él para desabrocharle las botas y Fordus se reclinó, meditabundo, con las manos enlazadas bajo la cabeza.
¿Una canción para animarte?, le preguntó Alanda mediante señas. Había unos versos que había reservado para ese día, para esa victoria, y quería aprovechar los últimos rayos de sol para cantarlos.
—Alanda, esta noche prefiero no escuchar canciones alegres —murmuró Fordus.
La melancolía le había invadido después de haber derribado al jinete de la armadura. De hecho, se había quedado observando el cuerpo sin vida del muchacho, su cabello rubio manchado de sangre ondeando tristemente en medio del aire cálido y susurrante, mientras el caballo vagaba perezosamente por el lecho seco del riachuelo.
Cuando Lunitari comenzó a aparecer por encima de las praderas tiñendo de púrpura los campos de la llanura con su luz oblicua y extraña, Fordus regresó de nuevo al presente.
—Estoy cansado de lo demasiado fácil —dijo en voz alta.
Alanda ladeó la cabeza en un gesto de alerta y echó mano a su tambor.
—Esta noche no hay canciones sobre Fordus Alma de Fuego —le dijo a la muchacha.
»Canta a Huma —le apremió Fordus—. Él tuvo a quien enfrentarse, alguien que puso a prueba su corazón e inteligencia y también su fuerza. Canta a Huma.
Alanda golpeó con sus pequeñas manos el borde de su preciado tambor y comenzó a cantar:
De uno de los pueblos de los numerosos condados,
surgido de la tumba y de la tierra, de la tierra y de la tumba.
Donde esgrimió su espada por vez primera en las danzas crueles de la niñez…
Alanda tenía una voz intensa, un instrumento fuerte y poderoso capaz de borrar la percepción del tiempo y del espacio. Fordus cerró los ojos y se dejó llevar por aquella antigua historia, que seguía su curso gracias a la hábil narración de la muchacha.
—Aquéllos hieran grandes tiempos —dijo Fordus, cuando la canción terminó y el tambor enmudeció tras el último golpe que se desvanecía en el aire—. Tiempos de grandes gestas, en los que las historias perduraban más allá de la vida de los hombres.
»Ahora estamos viviendo una época mezquina, Alanda. Los grandes villanos han desaparecido y también los grandes héroes. Ahora, ¿quién podrá enfrentarse a mí?
Los dos permanecieron en silencio acompañados por la luna roja que comenzaba a despuntar y a iluminar las tiendas de los Hombres de las Llanuras. Sobre sus cabezas se encontraba Lucas, trazando los últimos círculos en el aire antes de que cayese la noche, los postreros rayos ambarinos del sol poniente reflejándose en las puntas de sus alas como ruegos de Santelmo.
—Josef Monoculus es un estúpido —afirmó Fordus—. Igual que todos los oficiales istarianos y que todos los famosos y admirados oficiales solámnicos. Aunque quizás el Príncipe de los Sacerdotes…
Se apoyó sobre los codos y se quedó mirando a Alanda con impaciencia.
—Quizás el Príncipe de los Sacerdotes —dijo de nuevo—. Él es un enigma que domina a un gran ejército. No es sólo un hombre, es una idea formidable y extraordinaria.
»Además él, al igual que yo, habla con los dioses. O al menos eso es lo que dicen los istarianos.
Fordus comenzó a mesarse la barba rojiza con aire pensativo.
—Rezo para que sea digno de mí —prosiguió—. Un hombre debe tener grandes adversarios cuando sus amigos son insignificantes. Si no tiene amigos ni tampoco enemigos con los que poder medir su noble espíritu, se encuentra atrapado. Y se ve obligado a embrutecerse en su confinamiento.
»Sin un enemigo digno, el mundo es un maldito lugar yermo.
Durante un largo rato, Fordus se dedicó a observar detenidamente cómo el campo que se extendía ante él iba oscureciéndose a medida que el sol desaparecía de su vista, y cómo, en cambio, la presencia de la luna roja cobraba protagonismo en el cielo del desierto.