18

La Vieja Muralla se desvanecía en la oscuridad que dejaba tras él, y Vincus comenzaba a vislumbrar el primer campamento que se levantaba a la orilla del lago.

Durante un momento, el joven esclavo se detuvo entre las sombras, perplejo ante aquel espectáculo.

Aquel campamento era como Arrabal, Barrio Oeste, Los Muelles, o como cualquier otra comunidad miserable en la que vivían los mendigos y en las que se trabajaba el resplandeciente mármol que se utilizaba en la ciudad. Aquí también había tiendas de campaña, cobertizos, restos de hogueras e incluso barriles que daban cobijo a los más pobres entre aquel montón de pobres.

En un instante desconcertante, Vincus pensó que de alguna forma inexplicable había regresado a la ciudad.

Pero no, a su espalda se levantaba la Vieja Muralla. Si se alejaba del campamento y miraba con atención hacia la ciudad, podía vislumbrar el contorno de las decadentes almenas, tan decrépitas y mugrientas como los dientes podridos de un viejo animal.

La gente, ataviada con harapos, se movía de un lado a otro del campamento, acercándose y alejándose del calor de las hogueras. Quizá lo que Vincus había visto desde el tejado de la cervecería no había sido más que una ilusión.

A lo mejor el mundo era la ciudad, era Istar.

De repente, todo el campamento que se extendía ante sus ojos, el cual antes había visto de una manera fugaz desde el tejado de la cervecería y bajo la luz de la luna, parecía otro lóbrego laberinto cuyos pasillos y caminos no conducían a ninguna parte. Pero, a medida que Vincus pasaba de un extremo del campamento al otro en su camino hacia la orilla, la imagen del lago y de sus oscuras aguas, y del horizonte al fondo, irrumpió con más fuerza en su mente.

«Tan sólo había una hora de camino a pie —se dijo a sí mismo—. Llegaré al lago en menos de una hora».

Pero el camino resultó ser más largo de lo que había pensado.

Al final de la noche, cuando las hogueras de los campamentos que había dejado atrás habían quedado reducidas a un montón de cenizas y el camino que tenía ante él era tan negro como la boca de un lobo, Vincus se vio obligado a deslizarse dos veces por detrás de las tiendas de campaña para esconderse de las patrullas de un escuadrón de la guardia istariana.

—Rebeldes —susurraron unas voces—. Fordus.

Al joven muchacho, en medio de aquel murmullo de voces y del traqueteo de las armaduras, le pareció oír una vez el nombre del druida. Vincus se echó hacia adelante y, apoyado sobre un pringoso trozo de lona, escuchó atentamente para ver si podía enterarse de algo más. Por fin, el ruido del escuadrón se desvaneció y, al cabo de pocos segundos, el muchacho apareció de detrás de una de las tiendas y echó a correr rezando para sus adentros una ancestral oración de salvaguardia.

Debieron de ser esas oraciones las que lo protegieron del peor de los destinos apenas una hora antes del amanecer, cuando pasó inadvertido ante una compañía de jinetes istarianos que, afortunadamente, estaba dirigida por un comandante tan distraído que nunca se le ocurrió mirar hacia arriba, en dirección a las ramas de vallenwood sobre las que colgaba Vincus como un pájaro gigantesco y terrible recién huido de su jaula.

Bajo la luz violeta del amanecer, las tiendas y los escombros dieron paso a los cementerios, a los grandes campos santos que bordeaban la parte meridional de Istar. En aquel momento, más allá de los dispersos monumentos blancos acariciados por los primeros rayos del sol, Vincus vio por fin un azul titubeante que surgía de la oscuridad, y percibió también el olor de las aguas del lago Istar que apenas unas horas antes había divisado desde la azotea de la cervecería.

«Es cierto —se dijo a sí mismo mientras se apoyaba contra una piedra de mármol—. Realmente, hay un lago y también montañas más allá de los edificios de la ciudad.

»Fordus debe de estar en algún lugar donde no me alcanza la vista. Me hace feliz saber que todavía puedo creer en algo».

Y, por primera vez en años, logró descansar de verdad, liberado de sus temores y de los peligros de Istar.

Al anochecer, el joven encontró el bote que Vaananen había dejado atado a un sauce junto al lago. Poco a poco y con movimientos torpes, pues era la primera vez que subía a un bote o a algo que se le pareciese, Vincus se dirigió hasta el centro del lago, donde comenzó a trazar círculos sin rumbo, remando cada vez con más frenesí a medida que el lejano repicar de una campana anunciaba la caída de la noche.

No podían encontrarlo en aquel lugar por la mañana. Tenía que intentar llegar a la otra orilla.

En aquel punto, Istar y las montañas parecían equidistantes, ambas no eran más que oscuras formas amenazantes. Finalmente, exhausto de tanto remar, de dar vueltas y de procurar orientarse por las estrellas que aparecían y se escondían entre las nubes, Vincus se tumbó en el suelo del bote.

Se prometió que tan sólo sería por unos minutos, una hora como máximo. Pero cuando se despertó, era ya mediodía. La embarcación se había deslizado hasta el otro extremo del lago y los pies de las montañas aparecieron tentadores ante sus ojos.

Vincus dio las gracias a los dioses que cuidaban de aquellas aguas y de los imprudentes que se aventuraban a cruzarlas, y enseguida le dio un puntapié al bote con la intención de mandarlo de vuelta a la orilla istariana. El muchacho subió por un estrecho sendero y, a media tarde, se percató de que estaba a gran altura, en la boca del paso del Oeste, desde donde se divisaba, en lontananza, la ciudad.

De los tres pasos que se adentraban por la cordillera istariana, tan sólo el del Oeste se libraba del sterim, el fuerte viento del desierto que parecía ganar más furia a medida que ascendía por las montañas. Si Vincus hubiese viajado por el del Este o por el paso Central, sus probabilidades de supervivencia hubiesen sido mínimas.

«Vaananen lo sabía», pensó Vincus.

En aquel momento, cobraban sentido las veces que el druida le había hablado incansablemente sobre ello. Aunque lo cierto es que cuando Vincus se despertó en la orilla sur del lago, se sentía tan desorientado que no estaba completamente seguro de si el sendero que había escogido lo conduciría al paso del Oeste o al paso Central.

Entonces, de pronto, a la entrada del paso comenzó a ver gencianas y edelweiss, flores resistentes y típicas de las montañas, pero que no resistían las tormentas.

«Aquél tiene que ser el paso del Oeste», pensó Vincus, y se adentró por aquellas montañas traicioneras a través de la única ruta segura, felicitándose a sí mismo por las habilidades montañeras que acababa de demostrar.

Por fin, tres días más tarde, Vincus desembocó en la cara sur de las montañas y pensó que la parte más dura del viaje ya había terminado. El joven siguió feliz su camino en dirección sur, con la última comida que le quedaba como único equipaje y el valiosísimo libro que le había dado Vaananen.

Cuando el sol se ponía, Vincus alcanzó la cima de un montículo y miró hacia abajo, hacia un valle silencioso y sombrío en el que árboles talados y raquíticos alfombraban una cuenca gris en medio de las llanuras. Para los ojos urbanos de Vincus, parecía como si en un tiempo remoto aquel terreno hubiese sido arrasado por un fuego o por un viento poderoso. Los troncos de los árboles presentaban una costra de sal y arena, y también destellos opalescentes, y la visión de aquel paisaje supuso un cambio agradable en las monótonas praderas.

El suelo del lugar que escogió para acampar estaba lleno de ramas de olmo y sauce, y recogió unas cuantas para encender un pequeño fuego bajo la luz del atardecer; finalmente, se tumbó en lo que antes debió de haber sido una arboleda de vallenwoods.

Durante su merecido reposo, Vincus decidió que, a partir de aquel momento, viajaría de noche. Había llegado a la conclusión de que le resultaba más fácil orientarse con las estrellas y, además, sería más difícil que lo descubriesen.

Con una sonrisa de satisfacción, apoyó la cabeza sobre un tronco ennegrecido de sauce. De repente, Vincus se sintió muy fatigado, y sus pensamientos regresaron a la ciudad.

¿Cómo se llamaba?

Istar, sí eso era.

Por un instante, le pareció que algo no iba bien, que debería haber recordado el nombre con más rapidez y facilidad. Pero su mente enseguida dejó de lado aquel breve e insignificante episodio, y comenzó a quedarse dormido.

Mientras descansaba le pareció que el collar le aprisionaba de nuevo el cuello, y Vincus se agitó inquieto.

Aquel terrible artilugio le apretaba cada vez más, y finalmente el joven se despertó sobresaltado.

Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que las ramas secas de sauce le habían rodeado el cuello, apretándoselo y aprisionándoselo hasta casi estrangularlo.

El sauce negro, una extraña planta carnívora, adoptaba la forma de tronco o de árbol para atrapar a aquellas criaturas desprevenidas que se recostaban sobre sus múltiples tentáculos en forma de rama.

Vincus, al fin y al cabo un muchacho de ciudad, jamás había visto un monstruo así, y cuando el sauce lo aprisionó, él luchó inútilmente por deshacerse de aquel enemigo, así como de la modorra que lo embargaba. Parecía que la planta le cantaba una misteriosa y peligrosa nana, la cual Vincus, a pesar del miedo que lo atenazaba escuchaba atentamente.

De entre los pliegues de su ropa sacó una de las mitades del collar de plata, una media luna creciente que resplandeció bajo la luz de las estrellas. Desesperado, y agotando sus últimas fuerzas, Vincus serró la rama más grande con el borde metálico y afilado, hasta que una savia negra, pegajosa y fría como la sangre de un reptil, comenzó a gotear sobre su zarcillo y también sobre su pecho.

La rama de sauce dejó escapar un chillido agudo y apagado, y por unos instantes lo liberó. Pero unos instantes fue todo lo que Vincus necesitó, ya que aprovechó la oportunidad y huyó del monstruo, acarreando con dos ramas más pequeñas que se le habían enganchado en el hombro. Vincus se alejó de la arboleda y se acuclilló sobre la hierba seca para recuperar el aliento, mientras se acariciaba los largos cortes y arañazos del brazo provocados por los latigazos de los flexibles tentáculos de la planta.

De repente, todo se hizo claro. La propia naturaleza podía matarlo.

A partir de ahora, una vez captado el mensaje, Vincus pensaba extremar las precauciones. El muchacho guardó de nuevo la media luna plateada —la cual acababa de descubrir que era una excelente arma— entre los pliegues de la ropa, y planeó sus próximos pasos para la noche: proseguir su viaje bajo la luz de la luna.

Todo sería más seguro, mientras el desierto entero dormía.

Bastantes meses atrás y después de la insistencia de Vaananen, Vincus estudió un mapa de las llanuras. El druida había distribuido de forma meticulosa las piedras de meditación que componían su jardín mágico; la roja Lunitari representaba las montañas y la blanca Solinari las llanuras que se extendían más allá de la cordillera. Lentamente y con absoluta precisión, el druida había trazado con el dedo la ruta más segura y luego, vigilando al joven sirviente, instaba a Vincus a que lo registrase todo en su memoria.

En aquel momento, Vincus se arrepentía de no haber prestado más atención. ¿Las tropas estaban en el sudoeste de la ciudad, o Vaananen le había dicho «avanza en dirección sur-sudoeste»? ¿El campamento estaba a ocho kilómetros de la frontera del desierto o a nueve?

No podía recordarlo.

Vincus escaló un pequeño montículo y ascendió a un punto alto en aquel inmenso y liso paisaje. Las praderas se extendían a su alrededor, infinitas y uniformes, mientras el susurro del cálido viento se colaba entre la hierba seca. Incluso desde aquel mirador privilegiado, Vincus no logró ver nada más que praderas.

Nada a excepción de una sombra que flotaba en el lejano horizonte, al sudoeste, una nube quizás, o un espejismo, pero como mínimo algo interrumpía aquel enorme mar de hierba.

Vincus entrecerró los ojos, y mantuvo la mirada durante un buen rato en aquella dirección, aunque no logró ver nada más que una mancha negra, amorfa y movediza.

Cuando cayó la noche, el cielo estaba encapotado. Solinari y Lunitari, los dos únicos puntos de luz en medio de aquel inmenso cielo gris pizarra, aparecían y desaparecían.

Vincus sabía que la cola de la constelación de Sargonnas era la estrella que le marcaba el camino, la que lo conduciría hasta el mismísimo corazón del desierto. Pero, cuando faltaba poco para amanecer, según como mirase, aquellas constelaciones parecían diferentes, casi irreconocibles. Los precisos mapas del cielo que Vaananen había dibujado para él se habían borrado de su mente y, en su lugar, no había más que caos, oscuridad y luces titubeantes.

El cielo rojo de la mañana restableció el este y Vincus se dio cuenta de que, durante la noche, se había desviado de su camino y había deambulado, en medio de aquellas llanuras infinitas, en dirección oeste. El joven se sentó sobre un pequeño montículo de piedras y sus manos expresaron un juramento. Totalmente abatido, apoyó la barbilla sobre las manos mientras contemplaba cómo temblaba el horizonte y se alejaba anunciando la llegada de otro día incierto.

Se sentía desfallecido y, tras desayunar parte de las provisiones que había traído de Istar, sintió que la gravedad de la situación disminuía.

Pronto se vería obligado a procurarse la comida, la carne, las raíces y el agua en aquel inhóspito territorio. Equipado tan sólo con un cuchillo y con triviales conocimientos sobre plantas comestibles, Vincus, en los días sucesivos, tendría que hacer frente a un hambre todavía más feroz.

Eso si los soldados istarianos no lo atrapaban antes.

Vincus sacó su cuchillo lentamente e hizo unos dibujos sin sentido sobre la arena seca. Llegó a pensar que Istar y la esclavitud eran menos malos que aquella situación, y una ira repentina contra Vaananen se apoderó por unos instantes de sus pensamientos, contra el druida y contra todas sus intrigas y fervorosas ideas.

¡Fordus! Vaananen había creado aquellos rebeldes a partir de arena y piedra. No eran más reales que… la libertad de Vincus.

El muchacho miró hacia el suelo, y se dio cuenta de que, de forma inconsciente, había trazado los cinco jeroglíficos sobre la dura superficie del suelo.

No, si había llegado hasta allí, no podía abandonar.

En aquel preciso instante, un halcón gritó en lo alto, y Vincus levantó la mirada.

Lucas llevaba más de una hora trazando círculos sobre los vapores de la mañana. Sus plumas rojas resplandecían bajo los primeros rayos de la mañana y sus alas angulosas se ladeaban suavemente a medida que marcaba la grácil trayectoria de su vuelo.

A primera hora de la mañana, su dueña lo había enviado a que se buscara comida y explorara el terreno, no sin antes haberle susurrado un canto de regreso al oído. Lucas trazó un arco sobre el altiplano, luego giró al este y sobrevoló las Lágrimas de Mishakal con un vuelo raso, antes de ganar altitud y adentrarse en las praderas, donde la caza era fácil y el ejército istariano se movía con dificultad.

Encontrar a un hombre solitario sentado en medio de aquel territorio era algo insólito, por lo que Lucas se quedó mirándolo con curiosidad.

No era un enemigo ni tampoco un soldado.

Cuando aquel individuo sacó un pequeño trozo de carne del bolsillo, Lucas inmediatamente se hizo con la situación. El halcón también pudo ver los dos trozos de plata en su mano que reflejaban la luz de los rayos del sol.

Era algo más que instinto lo que impulsó a Lucas a seguir trazando círculos y a chillar, y lo que le hizo decidirse a emprender un vuelo raso, casi rozando la extensión de hierba, a no más de cinco metros de distancia del hombre una y otra vez, instándole a que lo siguiese.

En una de sus aproximaciones, el pájaro pasó volando tan cerca de Vincus que éste pudo oír el tintineo de sus pihuelas.

Vincus se levantó y lo siguió.

El pájaro lo había sorprendido con sus vuelos y sus chillidos. De hecho, el halcón no había dejado de volar de norte a sur una y otra vez, y de soltar gritos agudos para llamar su atención.

Vincus se rió de sus propios pensamientos.

Si realmente creía que un pájaro le traía un mensaje, sin duda significaba que empezaba a sentir la soledad del desierto, se dijo a sí mismo.

Aun así, seguro que el pájaro sabría dónde encontrar agua y buena caza.

Así que Vincus lo siguió durante una mañana, sin perderlo de vista un instante. El pájaro iba y venía, trazando círculos cada vez más pequeños, lo que le hizo pensar que el animal se comportaba de una manera atenta, como si quisiera protegerlo. A lo lejos, en dirección oeste, una columna de humo flotaba en el horizonte: era la misma sombra gris que Vincus había visto el día anterior. Entonces lo que había visto no fue un espejismo, sino las hogueras que rodeaban un campamento.

Istarianos. Si hubiese sido un poco más listo, no hubiera necesitado seguir al halcón para ir al campamento, y Vincus se estremeció de pensar lo que podía ocurrir.

El muchacho aceleró el paso mientras escrutaba el cielo en busca del halcón, el cual se había convertido en su guía.

A lomos de su caballo y protegiéndose los ojos de la luz del atardecer, el sargento observó a un hombre, que caminaba penosamente, a los pies de las montañas y atravesaba por el borde de las secas y ondulantes praderas.

Un hombre solitario se acercaba a pie.

El sargento hizo una señal con la cabeza a sus otros tres compañeros, soldados diestros con la espada y todavía más hábiles a caballo. Ataviados con ropa de algodón de tono marrón pálido y el típico kayffiyeh rojo —una especie de turbante—, los soldados istarianos del desierto, montados sobre caballos ruanos y rodeados por un sol cegador, se entremezclaban con el paisaje marrón hasta hacerse prácticamente invisibles, guerreros de espejismo en la cima de una colina.

Respetando su ordenada formación, los cuatro jinetes descendieron del altiplano en dirección al intruso, mientras los caballos se abrían paso en un mar de hierba marrón; alcanzaron a Vincus rápidamente, cuando la hierba dio paso a las llanuras rocosas.

Las pezuñas de los caballos de guerra repicaban sobre el suelo, hacían saltar piedras y levantaban polvo en su camino. Prácticamente rodeado, el viajero se dio la vuelta, alzó las manos y comenzó a comunicarse con una serie de complicados gestos.

¡Es un mago! ¡Está empezando los preparativos somáticos!, gritaron los instintos del sargento, quien desde la extraña muerte de su teniente, el cual desapareció desintegrado víctima de un oscuro hechizo, desconfiaba de los encuentros con hombres solitarios en medio del desierto.

Con un rápido reflejo, fruto de más de doce años de batallas a lomos de un caballo, el sargento se echó hacia atrás en la silla, y tiró bruscamente de las riendas para frenar en seco al animal. Uno de sus compañeros, un hombre joven llamado Parcus, se tambaleó y casi se cayó cuando intentaba sacar su pequeño arco.

—¡No muevas las manos ni un milímetro! —le gritó el sargento—. ¡Si en algo estimas tu vida, permanece quieto!

El muchacho enterró las manos entre los pliegues de la túnica y dos de los soldados desmontaron del caballo y se acercaron a él.

Parcus apuntaba al intruso con una flecha.

Vincus apretó con fuerza los puños bajo la túnica, a medida que los soldados istarianos se aproximaban a él, y agarró las dos medias lunas plateadas escondidas entre la ropa.

Las llanuras no se parecían en nada a las calles de la ciudad, aquí no había sombras, callejones o portales oscuros. Allí, en medio de aquel territorio desnudo y castigado por un sol implacable, no había dónde esconderse.

Vincus había comenzado a rezar cuando oyó los primeros sonidos de los cascos de los caballos, y no había dejado de hacerlo hasta que el arquero lo amenazó con su arma y el sargento lo intimidó con su advertencia.

Seguro que encontrarían el collar roto, seguro que lo…

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el sargento con un tono gélido, sin desmontar del caballo.

Vincus no respondió, no podía responderle, y sus enormes ojos dorados no parpadearon ni una sola vez.

—Acércamelo, Crotalus —ordenó el sargento.

El soldado descabalgó, y agarró a Vincus por los hombros sin ningún tipo de miramientos.

Desde lo alto, propulsado por una corriente de viento, Lucas escrutaba los bordes del desierto, y vio cómo los soldados rodearon al hombre, desmontaron de sus caballos, se acercaron a él y lo arrastraron hacia uno de ellos.

Algo en el interior del pájaro, quizás alguna vieja consigna de su dueña o algo escondido en algún lugar recóndito de su espíritu —ya incluso desde que estaba en el huevo—, lo impulsó a lanzarse a la acción.

Lucas replegó las alas y descendió treinta, sesenta, ciento cincuenta metros. El halcón se precipitó hacia ellos con elegancia y con sus garras curvas y mortales como cuchillos preparadas para el ataque, mientras sus cascabeles y pihuelas anunciaban la trayectoria de su vuelo.

Lucas golpeó al sargento en la nuca, justo en el momento en que éste se inclinaba hacia adelante para interrogar a Vincus. Al instante, el hombre se desplomó con el cuello roto; su túnica quedó desparramada a su alrededor, y su caballo salió disparado y relinchando aterrorizado.

El pájaro se revolvió para conseguir liberarse, ya que las incómodas pihuelas se le habían enredado y enganchado con el tejido de la túnica del sargento.

«Vuela atado. ¡Tampoco es libre!», pensó Vincus, y de alguna manera aquel pensamiento lo inspiró.

En un poderoso arrebato de fuerza, el muchacho, aprovechando el momento de desconcierto, se soltó de los soldados. Crotalus tropezó y se oyó el tintineo de su espada al impactar contra el suelo duro, pero el otro hombre demostró ser más rápido y ágil y, con un movimiento certero, levantó su lanza.

Vincus sacó sus dos armas plateadas, cuyos extremos formaban dos ganchos mortales en cada una de sus manos. Bajo la luz del atardecer, éstas brillaron como cimitarras, como las garras del halcón y, antes de que el lancero pudiera recuperarse, los bordes afilados del collar se clavaron limpia y certeramente en su cuello. Vincus lo empujó brutalmente, y se lanzó con la fuerza de una pantera, sobre Crotalus, quien, en medio de aquel caos, se las había apañado para localizar su arco guardado en algún lugar de la silla de montar.

Lucas, por su parte, logró liberar sus garras enganchadas en la túnica del sargento.

Un grito estremecedor y el batir de unas alas alrededor de su cabeza, forzaron a Crotalus a apuntar alto con el arco, y la flecha pasó rozando el hombro de Vincus, aterrizando a lo lejos sobre la tierra agrietada. El muchacho dio un brinco y se abalanzó sobre Crotalus; ambos hombres forcejearon durante unos instantes sobre el suelo hasta que el segundo trozo del collar de Vincus se clavó en el cuerpo de su enemigo.

El joven se apartó de Crotalus, que exhaló su último aliento, y se protegió la cabeza para evitar una lluvia de flechas desde el punto en el que se encontraba el último soldado. Pero lo que oyó fue un débil grito, y Vincus levantó la cabeza para buscar a su enemigo con la mirada, aunque éste se encontraba ya bastante lejos, cabalgando a toda velocidad sobre su caballo desbocado, seguido de cerca por los otros dos corceles.

Vincus se sintió dolorido, más de lo que en un principio había notado durante el ardor de la lucha.

El halcón, ileso y tranquilo, se acercó de nuevo a él acompañado por la luz del anochecer, y con un chillido comenzó de nuevo a trazar círculos en el aire. El pájaro reemprendió el camino hacia el sudoeste, mientras su vuelo quedaba enmarcado por la luz de Lunitari.

El corazón de Vincus se regocijaba al recordar la habilidad y valentía de aquel animal y, reconfortado por aquellos pensamientos, levantó las manos y lo siguió feliz. Habían luchado juntos; el halcón no lo traicionaría.

Cuando finalmente cayó la oscuridad y las estrellas sembraron el nítido cielo con sus destellos, una luz reconfortante surgió entre las sombras.

Vincus soltó una carcajada y aceleró el paso, mientras empezaba a recordar los dibujos que el druida había trazado para él sobre la superficie del jardín mágico y también las instrucciones que le había dado.

Al menos, Vincus sabía dónde estaba.

El campamento de los rebeldes, arropado por la luz temblorosa de las hogueras, apareció ante él.