17

Pasaron tres días y luego cuatro, y los jeroglíficos seguían intactos en el jardín mágico. En otras ocasiones, siempre se habían desvanecido por sí solos, lo que significaba que su mensaje fue recibido por los rebeldes.

Pero aquella vez, Fordus estaba muy lejos, y la preocupación de Vaananen aumentaba a medida que pasaban las horas. ¿Es que el quinto símbolo no le había obligado a retroceder? Quizás el Profeta se había negado a regresar al kanaji, a la sabiduría que podía salvarlos a él y a su pequeño ejército.

El tiempo de Vaananen tocaba a su fin. El druida sabía que Takhisis iba por él y que sólo era cuestión de tiempo.

Vaananen se sentó sobre la piedra roja del jardín mágico y compuso su último mensaje. El druida cogió con cuidado un pelo negro y sedoso atrapado en uno de los largos pinchos del enorme cacto. Pero el cabello revoloteó con una de las exhalaciones del druida y cayó de nuevo sobre las espinas, pero esta vez quedó totalmente enredado. Durante un momento, Vaananen lo examinó ensimismado, y luego captó una delicada y extraña vibración que recorrió la planta; además se dio cuenta de que durante las últimas horas el cacto se había hinchado, como si la tarde anterior hubiese llovido.

—Igual que el poder del nuevo general —susurró—. Hinchado hasta reventar durante la noche.

Los sacerdotes de Istar se rendían ante aquel nuevo comandante que asumía el mando del ejército. La novena y doceava legiones, dispersas hasta el momento, se reagruparon en menos de un día y recibieron el nombre de la quinceava legión, la cual se unió a la primera, segunda, cuarta y octava en la defensa de la ciudad.

Con el número de soldados con el que contaba la guarnición de la ciudad, en cualquier momento podían mandar partir a tres legiones y aun así dejarían una guardia considerable para defender Istar. En la ciudad se sabía que la célebre sexta legión había llegado; los hexágonos dibujados con carboncillo en las paredes de piedra de los callejones, garabateados en las puertas y colgados en banderas andrajosas, indicaban que la legión quería hacerse notar.

Pronto todos aquellos soldados se reunirían y Tamex tendría su ejército al completo, y la diosa que se escondía bajo su cuerpo podría por fin tomar posesión del mundo.

Vaananen se levantó de la piedra roja.

—Pero todo esto todavía no ha terminado —murmuró el druida, con tranquilidad y firmeza.

En el exterior, casi como si se tratase de una burla, los ruidos lejanos del festival llegaban hasta él desde la plaza del mercado. El druida salió del pequeño jardín y se dirigió al atril, donde garabateó una nota precipitada en un trozo de pergamino. Salió al pasillo y le entregó la nota a un joven paje que pasaba en aquel momento y le ordenó que la llevase a la biblioteca.

—Quiero que el hombre joven y moreno, el que no habla, te dé este libro —susurró Vaananen, y el muchacho se marchó a paso rápido.

Naturalmente, no era un libro lo que esperaba Vaananen.

Vincus llegó minutos más tarde con las manos manchadas de tinta. El joven esclavo llevaba un buen rato copiando los informes que Balandar le había asignado y, cuando llegó, se encontró al druida, como de costumbre, serio y en cuclillas sobre el jardín mágico, pero en aquella ocasión estaba rodeado de linternas como si esperase la llegada de una profunda oscuridad y quisiera que aquella luz estuviese allí para protegerlo de algo funesto y cercano.

Vincus supo inmediatamente que esa vez se trataba de algo distinto, de algo especial.

Vaananen le indicó que se acercase, y el muchacho lo hizo con cautela. Vincus sabía que en aquel pequeño jardín se escondía magia, pero se trataba de una magia silenciosa y profunda, muy distinta a la de fuego y estruendo practicada por los ilusionistas del festival.

Aun así lo mejor era mantenerse alerta.

Con expresión solemne, el druida le mostró cuatro símbolos dibujados en la arena.

—Vincus, tú eres copista —susurró Vaananen—, además muy bueno, según lo que he oído. ¿Tienes buena memoria?

Vincus examinó desconcertado los símbolos, pero su memoria era rápida y aguda. A pesar de que tan sólo había visto una vez los puestos del mercado, podía decir de corrido el nombre del comerciante de cada uno de ellos, el tipo de mercancía que vendía, su país de origen e incluso el color de los banderines de su tenderete.

No, definitivamente no había lapsus en los recuerdos de Vincus. Pero el druida buscaba algo más que memoria, lo que en realidad buscaba era…

Bueno, Vincus no estaba seguro.

Así que el muchacho se encogió de hombros mientras abría y cerraba la mano trazando tres símbolos de forma insegura.

Tengo tan buena memoria como cualquiera, le contestó al druida.

Vaanannen arqueó una ceja y sonrió tristemente.

—Tendrás que hacerlo mejor —susurró—. Eres el único en quien puedo confiar.

Vincus esquivó la mirada.

—¡No, mira! —le apremió el druida, agarrando al joven sirviente por el brazo para mostrarle la hilera de jeroglíficos—. ¿Podrías recordarlos?

Vincus los miró. Las líneas eran simples y claras. Prácticamente las había memorizado, pero aun así…

Despacio, a regañadientes, el muchacho asintió con la cabeza.

Vaananen borró los jeroglíficos.

—A ver, demuéstramelo —le dijo.

Vincus dibujó de nuevo los primeros cuatro símbolos, cosa que le resultó fácil: Frontera del desierto, Sexto Día de Lunitari, Nada de Viento, el Leopardo, y finalmente el quinto símbolo que consistía en dos letras antiguas, de trazo muy elaborado y complejo.

—El último de ellos es el más importante —dijo Vaananen con tono apacible—. Es el que debe conocer Fordus Alma de Fuego, y él se encuentra lejos de la ciudad, en el desierto. Ve en su busca.

Vincus lo miró bruscamente, con incredulidad. ¿Le estaba hablando realmente del mítico comandante de los rebeldes?

—Sí, debes encontrarlo —le confirmó Vaananen con una sonrisa, intentando tranquilizar al joven.

Lo haré, le contestó Vincus mediante señales. Sus gestos fueron determinantes, aunque un tanto audaces. El joven esclavo iría, sí, pero no volvería jamás. Vincus no confiaba en Fordus, ni tampoco en la vida que existía más allá de las murallas de la ciudad.

Vincus se asomó a la ventana en busca de los oscuros vallenwoods, que se desplegaban bajo sus pies y de las murallas de Istar a lo lejos. Vaananen se acercó al muchacho y tocó su collar de plata; un repentino resplandor azul chisporroteó en el aire y pasó rozando la oreja de Vincus, que tembló aturdido.

—Durante años me he esforzado por pagar de forma legítima y legal tu deuda, la deuda contraída por tu padre —le dijo mirándolo a los ojos—. He tenido que luchar contra el Príncipe de los Sacerdotes y acatar las normas que él mismo imponía. Pero ahora, por fin, todas las normas se han roto. Vincus, ve en paz. El collar que llevas mostrará a Fordus quién eres.

El druida sacó dos libros de debajo de la cama y se los entregó al joven, quien les dio la vuelta y abrió uno de ellos.

Aunque el muchacho pudo leer muy poco, comprobó que las páginas viejas y resquebrajadas de uno de los libros recogían una historia, escrita en el difícil alfabeto lucanesti, de dioses y diosas, de herencias y de Istar, y también del legítimo gobernante de la ciudad, el otro era una copia, también escrito en la misma lengua.

—El original es demasiado frágil para viajar —le comentó el druida—, por eso te doy una copia. Palabras antiguas sobre pergamino nuevo. Llévatelo. Pronto alguien preguntará por él y tú sabrás que ésa es la persona a la que tienes que entregar el libro.

Vaananen puso el libro, junto con algo de comida y un cuchillo, en una pequeña bolsa y la puso con fuerza en la mano del joven esclavo.

—Vincus, has cumplido con tus obligaciones —le dijo Vaananen. El muchacho se marchaba algo desconcertado cuando un extraño comentario salió vacilante, casi como una despedida, de la boca del druida—. Bien hecho.

El muchacho descendió presuroso por las enredaderas, huyendo de aquellas palabras.

Vincus deambuló por los alrededores de la plaza del mercado mientras el festival se preparaba para dar por acabado el día. Uno de los comerciantes, un enorme vendedor de vino de Balifor, caminaba con aire cansino de linterna en linterna, para apagar las luces de su puesto.

Cuando el comerciante pasó junto a él, Vincus se ocultó entre las sombras e, incómodo, se palpó el collar plateado. La magia del druida todavía lo angustiaba.

La tarea que le había encomendado Vaananen lo desbordaba. Hasta el momento, el trabajo que le había confiado el druida había sido fácil: encontrar esto, escuchar aquello, hacerle llegar los rumores y cotilleos de los oficiales y, a cambio, Vaananen se aseguraba de que Vincus recibiese la mejor comida y los trabajos menos pesados.

Lo que hiciese el druida con esa información no le incumbía. Hasta aquel momento, las consecuencias no eran su problema, pero la nueva misión lo inquietaba.

Vincus se apoyó contra la pared de mármol que rodeaba la parte sur del mercado de esclavos. Durante el día había deambulado por la plaza del mercado, y nadie pensó que era un espía que cumplía alguna misión.

¡Si lo hubiesen sabido! Nunca hubieran imaginado que aquel extraño muchacho de mirada resplandeciente e inexplicablemente silencioso era digno de confianza para que le confiasen las llaves de una docena de habitaciones, de la biblioteca y de las estancias del último piso del Templo, donde el Príncipe de los Sacerdotes despachaba con sus consejeros. También le habían dado libros y pergaminos para clasificar y guardar.

Nunca supieron cuándo aprendió a leer. La sonrisa que le produjo aquel pensamiento quedó camuflada por la penumbra del callejón. Siempre lo habían subestimado, todos excepto Vaananen, cuyas órdenes había obedecido durante el último año.

Vincus cogió un puñado de arena y lo esparció por el suelo para tapar sus huellas. A lo lejos, en uno de los puestos iluminados, el vinatero cargó el último barril de vino en su carreta de bueyes y le indicó al animal que emprendiese el camino; el vehículo se perdió en la oscuridad.

Sin prisas, Vincus salió de su escondite. La plaza estaba vacía, pero los vendedores regresarían al día siguiente, y también durante los seis días sucesivos, a menos que sucediese algo extraordinario, como que los míticos rebeldes, que hasta el momento no eran más que un sueño pasajero y desagradable en medio de los cánticos y rituales nocturnos del Templo, irrumpiesen en la vida real, clausurasen el festival, asaltasen el Templo y, por último, liberasen Istar.

Liberar. Aquella palabra absurda e ingenua le hizo sonreír de nuevo. Vincus había oído comentar a otros sirvientes que si Fordus se apoderaba de la ciudad por fin llegaría la libertad para muchos de los que ahora estaban esclavizados, y también se decía, según la procedencia del rumor, que recibirían un puñado de plata, una carreta o un barril de cerveza.

Pero los esclavos más viejos, aquéllos que recordaban al antiguo Príncipe de los Sacerdotes y la época anterior a la prohibición de la hechicería, decían que siempre surgían rumores de libertad que se propagaban como el humo por todos los rincones de la ciudad cuando aparecía un nuevo líder que amenazaba el viejo poder.

Después de todo, habían sido testigos de la llegada de libertadores y de la huida de gobernantes, pero ellos seguían llevando los collares de latón, cobre o plata, y el comercio de esclavos continuaba en auge en Istar.

La plaza estaba vacía, las luces apagadas. El joven sirviente, con suma cautela y sin apartar la mirada del Templo iluminado, cruzó la plaza del mercado y se dirigió rumbo a la Escuela de los Juegos, hacia las casas destartaladas y mugrientas de los suburbios, al oeste de la ciudad.

Él había crecido en esa zona y circulaba con toda tranquilidad por aquel entramado de calles estrechas y callejones por los que ni la guardia istariana ni ningún clérigo, ni tan siquiera el propio Príncipe de los Sacerdotes se hubieran acercado jamás. Sería como en los viejos tiempos.

Vincus se deslizó junto la torre de bienvenida, pasó por delante del gran salón de banquetes y se perdió por un laberinto de calles sinuosas y oscuras, en el que los viejos edificios de madera se apoyaban los unos en los otros como árboles tumbados por el viento y donde el suave olor del puerto se perdía en medio del hedor de las curtidurías y de los muladares.

Algunos rostros pálidos espiaban a través de las sucias ventanas, y una mujer anciana le hizo una seña de advertencia desde el último piso de una casa. Al cabo de escasos segundos, en la boca de un callejón, un desconocido se tapó con una capa y le susurró algo a Vincus cuando éste pasó por su lado.

El muchacho sabía que en aquella parte de la ciudad, en la que no llegaba el eco del festival y en la que ni los clérigos ni los comerciantes se atrevían a poner sus pies, lo mejor era no pararse, ni tan sólo mirar atrás.

Ésa sería la gente a la que Fordus liberaría.

Vincus aceleró el paso. Se encontraba en algún lugar al sur de la Escuela de los Juegos. A una hora más decente, se habría orientado por el estruendo del público que presenciaba las luchas de gladiadores y habría sido capaz de decir los nombres de aquella calle y los de los callejones adyacentes. Pero estaba muy oscuro y era tarde, por lo que Vincus no sabía exactamente dónde se encontraba. El muchacho tardó un rato antes de que lograra orientarse; aquel lugar había cambiado mucho desde la última vez que estuvo.

Al final se encontró en una calle comercial, o más bien dicho en medio de una hilera de puestos andrajosos, en la que una docena de edificios mugrientos y atrancados con listones de madera formaban una calle que desembocaba en una pequeña plaza circular, en medio de la que había una fuente rota, rodeada de cenizas, basuras y ratas.

Sin duda la hora era muy avanzada, cerca del amanecer porque todos los comercios estaban sumidos en un inquietante silencio, excepto una pequeña taberna llamada El Signo del Basilisco. En su puerta, tres antorchas vacilantes arrojaban una luz de color rojo sangre sobre la fuente de la plaza, y proyectaban sombras alargadas sobre las paredes de los comercios.

Un solitario vigilante nocturno que llevaba una linterna en la mano pasó de un comercio a otro, y Vincus se ocultó entre las sombras hasta que vio alejarse y desvanecerse la luz de la linterna. Muy cerca, en medio de la humedad del aire de la madrugada, unas sonoras carcajadas procedentes del Basilisco interrumpieron la quietud del momento, y, desde algún lugar, en la bóveda de sombras de los edificios, resonó el inconfundible sonido del batir de unas alas, y enseguida el chillido de un pájaro.

Con cautela, Vincus se dirigió hacia la luz de las antorchas. El Basilisco era un lugar tan bueno como cualquier otro para comenzar; una taberna cochambrosa, cercana a los lugares en los que jugaba durante su infancia. Tenía que haber alguien por allí que se acordase de él, y si no de él, sí de su padre. Una vez hubiese hecho el contacto, apelaría a la vieja amistad, a los viejos recuerdos… y entonces encontraría un escondite seguro, en algún lugar de aquellas callejuelas laberínticas y anónimas. Ésa era su gran oportunidad.

Durante unos segundos, Vincus se quedó mirando la puerta de la taberna, cuando de pronto ésta se abrió. Del interior del local, mal iluminado y lleno de humo, salieron cuatro hombres. Uno de ellos, un tipo fuerte y delgado, ataviado con una harapienta túnica, se cubrió los ojos para resguardarlos de la luz de la antorcha y los clavó en los de Vincus.

—¡No te pierdas esto, chaval! —gritó.

Aquel hombre estaba bastante borracho, y el vino evidenciaba su marcado acento barriobajero.

Vincus no estaba seguro de lo que dijo después, pero le pareció oír algo de una «fiesta» y «venga, anímate», aunque sus gestos eran exagerados y violentos, por lo que podía estar saludando o desafiando. Los otros tres hombres pasaron junto al borracho y emprendieron el camino calle arriba, avanzando entre las dos filas de comercios; pero cuando Vincus se acercó indeciso hacia el tipo de los gestos desmesurados, uno de ellos se dio la vuelta y lo miró.

—¿Vincus? —preguntó el hombre con una sonrisa sarcástica—. ¿Eres tú, viejo bribón? ¡Viejo percebe con lengua de gato!

Vincus reconoció enseguida todos aquellos nombres de animales. Era Pugio, el hombre que solía burlarse cuando los muchachos de la banda robaban barras de pan de la panadería que había cerca de la torre de bienvenida. Vincus se aproximó a él con una sonrisa tímida.

Estaba completamente seguro, aquel hombre era Pugio.

Ha pasado mucho tiempo, le dijo con gestos.

—No me acuerdo de ninguno de estos signos incomprensibles. No tienen demasiado sentido aquí, en Arrabal.

Arrabal. Vincus había olvidado aquel nombre.

El asentamiento multitudinario y decadente levantado a la sombra de las fortificaciones originales de Istar se conocía como Arrabal. Hubo un tiempo, cuando la ciudad creció y rebasó sus propias murallas, en el que la población más rica se desplazó a la zona norte del Templo, o se instaló en el sur, en casas campestres que rodeaban la ciudad. Así, los viejos edificios fueron ocupados por gente pobre y sin casa.

Todas aquellas casas se quemaron y se derrumbaron durante un incendio que tuvo lugar dos años antes de que naciese Vincus. En medio de aquel montón de cenizas y de escombros, los indigentes que sobrevivieron al desastre construyeron una ciudad a partir de tiendas de campaña y cobertizos, de carretas volcadas y de puestecillos abandonados por los comerciantes. Todo ello fue llevado desde la plaza del mercado y desde los lugares donde se desarrollaba el festival hasta aquel lugar sombrío e inmundo, a los pies de la antigua muralla. Desde pequeño, Vincus y sus amigos evitaban aquella parte de la ciudad donde la inseguridad habitual se convertía en grandes y preocupantes peligros.

Vincus se acercó a Pugio a regañadientes, arrepentido de su plan de reanudar sus viejas amistades.

Pugio era un hombre fuerte, fibroso y de piel cetrina, que apenas tendría un año más que Vincus, pero su pelo era muy fino y no tenía brillo y una cicatriz irregular cruzaba su antebrazo derecho. No debería de tener más de veinte años, aunque parecía tres veces mayor, y los hombres que iban con él eran todavía peor: tenían el cuerpo lleno de cicatrices y una boca desprovista de dientes. Vincus miró a su alrededor con cautela, mientras los tres hombres se dispersaron y cruzaron la plaza bajo la luz de las antorchas hacia él.

—¿Recuerdas a Anguis? —le interrogó Pugio, señalando con la cabeza al hombre de su derecha—. ¿Y a Ultion? Ultion se entrenó en la Escuela y Angard fue su entrenador.

Vincus asintió con la cabeza y saludó a los dos hombres con la mano, a pesar de que la cara de Anguis, iluminada por la luz roja de Lunitari, le traía algún recuerdo… algo relacionado con cuchillos.

—Te acuerdas de todos nosotros, ¿verdad, viejo amigo? —le preguntó Pugio, mientras que su acento callejero aumentaba a medida que se acercaba a Vincus—. Te acuerdas de nuestros trapicheos, ¿verdad que sí?

Trapicheos. Vincus rastreó el término en su memoria. Efectivamente, lo recordó. Y negó con la cabeza.

—¿Eso de vivir con la gente importante te ha apartado de la vida callejera, Vincus?

Ultion echó el cuerpo hacia atrás en un gesto burlón.

—He oído que pasa eso cuando te vuelves honrado. Te han dado ropa nueva y todo —inquirió Ultion.

Pugio y Anguis murmuraron algo entre ellos y asintieron ante las palabras de su amigo.

—¿Qué te parece dar un golpe? —le preguntó Pugio—. Por los viejos tiempos, en una tienda de alfombras que hay en la plaza del mercado.

Vincus sacudió la cabeza y los tres hombres se acercaron todavía más a él.

—¿No? —insistió Pugio, esta vez con una voz fría como el acero—. Entonces, ¿eso significa que nos darás tu comida? Estoy seguro que no pretenderás hacer morir de hambre a un viejo amigo.

Vincus, totalmente paralizado, miró directamente a los ojos de aquellos hombres, quienes le devolvieron la mirada tranquilamente, casi con inocencia, y entonces el joven sirviente relajó la guardia, y empezó a pensar que quizá todas sus sospechas estaban equivocadas y que, efectivamente, eran los amigos buenos y leales que recordaba…

Anguis echó un vistazo por encima del hombro de Vincus, tan sólo fue un gesto rápido y prácticamente imperceptible, pero el joven sirviente se percató, se dio la vuelta… justo a tiempo de sujetar la porra que el borracho descargaba ferozmente sobre su cabeza.

Por un momento, Vincus miró fijamente a la cara de su atacante y pudo ver los ojos del hombre dilatarse y oler su aliento a vino.

Entonces, con una fuerza fruto de una vida saludable, de una buena alimentación y de un buen descanso, apartó al hombre y giró sobre sí mismo y, con una velocidad feroz, arremetió desesperado contra Ultion y le atizó un puñetazo en la cara.

Ultion soltó un aullido de dolor y cayó al suelo. Sus amigos se abalanzaron con voracidad sobre Vincus, que notó cómo unos dedos poderosos le apretaban el cuello y el repentino impacto de un puñetazo cegador sobre su cabeza.

El joven esclavo se dio la vuelta en busca de Anguis, pero notó que el propio aire se le resistía, y entonces uno de los hombres lo golpeó con furia, luego el otro y el otro. De repente, el collar de plata que aprisionaba su cuello se desprendió y cayó al suelo, y Vincus se desplomó sobre las rodillas sin que Pugio y sus amigos dejasen de agredirlo.

De pronto, se oyeron gritos procedentes de la boca del callejón y los asaltantes se largaron de allí a toda velocidad cuando vieron que una columna de antorchas se acercaba.

«La guardia istariana —pensó Vincus—. Estoy salvado».

Miró hacia el suelo y vio el sólido collarín de plata roto en dos medias lunas. Si la guardia istariana lo pillaba allí, ni Vaananen podría ayudarlo.

Vincus se acuclilló sobre el tejado de uno de los edificios y miró con precaución hacia la tropa de soldados como si fuese una gárgola más.

Instantes antes, el muchacho había cogido el collar y se había marchado de la plaza a toda velocidad, en dirección al callejón más próximo. En su huida, se dio cuenta de que la ventana de una tienda de cerveza próxima no estaba muy bien tapiada y, en menos de un minuto, con un arrebato de fuerza surgido del propio instinto de supervivencia, Vincus logró arrancar los listones de madera que cerraban la ventana y entrar en la oscura cervecería. Luego, el joven sirviente se dejó caer sobre un montón de barriles vacíos y se ocultó en la oscuridad de aquel lugar impregnado de un cálido olor a levadura, donde permaneció inmóvil hasta que la luz de las antorchas y el estruendo de los soldados se hubieron alejado.

Entonces, Vincus, subió por la escalera hasta el último piso del edificio y, amontonando un barril sobre otro, consiguió trepar, esquivando las telarañas del techo, hasta alcanzar una trampilla que, por desgracia, estaba firmemente cerrada, seguramente para evitar la visita de intrusos inesperados. El muchacho retiró el cerrojo oxidado y trepó hasta el tejado, desde donde pudo contemplar, bajo la luz de las estrellas, el oscuro laberinto de callejuelas que se extendía desde sus pies hasta la Vieja Muralla, los asentamientos a la orilla del gran lago e incluso, a lo lejos, las oscuras laderas de las montañas.

Nunca había mirado más allá de las murallas, ni siquiera había osado fantasear sobre qué había detrás de ellas.

Deslumbrado y maravillado, Vincus se estiró boca arriba y contempló el movimiento de las constelaciones.

Aquello significaba que realmente había un lugar donde se acababa la ciudad. Vaananen le había hablado de ello y también de los caminos que cruzaban aquellas lejanas montañas y que se adentraban en el desierto. Desde lo alto de las torres, todo lo que se podía divisar era la propia ciudad, y Vincus siempre había creído que Istar llegaba hasta donde le alcanzaba la vista, y que el punto más lejano que podía divisar no era otra cosa que el fin del mundo.

El collar, ahora dos medias lunas de plata, permanecía helado en su mano sucia. Las roturas habían sido limpias, como si lo hubiesen cortado justo por donde podía leerse su nombre. Sin dejar de mirar el corte que separaba ambas mitades, Vincus levantó las dos piezas plateadas hacía el cielo resplandeciente, como si necesitase recomponer de nuevo su nombre ante él. Ahora comprendía las palabras con las que el druida se había despedido de él:

Las normas se han roto… Vincus has cumplido bien con tus obligaciones. Bien hecho.

Una tenue sonrisa cruzó el rostro del muchacho y miró a través del aro de plata hacia el vasto espacio que se extendía más allá de la ciudad. Allí había libertad y un territorio más grande de lo que jamás pudo imaginar.

Estaba decidido a comprobar si aquel Fordus existía realmente.