15

Luz de Relámpago decidió hablar en contra de la profecía de Fordus. De pie, ante toda aquella muchedumbre, su voz se erigió fuerte, solemne y certera, al igual que había sucedido en cientos de ocasiones anteriores, cuando había ayudado a guiar a los que-naras a través de largas y áridas extensiones de desierto en busca de oasis, de charcas ocultas bajo la superficie o de riachuelos que, de repente y de forma inexplicable, se habían llenado con agua de manantiales subterráneos.

Durante los años de sequía, la voz del elfo había sido lluvia, así que la gente estaba predispuesta para escucharlo.

—He escuchado la profecía de Fordus Alma de Fuego —empezó a decir—, y creo que su sueño le ha aconsejado mal. ¿Dónde, hasta ahora, hemos encontrado agua y escrutado la arena para predecir la llegada de las tropas istarianas o de otros peligros o enemigos? Decidlo si lo sabéis.

El mar de rostros allí congregado permaneció inmóvil y en silencio. Naturalmente, todos los allí presentes conocían la existencia del kanaji y también que en el interior de las paredes de arena del foso se escondían unos poderes mágicos, que habían permanecido allí durante toda una era o incluso más. Aquellos hombres sabían que Fordus se introdujo en el foso en busca de visiones y sabiduría, y que de allí surgían unos enigmáticos jeroglíficos que todos ellos creían que mandaban los dioses para, a través de ellos, transmitir mensajes al Profeta.

Aunque no sabían cómo.

—En aquellos tiempos —Luz de Relámpago continuó con su discurso—, yo siempre permanecí junto al Profeta del Agua. Presencié el nacimiento de estas visiones y, cuando el Profeta hablaba yo hablaba tras él. Sus palabras eran oscuras y yo las interpretaba para que pudierais entenderlas. Siempre hemos trabajado codo con codo, hemos encontrado agua y, cuando hemos tenido que esquivar la esclavitud, aquéllos que querían someternos se han marchado con sus collarines vacíos. Durante las guerras de liberación, nos hemos enfrentado a Istar y hemos derrotado a las tropas del Príncipe de los Sacerdotes.

—Luz de Relámpago ¿por qué empezaron las guerras? —preguntó Fordus en voz queda. Todos los ojos se clavaron en el Profeta y todos los oídos esperaban impacientes una respuesta por parte del elfo—. ¿Fue en el kanaji donde los dioses me dijeron que nos enfrentásemos a Istar? La respuesta es no. Esa visión vino a mí en un sueño. Yo he sido su Profeta y su intérprete. Los santones y los chamanes saben que lo que digo es cierto.

Una docena de cabezas grises que estaban en la primera línea de espectadores, cabezas cubiertas con abalorios y aceites, mechones endurecidos con barro sagrado, asintieron.

El Profeta era un visionario. ¿Y el elfo? Quizás estaba celoso. Tal vez los dioses lo habían apartado.

Por un momento, Luz de Relámpago se sintió desconcertado. ¿Realmente estaba celoso, como todos creían? ¿Las palabras de Gormion y Tanila lo habían impactado tanto porque habían sido las mismas palabras, dichas en poco tiempo, o porque habían dado con los deseos secretos ocultos en su propio corazón?

Aunque el elfo sabía que todo aquello era una estupidez, todas esas dudas y sospechas, lo más absurdo de todo era la temeraria precipitación de Fordus. Si en aquella ocasión obedecían las órdenes del Profeta, todos ellos, Hombres de las Llanuras y proscritos, perderían la vida en las praderas que se extendían al norte del desierto, donde los estarían aguardando las fuerzas istarianas. Eran quinientos rebeldes contra cincuenta mil soldados.

Luz de Relámpago no podía permitir que eso ocurriese.

—Fordus, fue tu sueño el que comenzó esta guerra. No puedo negarlo, pero ¿aparecían también en ese sueño los miles de esclavos, tanto Hombres de las Llanuras como elfos, que llevan el collar de Istar y son explotados en sus casas, en sus mercados, en sus muelles y también en la penumbra de sus minas? ¿Has soñado también con las numerosas tropas que Istar ha enviado en nuestra búsqueda, y con las grandes montañas que se alzan al sur de la ciudad, y el lago que deberíamos bordear, y luego las llanuras que tendríamos que cruzar y, finalmente, las imponentes murallas istarianas, hechas de piedra y con seis metros de grosor?

»Llegará el momento de la gran victoria, en el que podremos marchar victoriosos por las calles de Istar, seguidos de miles de hombres y mujeres que apoyan nuestra causa. Liberaremos a la población subyugada y acabaremos para siempre con el cautiverio que Istar ha impuesto a nuestra gente. Abandonaremos el desierto para vivir en casas cálidas con nuestras familias. Pero aún es demasiado pronto. Ahora Istar nos pisará como a una hormiga.

Luz de Relámpago echó un vistazo a las tropas. Algunos de los líderes, Brisa y Mensajero entre los Hombres de las Llanuras, y Gormion y Rann entre los proscritos, asintieron con la cabeza, mostrando su aprobación.

Todos ellos eran líderes y soldados veteranos.

Una fugaz expresión de desastre cruzó el rostro de Fordus, pero inmediatamente la transformó en dulzura cristalina y alzó las manos al cielo; aquél era el gesto del Profeta que indicaba inspiración y bendición, y se giró hacia Alanda.

—En el tiempo de los jeroglíficos y en el que teníamos que defendernos —dijo Fordus—. Tres de nosotros os guiamos, no dos. Recurro a Alanda en esta nueva época. Recurro a sus canciones para que acabe con estas dudas y disputas.

Las esperanzas de Luz de Relámpago se desvanecieron cuando vio a la muchacha levantarse y dirigirse hacia el tambor. Alanda era la barda de Fordus, y él era su gran amor. Ella lo había seguido durante años, lo había exaltado y adorado.

No había duda de qué historia iba a contar. No podía ser de otro modo.

—Dejémosla que cante —proclamó el elfo sosegadamente—. Seguro que cantará para ti. Ya antes nos guiaste fuera de la seguridad del desierto, y las tropas del Príncipe de los Sacerdotes nos persiguieron de vuelta. Hay huérfanos y viudas que recuerdan aquel día con tristeza, y ancianos afligidos que no esperaban vivir más que sus hijos.

»Y tú vas a guiarnos de nuevo, y también ahora te seguiremos. Yo iré detrás de ti. No te seguiré, pero me mantendré detrás, porque los que-naras son mi gente, y necesitarán a alguien que los defienda de tu temeridad. Aun así no puedo culpar a aquéllos que decidan quedarse atrás.

»Pero ten esto muy presente: si tu ambición ha desbordado tu amor por tu gente y finalmente te aventuras por el camino que tan sólo anuncia muerte, como la que nos asoló a los pies del Altiplano Rojo… Bien, yo seré el primero en rebelarme contra ti. Te mataré yo mismo.

El elfo, dejando tras de sí un silencio imponente, se alejó del consejo. La gente se apartó a su paso, como la hierba se mueve agitada por el viento, pero, en su recorrido, no volvió la mirada atrás hasta que alcanzó la pendiente que conducía a los pies del altiplano.

Estrella del Norte se quedó.

Y Alanda… permaneció inmóvil, víctima de su desconcierto.

De todos modos, noventa guerreros siguieron los pasos del elfo, entre ellos Gormion, Rann y sus hombres; también Mensajero y Brisa junto con sus seguidores y, asimismo, algunas familias descendieron el camino, formando una fila, larga e incierta.

Luz de Relámpago miró hacia el campamento donde los restos de las hogueras abandonadas se habían apagado en la oscuridad.

—Que los dioses, y el dios que está por encima de ellos me escuchen —susurró—. Y, ojalá, que algún día Fordus y Alanda comprendan lo que ha pasado.

—Luz de Relámpago, si me abandonas, eres hombre muerto —gritó Fordus a las espaldas de los rebeldes que se alejaban—. ¡Todos vosotros estáis muertos! Sin mí, no tendréis agua, ni modo de defenderos. ¡Istar os apresará sin dificultad u os arrastraréis ante el Príncipe de los Sacerdotes suplicando clemencia!

Luego, sin pausa, Fordus se dio la vuelta para dirigirse a aquéllos que le eran leales y les habló con un tono coloquial.

—Tan sólo los dioses mandan sueños y solamente los Profetas pueden interpretarlos.

Fordus se subió a un montículo de piedras y miró hacia abajo, en dirección al numeroso grupo de personas que permanecieron junto a él. Cuatrocientos Hombres de las Llanuras y bárbaros estaban sentados sobre el suelo duro y rocoso, y lo miraban expectantes.

—Luz de Relámpago no os ha recordado que sus palabras interpretaban las mías cuando salimos del kanaji. Fue él quien os dijo que había agua al norte del desierto, que la luna y el viento estaban de nuestra parte, y que las tropas istarianas nos esperaban.

Alanda lo miró con dureza.

Algunos de los bárbaros se agitaron en sus sitios y comenzaron a murmurar entre ellos.

—Si la profecía falló —continuó Fordus—, fue cuando el intérprete os transmitió las palabras.

Alanda apartó el tambor. La única música que Fordus deseaba era la de su propia voz. Su figura se erigía ante sus hombres, mientras gesticulaba. Sus movimientos eran bruscos y frenéticos, y sus palabras tan vacías e ilusorias como un espejismo. La barda no podía dar con la lógica de aquel discurso; aun así aquéllos que se quedaron lo escuchaban con atención, asentían con la cabeza y se mostraban de acuerdo con él.

Mientras Fordus hablaba, preparando a sus hombres para la marcha de la mañana por territorio istariano, la barda toqueteó, distraída y ausente, la baqueta de su tambor.

«Quizá su música para Fordus se había desvanecido junto al amor que sentía por él», pensó la joven sin dejar de sentirse culpable por ello.

Su primo Estrella del Norte, tras el discurso del Profeta del Agua, permanecía en medio de la multitud, seguro y fervoroso.

—¡Escuchad la voz del Profeta! —gritó éste exultante, levantando su recién recuperado medallón de bronce al frío de la noche del desierto—. Fordus Alma de Fuego es el Profeta de la Guerra. El hombre que no necesita que nadie traduzca sus palabras, ni tampoco que las interpreten. Durante cuarenta estaciones siempre he consultado a los cielos. Os he guiado por planetas y estrellas, y yo me he dejado guiar por mi mente y mi corazón.

»Durante todos estos años, los dioses me han dicho que guiase, pero ahora mi corazón me dice que siga.

»¡Que siga a Fordus Alma de Fuego, el Profeta de la Guerra, el Libertador! ¡A Istar, guerreros que-naras! ¡A la ciudad amurallada, amigos y hermanos!

Un fervoroso clamor estalló en la multitud allí sentada, y surgieron gritos y rumores parecidos al redoble de un tambor. Lucas se alejó de aquel ruido estrepitoso y amenazante y, en lo alto, en medio del silencio del aire de la noche, comenzó a trazar círculos tristemente, hasta parecer un planeta, un meteorito en medio de la oscura bóveda celeste. Debajo de él, las antorchas se reunieron y enfilaron hacia el campamento. El consejo se había acabado.

A la mañana siguiente, los rebeldes se marcharon del campamento levantado a los pies del Altiplano Rojo.

El Profeta de la Guerra estaba más tranquilo, su andar era firme y sus pasos seguros. El dolor de la pierna ya había desaparecido y, en su lugar, había nacido un sentimiento ardiente y fervoroso que lo arrastraba hacia su propio destino.

Fordus iba a la cabeza de sus tropas. Grupos de que-naras, ataviados con sus ropas blancas danzaban detrás de él, y los vestidos multicolores de los proscritos y de los bárbaros inundaban de color el inhóspito paisaje del desierto.

Era la mañana del Shinarion, y formaban la última de las caravanas que se dirigían rumbo a Istar.

Si los dioses así lo querían, Fordus llegaría a la ciudad en menos de una semana para celebrar la clausura de los días sagrados en el trono del Príncipe de los Sacerdotes.

Luz de Relámpago observó su partida desde los aledaños de las salinas. Fordus, con la mirada clavada hacia adelante, apuntando a la llamada del norte, no se percató de la presencia de su antiguo compañero; tampoco lo hicieron los hombres que se congregaban alrededor del Profeta de la Guerra, atentos al más mínimo gesto y expectantes a cada una de sus palabras, convencidos de que iban a ser testigos de un hecho histórico.

Alanda, fatigada, se puso en medio de la columna, y casi en el último instante, envolvió la lira y la guardó dentro de una mochila que se cargó al hombro.

Absorta, la barda palpó el instrumento envuelto en un trapo oscuro, el cual pareció estremecerse al entrar en contacto con su mano agotada.

Alanda localizó a Fordus por los estandartes y las banderas que ondeaban en la compañía que precedía a la suya, aunque no pudo verlo ni oírlo. Estaba rodeada por una mar de cuerpos que la empujaban, y se sintió como si fuese arrastrada hacia el norte por una corriente irresistible.

La muchacha giró la cabeza y, cerca de las Lágrimas de Mishakal, enmarcada por el fondo negro y resplandeciente de las rocas de cristal, vio una figura solitaria que observaba el avance de aquel ejército y que indicaba a sus hombres, con gesto cansado, que lo siguiesen. Aunque estaba lejos, y sus rasgos se perdían en medio de la arena que levantaba el viento y del vapor que emanaba la tórrida superficie del desierto, la reconoció inmediatamente.

Era Luz de Relámpago.

La joven quiso hacerle una señal y transmitirle algún mensaje de paz y amistad, pero una bandera ondeada por un fervoroso muchacho bárbaro ocupó su campo de visión con colores verdes y dorados, y el parloteo de una lengua desconocida la distrajo. Cuando miró de nuevo hacia las salinas, el elfo había desaparecido.

Alanda contempló los estandartes que rodeaban a Fordus que, revitalizado por el sol y por las adulaciones de sus seguidores, avanzaba cada vez más rápido.

Aquel mar de colores que marchaba con decisión comenzó a bailar ante ella; parecía que el cielo se abría ante aquellos hombres y los engullía.

Al mediodía, en el corazón de las Lágrimas de Mishakal, un torbellino de arena negra se arremolinó hacia el cielo, propulsado por un viento sobrenatural del desierto. La arena se movía entre los cristales como un río oscuro e intangible, y silbaba en medio de aquel paisaje de rocas resplandecientes y ancestrales hasta que pareció que las salinas enteras aullaban y se lamentaban como miles de espíritus errantes.

Fuera, en el desierto, un oscuro viento se precipitó sobre el lugar en el que acababa de tener lugar la batalla de los Hombres de las Llanuras contra el cóndor, y dispersó las artemisas y las cenizas que encontraba en su camino hacia el norte. Aquella ráfaga de aire pasó sólo un kilómetro de distancia, en dirección este, de las tropas de Fordus, y los exploradores se cobijaron junto a las dunas, convencidos de que aquel viento anunciaba una gran tormenta.

Cuando desapareció, la calma reinó de nuevo en el desierto, y los Hombres de las Llanuras olvidaron pronto la tormenta, concentrados como estaban en escrutar el horizonte en busca de señales de los soldados del Príncipe de los Sacerdotes.

Pero justo encima de ellos, un pájaro solitario se cernía tras el oscuro viento.

A cierta distancia, Lucas, el halcón de Alanda, observó con las alas extendidas cómo aquella curiosa nube se alejaba del desierto para adentrarse en las Llanuras. Con un vuelo raso sobre el árido suelo, el pájaro escrutó el rastro que había dejado sobre la hierba y siguió las huellas que el viento había trazado a través del amplio y engañoso paisaje.

Pronto, los prados dieron paso a un terreno rocoso, a los pies de las montañas, a medida que aquel oscuro viento sobrevolaba los cultivos y se acercaba inexorable a las solemnes murallas de Istar. Lucas remontó el vuelo a gran velocidad y finalmente lo alcanzó, mientras pasaba rozando el inmenso lago de Istar y, allá en lo alto, desde su puesto privilegiado, el halcón miró hacia abajo, al corazón de aquella nube arenosa y ondulante.

Al pájaro le pareció que volaba por encima de una serpiente gigantesca o de la cola amenazante de una bestia todavía mayor. En un acto de prudencia, Lucas se mantuvo a cierta distancia para observarlo.

A medida que la ráfaga de viento se aproximaba a las murallas de Istar que bordeaban el mar, su forma ondulante se condensaba. El viento se convirtió primero en líquido y luego en sólido, oscureciéndose y fundiéndose hasta transformarse en lo que parecía una culebra de agua ante los ojos del halcón. Aquella bestia, resplandeciente como el cristal bajo los rayos del sol, se contoneaba veloz sobre la orilla del lago en dirección a las murallas de la ciudad.

Lucas, que ya tenía una idea más clara de a qué se enfrentaba, descendió en busca de la serpiente, planeando sobre el agua tras aquella criatura y extendiendo y flexionando sus feroces garras. En cuestión de segundos, el halcón logró recortar la distancia que los separaba y ver las angulosas líneas que aparecían sobre la piel de su presa; también percibió un penetrante olor a sal y aun otro más, quizá de algo más antiguo que la sal. Aquella bestia era un ser brillante y siniestro. El pájaro soltó un grito agudo y la atacó con sus garras, pero la serpiente, rápida y escurridiza, logró colarse por un pequeño agujero que había en la base de la gran muralla.

Lucas aterrizó violentamente junto a las murallas de la ciudad y se sintió frustrado por no haber alcanzado a su presa, pero enseguida emprendió el vuelo de nuevo y sobrevoló el Templo del Príncipe de los Sacerdotes, dirigiéndose hacia el sur, hacia las tropas de Fordus, que avanzaban inexorables en dirección a la ciudad. A pesar de todo, el halcón no olvidó a la serpiente ni sus extrañas transformaciones.

Mientras tanto, en algún oscuro lugar de Istar, aquella forma larga y serpentina se transformó de nuevo en algo más grande.