13

La primera noche del Shinarion sembró la ciudad con una luz alegre. Los rincones menos transitados de la ciudad, las plazas de mármol y las ventanas de ópalo resplandecían bajo la luz roja y oscuramente brillante de Lunitari, como la llama de una vela vista a través de una botella de vino, mientras, que en los lugares más concurridos, las lámparas y las antorchas inundaban las calles con la llamativa luz de los comercios, y la ciudad bullía ruidosa y ordinaria.

Pero los que habían estado allí antes habían conocido algo muy diferente y percibían que aquel año las cosas estaban siendo distintas a cualquier año anterior. Esta vez la celebración fue febril, casi desesperada, y eso que los miles de peregrinos, mercaderes y artistas que se esperaban todavía no habían llegado.

Aun así, el espíritu del festival transitaba desde la plaza del mercado, el corazón del comercio, el lugar en el que las joyas, sedas y especias pasaban de unas manos a otras, a las barracas instaladas junto a las puertas de la ciudad, donde los vendedores ambulantes vendían fuegos artificiales, cuchillos y botellas rojas que contenían lo que llamaban «luz divina», una mezcla extraña y altamente inflamable de fósforo y sal, la cual, si se manejaba con sabiduría y cuidado, proporcionaba luz ininterrumpida durante semanas.

Pero nadie podía esperar sabiduría y cuidado de un hatajo de juerguistas borrachos. Peter Bomborus, comandante de la milicia de la ciudad, ya había tenido que acudir a apagar tres fuegos a la entrada de la ciudad.

Dos de ellos habían ocurrido en alpendes de madera, el tipo de chozas provisionales que seguían al festival desde Hylo a Balifor. Pero el tercer fuego fue distinto; tuvo lugar en una vivienda permanente, muy cerca de la Escuela de los Juegos, en la cual el techo y los interiores de madera se incendiaron casi solos, debido probablemente a la chispa fortuita de una antorcha o a una botella de luz divina lanzada por un juerguista borracho.

En el momento en el que el comandante llegó al edificio, una oscura nube de humo negro salía de una de las brillantes ventanas, y las llamas rojizas se unieron al resplandor de las lámparas bermejas que se encendían en Istar por la noche, formando una luz violenta e infernal. Se necesitaron más de dos horas de frenético trabajo para sofocar aquel fuego creciente y peligroso, aunque a medianoche el edificio seguía humeando y el interior de madera se iba derrumbando poco a poco. Algunos borrachos imprudentes lanzaron fuegos artificiales junto a las ventanas de ópalo, y el estruendo resonó en medio de la oscura mañana.

Pero Bomborus y su milicia no arrestaron a nadie, ya que en el momento en que comenzaron los petardazos ellos estaban muy lejos, de camino hacia la Torre de la Alta Hechicería, donde había comenzado otro incendio, en el que un portalón de metal estaba en llamas debido al fósforo.

Durante el camino hacia aquel incendio y, al cruzar por el caos de calles y callejuelas de Istar, Bomborus, mientras observaba todos aquellos puestos para el comercio, el timo y la magia fraudulenta, tomó el pulso al Shinarion.

En un tenderete de perfumes cerca del salón de banquetes, dos comerciantes de las Kharolis estaban con aires de suficiencia tras una hilera de botellas y frascos destapados de múltiples colores. El olor de docenas de colonias, esencias y aceites se mezclaba con el aire humeante de la ciudad, y, bajo la roja luz divina, una mano delgada y transparente se deslizaba por cada uno de los recipientes, cuyo contorno ondeaba en su interior como el espejismo del desierto o como el aire flamante que desprende la punta de una llama.

Cuando pasaron los militares, aquellas manos gesticulaban y los llamaban, pero Bomborus había instruido bien a sus tropas. En su recorrido hacia la torre de bienvenida, vieron cómo un juego de azar había pasado desde el puesto de un timador al suelo de la calle y cómo un extraño grupo de jugadores estaba en cuclillas o sentado sobre los adoquines. Enanos de Thoradin, comerciantes de Ergoth, y un kender de Hylo formaban un corro alrededor de un círculo dibujado en el suelo empedrado. El kender tenía las manos atadas delante de él, de acuerdo con las reglas de los lugares frecuentados por esta pequeña raza, y un dado de diez caras rodó bajo la luz de la antorcha según ciertas reglas complejas de Ergoth.

Bomborus se detuvo en aquel puesto y examinó por encima del hombro de un enano lo que ocurría. Los perfumes y el vino no tenían ningún atractivo para el comandante, pero el juego…

Una mano recia lo agarró por el hombro y lo apartó de allí. El viejo Arcus, un veterano de unos cuarenta años, miró fijamente a su comandante con sus ojos muy negros. Con una sonrisa maliciosa, señaló la calle en dirección este, hacia el lugar en que un fuego rojo brillaba en el horizonte como si se tratase de un amanecer prematuro.

—Lo mejor sería que fuésemos, comandante —sugirió el miliciano, intentando hacerse oír entre la algarabía que organizaba aquel grupo de enanos y el provocativo barullo de los jugadores—. Si nos quedamos aquí, el fuego seguirá propagándose.

Bomborus rezongó algo entre dientes y siguió al soldado para alejarse de aquel curioso lugar y ponerse al mando de sus hombres. Todos los miembros de la milicia se habían desperdigado por la avenida, cautivados por la docena de puestos tentadores situados bajo la luz artificial de la ciudad. Bomborus y Arcus agarraron del cuello a los soldados más jóvenes, reprendieron su actitud y los enviaron rumbo a la calzada del este de la ciudad, en dirección a la torre.

Bomborus, al principio, avergonzado por su propio comportamiento reprochable junto al puesto de juegos, fue un poco duro con los muchachos alocados e irresponsables, e incluso dio un puntapié en el trasero de uno de ellos que estaba agachado con la boca abierta bajo un barril de cerveza, preparado para recibir el chorro de líquido que caía a borbotones. Bomborus maldijo a aquel joven miliciano y se preparó para atizarlo de nuevo, pero la prudente mirada de Arcus hizo que se controlase.

Aquella ira era tan mala como los propios dados.

Bomborus respiró hondo, ayudó a levantarse al novato bebedor de cerveza y lo empujó calle arriba, donde la luz del lejano incendio se desvanecía y se transformaba en un resplandor todavía mayor procedente de la plaza del mercado.

Bomborus, con sabiduría y cautela, guió a sus hombres dando un rodeo a la bien iluminada plaza. Desde allí, el comandante vio a lo lejos los puestos de los joyeros y las sedas atornasoladas que colgaban de los toldos y mostradores, los cuales eran rigurosamente custodiados por soldados privados pagados por los propios mercaderes.

Adentrarse por el mercado con hombres armados hubiese sido una invitación al desastre. Durante el Shinarion, los comerciantes eran los dueños del lugar y mostraban respeto por el Príncipe de los Sacerdotes o los clérigos de la ciudad.

No importaba que Istar tuviese escondida una auténtica legión en la ciudad.

Nadie le había contado lo de la legión oculta, por tanto, él tampoco lo había comentado con nadie, ni tan siquiera con su fiel Arcus. Pero Bomborus se había dado cuenta de la presencia de los soldados tan sólo por instinto, por el buen olfato de un miliciano veterano que percibía los cambios más sutiles en las calles que conocía bien: manos nuevas tan llenas de callos como lo estarían las de un ballestero; la inequívoca forma de una pica dentro de un carro y envuelta por una lona; el modo, conocedor y sin alardes, de llevar una espada al cinto…

Todo aquello era algo más que medidas normales de seguridad. Bomborus jamás había visto tal cantidad de tropas enmascaradas, ni tan siquiera durante el gran festival de cinco años atrás, cuya opulencia y magnitud empequeñecía aquella primera noche tan poco prometedora de Shinarion.

¿Qué estarían planeando en el Templo?

El jefe de los milicianos ladeó la cabeza y siguió su camino, pasó por delante de la herrería y del Mercado de Esclavos.

Eran translúcidos y escurridizos como fantasmas.

Poco a poco, las imágenes creadas comenzaron su bulliciosa danza alrededor de las almenas de la Torre abandonada, como la ráfaga del fuego de Santelmo alrededor del mástil de una embarcación, mientras el aire traía el ruido de los fuegos artificiales que celebraban los últimos combates en la enardecida arena. El aire crepitaba sobre las cabezas de los boquiabiertos guardias mientras la atmósfera cargada de electricidad traía el olor a relámpagos a través del humo, del polvo y del incienso del Shinarion.

Peter Bomborus buscó la empuñadura de su espada, y luego soltó una risa queda, desgarrada. Como si el acero pudiera mantener a raya aquellos espejismos.

Bajo la luz vacilante, más allá del portalón en llamas, a los pies de la Torre, los ilusionistas entablaban competiciones con sus encantamientos. Sobre ellos resplandecían falsas estrellas que iluminaban los minaretes de la Torre.

Aquél era el mejor espectáculo del Shinarion. Un segundo cielo envolvía la abandonada Torre, mientras las constelaciones, creadas por la imaginación de los ilusionistas, giraban lánguidamente alrededor de ella, como si pasase todo un año en poco más de un minuto, un siglo en dos horas… Entretanto, en la sombra, a los pies de la Torre, se alzaba un coro de ensalmos y conjuros, un coro impresionante en todas las lenguas conocidas de Ansalon, desde las débiles vocales de Lemish hasta el áspero acento del Kernn o la suave pronunciación de Balifor.

Mientras sus hombres sofocaban el fuego de la verja con mantas húmedas, arena o ceniza para acabar con las extrañas llamas del fósforo, Peter Bomborus contemplaba el espectáculo que se desplegaba bajo el cielo del oeste. Al tiempo que centenares de lenguajes cantaban a coro bajo ellos, los planetas y las estrellas imaginarios se elevaron en el aire, y chisporrotearon y se desvanecieron cuando los impulsó un repentino golpe de viento, dispersándose sobre la bahía de Istar en medio de un murmullo de voces y fuego.

Los espectáculos de aquellos ilusionistas siempre eran buenos, con sus luces falsas y sus espejos engañosos. Pero la exhibición de aquel año, vacía y ostentosa, encajaba con la situación en que se encontraba la ciudad y también su festival.

Peter Bomborus estuvo un rato de pie junto a las verjas incendiadas, mientras observaba la estela del humo que se alzaba hacia el cielo.

El festival estaba siendo un fracaso; ése era el peor de todos y, según parece, iba a haber tantos fuegos como peregrinos. Bajo la capa de llamas e incienso, y el aroma del nuevo vino, se escondía el repugnante hedor a muerte y decadencia.

El propio Príncipe de los Sacerdotes fue también espectador de aquel despliegue de espejismos que partía hacia el lago para acabar deshaciéndose sobre las aguas.

«Como el polvo», se recordó a sí mismo.

Como polvo resplandeciente y mágico.

El Príncipe de los Sacerdotes se apartó de la ventana, cerró los finos cristales y, guiado por una lámpara de aceite, fue hacia la mesa donde tenía el largo trabajo de sus sueños.

Ya faltaba poco para terminar con aquel compendio. El Príncipe de los Sacerdotes había logrado llenar dos frascos con polvo de ópalo, y el tercer y definitivo receptáculo contenía tres cuartas partes. Pero el trabajo en la mina era sumamente laborioso, incluso con la ayuda de los hábiles lucanestis, y aún podían quedar meses para que llegase el gran día del ritual.

Tiempo suficiente para que aquel lunático Profeta tomase la ciudad y lo echase todo a perder.

Su pálida mano tembló al coger el último frasco.

«¡Oh, quieran los dioses que la recogida de ópalos se acelere! Pero el Profeta… los Hombres de las Llanuras y los rebeldes…», pensó.

—Pero no cuentan con suficientes hombres para vencerte —susurró una oscura voz desde algún lugar de su habitación.

De repente, el Príncipe de los Sacerdotes se puso tenso y en guardia. Ya había oído antes aquella voz; en el triforio del gran pasillo que circunvalaba el Templo, en la cúpula resplandeciente de la cámara del consejo, y hacía poco en un lugar más privado, en sus propios aposentos. Aquella voz nunca dejaba de sorprenderlo, se insinuaba y se colaba entre sus sueños, siempre cerniéndose sobre él en los momentos en que estaba solo y desprevenido, al igual que un ladrón se cuela en una casa desprotegida.

—¿Ven… vencerme? —dijo tartamudeando, aunque intentó aparentar una falsa valentía—. ¿Qué tengo que temer… a un hatajo de proscritos insignificantes?

—Pero hay uno de ellos que es algo más que un proscrito —dijo la voz con sarcasmo.

El Príncipe de los Sacerdotes miró hacia la ventana que acababa de cerrar. Un corazón oscuro se contrajo de forma extraña en el centro del panel de ópalo, como el ojo de un reptil, y la voz tembló de nuevo a través del ventanal brillante y translúcido, inundando la habitación con una melodía terrorífica.

—Alguien próximo a ti, amigo mío, y no sería agradable encontrarte con él… verlo cara a cara, a los ojos. Sería como un salón de espejos en el que podrías quedar atrapado.

El Príncipe de los Sacerdotes frunció el ceño ante aquella oscura amenaza. A continuación, dejando de lado todas sus pretensiones de valentía y confianza, se dirigió hacia la ventana e hizo la pregunta que le había quitado el sueño durante casi toda la semana.

—Si yo no puedo enfrentarme a él, ¿quién puede hacerlo? Si cinco generales no han podido acabar con ese individuo, entonces, ¿quién va a detenerlo?

—Tu querido comandante se acerca. Estate tranquilo. No permitiré que ninguna rebelión te salpique —lo tranquilizó la voz, con una enigmática monotonía en su tono.

Por respuesta tan sólo hubo un largo silencio. El Príncipe de los Sacerdotes esperó un poco con expectación. ¿Qué podía significar aquella promesa tan oscura y ambigua?

Pronto se hizo evidente que la voz había abandonado la ventana, y que aquellas extrañas y tranquilizadoras palabras habían sido su última frase.

Desde luego, tranquilizadoras. Aquella voz iba a protegerlo, a librarlo de la amenaza que se cernía sobre él.

Pero si era así, ¿por qué su mano continuaba temblando?

Fue un oficial singular el que entró a la mañana siguiente en el despacho del jefe de intendencia. Su grotesco uniforme era una peculiar miscelánea en la que se mezclaba el rango, el regimiento y la legión. La túnica que lo identificaba como teniente de la doceava legión istariana contrastaba con la capa violeta reservada para los jinetes de la novena legión, la cual fue desmantelada por el Príncipe de los Sacerdotes dos años atrás. Los pantalones verdes que llevaba el oficial pertenecían a la infantería de Ergoth y el casco, de cuero endurecido y labrado, era una reliquia de algún período anterior.

«Un mercenario», dedujo el jefe de intendencia, mientras observaba por encima del hombro la entrada de aquel hombre variopinto. No parecía el tipo de hombre con el que enfrentarse, o al que engañar.

La curiosidad del jefe de intendencia habría sido mucho mayor si hubiese visto a ese mismo oficial salir de un callejón cercano hacía menos de diez minutos, enrollándose el cuello de la capa alrededor del collar de plata que lo identificaba como esclavo para ocultarlo. Entonces, seguro que se habría preguntado quién era aquel hombre, a qué se dedicaba y, ante todo, por qué llevaba la marca de esclavo.

Pero enfrascado en su inventario, el jefe de intendencia no notó nada raro en aquel hombre, ni tan siquiera que no cruzase palabra con los otros soldados que iban y venían entre los suministros almacenados y que sus manos se movían con disimulo haciendo símbolos numéricos, de origen ergothiano, mientras contaba, cuadraba resultados y hacía su propio inventario de las provisiones acopiadas en el edificio de intendencia.

El jefe de intendencia, ocupado en un pedido de mil pares de botas para legionarios y el mismo número de odres, apenas prestó atención cuando el oficial se marchó.

Tampoco un armero, que tenía una tienda tres calles más abajo, se percató de que un malabarista entró en su establecimiento, ataviado con una negra túnica propia de saltimbanquis y bailarines. Después de todo, los artistas que actuaban en el festival iban a menudo a la armería en busca de viejos cuchillos arrojadizos, dardos viejos y otro tipo de armas desafiladas para añadir ciertas dosis de riesgo a sus espectáculos de medianoche. El rechoncho artesano, que estaba dando golpes con un martillo sobre una espada usada e intentando enderezarla para un sargento de la doceava legión, no se dio cuenta de que la mirada del malabarista pasaba sobre los cascos, las flechas y las nuevas espadas cortas requeridas por la guarnición de la ciudad.

Si el armero se hubiera fijado en él, habría visto los destellos del collar metálico entre los pliegues violeta del cuello de la capa.

Aquel collar de plata identificaba a los esclavos del Templo, y causaba alarma y sospecha entre la población.

El vigilante de un cuartel, a cuatro calles de distancia, tampoco notó nada anormal. Vio a un adivino pasearse por las inmediaciones del cuartel, ataviado con un sombrero cónico ladeado de una forma ridícula y una túnica de color rojo que dejaba entrever los pies descalzos. Sin duda, aquel individuo no tenía ni un céntimo y estaba desesperado por predecir su propio camino hacia alguna comilona del festival. Cuando el hombre se detuvo delante del cuartel y comenzó a tambalearse borracho, aparentemente hablándose a sí mismo, el vigilante se rió con disimulo y ladeó la cabeza ante la visión del primer adivino borracho, detalle que le indicaba que el Shinarion estaba a punto de comenzar.

Si hubiese estado más cerca del adivino, habría visto al hombre contar en silencio, calculando el número de camas recién instaladas en los barracones vacíos. Si hubiera estado más atento y hubiese seguido al adivino, el vigilante se habría dado cuenta de que el hombre se escabullía por un hueco oculto entre las sombras cargado con un gran saco rebosante de ropa vieja, y lo habría visto alejarse por las calles medio desiertas hacia el oeste y pasar junto al salón de banquetes y la torre de bienvenida, en dirección a la muchedumbre que gritaba enloquecida por el comienzo de la primera lucha de gladiadores del festival.

Si aquellos tres hombres al servicio de la ciudad: el comisario, el armero y el vigilante del cuartel, se hubiesen encontrado en una taberna la primera noche del festival, habrían podido comparar algunas observaciones y detalles curiosos acaecidos durante los últimos días. Estos tres hombres probablemente habrían caído en la cuenta de que los tres transeúntes, el mercenario, el malabarista y el adivino, tenían exactamente la misma altura, edad y rasgos.

Desde luego, el Shinarion era una época de comercio y celebración.

Hubo otra visita similar en el centro de la ciudad, la última de cuatro, en un establo no muy alejado de la Escuela de los Juegos. En una cuadra apestosa y oscura, un mozo solitario limpiaba el establo en medio de los relinchos de los caballos y el zumbido de las moscas. El joven no se percató de la llegada de un esclavo, de un muchacho ataviado con la túnica blanca del Templo.

«El sirviente de Balandar», observó el mozo de reojo, con la mente distraída. Seguramente, el viejo sacerdote le había enviado a comprar otra yegua.

El joven esclavo saludó con la cabeza al mozo adormilado y comenzó a deambular por el establo, como si estuviese interesado en comprar un caballo. El mozo lo dejó que se moviese a su aire, prestándole tan poca atención como ese mismo día, pero más temprano, le habían prestado el jefe de intendencia, el armero y el vigilante del cuartel. Finalmente, el mozo de la cuadra se durmió sobre la escoba y soñó que ganaba una gran apuesta en los Primeros Juegos de Josef Monoculus, y que se lo gastaba…

Todo en cerveza.

Mientras tanto, Vincus deambulaba por el establo buscando algo sospechoso o fuera de lugar. La mayoría de los animales que había le eran familiares; el caballo ruano de la joven Trincera, la sacerdotisa de Mishakal; las dos yeguas de su amo Balandar, y la media docena de sementales del Príncipe de los Sacerdotes.

Aunque había otros menos familiares. Vincus se acercó primero a uno, luego a otro… Aquellos grandes animales permanecieron tranquilos, sin asustarse cuando los acarició el joven esclavo, mientras les examinaba rápidamente las orejas, las grupas y los dientes.

Las marcas en las grupas de dos de los caballos castrados indicaban claramente que pertenecían a comerciantes de Balifor. Nada raro en ello.

La crin trenzada del caballo de poca alzada indicaba que procedía de Thoradin. Vincus no pudo evitar reírse cuando se imaginó un enano montado sobre aquella criatura, intentando mantener el equilibrio en la silla y maldiciéndolo mientras se tiraba de la barba.

Fue la cuarta montura la que despertó el interés de Vincus: una yegua fuerte y temperamental, de color gris, un poco mayor, pero bien cuidada, que estaba en el fondo de la cuadra mirando a Vincus con ojos desafiantes. Una cicatriz vieja y larga cruzaba la cruz del animal y, en uno de los costados, presentaba una antigua herida de cuatro flechas, la cual también se había curado hacía años.

A medida que Vincus se acercaba a ella, la yegua bajaba la cabeza y resoplaba amenazante.

Vincus extendió la mano lentamente. Una rodaja de manzana y la actitud pacífica del joven esclavo apaciguó los ánimos de la bestia. La yegua, aunque un poco esquiva, dejó que Vincus acariciara su crin larga y oscura y que le examinase el lomo y las pezuñas en busca de alguna marca que la identificase.

Nada. Aquel animal no tenía marca.

Chasqueando la lengua suave y tranquilizadoramente, el joven alzó las manos y abrió la boca de la yegua para inspeccionarla. Allí, en la parte interior de su labio de color rosado, encontró un tatuaje azul.

Un hexágono. Símbolo de la sexta legión.

Vincus se quedó sin respiración. Existían montones de leyendas alrededor de la sexta legión, la cual estaba compuesta por un grupo de veteranos duros y despiadados, entrenados por soldados solámnicos para atajar la hechicería que habían participado en innumerables expediciones contra los ogros. Aquellos soldados se destacaban por su rapidez, resistencia y… Su absoluta falta de piedad.

En aquel momento se encontraban acampados cerca de la frontera de Kernn. Al menos, eso era lo que había oído en las tabernas y en la Escuela de los Juegos, y ésa era la información que había dado a Vaananen en sus visitas semanales.

Vincus, intentando pensar rápido, examinó el labio del caballo negro de la cuadra contigua, y también el de la yegua castaña que estaba al lado de la entrada del establo. Los dos animales tenían la marca del hexágono azul.

La sexta legión estaba en Istar.

Rápidamente, el joven intentó encajar detalles curiosos y dispersos que había recopilado a lo largo del día. Provisiones nuevas, armamento también nuevo, y ahora unos caballos que delataban su presencia. La sexta legión se encontraba en Istar disfrazada de malabaristas, bailarines y comerciantes.

Sin duda, el Príncipe de los Sacerdotes se estaba preparando para la llegada de los rebeldes.