Mucho tiempo atrás, las cavernas que había bajo la ciudad de Istar habían sido bosques. Hacía cien mil o doscientos mil años, los volcanes ahora inactivos que yacían debajo del gran lago de Istar entraron en erupción, dando lugar al último de los grandes desastres geológicos; eso fue antes de la Guerra de Todos los Santos, durante la ancestral Era de los Sueños. Aquel desastre natural enterró el paisaje bajo un manto de lava y ceniza y, con el transcurso de los años, se formaron las cavernas, que se mantuvieron imperturbables ante el ascenso y la decadencia de cientos de civilizaciones. Las cinco razas pisaron la faz del planeta. Apareció la Casa de Silvanos en el joven bosque del sur, surgieron los gnomos, y se creó la Gema Gris en la Gran Fragua divina de Reorx. Fue entonces cuando comenzó a mostrarse aquel extraño fenómeno de la opalescencia en las ramas y troncos petrificados de los troncos que quedaron allí enterrados, y cuando el agua del nuevo lago formó una trama de conductos a través de la porosa roca volcánica.
Ahora, después de miles de años, los ojos mortales se maravillaban ante el espectáculo de aquel bosque inmemorial. Veinte años de pico y pala no habían acabado con su belleza enigmática, casi sobrenatural. Bajo las antorchas sin humo de los mineros elfos, el paisaje fosilizado brillaba como si estuviese cubierto por un rocío viejo y helado.
Tres elfos descendían por el largo y estrecho pasadizo que se abría entre los robles petrificados, sujetando con las manos unas lámparas que proyectaban una luz de color ámbar. Llevaban una máscara que les protegía del polvo, y sus ojos verdes resplandecían como estrellas en medio de sus caras tiznadas con negras cenizas.
Aquella noche no buscaban ópalos. A pesar de las órdenes del Príncipe de los Sacerdotes, todos los mineros habían dejado de trabajar para buscar a la niña.
Creían que había muerto, junto con su madre y otros tres elfos, cuando hacía dos noches se derrumbó aquella parte de la caverna. Habían enviado expediciones de exploradores hacia los escombros, los cuales treparon y se arrastraron por todo aquel oscuro laberinto hasta que no pudieron avanzar más, gritando el nombre de los cinco mineros desaparecidos.
Tesseray Parian. Gleam. Cabuchon.
Y la pequeña Taglio. Tan sólo una niña, aunque lo bastante mayor para sostener una lámpara mientras los otros trabajaban.
Aquella tarde oyeron el llanto de la niña y, después de rastrear las regiones más accesibles de las minas, los lucanestis enviaron secretamente a varios de sus mejores hombres para que escrutasen las profundidades más peligrosas, el reino de los derrumbamientos y aludes de piedras donde habitaba el espíritu de las nagas, los monstruos serpentinos con rostro humano que tenían el poder de absorber la opalescencia de los cuerpos de los lucanestis, y de reducirlos a polvo y a trocitos de hueso en los profundos y olvidados pasillos de la mina.
Aquél era, sin duda, un territorio peligroso, y el sonido del llanto de la pequeña elfa los angustió durante horas, mientras los tres fuertes mineros cavaban y escarbaban hacia el lugar de donde procedía el sonido.
El mayor de los exploradores, Spinel, sujetaba la lámpara por encima de sus dos compañeros más jóvenes. Mil setecientos años habían hecho mella en su vista de lince y en la fuerza y resistencia de sus brazos, pero el viejo elfo era astuto y conocía los secretos de todos aquellos túneles, tan experto en estas lides como los enanos contra los que había luchado bajo tierra durante siglos. Sujetaba la luz deseando con todas sus fuerzas encontrar a uno de los miembros desaparecidos de su pueblo.
Los lucanestis, antaño una rama noble aunque minoritaria de los elfos dimernestis, habían deambulado durante años por las praderas al sur de Istar, y su gran olfato para encontrar bosques, con el tiempo y los viajes, fue transformándose en un extraordinario don para hallar manantiales ocultos.
El agua en la roca; los llamaba desde su tumba en la seca tierra. Pronto, los lucanestis se convirtieron en imprescindibles para las primeras caravanas y migraciones que cruzaron la faz de Krynn.
«Zahones», los llamaban los viajeros nómadas, quienes los contrataban a precios exorbitantes como guías y adivinos.
Les pagaban bien, y los lucanestis adoptaron con orgullo aquel nombre peyorativo. Pero durante años, el agua estuvo asegurada para los elfos del bosque y los elfos nobles, que habitaban en las riberas de los ríos o en bosques tropicales. Durante esa época, la escasa influencia de los lucanestis disminuyó y fueron repudiados y tachados de vagabundos y rufianes por el gran consejo de los elfos.
Y volvieron a surgir los viejos apodos. «Zahones». «Elfos mercenarios».
En medio de tanta burla y desprecio, los ópalos llegaron a ellos como un regalo de los dioses.
Agua y roca de nuevo, puesto que aquellas piedras se formaban durante miles de años mediante la unión de agua y roca bajo las montañas de Istar. La razón que condujo a los lucanestis al subsuelo se ha olvidado con el paso de los siglos, pero el laberinto de cubículos dispersos por las cavernas opalescentes que yacían bajo Istar probaba que habían trabajado en las raíces de la ciudad durante siglos.
Aun así, era gente a la que le gustaba el campo abierto, que disfrutaba del viento fresco de la noche y observar la lejana disposición de las estrellas. Sus estancias en el subsuelo eran breves pero eficaces, las blancas lucernas que recubrían sus ojos se compenetraban bien con el agua de los ópalos, su gran tesoro. La mina se cobró muchas vidas y los cambió; la piel se les endureció con el paso del tiempo y con el efecto del agua y la sílice, hasta que llegó un momento en que los elfos más viejos se volvieron transparentes, brillantes y opalescentes como las piedras que buscaban. Pero los lucanestis sacaron provecho de aquel cambio, ya que ante la presencia de un intruso o de un predador se quedaban estáticos y se camuflaban integrándose en las rocas y escombros que los rodeaban.
Cuando eran lo suficientemente viejos, dos mil años o quizás un poco menos, la opalescencia inevitablemente se cobraba un precio, y los lucanestis entraban en un sueño pétreo y oscuro del cual no podían regresar.
Aunque mientras eran jóvenes, había ópalos que buscar y riquezas que acumular. Y así fue como los lucanestis trabajaron en las minas y acumularon riquezas, llevando aquellas codiciadas piedras a la superficie. Pronto, lo que antes había sido una tribu pobre y marginal, floreció con una riqueza desmesurada.
Una abundancia que atrajo la atención de las ciudades, del Príncipe de los Sacerdotes… y también de los venáticas, un grupo de cazadores y espías al servicio de los clérigos de Istar.
Pronto, los lucanestis fueron observados, y más tarde acompañados en aras de lo que los venáticas denominaron «el interés de la geología», aunque en realidad aquello fue una inspección armada. Lo que comenzó como observación y acompañamiento, poco a poco fue cambiando y, al cabo del tiempo, aquellos individuos de Istar ataviados con atuendos rojos se fueron convirtiendo en compañeros, consejeros…
La expedición de «cooperación» terminó en esclavitud el día en que Spinel y un grupo de seguidores quisieron salir a la superficie en busca de aire fresco y un poco de luz, y un escuadrón de soldados istarianos les dio el alto.
Después de aquel día, los lucanestis jamás volvieron a salir a la superficie.
A pesar de todo, el Príncipe de los Sacerdotes ordenó no apresar a ninguno de ellos. Después de todo, la relocalización había representado la sentencia de muerte de miles de inocentes desde los propios albores del planeta, y de las montañas y de las llanuras que se congregaban alrededor de la extraordinaria ciudad, dejando tras de sí pueblos abandonados, aldeas quemadas y las reliquias desmoronadas de civilizaciones desaparecidas.
Así acabó Istar con lo que la codicia había comenzado.
En aquel entonces, ya en sus años de decadencia, la opalescencia se había extendido por sus pálidos brazos, y Spinel tan sólo podía guiar a sus compañeros, mientras éstos escarbaban los escombros en busca de la niña desaparecida.
—Nunca pensé que llegaríamos a esto —dijo Spinel—. Apenas llevamos un siglo bajo la ciudad y los niños están muriendo.
Sin inmutarse, los dos elfos más jóvenes continuaron con su ardua tarea. Aquellos dos hombres eran spelas, palabra que utilizaban los lucanestis para designar a aquéllos que habían nacido y crecido en las cavernas de debajo de Istar. Los spelas no habían conocido el sol, ni tampoco la pareja de lunas que surcaba el cielo estrellado, y muchos de ellos creían que su peor enemigo eran los desprendimientos de rocas y las nagas que se escondían en aquel paisaje y no sentían un especial rencor hacia los istarianos.
Spinel sentía lástima de ellos; estaban tan sepultados como la niña que buscaban.
La mayor de los spelas, una joven muchacha llamada Tourmalin, sostuvo en lo alto una piedra oscura y brillante.
—Un glaino —dijo seria, y extendió la gema hacia el mayor de los elfos—. Por fin llevaremos algo a casa.
De mala gana, casi con vergüenza, Spinel cogió el ópalo que le entregaba la muchacha y lo guardó en un pequeño bolsillo de su cinturón. Otra piedra que moler para los misteriosos rituales del Príncipe de los Sacerdotes.
—Encontraremos a la niña —afirmó el viejo elfo, con un hilo de voz titubeante bajo la luz de la antorcha—. ¡Por Reorx y las lámparas de los ojos que encontraremos a esa pobre criatura!
Con ayuda del pico y la pala, los tres elfos avanzaron despacio y con cuidado a través de las amorfas rocas volcánicas. Una voz frágil, casi imperceptible, los llamó desde algún lugar debajo de aquel laberinto de piedra y oscuridad. Era la niña que pedía agua y llamaba a su madre… y finalmente suplicaba a Branchala y al Sueño Eterno.
Cuando Spinel oyó el principio de aquella melodía, el suave lamento fúnebre que proclamaba el sueño pétreo de los lucanestis, sus órdenes fueron más apremiantes. El veterano elfo, con la mano apoyada sobre el hombro de Tourmalin, guió a los tres mineros con sumo cuidado a través de las serpenteantes capas de roca.
«Despacio —se dijo a sí mismo—. No hay que perder la fe ni la sensatez». Ni tampoco el fino hilo de voz que venía de algún lugar de debajo de la pared de piedra que tenían delante.
Aunque era casi imperceptible, la melodía continuó. Por un momento, pareció que Tourmalin hacía acopio de todas sus fuerzas y, murmurando un juramento entre dientes, redobló la velocidad con que cavaba. Sus compañeros la imitaron, y el sonido del metal contra la piedra resonó por toda la galería, y también los jadeos de los mineros.
«Sí, estamos abriéndonos camino —pensó Spinel a medida que el sonido del pico contra la roca adquiría una nueva resonancia—. Tan sólo es cuestión de minutos y, si la niña sobrevive, si conseguimos sacar a todos estos inocentes a la luz, al aire…».
—¡Más rápido! —ordenó entre dientes.
Entonces, el martillo de Tourmalin atravesó la última capa. Spinel, radiante, se abrió paso entre sus compañeros más jóvenes para adentrarse por la nueva galería con la antorcha bien alta…
Pero otra pared de roca, a casi tres metros de la abertura obstruía el camino. Spinel maldijo aquella pared, comenzó a escarbar la piedra con sus propias uñas, a golpearla enloquecido con el hombro… mientras, en algún hueco recóndito, la melodía de la niña se desvaneció.
Spinel apoyó la frente contra el frío muro y sollozó. El paso del tiempo transformaría el esqueleto de la niña y, quizás, algún día, los descendientes de aquéllos que cavaron en vano en su busca encontrarían sus huesos, pequeños, redondeados y brillantes en medio de la roca que la engulló y la hizo suya.
—Es de glaino —exclamó Tourmalin. Los restos de compasión ya habían desaparecido de su rostro y, con su mano pálida y curtida, palpó la nueva pared que se erigía ante ellos—. Glaino —repitió.
Aquello significaba que tendrían que regresar al corazón de aquel lugar despiadado en busca del codiciado polvo resplandeciente.
Por encima de las rocas, de los escombros y de los lamentos de los elfos, a kilómetros de distancia y en la ciudad de Istar, las tropas del Príncipe de los Sacerdotes vigilaban y aguardaban aburridos e impacientes.
Se acercaba el Shinarion, el gran festival de los juegos, de la industria y del comercio, también momento para los negocios y la celebración. La ciudad de Istar y todos sus tributarios se congregaban para celebrar juntos la gloria de la diosa que, según decían, velaba por la vasta y compleja economía de la región. Como de costumbre, se había engalanado la ciudad con sedas y pan de oro; las posadas estaban llenas de gente recién llegada y, por el entramado de calles estrechas, todo el mundo, desde los exclusivos comerciantes de diamantes ataviados con su ropa gris, hasta las alcahuetas y los astutos ladronzuelos, se preparaba para la semana que se acercaba.
Incluso en el Templo del Príncipe de los Sacerdotes se preparaban ceremonias especiales en honor a Shinare. Se consumía incienso de jazmín en medio de su gran plaza y las campanas del Templo repicaban en el carillón del amanecer que dedicaba cada mañana a la diosa.
Parecía que todo discurría según lo planeado y que el gran negocio de ritual y comercio se desarrollaba tranquilamente, como si no se estuviesen librando funestas y sangrientas batallas en medio del desierto. Se quitaron los crespones de las casas nobles, y los trapos negros colgados de las puertas de las moradas más humildes se sustituyeron por ornamentos rojos y amarillos en honor al Shinarion. Los soldados que enterraron hacía apenas una semana, ya habían sido olvidados.
Pero los soldados que hacían guardia en las puertas de la ciudad estaban nerviosos; los jinetes paraban e inspeccionaban todas las caravanas que llegaban a la ciudad y, en lo alto de las torres del Templo, un millar de ojos miraba con inquietud hacia el sur. Circulaban rumores que decían que el comandante rebelde, el Profeta del Agua, se acercaba a la ciudad como un león herido. Y también que venía y que llegaría en un mes, o quizás antes. Fordus Alma de Fuego avanzaba hacia el norte con una antorcha en lo alto y con hambre de sangre istariana. Su objetivo era asaltar la ciudad y el propio templo, saquear sus muros engalanados y teñirlos con más sangre enemiga.
Por primera vez desde que se recordaba, la ciudad hervía bajo la amenaza de una invasión.
A pesar de todo, se celebraría el Shinarion como siempre, así lo había decretado el Príncipe de los Sacerdotes. La vida diaria no iba a ceder al pánico, y la ciudad no iba a convertirse en un campamento armado. Y además, Istar sacaría provecho de la festividad; el metal de Thoradin, las sedas de Ergoth y el grano de las Llanuras no tendrían que llevarse a otros mercados para venderse.
Las caravanas emprendieron el camino rumbo a la ciudad, cargadas con artículos exóticos y caros. A medida que se acercaban las fiestas de Shinarion, llegaron los primeros mercaderes y, con ellos, aparecieron los puestos y bazares. La ciudad se llenó rápidamente y, a finales de semana, el número de visitantes fue aun mayor. Balandar afirmó que durante aquellos días la población de Istar se había duplicado.
Vincus, escondido tras la ventana de la biblioteca de su amo, observaba la llegada de todos aquellos forasteros. Durante esos días, Balandar, como encargado del vino en el Templo del Príncipe de los Sacerdotes, estuvo muy ocupado y, a menudo, dejaba a Vincus a su libre albedrío. El muchacho repartía el tiempo en leer a escondidas oscuros manuscritos y zanganear por la plaza del mercado atestada de gente, observando los preparativos del festival.
Casi todos los años, la llegada de aquella gente era un acontecimiento exótico, casi lo suficiente para hacer creer al joven criado que la ciudad no era lo único que existía y que las tierras legendarias de las que hablaban los viajeros eran reales.
Los acróbatas, los adivinos y los bailarines ya habían llegado, y se esperaba la asistencia de una banda de músicos enanos para amenizar la víspera del festival. Incluso circulaban rumores de que los shardos, los famosos malabares ciegos, también estarían allí.
Pero lo cierto es que aquel año las primeras llegadas fueron algo desconcertantes. Vincus paseaba por la plaza del mercado de forma casual, aunque en realidad no se le escapaba ni un detalle. En su deambular, el muchacho detectó que los saltos de los enormes y corpulentos malabaristas eran un poco desmañados, que los bailarines parecían malhumorados y los adivinos un tanto herméticos y reservados. Los enanos y los malabaristas tampoco estaban acertados, y el joven sirviente empezó a sospechar que aquel año no contarían con los espectáculos más famosos.
Vincus vio pocas funciones y las predicciones de los adivinos, las pocas que hubo, fueron más bien vagas y confusas.
Hoy es su día de suerte.
Usted es más introspectivo que la mayoría de la gente.
Su futuro es esperanzador.
Todo aquello era demasiado confuso. Esas personas eran impostores; Vincus estaba convencido de ello.
Al principio, el muchacho no supo si comentar sus sospechas al druida. Vaananen, absorto en su jardín mágico, tenía poco aprecio a los acróbatas y bailarines, ya que ese tipo de gente no encajaba con su modo de vida austero, propio de la gente del oeste.
Pero finalmente, dos noches antes del inicio del festival, Vincus se coló por la ventana del druida. Vaananen ni se inmutó ante la llegada del sirviente. El druida estaba, como de costumbre, agachado junto a su pequeño jardín dibujando el jeroglífico de la lluvia.
Vincus notó que el jardín mágico había crecido. Vaananen desmanteló uno de los costados de madera que mantenía la arena cercada y ahora la tierra estaba desparramada por el suelo de la habitación, como si tuviese voluntad propia. El druida había añadido otra piedra y también un cacto verde y achaparrado a la austera y misteriosa disposición de objetos que había sobre la arena, y dos nuevos jeroglíficos adornaban el extremo opuesto del jardín.
Entonces, Vaananen se fijó en el muchacho, se levantó y dio sus meditaciones por finalizadas.
—Vincus, ¿qué nuevas me traes? —preguntó con una sonrisa fatigada.
Las oscuras manos de Vincus lanzaron el primero de cuatro complejos símbolos.
—¿Impostores? ¿Caramba? Vincus, todos los adivinos son impostores —se rió el druida.
Vincus sacudió la cabeza y sus dedos se movieron frenéticamente.
Vaananen se dio la vuelta hacia el jardín mágico.
—Has hecho un gran esfuerzo —le dijo al muchacho—. Gracias.
Vincus se encogió de hombros y se rascó por debajo del collar de plata que le rodeaba el cuello. Se levantó y se dirigió hacia la ventana, la cruzó… y se esfumó en la cerrada noche de Istar. El druida se quedó contemplando los cactos, las piedras y las cambiantes formas en la arena.
En la quietud de sus pensamientos, Vaananen podía pasar por alto y ridiculizar las sospechas de Vincus. Pero había algo diferente en la ciudad, algo extraño y curioso que no encajaba. Vincus estaba acostumbrado a observar lo que sucedía en la calle y tenía buena vista y oído, y sobre todo intuición para percibir cuando algo había cambiado, cuando algo no iba bien.
Fue precisamente aquella sensación, aquel presentimiento, lo que le condujo de nuevo a la biblioteca de Balandar.
La biblioteca había sido siempre para Vincus un lugar de paz, un santuario repleto de enormes estanterías cuyos libros viejos y descuidados despedían un penetrante olor a moho y a cuero viejo. Como niño esclavo, al principio analfabeto y vendido para saldar las deudas de su padre, Vincus, durante un tiempo, había cogido libros de las altas y oscuras estanterías para examinarlos durante la noche, mientras su amo dormía. Pero, poco a poco, logró relacionar los dibujos de los márgenes de los viejos textos con las letras. Era como leer jeroglíficos, un proceso largo que consistía en convertir garabatos indescifrables en ideas.
Tardó todo un año, pero Vincus aprendió a leer solo en aquella habitación oscura, iluminada únicamente por la luz de una vela.
Cada vez que regresaba a aquel lugar, lo embargaba la misma sensación de paz y quietud. Pero en aquella ocasión iba como intruso, como espía, para conseguir cierta información.
Sin hacer ruido, el muchacho hojeó las notas del viejo Balandar. En un libro raído y viejo, el sacerdote había anotado durante años las ganancias del Templo, desde antes del asedio a las Torres de la Alta Hechicería y la expulsión de los magos y mucho antes de que el propio Vincus hubiese nacido. Ya había revisado en alguna ocasión aquel libro, memorizando sus letras y cifras; de hecho, «clarete» y «malvasía» fueron dos de las primeras palabras que leyó.
Al repasar las anotaciones más recientes, las correspondientes a los últimos meses, Vincus supo rápidamente el número de barriles de vino traídos a la bodega del Príncipe de los Sacerdotes desde las cálidas regiones del norte.
Uno de los claretes más caros figuraba entre los preferidos del Príncipe de los Sacerdotes. Era un vino reservado para los clérigos de mayor rango. Con un barril al mes era suficiente y Vincus no detectó ninguna variación en el pedido, ni tampoco en el malvasía, que los clérigos de menos jerarquía y los oficiales bebían con cierta… licencia. Siete barriles aquel mes, seis el anterior y seis el otro.
Vincus asintió con la cabeza. Un ligero incremento en el malvasía era normal en el período en que se celebraba el festival.
El tinto era el vino de los soldados, el cual estaba racionado para los hombres del ejército. Se vendía en los cuarteles y se lo llevaban en sus expediciones militares. El soldado istariano se sentía desnudo sin su odre.
Vincus sonrió mientras añadía cifras.
Diez barriles, luego once, y aquel mes… veintidós.
El joven sirviente se palpó el collar con expresión ausente. Desde luego había un incremento importante en el tinto, mucho más de lo que era normal durante las fiestas, más allá del sentido común. Aquello probaba definitivamente sus sospechas.
Alguien nuevo estaba en la ciudad. Alguien de incógnito.
Y el tinto era el vino de los soldados.