Tampoco el halcón tenía palabras para explicar lo que ocurrió más tarde.
A pesar de que los exploradores de Fordus tenían la vista de un lince y mucha experiencia en seguir huellas e interpretar el terreno, el cambio sutil que se había producido en las arenas cercanas del desierto al principio no los alarmó. Por la mañana, las dunas se habían desplazado de manera que ahora rodeaban una masa de arena enorme y ondulante. El fenómeno despertó la curiosidad de los hombres; doce de ellos, veteranos de cien marchas y una veintena de batallas, se agacharon alrededor de la anomalía y la observaron con precaución, detenidamente.
«Como mucho es el trágalo —se dijeron—, que ha dejado su trampa para los viajeros incautos, o simplemente un cambio en el terreno producido por el viento de la noche».
Sin darle más importancia, los exploradores se mantuvieron en sus puestos y dirigieron sus miradas hacia el lejano horizonte, hacia la frontera de las salinas o a cualquier cosa menos en dirección al montículo de arena arremolinada que yacía a sus pies.
Prácticamente ya habían olvidado aquel incidente, cuando un primer temblor agitó el suelo de su alrededor. Entonces, de repente, el explorador más joven, que se encontraban a no más de veinte metros del enigmático montón de arena, comenzó a gritar señalando en aquella dirección.
De forma inexplicable, el muchacho fue engullido por un primer torbellino de arena fundida que surgió del mismísimo corazón del desierto.
Pocos segundos más tarde, otros dos exploradores que se habían quedado totalmente paralizados ante aquel suceso, fueron tragados por una nueva erupción de arena. Era como si un volcán extraño y oculto comenzase a escupir cristales incandescentes sobre los Hombres de las Llanuras y sobre los proscritos. En lo alto, el halcón de Alanda surcaba el cielo, pero incluso a trescientos metros de altura sobre aquel súbito holocausto el calor en sus alas le resultaba insoportable.
Lucas gritó horrorizado una y otra vez.
Fordus tardó menos de una hora en alcanzar el lugar de la erupción. Alanda y el elfo iban tras él, también Estrella del Norte y Tanila. Gormion y una docena de proscritos los seguían de cerca.
Encontraron el desierto desgarrado de forma sobrenatural por grietas, cráteres y otras fisuras en cuya superficie brillaba un humeante y espeso magma. Parecía un paisaje nacido de una explosión de luz, calor y fuego. En lo alto, por encima de aquel terreno devastado, los pájaros del desierto se alejaban asustados mientras la tierra bajo la lava diseminada se agrietaba y se fundía para añadirse finalmente al creciente torrente de arena y cristales.
Por un momento el grupo de rebeldes quedó enmudecido. Fordus, que se había olvidado por completo de la herida de su pie, dio un paso firme hacia aquel lugar abrasador. Luz de Relámpago se acercó a él, lo cogió del brazo y tiró de su amigo hacia atrás.
Poco a poco, la arena del epicentro de la fosa comenzó a endurecerse hasta convertirse en oscuros cristales.
—¿Qué es eso? —murmuró Gormion atónita, deslizando absurdamente la mano sobre la empuñadura de su puñal.
Nadie contestó. Ni el Hombre de las Llanuras, ni el Profeta, ni tampoco la barda podían descifrar aquel misterio.
Aunque entre ellos había alguien que sí podía dar una explicación a todo aquello, alguien que ocultaba su conocimiento tras unos ojos ámbar e inexpresivos.
Había otros dioses en el Abismo que estaban tan ansiosos como la propia Takhisis de entrar en el mundo y alterar el curso de la historia según sus deseos. Zeboim ya siguió una vez a Takhisis, y también Morgion; las tempestades en las aguas de la costa y las plagas surgidas de los pantanos fue el legado de la ingenuidad de aquellos dos dioses que carecían de poder para permanecer en el mundo más de algunos minutos, de una hora como máximo.
Pero aquel día, cuando la arena del desierto de Istar comenzó a cristalizarse y a fundirse, deslizándose lentamente hacia el campamento de los Hombres de las Llanuras que se levantaba a los pies del Altiplano Rojo y destruyendo todo lo que encontraba a su paso, no fue más que el preludio de algo mucho más colosal y destructivo. Takhisis se dio cuenta de ello inmediatamente. Otra criatura de su misma condición, alguien fuerte y con poderes suficientemente extraordinarios para rivalizar con los suyos, había descubierto su secreto y la había seguido entre el espacio cristalino que separaba ambos mundos.
Y Takhisis sabía de quién se trataba.
—¿Qué es eso? —preguntó Gormion de nuevo, esta vez con más insistencia a medida que la arena derretida iba engullendo poco a poco las dunas que encontraba a su paso.
—Un volcán —contestó Fordus tenso, sin apartar la mirada ni un segundo de aquel torbellino de resplandecientes cristales—. Ya lo he visto antes. Hace mucho tiempo, desde las estribaciones de Thoradin. Lo mejor es que levantemos el campamento y nos alejemos rápidamente.
Gormion estaba más que dispuesta a obedecer las órdenes de Fordus y agitó exaltada sus brazaletes de plata para indicarles con la mano a sus proscritos que regresasen inmediatamente al campamento. Fordus y Luz de Relámpago se dieron la vuelta pero, de repente, cuando ya enfilaban hacia el Altiplano Rojo, un alarido desgarrador, casi sobrenatural, los sobresaltó.
Tanila yacía en medio del camino de aquel río de lava y arena, retorciéndose y agarrándose la pierna.
El elfo, sin dudarlo ni un momento, corrió hacia la mujer herida. En medio de la arena, sintió que el suelo bajo sus pies era inestable, tropezó y cayó, y frenó con las manos a un palmo de distancia de aquel torrente abrasador.
Luz de Relámpago sintió un calor equiparable al de cien soles juntos, y parpadeó para aliviar el ardor de los ojos.
Con un alarido, deslizó las lucernas, y retrocedió, alejándose del torrente de lava, y tambaleándose hacia Tanila. El elfo deslizó su brazo alrededor de la cintura de la mujer y la condujo a tientas hasta la cima de la duna más cercana. En sus brazos, el cuerpo de aquella mujer era increíblemente pesado. En un último y desesperado esfuerzo, el elfo llevó a la mujer a un lugar seguro, y se dejó caer boca abajo y sin aliento junto a una duna. Un caos de ruido y chillidos se arremolinaba a su alrededor; el elfo podía oír los gritos desesperados de los proscritos y la voz de Estrella del Norte transportada por un viento tórrido.
No daba crédito a lo pesado, compacto y quebradizo que había resultado el cuerpo de Tanila en sus brazos. Era como si la emanación de lava del volcán la hubiese envuelto totalmente y se hubiera secado, convirtiéndola en piedra y cristales. Luz de Relámpago, se volvió hacia ella, incrédulo, deseando tocarla de nuevo.
El pie de Tanila había desaparecido; quebrado como una lasca de piedra y ni una sola gota de sangre brotaba de la herida. El elfo se quedó boquiabierto mirando a la mujer.
Ella le devolvió una mirada gélida.
El grito de Fordus interrumpió los pensamientos del elfo, quien dio un brinco y el suelo bajo sus pies se partió en dos. Luego, se arrodilló atónito al borde de la fosa y vio cómo de las profundidades de la fisura emergía una criatura que batía sus enormes alas cubiertas de cenizas y brasas incandescentes.
Fordus huyó a toda velocidad de la cortina de humo que lo envolvía. Estrella del Norte y dos de los proscritos estaban junto a él cuando, del centro de una nube de fuego, surgió un pájaro gigantesco; su forma recordaba a la de un cóndor o un buitre, su horrenda cabeza carecía de plumas y estaba cubierta de ampollas, y sus ojos negros resplandecían como gemas auténticas.
Fordus se detuvo y observó, completamente atónito, cómo el pájaro llameante chillaba trazando círculos por el cielo del desierto. Desde suelo firme, los proscritos le lanzaron hachas y lanzas, y también maldiciones, pero todo rebotaba sin provocar ni la más mínima herida sobre la dura piel del pájaro, el cual seguía volando lentamente, como si acabase de integrarse en aquel cuerpo.
Aquella criatura lanzó un nuevo grito y descendió con dificultad. Su ataque fue lento y predecible, y golpeó con su afilado pico el escudo de un lancero, de un joven muchacho de Kharolis llamado Ingaard, quien lo esquivó y soltó una sonora risotada; el pájaro se retiró tambaleándose y se preparó para una nueva embestida.
Con un chillido desafiante, Ingaard cogió impulso para lanzarle con fuerza su arma, pero de repente el muchacho resbaló y se le escapó la lanza de las manos; parecía que el desierto entero hubiese caído víctima de un maligno y terrible hechizo. El pico del cóndor golpeó el escudo levantado del muchacho una y otra vez, hasta romper la dura piel que lo recubría, y el enorme pájaro agarró al joven guerrero y se lo llevó volando por los aires; le desgarró toda la carne y lo arrojó en el centro de la erupción de arena y lava.
Ante aquel terrorífico espectáculo, los otros proscritos se dieron la vuelta y huyeron despavoridos.
Poco a poco, con los ojos enrojecidos y con un humo que le salía de las oscuras plumas, aquella criatura fue acercándose a Tanila. De nuevo, volvió a batir sus alas, y el aire abrasador y fétido se arremolinó como un torbellino alrededor de los Hombres de las Llanuras.
Tanila, presa de cólera, perdió el equilibrio sobre la inestable arena, pero Luz de Relámpago, sin bajar la guardia ni un momento, se interpuso entre ella y el monstruo, y levantó el escudo de bronce de uno de los proscritos caídos para defenderse. El cóndor, con sus profundos ojos negros encendidos, lanzó un grito agudo y arremetió contra el elfo, quien se aprestó a aguantar la nueva embestida del pájaro. Luz de Relámpago, con ayuda del pequeño escudo, logró parar el ataque de sus garras y lo obligó a retroceder. Entonces, oyó un estruendo, como si se rompiera porcelana o cristal, y el gigantesco pájaro chilló fuera de sí con la cabeza inclinada hacia atrás y el largo cuello arqueado como la cola de un escorpión.
Por un momento, el desierto quedó en silencio; parecía que el propio ruido se hubiese colado entre las grietas y hubiese desaparecido. El elfo y el monstruo quedaron uno frente al otro, en medio de un paisaje desolado compuesto tan sólo por arena y lava.
—¡Mátalo! —siseó Tanila.
Y entonces, con un grito que sin duda debió de oírse hasta en las propias puertas de Istar, el cóndor arremetió contra el elfo. Éste retrocedió, pero perdió el equilibrio y el pájaro, con un nuevo chillido desafiante, se lanzó contra él, tirándolo al suelo.
Alanda silbó a su halcón y sacó la baqueta del tambor que colgaba de su cinturón. La muchacha saltó con agilidad por encima de una gran fisura y corrió hasta alcanzar un trozo de suelo más alto y sólido, mientras buceaba en su memoria en busca de una música poderosa.
Luz de Relámpago cayó arrodillado, y el peso del pájaro lo obligó a inclinarse hacia atrás. El cóndor revoloteaba triunfante sobre el elfo, clavándole las garras en las costillas y arqueando el cuello dispuesto a asestarle un último golpe fatal.
Luz de Relámpago gritó y lanzó una mirada suplicante hacia Fordus… quien estaba completamente concentrado en otros asuntos.
Fordus estaba sobre un estrecho puente natural de rocas y tierra seca que se había formado sobre el lago de lava y arena fundida que burbujeaba en la llanura del desierto. No era más que un sendero estrecho de suelo firme que no había sido alcanzado por el fuego y el magma, y que se iba estrechando poco a poco a medida que la corriente en ebullición devoraba sus cimientos.
Aquél era el lugar que aparecía en sus sueños: el fuego, la lava y el tenebroso pájaro.
Fordus se quedó sin respiración, ensimismado, hasta que los gritos de sus hombres lo alertaron.
El líder de los rebeldes se encontró atrapado en un dilema; el elfo yacía en medio de aquel paisaje burbujeante con el cóndor batiendo sus ardientes alas sobre él, mientras Estrella del Norte, tan sólo a cuatro metros de distancia, miraba desesperado hacia el líquido cegador, suplicando ayuda.
Era evidente que Luz de Relámpago estaba en peligro.
Pero el cóndor…
Era un viejo conocido de Fordus, el personaje que aparecía en sus sueños.
Y el elfo… era un disidente. Un oficial problemático. Lo que le sucediese quedaba en manos de los dioses.
Fordus se precipitó hacia Estrella del Norte y tiró al muchacho para apartarlo de la creciente fisura.
—¡Mi medallón! —gritó Estrella del Norte—. ¡El disco!
Fordus supo inmediatamente a qué se refería: el colgante religioso que le entregaron al muchacho en su noche de la elección de nombre, el cual era una réplica de uno de los célebres Discos de Mishakal. Aquel objeto, que no tenía el más mínimo valor material, pero era de gran valor para el muchacho, colgaba de la arista de una roca situada a menos de dos metros por encima de la creciente grieta.
—¡Camina despacio hasta suelo firme! —chilló Fordus, inclinándose sobre el lago burbujeante. Después tendió su atlético y musculoso brazo hacia el medallón y estiró sus poderosos dedos todo lo que pudo—. ¡Estrella del Norte, ponte a salvo!
Aquellas palabras sonaron heroicas. Recordaban a los versos de Alanda. Y seguro que compondrían una buena canción para cantar durante la hora de los relatos.
Con la espalda apoyada en medio de aquel terreno ardiente, Luz de Relámpago logró repeler la embestida del pájaro una vez más, aunque el calor del metal del escudo le había provocado llagas por todos los brazos, y el olor de sulfuro y roca quemada se le había colado por la garganta hasta llegar a los pulmones.
Una vez más, intentó pedir ayuda, pero el dolor le resultaba insoportable, asfixiante.
«Así que éste es mi fin», pensó, con una extraña paz, mientras el humo le empañaba los ojos, y los roncos gritos del cóndor retumbaban a su alrededor.
El áspero y estremecedor alarido del pájaro fue respondido por un grito más estridente y, de repente, como por milagro, el cielo se abrió sobre Luz de Relámpago. El elfo parpadeó con dolor y se incorporó a duras penas.
Lucas descendió rumbo al Altiplano Rojo y el gigantesco cóndor fue tras él. El pequeño halcón planeaba por el aire con elegancia, esquivando al pesado y torpe pajarraco que lo perseguía con una gracia producto de miles de cacerías y un año de vuelos de reconocimiento surcando el cielo del desierto. El cóndor lo seguía furioso y, el suelo que se desplegaba bajo la trayectoria de su vuelo, iba quedando totalmente abrasado, devastado.
El halcón trazó un gran círculo en el aire para regresar al campamento y el cóndor, ganando velocidad, estaba acortando la distancia que los separaba y parecía que Lucas iba a ser alcanzado, abrasado y consumido por aquel terrible monstruo.
Alanda, que se encontraba en la pendiente del Altiplano Rojo, al ver que su amigo estaba en grave peligro, comenzó a tabalear el tambor lentamente, pero con fuerza, reproduciendo los majestuosos modos matherinos de la alta magia. Empezó la canción con una incandescente explosión de palabras, una tralyta élfica que, poco a poco, se desvanecía hasta dar lugar a un lenguaje oculto, a unas palabras que la barda decía en susurros tan sólo para los dioses.
Pero enseguida, Alanda alzó la voz y, en los márgenes de la erupción de lava, los cristales se oscurecieron y se solidificaron, enfriándose con tal rapidez que el ruido de su crujir se oyó por todo el desierto.
La canción de la barda siguió alzándose por encima de todo aquel caos y ruido, pero las palabras eran ya totalmente incomprensibles. Se transformaron en la canción de un pájaro, en un trueno lejano, en el fluir de un torrente de agua y, finalmente, en el silbido del viento, el cual se colaba por entre las rocas de cristal que se encontraban cerca de ellos.
Incluso los propios cristales de los márgenes de las Lágrimas de Mishakal comenzaron a despedazarse, convirtiéndose silenciosamente en polvo.
Lucas sobrevoló la extensión de lava fría, y luego bajó en picado ciento cincuenta metros por el aire humeante y aterrizó brutalmente sobre la arena. El halcón desplegó las alas sobre su cuerpo para protegerse, como si construyera una especie de tienda de campaña.
Entonces, a quince metros por encima del desierto, el monstruo chocó con la fuerza y el poder de la canción de la barda.
Mientras tanto, Tanila se retorcía y se estremecía, tapándose las orejas. Durante una fracción de segundo, Alanda vio por el rabillo del ojo a la oscura mujer cojeando hacia las Lágrimas de Mishakal, la cual dejaba tras de sí un rastro de polvo negro, una nube de humo.
De pronto, de forma impresionante, el aire se tornó incandescente y el cóndor se partió en miles de fragmentos candentes que cayeron como una lluvia de ascuas mortales sobre el árido paisaje, sobre las rocas ígneas y sobre el pequeño pájaro.
Justo antes de que la lluvia de fuego alcanzase a Lucas, Luz de Relámpago saltó por encima del suelo incendiado, agarró al halcón y lo lanzó lejos de aquella mortal lluvia. Lucas se tambaleó en el aire, recuperó el equilibrio y finalmente logró remontar el vuelo y alejarse del fuego. Mientras tanto, el elfo conseguía salir de aquella trampa letal y rodar por el suelo con la ropa en llamas. Alanda se precipitó sobre Luz de Relámpago, pero cuando llegó hasta él, el fuego ya se había apagado y su amigo yacía aturdido y falto de resuello a la sombra de un enorme cacto.
De las cenizas del cóndor no dejaba de salir vapor que se propagaba por las llanuras devastadas por el fuego.
Alanda se arrodilló junto al guerrero elfo y entonó un breve cántico de curación y gratitud. Luz de Relámpago, prácticamente inconsciente, se incorporó con dificultad, se apoyó sobre el hombro de la muchacha y la miró fijamente a los ojos, como si fuese la primera vez que la viese a través de la suciedad, el cansancio y su descuidado pelo blanco.
De repente, se oyó el grito triunfante de Fordus por la humeante llanura.
El Profeta del Agua estaba de pie en un estrecho sendero de tierra, sujetando en lo alto un objeto brillante, rojo y dorado como el sol del atardecer. Fordus bailó una danza de victoria, y Estrella del Norte, a salvo en el otro extremo del sendero, bailó con él.
—¡Está loco! —susurró el elfo—. ¡Fordus está completamente loco!
Alanda permaneció en silencio mientras sostenía con delicadeza al elfo herido.
Fordus levantó de nuevo el medallón, riéndose y cantando. Cuando, de pronto, se formó una cortina de humo negro que se abalanzó hacia él a una velocidad pasmosa. Atrapado en el estrecho puente de arena y rocas no podía esquivarla ni huir. En escasos segundos, la nube de humo lo rodeó totalmente y comenzó a girar con furia a su alrededor, como un torbellino o un tornado. Y cuando por fin se desvaneció en la claridad del desierto, Fordus yacía sin vida sobre la roca desnuda.
Luz de Relámpago nunca logró recordar bien lo que sucedió después de aquello, aunque creía que oyó cantar a Alanda una vez, quizá dos, gritar a Estrella del Norte y también el lejano chillido de Lucas y, a continuación, sintió que lo movían, que lo transportaban…
Después aparecieron las antorchas, los chamanes y las curanderas danzando a su alrededor, y notó que el dolor de sus brazos y piernas remitía.
«Fordus —se dijo a sí mismo—, Fordus está muerto». Aunque su pesar no era verdadero.
En medio de los lamentos y de los llantos, sintió como si le quitaran de encima un gran peso.
Por fin todo esto ha terminado, dijo una voz, o pareció decirlo, y el elfo sintió un extraño arrebato de alegría, incluso en medio del luto por el Profeta.
Más tarde, cuando se despertó a los pies del Altiplano Rojo, empapado por el agua de la lluvia y envuelto en frescas pieles, Luz de Relámpago intentó olvidar aquel deleite traidor que lo había embargado. Estrella del Norte estaba de pie junto a él, mirándolo fijamente.
—Estrella del Norte —dijo el elfo con dificultad.
—El comandante está vivo, Luz de Relámpago. ¡Gracias a los dioses está vivo! Ha preguntado por ti dos veces. ¿Puedes levantarte? ¿Puedes mantenerte en pie?
—Creo… creo que sí —le contestó Hombre de las Llanuras, incorporándose a duras penas—. ¿Él está…? ¿Todavía está…?
El elfo sintió que un recuerdo se removía en algún rincón de su memoria; había algo que debería recordar, pero que no podía, debido al espantoso episodio del fuego, del humo y de aquel pájaro rabioso.
—Su espíritu está en la frontera de la vida, donde las tinieblas lo rodean y las sombras acechan. Pero es un hombre fuerte. Creo que se recuperará.
Luz de Relámpago se apoyó sobre el joven y clavó la mirada en el fuego, en la muchedumbre que se congregaba en lo alto del Altiplano Rojo donde Fordus yacía gravemente herido, quizá moribundo. Haciendo un esfuerzo enorme, el elfo ajustó sus pasos a los de Estrella del Norte y los dos juntos cruzaron el campamento e iniciaron la suave y sinuosa ascensión hasta la cima del altiplano, donde se amontonaba la multitud, acompañada por un ritmo lúgubre que emergía del tambor de Alanda.
El modo de Branchala, cántico del recuerdo, aunque quizá ya era demasiado tarde.
—Más deprisa, Estrella del Norte —dijo el elfo apretando los dientes, y el joven aceleró el paso.
—Cinco centinelas han muerto —le explicó el joven, a medida que el sonido del tambor aumentaba—. Gormion ha sobrevivido, y Alanda, y también tres de los proscritos.
El ritmo del tambor continuó monótono, y surgió una voz clara que entonaba una melodía triste y solitaria.
—Pobre Alanda —murmuro Estrella del Norte—. En ella reside el pesar de una viuda sin ni tan sólo haberse llegado a casar.
El elfo se mantuvo erguido y rechazó la ayuda que el joven le ofrecía. Los recuerdos seguían resistiéndosele; la imagen del fuego y la batalla lo empañaba todo.
Tanila
—¡Estrella del Norte, la mujer! —chilló el elfo, agarrando con fuerza el hombro del joven explorador—. ¿Qué ha pasado con Tanila?
Estrella del Norte se encogió de hombros.
—Ha desaparecido. No hay rastro de ella en las dunas ni en medio del torrente de lava. Existe la posibilidad de que la erupción la engullese, o que…
—¿O? —insistió Luz de Relámpago alarmado.
—Yo me dirigía hasta los aledaños de las salinas, hacia el lugar donde ella se encaminaba cuando el monstruo descendió de los cielos y Alanda comenzó su canción. Pero allí no había nada, tan sólo el contorno borroso del cuerpo de una mujer, que se desvanecía en las arenas movedizas de las salinas.
—¿El contorno? ¿No había huellas?
—Ninguna. Allí no había más que un pequeño montículo de escombros… un montón de sal y cristales negros.