10

Takhisis se precipitó como un huracán hacia el refugio de las salinas. El cuerpo del guerrero en el que la diosa habitaba se había agarrotado y secado hasta tal punto que estaba a punto de deshacerse y desvanecerse, y su modo de andar era cada vez más torpe y pesado.

Murmurando un tenebroso juramento, la Reina caminaba a toda prisa entre el zumbido de los cristales, dejando sus huellas sobre la arena negra. Entonces, las piernas translúcidas y angulosas del guerrero se movían con una rapidez sobrenatural.

Takhisis atravesó las salinas rumbo a un desnivel que se hallaba entre los cristales, hacia un pequeño montículo negro de sal en el que aparecían rastros de huellas cruzadas. La diosa había estado vagando por aquel lugar durante algunas noches, dentro del cuerpo de cristal de la misteriosa mujer, su otra encarnación.

Preparándose para un nuevo cambio, la Reina de la Oscuridad se puso en cuclillas en medio de aquel montículo negro de arena y escombros, sus relucientes manos, secas y frágiles después de su larga estancia en aquel cuerpo inventado, resiguieron las marcas de unas huellas nuevas con los cristalinos dedos.

En el suelo había el rastro reciente de un caballo que, en su deambular, había ido trazando círculos concéntricos alrededor de aquel lugar… y que finalmente emprendió el camino rumbo al campamento rebelde serpenteando por aquel paisaje estéril sembrado de rocas de cristal.

Takhisis levantó la mirada con mucha cautela y los rasgos de su cara empezaron a desdibujarse, endurecidos y angulosos. En sus ojos se reflejaron por un instante los rayos del sol, y el cuerpo del guerrero en el que habitaba resplandeció como una gema de ónice pulido.

De algún modo, conseguiría llegar hasta aquel elfo, pensó Takhisis, mientras el disfraz de Tamex se deshacía en un polvo negro. Eliminaría a aquel ser insignificante, con sus ojos conocedores del desierto y sus grandes sospechas.

«El elfo debe de saber muchas cosas sobre los ópalos, debe de conocer los secretos que se esconden tras esas piedras negras y acuosas», pensó la diosa.

Después de todo, él era un lucanesti y la opalescencia de su propia piel lo protegía de los tenebrosos poderes de Takhisis.

Pero en cambio era vulnerable… en otros aspectos.

La diosa flotó sobre el montón desmoronado de sal cristalizada en forma de nube oscura e incandescente.

Poco a poco, la sal y los escombros que se habían amontonado comenzaron a arremolinarse, como si un viento sobrenatural los azotase. Mientras todo esto sucedía, aquella misteriosa nube adoptó una nueva forma y se convirtió en una criatura gigantesca; sus alas curtidas y angulosas de murciélago comenzaron a batir, sacudiendo con violencia todo aquel caos de restos y polvo. Durante unos instantes, la nube hizo que las rocas de cristal que componían aquel paisaje pareciesen insignificantes, pero de pronto aquella nube etérea comenzó a reducirse hasta adquirir una forma más pequeña y sólida, lo que dio nacimiento a una mujer hermosa de pelo oscuro, la mujer tentadora que aparece en todas las mitologías.

Después de la puesta de sol, la mujer salió de forma furtiva de las Lágrimas de Mishakal, por la parte meridional de las salinas. Aquella criatura llegó al campamento rebelde cuando faltaba poco para el cambio de guardia y los centinelas, a punto de finalizar la última obligación del día antes de una larga noche de vigilia, se distraían durante un rato con cualquier cosa.

Arrastrado por el frío viento de la noche, nadie se percató de que un torbellino de arena negra descendía de los cielos y se fundía sobre la superficie en la frontera de las salinas. Nadie se percató tampoco de la mujer que se formó ni de su llegada al campamento. Aquella mujer se integró inmediatamente en el nuevo paisaje, se cubrió con una piel de ciervo que Tamex había arrebatado a uno de los hombres que había perdido la vida durante la batalla, aunque descartó la túnica de seda negra. Nadie se fijó en que una mujer de pelo oscuro, enmarañado y cubierto de arena, como si hubiese estado de duelo, se sentó con aire afligido junto a una de las hogueras de los que-naras.

Pero no pasó mucho rato antes de que tanto los Hombres de las Llanuras como los proscritos y los bárbaros se dieran cuenta de su presencia. No podían evitar mirarla.

La mujer era extraordinariamente hermosa, su piel era pálida y luminosa y sus ojos ámbar destellaban llenos de sensualidad y fuerza bajo las espesas pestañas. Pero en ese momento, aquellos ojos estaban enrojecidos, y su pálido rostro aparecía cubierto de lágrimas y, aunque su expresión era fría e impasible, era fácil darse cuenta de que durante la invasión de la mañana había perdido a alguien muy querido. A pesar de que todos los hombres del campamento la miraban con admiración y deseo, todos ellos permanecían a una distancia prudente por respeto a su dolor.

Incluso los proscritos de Gormion mantenían un respetuoso silencio ante su presencia.

Luz de Relámpago, solo junto al fuego que había encendido al pie del Altiplano Rojo, también se fijó en la mujer. En lo alto, como un delicado recibimiento, sonaba la música de Alanda quien permanecía en la cima del altiplano vigilando a Fordus, que dormitaba, se levantaba y deambulaba durante su recuperación.

Los ojos ámbar de la mujer se clavaron en el elfo, mientras éste cruzaba el campamento devastado. Luz de Relámpago se acercó a ella despacio y permaneció silencioso junto al fuego. Bajo la luz vacilante de las llamas, la piel del elfo desprendía destellos que iban de los azules a los dorados.

Luz de Relámpago deseó que Alanda hubiese estado con él para narrar sus hazañas y transformarlas en milagros y proezas delante de aquella mujer encantadora. Enseguida, el elfo se ruborizó ante aquella idea absurda, no necesitaba loas ni mediadores que lo ensalzaran. Él mismo le enseñaría quién era, sin necesidad de adornos. Él…

Pero ¿en qué diablos estaba pensando? Probablemente aquella mujer acababa de enviudar.

—Señor, está demasiado cerca del fuego —dijo una voz suave, colándose por el laberinto de sus confusos pensamientos.

—Le… le pido…

El elfo retrocedió, y pequeñas chispas incandescentes cayeron sobre sus pies, revoloteando sobre sus botas por un instante breve, pero incómodo. El elfo creyó ver que la mujer sonreía, aunque su expresión se mantuvo imperturbable y tampoco se movió del lugar que ocupaba junto al fuego que, poco a poco, iba perdiendo intensidad frente a ella.

—Hoy… —dijo Luz de Relámpago en voz baja, mientras removía torpemente las ramas y los troncos del fuego—. Hará frío esta noche y el fuego se está apagando.

—Gracias —le contestó la mujer con un tono gélido y sombrío, y levantó sus ojos ámbar para mirarlo durante un instante, pero enseguida los bajó con coquetería.

El elfo remoloneó junto al fuego, cargó con más leña seca y empezó a dirigirse a su solitario rincón, aunque la presencia de aquella mujer, con el resplandor del fuego iluminándole la melena negra y su piel casi translúcida, había provocado en él una extraña fascinación, que lo retenía allí.

Cuando la mujer volvió a hablar, fue como si una lluvia preciosa cayera sobre un desierto expectante.

—Me llamo Tanila —dijo—. Soy del sur, de Abanisinia.

—¿Que-shu? —le preguntó el elfo esperanzado. El padre de Alanda pertenecía a la tribu de los que-shus. Y el elfo sabía algo de aquellos Hombres de las Llanuras.

La mujer ladeó despacio la cabeza.

—No, de Que-kiri, de las colinas cerca de Xak Txaroth.

Luz de Relámpago asintió con la cabeza, aunque aquellas tribus y lugares lejanos no eran más que nombres para él. Esa mujer extraña continuaba siendo un misterio.

—Tú eres Luz de Relámpago —dijo con una voz todavía profunda y enigmática—, y estás al mando de estas tropas.

—No —le contestó el elfo, poniéndose de cuclillas junto al fuego. Acercó las manos al calor de la hoguera y éstas desprendieron destellos púrpuras y rojos—. Fordus es quien está al mando de estas tropas. Yo soy su general.

—Eres Luz de Relámpago, el elfo, ¿no es así? —le preguntó Tanila—. He oído que tú diriges a estas tropas.

Por un instante, su corazón pareció gritar ¡Sí! ¡Sí! Yo estoy al mando de este ejército, tanto en el campo de batalla como en el campamento. Fordus no es más que un fuego fatuo, una chispa resplandeciente, mientras que yo soy la esencia, el que guía en el yermo de sus palabras…

Pero se detuvo antes de dar voz a aquellos pensamientos, asustado de su propia vehemencia y deslealtad.

—Mi marido… —continuó Tanila, y apartó la mirada del fuego—, luchó en tus legiones. Se llamaba Moccasin.

Todavía excitado por la fogosidad de sus pensamientos, el elfo buceó en su memoria en busca de la cara de aquel hombre, del propio nombre. No encontró nada. Era como si el marido de Tanila hubiese desaparecido en las profundidades del desierto y la arena lo hubiese sepultado.

—Tanila, estoy… estoy seguro de que era un hombre valiente —le contestó, consciente de que aquella respuesta no era suficiente.

A lo lejos, a los pies del Altiplano Rojo, las hogueras ardían con fuerza, y por primera vez en aquel triste anochecer, el bullicio de la música y de las narraciones de historias resonó por todo el campamento. Como solía ocurrir, en aquel tipo de reuniones los soldados rebeldes se esforzaban por apartar de sus pensamientos el recuerdo de la emboscada. Ya habían llorado a los muertos; ahora aquellos hombres intentaban preparar sus corazones para la llegada del nuevo día.

Si la caballería de Istar había atacado una vez, bien podía…

Luz de Relámpago se quedó mirando las otras hogueras del campamento, las cuales parecían brillar a miles de kilómetros y años de distancia. Una parte de él deseaba participar en aquellas reuniones, en las que su sosegada presencia infundía ánimos a los soldados.

—Adelante, si te apetece ves con los otros —le instó Tanila—. Has sido muy amable conmigo.

La mujer permaneció junto al fuego con el cabello cubierto de ceniza y arena, pero aun así era extrañamente bella.

De repente, en medio de todo aquel escenario empezó a sonar el tambor de Alanda, y la energía de su voz recorrió todo el campamento. Luz de Relámpago y Tanila se encontraban demasiado lejos para que el elfo pudiese descifrar las palabras de la muchacha, aunque lo cierto es que tampoco les prestó demasiada atención.

Por primera vez desde que se había sentado con ella junto al fuego, Tanila le dedicó una sonrisa y el elfo, cautivado por la profundidad de aquellos ojos ámbar, desterró inmediatamente sus deseos de unirse a los otros hombres.

Recordaba poco de lo que aquella noche le había explicado a Tanila, pero estaba sorprendido de que hubiese sido capaz de decirle tantas cosas.

Luz de Relámpago le contó largas historias, que se sucedieron a lo largo de cientos de años, de su deambular con los lucanestis, de la invasión, la esclavitud, y también acerca de la gente de su pueblo retenida en las cavernas que se sumergían bajo la ciudad de Istar. Cuando acabó de contar toda aquella historia, el elfo se sintió agotado, era como si todas sus fuerzas se hubiesen ido consumiendo a medida que avanzaba con la narración.

Tanila iba transformándose a medida que el elfo hablaba; la tristeza del luto desapareció de sus ojos hasta que Luz de Relámpago tan sólo pudo ver la belleza devastadora y arrogante que, sin ninguna duda, había cautivado a…

Moccasin. Sí, ése era su nombre.

Tanila escuchó con atención la historia que el elfo le contó acerca de la noche en el desierto en que Fordus, por primera vez, descifró los enigmáticos jeroglíficos de los dioses. Tanila estaba sumamente interesada en lo que había ocurrido aquella noche y, al principio, sus preguntas fueron aparentemente distraídas para alentar la narración del elfo, pero poco a poco, se fueron haciendo más sutiles y concretas. Cuando Luz de Relámpago regresaba a otras historias y le contaba las hazañas de Fordus, las cacerías, las batallas, y su gran cruzada contra la tiranía del Príncipe de los Sacerdotes, el interés de Tanila decaía. Aun así, continuó narrando historia tras historia hasta que la noche dio paso al nuevo día.

La mujer lo interrogó a menudo acerca de los ópalos, y se inclinaba hacia el elfo con avidez para escuchar cómo el pueblo de Luz de Relámpago había buscado aquellas piedras preciosas desde tiempos inmemoriales: la blanca y la negra, el agua y el fuego.

Y también evidentemente el ópalo más oscuro que el negro, el glaino, al cual los lucanestis llamaban Sangre de Dioses por alguna extraña razón perdida en la Era de la Luz. Tanila continuó sondeándole con sus preguntas mientras lo instaba, lo tentaba y acechaba con la mirada.

El elfo se sentía totalmente cautivado por la hermosura de aquellos ojos.

El amanecer llegó inesperadamente. La primera luz comenzó a asomar por el este mientras los fuegos nocturnos se desvanecían bajo los primeros rayos del sol. Poco a poco, el campamento empezó a despertar, se oyó el ladrido de un perro y el chillido del halcón de Alanda que cazaba en lo alto. Con la primera luz del día, el elfo pudo distinguir las figuras que se movían de tienda en tienda y se dio cuenta de que había sido muy desconsiderado al haber ocupado aquella noche tan triste para Tanila con sus historias jactanciosas.

—Y todo esto… durante aquella única noche que pasó en las salinas —observó Tanila, con los ojos resplandecientes y acechantes.

Luz de Relámpago se movió incómodo y se levantó. Otra vez aquellos ojos. ¿Dónde los había visto antes? Su memoria estaba agotada y comenzaba a fallarle.

Tanila era tan sólo una muchacha, de melena negra y extraordinariamente hermosa, pero se había fijado en él, le había preferido antes que a Fordus.

Mientras se devanaba los sesos para recordar una nueva historia y otra más después de ésta, el elfo se dio la vuelta hacia aquellos gloriosos ojos ámbar, de repente se oyó una llamada que surgía del campamento y vio que Fordus se acercaba cojeando y apoyándose en Alanda.

—¡Así que es aquí donde has pasado la noche! —exclamó Fordus, con cierto sarcasmo.

Tanila se levantó y se apartó el pelo de la cara con un gesto elegante mientras bajaba la mirada con modestia ante la llegada del comandante.

Los ojos de color azul mar de Fordus saltaban rápidamente del elfo a Tanila como si descifrase un jeroglífico sobre la arena de la mañana. Fordus sonrió ferozmente, y el brillo azul de sus ojos se tornó gélido e inexpresivo.

—Luz de Relámpago, ¿quién es tu amiga? —preguntó apartando a la barda con delicadeza y tambaleándose sin su ayuda—. Mujer, no recuerdo haberte visto antes en el campamento, y seguro que no olvidaría esos hermosos ojos ni tampoco la tentación que se esconde tras esa melena negra.

Alanda retrocedió al tiempo que una expresión de dolor y cólera asomaba a su rostro.

Fordus dio dos pasos inseguros hacia Tanila y extendió la mano para acariciar con suavidad un mechón de su pelo.

—Sé que me acordaría de ti —murmuró vagamente.

—Se llama Tanila —contestó el elfo con frialdad, mirando a los ojos de su comandante.

Fordus era así, siempre había sido así, le gustaba saborear la persecución y la conquista, en la cacería, en la batalla y también en asuntos más delicados. No era su intención herir, ni ofender, pero cuando se lanzaba era frío e insensible a los sentimientos de los que lo rodeaban.

—¿Tanila? —contestó Fordus, mientras el azul de sus ojos se entrelazaba con el ámbar de los de la mujer, en un ardiente y tormentoso intercambio.

—La viuda de Moccasin —explicó el elfo—. Uno de tus hombres que cayó en la emboscada de ayer.

La falta de fuerza que denotó su voz le irritó.

—Tanila, lamento mucho tu pérdida —le dijo Fordus sin variar la expresión ni lo más mínimo—. En momentos de tanto dolor, es mi obligación como comandante asegurarme de que… todas tus necesidades sean satisfechas.

—¡Gran Branchala! —exclamó Alanda indignada.

La joven barda se dio la vuelta y regresó al campamento, y llamó a Lucas con un silbido antes de salir corriendo.

Naturalmente, Fordus ni se inmutó.

—Espero ser merecedora de tu amabilidad —Tanila contestó seria, aunque bajo aquellas palabras había un ardor sutil y sinuoso.

Era Luz de Relámpago el que murmuraba ahora entre dientes.

Inesperadamente, por encima de ellos se oyó el grito del halcón de Alanda. Todas las miradas se dirigieron hacia el pájaro, cuyos escandalosos chillidos junto al movimiento frenético de sus alas logró interrumpir aquel interesante encuentro. Lucas descendió a toda velocidad y, planeando sobre la sombría arena, fue a parar a la mano de su dueña. Sus gritos y silbidos eran tremendamente agudos, casi ensordecedores, y sus alas reflejaban un extraño brillo verde. La barda acarició al animal con la misma suavidad con la que tocaría las cuerdas de una lira.

Luz de Relámpago corrió junto a Alanda; Fordus lo seguía de cerca sin acordarse del dolor de su pie herido.

La barda los miró fijamente, y una expresión de alarma asomó a sus ojos marrones.

—¿Istarianos? —preguntó Fordus, llevando su mano derecha hacia el hacha que colgaba de su cinturón.

El halcón continuaba gritando y quejándose, y Alanda levantó la mano hacia los dos hombres para indicarles que permaneciesen en silencio.

No, nada de istarianos, les indicó con una mano mientras se inclinaba para acercar la oreja hacia el escandaloso e insistente parloteo del halcón. Ni arenitas, ni ankheg, ni pantera…

—Entonces, ¿qué? —exclamó Fordus impaciente.

La barda ladeó la cabeza y movió los dedos despacio y con precisión.

Fordus y Luz de Relámpago se miraron preocupados; por el momento, dejaron a un lado la hostilidad que acababa de surgir entre ellos.

No es nada que conozca, concluyó Alanda.

Lucas le susurró una vez más en el oído y después permaneció en silencio.

No es nada que él haya visto antes. El halcón no tiene la palabra para definirlo, continuó la barda.

—Entonces nosotros deberemos encontrar las palabras —afirmó el elfo.

Fordus asintió, acariciando el hacha con la mano.

Detrás de las cálidas cenizas de las hogueras de la noche, Tanila los observaba impasible. Las pupilas negras de sus ojos ámbar se volvieron como las de un reptil.