La Reina lanzó un grito agudo. Un grito cuyo eco retumbó durante cien años en el Abismo, lugar en el que la diosa gravitaba en medio de las oscuras corrientes del caos. Takhisis, furiosa, dobló con un movimiento seco sus alas y cerró los ojos con fuerza ante la desagradable visión que se desplegaba ante ella.
¿De dónde había surgido aquel guerrero? ¿Cómo había logrado pasar desapercibido?
Debía descubrirlo. La diosa, llena de rabia, dirigió de nuevo su mirada hacia aquel hombre, el cual estaba convencido de poder frustrar los planes de la malvada Takhisis si entraba en el mundo bajo una nueva identidad y de poder deambular por Krynn dentro de un cuerpo que no es el suyo…
Era un Hombre de las Llanuras, alto y con unos ojos azul cielo, o más bien, azul mar, cuya poderosa mirada atravesaba los muros en llamas que rodeaban la ciudad de Istar, que Takhisis tanto codiciaba. Aquel individuo tenía la tez curtida y cubierta por una barba rojiza, rasgo insólito entre su gente, y llevaba, prendida al cuello, una torques dorada incrustada con ópalos negros, y cuyas puntas, rematadas con pequeñas esferas, se enroscaban sobre su garganta.
¡Ópalos!, eso significaba que aquel individuo gozaba de protección.
Takhisis le atribuía unos treinta años por las tenues líneas que surcaban su hermoso y curtido rostro, y también por aquellos finos cabellos plateados que salpicaban su pelo rojizo.
El guerrero permaneció en la entrada de la ciudad en llamas.
El espectáculo del Templo del Príncipe de los Sacerdotes ardiendo era glorioso. Su soberano había muerto y los clérigos fueron derrotados y dispersados como una piara de cerdos… Todos excepto uno.
Una figura ataviada con una túnica blanca alzaba exultante sus manos. Takhisis no podía apreciar bien la cara del clérigo solitario, pero una ardiente ráfaga de viento sopló durante un instante, lo suficiente para que las mangas de su túnica dejasen al descubierto el tatuaje de una hoja de roble rojo que aquel individuo lucía en la muñeca izquierda.
Un druida. Esas malditas criaturas estaban en todas partes para contrariarla.
De repente, la imagen se tornó un tanto borrosa debido a la agitación provocada por las oscuras alas de otro dios.
Takhisis se dio la vuelta en medio de la negrura del Abismo y, a lo lejos, vislumbró la silueta de un adversario, de un enemigo que surgía como un ligero destello perdido en la lejanía. A pesar de la gran velocidad de los dioses, aquella criatura aún se hallaba a demasiada distancia para ir en su busca y darle su merecido.
Pero justo en aquel instante, todos ellos, el druida, el guerrero y el ejército de Hombres de las Llanuras, desaparecieron momentáneamente de su visión, que quedó empañada por el reflejo de las llamas.
Takhisis se estremeció y soltó un nuevo grito lleno de furia, pero la diosa no apartó la vista ni por un instante de la imagen del Hombre de las Llanuras, del intruso de mirada gélida y distante, el cual apareció de nuevo ante ella, cruzando decidido los portalones en llamas de Istar para tomar posesión de todo lo que se desplegaba ante él.
Por la forma en que se movía y los rápidos movimientos de sus robustas manos, Takhisis supo que aquel individuo jamás había conocido la derrota, ni había derramado una sola lágrima ante la humillación de una rendición.
En aquel instante, la Reina de la Oscuridad se percató de que los cambiantes ojos azules de aquella mirada llena de confianza se desviaron para clavarse en ella, y por primera vez desde las Guerras de los Dragones, desde que la Dragonlance la desterró a sus arremolinadas profundidades, sintió que las garras del miedo se le clavaban en su corazón.
Atrapada por la mirada del Hombre de las Llanuras y, a medida que la escena se desintegraba ante sus ojos, Takhisis se giró despacio, convencida de que si no derrotaba a tiempo a las tropas rebeldes de aquel individuo, éstas alzarían sus sólidas cadenas por todo Ansalon en señal de rebeldía. Y si eso sucediese, aquel intruso habría logrado echar por tierra su larga y tediosa labor con el Príncipe de los Sacerdotes. Daría al traste con la serena y narcótica presencia de la diosa en los sueños del clérigo, con la controlada implantación de sus ruines planes en la mente del soberano.
El Príncipe de los Sacerdotes había resultado ser más fuerte de lo que Takhisis había imaginado en un principio, y también más sabio y versado en las artes de los dioses que ningún otro mortal en toda la historia del planeta. El soberano de Istar había derrotado a todos los dioses de la faz de Krynn, a todos ellos, desde el gran Paladine a Hiddukel, desde Zeboim de los Mares a los tres hijos lunares, los cuales tan sólo podían regresar esporádicamente y por escaso tiempo, adoptando la forma de apagados destellos sobre rocas de cristal, en las gotas del rocío, sobre las cortantes aristas de los meteoritos o bien en las irregulares grietas del hielo.
Pero irremediablemente el destello se desvanecía, el meteorito se calentaba o la nieve se derretía. Con ello, su estancia en el mundo finalizaba y regresaban al Plano Etéreo, donde se estremecían, gritaban lastimosamente y deambulaban aguardando el momento de poder regresar de nuevo.
Pero el Príncipe de los Sacerdotes era un mortal y no podría resistirse infinitamente al hechizo de la diosa.
«Luchar contra un dios es una tarea realmente agotadora —pensó Takhisis con una sonrisa perversa—. Tarde o temprano lo encontrarán en su torre diciendo cosas sin sentido».
Una lluvia de fuego estaba a punto de descargar y, sin duda, los dioses aprovecharían aquella nueva oportunidad para intentar irrumpir de nuevo en el mundo. Pero si Takhisis lograba sus propósitos, cuando llegasen sus adversarios la encontrarían ya al mando de todo, coronada y rodeada de sus fieles secuaces, e incluso los dioses tendrían que inclinarse ante su magnificencia.
La Reina de la Oscuridad ya había conseguido, a través de sus oníricas insinuaciones, que el Príncipe de los Sacerdotes expulsase a los hechiceros, a los elfos y a todos los bardos, y que se deshiciese también de aquellos sabios menos ortodoxos. Los filántropos y los intelectuales habían sido igualmente desposeídos de sus poderes y de sus bienes, y vendidos como esclavos a los numerosos sacerdotes que pululaban por el Templo del soberano, al acecho de favores, privilegios y sobornos.
El Príncipe de los Sacerdotes había ordenado encerrar a los elfos lucanestis, o lo que quedaba de ellos, en las minas de ópalo que se hallaban bajo la ciudad de Istar. Aquellas pequeñas criaturas eran obligadas a trabajar como esclavos y a rastrear, entre los escombros crecientes acumulados durante más de treinta años de trabajo, en busca del fabuloso glaino.
Después del papel del Príncipe de los Sacerdotes, el de los elfos lucanestis era de suma importancia para ella, puesto que el glaino negro era la clave en el complejo plan urdido por la diosa.
En una ocasión, Takhisis ya había tratado de introducirse en el glaino. La gema estaba repleta de líquido, de una sangre pétrea y glacial capaz de alimentarla y sustentarla infinitamente en el hostil Krynn. Sangre de Dioses lo llamaban los mineros lucanestis. La Reina de la Oscuridad no podía dejar de pensar en el poder que ello le otorgaría y los estragos que podría consumar con ayuda de las preciadas gemas. Se dejaría caer por Krynn y, si había alguna posibilidad de penetrar en la piedra…
Así fue como en el transcurso de una gran tormenta de truenos, Takhisis intentó introducirse en la gema, pero la opaca e impenetrable negrura del glaino bloqueó y repelió la energía y también la luz de la malvada diosa. Temblando de dolor y de rabia, Takhisis, en una explosión de fragmentos de luz, se dispersó hacia los ocho rincones del aire que envolvía la piedra para volver a recomponerse e intentarlo de nuevo.
Pero la diosa volvió a ser rechazada. La piedra resultaba impermeable, resistente a su poderosa magia.
Pero si aquella gema suave y perfecta llegase a romperse… El líquido que se escondía en su interior podría alojar a Takhisis durante mil años. Sin duda, se trataba de auténtica Sangre de Dioses.
Eso también planeaba dejarlo en manos del maleable Príncipe de los Sacerdotes.
Treinta años había tardado Takhisis en urdir ese plan. Tres décadas aproximándose lenta y dolorosamente al momento en el que el desastre causado por unos sucesos catastróficos, un cataclismo, pensó, con una sonrisa siniestra, se cerniría amenazadoramente sobre el Príncipe de los Sacerdotes y sobre la vida diaria de la ciudad. Todo ese tiempo le había costado a Takhisis acorralar la ciudad y el continente entero hacia el borde de un precipicio que a ella se le antojaba maravillosamente dulce.
Tan sólo le separaban cinco años, seis a lo sumo, de aquel glorioso momento en el que un rito o ceremonia con unas pocas palabras sabiamente cambiadas, junto con un poderoso conjuro, todo ello acompañado de una vanidad desmesurada, lograría por fin colapsar la ciudad, el gobierno y el imperio entero, y partir la faz de Krynn en dos mitades.
Sería un ritual aparentemente corriente e inofensivo, quizás incluso beneficioso para los clérigos. Pero en él, el Príncipe de los Sacerdotes pronunciaría algunas palabras que tan sólo diez años antes habría encontrado abominables y blasfemas.
El soberano esparciría el polvo de miles de piedras a cambio de obtener aquello que tanto anhelaba. De este modo, Takhisis lograría que su espíritu pudiese deambular libremente por un mundo que se le había denegado durante mucho tiempo. El Príncipe de los Sacerdotes le fabricaría un cuerpo a partir del líquido extraído del polvo del glaino y, así, ella se sentiría a salvo en el trono de Krynn, mientras Istar se desmoronaba y el mundo se sumía en un nuevo caos.
Pero todo aquello podía fallar, o en el mejor de los casos ser inoportunamente pospuesto, si los rebeldes conseguían sublevarse. No habría ningún Príncipe de los Sacerdotes sumiso, si aquel barbudo Hombre de las Llanuras conseguía sus propósitos.
No habría cataclismo. ¿Cómo había podido pasarlo por alto?
Las oscuras alas de Takhisis agitaron el vacío líquido del Abismo. Entonces, una luz la iluminó repentinamente y, por unos instantes, se abrió una brecha tentadora hacia un mundo resplandeciente que Huma y los dioses le habían negado. Sus montañas, mares y desiertos aparecieron ante su gélida mirada.
«El conocimiento otorga un enorme poder y libertad», susurró Takhisis para sí misma.
Aunque su ruin corazón estaba repleto de temor, la diosa logró recomponer su inmensa memoria, con el objetivo de recuperar los dispersos recuerdos sobre la historia del Hombre de las Llanuras. «En su pasado —pensó la diosa—, se hallan las mejores armas para construir un futuro aterrador».
Soplaba un viento helado, Takhisis desplegó sus alas y se instaló sobre la turbulenta corriente para revisar detalladamente el pasado de aquel desafiante individuo, en busca de una clave que la ayudase a desvelar aquel misterio, y lo que vio fue…
Nada. El pasado de aquel hombre había sido borrado.
Sargonnas otra vez, seguro que era él quien estaba detrás de esto.
Pero ella era consciente del poder que se escondía tras esa desaparición y ese extraño vacío. Rápidamente, la diosa echó un vistazo a su alrededor. Sus nerviosos ojos negros se clavaron en la oscuridad, en las profundidades, y sus inquietantes alas comenzaron a trazar círculos a lo lejos, allí donde apenas alcanzaba la vista, desde donde pudo oírse una carcajada burlesca que surgía de las tinieblas.
Sargonnas también quería ser el primero. Ya se encargaría de él más tarde. Aunque para Takhisis, aquel pájaro carroñero no era más que una criatura insignificante, un parásito molesto en medio de la desolada noche. Ahora, lo más urgente, y probablemente también lo más peligroso, era pararle los pies a aquel rebelde de barba rojiza.
El Hombre de las Llanuras era un cazador, de eso no había ninguna duda. Todos lo eran. Y un guerrero, si no ¿cómo iba a suponer una amenaza tan grande para los ambiciosos planes que la diosa había trazado tan minuciosamente? Pero probablemente había algo más, tenía que haber algo más.
El pasado de su nuevo adversario se le resistía y Takhisis hurgó en el presente. De pronto, surgieron escenas de un desierto brillante pero implacable. Un par de veces más, la diosa tuvo que esquivar las oscuras y molestas alas de Sargonnas, quien, al oír los terroríficos rugidos de Takhisis, se retiró, ocultándose en la seguridad del vacío.
La diosa no lograba todavía dar con el nombre de su adversario. Aún no. Aunque sabía que aquel individuo tenía algún tipo de poder con las palabras. Cuando él hablaba, la tribu se movilizaba en busca del agua que tanto necesitaba durante sus viajes a través del desierto. Pudo comprobar también cómo aquel individuo había ido madurando y cambiando con el paso del tiempo, y cómo sus palabras habían ido tomando un tono cada vez más beligerante. Vio que su pueblo se agrupaba en torno a él para formar ejércitos de hombres que lo veneraban y de mujeres que lo deseaban abiertamente. Los enemigos de aquel tipo, goblin y ogro, solámnico e istariano, se rendían ante él. Y al final de cada batalla, se componía una nueva canción en honor a su héroe.
Una barda menuda, rubia y de aspecto descuidado permanecía siempre fiel a su lado. Su belleza quedaba oculta por miles de millas de árido viento y desierto. La muchacha sostenía un tambor con la mano y sobre su delgado brazo reposaba un espectacular halcón. Los rasgos de su rostro respondían a los de los Hombres de las Llanuras: pómulos marcados y profundos ojos pardos reveladores de una inteligencia ardiente. A pesar de que era ligera, de piernas largas y estaba bien formada, los movimientos de la joven eran bruscos y poco gráciles, como si no se hubiese podido acabar de acostumbrar a las leyes que regían su propio cuerpo. Era pequeña, casi élfica, y su pelo rubio, prácticamente blanco, resultaba extraño e insólito entre los oscuros que-naras. Debería haber sido el tipo de niña que durante la Era de los Sueños habrían abandonado a merced de los elementos y los acontecimientos. En el mejor de los casos, la habrían dejado con los habitantes de los pueblos sedentarios, donde habría vivido como un bicho raro en una aldea tediosa en la que nadie la hubiera mirado.
Aquella muchacha era especial. Imilus, «forastera llena de talento», la llamaban con cariño, y viajaba con los que-naras, poniendo su voz a los ancestrales cánticos de aquel pueblo, cantando sus leyendas e inventando nuevas canciones a medida que las historias alcanzaban la categoría de mito.
Había poder en su voz; lo cierto es que era formidable…
De pronto, se oyó la escalofriante carcajada de Takhisis retumbar en el oscuro vacío.
Podía percibirse que había alguna historia entre aquellos dos personajes, entre el héroe y la forastera; podía sentirse que una sutil energía los rodeaba y creaba una brecha entre ellos. El Hombre de las Llanuras no conocía la devoción que la muchacha le profesaba y, por las noches, cuando patrullaba con sus hombres junto al fuego, raramente le dirigía la palabra. Ocasionalmente, incluso tomaba a alguna otra mujer, indiferente al evidente dolor que aquello provocaba en ella.
Más a menudo, en cambio, hablaba y luchaba junto a otro personaje: un pequeño lucanesti de pelo oscuro y trenzado, y de piel moteada y opalescente, distintiva de su raza.
El elfo era de complexión flexible y escurridiza, un tipo fibroso que nunca llegaría a acumular un gramo de más en su menudo cuerpo. Llevaba las polainas y la túnica propia de los que-naras, aunque no renunciaba al jubón de color azul oscuro, como el lejano cielo o marrón como la profundidad del desierto según la luz que le iluminase, que hablaba de su propia gente.
Aquel elfo era otro forastero. Y más interesante.
La risa sofocada de Takhisis hizo estremecer y temblar la profunda oscuridad.
El elfo luchaba sin la ayuda de ninguna lanza, cuchillo arrojadizo o kala, y es que sus manos y sus pies eran sus mejores armas, y la única protección que él pensaba que jamás necesitaría.
Takhisis suspiró aliviada a medida que las imágenes de estos tres personajes seguían apareciendo y danzando lánguidamente en medio de la oscuridad del Abismo. Los ópalos los protegían. La torques del Hombre de las Llanuras y la piel del elfo funcionaban como revulsivo contra la magia de la diosa.
Curiosamente, a pesar de que los tres eran forasteros, todos ellos habían logrado crear una sutil aceptación y poder a su alrededor, en medio de aquella tribu con unas supersticiones y un sentido de clan tan arraigados. Se trataba de una estructura fácil de alterar, invadir y finalmente liquidar. Las piezas del plan urdido por la maligna Takhisis comenzaban a encajar.
—Ah… mi pequeña y hermosa joven —susurró la oscura diosa a aquella muchacha de larga melena—, tu canción acerca de la caída de Istar jamás será cantada. Tu venerado compañero de fatigas jamás podrá escapar de mis garras, el pequeño hombre tampoco podrá luchar contra mí, y tú…
»Aplastaré tus canciones como si se tratase de un insignificante pedazo de cristal.
»El elfo no representará ningún problema. Venganza y libertad para su pueblo prisionero es lo que debe de estar buscando. Así es como siempre eran las cosas para los lucanestis. En el complicado mundo de los elfos, la represión los había convertido en criaturas simples. Habían nacido libres para acabar como esclavos. Pero la opalescencia de su piel impedía que Takhisis pudiese deshacerse de ellos personalmente.
De nuevo, el Príncipe de los Sacerdotes le iba a ser de gran ayuda, ya que sus minas estaban llenas de lucanestis cavando y muriendo.
Takhisis se dio la vuelta en el inmenso vacío y se rió plácida y dulcemente. Un lejano eco de incertidumbre todavía retumbaba en los tímpanos de la diosa. Ésta extendió sus gigantescas alas en medio del cálido y cambiante viento de la noche y emprendió el vuelo hacia la oscuridad en la negrura del Abismo. Una oscuridad que sólo daba paso a eso y que desembocaba finalmente en uno de aquellos lugares donde la luz había desaparecido definitivamente, pero que aún parecía brumoso, casi pálido, comparado con la profunda oscuridad que los rodeaba, con la penumbra del espíritu.
Revoloteando sus alas por la eterna negrura, Takhisis descendió más de diez mil brazas, dejándose caer libremente, como en un sueño, hasta flotar finalmente en medio de un siniestro universo poblado de sonidos confusos y desconcertantes, en un mundo de voces fantasmagóricas que envolvían la profunda oscuridad.
En aquel plano estremecedor, de terror y caos, surgido de los vientos de la oscuridad que la desplazaban de aquí para allá, indiferentes al continuo lamento de voces procedentes de los límites de la nada, retumbaba el histérico y tedioso murmullo de los condenados.
Takhisis desplegó sus alas y regresó hacia las cálidas y áridas corrientes de la superficie del Abismo, lugar en que se encontraba el resplandeciente firmamento, la línea divisoria que ella no podía cruzar, y que aparecía ante ella como algo prohibido y tentador, parecido a una gruesa capa de hielo en una laguna insondable o como la negra superficie de un brillante ópalo en bruto.
Allí, en el corazón de la nada, Takhisis volaba gloriosa y meditaba sobre cómo llevar a cabo sus oscuras estrategias.
Tras ella, a una distancia prudencial, podía vislumbrarse otra sombra que planeaba incesantemente con sus enormes alas negras extendidas como las de un gigantesco animal carroñero, o las de un pájaro de presa colosal.
El consorte de Takhisis, Sargonnas, desterrado al Abismo junto a su poderosa compañera, se había ocultado en las sombras más profundas para contemplar también aquellas visiones surgidas del mismísimo corazón de las tinieblas. Sargonnas pudo ver la misma ciudad en llamas, la torre destruida y también al elfo, a la muchacha y al hombre de ojos azules, a los que acechaban.
Aparecieron igualmente los ejércitos, las poderosas tropas a las afueras de Istar.
¡Oh, lo que daría Takhisis por destruir a aquel héroe de las Llanuras y a sus pocos centenares de seguidores! Aquel rebelde insolente para ella no era más que una pequeña molestia, alguien que luchaba por sobrevivir en un desierto que sus consejeros, sus oráculos y su propia conciencia le decían que no abandonase.
Pero dentro de cinco años, cuando su fuerza y sensatez hubiesen madurado, cuando sus seguidores se contasen por millares, y arropado por sus tropas se presentase desafiante ante las puertas de Istar con la intención de liberar a la gran cantidad de esclavos y personas sometidas que allí se encontraban, entonces su poder sería tan grande que ni siquiera una diosa podría detenerlo.
Las salinas del sur del desierto se hallaban a casi dos kilómetros de distancia del resplandor de las hogueras de los que-naras. Llamadas las Lágrimas de Mishakal desde la Era de la Luz, aquél era un lugar extraño para los Hombres de las Llanuras, para los rebeldes, e incluso para los bandidos nómadas del desierto, quienes bordeaban sus límites orando secretamente a Sargonnas o a Shinare.
Circulaban leyendas que narraban cómo aquéllos que se adentraban en las salinas raramente encontraban el camino de regreso, y que estaban condenados a deambular por aquel inhóspito lugar para siempre. Esas mismas leyendas decían que a menudo el viajero incauto se dirigía hacia aquel lugar atraído por las canciones que surgían de los cristales, de las amorfas y enormes rocas cristalinas que se alzaban desde el corazón de las salinas y a través de las cuales se colaba el viento del desierto, susurrando una música extraña, casi imperceptible.
Jamás un Hombre de las Llanuras acampaba cerca de las salinas, ni los guardias patrullaban sus alrededores. Aquel paisaje que se extendía hacia el horizonte infinito permanecía tan virgen y puro como lo había sido durante la Era de los Sueños.
La mirada de los que-naras apuntó hacia el norte, hacia las praderas, y a la distante amenaza de Istar, sin percatarse de un ligero movimiento en un cercano grupo de cristales. Un afloramiento de sal cristalizada con forma de árbol, brillante y de formas sinuosas, comenzó a balancearse.
Bajo la mezcla de luz de las tres lunas; la blanca, la roja y la invisible luna negra, Nuitari, los cristales hervían y se oscurecían como si un calor insoportable pasase por ellos, deshaciéndose para unirse y adoptar lentamente una nueva forma.
En su ausencia de rasgos, característica común de las salinas, la afloración, imprecisa y a medio formar, era, no obstante, humana. O a su semejanza.
Por unos instantes, se debatió entre su propia condición mineral y la vida, entre la sal y la carne, como si algo en su interior luchase entre el sopor y la vigilia, la inmovilidad y el movimiento. De repente, surgieron manos y dedos de sus ramas cristalinas, y aparecieron también los rasgos de un rostro, como si un escultor invisible los hubiese ido esculpiendo sobre piedra.
La mujer se movió y el desierto se estremeció. Aparecía hermosa, oscura, y curiosamente angulosa y desnuda a la luz de la luna negra.
Aquella mujer se arrodilló y cogió un puñado de sal que, cuando la escurrió entre sus dedos, ya era negra. Reluciente y delicada como la seda, la femenina figura se cubrió con aquella nueva y envolvente tela. Entonces, como por arte de magia, sus rasgos se suavizaron, su piel adquirió flexibilidad y vida, y sus ojos de tono ámbar resplandecieron bajo unas pestañas largas y sensuales.
Pero las pupilas de aquellos ojos eran negras y verticales, como las de un reptil.
Durante unos instantes, la mujer permaneció inmóvil y lentamente comenzó a respirar como si se tratase de un acto nuevo y extraño para ella. Entonces, estiró su cuerpo perezosamente, provocando que el trozo de seda que la cubría se deslizase suave y translúcido sobre sus piernas perfectas.
—Oh, demasiado tiempo ausente —murmuró, aunque podía adivinarse un grave eco atrapado en las profundidades de aquella voz—. Demasiado tiempo alejada de Ansalon y del pequeño mundo…
»Si todavía no puedo ser ópalo, seré sal.
Aquella figura había surgido del Abismo, del valle inerte, para adentrarse en el desierto infinito, aplastando con el peso excesivo de sus delicados pies el suelo endurecido por los rayos del sol y apartando a su paso las corrientes de aire.