Capítulo 5

Sabía que probablemente pronto tendría que dejaros, pero no podía decirlo. Sabía que estaba saliendo de ese gran cuento que tú y yo contemplábamos en ese momento, peco no podía decírtelo. De modo que me puse a hablarte de las estrellas, primero lo hice de forma que pudieras entenderme, pero luego, cuando ya me había emocionado, hablé libremente del espacio como si fueras un adulto.

Y tú me dejaste hablar, Georg. Te gustaba oírme contar aunque no fueras capaz de interpretar todos los enigmas que iba mencionando. Tal vez entendías más de lo que yo creía. Al menos no me interrumpiste, ni tampoco te dormiste. Fue como si entendieras que no podías abandonarme esa noche. Quizá percibiste que no era yo quien estaba contigo. Eras tú quien estaba conmigo. Eras el canguro de tu papá.

Te conté que era de noche porque el planeta había girado alrededor de su propio eje y estaba dando la espalda al sol. Sólo en el momento de salir o ponerse el sol podemos ver al globo terráqueo dar la vuelta, te expliqué. Eso creo que lo entendiste, aunque a veces cantábamos una nana que empezaba: El sol cierra su ojo, y yo pronto cerraré el mío… ¿Lo recuerdas?

Te señalé Venus y te dije que esa estrella era un planeta que daba vueltas alrededor del sol de la misma manera que la Tierra. En esa época del año podíamos ver Venus bajo en el firmamento al este, porque el sol brillaba sobre él de la misma manera que lo hace sobre la Tierra. Luego te conté un secreto: te dije que pensaba en Verónica cada vez que miraba ese planeta, porque «Venus» era una antigua palabra asociada al amor.

Casi todos los puntos luminosos que veíamos en el cielo eran estrellas de verdad, te expliqué, y brillaban por su cuenta, exactamente igual que el sol, porque cada estrellita en el cielo era un sol ardiente. ¿Sabes lo que dijiste entonces?: «Pero no nos quemamos la piel con las estrellas».

Había sido un verano maravilloso, Georg, habíamos tenido que ponerte crema con un alto factor de protección. Te estreché contra mi pecho y te susurré: «Eso es sólo porque están muy, muy lejos».

Mientras estoy escribiendo esto tú estás jugando en el suelo haciendo nuevas construcciones con tu tren BRIO.

Ésta es la vida de todos los días, pienso. Ésta es la realidad. Pero la puerta para salir de la realidad está abierta de par en par.

¡Son tantas las cosas de las que tengo que despedirme! Son tantas las cosas que dejamos atrás.

Hace un ratito te acercaste a mí y me preguntaste qué estaba escribiendo en el ordenador. Te contesté que estaba escribiendo una carta a mi mejor amigo.

Tal vez te extrañara un poco la tristeza en mi voz al decir que estaba escribiendo una carta a mi mejor amigo. Preguntaste: «¿Es para mamá?».

Creo que te dije que no con la cabeza. «Mamá es mi novia», dije. «Eso es algo muy diferente».

«¿Y quién soy?», preguntaste.

Me pusiste en un aprieto. Pero te cogí en brazos, te apreté fuertemente contra mí y te dije que eras mi mejor amigo.

Por fortuna ya no preguntaste nada más. No podías pensar que la carta fuera para ti. Y a mí me parecía curioso imaginarme que un día la leerías.

El tiempo, Georg. ¿Qué es el tiempo?

Continué contando, aun sabiendo que no eras ya capaz de entender lo que te estaba diciendo.

El espacio también es muy viejo, dije, tal vez tenga quince mil millones de años. Y sin embargo nadie ha conseguido enterarse todavía de cómo se creó. Convivimos en un gran cuento que nadie sabe lo que es. Bailamos, jugamos, charlamos y reímos en un mundo que no tenemos ni idea cómo surgió. Ese bailar y jugar es la música de la vida, dije. Lo encuentras por todas partes donde hay seres humanos, de la misma manera que hay tono de marcar en todos los teléfonos.

Echaste la cabeza hacia atrás y me miraste. Lo del tono del teléfono lo entendiste, te encantaba levantar el auricular y escucharlo.

Entonces, Georg, te hice una pregunta, la misma que quiero hacerte ahora que ya eres capaz de entenderla. Por esta pregunta te he contado la larga historia sobre la Joven de las Naranjas.

Dije: «Imagínate que hace miles de millones de años, cuando todo se creó, te encontraras en el umbral de este cuento y pudieras elegir si quieres nacer a una vida en este planeta. No sabrías cuándo vivirías, ni tampoco el tiempo que permanecerías aquí, pero de todos modos no serían más que unos cuantos años. Lo único que sabrías es que, si eliges entrar en el mundo, tendrías que despedirte y dejarlo todo algún día, cuando llegara el momento. Tal vez te causara mucha pena, porque muchos seres humanos opinan que la vida en este gran cuento es tan maravillosa que se les saltan las lágrimas con sólo pensar que se va a acabar. A veces es todo tan bueno aquí que duele mucho pensar que un día se acabará».

Estabas sentado en mis rodillas sin moverte. Añadí: «¿Qué habrías elegido tú, Georg, si una fuerza mayor te hubiera permitido elegir? Tal vez podamos imaginarnos un hada cósmica en este gran cuento de misterio. ¿Habrías elegido vivir una vida en la Tierra, larga o corta, dentro de cien mil o cien millones de años?».

Creo que respiré con dificultad un par de veces antes de proseguir: «¿O te habrías negado a participar en el juego por no aceptar las reglas?».

Seguías inmóvil sobre mis rodillas. Me pregunto en qué estabas pensando. Tú eras un milagro vivo. Me pareció que tu pelo rubio olía a mandarinas. Eras un ángel de carne y hueso.

No te habías dormido. Pero tampoco dijiste nada.

Estoy seguro de que me oíste, incluso es probable que me escucharas. Pero no pude adivinar lo que se movía dentro de tu cabeza. Estábamos muy juntos, y sin embargo había de repente una gran distancia entre nosotros.

Te apreté aún más fuerte, tal vez pensaras que era para que no pasaras frío. Pero te fallé, Georg, porque me eché a llorar. No era mi intención, y enseguida intenté recobrar la serenidad. Pero lloré.

Durante las últimas semanas me había hecho muchas veces esa misma pregunta. ¿Hubiera elegido vivir una vida en la Tierra sabiendo que un día de repente me sería arrebatada, tal vez en medio de una gran felicidad? ¿O habría rechazado desde el principio ese agitado juego de «dar y quitar»? Pues sólo venimos al mundo una vez. Las puertas del gran cuento se nos abren. ¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!

No estaba muy seguro de lo que hubiera elegido. Creo que me habría negado a aceptar las condiciones. Tal vez habría rechazado cortésmente la oferta de visitar el cuento, e incluso es probable que no hubiera contestado tan cortésmente. Tal vez habría dicho con un bramido que el dilema en sí estaba tan cargado de maldad que no quería saber nada de él. Eso pensaba justo en ese momento, sentado en la terraza, contigo sobre las rodillas. Estaba seguro de que habría rechazado la oferta en su totalidad.

Si hubiera elegido no meter la cabeza en el gran cuento, no habría sabido lo que me iba a perder. ¿Entiendes lo que quiero decir con eso? Algunas veces a los humanos nos resulta peor perder algo querido que no haberlo tenido nunca. Escucha: si la Joven de las Naranjas no hubiera cumplido su promesa de vernos todos los días durante los seis meses siguientes a su estancia en España, habría sido mejor para mí no haberla conocido nunca. Lo mismo sucede en otros cuentos. ¿Crees que la Cenicienta habría elegido ir al palacio como princesa si hubiera sabido que ese juego duraría sólo una semana escasa? ¿Cómo crees que se hubiera sentido al regresar a las cenizas y los atizadores, la malvada madrastra y las feas hermanastras?

Pero ahora te toca a ti contestar, Georg, te cedo la palabra. Fue sentado contigo en la terraza bajo el cielo estrellado cuando decidí escribirte esta larga carta. Fue en el momento en el que me eché a llorar de repente. No lloraba sólo porque iba a abandonaros a ti y a la Joven de las Naranjas. Lloraba porque tú eras muy pequeño. Lloraba porque tú y yo no podíamos hablar.

Vuelvo a preguntar: ¿qué habrías elegido si te hubieran dado la posibilidad de elegir? ¿Habrías elegido vivir un breve rato en la Tierra y al cabo de unos años ser arrancado de todo para jamás volver? ¿O habrías rechazado la oferta?

Te doy sólo estas dos alternativas. Así son las reglas. Si eliges vivir, también eliges morir.

Pero prométeme tomarte el tiempo suficiente y pensártelo bien antes de contestar.

Tal vez sea meterme demasiado en tus entrañas. Tal vez intente que te abras demasiado y no tenga ningún derecho a hacerlo. Pero es muy importante para mí lo que contestes a esta pregunta, ya que soy directamente responsable de que estés en el mundo. Tú no habrías estado en el mundo si yo hubiera podido rechazar el entrar en él. Tengo a veces un sentimiento de culpabilidad por haber contribuido a introducirte en el mundo. En cierto modo soy yo quien te ha dado la vida; la Joven de las Naranjas y yo, claro. Pero también somos nosotros los que vamos a arrebatártela. El dar la vida a un niño no es sólo darle el gran Regalo de la Vida. También es arrebatarle ese mismo regalo inconcebible.

Tengo que ser sincero contigo, Georg. Yo habría rechazado la oferta de un veloz tour tipo «conoce-el-mundo» por el gran cuento. Y si tú piensas como yo, me siento culpable de lo que he ocasionado.

Me dejé seducir por la Joven de las Naranjas, me dejé tentar por el amor, me dejé convencer por la idea de tener un hijo. Ahora me llega el arrepentimiento y la necesidad de la reconciliación. ¿He hecho algo mal?, me pregunto. Lo vivo como un sangriento conflicto de conciencia y necesito dejar las cosas en orden antes de desaparecer.

Pero ahora, Georg, puede surgir un nuevo dilema, que tal vez no sea tan difícil —o tan maligno— como el primero. Si contestas que a pesar de todo habrías elegido vivir, aunque sólo hubiera sido por poco tiempo, entonces no tengo derecho a desear no haber nacido.

Así puede crearse una especie de equilibrio en esas cuentas, en el sentido de que las dos partidas se compensan. Naturalmente, eso es lo que espero. Incluso es el motivo por el que escribo.

No podrás contestarme directamente a la gran pregunta que te he hecho. Pero puedes hacerlo indirectamente. Puedes responder mediante la manera en la que eliges vivir esta vida que empezaste cuando Verónica, un médico desobediente del hospital y yo brindamos por ti con champán. Ese médico del champán fue una buena hada para ti, estoy completamente seguro de eso.

Ahora podrás dejar de lado este mensaje mío. Ahora te toca vivir a ti.

Mañana ingresaré en el hospital, así que mamá te llevará a la guardería.

Tuve que escribir esto también. Y he de añadir: no puedo prometer que vaya a volver más a Humleveien.

¡Georg! Una última pregunta: ¿puedo estar seguro de que no existe vida alguna después de ésta? ¿Puedo estar convencido de que no me encuentre en otro lugar cuando leas esto? No, no puedo estar seguro del todo. Porque si el mundo existe, es que ya se ha sobrepasado el límite de lo improbable. ¿Entiendes lo que quiero decir? Estoy tan saciado de asombro por que exista un mundo que ya no me cabe más asombro, aunque luego resultara que existe otro mundo después.

Recuerdo que hace un par de días tú y yo pasamos unas horas jugando a un videojuego. Quizá fuera yo quien más se divirtiera, necesitaba desesperadamente distraerme un poco. Cada vez que nos «moríamos» en ese juego, salía inmediatamente un nuevo tablero, y estábamos otra vez jugando. ¿Cómo podemos saber que no existe un «nuevo tablero» también para nuestras almas? Yo no lo creo, de verdad que no lo creo. Pero el soñar con algo improbable tiene un nombre. Lo llamamos «esperanza».

¡CLARO QUE ME ACORDABA DE AQUELLA NOCHE EN LA TERRAZA! Se me había incrustado en la médula. Se me había tatuado en el corazón. Y mientras leía, sentía escalofríos.

De algún modo lo había olvidado hasta entonces, pues no me habría acordado jamás de esa noche estrellada si no hubiera leído la carta de mi padre. Ahora la recordaba casi con demasiada nitidez. ¡TAL VEZ ÉSE SEA EL ÚNICO RECUERDO AUTÉNTICO QUE TENGO DE MI PADRE!

No era capaz de recordarle en la cabaña, ni tampoco era capaz de recordar ninguno de los paseos alrededor del lago de Sogn, por mucho que lo intentara. Pero sí recordaba aquella noche embrujada en la terraza. Es decir: la recordaba de un modo muy distinto. La recordaba como un cuento, o como un sueño con muchos colores.

Yo me había despertado, y al instante papá entró desde la terraza acristalada y me levantó por los aires. Dijo que saldríamos a volar y miraríamos las estrellas. Por eso me abrigó bien, porque en el espacio hacía un frío terrible. Papá quería mostrarme las estrellas del firmamento. Tenía que hacerlo. Ésa era la única oportunidad que teníamos y había que aprovecharla.

¡Yo sabía que papá estaba enfermo! Pero él no sabía que yo lo sabía. Mamá me había confiado el secreto. Me había dicho que papá tal vez tuviera que ingresar en el hospital y que por eso estaba tan triste. Creo recordar que me lo había dicho aquella misma tarde. ¡Tal vez por eso me desperté, tal vez por eso no podía dormir!

Recordaba con toda claridad esa larga noche del viaje por el espacio junto a mi padre en la terraza. Creo que había comprendido que papá tal vez nos abandonaría. Pero primero iba a enseñarme adónde iba a ir.

Y —al escribir ahora sobre ello siento escalofríos— mientras viajábamos por el espacio, papá se echó a llorar de repente. Yo sabía por qué lloraba, pero él no sabía que yo lo sabía. Por eso no pude decirle nada. Tenía que estarme muy quieto. Lo que iba a pasar era demasiado peligroso para que pudiera hablarse sobre ello.

Y hay algo más: desde aquella noche siempre he sabido que las estrellas del cielo no son de fiar. Al menos no son capaces de salvarnos de nada, y también de ellas tendremos que despedirnos un día.

Cuando mi padre se echó a llorar de repente mientras estábamos volando por el espacio, comprendí que nada en el mundo es de fiar.

Después de leer las últimas páginas de la carta, supe por fin por qué me había interesado siempre el espacio. Mi padre fue quien me abrió esa perspectiva. Él me enseñó a levantar la mirada de todas las miserias de aquí abajo. Yo era un pequeño astrónomo aficionado desde mucho antes de entender el porqué.

De manera que no era tan extraño que tanto mi padre como yo tuviéramos un interés tan grande por el telescopio Hubble. ¡Lo había heredado de él! Yo simplemente había continuado donde él lo dejó. Era una especie de herencia. ¿Y no ha sido siempre así? Los primeros preparativos para el telescopio Hubble se hicieron en la Edad de Piedra. No, para ser más exacto, el primer gran trabajo preparatorio se hizo unos segundos después de la Gran Explosión, cuando se crearon el tiempo y el espacio.

Hay algo que se llama plantar una semilla. A mi padre le dio tiempo a hacer eso antes de morir. De algún modo, él me instó a hacer el extenso trabajo para el instituto. No creo que a mi padre le interesara mucho el fútbol inglés y, afortunadamente, no le dio tiempo a conocer a las Spice Girls. No sé qué opinaría sobre Roald Dahl.

Había concluido la lectura. Me quedé un rato pensando, y mamá volvió a llamar a la puerta. Sólo dijo: «¿Georg?».

Dije que había terminado de leer la carta.

«Saldrás pronto entonces, ¿no?»

Contesté que más bien debería entrar ella.

Le abrí la puerta. Por fortuna, se apresuró a cerrarla de nuevo.

No me daba vergüenza tener los ojos con lágrimas. También mi madre tuvo lágrimas en los ojos las primeras veces que se encontró con mi padre. Ahora era yo quien se había encontrado con él.

Abracé a la Joven de las Naranjas y dije: «Papá nos dejó».

Mamá me apretó contra ella. También estaba llorando.

Nos quedamos sentados en la cama. Al cabo de un rato me preguntó sobre lo que me había escrito mi padre. «Estoy muy emocionada, ¿sabes? Y también tengo un poco de miedo a leerlo», dijo.

Le dije que mi padre había escrito una larguísima carta de amor, y mamá pensó que se trataba de una carta de amor para mí, claro. Tuve que explicárselo con pelos y señales. Le conté que mi padre le había escrito una carta a ella, a la Joven de las Naranjas.

Luego dije: «Yo era el mejor amigo de papá. Pero tú eras su novia. Es algo muy distinto».

Ella permaneció mucho rato sentada en el borde de la cama sin decir nada. Todavía era joven. Después de haber leído la larga historia sobre la Joven de las Naranjas, me fijé en lo bonita que era. Es verdad que podía recordar un poco a una ardilla. Pero ahora parecía más que nada un viejo pajarito. Vi cómo temblaba.

Pregunté: «¿Quién era mi padre?».

Ella se sobresaltó. No podía saber lo que yo había estado leyendo durante horas. Contestó: «Jan Olav, claro».

«Pero ¿quién era? ¿Cómo era?, quiero decir».

«Ah…»

Poco a poco se fue dibujando en su cara una sonrisa a lo Mona Lisa, y me miró con una mirada algo velada. En ese momento me fijé en algo que mi padre había comentado varias veces. Vi cómo se concentraba. Vi vagar sus ojos oscuros, era como si bailaran.

Dijo: «Era muy, muy tierno… era un ser verdaderamente especial. Y un idealista, tal vez debería llamarlo fabricante de mitos… Una y otra vez decía que la vida era un cuento, y creo de verdad que andaba por la vida con un… un sentimiento vital casi mágico. Además, era un gran romántico… los dos lo éramos. Y entonces cayó de repente gravemente enfermo, y no voy a ocultarte que se enfrentó a la muerte con una pena infinita. Dolía verlo; dolía terriblemente. Sé que me quería mucho a mí… y a ti, claro… bueno, a ti te adoraba. Se resistía a perdernos. Pero no pudo vencer a la enfermedad, nos fue arrebatado, dura y brutalmente. Nunca se reconcilió con su destino, ni en su último segundo de vida. Por eso el hueco que dejó fue tan grande… Estoy buscando la palabra…»

«Tengo tiempo de sobra.»

«Era lo que suele llamarse un soñador. Ésta es la palabra que buscaba».

Esta vez sonreí yo. Dije: «Y también era sincero, y además se conocía bastante bien. Incluso era capaz de reírse de sí mismo. No todo el mundo es capaz de eso».

Mamá puso cara de no entender. Dijo: «Tal vez. Pero ¿cómo lo sabes?».

Señalé el montón de hojas. «Algún día leerás todo esto», contesté. «Entonces entenderás lo que quiero decir».

La Joven de las Naranjas volvió a frotarse los ojos, pero no podíamos seguir sentados en mi cuarto lloriqueando. ¿Qué pensaría Jørgen? No le envidiaba.

«Tenemos que volver con los demás», señalé.

Cuando entré en el cuarto de estar, me sentía mucho más mayor que unas horas antes, cuando me había llevado la carta de mi padre a mi cuarto. Me sentía tan mayor que ni siquiera me importaban todas las miradas curiosas que me esperaban.

En la gran mesa del comedor habían puesto un bufé con comida fría. Había pollo, jamón, ensaladilla con gajos de naranja y un gran cuenco con ensalada de lechuga. Nos sentamos los cinco a la mesa, yo me quedé en uno de los extremos.

Cuando hay mucha gente en casa, mamá suele decir que «alguien debe dirigir». En ese momento sentí que era yo quien debía hacerlo, porque de todas formas era a mí a quien todos miraban fijamente. En cierto modo era el protagonista. Al sentarnos, miré a los cuatro y dije: «Acabo de leer una larga carta escrita por mi padre justo antes de morir. Y sé que a todos os gustaría saber de qué trata…».

Reinaba en la estancia un silencio total. ¿Qué había querido decir? ¿Cómo iba a continuar?

Proseguí: «Como sabéis, esa carta era para mí. Pero yo no era el único que quería a mi padre. Y ahora tengo dos noticias, una mala y otra buena. Os diré la buena primero. Todos los presentes van a poder leer la carta en su totalidad. Jørgen también. La mala noticia es que nadie podrá leerla esta noche».

La abuela estaba muy tensa y emocionada, y le pasó una sombra de decepción por la cara. Esa sombra fue la prueba de que no había leído la carta de mi padre ni entonces, ni hacía once años. Era verdad que la carta llevaba once años metida en el forro de la vieja sillita.

Añadí: «Necesito dejar reposar un poco la carta de mi padre antes de que todo el mundo empiece a hablar de su contenido. Además, necesito algo de tiempo para pensar la respuesta que voy a darle a una pregunta muy seria. Sobre todo, tendré que averiguar cómo voy a contestarle».

Era obvio que todos aceptaban lo que acababa de decir. Nadie me dio la lata con preguntas sobre la carta. Incluso Jørgen se levantó de la mesa y se acercó a mí. Me dio una palmada amistosa en el hombro y dijo: «Suena muy sensato, Georg. Creo que harás bien en dejar reposar todo un poco».

Dije: «Ya es casi medianoche. Vamos a acostarnos».

Yo mismo oí que me había expresado de un modo adulto y solemne. Me había hecho mayor.

Pero aquella noche no pegué ojo. Mucho tiempo después de que la casa quedara en silencio, permanecía acostado contemplando el paisaje nevado por la ventana. Ya había dejado de nevar hacía mucho.

En medio de la noche me levanté y me puse un plumas, un gorro, una bufanda y unas manoplas. Salí a la terraza. Limpié de nieve el banco de hierro y me senté. Ya habían apagado las luces de fuera.

Levanté la vista y contemplé un chispeante cielo estrellado. Intenté recobrar el ambiente de aquella noche en que había estado allí sentado sobre las rodillas de mi padre. Creí recordar cómo me estrechaba contra su pecho. Me pareció recordar que lo hizo para que no me cayera de la nave espacial. Y entonces ese hombre grande con voz estruendosa se echó a llorar.

Procuré pensar en esa seria pregunta que me había formulado. Pero era incapaz de decidirme por la respuesta.

Por primera vez en la vida tuve plena conciencia de que también yo tendría que despedirme de este mundo y abandonarlo todo. Me resultó incómodo pensar en ello. En realidad, era insoportable pensar en ello. Y había sido mi padre quien me había abierto los ojos a todo eso. No me pareció mal. Estaba bien saber a qué atenerse. Era como saber cuánto dinero tienes en el banco. Y además, era maravilloso pensar que sólo tenía aún quince años.

Y sin embargo: tal vez hubiera sido mejor no haber nacido, porque ya me sentía enormemente triste al pensar que un día tendría que dejarlo todo. Pero decidí hacer lo que mi padre me pedía en la carta. Me tomaría mucho tiempo antes de responder a esa difícil pregunta que me había hecho.

Eché la cabeza hacia atrás para contemplar todas las estrellas y los planetas. Intenté imaginarme que me encontraba en una nave espacial. Vi varias estrellas fugaces. Permanecí así mucho tiempo.

Al cabo de un rato oí el ruido de una puerta. Mamá salió a la terraza. Estaba empezando a amanecer.

«¿Estás aquí?», preguntó. Era algo obvio, lo estaba viendo.

Me limité a contestar: «No podía dormir».

«Yo tampoco», dijo ella.

La miré y dije: «Abrígate y ven a sentarte conmigo, mamá».

Volvió enseguida. Se había puesto un viejo abrigo negro de invierno que yo conocía desde siempre. No podía estar seguro de que se tratara del abrigo que llevó en la catedral, pero cuando se hubo sentado en el banco le dije:

«Ahora sólo te falta el pasador de plata en el pelo».

Se tapó la boca con la mano y dijo: «¿Escribió sobre esas cosas?».

Contesté a su pregunta señalando un gran planeta que acababa de aparecer al este en el cielo. Estaba convencido de que se trataba de un planeta, porque no centelleaba como las estrellas, y estaba noventa y nueve por ciento seguro de que era Venus.

«¿Ves aquel planeta?», pregunté a mi madre señalándolo. «Es Venus, pero también lo llaman Estrella de la Mañana. Cada vez que mi padre veía ese planeta pensaba en ti».

Cuando se tiene la cabeza repleta de poderosos pensamientos, puede uno decir algo o permanecer callado. Mi madre permaneció callada.

Al cabo de un rato dije: «Estuve aquí sentado con mi padre la noche antes de que lo ingresaran en el hospital. Podrás leer más sobre ello en su carta. Ahora estamos aquí tú y yo».

«Georg», dijo mamá. «Tengo sentimientos contradictorios sobre esa carta. Por un lado, no puedo esperar a leerla, y por otro me da miedo. Quiero que estés en casa cuando la lea. ¿Me lo prometes?»

Le di la mano para prometérselo. Pensé que podía ser importante para ella tenerme cerca mientras leía la carta de mi padre. No sería correcto que fuera Jørgen quien consolara a la Joven de las Naranjas cuando ella acabara de leer la larga carta de Jan Olav. Pero también Jørgen tendría que leerla. Quisiera o no.

Dije: «Cuando estábamos sentados aquí aquella noche mi padre me contó que pronto tendría que dejarnos».

Mamá se volvió de repente hacia mí y dijo: «¿Sabes, Georg…? No sé si puedo hablar más sobre este tema ahora. Creo que es algo que tienes que respetar. ¿No entiendes que estás abriendo viejas heridas? ¿No lo entiendes?».

Estaba a punto de enfadarse. Estaba enfadada.

«Sí, sí», asentí. «Lo entiendo».

Permanecimos un rato sin decir gran cosa. Tal vez una hora. Yo estaba impresionado, pues mamá siempre decía que era muy friolera.

Señalaba hacia arriba cuando veía algo nuevo en el cielo, pero las estrellas palidecían cada vez más hasta que se retiraron del todo conforme llegaba la luz del día.

Antes de darnos las buenas noches, volví a señalar el cielo y dije: «Muy en lo alto allí arriba flota un gran ojo. Pesa más de once toneladas, es tan grande como una locomotora y se mueve gracias a dos anchas alas».

Vi que mamá se sobresaltó. ¿Qué quería yo decir con eso?

No fue mi intención asustarla, ni tampoco contarle historias de terror. Con el fin de tranquilizarla, me apresuré a decir: «El telescopio Hubble. Ése es el Ojo del Universo».

Esbozó una de sus típicas sonrisas antes de alargar un brazo e intentar acariciarme el pelo. Pero logré escapar. Ella creía que yo seguía siendo un niño. Tal vez pensaba que yo estaba pensando en mi trabajo para el instituto. «Algún día hemos de averiguar qué es todo esto», dije.

Al día siguiente me dejaron quedarme en casa. La abuela pensó que había que contarle la verdad al profesor. Con decirle que había recibido una carta de mi padre que había muerto hacía once años, sobrarían más explicaciones. En situaciones como ésta puede venir bien un pequeño descanso, añadió.

En situaciones como ésta, pensé. No me parecía muy normal recibir cartas de padres muertos.

Los abuelos tuvieron que volver a Tønsberg sin haber leído la carta. Les prometí que podrían leerla como máximo en una semana. La abuela puso mala cara por tener que esperar tanto, pues era ella quien había encontrado la carta, quien había decidido venir a Oslo. Pero el abuelo le recordó lo que había dicho Jørgen.

Jørgen tuvo que ir muy temprano a trabajar aquel día, de modo que apenas lo vi, pero mamá y yo nos quedamos en casa. Durante la mañana me quedé dormido en el sofá amarillo, porque no había pegado ojo en toda la noche. Cuando me desperté, me puse a ordenar el trastero del desván.

Le pedí a mi madre que sacara todos los viejos cuadros de Sevilla que tenía. Por fortuna, no había tirado ninguno, aunque volvió a decir que pertenecían a otra época. Lo dijo al cambiar de sitio el viejo retrato de mi padre, ese que había pintado de memoria. Ninguno de los dos hicimos ningún comentario sobre el cuadro, pero me sobresalté al verlo. Nunca había visto una mirada tan azul y tan chispeante en ninguna pintura. Pensé que tenía que haber usado mucho cobalto para ese color azul. Y también que esos ojos habían visto algo que nadie más había visto.

«Pero papá no pertenece a otra época», dije. No lo formulé como una pregunta, sino más bien como una orden.

La convencí para que volviera a poner el antiguo cuadro de naranjos en el cuarto de estar. Quitamos el que había allí y volvimos a poner el de antes en el lugar exacto donde estaba cuando mi padre escribía en su ordenador, en la época en la que tenía que ir con cuidado para no tropezar con los raíles de un tren BRIO. Era una época diferente a la de ahora. Me pareció que el cuadro de los naranjos había recuperado su lugar perfecto, y el cuadro en sí no estaba mal. Pensé que Jørgen tendría que aceptar ese pequeño cambio hacia lo originario, y así lo dije.

Encontramos el tren BRIO en una gran caja de cartón en el desván. También encontramos el viejo ordenador. Lo bajé al cuarto de estar, conecté todos los cables e intenté entrar en un programa de texto. Era un ordenador con DOS, y el programa se llamaba Word Perfect. El padre de un chico de mi clase seguía usando esa pieza de museo, y varias veces yo había participado en el arranque.

El programa pedía una clave con un máximo de ocho letras para tener acceso a los documentos que había escrito mi padre. Y hacía once años no habían conseguido adivinarla.

Mamá estaba detrás de mí mientras yo manipulaba el ordenador. Dijo que habían intentado con un montón de palabras, y con muchos números, como fechas de nacimiento, matrículas de coches, etcétera.

Sospeché que no habían tenido mucha imaginación y escribí la siguiente palabra de ocho letras: N-A-R-A-N-J-A-S. Se oyó un «plin» del ordenador y entré en la tabla de directorios del disco duro.

Sería poco decir que mamá estaba impresionada. Se llevó la mano a la frente, a punto de desmayarse.

Un «dir» en ordenadores antiguos corresponde a lo que en los modernos se llama «carpetas». También éstos tenían nombres de un máximo de ocho letras. Uno de los directorios se llamaba «verónica». Utilicé las teclas de las flechas y pulsé ENTER. En los viejos ordenadores no había ratón. Apareció un único documento que se llamaba georg.car. Volví a pulsar ENTER, y ¡zas!: tuve ante mis ojos exactamente el mismo texto que había estado leyendo en mi habitación la noche anterior. ¿Estás cómodo, Georg? Es importante que estés bien sentado, porque voy a contarte una inquietante historia… Pulsé HOME, HOME y la flecha vertical para ojear todo el documento. Tardó una eternidad, al menos diez segundos, y allí estaba la última frase: Pero el soñar con algo improbable tiene un nombre. Lo llamamos «esperanza».

El encontrar la carta de mi padre en el viejo ordenador fue estupendo, sobre todo porque me facilitó mucho las cosas. Al decidirme a escribir este libro junto con él, me había imaginado un montón de trabajo de redacción con tijeras y pegamento. Con el hallazgo del ordenador, todo fue mucho más sencillo de lo que me había imaginado, porque podía entrar y salir del viejo documento y escribir antes, entre medias y después del texto de mi padre. Así tuve realmente la sensación de escribir un libro con él.

Tras algunos pequeños problemas también conseguí que funcionara la vieja impresora, es tan arcaica que tengo miedo de que vengan unos agentes secretos del Museo Histórico y la roben. Suena como una tormenta y tarda cuatro minutos en imprimir una página. Eso es porque un pequeño martillo tiene que golpear cada letra, que a su vez golpea una cinta de color que se marca en el papel. ¡Cuando mi padre murió hace once años estos chismes resultaban modernos! Ahora estoy escribiendo en el viejo ordenador. Y quiero decir ahora. Lo último que acabo de escribir es: Ahora estoy escribiendo en el viejo ordenador. Y quiero decir ahora.

Mamá tiene un disco que se llama Unforgettable. Es una grabación única, porque en ella Natalie Cole canta un dueto con su padre, el famoso Nat «King» Cole, lo cual en sí tal vez no suene muy impresionante, pero Natalie Cole canta un dueto con su padre casi treinta años después de la muerte de él. Técnicamente no es muy difícil de conseguir, pues Natalie Cole podía cantar sobre la antigua banda de la grabación de Nat «King» Cole de hacía cuarenta años. Podría decirse que la hija eleva la voz de su padre a un nuevo tablero.

De manera que no era ninguna hazaña técnica cantar un dueto con un hombre que llevaba casi treinta años muerto. Tal vez fuera más bien un esfuerzo mental. Pero el dueto es estupendo. Es «unforgettable».

No tiene sentido alargar mucho más esta historia. Sólo quedan dos cosas por hacer: la primera es la respuesta que tengo que dar a mi padre sobre esa pregunta tan difícil que me hace, y sobre la segunda voy a escribir ahora, porque he decidido que lo último que aparezca en este libro sea la respuesta a la pregunta seria.

Después de hurgar un poco entre viejos cuadros y un ordenador de anticuario, mi madre se fue a la cocina a hacer bollos de coco. Sabe que es mi dulce favorito, y por eso los hizo en ese día tan especial. A Miriam también le encantan.

Cuando el aroma a bollos recién hechos iba filtrándose hasta el cuarto de estar, fui a la cocina con la idea de mendigar uno, aunque también quería preguntarle algo a mamá, pues quedaba un cabo sin atar en la historia sobre la Joven de las Naranjas. Ella aún no la había leído.

Estaba untando los bollos con azúcar glas diluida en agua. Sobre la encimera había una bolsa de coco que iba a espolvorear por encima del azúcar.

Pregunté: «¿Quién era el hombre del Toyota blanco?».

Se lo pregunté en broma, para tomarle el pelo. Yo ya sabía que se trataba de un antiguo novio. Era eso lo que ella había dicho a mi padre.

Pero se quedó perpleja. Primero se volvió hacia mí, «con la cara lívida», como se suele decir, y luego se sentó junto a la mesa de la cocina.

Preguntó: «¿También escribió sobre eso?».

«Creo que estaba un poco celoso», contesté.

Como ella no dijo nada más volví a preguntar. «¿Por qué no puedes decirme quién era ese hombre?»

Me miró tensa y pensativa. Daba la impresión de estar a punto de decidir abrirse camino a través de una pared de acero.

Dijo en voz baja: «Era Jørgen».

Me sentía aturdido. «¿Jørgen?», pregunté.

Asintió con la cabeza. Me sentía aún más aturdido. Cogí la bolsa de coco y empecé a esparcir su contenido. Luego di la vuelta a la bolsa y vertí todo su contenido.

«Está nevando», dije.

Mamá se quedó sentada junto a la mesa de la cocina. En cualquier caso, ya era tarde para detenerme. Se limitó a decir: «¿Por qué has hecho eso?».

«¡Porque estás mal del coco!», grité. «¡Tenías dos novios a la vez!»

Lo negó con firmeza. «No era así», dijo, «desde que conocí a Jan Olav, no hubo nadie más que él».

A mí esa historia me seguía oliendo mal.

Pregunté: «¿Y tras morir Jan Olav no hubo nadie más que Jørgen?».

«No», contestó. «No fue así. Pasaron varios años hasta que volví a ver a Jørgen. En esos años no hubo nadie más que tú y yo. Tú lo sabes. Pero cuando volví a ver a Jørgen, me enamoré de él de nuevo. Tardamos mucho tiempo en decidirnos a vivir juntos, mucho tiempo».

El pajarito me dio un poco de pena. Seguía con el pico muy pálido. Pero sin embargo continué insistiendo: «Entonces, tal vez se pueda preguntar a la Joven de las Naranjas por cuál de los dos caballeros ha sentido más amor».

«No», dijo muy resuelta, «eso no se puede preguntar».

No estaba enfadada, pero sí decidida. Entonces se echó a llorar.

Abandoné el asunto, eso era algo que me había enseñado mi padre: no tenía ningún derecho a entrar en algo que no era mío. Debía cuidarme de no acercarme demasiado a un cuento que no compartía sus reglas conmigo.

Pero sí tenía derecho a pensar.

No me gustó lo que acababa de oír, pues significaba que el hombre del Toyota blanco fue quien al final triunfó. Él no tenía la culpa. Tal vez nadie tenía la culpa. Pero me alegré de que mi padre nunca llegara a saberlo.

Al fin y al cabo, tal vez él tuvo la culpa de todo. No supo atenerse a las reglas. No soportó esperar seis meses a la Joven de las Naranjas. Y no pasaron muchas horas después de romper las reglas hasta que vieron en un arroyo una paloma muerta, y además blanca.

Siempre pensaré en mi padre como en una paloma blanca. Pero no sé si creo en el destino. No creo que tampoco lo hiciera él. De ser así, no creo que le hubiera interesado tanto el telescopio Hubble.

Aquel día por la tarde tomamos con Jørgen y Miriam bollos cubiertos de chocolate. También había dos con azúcar glas. Se los dimos a Jørgen y Miriam. Se lo merecían.

Unos días después de nuestro festín de bollos sigo inclinado sobre el viejo ordenador. He de decidir ya la respuesta a la difícil pregunta que me hace mi padre. Tengo de plazo hasta mañana. Hasta ahora, nadie ha podido leer la carta de mi padre, pero mañana vienen los abuelos a comer. Para entonces habrá expirado el plazo.

Estos últimos días apenas he conseguido pensar en otra cosa que en la difícil elección que tengo que hacer. He leído la larga carta cuatro veces, y cada vez me quedo pensando: pobre papá, pobre, pobre papá. Me da muchísima pena por él que ya no esté con nosotros. Pero lo que cuenta en su carta no sólo es válido para él. Es válido para todos los seres humanos del mundo entero, para los que han estado aquí antes, para los que estamos aquí ahora y para los que vendrán después de nosotros.

«Estamos en este mundo sólo una vez», había escrito mi padre. Varias veces dice que sólo estamos aquí un breve tiempo. No estoy seguro de sentirlo exactamente como él. Llevo aquí quince años, y no me parece sólo «un breve tiempo».

Pero creo que entiendo lo que quiere decir. La vida es breve para todos aquéllos que realmente consiguen entender que el mundo un día acaba del todo. Muchas personas no consiguen comprenderlo. No todo el mundo tiene la capacidad de entender lo que en el fondo significa haber desaparecido para toda la eternidad. Hay demasiadas cosas que te obstaculizan esta comprensión hora tras hora, minuto tras minuto.

Imagínate que hace miles de millones de años, cuando todo se creó, te encontraras en el umbral de este cuento, escribió mi padre, y pudieras elegir si quieres nacer a una vida en este planeta. No sabrías cuándo vivirías, ni tampoco el tiempo que permanecerías aquí, pero de todos modos no serían más que unos cuantos años. Lo único que sabrías es que, si eliges entrar en el mundo, tendrías que despedirte y dejarlo todo algún día, cuando llegara el momento.

Sigo sin conseguir decidirme. Pero empiezo a estar de acuerdo con él. Tal vez habría rechazado la oferta. Ese breve tiempo que estaría en el mundo es demasiado microscópico en comparación con una eternidad de tiempo antes y después.

Si me ofrecieran comer algo extraordinariamente exquisito, tal vez lo rechazara si el trocito que me toca sólo pesara un miligramo.

He heredado de mi padre una profunda pena, la pena de que un día tendré que abandonar este mundo. He aprendido a pensar en «las noches como ésta que no se me permitirá vivir», pero también he heredado su capacidad para ver lo fantástico de la vida. El verano que viene voy a estudiar a fondo los abejorros. (Tengo un cronómetro. Podré medir la velocidad del vuelo de un abejorro. Y tendré que pesarlo). Tampoco me importaría nada hacer un safari por la sabana africana. Además, he aprendido a contemplar el cielo y a dejar que me asombre todo aquello que se encuentra a miles de millones de años luz en el espacio. Lo aprendí antes de cumplir los cuatro años.

Pero soy incapaz de empezar por ahí, tengo que intentarlo desde otro ángulo. Tal vez tenga que hacer esta elección a mi manera.

Si la historia sobre la Joven de las Naranjas hubiera sido un largometraje y yo hubiera estado sentado en el cine viéndolo, sabiendo que no nacería a una vida en este planeta si ella y Jan Olav no se encontraban, los habría animado desde mi asiento y les hubiera gritado para que no se perdieran. Hubiera estado con el corazón en vilo. Hubiera tenido miedo de que uno de los dos fuera un ateo tan militante que se negara a asistir a una misa de Navidad. ¡Tal vez hubiera llorado desconsoladamente al ver a la Joven de las Naranjas aparecer de pronto en la Plaza de la Alianza en compañía de un danés! Y cuando Verónica y Jan Olav por fin se hubieran hecho novios, habría estado preocupadísimo por cada pequeño atisbo de pelea. Para mí una bronca hubiera podido fácilmente llegar a tener dimensiones cósmicas.

¡El mundo! Yo nunca habría llegado aquí. Nunca habría sido testigo del gran misterio.

¡El espacio! Nunca habría podido contemplar un chispeante cielo estrellado.

¡El sol! Nunca habría podido poner los pies sobre los cálidos montes pelados de las playas de Tønsberg. Jamás me habría tirado de cabeza al mar.

Ahora lo entiendo. De pronto entiendo el alcance de todo. Ahora por fin comprendo lo que significa no-ser, no-estar. Noto un vacío en el estómago. Siento náuseas. Pero también me enfado.

Me enfurezco al pensar que un día voy a desaparecer, y que habré desaparecido, no durante una semana o dos, tampoco durante cuatro o cuatrocientos años, sino para toda la eternidad.

Me siento víctima de artimañas y engaños, porque primero llega alguien que te dice: «Toma, aquí tienes un mundo entero en el que puedes desenvolverte. Aquí tienes tu sonajero, aquí tu tren BRIO. Allí está el colegio en el que vas a empezar en el otoño». Y al instante siguiente oyes la carcajada: «¡Ja, ja, cómo te hemos engañado!». Y el mundo se te quita delante de tus ojos.

Me siento abandonado por todo. No hay nada a lo que me pueda agarrar. No hay nada que me pueda salvar.

No sólo pierdo el mundo, y no sólo pierdo todo y a todos mis seres queridos. También me pierdo a mí mismo.

¡Zas! ¡Ya desaparecí yo también!

Estoy enfadado. Estoy tan enfadado que en cualquier momento puedo llegar a vomitar. He mirado al diablo a los ojos. Pero no le dejaré decir la última palabra. Me aparto del Malo antes de que tenga poderes sobre mí. Elijo la vida. Elijo ese pequeño pedazo del Bien que se me ha regalado, y tal vez también haya alguien llamado el Bueno. Quién sabe si no hay un Dios por encima de todo.

Sé que hay un Mal, porque he oído el tercer movimiento de la Sonata del Claro de Luna de Beethoven. Pero también sé que existe un Bien. Sé que entre los dos abismos crece una hermosa flor, y de esa flor pronto despegará un alegre abejorro.

¡Ja! Ya lo he dicho. Afortunadamente también cabe en las cuentas un divertido allegretto. Un gracioso teatro de títeres se ofrece entre las dos tragedias, y no quisiera privarme de esa representación. Estoy dispuesto a apostarlo todo por el segundo movimiento. Hay algo llamado «apetito de vida», y no tengo que digerir esos dos abismos. No existen, no están, no para mí. Lo único que hay es un vivaz allegretto.

He de admitir que estos pensamientos me parecen bastante inteligentes. Fue Franz Liszt quien describió el segundo movimiento de la Sonata del Claro de Luna como «una flor entre dos abismos». En este momento me doy cuenta de que he resuelto todo este enorme dilema gracias a Liszt y a mucha prudencia.

Ahora intentaré retroceder unos miles de millones de años en el tiempo. Ahora tendré que decidir si elijo vivir una vida en esta Tierra dentro de unos cientos de millones de años o si elijo que no porque no acepto las reglas. Pero ahora al menos sé quiénes van a ser mi madre y mi padre. Ahora sé cómo empezó aquella historia. Sé algo de las personas a las que voy a querer.

Ahora llega la respuesta. Ahora tomo la solemne decisión. Escribo:

Querido papá. Gracias por la carta que me mandaste. Me estremeció, y me ha proporcionado alegrías y penas. Ahora por fin he hecho la difícil elección. Estoy completamente seguro de que habría elegido vivir una vida en la Tierra, aunque sólo fuera por un «breve tiempo». Así que podrás librarte por fin de esa preocupación. Podrás «descansar en paz», como se dice. ¡Gracias por haber cazado a aquella joven de las naranjas!

Mamá está en la cocina preparando la cena. Dice que es algo francés. Jørgen volverá pronto de lo que él llama el «footing del sábado», y Miriam duerme. Hoy es 17 de noviembre y sólo faltan cinco semanas para Navidad.

Me haces algunas preguntas interesantes sobre el telescopio Hubble. ¡¡¡Da la casualidad de que acabo de escribir un extenso trabajo para el instituto precisamente sobre ese tema!!!

Te contaré un gran secreto: ¡creo que sé lo que van a regalarme para Navidad! Jørgen me ha dado algunas pistas. Me enseñó unas fotos impresionantes en un periódico, y, como digo, ¡tengo una leve sospecha de que van a regalarme un telescopio! Sería increíble. Jørgen leyó mi trabajo, de hecho dos veces, aunque no es mi padre de verdad. Dijo que estaba orgulloso de mí. Creo que me quiere tanto como a Miriam, al menos casi tanto, y opino francamente que no puedo pedir más. Y yo aprecio a ese tipo casi tanto como si fuera mi padre de verdad.

Si me regalan un telescopio para Navidad, me lo llevaré a la cabaña de Fjellstølen, porque aquí en las tierras bajas hay demasiada «contaminación lumínica», como dicen los astrónomos. He decidido ya el nombre que voy a ponerle: se llamará telescopio JAN OLAV. Tal vez a Jørgen le parezca un poco raro, pero tendrá que aceptarlo, y seguiremos siendo buenos amigos.

Cuando no hay luna, hay tal densidad de estrellas sobre Fjellstølen que uno puede preguntarse para qué hace falta un telescopio espacial. Bueno, bueno, papá, no soy tan tonto como quizá te imagines. ¡Sé que las estrellas del Universo no centellean! Pero a veces puede resultar divertido quedarse unos segundos en el fondo de la piscina y mirar hacia arriba. Algo se ve, y se puede adivinar lo que pasa por encima de la superficie del agua. Al menos a través del telescopio debería ser posible obtener una buena impresión de los cráteres de la luna, de las lunas de Júpiter y de los anillos de Saturno. Y ya veré si logro embarcar en una auténtica nave espacial más adelante en la vida.

Muchos abrazos de Georg, que defiende el fuerte de Humleveien y que sabe que lleva buenos genes.

P. S.: Después de haber leído tu carta pronto me atreveré a hablar a la joven del violín. Tal vez lo haga ya el lunes. Ahora tengo cosas muy importantes de las que conversar con ella.

Llamo a mamá. Está llegando. Mientras escribo esta última frase en el ordenador, le doy la carta de mi padre. Le doy la primera versión de hace once años.

«Ahora puedes leer la carta», digo.

En otra ocasión tal vez pueda leer el libro que he escrito con mi padre. Sería en todo caso después de Navidad. Y sólo si de verdad llego a tener mi propio telescopio, porque ya he incorporado el telescopio JAN OLAV a esta historia.

Me da un poco de vergüenza pensar que alguien va a leer lo de la joven del violín. Pero sólo un poco. Tiemblo ligeramente al pensar en lo que van a decir mamá y Jørgen sobre ese besuqueo en su dormitorio. Pero sólo ligeramente.

Mamá ha cogido la carta de mi padre y se ha sentado en el sofá de piel amarillo del salón. Ha dicho que primero quiere leer un poco a escondidas, antes de que Jørgen vuelva de hacer footing. Le he prometido estar cerca, y la vislumbro a través de la puerta abierta. A veces también la oigo lloriquear. Es señal de que no se ha olvidado del todo de Jan Olav.

Pero yo sigo escribiendo, porque tengo un P. S. también para ti que has leído este libro. Es sólo un pequeño consejo:

Pregúntale a tu madre o a tu padre cómo se conocieron. Tal vez te cuenten una historia emocionante. Pregúntales a los dos, porque a lo mejor no cuentan exactamente lo mismo.

Y no debes asombrarte si de pronto se muestran tímidos y avergonzados. Creo que es normal. Estos cuentos de los que hablamos nunca son idénticos, pero he empezado a entender que tienen ciertas reglas más o menos delicadas de las que puede resultar difícil hablar. Tal vez debas procurar no acercarte demasiado a ellas. No son siempre fáciles de explicar, y hay algo que se llama «tacto».

¡Cuanto más detallada es una de estas historias, me parece que resulta más emocionante, porque si el final hubiese variado ligeramente, tú no habrías nacido! Apuesto a que hay miles de cositas que podrían haber cambiado tanto todo que no habrías tenido la mínima posibilidad de nacer.

O puedo decir también, con unas sabias palabras prestadas de mi padre: La vida es una gran lotería en la que sólo son visibles los boletos premiados.

Tú que lees este libro eres uno de los premiados, ¡qué suerte!