«No entiendo nada», digo.
Me aprieta cariñosamente las manos. «¿Qué es lo que no entiendes, Jan Olav?», se limita a decir, lo susurra, lo sopla.
«Las reglas», digo. «No entiendo las reglas».
Y con ello se inició una larga conversación.
¡Georg! No necesito reproducir todas las palabras que nos dijimos aquella tarde y noche. Tampoco sería capaz de recordarlo todo. Además, sé que ahora tienes un montón de preguntas a las que deseas obtener respuesta cuanto antes, supongo.
Entre las primeras cosas que quise que me explicara estaba el cómo sabía mi nombre y dónde vivían mis padres. Tenía que ver con esa postal de Sevilla, y en realidad era lo último que había ocurrido. Me quedé mirándola con cara interrogante, y ella contestó con voz dulce: «Jan Olav… ¿de veras no te acuerdas de mí?».
La miré. Intenté mirarla como si fuera la primera vez que la veía. No sólo miré sus ojos marrones y no sólo estudié su dulce rostro. También contemplé sus hombros desnudos, ella me dejaba, y su vestido ligero. Pero no me resultaba nada fácil recordarla en un contexto distinto a aquellas veces que nos habíamos encontrado cerca de Navidad. Si conocía de antes a la Joven de las Naranjas, me resultaba imposible recordarlo, porque en ese momento era incapaz de concentrarme en nada más que en el hecho de que era indescriptiblemente hermosa. Dios la había creado, pensé, o tal vez fuera Pigmalión, el héroe griego que esculpió en mármol a la mujer de sus sueños. Luego, la diosa del amor se apiadó de él y convirtió la estatua en mujer. La última vez que había visto a la Joven de las Naranjas llevaba un abrigo negro de invierno. Ahora iba vestida tan ligeramente que me dio vergüenza, era como si me acercara demasiado a ella. Y sin embargo, era incapaz de reconocerla, o tal vez precisamente por eso.
«Intenta recordarme», repitió ella. «Me encantaría que lo lograras».
«¿Puedes darme alguna pista?», pregunté.
Ella contestó: «¡Humleveien, tonto!».
Humleveien. Me había criado en Humleveien. Había vivido toda mi vida en Humleveien. En el barrio de Adamstuen sólo llevaba viviendo medio año.
«¡Irisveien!», dijo ella.
Era del mismo barrio. Humleveien sale de Irisveien.
«¡Kløverveien!»
También esa calle estaba en mi barrio. Cuando era pequeño jugaba a veces en un gran descampado entre los chalés de Kløverveien. Era como una enorme colina con matorrales y árboles. Creo que también había un recinto con arena para que jugasen los niños, y un columpio. Hacía unos años habían puesto bancos.
Volví a mirar a la Joven de las Naranjas y una sacudida recorrió mi cuerpo, más o menos como uno debe de sentirse cuando se despierta de una profunda hipnosis. Le apreté con fuerza las manos. Estaba a punto de echarme a llorar. Por fin exclamé: «¡Verónica!».
Sonrió. Pero me pregunto si no se secaba también una lágrima del rabillo del ojo.
La miré a los ojos, y a partir de entonces mi mirada ya no vacilaba. Nada podía ya mantenerme lejos, y dejé a un lado todas mis inhibiciones. De repente me atreví a desnudarme ante ella. Me entregué a la Joven de las Naranjas incondicionalmente. Lo sentí como un gran alivio. Tal vez no exista una intimidad más grande que la de dos miradas que se encuentran con firmeza y determinación, y sencillamente se niegan a apartarse.
La chica de los ojos marrones había vivido en Irisveien. Habíamos jugado juntos casi todos los días desde que aprendimos a andar, o al menos desde que empezamos a hablar. Comenzamos el colegio en la misma clase, pero después de Navidades, en el primer curso, Verónica y su familia se marcharon de Oslo. Entonces teníamos siete años. No hacía más de doce o trece años de aquello, pero no nos habíamos vuelto a ver desde entonces.
Ella y yo siempre habíamos jugado juntos en la colina de Kløverveien entre matorrales y flores, bancos y árboles. Era allí donde habíamos vivido una vida de ardillas, eso, una completa vida de ardillas. Aunque Verónica no se hubiera marchado de la ciudad, nuestra despreocupada niñez habría llegado a su fin de todos modos. Ya me habían dicho en el recreo que yo siempre jugaba con niñas.
Me acordé de pronto de una canción que siempre cantábamos cuando estábamos jugando: ¿Hay por ahí algún pequeño que quiera jugar con esta niña en su reino de ensueño?
«Pero no me reconociste», dijo ella.
No se me escapó su tono ofendido, casi malhumorado. La que me hablaba volvía a tener de repente siete años, ya no era una mujer de veinte.
Tuve que mirarla de nuevo. Su vestido rojo me parecía increíblemente bonito y conmovedor. A través de él veía respirar su cuerpo, porque el vestido se movía como las olas del mar cuando acuden a la playa.
Miré al aire y entonces vi una mariposa amarilla entre las hojas de un naranjo. No era la primera mariposa que veía ese día, había visto muchas más. La señalé y dije: «¿Cómo voy a reconocer a una pequeña larva mucho tiempo después de que se haya transformado en mariposa?».
«¡Jan Olavl!», dijo con voz severa. Y eso fue todo lo que se dijo sobre su transformación de niña en mujer.
Aún me quedaban muchas preguntas sin responder. El encuentro con la Joven de las Naranjas me había llevado casi a la locura, al menos había sacudido toda mi existencia. Fui derecho al grano:
«Nos vimos en Oslo. Nos vimos tres veces, y apenas he conseguido pensar en otra cosa desde entonces. Luego simplemente desapareciste, te fuiste volando. Resultó más difícil tenerte conmigo que atrapar a una mariposa con las manos. ¿Por qué tenían que pasar seis meses hasta que pudiéramos volver a vernos?»
Porque se iba a Sevilla, claro, eso sí lo entendí. Pero ¿por qué era tan importantísimo para ella pasar seis meses en España? ¿Era acaso por ese danés?
Seguramente has adivinado lo que me contestó, Georg. Yo no pude, pero tú ya sabes lo que más apasiona a Verónica en esta vida. Desde que empecé a escribirte esta carta me he estado preguntando si el gran cuadro de los naranjos sigue colgado en el cuarto de estar. Ella suele decir que pertenece a otra época —me refiero al momento en que escribo esto— pero espero por ti que no lo haya regalado o guardado en el trastero. Si es así, me parece que debes preguntar por él.
Dijo: «Conseguí una plaza en una escuela de arte, o mejor dicho, en una escuela de pintura. Estaba firmemente decidida a hacer ese curso, era muy importante para mí».
«¿Escuela de pintura?», repetí asombrado. «Pero ¿por qué no pudiste decírmelo en Nochebuena?»
Como no contestó enseguida, proseguí: «¿Te acuerdas de cómo nevaba? ¿Te acuerdas de que te acaricié el pelo? ¿Te acuerdas de que las campanas empezaron a tocar justo cuando llegó el taxi? ¡Y de repente, habías desaparecido!».
Contestó: «Lo recuerdo todo. Lo recuerdo como si fuera una película. Lo recuerdo como las primeras escenas de una película muy… muy romántica».
«Entonces no entiendo por qué te andabas con tantos secretos», objeté.
En ese momento se puso muy seria. Dijo: «Creo que te eché el ojo ya en el tranvía de Frogner. Que te eché el ojo de nuevo, si quieres. Pero de una manera muy distinta a cuando éramos pequeños. Y luego volvimos a encontrarnos un par de veces. Pero pensé que nos iría bien estar separados durante seis meses. Opinaba que tal vez lo necesitáramos. De niños éramos íntimos, pero ya no somos niños. Tal vez necesitáramos echarnos de menos el uno al otro para que no volviéramos a jugar juntos simplemente dejándonos llevar por una vieja costumbre. Quería que me descubrieras de nuevo. Quería que me reconocieras como yo te había reconocido. Por eso no quise revelarte mi identidad».
No recuerdo exactamente lo que contesté, y tampoco recuerdo todo lo que dijo la Joven de las Naranjas, pero conforme la conversación avanzaba, empezamos a saltar de un tema a otro, o de un episodio a otro.
«¿Y ese danés?», pregunté cuando se me presentó la ocasión. Tuve la sensación de estar rogando, y me sentí muy estúpido y mezquino.
Contestó muy escueta, casi severamente: «Se llama Mogens. También está en el curso de pintura. Es muy simpático. Y siempre es agradable tener un escandinavo cerca».
Yo estaba aturdido. «Pero ¿cómo sabía mi nombre?».
Me he preguntado si ella no se puso roja en ese momento, pero no lo sé, tal vez fuera por el vestido rojo. Además, era ya completamente de noche y sólo un par de farolas de hierro forjado echaban una dorada lucecita sobre la plaza vacía. Habíamos pedido una botella de vino tinto Ribera del Duero y teníamos cada uno una copa en la mano.
Ella dijo: «He pintado un retrato tuyo. Sólo de memoria, claro, pero se te parece. A Mogens le gusta. Ya te lo enseñaré un día. Se llama Jan Olav, a secas».
Entonces también era Verónica la que había pintado su retrato en la postal. No tuve ni que preguntárselo. Pero había otra cosa que aún me preocupaba: «Entonces, ¿no era Mogens el que iba en el Toyota blanco?».
Ella se echó a reír. Fue como si quisiera cambiar de tema. «No creerás que no te vi aquella vez en Youngstorget, ¿no? Estaba allí por ti».
No lo entendí. Me parecía que estaba hablando en clave. Pero ella prosiguió: «Primero nos encontramos en el tranvía de Frogner. Luego busqué un poco por la ciudad, y me enteré de qué café solías frecuentar. Nunca había estado allí antes, pero un día me senté en una mesa con un libro que había comprado sobre el pintor español Velázquez y me puse a hojearlo, esperando».
«¿Esperándome a mí?»
Sabía que era una pregunta tonta. Contestó casi irritada: «¿No creerás que eres el único que busca? Yo también formo parte de esta historia. No soy sólo una mariposa a la que tienes que capturar».
No me atreví a seguir con esa clase de preguntas, eran demasiado peligrosas. Me limité a decir: «¿Cómo fue entonces lo de Youngstorget?».
«No seas tonto, Jan Olav. Ya te lo he dicho. ¿Dónde está Jan Olav?, pensé. ¿Adónde iría para intentar encontrarme después de haberme visto dos veces con una gran bolsa de naranjas? No podía estar segura, pero tal vez me buscaras por el mercado de frutas más grande de la ciudad. Estuve allí muchas veces por si te veía. Y también estuve en otros lugares. Fui a Kløverveien y a Humleveien. Una vez entré a saludar a tus padres. Me arrepentí en el momento en que abrieron la puerta, pero ya estaba hecho. Dije algunas tonterías sobre volver al lugar de mi infancia y cosas por el estilo. Y no tuve que decir mi nombre. Toma nota. Los dos me reconocieron enseguida. Me invitaron a entrar, pero dije que tenía prisa. Les conté que había conseguido una plaza en una escuela de pintura en Sevilla».
No sabía si creerla o no. «No me dijeron nada», señalé.
Permaneció un instante con una enigmática sonrisa en los labios. Me recordaba un poco a Mona Lisa, tal vez porque tenía en mente lo de la escuela de pintura. Prosiguió: «Les pedí que no te dijeran que había estado allí. Tuve que inventarme una explicación de por qué no debías saberlo».
Estaba estupefacto. Hacía sólo unos días había tenido que enseñar a mis padres la postal que había recibido de Sevilla. Encima, había entrado en casa diciendo que iba a casarme. De repente entendí su rápida disponibilidad a prestarme dinero para el billete de avión. No me habían cuestionado en absoluto lo oportuno de ir a Sevilla en mitad del cuatrimestre sólo para intentar encontrar a una chica a la que había visto un par de veces en Oslo. La Joven de las Naranjas continuó: «No es fácil encontrar a una determinada persona en una gran ciudad, y menos aún encontrársela como por casualidad, si es eso lo que se pretende. Y algunas veces es exactamente eso. Yo iba a empezar mis estudios en una escuela de pintura y no podía atarme a nadie justo antes de marcharme. Pero si dos personas no paran de buscarse, no resulta tan extraño que al final se encuentren por casualidad».
Cambié de tema. Cambié de arena, quiero decir.
«¿Habías ido antes a la misa de Navidad en la catedral?», pregunté.
Negó con la cabeza: «No, nunca. ¿Y tú?».
También negué con la cabeza. Verónica prosiguió: «Incluso fui también a la misa de dos. Luego me quedé vagando por las calles, esperando la siguiente misa. Pensaba que tenías que aparecer. Era Navidad y pronto me iría del país».
Creo que permanecimos un largo rato sin decir nada. Pero había un tema al que tuve que volver. Pregunté: «¿Entonces no era Mogens el tipo del Toyota?».
«No», contestó ella.
«¿Quién era entonces?»
Vaciló un poco antes de contestar. «Nadie», respondió.
Volví a preguntar: «¿Nadie?».
«Era una especie de antiguo novio. Fuimos juntos al instituto».
Creo que sonreí. Y sin embargo, ella añadió: «No podemos ser dueños del pasado del otro, Jan Olav. La cuestión es si tenemos un futuro juntos».
Entonces dije algo muy, muy tonto, tal vez porque no me atrevía a creer que la Joven de las Naranjas y yo pudiéramos tener un futuro común. Dije: «To be two or not to be two, that is the question».
Creo que a ella también le pareció una frase muy tonta. Para suavizar la cosa, empecé a hablar de algo completamente distinto. Exclamé: «Pero ¿y todas esas naranjas? ¿Qué tenías pensado hacer con todas esas naranjas?».
Se echó a reír de buena gana. «Pues sí, no me extraña que te lo preguntaras. Gracias a las naranjas conseguí que fueras a Youngstorget, también debido a ellas te dio por hablarme de una expedición en esquís por los hielos de Groenlandia. Con una jauría de ocho perros y diez kilos de naranjas».
No vi razón alguna para negarlo. Pero repetí: «¿Qué tenías pensado hacer con tantas naranjas?».
Entonces me miró a los ojos, más o menos como aquel día en el café de Oslo. Muy lentamente dijo: «Iba a pintarlas».
«¿Pintarlas?», pregunté asombrado. «¿Todas?»
Asintió graciosamente con la cabeza. Luego siguió: «Tenía que practicar pintando naranjas antes de ir a Sevilla a la escuela de pintura».
«¿Pero tantas?»
«Pues sí, iba a pintar muchas naranjas. En eso estaba practicando».
Hice un gesto de resignación. ¿Me estaba tomando el pelo? Pregunté: «¿Y no podías contentarte con comprar sólo una e intentar pintarla muchas veces?».
Ladeó la cabeza y dijo como exasperada: «Creo que tú y yo tendremos muchas cosas de qué hablar en el futuro, pues pareces ciego de un ojo».
«¿De cuál?»
«No hay dos naranjas iguales, Jan Olav. Ni siquiera dos pajas son idénticas. Por eso estás tú aquí ahora».
Me sentí estúpido. No era capaz de entender lo que quería decirme. «¿Porque no hay dos naranjas iguales, quieres decir?»
«No viniste hasta Sevilla para encontrarte con una mujer. Eso habría sido como cruzar el río para coger agua, pues Europa está llena de mujeres, y de ríos también. Has venido a verme a mí. De mí hay sólo un ejemplar. Tampoco envié una postal a "un hombre de Oslo". Te la envié a ti. Te pedía que no renunciaras a mí. Te pedí que me dieras un poco de confianza».
Nos quedamos charlando mucho tiempo después de que cerraran el café. Cuando por fin nos levantamos, me llevó hasta el tronco del naranjo bajo el cual habíamos estado sentados, o yo la empujé hacia él, ya no me acuerdo. Pero fue ella quien dijo: «Ahora puedes besarme, Jan Olav, porque por fin he conseguido capturarte».
Puse las manos sobre sus hombros y le di un ligero beso en los labios. Dijo: «¡Así no, tienes que besarme de verdad! Y tienes que abrazarme».
Hice como la Joven de las Naranjas me ordenó. Ella era quien ponía las reglas. Sabía a vainilla. Su pelo olía tan fresco como un cítrico.
Me vino una clara imagen de dos ardillas trepando a la copa del naranjo. No estaba del todo seguro de a qué jugaban, pero estaban completamente ensimismadas en lo que estaban haciendo.
No escribiré mucho más sobre esa noche, Georg. Algo tendré que ahorrarte. Pero tendrás que soportar oír cómo acabó.
No llegué a la pensión antes de las doce. Pero la Joven de las Naranjas tenía alquilada una pequeña habitación con cocina americana en casa de una señora mayor. De las paredes colgaban varias acuarelas de flores de azahar y naranjos. Y en un rincón había un gran óleo, un retrato mío. No comenté nada sobre ese cuadro, y ella tampoco. Habría supuesto acercarse demasiado a la magia de este cuento. No se podía decir todo con palabras. Así eran las reglas. Pero pensé que me había pintado con los ojos demasiado grandes y demasiado azules. Era como si hubiese concentrado toda mi personalidad en los ojos.
Ya muy entrada la noche conté a Verónica algunas largas historias llenas de detalles divertidos. Le hablé de la frágil y enfermiza hija de un pastor con cuatro hermanas, dos hermanos y un perro labrador desobediente. Le conté toda la larga historia de una dramática expedición en esquís por Groenlandia con una jauría de ocho perros y diez kilos de naranjas. Le hablé de esa valiente chica que era agente secreta de la Inspección de Naranjas de las Naciones Unidas y que luchaba en solitario contra un nuevo y peligroso virus del naranjo. Le conté todo lo que sabía de una chica que trabajaba en una guardería y que todos los días tenía que ir al mercado a comprar treinta y seis naranjas idénticas. Me explayé sobre una joven que iba a hacer sorbete de naranja para cien estudiantes de la Escuela Superior de Empresariales. Le narré la historia de la chica de diecinueve años casada con uno de esos estudiantes con quien tenía una hija, a pesar de lo repelente que era ese tipo en opinión de muchos. Y le hablé de la valiente y sacrificada chica que en secreto había introducido comida y medicinas de contrabando para los niños pobres de África.
La Joven de las Naranjas acusó recibo sacando a relucir algunas vivencias comunes de nuestra niñez en Humleveien. Yo me había olvidado de casi todas, pero me fui acordando de algunas mientras ella las contaba.
Cuando nos despertamos, el sol ya estaba alto en el cielo. Ella se despertó primero, y no olvidaré nunca lo que sentí cuando me despertó. No sabía ya lo que era imaginación y lo que era realidad, tal vez no existiera ya tal distinción. Sólo sabía que ya no estaba buscando a la Joven de las Naranjas. La había encontrado.
Yo también la había encontrado. Ya sabía quién era la Joven de las Naranjas. Debería haberlo adivinado mucho antes de enterarme de que su nombre era Verónica.
Cuando hube llegado a ese punto, mamá volvió a llamar a la puerta y dijo: «Son las diez y media, Georg, ya está puesta la mesa. ¿Te falta mucho?».
Contesté con voz solemne: «Mi querida Joven de las Naranjas. He estado pensando en ti. ¿Puedes esperar un poco más?».
No pude verla, pero oí que se quedaba muy quieta. Dije: «Algunas veces en la vida hay que saber echar de menos».
Al no recibir respuesta, dije: «Hay por aquí algún pequeño que quiera…».
Seguía el silencio al otro lado de la puerta, pero oí a mamá acercarse aún más. Cantó en voz baja junto a la puerta: «… que quiera jugar con una niña…».
No pudo seguir, se echó a llorar. Lloraba en susurros.
Yo también le contesté susurrando: «… en su reino de ensueño…».
Mamá respiraba con dificultad y dijo sollozando: «¿Escribe sobre eso?».
«Escribió», señalé.
Al ver la manilla de la puerta supe que estaba apoyada en ella.
«Iré enseguida, mamá», susurré. «Sólo me quedan quince páginas».
No dijo nada más. Tal vez no fuera capaz de hablar. Yo no sabía muy bien lo que había ocasionado al otro lado de la puerta.
Pobre Jørgen, pensé. Por una vez tendría que aceptar hacer de extra. Miriam dormía. Ahora estábamos charlando mis padres y yo. En un tiempo fuimos una pequeña familia en Humleveien. Y en el salón estaban mis abuelos, ellos fueron los que hace mucho tiempo construyeron esta casa. Jørgen sólo estaba de visita.
Repasé en mi mente todo lo que había leído. Tenía una prueba muy importante de que mi padre no me había tomado el pelo. No se había inventado un cuento sobre una Joven de las Naranjas. Tal vez no hubiese contado todo, pero todo lo que había contado era verdad.
Ciertamente no recordaba haber visto nunca un cuadro de naranjos en el cuarto de estar, en realidad no recordaba ningún cuadro de naranjos. Pero sí que había visto todos los demás cuadros que mi madre había pintado: las acuarelas de las lilas y cerezas de nuestro propio jardín.
Había muchas cosas de las que tendría que hablar con ella. O tendría que subir al desván a investigar por mi cuenta. Siempre había sabido que de pequeña mamá vivió en Irisveien. Una vez fui a la casa amarilla a entregar una carta que habían metido en nuestro buzón. Tal vez mi padre hablara más de los cuadros de naranjos en su carta. Y otra cosa importante: ¿escribiría algo más sobre el telescopio Hubble?
Pusieron ese nombre al telescopio por el astrónomo Edwin Powel Hubble. Fue él quien demostró que el Universo se expande. Primero descubrió que la nebulosa Andrómeda no sólo era una nube de polvo y gas en nuestra galaxia, sino que era una galaxia completamente independiente fuera de la Vía Láctea. El descubrimiento de que la Vía Láctea sólo era una de muchas galaxias revolucionó la visión que los astrónomos tenían del espacio.
El descubrimiento más importante de Hubble tuvo lugar en 1929, cuando pudo constatar que cuanto más lejos de la Vía Láctea se encuentra una galaxia, más deprisa parece moverse. Este descubrimiento es la base de lo que hoy llamamos la teoría sobre el Big Bang, o la Gran Explosión. Según esta teoría, sobre la cual casi todos los astrónomos están de acuerdo hoy, el Universo se formó tras una enorme explosión hace 12 o 14 mil millones de años. De eso hace mucho, muchísimo tiempo.
Si todo lo que ha ocurrido en el Universo se metiera en una agenda de veinticuatro horas, la Tierra habría nacido bastante avanzada la tarde, los dinosaurios habrían llegado unos minutos antes de la medianoche, y la humanidad sólo llevaría existiendo los dos últimos segundos…
¿Me sigues, Georg? Una vez más me he sentado delante del ordenador después de haberte dejado en la guardería. Es lunes.
Hoy has estado un poco llorón. Te tomé la temperatura, pero no tenías fiebre. También te examiné la garganta y los oídos, y palpé algunos ganglios, pero no encontré nada anormal. Creo que sólo tienes un pequeño catarro, y que estás un poco agotado después del fin de semana.
Casi tenía esperanzas de que estuvieras enfermo para que te quedaras conmigo en casa todo el día. Pero por otra parte tengo que escribir esto, claro.
El fin de semana estuvimos otra vez en la cabaña de la montaña. El sábado por la mañana mamá salió temprano con un viejo bidón de leche, y cuando volvió con cuatro kilos de frambuesas árticas te enfadaste, Georg. Insististe en salir a coger frutas del bosque y por la tarde conseguiste medio kilo de zarzamoras tú sólito, aunque te vigilábamos desde la cabaña, claro. Y mamá tuvo que ponerse a hacer mermelada de zarzamoras, que luego nos comimos el domingo. Creo que te resultaba algo ácida, pero naturalmente tuviste que comerla, porque las zarzamoras las habías cogido tú.
Este verano hemos visto un montón de esos curiosos animales llamados lemmings, y te dejamos dibujar uno en el diario de la cabaña con una pintura amarilla y otra negra. Te salió muy bien, incluso se puede distinguir, con algo de buena voluntad, que el animal que has dibujado es un lemming. Lo único que ocurre es que le has puesto un rabo demasiado largo. Por si acaso mamá escribió debajo del dibujo: «LEMMING». Y al lado: «Georg, 1.9.1990».
Tal vez exista todavía el diario de la cabaña. ¿Es así, Georg?
Aquella noche me quedé hasta muy tarde leyéndolo desde el principio hasta el final, cuando tú ya estabas en la cama. Lo leí varias veces. En cuanto acababa la última página —y había echado de nuevo un vistazo a tu dibujo— volvía a empezar desde el principio. Suponía que ésa sería la última visita a la cabaña antes de Navidad.
Al final llegó Verónica y me quitó el diario de las manos. Lo colocó en lo alto de la librería, aunque siempre solía estar en la repisa de la chimenea.
Se limitó a decir: «Ahora vamos a tomar una copa de vino».
Pero volvamos a España.
Me quedé dos días con Verónica en Sevilla. Luego tuve que volver a Noruega, Verónica y su casera eran también de esa opinión. Tendría que esperarla casi tres meses hasta que hubiera acabado en la Escuela de Pintura. Pero yo ya había aprendido a echar de menos, a añorar. Había aprendido a tener confianza en la Joven de las Naranjas.
Obviamente tuve que preguntarle si seguía fiel a su vieja promesa de que estaríamos juntos todos los días durante los seis meses siguientes. No podía darlo por sentado puesto que yo no había conseguido atenerme a las reglas. Se lo pensó un buen rato antes de responderme. Creo que estaba buscando algo ingenioso que contestar. Por fin dijo con una sonrisa: «Me contentaré con descontar los dos días que me has robado aquí».
Cuando me acompañó al autobús del aeropuerto descubrimos una paloma blanca que yacía muerta en un arroyo. Verónica se detuvo y se estremeció. Me pareció raro que le afectara tanto. Se volvió hacia mí, apoyó la cabeza en mi cuello y se puso a llorar. Yo también me eché a llorar. Éramos muy jóvenes. Estábamos en medio del cuento, y no debía haber palomas muertas en un arroyo. Sobre todo, no debería ser blanca. Así eran las reglas. Lloramos. La paloma blanca fue un mal presagio.
Ya en Oslo me centré de nuevo en los estudios. Tuve que trabajar duro porque había perdido varias clases importantes la última semana, y además tenía que recuperar el tiempo perdido en todos esos paseos en esquís y por la ciudad de los últimos meses. Pero ahorré mucho tiempo a partir de entonces, porque ya no tenía que recorrer la ciudad tras una misteriosa joven con naranjas. Tampoco tenía que molestarme en buscar novia. Muchos de mis compañeros de la universidad empleaban gran parte de su tiempo en ello.
Todavía me sobresaltaba a veces cuando veía un abrigo negro de señora, o un vestido rojo de verano conforme iba haciendo más calor. Cada vez que veía una naranja pensaba en Verónica. Cuando hacía la compra, me quedaba embobado delante del mostrador de la fruta. Ya era capaz de ver que no había dos naranjas iguales. Me quedaba estudiándolas muy sereno y, cuando compraba, elegía siempre las mejores, tomándome mucho tiempo. A veces hacía zumo y una vez hice un sorbete de naranja que serví a Gunnar y a otros amigos, una noche que estuvimos jugando a las cartas en el piso.
Gunnar estudiaba segundo de ciencias políticas, y siempre era quien cocinaba. Muchas veces preparaba solomillo o bacalao para cenar. Aunque nunca esperaba nada a cambio, me hizo gracia poder sorprenderle con un sorbete de naranja. Puse toda mi alma en aquel postre. Mi madre, tu abuela, quiero decir, me había ayudado a buscar la receta en un viejo libro de cocina. Incluso se ofreció a hacer el sorbete. No podía saber que el meollo de la cuestión era precisamente que yo mismo lo hiciera. No creo que tuviera la menor idea de que ese proyecto tenía que ver con Verónica.
Luego ella volvió a Noruega, Georg. A mediados de julio regresó de Sevilla. Fui al aeropuerto a buscarla. Hubo muchos testigos del reencuentro cuando salió del puesto de la aduana con dos enormes maletas y una gran carpeta llena de pinturas y dibujos. Primero permanecimos casi medio minuto sólo mirándonos, tal vez con el fin de demostrar que teníamos fuerza de voluntad para esperarnos aún un par de segundos. Luego nos fundimos en un cálido, o mejor, ardiente abrazo, inusualmente ardiente, he de confesarlo, incluso para dárselo en un aeropuerto. Pasó por nuestro lado una anciana que aportó su comentario en ese sentido: «¡Vergüenza debería daros!», ladró. Nos echamos a reír. No había nada de qué avergonzarse. Llevábamos medio año esperándonos.
Ya en la sala de llegadas, Verónica abrió la carpeta y me enseñó lo que había hecho. Pasó rápidamente el retrato de Jan Olav, aunque pude verlo un instante, y volví a fijarme en ese intenso brillo azul que emanaba de los ojos del cuadro. No dije nada al respecto, pero Verónica hizo muchos comentarios graciosos sobre los demás cuadros. No hacía nada por ocultar que se sentía muy orgullosa de lo que me estaba enseñando, y se veía claramente que había aprendido mucho durante esos seis meses que había estado fuera.
El resto del verano no hicimos sino estar enamorados. Fuimos a las islas del Fiordo de Oslo, viajamos al norte del país, visitamos museos y exposiciones de arte, y dimos muchos paseos por las tranquilas calles de chalés del barrio de Tåsen durante las noches de verano.
¡Deberías haberla visto! Deberías haber visto cómo bailaba por la ciudad. Deberías haber visto cómo se movía por las exposiciones. Y deberías haber oído cómo se reía. Yo también me moría de risa a veces. No hay nada más contagioso que la risa.
Cada vez con mayor frecuencia utilizábamos el pronombre «nosotros». Es una palabra curiosa. Mañana voy a hacer tal cosa, se dice. O se pregunta al otro: ¿qué vas a hacer «tú»? Eso es lógico y fácil de entender. Pero de repente decimos «nosotros», y con la mayor naturalidad. «¿Vamos en barco hasta las Langøyene a nadar?» «¿O nos quedamos en casa leyendo?» «Nos ha gustado esta obra de teatro, ¿verdad?» Y un día: «¡Somos felices!».
Al usar el pronombre «nosotros» ponemos a dos personas detrás de una acción común, casi como si se tratara de un solo ser compuesto. En muchas lenguas se emplea un pronombre específico cuando se trata de dos —y sólo dos— personas. Ese pronombre se denomina dualis, o dual, que significa «lo que es compartido por dos». Me parece un pronombre muy útil, porque a veces no se es ni uno ni muchos. Se es «nosotros dos», como si ese nosotros no pudiera partirse. Entran en funcionamiento unas reglas maravillosas cuando de repente se introduce ese pronombre, casi como por arte de magia. «Vamos a hacer la cena». «Vamos a abrir una botella de vino». «Vamos a dormir». ¿Acaso no resulta casi un descaro hablar así? Al menos es completamente distinto a decir «Ahora tienes que coger el autobús e irte a casa, porque yo me voy a dormir».
Al emplear el dualis introducimos unas reglas completamente nuevas. «¡Vamos a dar un paseo!» Así de sencillo, Georg, nada más que cinco palabras, que, sin embargo, describen un proceso cargado de contenido y que interviene profundamente en la vida de dos seres sobre la Tierra. Y no sólo se trata de ahorro en número de palabras, sino también de un ahorro energético. «¡Vamos a darnos una ducha!», decía Verónica. «¡Vamos a comer!» «¡Vamos a dormir!» Cuando se habla así no se necesita más que una sola ducha, cocina o cama.
Ese nuevo empleo del pronombre y de la forma del verbo me impactó. «Nosotros», era como si se hubiera cerrado un círculo. Era como si el mundo entero se hubiera fundido en una unidad superior.
¡La juventud, Georg, la frivolidad juvenil!
Pero también recuerdo una cálida noche de agosto en la que estábamos sentados en la península de Bygdøy contemplando el fiordo. No sé muy bien por qué, pero de repente dije: «Estamos en este mundo sólo una vez».
«Estamos aquí ahora», dijo Verónica, como si pensara que era importante recordarlo.
Pero aquello me pareció un intento de trivializar lo que yo intentaba expresar, de modo que dije: «Pienso en las noches como ésta que no se me permitirán vivir…». Sabía que Verónica conocía esa frase de un poema de Olaf Bull. Lo habíamos leído juntos en una ocasión.
Verónica se volvió de repente hacia mí y me apretó con dos dedos el lóbulo de la oreja. «Pero para entonces habrás estado aquí. ¡Qué suerte!»
Cuando llegó el otoño, Verónica ingresó en la Escuela Superior de Bellas Artes, y yo proseguí mis estudios de medicina. Tras los primeros cursos comunes, los siguientes me parecían cada vez más interesantes. Por las tardes intentábamos estar juntos siempre que podíamos y procurábamos vernos todos los días. La Joven de las Naranjas descontó los dos días que le debía para tenerlos para ella misma. Creo que fue más bien para tomarme el pelo, pero quizá fue también para darme ejemplo. Todavía había que atenerse a las reglas, pues el cuento no se había acabado, apenas había comenzado. Crecía a nuestro alrededor, y de esa manera surgían cada vez más reglas a las que había que atenerse. ¿Recuerdas lo que dije sobre esa clase de reglas? Son esas cosas importantes que hay o no hay que hacer, pero que no necesariamente hay que entender. Ni siquiera hace falta hablar de ellas.
También en Oslo Verónica tenía alquilada una habitación con una pequeña cocina en casa de una señora mayor. El único alquiler que tenía que pagar era cortar el césped en el verano, quitar la nieve en el invierno, hacer la compra a la anciana un par de veces por semana y encargarse de la adquisición semanal de una botella de oporto. No obstante, la señora Mowinckel, como se llamaba la anciana, accedía a que a veces fuera yo el que realizara estas obligaciones. Eso estaba muy bien, porque así le resultó algo más fácil ir aceptando que también de vez en cuando pasara la noche en la pequeña vivienda de Verónica. Así pagaba yo también el alquiler.
Cuando llegó la Navidad, volvimos a asistir a la misa en la catedral en Nochebuena; nos pareció una deuda que teníamos el uno con el otro. Verónica llevaba el mismo abrigo negro, y en el pelo el mismo maravilloso pasador de cuento. Ahora yo formaba parte de ese cuento, de ese mismo misterio inescrutable. Ese año nos sentamos en el mismo banco, claro está, y no tuve que preocuparme por la dirección en la que se volvían los hombres. Podían mirarla si querían, algunos lo hacían, supongo. Yo estaba orgulloso. Y Verónica irradiaba felicidad. Yo también estaba feliz, claro. Tal vez también ella estuviera un poco orgulloso.
Desde la catedral cogimos exactamente el mismo camino que el año anterior. Ya lo habíamos hablado. Ya teníamos conciencia de la tradición. Fuimos casi sin decir palabra hasta el parque del Palacio. Lo del silencio no estaba planeado, vino por su cuenta.
Nos abrazamos en el lugar exacto en el que ella, un año antes, se había montado precipitadamente en un taxi. También ese año iríamos cada uno por nuestro lado. Verónica había quedado con su padre en casa de una tía suya en Skillebekk y desde allí irían juntos en coche hasta Asker, en las afueras de Oslo, donde vivían sus padres. Yo iba a celebrar la Navidad como todos los años en Humleveien con mis padres y con el tío Einar.
El escenario era el mismo que el año anterior. Nos despediríamos allí, en Wergelandsveien, en cuanto llegara un taxi vacío que Verónica pudiera coger. ¿Y qué sucedería después de llegar el taxi? ¿Habría acabado el cuento entonces? ¿Se rompería la magia? No habíamos hablado de eso. Nos habíamos visto todos los días durante los últimos seis meses excepto los dos días del amargo castigo. La Joven de las Naranjas había cumplido su solemne promesa. Pero ¿qué reglas regirían para el nuevo año?
Esas Navidades hacía más frío que en las del año anterior, y Verónica estaba helada. La abracé y le di masajes en la espalda. Luego le dije que a principios del año nuevo Gunnar dejaría el pequeño piso que compartíamos, porque proseguiría sus estudios en la ciudad de Bergen. Y añadí que tendría que buscarme a alguien para compartir el alquiler.
Así de cobarde era yo, Georg. Creo que también a ella le parecí cobarde. Reaccionó casi con violencia. ¿Conque Gunnar se iba a ir y yo iba a buscar a otro estudiante para ocupar su lugar? ¿Y había estado planeando todo eso sin contar con ella, sin hablar con ella? Estaba casi enfadada. Temí que nos fuéramos a separar enemistados para el resto de las Navidades. Pero ella dijo: «Entonces yo podré ir a vivir contigo, ¿no? Quiero decir, podemos vivir juntos tú y yo. ¿No, Jan Olav?».
Era justo lo que yo deseaba. Pero era más cobarde que ella. Tenía miedo de romper las reglas.
Ella estaba radiante como un naranjo de la Plaza de la Alianza cuando al cabo de poco rato nos habíamos puesto de acuerdo en que se vendría a vivir al piso de Adamstuen a principios de enero del nuevo año. Así no sólo estaríamos juntos todos los días, sino también todas las noches. Ésas eran las nuevas reglas.
De repente parecía preocupada, tal vez fuera porque todavía albergaba alguna duda, pensé. Acaso tenía todavía alguna reserva o había algo de lo que no se atrevía a hablar. «¿Qué pasa, Verónica?», susurré. Ya la conocía.
Contestó: «Entonces, la habitación de Gunnar quedará libre».
Asentí con la cabeza, pero sin entender por qué volvía a mencionarlo. Ya le había dicho que Gunnar se iba a ir.
Ella añadió: «¡Pero no vamos a dormir cada uno en una habitación!».
«Claro que no», señalé yo, sin entender todavía a qué se refería.
Ella ya no dudó un instante, y dijo sin rodeos lo que pensaba: «Entonces tal vez pueda usar la habitación de Gunnar como taller». Me echó una fugaz mirada como para ver mi reacción. Yo me limité a ponerle la mano sobre el pasador de la nuca y a decir que me sentiría muy orgulloso de vivir con una artista.
Al cabo de un par de minutos llegó un taxi y ella alargó un brazo para pararlo. Se montó en el coche y en esta ocasión se volvió hacia mí agitando alegremente los brazos. ¡Parecía increíble que sólo hiciera un año desde la otra vez!
No tuve que buscar ningún zapato de baile abandonado cuando el taxi se hubo marchado. Ya no había ninguna reserva o salvedad en este cuento. Ya no dependíamos de las reglas incomprensibles de unas hadas trasnochadas para saber lo que estaba prohibido y lo que estaba permitido. Ahora la felicidad era nuestra.
Pero ¿qué es un ser humano, Georg? ¿Cuál es el valor de un ser humano? No somos más que polvo que se levanta del suelo y se esparce por el mundo.
Mientras escribo esto, el telescopio Hubble va dando sus vueltas alrededor del mundo. Ya lleva cuatro meses por ahí fuera, desde el mes de mayo le ha dado tiempo a enviarnos un montón de valiosas imágenes del Universo, de este enorme baldío del que procedemos al fin y al cabo. Pero se ha descubierto que el telescopio tiene un grave defecto de fabricación. Ya se está hablando de enviar un transbordador espacial con una tripulación capaz de reparar el defecto, para que podamos llegar a tener una comprensión aún mejor del Universo.
¿Sabes cómo le ha ido al telescopio Hubble? ¿Se llegó a reparar?
A veces pienso en el telescopio espacial como en el Ojo del Universo. Pues a un ojo capaz de contemplar el Universo entero se le podrá llamar con cierto derecho Ojo del Universo. ¿Comprendes lo que quiero decir con eso? Es el propio Universo el que ha dado origen a ese instrumento inconcebible. El telescopio Hubble es un órgano sensorial cósmico.
¿Qué es este gran cuento en el que vivimos y del que cada uno de nosotros sólo podrá disfrutar un breve tiempo? Tal vez el telescopio espacial pueda ayudarnos un día a comprender mejor la naturaleza de este cuento. Tal vez ahí fuera, entre las galaxias, esté la respuesta a lo que es un ser humano.
Creo que he empleado la palabra «enigma» muchas veces en esta carta. El intento de entender el Universo quizá pueda compararse con colocar en su sitio todas las piezas de un puzzle. Aunque tal vez se trate más de un enigma mental o espiritual, y quizá llevemos dentro la respuesta. Porque estamos aquí. Nosotros somos este Universo.
Quizá no estemos aún totalmente creados. El desarrollo físico del ser humano tuvo que ocurrir antes que el psíquico, claro. Y tal vez la naturaleza física de este Universo sea sólo algo externo, una materia necesaria para la comprensión del Universo de sí mismo.
Tengo una fantasía lunática: de repente Newton entendió que hay una gravitación universal. Bien. Casi igual de repente Darwin vio que en este planeta ha tenido lugar una evolución biológica. Estupendo. Luego Einstein descubrió que existe una relación entre la masa, la energía y la velocidad de la luz. ¡Excelente! Y en 1953 Crick y Watson mostraron la composición de la molécula del ADN, es decir, los genes de plantas y animales. ¡Maravilloso! Pero luego podríamos imaginarnos que un día —¡qué día, Georg!— un alma pensadora en un momento de clarividencia resuelva el enigma del mismísimo Universo. Me imagino que algo así puede suceder un día. (¡Me habría gustado trabajar ese día como periodista en un gran diario para dar el titular!)
¿Recuerdas que empecé esta carta diciendo que tenía una pregunta que hacerte? Es muy importante para mí saber tu respuesta a esa pregunta. Pero aún me queda algo por contarte.
¡Otra vez el telescopio Hubble! Ya estaba del todo seguro de que la gran pregunta que quería hacerme mi padre tenía algo que ver con el Universo.
Me levanté de la cama y miré por la ventana. Seguía nevando intensamente. Pero no importa, pensé, porque aunque esté nublado en la Tierra, el telescopio Hubble puede sacar fotos nítidas de nuestra Vía Láctea. Además, trabaja veinticuatro horas al día. Ya nos ha proporcionado cientos de miles de fotografías y ha investigado más de diez mil cuerpos celestes. Cada día el telescopio Hubble nos surte de material informático suficiente como para llenar un ordenador casero entero.
Pero ¿por qué escribía otra vez mi padre sobre el telescopio espacial? Era incapaz de averiguar qué podía tener que ver con la Joven de las Naranjas. Pero eso no era lo más importante. Lo más importante era que mi padre supo de la existencia del telescopio Hubble. Entendió lo que eso significaba para la humanidad. Le dio tiempo a entenderlo antes de caer enfermo y morirse. Fue una de las últimas cosas que le interesó y ocupó su tiempo.
¡El Ojo del Universo! Yo nunca había pensado en el telescopio Hubble de esa manera. Había pensado en él como la ventana de la humanidad al Universo. Pero en realidad no era ninguna exageración llamar «Ojo del Universo» a ese telescopio.
En su momento, la enorme admiración que despertó el primer ferrocarril noruego entre Christianía y Eidsvoll tal vez fuera algo exagerada. Una milésima parte de la población mundial vive en Noruega, y en el tramo entre Christianía y Eidsvoll vivía en 1850 tal vez una décima parte de esa milésima. Con el telescopio Hubble todos los ciudadanos del mundo pueden viajar por todo el Universo. Cuando se puso en órbita alrededor del mundo, aproximadamente medio año antes de morir mi padre, su precio ya alcanzaba los dos mil doscientos millones de dólares. He calculado que eso equivale a unas cuatro coronas por cada habitante del planeta, y a mi parecer, resulta un billete muy barato, teniendo en cuenta que te proporciona la posibilidad de viajar por todo el Universo. Para comparar: el viaje Oslo-Eidsvoll ida y vuelta cuesta hoy unas doscientas coronas, lo que no es especialmente barato, y si alguien está de acuerdo conmigo, puede enviar una queja a Ferrocarriles de Noruega. (Con esto no quiero criticar ni a Ferrocarriles de Noruega ni al viejo minitrén entre Christianía y Eidsvoll, pero me atrevo a afirmar que el telescopio Hubble es más importante para la humanidad, y tal vez incluso para los agricultores de la región de Eidsvoll). Ni siquiera resulta una exageración llamar al telescopio el Ojo del Universo. ¡Así pensaba mi padre, y eso sin llegar a saber que al telescopio le pusieron gafas nuevas!
«El telescopio Hubble es un órgano sensorial cósmico», escribió. Creo que entiendo lo que quiso decir. Supongo que podemos afirmar que constituyó un pequeño paso para la humanidad el colocar al telescopio Hubble en órbita alrededor de la Tierra, porque en 1990 contábamos ya con potentes telescopios y un transbordador espacial. ¡Pero fue un gran paso para el Universo! Pues la búsqueda por parte de los seres humanos de una respuesta a los enigmas se realiza en interés del Universo entero. ¡Ni más ni menos! ¡Se ha tardado unos quince mil millones de años en colocar en el Universo algo tan básico como un ojo con el que pueda contemplarse a sí mismo! (He tardado una hora en formular esta frase, por eso la he puesto en negrita).
Se acerca el momento crucial, pensé. Me apresuré a seguir leyendo, y pronto fui testigo de mi propio nacimiento. Fue muy singular. No todos los niños asisten a una elegante recepción nada más nacer.
Pero tú sigue contando, papá. No ha sido mi intención interrumpirte. Me preguntaste cómo le va al telescopio Hubble, y ya te he contestado.
A partir de ahora voy a ser más breve, pues el tiempo se acaba. Mañana tengo una cita importante y será mamá quien te lleve a la guardería.
Estuvimos viviendo en el pequeño piso de Adamstuen cuatro años. Verónica acabó sus estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes, y continuó, como bien sabes, pintando cuadros. Poco a poco también empezó a enseñar su arte a otros, en calidad de profesora de Forma y Color en el bachillerato. En cuanto a mí, iba a realizar el «servicio de turnos», que tenemos que hacer todos los jóvenes médicos recién licenciados, y que implicaba tener que trabajar dos años en un hospital.
Seguramente sabes que los abuelos nacieron en Tønsberg. Coincidió que justo en aquella época llevaron a cabo un viejo sueño: jubilarse y volver a su ciudad natal. Un día nos dijeron que se habían comprado una romántica casita en el barrio de Nordbyen. Mi hermano, es decir tu tío Einar, se había hecho a la mar poco tiempo antes, creo que huyendo de una triste historia de amor. Así fue como Verónica y yo nos quedamos con la casa grande de Humleveien. Tuvimos que pedir un préstamo considerable, pero ya sabíamos que tendríamos unos ingresos fijos.
El primer año en Humleveien trabajamos mucho en el jardín. Naturalmente conservamos los dos manzanos, el peral y el cerezo. Lo único que les hizo falta fue algo de poda y abono. También dejamos los viejos frambuesos, y tampoco tuvimos corazón para desprendernos de las grosellas ni del ruibarbo. Y también plantamos lilas, rododendros y hortensias. Verónica era la que decidía. Yo había vivido casi toda mi vida en ese jardín, ahora tenía que ser suyo. En días cálidos sacaba de vez en cuando su caballete para pintar todo lo que en él crecía.
Un día que estábamos cogiendo frambuesas vimos un abejorro que de repente despegó de un gran trébol y echó a volar a gran velocidad. Se me ocurrió que un abejorro seguramente volaba muchísimo más deprisa que un gran reactor, quiero decir en proporción a su peso. Se lo dije a Verónica, y juntos hicimos un sencillo cálculo. Como punto de partida decidimos que un abejorro pesa unos 20 gr y vuela a una velocidad de al menos 10 km/h. En cuanto al reactor, vuela a una velocidad de unos 800 km/h, es decir ochenta veces más rápido que un abejorro. Pero ochenta veces 20 gr sólo son 1,6 kilos. Verónica y yo estábamos de acuerdo en que un Boeing 747 pesaba mucho más. En relación con su cuerpo, el abejorro lograba una velocidad muchos miles de veces mayor que un Boeing 747. Y un avión de esas características tiene cuatro motores a reacción. El abejorro no los tiene. ¡Un abejorro no es más que un pobre avión de hélices! Nos echamos a reír. Nos reímos de que un abejorro fuera capaz de volar tan deprisa, y nos reímos porque vivíamos en el Camino del Abejorro.
Verónica me enseñó a descubrir los pequeños intríngulis de la naturaleza. Hay muchos. Cuando cogíamos flores en el campo, nos quedábamos a veces mucho rato estudiando los pequeños milagros. ¿No es el mundo en sí un increíble cuento?
Hoy, es decir, en el momento de escribir esto, me pongo triste al pensar en el vuelo del abejorro durante esos efímeros segundos aquella tarde que estábamos cogiendo frambuesas en el jardín. Estábamos tan entregados, Georg, tan receptivos y despreocupados… Espero que tú también hayas heredado una mente receptiva a esos pequeños misterios. No son menos sugerentes que las estrellas y galaxias en el cielo. Creo que se precisa más inteligencia para crear un abejorro que para hacer un agujero negro.
Para mí, éste ha sido siempre un mundo mágico, desde que era muy pequeño, y mucho antes de que comenzara a espiar a una joven con naranjas por las calles de Oslo. Sigo teniendo la sensación de haber visto algo que nadie más ha visto. Resulta difícil describir esa sensación con palabras sencillas, pero imagínate este mundo antes de ese moderno machaqueo de leyes de la naturaleza, doctrinas evolucionistas, moléculas del ADN, bioquímica y células nerviosas, es decir, antes de que este globo comenzara a dar vueltas, antes de que fuera rebajado a ser un «planeta» en el espacio, y antes de que el orgulloso cuerpo humano fuera fragmentado en corazón, pulmones, riñones, hígado, cerebro, sistema sanguíneo, músculos, estómago e intestinos. Estoy hablando de cuando el ser humano era un ser humano, es decir un ser humano entero y orgulloso, ni más ni menos. Por aquel entonces, el mundo no era sino un cuento chispeante.
Un gamo sale de repente de un bosquecillo, te mira durante un segundo, y al instante desaparece. ¿Qué alma es la que pone en movimiento a ese animal? ¿Qué fuerza insondable es la que decora la tierra con flores de todos los colores del arco iris y siembra el cielo nocturno con unos suntuosos encajes de estrellas centelleantes?
Un sentimiento de la naturaleza desnudo y directo lo encuentras en la literatura popular, por ejemplo en los cuentos de los hermanos Grimm. Léelos, Georg. Lee las sagas islandesas, lee los mitos griegos y nórdicos, lee el Antiguo Testamento.
Mira el mundo, Georg, mira el mundo antes de haber engullido demasiada física y química.
En este momento, grandes manadas de renos salvajes corren por la asolada planicie de Hardanger. En la isla de la Camargue, entre dos brazos de la desembocadura del río Ródano están incubando miles de flamencos rosados. Cautivadores rebaños de esbeltas gacelas saltan como por arte de magia por la sabana africana. Miles y miles de pingüinos reales charlan en una playa helada de la Antártida, y no sufren, están a gusto. Pero no sólo cuenta la cantidad. Un alce solitario y meditabundo asoma la cabeza en un bosque de abetos al este de Noruega. Hace un año, uno de ellos se extravió y llegó hasta Humleveien. Un lemming aterrado corre por entre las tablas de madera de la leñera de la cabaña de Fjellstølen. Una foca rellenita se lanza al agua desde un islote cerca de Tønsberg.
No me digas que la naturaleza no es un milagro. No me digas que el mundo no es un maravilloso cuento. Quien no lo haya entendido, tal vez no lo haga hasta el momento en que el cuento esté a punto de acabar. Pues es cuando te dan la última oportunidad de quitarte las anteojeras, una última ocasión de frotarte los ojos de asombro, una última ocasión de entregarte a este milagro del que ahora te despides y al que vas a abandonar.
Me pregunto si entiendes lo que estoy intentando expresar, Georg. Nadie se ha despedido llorando de la geometría de Euclides o del sistema periódico de los átomos. Nadie se echa a llorar porque va a ser desconectado de internet o de la tabla de multiplicar. Es del mundo de lo que uno se despide, de la vida, del cuento. Y al mismo tiempo, uno se despide de una pequeña selección de seres queridos.
Alguna que otra vez pienso que desearía haber vivido antes del invento de la tabla de multiplicar, y al menos antes de la física y química modernas, antes de que comenzáramos a entenderlo todo, es decir cuando todo era MAGIA. Así me parece la vida en este momento en que estoy sentado delante de la pantalla del ordenador escribiendo estas líneas. Yo mismo soy un científico y no rechazo ninguna de las ciencias, pero también tengo una concepción del mundo mítica, casi animista. Nunca he permitido a Newton ni a Darwin que se carguen el mismísimo misterio de la vida. (Consulta la enciclopedia si hay alguna palabra que no entiendes. Hay una enciclopedia moderna en el cuarto de estar. Bueno, al menos está allí ahora, y no sé si ahora te parecerá ya tan moderna).
Voy a confiarte un secreto. Antes de empezar a estudiar medicina tenía dos alternativas para el futuro: ser poeta, es decir alguien que canta, con palabras, alabanzas a este mundo mágico en el que vivimos, creo que ya te lo he mencionado, o ser médico, es decir alguien que sirve a la vida. Para más seguridad, decidí hacerme médico primero.
No me alcanzó el tiempo para convertirme en poeta. Pero sí me alcanzó para escribirte esta carta.
Volver a casa todos los días y encontrarme con una joven de las naranjas pintando flores de cerezo en nuestro jardín, era como la realización de todo lo que podía haber soñado. Una vez me entusiasmé tanto al verla en el jardín que la cogí en brazos y me la llevé al dormitorio. ¡Ella se reía!, ¡ay, cómo se reía! La coloqué en la cama y la seduje allí mismo. No me avergüenza darte a conocer también ese aspecto de la felicidad que compartimos ella y yo. ¿Por qué iba a ocultártelo? Es uno de los hilos conductores de esta historia.
Lo primero que decidimos al instalarnos en la casa tras varios meses de reformas fue dejar de tomar precauciones para no tener hijos. Lo decidimos la primera noche que dormimos aquí. A partir de esa noche empezamos a hacerte a ti.
Y cuando llevábamos año y medio viviendo en Humleveien naciste tú. Me sentía muy orgulloso cuando te tuve en brazos por primera vez. Fuiste un niño. Si hubieras sido una niña, habríamos tenido que ponerte por nombre Ranveig, como se llamaba la hija de aquella joven de las naranjas.
Verónica estaba agotada y pálida después del parto, pero feliz. No podríamos haber estado más felices. Comenzaba un nuevo capítulo con reglas completamente nuevas.
Voy a confiarte otro secreto. En el hospital trabajaba un compañero mío de la universidad, lo cual quiere decir que era médico. Tras el parto, entró en la habitación del hospital con una copa de champán tanto para la parturienta como para el flamante padre. En realidad no estaba permitido, de hecho estaba prohibidísimo. Pero en la ventana que daba al pasillo había una pequeña cortina que se podía correr. Brindamos los tres por esa vida en la Tierra que acababas de iniciar. Obviamente no te dimos champán, pero al poco tiempo te pusieron al pecho de Verónica, y ella sí había tomado unos pequeños sorbos de champán.
Pero aquel día en que la Joven de las Naranjas me acompañó al autobús del aeropuerto, habíamos visto una paloma muerta. Fue un mal presagio. Tal vez fuera porque yo no había seguido todas las reglas del cuento.
¿Te acuerdas de que estuvimos en la cabaña esta Semana Santa? Ya tenías casi tres años y medio, pero supongo que te habrás olvidado de todo. Cuando se estudia medicina, también se estudia algo de psicología. Sé que no se recuerda casi nada de la vida antes de haber cumplido los cuatro años.
Recuerdo que tú y yo nos sentamos fuera junto a la pared de la cabaña compartiendo una naranja mientras Verónica grababa todo en vídeo. Fue como si ella intuyera que algo estaba llegando a su fin. Georg, pregúntale si aún guarda ese vídeo. Tal vez le duela sacarlo, pero pregúntaselo de todos modos.
Después de Semana Santa supe que estaba gravemente enfermo. Verónica no se lo creía, pero yo lo sabía. Yo sabía interpretar los signos, sabía diagnosticar.
De modo que fui a ver a ese compañero del que te he hablado; ese que nos sirvió champán en el hospital al nacer tú. Primero me hizo unos análisis de sangre, y luego algo que se llama TAC, una especie de examen por rayos X. Estuvo de acuerdo conmigo. Habíamos llegado a la misma conclusión profesional.
Comenzó una nueva forma de vida. Fue una catástrofe para Verónica y para mí, pero intentamos al máximo mantenerte fuera de ella. Una vez más se introdujeron nuevas reglas. Palabras como añoranza, paciencia y carencia adquirieron un nuevo sentido, ya no podíamos prometernos estar juntos todos los días de los años siguientes. No podíamos prometernos nada en absoluto. De pronto los dos nos sentíamos vulnerables y desamparados. Ese pronombre tan entrañable, «nosotros», tenía una fea grieta. Ya no podíamos exigirnos nada el uno al otro, ni podíamos compartir ninguna expectativa sobre el tiempo que teníamos por delante.
Tras haber leído esto, ya conoces algo de la historia de mi vida. Ya sabes quién soy. Eso me reconforta. En cierto modo me conoces mejor de lo que me conocen muchas otras personas, aunque no hayamos conversado a solas desde que tenías apenas cuatro años. Nunca me he sincerado con nadie como contigo en esta carta. Entenderás también por qué me resultó tan duro tener que aceptar las nuevas reglas. Sabía cómo sería mi final, y tuve que habituarme poco a poco a la idea de que me vería obligado a abandonaros a ti y a la Joven de las Naranjas.
Tengo que preguntarte algo, Georg. No puedo esperar más. Pero primero voy a contarte lo que sucedió aquí en Humleveien hace unas semanas.
Por las mañanas Verónica va al instituto a enseñar a jóvenes a pintar naranjas. Le he dicho que no le permito quedarse conmigo en casa todo el día. Tú y yo desayunamos juntos. Luego te acompaño a la guardería, y tengo esas horas para mí durante las cuales me siento ante el ordenador, en el cuarto de estar, a escribirte esta larga carta. A menudo tengo que hacer equilibrios para no tropezar con tu tren BRIO. Te habrías dado cuenta enseguida si algo se hubiera movido.
A veces también necesito dormir un poco durante ese tiempo, no porque me sienta mal, sino porque no consigo tranquilizarme por las noches, pues es cuando me invaden todos esos pensamientos, es cuando más me asolan. En el instante de acostarme me adentro en los tristes enigmas, en el cuento grande y feo que no tiene hadas buenas, sólo espíritus oscuros y elfos malvados. Entonces es mejor renunciar al sueño por la noche y quedarte dormido en el sofá en algún momento de la mañana cuando hay luz fuera.
No se me hace muy cuesta arriba permanecer despierto sabiendo que tu madre y tú estáis aquí durmiendo. Además, sé que puedo despertar a Verónica cuando quiera, y algunas veces lo hago, y ella me hace compañía. Alguna que otra vez hemos estado sentados juntos toda la noche. En esas ocasiones no nos decimos gran cosa, simplemente estamos juntos. Nos preparamos alguna taza de té. Nos hacemos algún sándwich de queso. Así es la situación ahora, Georg. Esas son las nuevas reglas.
Podemos estar sentados juntos cogidos de la mano durante horas sin hablar. Alguna vez contemplo su mano, es suave y bonita, y luego miro fijamente la mía, a lo mejor sólo un dedo o una uña. ¿Cuánto tiempo tendré este dedo?, me pregunto. O me llevo su mano a los labios y la beso.
He pensado que a esa mano, que en esas noches tengo cogida, estaré agarrado hasta que llegue mi último momento, tal vez en la cama del hospital, y tal vez durante muchas horas, hasta que por fin suelte las amarras y también la mano. Estamos de acuerdo en que será así, ella me lo ha prometido. Es bueno saberlo. Y también, indeciblemente triste. Cuando suelte este Universo soltaré una mano cálida y viva, la mano de la Joven de las Naranjas.
¡Imagínate, Georg, si al otro lado también hubiera una mano que agarrar! Pero no creo que exista ningún otro lado. Estoy casi seguro. Todo lo que hay sólo dura hasta que se acaba. Pero lo último a lo que suele estar agarrado un ser humano es a una mano.
He escrito antes que lo más contagioso que conozco es la risa. Pero también la pena puede contagiarse. El miedo es diferente. No se contagia con la misma facilidad que la risa y la pena… y menos mal. El miedo es algo solitario.
Tengo miedo, Georg. Tengo miedo de ser expulsado de este mundo. Tengo miedo de noches como ésta que no se me permitirá vivir.
Pero una noche te despertaste, a eso iba. Estaba sentado en el jardín, y de repente te vi salir de tu habitación y entrar en el salón. Te frotabas los ojos y mirabas a tu alrededor. Normalmente hubieras subido la escalera hasta nuestro dormitorio, pero esa vez te quedaste de pie en el salón, quizá porque veías todas las luces encendidas. Entré en el salón desde el jardín de invierno y te levanté por los aires. Dijiste que no podías dormirte. Tal vez lo decías porque nos habías oído a mamá y a mí hablar a veces de que no lograba dormirme.
He de admitir que me alegré mucho de que te hubieras despertado, de que vinieras a mí cuando más te necesitaba. Por eso no hice ningún esfuerzo para que te durmieras de nuevo.
Me hubiera gustado mucho hablarte de todo esto, pero sabía que no podía, que eras demasiado pequeño. Y sin embargo eras lo suficientemente mayor como para consolarme. Si te quedabas despierto, quería compartir contigo unas horas. Era una de esas noches que podría haber despertado a Verónica, pero como estabas tú, la dejaba dormir.
Sabía que afuera había un maravilloso cielo estrellado, lo había visto desde el jardín de invierno. Estábamos en la segunda quincena de agosto, y es posible que tú no hubieras visto nunca un cielo estrellado, al menos no durante ese verano tan luminoso que estaba llegando a su fin, y el año anterior eras aún demasiado pequeño. Te puse un jersey de lana y un pantalón de punto, también yo me puse una chaqueta, y nos sentamos los dos en la terraza. Había apagado las luces de dentro y apagué también las de fuera.
Primero señalé una finísima luna. Estaba baja en el firmamento, al este. Tenía forma de C, lo que significaba que estaba en cuarto menguante. Te lo dije.
Tú estabas sentado sobre mis rodillas, absorbiendo toda esa seguridad que te rodeaba. Yo bebía de la seguridad que emanaba de ti. Y me dio por señalarte todas las estrellas y los planetas en el firmamento. Quería hablarte de todo aquello, de todo ese gran cuento del que formamos parte, de ese enorme puzzle del que tú y yo éramos unas piezas minúsculas. También ese cuento tenía leyes y reglas que no éramos capaces de entender, ante las cuales teníamos que doblegarnos, nos gustaran o no.