Capítulo 3

En aquella época yo solía dormir en la pequeña habitación al lado del salón. Hoy ése es tu cuarto, o por lo menos lo es cuando escribo la carta. No sé si lo seguirá siendo cuando tú la leas.

Siguiendo las pautas que hemos fijado para esta historia, no diré nada sobre la celebración navideña de ese año. Tan sólo mencionaré que en la noche de Navidad no pegué ojo.

Aún no había leído más que la mitad de la larga carta de mi padre, y noté que tenía que ir al baño urgentemente. Era culpa mía, claro. Había bebido demasiada coca-cola.

¡Qué fastidio!, pensé. Para ir al baño tenía que atravesar el salón, el cuarto de estar y la entrada, y estaría rodeado de miradas curiosas por todas partes. Creo que hay algo que se llama «carrera de baquetas». Pero no tenía otra elección.

Abrí la puerta con la llave, dejé el montón de hojas impresas encima de la cama, volví a cerrar la puerta al salir y me metí la llave en el bolsillo.

Los cuatro aparecieron al instante. Intenté hacer como si sus miradas interrogativas no fueran conmigo.

«¿Has acabado ya?», preguntó mi madre. Toda ella parecía un gran signo de interrogación. ¿Qué era lo que había estado leyendo?

«¿Es una lectura triste?», preguntó Jørgen, como compadeciéndose de mí porque mi padre había muerto. La verdad es que siempre había puesto todo de su parte para ser un buen sustituto de él, y eso está bien. Pero no podía compadecerse de mi madre porque había perdido a su marido y a la vez ocupar el lugar, por no decir la cama, de ese marido. Creo que en el fondo Jørgen se alegraba de que mi padre hubiera muerto. De lo contrario, no habría tenido a mi madre. Y tampoco a Miriam. Y puestos a nombrar, tampoco me habría tenido a mí. Hay un refrán que dice «A rey muerto, rey puesto».

Me fijé en que se había servido una gran copa de whisky. De vez en cuando se toma alguna, pero sólo en viernes o sábados. Estábamos a lunes.

No creo que se sintiera avergonzado por estar de pie en medio del salón con una copa en la mano, no es ésa la razón por la que menciono esto. Pero tal vez estuviera un poco cortado porque yo me había encerrado en mi habitación con el fin de leer algo que mi padre auténtico me había escrito poco antes de morir, y mucho antes de que hubiera ningún Jørgen en la casa. Cuando yo era pequeño lo llamaba a veces «forastero», un poco infantil por mi parte, lo admito, pero lo hacía sólo para provocarle.

«¿Todavía no has acabado de leer?», preguntó el abuelo. Llevaba un puro encendido en la mano. Había captado el meollo de la cuestión.

«Sólo he leído la mitad», dije. «Ahora tengo que ir al baño».

«¿Pero te gusta lo que estás leyendo?», preguntó la abuela, dando la lata.

«¡Sin comentarios!», contesté. Eso es lo que siempre dicen los políticos a los periodistas cuando no les da la gana de contestar a preguntas difíciles.

Los periodistas y los padres se parecen en que son igual de curiosos. Y los políticos y los niños se parecen en que siempre se les hace preguntas delicadas nada fáciles de contestar.

Tal vez sea ya hora de presentar más de cerca a las personas que forman parte de esta historia. Empezaré por mamá, que es a la que mejor conozco de todos.

Mamá cumplió ya los cuarenta, y puedo caracterizarla como una mujer madura e independiente, que nunca tiene miedo de decir lo que piensa. Además es muy «maternal», y al decirlo no sólo me refiero a cómo se ocupa de Miriam. También me mima bastante a mí, y a veces me habla como si tuviera dos o tres años menos de los que tengo. Por regla general, lo dejo pasar sin más, pero a veces me deprime bastante, por ejemplo cuando traigo amigos a casa después del colegio. Entonces es como si disfrutara mostrando a mis amigos que yo sigo siendo su niño, aunque de hecho a ella le saco un par de centímetros. ¡Una vez que estaba en el salón jugando al ajedrez con un amigo mío que se llama Martin, mi madre se acercó al sofá con un cepillo y se puso a cepillarme el pelo! Entonces sí le dije lo que pensaba. No me gusta enfadarme con mamá —y aquella vez no sólo me enfadé, me enfurecí— pero fue porque estaba Martin y tenía que demostrarle que yo era capaz de poner límites. Mamá se refugió en la cocina, y al cabo de veinte minutos volvió con chocolate y bizcocho de navidad. Martin silbó entusiasmado, pero a mí me resultó penoso que nos sirviera de esa manera después de lo ocurrido. Faltó poco para que entrara en la cocina a ver si había alguna cerveza en la nevera. Pensé que si no encontraba cerveza, al menos sabía dónde estaba la botella de whisky de Jørgen. Afortunadamente Martin tiene un gran sentido del humor y luego hablamos de lo ocurrido. Creo que empezó a sentir más respeto por mamá cuando le dije que se gana el sustento dando clase a los estudiantes de la Academia Estatal de Bellas Artes. «Si surge un nuevo Picasso sabrás quién le ha enseñado», le dije. Después de lo que había sucedido, me sentía obligado a intentar elevarla un poco.

Resulta difícil describir a tu propia madre, al menos en lo que se refiere a gustos y vicios, pero hay algo que destaca sobre lo demás. A mamá le chifla el regaliz, y con eso quiero decir toda clase de regaliz. Encuentro caramelos de regaliz por todas partes, cajas de Fazier y bombones de regaliz inglés, pues últimamente lo come a escondidas, porque tanto Jørgen como yo hemos empezado a regañarla. Jørgen opina que el regaliz hace subir la tensión; posiblemente sea una exageración, pero la situación ha llegado a tal extremo que ella me pide que no le diga nada a él cuando hemos ido al centro y se ha comprado una bolsa de regaliz de cualquier clase.

Si se me pidiese que describiera en dos palabras el lado fuerte de mamá, sería «buen humor». Pero entonces tendría que añadir que su lado más débil es «mal humor». No suele haber matices entre los dos extremos. Mamá suele estar de muy buen humor, pero a veces puede llegar a estar verdaderamente enfadada. Siempre está de buen o de mal humor, nunca está «ni fu ni fa». La frase favorita de mamá es: «¿Echamos una partida de cartas antes de irnos a dormir?».

Y ahora Jørgen. Sólo mide un metro setenta, exactamente lo mismo que mamá. De modo que para ser adulto no es un tipo alto. Muchos dirían que eso es una desventaja, en ese caso no sería la única, pues también es pelirrojo. Tiene la piel muy pálida y nunca coge buen color en verano, sólo se pone rosa o se quema. Y su vello es rojo, incluso en los brazos le crecen pelos rojos. Ya he mencionado que va siempre a la moda, bueno, creo que incluso se puede decir que es un poco engreído. No todos los hombres tienen tres desodorantes distintos y cuatro marcas de colonia en su estantería del baño, ni todo el mundo se atrevería a salir de casa con una bufanda de seda negra y una chaqueta clara de piel de camello. Pero Jørgen sí lo hace. Y he de admitir que le favorece.

A pesar de todo esto, Jørgen trabaja como investigador en la Policía Judicial. Nos recuerda constantemente su «secreto profesional», pero no siempre consigue callarse del todo. Al menos un par de veces me he enterado por él de algunos detalles importantes en grandes casos criminales antes de que hayan salido en los periódicos. Confía mucho en mí. Sabe que no voy por ahí contando secretos policiales.

Jørgen es uno de esos tipos que creen que lo saben todo, pero no siempre es así. Hace algún tiempo fuimos a IKEA a comprar un armario nuevo para mi habitación. (Se habían puesto muy pesados conmigo, diciendo que mi ropa estaba siempre tirada por todas partes, lo cual era una exageración, porque nunca he dejado ni un calcetín en el piso de arriba. La verdad es que casi nunca subo). Montar el armario de IKEA nos llevó toda la tarde, y luego otro montón de tiempo colocarlo en su sitio. Jørgen opinaba que había que ponerlo junto a la pared, pegado a la puerta, pero yo no estaba en absoluto de acuerdo. Yo lo quería junto a la ventana, aunque de esa forma, medio centímetro haría sombra a la vista al jardín. Dije que era mi habitación y que no me importaba perderme medio centímetro de la vista. Le recordé que yo llevaba viviendo en esta casa mucho más tiempo que él, y además opiné que no era muy práctico tener un armario que no se pudiera abrir cuando la puerta del salón estuviera abierta. Me salí con la mía, claro, pero él tardó casi veinticuatro horas en volverme a hablar, y, cuando por fin lo hizo, era evidente que le costó mucho esfuerzo.

El lado más fuerte de Jørgen tal vez sea que está dispuesto a emplear casi todo su tiempo libre en hacer de mí un deportista. Todo el mundo nace con músculos, dice, pero los músculos están para ser usados. Su lado más débil tal vez sea que se niega a aceptar que yo tenga planes diferentes a convertirme en deportista. No creo que a Jørgen le haga mucha gracia que ensaye tanto la Sonata del Claro de Luna. La frase favorita de Jørgen es sin duda: «¡Lo que cuenta es la intención!».

Antes de decir algo sobre mis abuelos paternos, debo subrayar que los conozco muy bien, al menos tanto como a Jørgen, porque he vivido bastante tiempo con ellos en la pequeña ciudad de Tønsberg. Sobre todo pasé una larga temporada en su casa en la época en que mamá y Jørgen se hicieron novios. Entonces yo sólo tenía diez años. No creo que mamá y Jørgen hubieran logrado hacerse novios de verdad si no hubieran tenido la oportunidad de deshacerse de mí algunas semanas. No lo digo para quejarme, al contrario. Siempre me ha gustado ir a Tønsberg. Además, me alegro de que mamá y Jørgen tuvieran la delicadeza de ahorrarme la fase inicial de su relación, es decir, la fase del flirteo. De todos modos, ha habido muchas cosas a las que he tenido que adaptarme. Cierta vez que subí al piso de arriba, vi que estaban en la cama besándose bajo el edredón. No me hizo mucha gracia, así que di media vuelta y bajé sigilosamente por la escalera. Quizá hubiera reaccionado de otro modo si Jørgen hubiera sido mi padre de verdad. O tal vez no. En realidad, no me pareció muy asqueroso, pero podrían haber cerrado la puerta del dormitorio. Podrían haberme avisado de que se iban a la cama, así no hubiera tenido que sentirme tan tonto ni tan solo.

La abuela cumplirá pronto los setenta, y durante gran parte de su vida ha trabajado como profesora de canto. Ama toda clase de música, pero más que nada la de Puccini. Para ella ha sido de vital importancia conseguir que me guste La Bohème, pero la verdad es que la ópera italiana me resulta demasiado dulzona, y La Bohème no es una excepción, pues es una terrible mezcolanza de amor y tuberculosis. Mi abuela también es una gran amante de la naturaleza, sobre todo de los pájaros. Le encantan toda clase de productos del mar y ha inventado, por ejemplo, una ensalada de marisco que ella llama «ensalada de Tønsberg». (Gambas, carne de cangrejo y albóndigas de pescado. El ingrediente original es la albóndiga de pescado). En otoño siempre quiere llevarme a Tjøme a coger setas. Su lado más fuerte: conoce los nombres de todas las especies de pájaros y sabe exactamente dónde ponen e incuban los huevos. Lado más débil: no es capaz (desgraciadamente) de cocinar sin cantar un aria de Puccini. No he intentado quitarle ese hábito, sinceramente no me he atrevido, porque la abuela es una excelente cocinera. Frase favorita: «Siéntate aquí conmigo, Georg, a charlar un ratito».

Antes de jubilarse, el abuelo trabajó de meteorólogo, y aún no ha perdido el interés por el tema, porque compra todos los días el periódico VG sólo para discutir el parte meteorológico. Fuma puros, aunque sólo en ocasiones festivas, según él. Al parecer, cada visita que hago a Tønsberg es una ocasión festiva para el abuelo, y también cada vez que salimos en su barca. Es muy alegre y muy bromista, por no decir desbordante, y nunca tiene miedo a proclamar su opinión. Si le parece que la abuela va mal peinada, no vacila en decírselo. Pero tampoco vacila en piropearla cuando va bien peinada. El abuelo se pasa la mitad del verano en su barca, y la otra mitad leyendo periódicos. De vez en cuando escribe algún pequeño artículo en el periódico local de Tønsberg, y tal vez pueda considerársele como uno de los «famosillos» de la ciudad. Su lado más fuerte: el abuelo es un genio en el mar. Lado más débil: a veces da la impresión de creerse el rey de Tønsberg. Frase favorita: «¡Los ricos vivimos muy bien!».

Miriam tiene, como he dicho ya, sólo año y medio, pero habla ya como una cotorra. Repite una y otra vez los nombres de las cosas, y es capaz de juntar dos palabras en algo que parecen frases: «Mamá comer», «Papá dormir», «Geo tocar». Con eso no quiere decir a mamá que coma, ni a Jørgen que duerma, ni a mí que toque el piano, pues esto lo dice sólo cuando mamá está comiendo, Jørgen durmiendo o yo estoy intentando aprender a tocar el segundo movimiento de la Sonata del Claro de Luna de Beethoven. No dudo en caracterizar a Miriam como «un verdadero encanto». Ha heredado de mamá los ojos marrones y la piel clara de Jørgen, pero afortunadamente no tiene el pelo rojo de su padre: también el color del pelo lo ha heredado de mamá, sólo que es un poco más rubio. Lado más fuerte: a Miriam le encanta irse a la cama por la noche, jamás la he oído protestar por ello. Lado más débil: se cree la jefa de la familia. Frase favorita: «Miamzuzo, Miamzuzo» (que significa: «Miriam quiere zumo»).

También he mencionado un par de veces a mi tío Einar. Me hizo gracia leer en la carta de papá que Einar tenía mi edad el otoño en que mi padre conoció a la Joven de las Naranjas. Hoy es segundo oficial de un gran buque de la marina mercante, está soltero, pero los rumores dicen que tiene una novia en cada puerto. (En una época sospeché que también tenía una novia a bordo del buque. Había una tal Ingrid que navegó con él durante medio año hasta que de repente se desenroló). Varias veces me ha prometido llevarme en su barco al extranjero, pero no será más que palabrería, porque nunca se ha hecho realidad. Lado más fuerte: probablemente uno de los tíos más majos de Noruega. Lado más débil: nunca cumple lo que promete. Frase favorita: «¡Pero si no has navegado nunca, chaval!».

Como ya he dicho algo sobre Isabelle, pienso que también ella debe ser incluida en esta ronda de presentaciones. Por ahora no tengo mucho que decir sobre ella, pero al menos tiene una frase favorita: «¿Sabes qué hora es?». Lado más fuerte: guapa, muy guapa. Lado más débil: callada, muy callada (¡pero esto puede deberse a que es muy, muy tímida!).

Ya sólo queda una persona, y es la más difícil de describir, porque se trata de Georg Røed. Mido uno setenta y cuatro, es decir, cuatro centímetros más que Jørgen. No creo que eso le guste mucho, pero puede pensar que está por encima de ello. Yo estoy dentro de ese chico, de manera que nunca lo veo moverse por la habitación. Sin embargo lo contemplo a veces cara a cara, es decir cuando alguna rara vez me coloco frente a un espejo. Puedo parecer engreído, pero he de admitir que pertenezco a esa parte de la población que está razonablemente satisfecha de su aspecto. No voy a decir que soy guapo, pero al menos no soy muy feo. No obstante, hay que estar un poco en guardia sobre este tema, pues en algún sitio he leído que más del veinte por ciento de las mujeres creen pertenecer al tres por ciento de las mujeres más guapas del país y, naturalmente, ese cálculo no cuadra. No sé cuántas personas opinan que pertenecen al tres por ciento de las más feas, pero tiene que ser terrible estar descontento con uno mismo durante toda la vida. Espero sinceramente que Jørgen no sufra por ser pelirrojo y medir sólo uno setenta sin zapatos. Me lo he preguntado alguna vez, pero nunca a él directamente.

En cuanto a preocupaciones sobre mi aspecto, puedo decir que la única cosa que me inquieta un poco es la aparición de unos fastidiosos granos en la frente, y no me consuela nada saber que desaparecerán dentro de cuatro u ocho años. Jørgen opina que tal vez desaparezcan tras unas cuantas sesiones de footing con él, pero a mí no me engaña. Por cierto, es tonto por decirme eso, porque ahora sí que no me da la gana de empezar a correr. Pues si lo hiciera, Jørgen pensaría que sólo corro para deshacerme de los granos.

He heredado los ojos azules de mi padre, tengo el pelo rubio y una piel bastante clara, que sin embargo se pone muy morena en el verano. Lado más fuerte: Georg Røed pertenece a esa parte de la población del mundo que ha comprendido que habitamos un planeta de la Vía Láctea. Lado más débil: no se le da muy bien ligar. No me hubiera importado nada haber estado un poco más a la ofensiva en ese asunto. Frase favorita: «Gracias, quiero las dos cosas».

Al salir del baño tuve que volver a pasar por el salón, pero esta vez nadie dijo nada. Al parecer se habían puesto de acuerdo sobre ese punto. Abrí la puerta de la habitación que había sido de mi padre, volví a cerrarla con llave y me tiré en la cama. Tenía ganas de saber quién era esa misteriosa Joven de las Naranjas, si es que mi padre volvió a verla, claro. Tal vez era una bruja. Al menos había conseguido embrujar a mi padre. Tenía que haber una razón para ese enorme interés suyo en hablarme de ella. Sería algo que yo debería saber, algo muy importante que un padre quería contar a su hijo antes de morir.

Aún no había desechado del todo la idea de que la Joven de las Naranjas tuviera algo que ver con el telescopio Hubble, o al menos con el Universo y el espacio. Lo pensé por algo que había escrito mi padre. Hojeé hacia atrás hasta que lo encontré y lo leí de nuevo: … se limita a apretar mi mano firme y cariñosamente, como si juntos flotáramos ingrávidos en el espacio, como si nos hubiéramos saciado de leche intergaláctica y tuviéramos todo el Universo para nosotros solos.

Tal vez la Joven de las Naranjas viniera de otro planeta. Al menos se insinuaba que procedía de un mundo diferente al nuestro. ¿Acaso habría llegado en un ovni? Claro que no, yo no creía en esas cosas, y mi padre tampoco, estoy seguro. Pero tal vez ella creyera. Eso sería casi igual de malo.

El telescopio Hubble tarda 97 minutos en dar una vuelta al mundo, a una velocidad de 28.000 kilómetros por hora. Para comparar, puedo decir que el primer tren a vapor entre Christianía y Eidsvoll tardó 150 minutos, dos horas y media, en recorrer una distancia de 68 kilómetros. He calculado que eso da una velocidad media de 28 kilómetros por hora. Eso significa que el telescopio Hubble es mil veces más rápido que el primer ferrocarril de Noruega. (¡Mi profesor opinaba que ésa era una comparación muy ingeniosa!)

¡28.000 kilómetros por hora! ¡Eso sí que es volar ingrávido por el espacio! Y tal vez entonces se pueda hablar de beber «leche intergaláctica», sobre todo cuando a la vez se sacan constantemente fotos de galaxias que se encuentran a muchos millones de años luz de la Vía Láctea.

El telescopio Hubble tiene dos alas con paneles solares. Miden doce metros de largo, dos y medio de ancho y suministran 3.000 vatios al satélite. Pero dudo de que los dos tórtolos de la catedral se hubieran sentado cada uno en un ala del telescopio con el Universo entero a sus pies antes de pasar por el Museo Histórico y llegar al parque del Palacio. Aunque, quién sabe, tal vez estuvieran en el séptimo cielo.

Cogí el montón de hojas y seguí leyendo.

No hice más intentos de encontrar a la Joven de las Naranjas durante los días entre Navidad y Año Nuevo. Dejé que la paz navideña me invadiera. Pero ya entrado enero me puse de nuevo manos a la obra, estaba en muy buena forma.

Hice cientos de intentos de encontrarla, pero ninguno dio resultado, así que no tengo nada que contarte. Estoy seguro de que ya te has acostumbrado al ritmo y a la lógica de esta historia.

No obstante, voy a hacer una excepción que tiene que ver con un punto del que me olvidé en mi pequeña lista de enigmas que tendrás que procurar resolver. ¡El viejo anorak, Georg! ¿Qué pasa con él? Fue lo que me hizo pensar en una laboriosa excursión en esquís por los hielos de Groenlandia. Fue esa gastada prenda la que en su momento me hizo suponer que la Joven de las Naranjas era muy pobre. Pero, ante todo, era una señal de que era una amante de la vida al aire libre.

Aquel año di un montón de paseos en esquís, y tal vez tanto esquiar por los bosques de Oslo y por la montaña contribuyera a que mi cuerpo haya logrado mantener la agresiva enfermedad a cierta distancia durante unos meses. Pero no voy a hablar aquí de esos paseos, porque nunca la vi ni en las pistas de esquí ni en los refugios de Kikut, Stryken o Harestua. Pero a principios de marzo se acercaba el día de los concursos de salto de Holmenkollen. El pensar en el inminente concurso de esquí me regocijaba. Era como tener trece aciertos en la quiniela, faltando sólo un partido por jugar, al que le había puesto un doble.

Si el tiempo es bueno, suele haber más de 50.000 personas en el trampolín de Holmenkollen el primer domingo de marzo, lo que significa que un buen porcentaje de la población de Oslo sube ese día a la colina. Pero ¿qué porcentaje, en tu opinión, de la población de Oslo anda por ahí con viejos anoraks? Cerca del cien por ciento, creo yo. Tenía más de 50.000 posibilidades de encontrarme con la Joven de las Naranjas, y te lo aseguro: no escaseaban los viejos anoraks de montaña allí arriba, en el tejado de Oslo, aquel domingo del mes de marzo. Estaban todos. Un domingo de Holmenkollen es como un paraíso de viejos anoraks en todas sus variantes, palidecidos por el sol. De modo que ni miré a los que saltaban, tenía bastante con estudiar todos aquellos anoraks. Creí ver a la Joven de las Naranjas en varias ocasiones, y mi pecho estaba a punto de estallar cada vez, pero nunca era ella. Un par de veces también avisté el famoso pasador de plata, pero no pertenecía a ella.

No estaba allí, Georg. Así era. Fue lo único que registré. Ni siquiera me enteré de quién ganó los saltos ese día. Lo único en lo que me fijé fue en que faltaba la Joven de las Naranjas. Yo sólo tenía ojos para lo que no estaba.

Desde entonces sólo he estado en Holmenkollen una vez, y no sé si eso te suena. ¿Podrás tener algún remoto recuerdo de algo que tú y yo vivimos cuando tenías apenas dos años y medio?

Ese año estuvimos tú y yo abajo, en el llano, mirando hacia arriba a los saltadores de esquí. El tiempo era muy especial para ser marzo. Un raro viento templado había atravesado el país trayendo consigo temperaturas casi veraniegas, por eso tuvieron que transportar la nieve desde la alta montaña de Finse. Ese año fue el saltador alemán Jens Weissflog el que se llevó la medalla de oro. Fue una gran decepción para el público noruego, pero no una gran sorpresa, pues Weissflog había ganado también el año anterior.

Voy a confiarte un pequeño secreto. También cuando tú y yo estuvimos en Holmenkollen ese templado día de marzo hace casi medio año, me sorprendí repetidas veces buscando a la Joven de las Naranjas. Habían transcurrido casi diez años, pero aquella decepción aún duraba en mi cuerpo.

Estoy mal de tiempo, hijito. Pero no sólo por eso hago un salto de unas semanas. No hay nada más que contar hasta entonces.

A finales de abril saqué del buzón una hermosa postal. Era sábado y estaba en casa de mis padres en Humleveien. Por tanto, la postal no la habían enviado a mi piso de Adamstuen, donde llevaba viviendo unos meses con Gunnar, pero sí que era para mí.

Escucha: en la postal se veía la foto de un fantástico naranjal, y ponía PATIO DE LOS NARANJOS en letras mayúsculas. Entendí lo que significaba, aunque lo ponía en español. Ya te dije que soy bueno interpretando signos.

¡El Patio de los Naranjos! Mi corazón se puso a latir con fuerza. Hay algo que se llama tensión sanguínea, Georg. En situaciones extremas puede subir terriblemente de un solo salto. Pero no huyas por eso de las fuertes emociones, pues se trata de un estado completamente carente de peligro. (¡Por otra parte, desearía que nunca te diera por saltar en paracaídas! ¡Al menos evita los saltos con elásticos!)

Di la vuelta a la postal. El matasellos era de Sevilla, y sólo ponía: He estado pensando en ti. ¿Podrás esperar un poco más?

No ponía nada más, ningún nombre ni ninguna dirección del remitente. Pero en la postal había un rostro pintado, era su rostro, Georg, el rostro de la ardilla. Parecía hecho por un artista, incluso por uno muy bueno.

En realidad no me sentí muy sorprendido. Me pareció normal que la Joven de las Naranjas estuviera en el Patio de los Naranjos, faltaría más. Simplemente se había marchado a su reino, al mismísimo país de las naranjas. Cuadraba por completo con mis ideas. ¿No se había quedado el joven Jesús en el templo con el fin de permanecer en la casa de su padre?

Ya nada me resultaba incomprensible. Todos los enigmas se habían resuelto. En ese reino, la Joven de las Naranjas podría respirar aliviada durante seis meses y cultivar su interés exquisito, por no decir artístico, por la diversidad de las naranjas, antes de que, esperaba yo, volviera para cumplir nuestro acuerdo de vernos cada día durante los seis meses siguientes. Luego tal vez necesitara irse otra vez al reino de las Naranjas para volver a respirar, pero eso se vería a su tiempo.

Estaba entusiasmado, mi cerebro empezó a producir en exceso una sustancia que los médicos llamamos endorfinas. Solemos decir que el paciente está eufórico. En ese estado me encontraba yo. Fui corriendo a ver a mis padres, que estaban sentados en el jardín de invierno, mi madre en la vieja mecedora verde y mi padre detrás del periódico del sábado en la vieja chaise-longue. Entré dando tumbos y les dije que iba a casarme. Sí, lo dije, dije que tenía intención de casarme. No debería haberlo hecho, porque sólo media hora después llegó el bajón. Mi cerebro había dejado por completo de producir endorfinas, y yo ya no estaba eufórico. No entendía nada, entendía menos que nunca.

La Joven de las Naranjas ya había revelado que conocía mi nombre de pila, pero ahora resultaba que también conocía mi apellido, y no sólo eso, Georg: en ese país de las naranjas tenía también la dirección de la casa de mis padres. ¿Qué te parece? Era algo hermoso y conmovedor, fuera cual fuera la explicación. Pero ¿no te parece bastante desagradable que se hubiera ido hasta España sin comentármelo durante esos minutos mágicos mientras bajábamos hacia el parque del Palacio, cogidos de la mano, justo antes de que tocaran las campanas de Navidad y la Cenicienta tuviera que meterse a toda prisa en la carroza, segundos antes de que fuera convertida en calabaza?

De eso hacía ya tres meses y medio, y por lo menos veinticinco paseos en esquís, por no hablar de las acciones de búsqueda.

¿O la Joven de las Naranjas había estado también en Marruecos, California y Brasil? La naranja es hoy en día una fruta que se consume en todo el planeta, Georg, en mi opinión debería haber sido canonizada como la fruta más importante de la naturaleza. Tal vez la Joven de las Naranjas trabajara como agente secreta de la Inspección de Naranjas de la ONU (INONU). ¿Había surgido acaso una nueva y siniestra enfermedad en las naranjas y por eso iba constantemente al mercado de Young, a inspeccionar el estado de salud de las mismas? ¿Por eso hacía pruebas aleatorias una vez por semana?

Quizá había estado hasta en China. Hacía ya tiempo que había averiguado que appelsin, la palabra noruega para «naranja», significa «manzana china», pues la naranja tiene su origen en China. Pero si la Joven de las Naranjas se hubiera ido de peregrinaje hasta China, donde brotó la primera flor de azahar de este planeta, no habría podido enviarle una postal con las siguientes señas: La Joven de las Naranjas, China. Hubiera resultado demasiado difícil para el cartero chino encontrarla entre más de mil millones de personas. Yo sí que lo habría conseguido, pero no podía estar seguro de que el cartero chino estuviera tan entregado a la causa como yo.

Bueno, Georg, tenemos que seguir.

Abandoné la facultad por unos días, pedí prestadas mil coronas a mis padres y conseguí un billete barato de avión a Madrid, donde pasé la noche en casa del tío de un viejo amigo del colegio. Temprano, a la mañana siguiente, volé a Sevilla.

No podía estar completamente seguro de que fuera a encontrarla, pero calculé que las posibilidades eran más o menos como las de Holmenkollen. Había una cosa más: aunque no la encontrara en Sevilla cara a cara, al menos sabía que había estado allí hacía poco, por ejemplo antes de seguir viaje hacia Marruecos. De cualquier forma, conocería el país de las naranjas y respiraría algo de ese aire ácido que ella había respirado, andaría por las mismas calles por las que ella había andado y tal vez me sentara en los mismos bancos en los que ella se había sentado. Ésa era razón suficiente para hacer el viaje. Además, no era improbable que encontrara algún rastro importante de ella en el Patio de los Naranjos, por ejemplo, si me dejaban entrar, claro. Me imaginaba que tal vez habría fosos, perros coléricos y una estricta vigilancia en un lugar tan sagrado.

Pero media hora después de llegar a Sevilla, pude entrar sin problemas en el Patio de los Naranjos. Estaba justo al lado de la catedral, y era un naranjal precioso y cerrado, casi como un jardín modelo. Todos los naranjos estaban enfilados y con la fruta ya muy madura.

Pero la Joven de las Naranjas no estaba allí. Lo más seguro era que estuviera dando una vuelta por la ciudad. Volvería enseguida.

Intenté pensar racionalmente. Intenté decirme que no podía contar con verla inmediatamente, tal vez ni siquiera durante los primeros días. Por esa razón me quedé en el naranjal sólo unas tres horas. Pero al marcharme dejé, por si acaso, una notita encima de una vieja fuente en medio del patio, en la que escribí: Yo también he pensado en ti. No, no soy capaz de esperar un poco más. Sobre el papel coloqué una pequeña piedra.

No firmé la nota, ni siquiera puse para quién era, pero añadí un diminuto trazado de mi propia cara. No se me parecía en nada, pero estaba seguro de que la Joven de las Naranjas entendería a quién representaba el dibujo si veía la nota. No tardaría mucho en volver, pues suponía que solía pasar por allí de vez en cuando a recoger el correo.

Una hora después de haber dejado la notita debajo de una piedra, cuando iba caminando por las calles del centro de la ciudad, pensé de repente horrorizado que tal vez había cometido un grave error.

Ella dijo: Tendrás que ser capaz de esperarme seis meses. Si consigues esperar todo ese tiempo, podremos volver a vernos. Yo le pregunté por qué tenía que esperar tanto tiempo. Y la Joven de las Naranjas me dio una sencilla respuesta: Porque es exactamente el tiempo que tendrás que esperar. Pero si lo consigues, podremos estar juntos todos los días durante los seis meses siguientes.

¿Me sigues, Georg? Yo no había cumplido las reglas. No había conseguido esperarla durante seis meses, lo que significaba que ya no podía contar con que ella cumpliera su promesa de que estaríamos juntos todos los días durante los seis meses siguientes.

El solemne pacto que habíamos hecho era muy fácil de entender, pero muy difícil de soportar. Ahora bien, todos los cuentos tienen sus propias reglas, quizá sean precisamente las reglas lo que distingue a un cuento de otro. Nunca hace falta entender esas reglas. Sólo hay que seguirlas. ¡Si no, las promesas no se cumplen!

¿Lo comprendes, Georg? ¿Por qué la Cenicienta debía volver del baile de palacio antes de las doce? No tengo ni idea, ni creo que la Cenicienta la tuviera tampoco. Pero no tienes derecho a hacer preguntas como ésas cuando te has dejado introducir en el maravilloso reino de los sueños por arte de magia. Entonces hay que aceptar las condiciones por muy incomprensibles que sean. Si la Cenicienta quiere conseguir al príncipe tiene que ser capaz de marcharse del baile antes de que los relojes den las doce campanadas. Así de sencillo es, así de claro. Ella tiene que seguir las reglas. Si no, pierde el vestido, y la carroza se convierte en una calabaza. De modo que ella se esfuerza por volver a casa antes de las doce, y lo consigue a duras penas, perdiendo un zapato de baile en el camino. Milagrosamente, y gracias al zapato, por fin el príncipe la encuentra. Por el contrario, las malvadas hermanastras no siguieron las reglas y acabaron muy mal.

En este cuento nuestro regían otras reglas: si conseguía ver a la Joven de las Naranjas tres veces seguidas con una gran bolsa de naranjas, podría llegar a ser mía. Pero también hizo falta que la viera la misma Nochebuena, y tal vez más que eso: tuve que mirarla a los ojos en el momento exacto en que comenzaban a sonar las campanadas, a la vez que yo tocaba un pasador de plata. Después de eso sólo faltaba una prueba: tendría que soportar no verla en seis meses. No preguntes por qué, Georg, ésas eran las reglas. Si no lograba cumplir la última y decisiva etapa, es decir, mantenerme alejado de la Joven de las Naranjas durante seis meses, todos mis esfuerzos previos no servirían para nada, y todo estaría perdido.

Me apresuré a volver al Patio de los Naranjos. La nota había desaparecido, y ni siquiera podía estar seguro de que fuera ella quien la había cogido. Lo mismo podría haberla robado un turista noruego.

En el momento en que divisé la piedra bajo la cual había dejado la nota —que, como digo, había desaparecido— se me ocurrió otra idea, una idea que me proporcionó algo de esperanza a pesar de haberme desviado de las reglas. ¿A ti qué te parece, Georg? La Joven de las Naranjas me había enviado una postal, pues tenía mi dirección. Luego yo le había escrito una nota, pero como no tenía ninguna seña a donde enviarla, tuve que llevarla en persona al mismo Patio de los Naranjos, desde donde ella había enviado la postal.

¿No estábamos en cierto modo a la par? ¿No había infringido también ella alguna regla? ¿Tú qué opinas, Georg? Tú podrás interpretar las reglas de este cuento igual que pude interpretarlas yo.

Pero por otro lado: al fin y al cabo la joven me había pedido que esperara un poco más. En realidad se había limitado a renovar el pacto. Y yo había contestado que no era capaz de aceptar las condiciones, o dicho de otra manera: no me atendría a las reglas.

Ella había escrito: He pensado en ti. ¿Podrás esperar un poco más?

Pero, Georg, si la respuesta a esa pregunta era que no podía esperar, entonces ¿qué pretendía ella que hiciese?

Fui incapaz de formular un juicio al respecto, me encontraba demasiado implicado para ello. Ahora lo importante era encontrarla.

Nunca había estado antes en Sevilla, ni siquiera en España. Seguí la riada de turistas hasta el viejo barrio judío, Santa Cruz. Parecía un lugar dedicado exclusivamente al culto a la naranja como planta de cultura. Todas las plazas y plazuelas estaban rodeadas de naranjos.

Tras haber andado de plaza en plaza sin encontrar a la Joven de las Naranjas, me senté por fin en un café de una de ellas, en una mesa libre a la sombra de un frondoso naranjo. Me había paseado ya por todas las plazas del barrio de Santa Cruz, y llegué a la conclusión de que esa plaza era la más bonita. Se llamaba Plaza de la Alianza.

Me quedé pensando en lo siguiente: si estás buscando a una persona en una gran ciudad, sin tener la menor idea de dónde puede encontrarse, ¿es mejor ir al tuntún de sitio en sitio, o tienes más posibilidades de encontrarla si te sientas en un lugar céntrico y te quedas ahí hasta que la persona a la que buscas tal vez aparezca por su cuenta?

Lee la última frase dos veces antes de formarte una opinión, Georg. Yo, por mi parte, llegué a la siguiente conclusión: el barrio más bonito de Sevilla se llama Santa Cruz, y la plaza más bonita del barrio de Santa Cruz es la Plaza de la Alianza. Si la Joven de las Naranjas se parecía un poco a mí, aparecería antes o después en ese lugar donde yo estaba sentado. Nos habíamos encontrado en un café de Oslo. Y nos habíamos visto en la catedral. No cabía duda de que la Joven de las Naranjas y yo éramos muy hábiles en encontrarnos por casualidad.

Decidí seguir sentado. Eran sólo las tres de la tarde, lo que significaba que podría quedarme en la Plaza de la Alianza al menos ocho horas. No me pareció mucho tiempo de espera. Antes de salir de Oslo, había reservado habitación en una pequeña pensión muy cerca de donde me encontraba. Me habían dicho que había que volver antes de las doce de la noche, porque a esa hora cerraban (¡incluso las pensiones españolas tienen reglas que hay que seguir!). Decidí que si la Joven de las Naranjas no aparecía antes de las doce menos diez esa primera noche, la esperaría al día siguiente de sol a sol en el mismo lugar.

Me puse a esperar. Miraba a toda la gente que iba y venía por la plaza, tanto a los lugareños como a los turistas. Pensé que el mundo es un bello lugar. De nuevo me sobrevino esa sensación eufórica relacionada con todo lo que me rodeaba. ¿Quiénes somos los que aquí vivimos? Cada individuo de esa plaza era como un arca de tesoros viva, repleta de pensamientos y recuerdos, sueños y deseos. Yo me encontraba en medio del corazón de mi vida terrestre, pero así era también para todos los demás seres humanos que se encontraban en la plaza. Veamos por ejemplo al camarero: era su cometido servir a todos los que se sentaran en ese lugar, y tras pedir el cuarto café, me pareció ver en su cara que opinaba que llevaba más tiempo del debido ocupando la mesa, pues hacía tres o cuatro horas que estaba allí sentado. Cuando, tras otra hora y media, había vaciado ya la cuarta taza de café, el camarero volvió a mi mesa enseguida y me preguntó educadamente si quería pagar. Pero no podía irme, estaba esperando a la Joven de las Naranjas y, por si acaso, pedí unas cuantas raciones de tapas y una coca-cola. Nada de vino o cerveza hasta que ella llegara, pensé, cuando apareciera, beberíamos champán. Pero la Joven de las Naranjas no apareció. Se hicieron las siete, y me vi obligado a pedir la cuenta. De repente comprendí mi ingenuidad. Habían pasado muchos días desde que recogí la postal del buzón de mi casa de Humleveien, y la postal también había tardado al menos el mismo número de días en llegar hasta allí.

La Joven de las Naranjas me parecía tan inalcanzable como antes; tendría otras cosas en las que ocuparse que en jugar al gato y al ratón conmigo, tal vez estuviera estudiando español en Salamanca o en Madrid. Pagué la cuenta, listo para marcharme. Me sentía decepcionado por mi falta de sentido común, y con algo en la garganta que me impedía tragar decidí volverme a Noruega al día siguiente.

No sé si alguna vez has tenido una intensa sensación de haber hecho algo en vano. Puede que alguna vez te haya ocurrido que hayas salido de casa mientras llovía a cántaros para ir al centro a comprar algo que de verdad te hacía falta, y cuando por fin llegas a la tienda, acaban de cerrar hace dos minutos. Esas cosas son irritantes, y sobre todo te irrita tu propia estupidez. Fue esa sensación casi de vergüenza de haber viajado en vano la que me sobrevino en ese momento, y yo no me había limitado a coger el tranvía para ir al centro, me había ido hasta Sevilla sin más base concreta que una postal, no conocía a nadie en esa ciudad, pronto me iría a dormir a una pensión cutre, y no hablaba español. Me entraron ganas de darme un fuerte cachete, pero eso hubiera parecido tan estúpido que me habría hecho avergonzar aún más. No obstante, me prometí castigarme de una u otra forma, había muchas formas, por ejemplo podría obligarme a que, pasara lo que pasara a partir de entonces, nunca tendría nada más que ver con esa «Joven de las Naranjas».

Entonces llegó, Georg. Eran las siete y media, y ella apareció de repente en la Plaza de la Alianza.

A las cuatro horas y media de haberme colocado debajo de un naranjo, la Joven de las Naranjas entra levitando en la plaza. Evidentemente no lleva el viejo anorak, en Andalucía el clima es de tipo subtropical. Viste un maravilloso vestido de verano, de un rojo tan encendido como el de la buganvilla que he estado admirando en una pared al fondo. Tal vez le haya prestado el vestido la Bella Durmiente, pienso, o se lo haya quitado a una de las hadas.

No me ha visto. La oscuridad se está ya posando sobre la plaza. Hace calor, mucho calor incluso, pero yo tengo frío, siento escalofríos.

Pero entonces, Georg —veo que no puedo ahorrarte los detalles—, me doy cuenta de que la acompaña un joven de unos veinticinco años. Es alto y guapo, y tiene una larga barba rubia. Parece un explorador polar. Lo que más me irrita de todo es que no parece particularmente antipático.

De manera que he perdido. Por mi culpa. No he seguido las reglas. He roto una solemne promesa. He intervenido en algo que no era mío, en un cuento que no comparte sus reglas conmigo. «Tendrás que ser capaz de esperarme seis meses», me había dicho. «Si consigues esperar todo ese tiempo, podremos volver a vernos…»

En el momento en el que me descubren debo de haber tenido el mismo aspecto que aquella estufa de la que Cenicienta sacó las cenizas justo antes de que el príncipe se presentase en su casa para librarla del yugo de la madrastra y las malvadas hermanastras. Digo «descubren» porque no es ella la que me ve primero. El hombre de la barba es el que primero se fija en mí. (¿Puedes entenderlo, Georg? Yo fui incapaz). Coge del brazo a la Joven de las Naranjas, me señala y dice con una voz tan alta y tan clara que toda la plaza puede oírlo: «¡Jan Olav!»). Por su pronunciación deduzco que es danés. Nunca lo había visto antes.

Lo que ocurre a continuación sólo dura un instante, pero debes intentar imaginártelo. La Joven de las Naranjas está junto a una gran fuente en medio de la plaza, me descubre bajo el naranjo y se queda mirándome fijamente unos segundos; está tan estupefacta que al cabo del primer segundo parece que lleva una hora o dos en la misma postura, incapaz de moverse. Pero luego lo hace. La Bella Durmiente lleva cien años dormida, pero ahora se despierta como si se hubiera dormido hace sólo medio segundo. Viene corriendo hacia mí, me da un abrazo y repite lo dicho por el danés: «¡Jan Olav!».

Y luego le llega el turno al hombre, Georg. Se acerca lentamente hasta mi mesa, me tiende una mano fuerte y dice amablemente: «¡Resulta curioso conocerte en persona, Jan Olav!». La Joven de las Naranjas se ha sentado junto a la mesa, y el danés le pone una mano en el hombro y dice: «Bueno, yo ya me largo». Y con esas palabras retrocede, nos da la espalda, se va por donde había llegado y desaparece. Bueno, así nos hemos librado de él. Tengo a las buenas hadas de mi parte.

Ella está sentada al otro lado de la mesa y me coge las manos. Sonríe cálidamente, un poco agitada, tal vez, pero cálida.

«¡No lo conseguiste!», dice. «¡No conseguiste esperarme!»

«No», admito. «Y ahora mi corazón sangra de pena».

La miro, ella sigue sonriendo. Yo también intento sonreír, pero no lo logro del todo.

«Lo que significa que he perdido la apuesta», añado.

Ella reflexiona, luego dice: «Algunas veces en la vida tenemos que saber echar de menos. Te escribí. Intenté darte fuerzas para que esperaras un poco más».

Noté sacudidas en los hombros. «Así que he perdido», repito.

«Al menos has sido desobediente», dice ella con una vacilante sonrisa. «Pero tal vez los restos puedan salvarse aún».

«¿Cómo?»

«Es como antes. Depende de lo impaciente que seas».