Capítulo 2

Esa idea me resultó convincente, incluso tuve tiempo de sentir un atisbo de miedo de que en esa misma guardería trabajaran un par de guapetones objetores de conciencia. Pero ¿sabes, Georg?; luego, a sólo un par de metros de distancia, pude comprobar que se trataba de algo muy diferente. No me costó mucho descubrir que la Joven de las Naranjas se esforzaba al máximo en elegir naranjas que fueran lo más diferentes posible entre ellas, tanto en tamaño como en forma y color. Fíjate además en este pequeño detalle: ¡en algunas naranjas quedaban aún algunas hojas del naranjo!

Fue un alivio el poder descartar a los objetores ligones. Pero ése era mi único motivo de alegría. Por lo demás, ella seguía siendo un enigma.

Por fin llenó la bolsa. La Joven de las Naranjas pagó al frutero y se dirigió hacia Storgata. Yo la seguí a distancia, porque me había hecho el firme propósito de no darme a conocer hasta que hubiéramos subido al tranvía de Frogner. Pero precisamente en ese punto me había equivocado en mis suposiciones, por desgracia. Pues aquella tarde no fue hasta Storgata a coger el tranvía. Antes de llegar allí se metió en un coche blanco, un Toyota, en el que había un hombre sentado en el asiento del conductor.

Dada la situación no me pareció prudente acercarme a ella. No tenía ninguna gana de saludar a aquel hombre. Al instante el coche arrancó y desapareció al doblar una esquina.

No obstante, te daré un dato más: en el momento en el que la Joven de las Naranjas se mete en el coche con la enorme bolsa entre los brazos, se vuelve y me mira, pero no estoy del todo seguro de que me reconociera. Lo único cierto es que se mete en un Toyota blanco con un hombre, y que me mira mientras lo hace.

¿Y quién era el afortunado? No pude constatar su edad, podría ser su padre, también podría ser… bueno, yo qué sabía. ¿Era objetor de conciencia? No era muy probable, con un Toyota blanco. ¿O se trataba del guapetón padre de una niña de cuatro meses llamada Ranveig? No necesariamente, no había nada que lo indicara. Igual de probable era que el hombre del Toyota fuera la persona con quien la Joven de las Naranjas iba a cruzar Groenlandia en esquís. Hacía mucho que me había hecho una idea de ese hombre. En un sinfín de imágenes veía las raciones de naranjas, las hachas del hielo, el escalpelo, los bastones de esquí de reserva, los sacos de dormir, el infiernillo y las pastillas de caldo. Me imaginaba la tienda en la que se alojarían, era amarilla, y decidí que irían ocho perros en la jauría.

¡Me los imaginaba vivamente, ya lo creo! No serían capaces de esconderse de mí. Era como si llevara un carrete entero en la cabeza: una extraña pareja cruzando en esquís los extensos hielos de Groenlandia. Ella tan bella e inocente como la diosa del hielo. Él todo lo contrario, tiene la nariz torcida, un gesto de amargura en la boca y una mirada llena de malas intenciones, igual que esas profundas grietas del glaciar en las que ella puede caer en cualquier momento. (Si se cae, ¿él la ayudará a subir? ¿O seguirá solo, nutriéndose de sus raciones de naranjas, consciente de que nunca más volverá a verla?) Ese hombre rebosa una fuerza cruda, una fuerza viril, primitiva y fea. Mata osos polares con la misma facilidad que otras personas un mosquito. Y, por cierto, no hay que descartar la posibilidad de que sea capaz de violarla allí, entre los bloques de hielo, lejos de algo parecido a una sociedad. ¿Pues quién los vería, quién los vigilaría allí en el hielo? Te lo digo, Georg, los vigilaba. Era capaz de forjarme una imagen cada vez más nítida de toda la expedición. Me sabía de memoria todo lo que necesitaban llevarse, el equipo pesaría en total doscientos cuarenta kilos, incluidos un frasquito de champú y un cuarto de litro de aguardiente que se beberían cuando llegaran a Siorapaluk o a Qaanaag…

Pero a la mañana siguiente mis nervios ya se habían calmado. No se cruza Groenlandia en esquís en el mes de diciembre. En el mes de diciembre, esa clase de expediciones tienen como destino el Antártico, y para ir allí no se compran naranjas en un mercado de Oslo, ese tipo de compras se hacen más bien en Chile o en Sudáfrica. Incluso puede ser que no se compre ni una sola naranja para tales expediciones. Quien vaya al Polo Sur tiene que tomarse tantas calorías al día que un suplemento especial de vitaminas seguramente no sea necesario: además, las naranjas constituyen víveres demasiado pesados; y sobre todo: ¿cómo comerse una naranja congelada con gruesas manoplas polares en las manos? Como suplemento de líquido en una expedición polar, las naranjas serían tan fatales como los caballos del explorador Scott. Por cierto, ¿por qué hablar tanto de líquidos? Basta con llevarse unas gotas de gasolina y un buen infiernillo. Hielo y nieve, es decir agua, es lo único que sobra en esos parajes del mundo, y más del ochenta por ciento de una naranja es agua.

Mi querida Joven de las Naranjas, pensé. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Dónde estás ahora?

Mamá había vuelto a llamar a la puerta. «¿Qué tal, Georg?», preguntó.

«Bien», contesté. «Pero deja de dar la lata».

Permaneció callada durante dos segundos y luego dijo: «No me gusta que cierres la puerta con llave».

Respondí: «¿Para qué sirve tener una llave para la puerta si no se puede usar de vez en cuando? Hay algo que se llama privacidad e intimidad».

Se irritó un poco. O tal vez fuera más correcto decir que se ofendió. Dijo: «Estás siendo muy infantil, Georg. No tienes motivo alguno para aislarte de nosotros».

«Tengo quince años, mamá. No soy yo el infantil».

Mi madre respiró con dificultad, por no decir con desgana. Luego se hizo el silencio.

No dije nada de la Joven de las Naranjas, claro, pues me daba la sensación de que, todo lo que me había confiado mi padre, era algo que jamás había contado a mi madre. Si lo hubiera sabido, ella misma me lo podría haber contado, y mi padre no hubiera tenido que emplear sus últimos momentos en esta tierra escribiéndome una larga carta. Tal vez hubiera vivido algo en su juventud que luego usara para advertir a su hijo de hombre a hombre, por así decirlo. Al menos había algo importante que quería preguntarme.

La pregunta más concreta que me había hecho hasta ahora era que cómo le iba al telescopio Hubble. ¡Si hubiera sabido cuánto habría podido contarle!

Lo más «especial» de ese «trabajo especial» del colegio era que el profesor me había obligado a leerlo en voz alta a toda la clase. También tuve que enseñar las fotografías. Él lo hizo de buena fe, pero ya en el recreo siguiente a mi lectura algunas chicas empezaron a llamarme «El pequeño Einstein». Da la casualidad de que se trata de las chicas que más experimentan con rímel y lápiz de labios. Creo que también experimentan con otras cosas.

Yo no tengo nada en contra del rímel o el lápiz de labios, pero hay que pensar en el hecho de que nos encontramos en una isla en medio del espacio. A mí me parece cosa de locos. Me parece cosa de locos el pensar que exista un espacio en sí. Pero hay chicas incapaces de ver este Universo porque se lo impide la cantidad de rímel que llevan. También hay chicos incapaces de mirar por encima del horizonte por la cantidad de fútbol que llevan en la cabeza. Es un buen trecho el que separa un pequeño espejo de maquillaje de un verdadero telescopio de espejo. Creo que eso se llama «desviación de perspectiva», o tal vez también pueda llamarse déjà vu. Nunca es demasiado tarde para vivir un «déjà vu». Mucha gente vive toda su vida sin entender que flota en el vacío. Hay demasiadas distracciones aquí en la Tierra, y les basta con pensar en su aspecto.

Pertenecemos a este planeta. No pretendo dudar de ese hecho. Formamos parte de la naturaleza de este planeta. Aquí hemos aprendido de los monos y de los reptiles cómo reproducirnos, y no tengo nada que objetar al respecto. En otra naturaleza tal vez todo fuera diferente, pero estamos aquí. Y repito: no lo niego. Sólo digo que eso no tiene por qué impedirnos ir un poco más allá de la punta de nuestra nariz.

«Tele-scopio» significa algo así como mirar algo que está muy lejos. ¿Pero esta historia de una «joven con naranjas» puede tener algo que ver con un telescopio espacial?

El propósito de colocar un telescopio en el espacio no era en absoluto el de poder acercarse a esas estrellas y planetas que el aparato observaría. Eso sería tan estúpido como ponerse de puntillas con el fin de tener una mejor perspectiva de los cráteres de la luna. El único propósito de un telescopio espacial es estudiar el espacio desde un punto fuera de la atmósfera de la Tierra.

Muchos creen que las estrellas del cielo centellean, pero no es así. Es la atmósfera inestable la que crea esa impresión, más o menos de la misma manera que una agitada superficie de agua puede crear la impresión de que las piedras de un lago se mueven y son difusas. O al revés: desde el fondo de una piscina no siempre resulta fácil ver lo que pasa arriba, junto al borde.

No hay en nuestra Tierra ningún telescopio capaz de proporcionarnos fotografías verdaderamente nítidas del espacio. Sólo lo consigue el Hubble Space Telescope. Por esa razón puede decirnos mucho más de lo que hay allí fuera que los telescopios que se encuentran en la Tierra.

Muchas personas son tan miopes que son incapaces de distinguir un caballo de una vaca, o, si se quiere, un hipopótamo de una cebra. Esa gente necesita gafas para ver mejor.

Ya he dicho que muy pronto se descubrió un grave defecto en el espejo principal del telescopio Hubble y que la tripulación de Endeavour reparó ese defecto en el mes de diciembre de 1993. Pero en realidad no tocaron el espejo en sí, sino que le pusieron gafas. Esas gafas constan de diez pequeños espejos y se denominan COSTAR, o Corrective Optics Space Telescope Axial Replacement.

Pero yo seguía sin entender qué podía tener que ver el telescopio espacial con una «joven de las naranjas». Ahora lo entiendo, ahora que estoy escribiendo esto, porque ya he leído toda la carta que mi padre me escribió durante las últimas semanas de su vida. Para ser exacto, la he leído cuatro veces, pero no revelaré nada a los nuevos lectores.

¡Cuenta, papá! Cuenta tu historia a todos aquéllos que leen ahora este libro.

La siguiente vez que vi a la Joven de las Naranjas fue en Nochebuena, sí, fíjate, justo en Nochebuena. Y esa vez hablé con ella de verdad. Bueno, al menos intercambiamos algunas palabras.

En aquella época compartía un pequeño piso en el barrio de Adamstuen con un compañero de la facultad llamado Gunnar. Pero iba a pasar la Nochebuena en mi casa de Humleveien con mi familia, compuesta sólo por mis padres y mi hermano, es decir, tu tío Einar, cuatro años menor que yo. Aquel invierno él estudiaba el último curso de la enseñanza obligatoria. Eso era muchos años antes de que los abuelos se fueran a vivir a Tønsberg.

Casi había perdido la esperanza de volver a ver a la Joven de las Naranjas, además, tenía grandes dudas en cuanto al hombre del Toyota blanco. De repente decidí asistir a la misa de Navidad antes de ir a casa de mis padres en Humleveien. Seguía tan embaucado por la misteriosa joven que me imaginaba que tal vez fuera a misa antes de ir a cenar con la gente con la que celebraría la Navidad. (¿Quiénes serían?) Llegué a la conclusión de que lo más probable era que la viera en la catedral, o lo menos improbable, para ser más preciso.

En este punto debo subrayar que nada de lo que te cuento de la Joven de las Naranjas ha sido inventado para que encaje en la historia. Los fantasmas no mienten, Georg, no tienen nada que ganar. Pero por otro lado he de decir que tampoco te lo cuento todo. Nadie intentó nunca hacer algo tan inútil.

No hace falta que me explaye sobre todos mis malogrados intentos de volver a ver a la Joven de las Naranjas. Tardé varias semanas en escrutar todo el barrio de Frogner, pero no hablaré de eso. Si lo hiciera, ésta sería una larga y pesada historia. Al menos cuatro veces por semana me daba interminables paseos por el parque de Frogner, y de vez en cuando la divisaba en el gran puente, delante del café del parque o junto al Monolito, pero nunca se trataba de ella. Incluso iba al cine con el único propósito de encontrármela casualmente. A veces ni siquiera veía la película entera. Cuando acababa la publicidad sin que la Joven de las Naranjas hubiera aparecido, a menudo me salía del local y sacaba una entrada para otro cine. Me convertí en un experto buscando películas que pensaba que podían gustarle. Una se llamaba Paso decisivo, y otra era la película suiza La encajera. Pero, como ya he dicho, no voy a extenderme sobre episodios de ese tipo.

Sólo hay un hilo conductor en esta historia, Georg: las veces que realmente me encontré con la misteriosa Joven de las Naranjas. No tiene sentido insistir demasiado en todas las ocasiones en que no la encontré, de la misma manera que no tiene sentido insistir en todos los boletos de la Loto que no hacen ganar un gran premio. ¿Has oído alguna vez una historia así? ¿Cuándo has leído en un periódico o una revista sobre un hombre que jamás se convirtió en millonario de la Loto? Lo mismo ocurre con esta historia. El cuento de la Joven de las Naranjas es como la historia de una lotería gigantesca en la que sólo son visibles los boletos premiados. Piensa en todos los boletos de la Loto que se rellenan en el transcurso de una semana. Intenta imaginártelos en una enorme habitación, tal vez necesites un gimnasio entero. Y entonces, por un espectacular truco de magia, todos los boletos que no tienen un premio de más de un millón de coronas desaparecen sin más. Después de eso no quedarán muchos boletos en el gimnasio, Georg. ¡Y sin embargo en los periódicos sólo leemos sobre ellos!

Estamos tras la huella de la Joven de las Naranjas, nos hemos enganchado a ella, pues de ella, y solamente de ella trata esta historia. Por lo tanto, podemos olvidarnos de todo lo demás por ahora. Borramos a todos los demás seres humanos de la ciudad. Metemos a todas las demás mujeres entre paréntesis. Así de sencillo.

No la veo hasta que me encuentro dentro de la iglesia, la descubro de repente mientras el organista está tocando un preludio de Bach. Siento escalofríos, sudo.

La Joven de las Naranjas está sentada al otro lado del pasillo central, no puede tratarse de otra, y en una ocasión durante la misa se vuelve para mirar hacia arriba al coro, que canta una de las canciones de Navidad. No lleva el anorak naranja, ni tampoco tiene sobre las rodillas una gran bolsa llena de naranjas. Es Navidad. Viste un abrigo negro y lleva el pelo recogido en la nuca con un gran pasador que parece de plata, pues sí, es de plata pura, como la del cuento, tal vez lo haya labrado uno de los siete enanitos que salvaron la vida a Blancanieves.

Pero ¿con quién está? Hay un hombre sentado a su derecha, pero ni una sola vez se inclinan el uno hacia el otro durante la misa. Al contrario, poco antes de acabar la celebración veo que el hombre sentado a la derecha de la Joven de las Naranjas se inclina hacia una mujer sentada a su vez a su derecha y le susurra algo al oído. Lo recuerdo como un movimiento hermoso. Naturalmente, un hombre puede volverse hacia la derecha y hacia la izquierda todo lo que quiera, y este hombre no es, como ya hemos visto, una excepción, pero lo cierto es que se vuelve hacia la derecha, podríamos decir que se vuelve hacia donde debe. Tengo la sensación de que soy yo el que decide la dirección en la que él se vuelve.

A la izquierda de la Joven de las Naranjas hay una anciana obesa, y no hay nada que indique que ella y la Joven de las Naranjas vayan juntas, pero puede que se conozcan de la plaza de Young, porque la anciana parece una verdulera, y tal vez las dos hayan convertido en una bonita tradición ir juntas a la misa de Navidad. ¿Por qué no, Georg? ¿Por qué no iban a hacerlo? La Joven de las Naranjas es la mejor clienta de la verdulera, al menos en lo que a naranjas se refiere. Por ello se le hace un justificado descuento. Siete coronas el kilo de naranjas marroquíes no es mucho, pero la Joven de las Naranjas las consigue por 6,50, y eso a pesar de que le permiten tardar casi media hora en llenar la bolsa con un exquisito surtido de ejemplares variados.

No oigo lo que dice el pastor, pero supongo que habla de María, José y el Niño Jesús, faltaría más. Se dirige a los niños, eso me gusta, la Nochebuena pertenece a los niños. Lo único que hago es esperar a que acabe la misa. Concluye la música, la congregación se levanta de los bancos, y debo procurar a toda costa que la Joven de las Naranjas salga de la iglesia antes que yo. Pasa por delante de mi banco y hace un gesto con la cabeza, aunque no sé si se fija en mí. Pero está sola, y es aún más hermosa de lo que la recordaba. Es como si todo el resplandor navideño se hubiera concentrado en una sola mujer.

¡Ah! Sólo yo sé que esta chica es una auténtica Joven de las Naranjas, que además está repleta de tentadores secretos. Sé que procede de un cuento muy diferente, con reglas muy distintas a las que rigen aquí. Sé que es una espía en nuestra realidad. Pero ahora se encuentra en la iglesia como uno de nosotros y se alegra con todos de que haya nacido el Niño Jesús, nuestro salvador. Me parece muy generoso por su parte.

La sigo muy de cerca. Varias personas se quedan un rato en la puerta de la iglesia saludándose y deseándose Feliz Navidad, pero yo fijo la mirada en el pasador de plata de la nuca de la Joven de las Naranjas. Sólo hay una Joven de las Naranjas en todo el mundo, y eso es así porque ella es la única que ha logrado llegar aquí desde otra realidad. Se dirige hacia la calle de Grensen y la sigo a unos metros de distancia. Ha empezado a nevar, copos helados volando en el aire. Me fijo en ellos porque se posan húmedos en el pelo oscuro de la Joven de las Naranjas. Se va a mojar, pienso, debería haber traído un paraguas o al menos un periódico para taparle la cabeza.

Esto es una locura, me digo, hasta ahí llego a pensar con sensatez. Pero es Nochebuena. Aunque el tiempo de los milagros ya pasó, nos queda al menos un día mágico, un día en el que todo puede suceder. Todo. Noche de paz. Noche de amor, y la Joven de las Naranjas revolotea por las calles de Oslo como si nada.

La alcanzo justo antes de Øvre Slottsgate. La adelanto un paso, me vuelvo y digo alegremente: «¡Feliz Navidad!».

Es obvio que se sobresalta, o hace como si se sobresaltara, eso nunca puede saberse. Esboza una vaga sonrisa. No tiene aspecto de espía. Tiene aspecto de una chica por la que yo daría cualquier cosa por conocer mejor. Contesta: «¡Feliz Navidad!».

Ahora sonríe de verdad. Echamos a andar de nuevo. No parece disgustarle el que yo camine a su lado. No estoy del todo seguro, pero creo que incluso le gusta. Veo el contorno de dos naranjas que lleva escondidas bajo el abrigo negro. Son igual de redondas e igual de grandes. Me ponen nervioso y me hacen sentir avergonzado. Últimamente estoy muy sensible a las formas redondas.

Siento que debo decirle algo más, de lo contrario tendría que dejarla y hacer como si tuviera mucha prisa. Pero nunca he tenido menos prisa que ahora. Me encuentro junto a los orígenes del tiempo, he aterrizado en la meta y el sentido de todos los tiempos. De repente me acuerdo de un poema del poeta danés Piet Hein: El que nunca vive el momento, no vive nunca. ¿Qué haces tú?

Yo vivía el momento, y ya era hora, porque nunca hasta entonces había vivido. Gritaba por dentro de alegría. Digo sin pensar: «¿De modo que no estás a punto de irte a Groenlandia?».

Una tontería por mi parte. Ella entorna los ojos y contesta: «No vivo en Groenlandia».

De pronto me acuerdo de que en Oslo hay un barrio que se llama Groenlandia. Me siento muy avergonzado, pero lo mejor es seguir el camino que había elegido. Digo: «Me refiero a los hielos de Groenlandia. Con un trineo tirado por ocho perros y diez kilos de naranjas».

¿Sonreía o no sonreía?

Hasta ese momento no se me había ocurrido que tal vez no me recordara de aquel viaje en el tranvía de Frogner. Me llevo una desilusión, es como si perdiera el norte, pero a la vez también resulta un alivio. Al fin y al cabo, han pasado un par de meses desde que tiré aquella gran bolsa de naranjas; hasta entonces no nos habíamos visto jamás, y todo el episodio no duró más que unos cuantos segundos.

Pero al menos ha de recordarme del café de Karl Johan. ¿O solía coger la mano a cualquier desconocido? La mera idea me resultaba muy desagradable. Me hacía sospechar de ella. Incluso una auténtica joven con naranjas debe cuidarse de no derramar demasiadas bendiciones a su alrededor.

«¿Naranjas?», repite, y ahora su sonrisa es tan cálida que recuerda al sur, a un viento siroco del Sahara.

«Exactamente», digo, «las suficientes para cruzar Groenlandia en esquís».

Se detiene. No sé si desea continuar con la conversación. Tampoco sé si cree que tengo intención de invitarla a acompañarme a una arriesgada expedición en esquís por los hielos de Groenlandia. Pero de repente me mira de nuevo, sus ojos oscuros zigzaguean entre los míos y pregunta: «¿Eres tú, verdad?».

Asiento con la cabeza, aunque no estoy muy seguro de lo que me ha preguntado, porque no creo que haya sido el único que la haya visto con bolsas llenas de naranjas. Pero ella añade, como acordándose de algo: «Fuiste tú quien me dio un empujón en el tranvía de Frogner, ¿verdad?».

Asiento de nuevo.

«Me pareciste un gnomo».

Digo: «Y ahora el gnomo quisiera recompensarte por todas las naranjas que perdiste».

Ella se ríe cordialmente, como si fuera lo último en lo que pensara. Ladea la cabeza y dice: «Olvídalo. Estuviste muy gracioso».

Perdóname, Georg, pero tengo que interrumpirme a mí mismo y pedirte que me ayudes a resolver un misterio. Porque supongo que tú también te has dado cuenta de que aquí hay algo que no encaja. La Joven de las Naranjas me había mirado desafiante ya en aquel desgraciado trayecto de tranvía, digo desafiante por no decir arrebatadora. En aquella ocasión fue como si me hubiera elegido a mí de entre toda esa multitud, o, dicho con otras palabras, como si me hubiera elegido a mí de entre todos los seres de la Tierra. Sólo unas semanas más tarde me había dejado sentarme a su mesa, y había permanecido un minuto entero mirándome a los ojos mientras me cogía la mano. En esa mano hervía un brebaje de bruja de sentimientos maravillosos. Luego nos volvemos a ver durante unos minutos antes de que repiquen las campanas de Navidad. Pero ella no se acordaba de mí.

No hay que olvidar que ella venía de un cuento muy diferente al nuestro, de un cuento en el que rigen reglas muy distintas a las de aquí. Porque había dos realidades paralelas, una era la del sol y la luna, y la otra el inescrutable cuento al que la Joven de las Naranjas de repente había entreabierto las puertas. Y, sin embargo, Georg, sólo quedaban dos posibilidades: claro que se acordaba de mí de los dos episodios anteriores, y tal vez también de la plaza de Young, pero hacía como si no me reconociera, fingía haberme olvidado. Ésa era una posibilidad. La otra era más preocupante. Escucha: la pobre muchacha no estaba del todo bien de la cabeza, no estaba en sus cabales, como se suele decir. Al menos tenía graves problemas de memoria. Tal vez fuera incapaz de recordar nada de un momento a otro, quizá sea el problema de todas las ardillas. Pues una ardilla sólo está en el mundo sin más: «el que nunca vive el momento, no vive nunca. ¿Qué haces tú?». El agitado juego de la vida no tiene espacio para el recuerdo ni para la reflexión, tiene de sobra consigo mismo. Así era la norma en ese cuento del que procedía la Joven de las Naranjas. Por cierto, me acabo de acordar de cómo se llamaba ese cuento. Se llamaba: «Entra-en-mi-sueño».

Pero por otro lado, Georg, desde entonces he tenido que enfrentarme conmigo mismo sobre cómo ella me habría interpretado a mí. También yo había tenido su mano en la mía y la había mirado profundamente a los ojos. Pero ¿qué hago yo al volvernos a ver tras la misa de Navidad en la catedral? Digo «Feliz Navidad», como es natural, pero no digo «Me alegro de volver a verte». ¡Pues no, lo que hago es preguntarle si va camino de Groenlandia! A los hielos de Groenlandia, se entiende, con un trineo tirado por ocho perros y diez kilos de naranjas. ¿Qué pensaría la Joven de las Naranjas? Tal vez pensara que yo sufría de esquizofrenia.

Lo cierto es que estábamos manteniendo un diálogo de besugos. Jugábamos a un complejo juego de pelota demasiado rico en reglas. Lanzábamos sin cesar, pero ninguna de las pelotas entraba en la portería.

Y ahora, Georg, llega de pronto un taxi libre. La Joven de las Naranjas alarga el brazo derecho, el taxi se detiene, y ella se apresura hacia él…

Me acuerdo de la Cenicienta, que tiene que abandonar el baile del palacio y volver a casa antes de que den las doce, de lo contrario, el hechizo se romperá. Pienso en el príncipe que se queda solo en el balcón del palacio… solo y abandonado, abandonado.

Debería haber tenido en cuenta que eso podía ocurrir. Estaba claro que la Joven de las Naranjas tenía que llegar a su casa antes de que tocaran las campanas, porque así eran las reglas. Las jóvenes con naranjas como ella no vagan por las calles después de haber repicado las campanas. ¿Por qué iban a repicar las campanas si no? Las campanas tenían que impedir a los jóvenes dejarse embaucar por una joven con naranjas, ¿no? Ya eran las cinco menos cuarto y muy pronto me quedaría abandonado en el extremo solitario de Øvre Slottsgate.

Pensé con rapidez. Tengo sólo un segundo para hacer o decir algo tan ingenioso que la Joven de las Naranjas me recuerde para siempre.

Podía preguntarle dónde vivía. Podía preguntarle si íbamos en la misma dirección. O podía apresurarme a sacar cien coronas por los diez kilos de naranjas, incluidas treinta por daños y perjuicios, pues no podía saber que le habían hecho descuento. Con el fin de satisfacer mi curiosidad, al menos podría haberle preguntado por qué hacía acopio de esas enormes cantidades de naranjas. No es que fuera algo muy raro aprovisionarse de comida, pero ¿por qué precisamente de naranjas? ¿Por qué no de manzanas o plátanos?

En el transcurso de ese segundo me da tiempo a volver a pensar en la excursión con esquís por los hielos de Groenlandia, la familia numerosa de Frogner, la fiesta de fin de curso con grandes cantidades de sorbete de naranja, y… el bebé, es decir la pequeña Ranveig, que en ese momento estaría en brazos de su papá, un hombre musculoso que sólo unas semanas antes se había licenciado en la Escuela Superior de Empresariales y que hacía un mes había sido elegido presidente del club de chicos «Majos y estupendos». Esta vez no tuve fuerzas para visitar la ruidosa guardería. Los niños me ponían nervioso.

Pero no me da tiempo a encontrar las palabras correctas, Georg, el surtido es demasiado grande. En el momento en que se mete en el taxi me limito a gritar: «¡Creo que te amo!». Era verdad, pero me arrepentí al instante.

El taxi se va, pero la Joven de las Naranjas no se ha montado en él. Ha cambiado de idea. Está en la acera, como elevada por su propio peso y voluntad, me coge de la mano, como si los últimos cinco años no hubiéramos hecho otra cosa que ir cogidos de la mano, y hace un gesto para que echemos a andar. No obstante, levanta la vista, me mira y dice: «Si viene otro taxi tal vez tenga que cogerlo. Alguien me está esperando».

Sí, sí, ese asqueroso marido y el precioso bebé, pienso. O una madre y un padre —el padre es pastor, por cierto, y tal vez fuera el que había oficiado la misa a la que acabábamos de asistir—, cuatro hermanas y dos hermanos, y además tienen un cachorro en el piso, pues el hermano pequeño, que se llama Petter, se puso tan pesado con lo del perro que al final se lo permitieron. O es un nervudo y malhumorado explorador de Groenlandia quien la está esperando, un tipo con todo ya empaquetado: guantes polares, trajes térmicos, raquetas para la nieve, cera para los esquís y un diccionario inuit-danés, danés-inuit bajo el árbol de Navidad. Es evidente que hoy la Joven de las Naranjas no va a una fiesta de fin de curso. Hoy libra en la guardería.

«Y pronto doblarán las campanas anunciando la Navidad», dije. «¿Verdad que sí? No puedes estar en la calle después de que hayan tocado las campanas».

Ella no contesta, se limita a apretar mi mano firme y cariñosamente, como si juntos flotáramos ingrávidos en el espacio, como si nos hubiéramos saciado de leche intergaláctica y tuviéramos todo el Universo para nosotros solos.

Ya hemos pasado el Museo Histórico y hemos llegado al parque del Palacio. Sé que en cualquier momento puede llegar otro taxi. Sé que las campanas de las iglesias empezarán a repicar en cualquier momento para anunciar la Navidad.

Me paro y me coloco delante de ella. Le acaricio con cuidado el pelo húmedo y dejo mi mano sobre el pasador de plata que lleva en la nuca. Está helada, y sin embargo desprende calor. ¡Imagínate, la estoy tocando!

Y pregunto: «¿Cuándo podemos volver a vernos?».

Ella permanece un instante observando el asfalto antes de levantar la vista y mirarme. Sus pupilas bailan intranquilas, me parece ver temblar sus labios. Y me propone un acertijo sobre el que reflexioné muchísimo. Dice: «¿Cuánto tiempo puedes esperar?».

¿Qué podía responder a esa pregunta, Georg? Tal vez fuera una trampa. Si contestara que dos o tres días, sería mostrarme demasiado impaciente, y si contestara «toda la vida», pensaría que no la quería de verdad o simplemente que no era sincero. De modo que tuve que ingeniarme algo intermedio.

Contesté: «Podré esperar hasta que mi corazón sangre de pena».

Sonrió algo indecisa y me acarició los labios con un dedo. Luego preguntó: «¿Cuánto tiempo es eso?».

Hice un gesto de desesperación con la cabeza y opté por decir la verdad: «Tal vez sólo cinco minutos», dije.

Pareció alegrarse por lo que acababa de oír, pero susurró: «Estaría bien si pudieras aguantar un poco más…».

Ahora me tocó a mí pedir una respuesta. Pregunté: «¿Cuánto?».

«Tendrás que ser capaz de esperarme seis meses», contestó. «Si consigues esperar todo ese tiempo, podremos volver a vernos».

Creo que dejé escapar un suspiro. «¿Por qué tanto tiempo?»

La cara de la Joven de las Naranjas adquirió una expresión severa. Era como si estuviera obligada a hacerse la dura. Contestó: «Porque es exactamente el tiempo que tendrás que esperar».

Notó que la decepción me estaba hundiendo. Tal vez por eso añadió: «Pero si lo consigues, podremos estar juntos todos los días durante los seis meses siguientes».

En ese momento comenzaron a sonar las campanas, y hasta ese instante no retiré la mano de su pelo húmedo y del pasador de plata. Al mismo tiempo, un taxi libre se acercaba por la Wergelandsveien. Tenía que ocurrir.

Mirándome a los ojos me pide algo, es como si me pidiera comprensión, me pide que emplee todas mis habilidades y toda mi inteligencia. De nuevo se le saltan las lágrimas. «¡Pues… feliz navidad… Jan Olav!», dice tartamudeando. Luego sale corriendo, para el taxi, se mete en él y me hace un gesto nervioso con la mano. Pero el aire está cargado del destino. No se vuelve a mirarme cuando el coche acelera y desaparece. Creo que está llorando.

Estaba abrumado, Georg. Conmocionado. Me habían tocado diez millones en la Loto, pero la alegría sólo duró unos minutos, hasta que me comunicaron que se trataba de un error y que por el momento no podría cobrar el premio.

¿Quién era esa joven sobrenatural? Era una pregunta que me había hecho ya muchas veces, pero ahora había surgido un nuevo interrogante: ¿cómo podía saber mi nombre?

Seguían repicando las campanas de la catedral y de las demás iglesias de la ciudad. No se veía a nadie por las calles, tal vez por eso grité varias veces la misma pregunta al aire de diciembre en voz muy alta, casi cantando: «¿Cómo podía saber mi nombre?». Había una tercera pregunta igual de apremiante: ¿por qué tenían que transcurrir seis meses hasta que quisiera verme de nuevo?

Tendría oportunidades de sobra para reflexionar sobre esa pregunta. Y conforme pasaban los días, no me faltaban respuestas, aunque no sabía cuál de ellas sería casualmente la correcta. Sólo tenía unos cuantos indicios para guiarme, pero ya entonces era un experto interpretando signos o diagnosticando. Tal vez me excedí, porque surgieron demasiadas teorías paralelas.

Quizá la Joven de las Naranjas estaba gravemente enferma y por eso seguía un severo régimen a base de naranjas. Quizá fuera a someterse durante los siguientes seis meses a un desagradable tratamiento médico en Estados Unidos o en Suiza, porque en Noruega no quedaba nadie que pudiera hacer algo más por ella. Lo cierto es que se le saltaban siempre las lágrimas y sobre todo cada vez que se separaba de mí. Pero también había insinuado que pasados esos seis meses podríamos vernos todos los días, es decir desde julio hasta diciembre. Primero tendría que esperar medio año a la Joven de las Naranjas, y luego podría estar con ella todos los días durante los seis meses siguientes. Me sentía muy reconfortado, pues en realidad no era un mal acuerdo, en ese sentido no tenía de qué quejarme. Significaba que el año siguiente nos veríamos cada dos días. ¿No hubiera sido mucho peor que primero nos viéramos todos los días durante seis meses para luego no volver a vernos nunca más?

Acababa de iniciar mis estudios de medicina, y se sabe que muchos estudiantes de esa materia desarrollan una cierta hipocondría tanto propia como ajena en su ferviente interés por interpretar los síntomas, una tendencia casi detectivesca a hacer diagnósticos, de la misma manera que con cierta frecuencia los estudiantes de teología empiezan a dudar de su fe religiosa, o algunos estudiantes de derecho adoptan una actitud crítica ante las leyes del país. Por lo tanto, y como consecuencia de una severa autodisciplina, intenté deshacerme de la idea de que la Joven de las Naranjas estaba gravemente enferma e iba a someterse a un doloroso tratamiento en un país extranjero. Había muchas otras huellas que seguir.

Por muy enferma o muy trastornada que estuviera la Joven de las Naranjas, eso no explicaba, por ejemplo, que supiera cómo me llamaba. Y había algo más: ¿por qué le daba por llorar cada vez que me veía? ¿Qué había en mí que le producía tanta tristeza?

Ahora podría tirar por la borda mis inhibiciones y relatarte todos los pensamientos que se me pasaron por la cabeza durante esas Navidades. Por ejemplo podría resumir todo lo que me inventé sobre la familia numerosa de Frogner. O podría enumerar todas las respuestas que encontré a por qué no podía volver a verla hasta pasados seis meses. Una de las respuestas, y tal vez típica en su género, era que la Joven de las Naranjas era simplemente demasiado buena para este mundo. Por esa razón viajaba en secreto a África con el fin de introducir comida y medicinas a escondidas para los más pobres de ese gran continente y, sobre todo, donde arrasaban la malaria y otras enfermedades terribles. Ahora bien, una respuesta de ese tipo no solucionaría el misterio en torno a las naranjas. ¿Por qué no?, por cierto. Tal vez se las llevara a África. ¿Y por qué nunca se me había ocurrido eso antes? Tal vez había invertido todos sus ahorros en alquilar un avión Hércules.

Pero, Georg, nos hemos prometido que sólo vamos a seguir las pistas reales de la Joven de las Naranjas. Si te contara todos mis pensamientos y fantasías sobre ella, tendría que pasarme un año entero delante del ordenador, y no tengo tanto tiempo. Así de sencillo es, aunque me duela pensar en ello.

Pero ¿por qué concentrarnos en esas fantasías? Aparte del hecho de que la Joven de las Naranjas me hubiera mirado a los ojos varias veces, me hubiera cogido la mano en dos ocasiones y me hubiera acariciado los labios con un dedo, lo único a lo que podía atenerme era a las escasas palabras intercambiadas entre nosotros. Por lo tanto, era importante recordar minuciosamente lo que nos habíamos dicho. Me apresuré a anotar todas las palabras e hice todo lo posible para interpretarlas.

¿Y tú, Georg, podrás: 1) Entender por qué compraba tantas naranjas. 2) Decirme por qué me miró profundamente a los ojos y me cogió la mano en ese café sin pronunciar palabra. 3) Contestarme por qué estudiaba cada una de las naranjas que compraba en la plaza de Young, tal vez para evitar que alguna fuera igual a otra. 4) Descubrir alguna señal de por qué no podíamos volver a vernos hasta pasados seis meses. Y 5) Adivinar el mayor de las enigmas: cómo podía saber mi nombre?

Si eres capaz de resolver estos enigmas, estarás en el buen camino para contestar la pregunta más importante de todas: ¿quién era la Joven de las Naranjas? ¿Era una de nosotros? ¿O venía de una realidad completamente diferente, tal vez de otro mundo al que debería regresar durante seis meses, antes de volver aquí y asentarse entre nosotros?

No fui capaz de interpretar los signos, Georg. No logré hacer un diagnóstico.

Al poco rato de desaparecer la Joven de las Naranjas en su taxi, enseguida paré otro y me fui a mi casa de Humleveien a celebrar la Navidad con mi familia. Mi hermano Einar tenía aquel invierno una sola pasión: hacer esquí de eslalon en la cuesta de Tryvann. Le iba a regalar unos guantes de esquí estupendos y esperaba con ilusión que abriera el paquete después de la cena de Nochebuena. Además, había comprado una lata de comida de lujo para su gato, para mi madre un polémico libro de poesía en finosueco, escrito por Märtha Tikkanen, que se llama La historia de amor del siglo, y para mi padre una novela llamada Carrera muerta, del joven debutante noruego Erling Gjelsvik. Yo había leído el libro y pensé que a mi padre tal vez le pareciera interesante. Pero también había otra razón: en esa época yo mismo soñaba con escribir. Tal vez por eso me apeteció regalarle a mi padre un libro escrito por un joven y desconocido autor primerizo.