Mi padre murió hace once años, cuando yo sólo tenía cuatro. Creí que no volvería a saber nada de él, pero ahora estamos escribiendo un libro juntos.
He aquí las primeras líneas, las escribo yo, pero poco a poco irá participando también mi padre. Él tiene más que contar.
No estoy seguro de si me acuerdo de él, probablemente sólo lo recuerdo porque lo he visto muchas veces en las fotografías que hay en casa.
Lo único que recuerdo con toda seguridad es algo que ocurrió una noche en que estábamos sentados en la terraza mirando las estrellas.
En una de las fotos, mi padre y yo estamos sentados en el sofá de piel amarillo del salón. Al parecer, él me está contando algo agradable. Aún tenemos ese sofá, pero mi padre ya no se sienta en él.
En otra foto estamos descansando en la mecedora verde, en la terraza acristalada. La foto está colgada aquí desde que murió mi padre. En este momento estoy sentado en la mecedora verde. Intento no mecerme porque estoy escribiendo en un gran cuaderno. Más tarde lo pasaré todo a limpio en el viejo ordenador de mi padre.
También tengo algo que contar sobre ese ordenador, pero volveré a ese tema más adelante.
Siempre me ha resultado extraño conservar todas esas fotos viejas. Pertenecen a un tiempo distinto al de ahora.
En mi habitación tengo un álbum lleno de fotos de mi padre. Es un tanto siniestro tener tantas fotos de una persona que ya no vive. También conservamos vídeos suyos, me resulta un poco tétrico oír su voz. Mi padre tenía una voz estruendosa.
Quizá debería estar prohibido ver vídeos de personas que ya no existen, o que ya no están entre nosotros, como dice mi abuela. No me parece bien espiar a los muertos.
En alguno de los vídeos también puedo escuchar mi propia voz. Es aguda y chillona. Me recuerda a la de un pajarito.
Así era entonces: mi padre era el bajo y yo el tiple.
En uno de los vídeos estoy sentado sobre los hombros de mi padre intentando coger la estrella del árbol de Navidad. No tengo más que un año, pero casi logro engancharla.
Cuando mamá está viendo vídeos de mi padre y míos se echa de vez en cuando hacia atrás y se ríe mucho, aunque ella era quien en su momento estaba detrás de la cámara grabando. A mí no me parece bien que se ría cuando ve vídeos de mi padre. No creo que a él le hubiera gustado. Tal vez habría dicho que eso era incumplir las reglas.
En otro vídeo, mi padre y yo estamos sentados tomando el sol delante de nuestra cabaña en la montaña Fjellstølen. Es Semana Santa y tenemos cada uno media naranja en la mano. Yo intento sorber el zumo de la mía sin pelarla. Seguro que mi padre está pensando en otras naranjas muy distintas.
Fue justo después de esa Semana Santa cuando mi padre se puso enfermo. Estuvo enfermo durante más de medio año y tenía miedo de morir. Creo que sabía que no iba a vivir mucho.
Mamá dice muchas veces que mi padre estaba especialmente triste porque tal vez iba a morir antes de tener tiempo de conocerme de verdad. La abuela dice algo por el estilo, sólo que de una forma más misteriosa.
A la abuela siempre le sale una voz un poco rara cuando me habla de mi padre. Tal vez no sea de extrañar. Los abuelos perdieron a un hijo adulto. No sé cómo sienta eso. Afortunadamente, tienen otro hijo que vive. Pero la abuela nunca se ríe al mirar las viejas fotos de mi padre. En esas ocasiones está en un estado de recogimiento, según sus propias palabras.
Al parecer, mi padre había decidido que no se podía hablar en serio con un niño de tres años y medio. Hoy entiendo lo que quería decir con eso, y tú que estás leyendo este libro también lo entenderás.
Tengo una foto de mi padre acostado en la cama del hospital. En esa foto su cara está muy flacucha. Yo estoy sentado sobre sus rodillas mientras él me tiene cogido por las manos para que no me caiga encima de él. Intenta sonreírme. La foto está hecha sólo unas semanas antes de que muriera. Me hubiese gustado no tener esa foto, pero, ya que la tengo, no puedo tirarla. Y tampoco puedo dejar de mirarla.
Hoy tengo quince años, o quince años y tres semanas Para ser exacto. Me llamo Georg Røed y vivo en Humleveien (Camino del Abejorro) en Oslo, con mamá, Jørgen y Miriam. Jørgen es mi nuevo padre, pero yo lo llamo por su nombre. Miriam es mi hermana. Sólo tiene año y medio y es demasiado pequeña aún para poder hablar seriamente con ella.
Como es natural, no existe ninguna foto o vídeo antiguos de Miriam y mi padre. El padre de Miriam es Jørgen. Yo fui el único hijo de mi padre.
Al final de este libro habrá una información espectacular sobre Jørgen. No se puede revelar ahora, pero quien lo lea lo sabrá.
Después de morir mi padre, los abuelos vinieron a casa para ayudar a mamá a ordenar las cosas que él dejó. Pero hubo algo importante que nadie encontró: un largo relato que mi padre había escrito antes de que lo llevaran al hospital.
En aquella época nadie sabía que mi padre había escrito un relato. La historia sobre «La Joven de las Naranjas» no apareció hasta el lunes pasado. Ese día la abuela fue al cobertizo de las herramientas del jardín, y encontró el relato dentro del forro de la sillita roja de niño que usaban para llevarme de paseo cuando era pequeño.
El por qué fue a parar allí sigue siendo un pequeño misterio. No creo que sea una casualidad, porque ese relato escrito por mi padre cuando yo tenía tres años y medio guardaba relación con aquella sillita, lo que no quiere decir que sea un cuento sobre sillitas de niños. Mi padre escribió la historia de «La Joven de las Naranjas» para que yo la leyera cuando fuera lo bastante mayor como para entenderla. Escribió una carta para el futuro.
Si realmente fue mi padre el que hace tanto tiempo metió esas hojas en el forro de la vieja sillita, debió de creer firmemente en ese dicho de que el correo siempre llega. He aprendido que puede ser una buena regla mirar detenidamente todas las cosas viejas antes de regalarlas para rastrillos o tirarlas a un contenedor. Apenas me atrevo a pensar en todas las viejas cartas y cosas por el estilo que podrían encontrarse en un vertedero.
Llevo varios días pensando en eso. Opino que habría maneras mucho más sencillas de enviar una carta al futuro que meterla en el forro de una sillita de niño.
Alguna rara vez queremos que lo que escribimos no sea leído por nadie hasta pasadas cuatro horas, catorce días o cuarenta años. La historia de «La Joven de las Naranjas» era uno de esos casos. Se escribió para un niño llamado Georg de doce o catorce años, es decir para un chico llamado Georg a quien mi padre todavía no conocía ni conocería nunca.
Pero ahora debemos dar un verdadero principio a esta historia.
Hace apenas una semana, al volver de la Escuela de Música, me encontré con la visita sorpresa de mis abuelos, que habían venido en coche desde Tønsberg, la pequeña ciudad donde viven. Iban a quedarse hasta la mañana siguiente.
También estaban allí mamá y Jørgen, y los cuatro tenían cara de expectación cuando entré en el cuarto de estar y me puse a quitarme los zapatos. Estaban sucios y llenos de barro, pero a nadie parecía preocuparle. Daban la impresión de estar pensando en otra cosa, y tuve la sensación de que algo flotaba en el aire.
Mamá dijo que ya había acostado a Miriam, lo que estaba muy bien, ya que habían llegado los abuelos y no son los abuelos de Miriam, claro. Miriam tiene sus propios abuelos paternos. También ellos son buenas personas, y de vez en cuando vienen a casa, pero hay un refrán noruego que dice que la sangre es más espesa que el agua.
Entré en el salón y me senté en la alfombra. Todos estaban tan solemnes que pensé que había sucedido algo grave. No recordaba haber hecho nada malo en el colegio en los últimos días, había vuelto a la hora normal de la clase de piano, y hacía meses que no cogía una moneda de diez coronas de la encimera de la cocina, así que pregunté: «¿Ha ocurrido algo?».
La abuela empezó a explicar que habían encontrado una carta que mi padre me había escrito justo antes de morir. Se me hizo un nudo en el estómago. Hacía once años que mi padre había muerto y yo ni siquiera estaba seguro de acordarme de cómo era. Una carta de mi padre sonaba a algo muy serio, casi como un testamento.
De repente la abuela me alcanzó un gran sobre que tenía en las manos. Estaba cerrado y sólo ponía «Para Georg». No era la letra de la abuela ni la de mamá, ni tampoco la de Jørgen. Abrí el sobre lleno de impaciencia y saqué un montón de hojas. Al ver lo que ponía arriba en la primera de ellas me sobresalté:
¿Estás cómodo, Georg? Es importante que estés bien sentado, porque voy a contarte una inquietante historia.
Me sentí aturdido. ¿Qué era aquello? Una carta de mi padre. Pero… ¿era auténtica?
«¿Estás cómodo, Georg?» En ese momento me pareció oír su voz estruendosa, no en vídeo sino la voz de mi padre, como si de repente estuviera vivo y sentado con nosotros en el cuarto de estar.
Aunque el sobre estaba cerrado antes de que yo lo abriera, pregunté a los mayores si habían leído ya la larga carta, pero todos lo negaron con un movimiento de cabeza, y dijeron que no habían leído ni una sola frase.
«Ni una letra», dijo Jørgen. Parecía un poco tímido, lo cual no es típico de él. Pero quizá les dejara leer la carta de mi padre cuando yo la hubiera acabado, añadió. Creo que tenía mucha curiosidad por saber lo que ponía en ella. Tuve la sensación de que tenía mala conciencia por algo.
La abuela me contó por qué habían cogido el coche y habían venido a Oslo esa tarde. Fue porque creía haber resuelto un viejo misterio, dijo. Todo sonaba bastante misterioso, y de hecho lo era.
Cuando mi padre estaba enfermo le dijo a mamá que estaba escribiendo una carta para mí. Se trataba de una carta que yo leería cuando me hiciera mayor. Pero la presunta carta nunca apareció, y yo ya tenía quince años.
La novedad era que la abuela de repente se había acordado de otra cosa muy distinta que también dijo mi padre. Pidió que nadie tirase la sillita roja de paseo. La abuela dijo que se acordaba de cada palabra que mi padre había dicho sobre ese tema cuando ya estaba en el hospital. «No os desprenderéis nunca de la sillita, ¿verdad?», dijo. «No lo hagáis, por favor. Ha significado mucho para Georg y para mí en estos meses. Quiero que sea para él. Cuando tenga edad suficiente para entenderlo, decidle que yo quería que la conservara».
Por esa razón la vieja sillita no se tiró ni se regaló a ningún rastrillo de beneficencia. Incluso Jørgen había sido instruido al respecto. Desde que vino a vivir a Humleveien sabía que había una cosa que no podía tocar: la sillita roja de paseo. Tanto respetaba esa prohibición que insistió en comprar una silla nueva a Miriam. Tal vez no le gustara la idea de pasear a su hija en la misma sillita en la que mi padre unos años atrás me había paseado a mí. Pero también podría simplemente ser porque quería una silla nueva y más moderna. Le gusta seguir la moda; mejor dicho, le gusta estar a la última.
Así que una carta y una sillita de niños. Pero la abuela tardó once años en resolver el rompecabezas. Por fin se había dado cuenta de que alguien debería ir al cobertizo de las herramientas y echar un vistazo a la vieja sillita. Y no se equivocó. La sillita no sólo era una silla. Era un buzón.
Yo no tenía claro si debía o no creerme esa historia. Nunca resulta fácil saber si los padres o los abuelos dicen la verdad, sobre todo cuando se trata de «asuntos delicados», como suele llamarlos la abuela.
Lo que más misterioso me resulta hoy es que a nadie se le ocurriera intentar conectar el viejo ordenador de mi padre once años atrás. ¡En ese ordenador escribió la carta! Claro que habían intentado encenderlo, pero no habían tenido imaginación suficiente para adivinar su clave personal. Tenía que tener como máximo ocho letras, así eran los ordenadores de entonces. Pero ni siquiera mamá logró encontrar la clave. Es increíble. ¡Y llevaron el ordenador al desván sin más!
Más adelante volveré a lo del ordenador de mi padre. Ya es hora de que le ceda la palabra a él, aunque intercalaré algún comentario mío en el camino. Además, escribiré un epílogo. Tengo que hacerlo, porque esa larga carta de mi padre es una pregunta muy seria. A él le importa mucho lo que yo conteste a esa pregunta.
Me dieron una botella de coca-cola y me llevé el montón de hojas a mi habitación. Para una vez que cierro la puerta con llave desde dentro, mamá protesta; pero se dio cuenta de que no sirvió de nada.
Era algo tan solemne leer una carta de una persona que ya no vive, que no soportaba la idea de tener a toda la familia dando vueltas a mi alrededor. Al fin y al cabo, se trataba de una carta de mi padre muerto hacía once años. Necesitaba tranquilidad.
Fue una sensación muy rara tener las hojas impresas entre las manos, era algo así como descubrir un álbum de fotos con fotos completamente nuevas de mi padre y mías. Fuera nevaba intensamente. Ya había empezado a nevar cuando volvía de la Escuela de Música. Pero la nieve seguramente no cuajaría. Estábamos a principios de noviembre.
Me senté en la cama y empecé a leer.
¿Estás cómodo, Georg? Es importante que estés bien sentado, porque voy a contarte una inquietante historia. Pero tal vez te hayas acomodado ya en el sofá de piel amarillo. Bueno, si es que no lo habéis cambiado por uno nuevo, qué sé yo. O también puedes haberte sentado en la vieja mecedora del jardín de invierno que tanto te gustaba. ¿O estás en la terraza? Es que no sé en qué estación te encuentro. Bueno, también puede ser que ya no viváis en Humleveien.
¡Qué sé yo!
No sé nada. ¿Quién es el primer ministro de Noruega? ¿Cuál es el nombre del secretario general de las Naciones Unidas? ¿Cómo le va al telescopio Hubble, sabes algo? ¿Los astrónomos han aprendido algo más sobre cómo está atornillado este Universo?
Varias veces he intentado imaginarme cómo será el mundo dentro de unos años, pero nunca he conseguido forjarme una buena imagen de ti y de cómo eres ahora. Sólo sé quién fuiste. Ni siquiera sé la edad que tienes al leer esto. Tal vez tengas doce o catorce años, y yo, tu padre, salí del tiempo hace mucho.
La verdad es que ya me siento como un fantasma, y me pongo a jadear en busca de aliento cada vez que pienso en ello. Empiezo a entender por qué los fantasmas suelen aullar y hacer ruidos como un huracán. No es para aterrorizar a sus descendientes. Es sólo porque les resulta dificilísimo respiraren una época distinta a la que fue la suya propia.
No sólo tenemos un lugar en la vida. También tenemos un tiempo medido.
Así es, y no puedo hacer sino tomar como punto de partida todo lo que me rodea en este momento. Estamos en el mes de agosto de 1990.
Hoy, es decir, cuando leas esto, habrás olvidado la mayor parte de las vivencias que compartimos tú y yo en aquellos calurosos meses del verano en que tenías tres años y medio. Pero los días aún son nuestros, y todavía nos quedan muchos buenos ratos juntos.
Te diré en lo que pienso mucho últimamente: con cada día que pasa, y con cada pequeña cosa que tú y yo nos inventemos juntos, aumenta la posibilidad de que me recuerdes.
Ahora cuento las semanas y los días. El martes estuvimos en la torre de Tryvann[1] contemplando la mitad del reino, como se dice en los cuentos. Pudimos ver hasta Suecia. Mamá también vino, estuvimos allí los tres. Pero ¿tú lo recuerdas?
Inténtalo al menos, Georg. Inténtalo, pues todo está dentro de ti.
¿Te acuerdas del gran tren BRÍO? Juegas con él muchas horas al día. Puedo verlo mientras escribo. El suelo está sembrado de raíles, vagones y barcos que transporta el tren; está todo exactamente como lo dejaste hace un momento. Al final, tuve que arrancarte de allí para que llegáramos a tiempo a la guardería. Pero es como si tus pequeñas manos aún estuvieran tocando las piezas. No me atrevo a quitar ni un solo raíl.
¿Recuerdas aquel ordenador en el que tú y yo jugábamos los fines de semana? Cuando era completamente nuevo estaba arriba en mi despacho, pero la semana pasada lo bajé al cuarto de estar. Ahora prefiero estar aquí, donde están todas tus cosas. Por las tardes también estáis mamá y tú aquí conmigo. Además, ahora también vienen los abuelos más a menudo. Eso está muy bien.
¿Te acuerdas del triciclo verde? Está resplandeciente en el caminito de gravilla. Si no lo has olvidado, será porque sigue en el garaje o en el cobertizo de las herramientas, aunque viejo y usado, supongo. ¿O acabó en un rastrillo?
¿Y la sillita roja, Georg? ¿Qué pasó con ella?
Al menos tendrás algunos recuerdos de todos esos paseos que dimos alrededor del lago de Sogn, o de todas las visitas a la cabaña en la montaña. Hemos estado allí tres fines de semana seguidos. Pero no me atrevo a preguntar más, tal vez no recuerdes nada de aquella época, Georg, que también fue la mía. Poco importa.
Dije que iba a contarte una historia, pero no es algo trivial encontrar el tono adecuado para esta carta. Supongo que he cometido el error de dirigirme al niñito que me parece conocer tan bien, aunque cuando leas estas líneas ya no serás pequeño. Ya no serás el angelito de los rizos dorados.
Me oigo a mí mismo balbuceando como hacen las señoras mayores con los niños pequeños, lo cual es bastante tonto, porque yo me dirijo al Georg adulto, al que no tuve tiempo de conocer, con el que nunca me dio tiempo a hablar de verdad.
Miro el reloj. Hace sólo una hora que volví a casa después de dejarte en la guardería.
Cuando cruzamos el arroyo, siempre quieres bajarte de la sillita para tirar un palo o una piedra al agua. Un día también encontraste una botella vacía de refresco y la tiraste. Ni siquiera intenté detenerte. Estos días se te permite hacer más cosas que de costumbre. Y cuando llegamos a la guardería, sueles entrar corriendo antes de que hayamos tenido tiempo de despedirnos. Eres tú el que más prisa tiene. Es curioso. A menudo parece que la gente mayor tiene menos prisa que los niños pequeños, que tienen toda la vida por delante.
No es que yo sea muy mayor, creo que puedo decir que aún soy un hombre joven, al menos soy un padre joven. Y sin embargo me hubiera gustado poder detener el tiempo. No me hubiera importado que uno de estos días durase eternamente. Claro está que llegaría primero la tarde y luego la noche, pues el día tiene su propio ritmo, su propio ritmo cíclico, pero el día siguiente podría empezar exactamente donde empezó el anterior.
Ya no siento necesidad de ver o vivir más cosas de las que he vivido. Lo que sí desearía fervientemente es mantener lo que tengo. Pero los ladrones me acechan, Georg, unos huéspedes que jamás han sido invitados han empezado a chuparme la energía vital. Deberían avergonzarse de ello.
Siento como algo muy entrañable y doloroso acompañarte a la guardería estos días. Aunque todavía no me resulta problemático moverme, ni siquiera empujarte en la sillita, soy consciente de que mi cuerpo está muy enfermo.
Las enfermedades benignas meten al paciente en la cama de inmediato. Las malignas suelen necesitar mucho tiempo hasta que te dan un fuerte golpe que te deja en el suelo para siempre. Tal vez no recuerdes que yo era médico, aunque supongo que te lo habrá dicho mamá, estoy seguro. Ahora estoy de baja en el centro médico en el que trabajo, y sé de lo que estoy hablando. No soy un paciente fácil de engañar.
Como ves, hay dos tiempos en nuestra contabilidad, o mejor dicho, en este último encuentro entre tú y yo. Es como si nos encontráramos cada uno en una cima cubierta de niebla intentando poder ver al otro. Entre los dos hay un valle maravilloso que tú acabas de abandonar en tu camino por la vida, y en el que yo nunca te veré. Y sin embargo, debo tener presentes los dos momentos: el de ahora, escribiéndote por las mañanas mientras tú estás en la guardería, y el momento de lectura, que sólo te pertenece a ti cuando un día leas esto.
Has de saber que escribir una carta a un hijo que ya no tiene padre hace que se me parta el corazón, y supongo que a ti también te dolerá un poco leerla. Pero ahora eres un hombrecito. Si yo he conseguido plasmar estas líneas en el papel, tú tendrás que tener la fuerza de leerlas.
Como puedes comprender, he asumido que tal vez tenga que marcharme pronto de aquí, del sol, de la luna y de todo lo que hay, y más que nada, de mamá y de ti. Ésa es la verdad, y la verdad duele.
Tengo que preguntarte algo muy serio, Georg, ésa es la razón por la que escribo. Pero para poder hacerte la pregunta, primero tengo que escribir esta inquietante historia, tal y como te prometí.
Desde que naciste, he soñado con el día en que te contaría la historia de la Joven de las Naranjas. Hoy, es decir, en el momento de escribir esto, eres demasiado pequeño para entenderla. De modo que tendrá que ser mi pequeña herencia para ti. Tendrá que esperarte en algún lugar y aguardar a que llegue otra etapa de tu vida.
Ahora ha llegado esa etapa.
Cuando hube leído hasta aquí, tuve que levantar la cabeza. Muchas veces he intentado recordar a mi padre, y ahora volví a intentarlo. Él me lo había pedido. Pero todo lo que recordaba me parecía sacado de los vídeos y del álbum de fotos.
Recordaba que tuve un gran tren BRIO cuando era pequeño, pero eso no me ayudaba a acordarme de cómo era mi padre. Aunque el triciclo verde seguía en el garaje, yo estaba casi seguro de que lo recordaba desde pequeño. Y la sillita roja siempre había estado al fondo del cobertizo de las herramientas. Pero no conseguía recordar ninguno de aquellos paseos alrededor del lago de Sogn. Tampoco recordaba haber estado en la torre de Tryvann con él. Había estado muchas veces en la torre de Tryvann, pero con Jørgen y mi madre. Una vez estuve sólo con Jørgen. Fue cuando mamá estaba en el hospital con motivo del nacimiento de Miriam.
Naturalmente, tenía un montón de recuerdos de la cabaña de Fjellstølen. Pero mi padre no cabía en ninguno de esos recuerdos. En ellos sólo estaban mamá, Jørgen y el bebé Miriam. Tenemos allí arriba un viejo diario en el que escribimos cada vez que vamos, y he leído muchas veces lo que mi padre escribió en él antes de morirse. El problema está en que no sé si recuerdo algo sobre lo que él escribió, pasaba como con las fotos y los vídeos. «El Sábado Santo Georg y yo construimos una enorme cabaña de nieve con farolas también de nieve…» Claro que había leído todas esas historias, y algunas incluso me las sabía de memoria. Pero jamás había conseguido recordar si yo había participado en algo de lo que hablaban las historias. No tenía más de dos años y medio cuando mi padre y yo construimos la enorme cabaña de nieve. Tenemos una foto de ella, pero es tan oscura que sólo se ven las luces.
Luego mi padre me hacía otra pregunta en esa larga carta que había empezado a leer:
¿Cómo le va al telescopio Hubble, sabes algo? ¿Los astrónomos han aprendido algo más sobre cómo está atornillado este Universo?
Sentí un escalofrío al leer esas líneas, porque acababa de hacer un extenso trabajo para el colegio sobre el telescopio espacial, o Hubble Space Telescope, como se llama en inglés. Otros de mi clase habían escrito sobre el fútbol inglés, las Spice Girls o Roald Dahl. Pero yo había ido a la biblioteca pública a buscar todo lo que tenían sobre el telescopio Hubble, y había hecho el trabajo sobre ese tema. No hacía más que un par de semanas que se lo había entregado al profesor. Escribió en el cuaderno que estaba impresionado por la «aproximación tan madura, reflexionada y bien documentada a una materia tan compleja». Creo que nunca me he sentido tan orgulloso como cuando leí esa frase. El título del comentario del profesor era: «¡Flores para un astrónomo aficionado!». Incluso dibujó un ramo.
¿Fue un visionario mi padre? ¿O era pura casualidad que me preguntara por el telescopio Hubble sólo unas semanas después de que yo hubiera acabado mi trabajo sobre ese tema?
¿O no era auténtica la carta de mi padre? ¿O estaba vivo todavía? Volví a sentir escalofríos.
Seguía sentado en la cama pensando. El telescopio Hubble fue puesto en órbita alrededor de la Tierra desde la nave espacial Discovery 25, en el mes de abril de 1990. Fue justo en la época en la que mi padre enfermó, después de la Semana Santa de 1990. Siempre lo había sabido, pero no había caído en que coincidía exactamente con la fecha en la que el telescopio Hubble fue puesto en órbita. Tal vez mi padre se enteró de su enfermedad el mismo día que el Discovery fue lanzado desde Cabo Cañaveral con el telescopio a bordo, tal vez a la misma hora, tal vez en el mismo minuto.
Entonces, podía comprender que le interesara saber cómo le iba a la nave espacial, pues no tardó en descubrirse que había un defecto grave en el pulido del espejo principal del telescopio. Mi padre no podía saber que ese defecto fue reparado por astronautas de la nave espacial Endeavour en el mes de diciembre de 1993, casi exactamente tres años después de su muerte. Y por supuesto, no sabía nada de todo ese extraordinario equipamiento que fue montado en el telescopio en el mes de febrero de 1997.
Mi padre murió antes de tener tiempo de saber que el telescopio Hubble ha sacado las mejores y más nítidas fotografías del Universo. Yo había encontrado muchas de ellas en Internet y había incluido un montón en el trabajo. Incluso he colgado alguna de las que más me gustan en mi habitación, por ejemplo la buenísima foto de la estrella gigante Eta Carina, que se encuentra a más de 8.000 años luz de nuestro sistema solar. Eta Carina es una de las estrellas con mayor masa de la Vía Láctea y pronto explotará como una supernova antes de terminar como una estrella de neutrones o un agujero negro. Otra de mis fotos favoritas es la que muestra las enormes columnas de gas y polvo en la Niebla del Águila (también llamada M16). ¡Allí nacen nuevas estrellas!
Hoy sabemos mucho más del Universo de lo que sabíamos en 1990, y en gran parte, gracias al telescopio Hubble. Ha sacado miles de fotos de galaxias y nebulosas a millones de años luz de la Vía Láctea. Además, ha obtenido unas fotografías increíbles del pasado del Universo. Tal vez suene un poco misterioso eso de sacar fotos del pasado del Universo, pero contemplar el Universo equivale a mirar hacia atrás en el tiempo. La luz se mueve a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, y sin embargo la luz procedente de galaxias lejanas puede tardar millones de años en llegar hasta nosotros, porque el Universo es enorme. El telescopio Hubble ha sacado fotos de galaxias que se encuentran a más de doce mil millones de años luz, y eso significa que también ha mirado más de doce mil millones de años hacia atrás en la historia del Universo. Resulta casi imposible de comprender, porque entonces el Universo tenía menos de mil millones de años. El telescopio Hubble ha conseguido mirar hacia atrás casi hasta el Big Bang, que es cuando se crearon el tiempo y el espacio. Yo sé bastante de esas cosas, por eso escribo sobre ellas ahora. Pero tengo que cuidarme de no escribir todo lo que sé. ¡El trabajo que entregué al profesor tenía cuarenta y siete páginas!
Me pareció tremendo que mi padre me escribiera sobre el telescopio. Siempre me ha interesado la investigación espacial, y tal vez esa capacidad de elevar la mirada por encima de todo lo que ocurre en la superficie de este planeta sea hereditaria. Pero también podría haber elegido hacer mi trabajo sobre el programa Apolo y los primeros seres humanos en la luna. Podría haber escrito sobre galaxias y agujeros negros, porque también sé bastante sobre las galaxias y los agujeros negros, por no decir de las galaxias con agujeros negros. Podría haber escrito sobre el sistema solar con los nueve planetas y el gran cinturón de asteroides entre Júpiter y Marte. O también podría haber escrito sobre los grandes telescopios en Hawai. Pero, como ya sabemos, elegí escribir sobre el telescopio Hubble. ¿Cómo pudo adivinarlo mi padre?
Resultaba más fácil entender por qué mencionó al secretario general de las Naciones Unidas. Seguramente fue porque yo nací el 24 de octubre, es decir, el día de la ONU. El nombre del secretario general de la ONU es Kofi Annan. Y el primer ministro de Noruega se llama Kjell Magne Bondevik. Acaba de relevar a Jens Stoltenberg.
Mientras yo seguía pensando, mamá llamó a la puerta y preguntó cómo iba todo. Me limité a decir «No me molestes», pues aún no había leído más que cuatro páginas.
Pensé: Cuéntame, papá, háblame de la Joven de las Naranjas. Estoy preparado. Ha llegado el día. Ha llegado la hora de la lectura.
La historia de la Joven de las Naranjas empieza una tarde en que yo estaba delante del Teatro Nacional esperando el tranvía. Era a finales de la década de los setenta, avanzado el otoño.
Recuerdo que estaba pensando en mi recién empezada carrera. Me resultaba extraño imaginarme que un día sería licenciado en medicina, y recibiría a pacientes de verdad que dejarían su destino en mis manos. Llevaría una bata blanca, estaría sentado junto a un gran escritorio y diría «Le haremos un análisis de sangre, señora Johnsen». O «¿Llevas mucho tiempo con esas molestias?».
Por fin llegaba el tranvía. Pude verlo a lo lejos, primero se deslizó por el Parlamento y luego subió lentamente por Stortingsgaten. Hay algo que me molesta ligeramente desde entonces, y es que soy incapaz de recordar adónde me dirigía aquel día. Pero al menos recuerdo que subí a un tranvía brillante y azul que iba al barrio de Frogner y estaba lleno de pasajeros.
Lo primero en lo que me fijé fue en una chica muy divertida que estaba de pie en medio del vagón con una gran bolsa de papel llena hasta arriba de naranjas. Llevaba un gastado anorak naranja, y recuerdo haber pensado que esa bolsa que apretaba con tanta fuerza contra su cuerpo era tan grande y estaba tan llena que se le podría caer en cualquier momento. Ahora bien, no era la bolsa de naranjas lo que más me interesaba, sino la joven que la llevaba. Enseguida me di cuenta de que esa chica era algo muy especial, había en ella algo mágico e insondable, algo fascinante.
Además, vi que ella me miró, como si me hubiera elegido de entre toda esa multitud que entraba en el tranvía, duró sólo un segundo, pero fue como si entre los dos se hubiera establecido una secreta alianza. En cuanto entré, ella clavó sus ojos en mí, y tal vez fui yo el primero en desviar la mirada, quizá porque en aquella época era extraordinariamente tímido. Y sin embargo recuerdo que, en el transcurso de aquel corto trayecto de tranvía, supe con toda certeza que jamás olvidaría a esa chica. No sabía quién era ni cómo se llamaba, pero desde el primer momento ejerció sobre mí un inquietante poder.
Era media cabeza más baja que yo, tenía una larga melena negra, los ojos marrones y, como yo, unos diecinueve años. En el momento de levantar la vista fue como si me saludara sin hacer el más leve movimiento de cabeza, a la vez que me sonreía de un modo burlón, como si nos conociéramos de antes, o —y no vacilo un instante en decirlo— como si ella y yo hubiéramos compartido toda una vida hacía mucho, muchísimo tiempo. Tuve la sensación de leer un mensaje en este sentido en la mirada marrón.
Al sonreír se le hacían un par de hoyuelos en las mejillas y, aunque no por eso, me recordaba a una ardilla, al menos era igual de graciosa. Si los dos hubiéramos compartido una vida, tal vez habría sido como dos ardillas en un árbol, pensé, y esa idea, la de una vida de ardilla jugando con esa misteriosa joven de las naranjas no era nada desagradable.
Pero ¿por qué esa sonrisa tan pilla y desafiante? ¿Era realmente a mí al que sonreía? ¿O simplemente sonreía por algún pensamiento divertido que no tenía que ver conmigo? ¿O tal vez se estaba riendo de mí? También ésa era una posibilidad con la que había que contar. Pero yo no tenía un aspecto especialmente gracioso, me creía bastante corriente, y era ella, no yo, la que tenía un aspecto un poco cómico con esa enorme bolsa de naranjas apretada contra el estómago. Quizá se reía de sí misma. No todo el mundo es capaz de eso.
No me atreví a volver a mirarla a los ojos. Sólo miraba fijamente la gran bolsa de naranjas. Ahora se le caerá, pensé. Que no se le caiga. Pero sí que se le cayó.
Habría al menos cinco kilos de naranjas en la bolsa, tal vez ocho o diez.
El tranvía sube por Drammensveien. Intenta imaginarte sus saltos y sacudidas. Se para delante de la embajada de Estados Unidos, luego en la plaza de Solli y, cuando está a punto de girar para subir por Frognerveien, sucede justo lo que me estaba temiendo. De repente, el tranvía da un peligroso bandazo, la joven de las naranjas se tambalea ligeramente, y en una milésima de segundo comprendo que tengo que salvar del naufragio la enorme bolsa de naranjas. ¡Ahora… no, ahora!
Tal vez sea en ese momento cuando hago un cálculo fatalmente erróneo. Realizo, al menos, una maniobra nefasta. Escucha: muy decidido alargo los brazos, y con uno de ellos sujeto la bolsa de papel marrón, mientras con el otro rodeo la cintura de la joven. ¿Y qué crees que pasó? Pues que a la chica del anorak naranja se le cae la bolsa de las naranjas, claro; o soy yo quien la aprieta y le hago soltar la bolsa, como si tuviera celos de ella y quisiera quitarla de en medio, con el tristísimo resultado de que treinta o cuarenta naranjas van rodando por todo el tranvía entre los pasajeros. Había cometido muchas tonterías en mi vida, pero ésta superó a todas, fue el momento en que pasé más vergüenza de toda mi vida.
Basta de naranjas por ahora, deja que rueden por el suelo durante unos segundos más, pues esta historia del tranvía no trata de ellas. Al cabo de un instante la chica se vuelve hacia mí, y esta vez no sonríe. Al principio está únicamente triste, al menos una sombra oscura le recorre la cara. No puedo saber lo que está pensando, pero da la impresión de estar a punto de echarse a llorar en cualquier momento. Es como si cada naranja tuviera para ella un significado especial, pues sí, Georg, como si cada una de ellas fuera irreemplazable. Al cabo de un instante me mira muy ofendida dándome a entender que me considera responsable de lo ocurrido. Me siento como si hubiera destrozado su vida, por no decir la mía. Me siento como si hubiera destrozado mi futuro.
Deberías haber estado allí en ese momento para salvarme de la situación, podrías haber dicho algo divertido y oportuno. Pero en aquellos tiempos yo no tenía una manita en la que refugiarme, todo eso sucedió muchos años antes de que tú nacieras.
Profundamente avergonzado me pongo a cuatro patas y empiezo a recoger naranjas entre una multitud de botas sucias, pero sólo logro salvar una parte de ellas. La bolsa en la que estaban se ha roto, lo descubro enseguida, y no me sirve de nada.
Pensé que tenía gracia el hecho de que hubiera caído rendido ante los encantos de la joven, literalmente y nunca mejor dicho. Varios pasajeros se echan a reír alegremente, pero sólo los más simpáticos, porque tampoco escasean los gestos irritados. El tranvía está muy lleno y la apretura es insoportable. Me fijo en que todos los pasajeros que han presenciado lo sucedido me consideran culpable de algo que en realidad pretendió ser un galante acto de salvamento.
Lo último que recuerdo de aquel infeliz viaje en tranvía es la siguiente imagen: me he levantado del suelo y estoy de pie con los brazos llenos de naranjas, me he metido dos en los bolsillos de los pantalones, y cuando me encuentro de nuevo delante de la chica del anorak naranja, me mira directamente a los ojos y dice en tono irónico: «¡Dichoso gnomo!».
Fue una amonestación, no cabe duda, pero de repente recupera parte de su buen humor y dice, en parte reconciliadora, en parte burlona: «¿Puedo coger una naranja?».
«¡Perdóname!», me limito a decir, «¡perdóname!».
El tranvía se para delante de la chocolatería Møllhausen en Frogner, se abren las puertas, hago un gesto aturdido a la chica de las naranjas, a mis ojos casi sobrenatural, y al instante coge una naranja de mis repletos brazos y desaparece por la calle a un paso tan ligero como si de un hada de los cuentos se tratara.
El tranvía da una nueva sacudida, y sigue su camino por Frognerveien.
«¿Puedo llevarme una naranja?» ¡Imagínate, Georg! ¡Pero si eran suyas todas las naranjas que yo llevaba en los brazos y en los bolsillos, además de las que seguían rodando por el suelo del tranvía!
De repente era yo el que tenía los brazos llenos de naranjas y ni siquiera eran mías. Me sentí como un vulgar ladrón, y algunos pasajeros también profirieron gritos poco amables en ese sentido, no recuerdo lo que pensé en ese momento, pero me bajé cabizbajo del tranvía en la siguiente parada, que era la de la plaza de Frogner.
Al bajar del tranvía un solo pensamiento ocupaba mi cabeza: tenía que encontrar un lugar donde poder deshacerme de las naranjas. Iba haciendo equilibrios como un funambulista para que no se me cayeran, y a pesar de ello, una cayó sobre el adoquinado y, por supuesto, no pude correr el riesgo de agacharme a cogerla.
Al instante, divisé a una señora que iba con un cochecito de niño por la vieja pescadería, ¿sabes?, la que está en la plaza de Frogner. (Bueno, no puedo saber si existe todavía). Me acerco muy lentamente a ella y justo cuando paso por delante del cochecito aprovecho la ocasión para dejar caer todas las naranjas sobre un pequeño edredón rosa, incluidas las dos que llevo en los bolsillos. Todo sucede en el transcurso de uno o dos segundos.
Deberías haber visto la cara de la señora, Georg. Me vi en la obligación de decirle algo, y le rogué que aceptara ese regalo para su hijito, porque como estábamos en otoño era importante que todos los niños recibieran su dosis de vitamina C, yo lo sabía, añadí, porque estudiaba medicina.
Le pareció descarado, de eso no cabe duda, tal vez pensara que estaba borracho, al menos no se creyó lo de mis estudios de medicina. Pero yo eché a correr Frognerveien abajo. De nuevo un único pensamiento ocupaba mi cabeza: tenía que encontrar a la joven de las naranjas. Tenía que encontrarla y saldar mi deuda.
No sé si conoces bien esa parte de la ciudad, pero pronto llego sin aliento a la esquina de Frognerveien con Fredriks Stangsgate, Elisenbergveien y Løvenskioldsgate, donde la joven misteriosa se había bajado del tranvía con una sola naranja en la mano. Igualmente podría haberme encontrado en la Place de l’Étoile de la capital francesa, pues había demasiados caminos entre los que elegir, y la joven de las naranjas había desaparecido.
Aquella tarde me paseé durante horas de un lado para otro por el barrio de Frogner, me acerqué al parque de bomberos de Briskeby, y bajé hasta la vieja clínica de la Cruz Roja, y cada vez que veía algo remotamente parecido a un anorak naranja, el corazón me daba un vuelco, pero parecía que a la chica se la había tragado la tierra.
Unas horas más tarde se me ocurrió que la joven a quien tanto había ofendido tal vez estuviera cómodamente sentada detrás de una cortina en Elisenbergveien mirando a escondidas a ese joven estudiante que corría de un lado para otro como el aturdido héroe de una película de aventuras. No encontraba a la princesa que estaba buscando. Voluntad no faltaba, pero era incapaz de hallarla. Era como si la película se hubiera quedado atascada.
En mi búsqueda descubrí una reciente cáscara de naranja en una papelera. La cogí y la olí, y si realmente procedía de la joven de las naranjas, eso era el último rastro de ella.
Me pasé el resto de la noche pensando en la chica del anorak naranja. Yo había vivido toda mi vida en Oslo, pero a ella nunca la había visto antes, de eso estaba seguro. Y mi determinación de hacer todo lo posible por volver a verla iba en aumento. Como por arte de magia ella había conseguido meterse entre yo y el resto del mundo.
No podía dejar de pensar en todas aquellas naranjas. ¿Para qué las llevaba? ¿Iba a pelar una tras otra y comérselas, es decir, gajo por gajo, por ejemplo para desayunar o comer? La idea me dejó algo perplejo. Tal vez estuviera enferma y siguiera una dieta especial, pensé, y también ese pensamiento me intranquilizó.
Pero existían más posibilidades. Quizá fuera a preparar un sorbete de naranja para una fiesta de más de cien personas. La mera idea me hizo sentir celos, pues ¿por qué no me había invitado a mí? Además, estaba convencido de que sería una fiesta poco equilibrada en cuanto al reparto de sexos. Se había invitado a más de noventa chicos y sólo a ocho chicas. Creía saber el porqué: el sorbete de naranjas se serviría en una fiesta de fin de curso de la Escuela Superior de Empresariales, y en esa carrera había entonces muy pocas estudiantes.
Intenté deshacerme de ese desagradable pensamiento, resultaba insoportable, pero antes de desecharlo del todo me dio tiempo a considerar escandaloso el que la Escuela Superior de Empresariales no hubiera introducido aún las cuotas por sexos. Bueno, era evidente que no podía fiarme de mi imaginación. Tal vez la joven de las naranjas simplemente se dirigía a su pequeña habitación alquilada para hacer un montón de litros de zumo de naranja y guardarlo en la nevera, ya que odiaba o era alérgica a los zumos de las tiendas, hechos con un concentrado barato de California.
Ninguna de las dos posibilidades me parecía muy probable, ni la del zumo ni la del sorbete. Pero pronto se me ocurrió una idea más convincente: la joven de las naranjas llevaba un anorak como los que usaba el explorador Roald Amundsen en sus famosas expediciones polares. Yo siempre había tenido cierta facilidad para interpretar signos, algo que en medicina se llama diagnosticar, y estaba convencido de que uno no va por las calles de Oslo ataviado con un viejo anorak si no es porque esto tiene un significado especial, al menos no si al mismo tiempo se lleva una enorme bolsa de papel llena de jugosas naranjas.
Pensé: la joven de las naranjas planifica cruzar Groenlandia con esquís, o al menos cruzar la planicie de Hardanger, y en ese caso no es mala idea meter en el trineo tirado por perros ocho o diez kilos de naranjas porque, de lo contrario, se corre el peligro de morir de escorbuto en el hielo.
Una vez más me dejé seducir por mi imaginación, pues la palabra «anorak» es una palabra esquimal, ¿no? Claro que la chica iba a ir a Groenlandia. Pero ¿qué sería ahora de la expedición? Quizá esa misteriosa joven no tenía dinero para comprar así, sin más, otro montón de naranjas, porque estuvo a punto de echarse a llorar cuando se le cayeron todas al suelo, y yo ya me había hecho la idea de que ella era muy pobre.
Pero aún había más posibilidades. Tuve que serenarme y admitirlo. Tal vez la joven conviviera con una familia numerosa. ¿Por qué no? A lo mejor era auxiliar de enfermería y vivía sola en una habitación enfrente de la clínica de la Cruz Roja, o tal vez era hija en una familia muy extensa y muy amante de las naranjas. Me hubiera encantado conocer a esa familia, Georg, me los imaginaba sentados a la gran mesa de comedor en uno de esos pisos con solera del barrio de Frogner, con techos altos, habitaciones espaciosas y molduras de escayola en el techo. Aparte de la madre y el podre había siete hijos, cuatro hermanas y dos hermanos, más la joven de las naranjas; ella era la mayor de los hermanos, la cariñosa y atenta hermana mayor, cualidades que le vendrían bien en los días siguientes, porque ahora sus pobres hermanitos tal vez tardarían mucho en poder llevarse una naranja al colegio para después del bocadillo.
O —y un escalofrío me recorrió el cuerpo al pensarlo— quizá era madre de una minúscula familia compuesta sólo por ella, un estupendo marido recién licenciado en Empresariales y su pequeña hija de cuatro o cinco meses, cuyo nombre por alguna razón decidí que tenía que ser Ranveig.
También tuve que incluir esa posibilidad, no quedaba más remedio. Igual que tampoco era seguro que la señora que empujaba el cochecito en el que dejé las naranjas fuera la madre del niño tapado con el edredón rosa delante de la pescadería de Frogner. La señora podría ser la niñera de la joven de las naranjas. La mera idea me hizo mucho daño. Aunque en ese caso, algunas de las naranjas serían devueltas a la joven con mirada de ardilla. El mundo de repente se había hecho muy pequeño y todo tenía sentido.
Siempre se me había dado bien sumar dos y dos, interpretar signos, o lo que los médicos llamamos diagnosticar. Debo añadir que fui yo mismo quien diagnosticó mi enfermedad. Estoy orgulloso de ello. Fui a ver a un colega y le dije lo que tenía. Luego, se ocupó él. Y luego…
Bueno, Georg. En este punto he tenido que hacer una pequeña pausa.
Tal vez te parezca extraño que haya sido capaz de escribir tan alegremente sobre lo que sucedió aquella tarde hace muchos años. Yo lo recuerdo como una historia divertida, casi como cine mudo, y así quiero que tú lo vivas también. Pero no significa que en el momento de escribir esto esté contento. La verdad es que me siento completamente desconcertado, o completamente desconsolado, para ser sincero. No intento ocultarlo, pero tú no lo notarás. Nunca me verás llorar, eso lo tengo claro, seré capaz de dominarme.
Mamá está a punto de llegar del trabajo, y tú y yo estamos solos en casa. En este momento estás sentado en el suelo pintando con colores, pero no me puedes consolar. O tal vez sí que puedes. Cuando un día, dentro de muchos años, leas esta carta de la persona que era tu padre, tal vez le envíes un pensamiento de consuelo. La idea me reconforta.
Tiempo, Georg. ¿Qué es el tiempo?
Miré una foto que tengo en la pared de Supernova 1987A. Está sacada con el telescopio Hubble, más o menos cuando mi padre se enteró de que estaba enfermo.
Claro que me daba pena. Pero, a la vez, no estaba seguro de que me pareciera bien por su parte dejar su tristeza sobre mis hombros. Yo ya no podía hacer nada por él. Vivió en un tiempo distinto al de ahora, y yo tenía que vivir mi propia vida. Si todo el mundo se hundiera en cartas de sus padres y antepasados muertos, no seríamos capaces de vivir nuestras propias vidas.
Me noté un par de lágrimas en los ojos. No eran lágrimas dulces, si es que existe algo llamado lágrimas dulces, eran de esa clase de lágrimas amargas y duras que no corren, sino que se quedan escociendo en el rabillo del ojo.
Pensé en todas las veces que mamá y yo habíamos acudido al cementerio a cuidar de la tumba de mi padre. Después de leer los últimos párrafos, decidí no seguir haciéndolo. Al menos, no volvería a pisar el cementerio solo. Jamás.
No resulta muy difícil criarse sin padre. Lo que sí resulta aterrador es que tu padre muerto empiece de repente a hablarte desde la tumba. Tal vez hubiera sido mejor dejar a su hijo en paz. Él mismo insinuaba que había vuelto en forma de fantasma.
Noté que me sudaban las manos. Pero, por supuesto, acabaría de leer toda la carta de mi padre. Tal vez fuera bueno que hubiera enviado una carta al futuro, tal vez no. Aún era muy pronto para formarse una opinión definitiva al respecto.
Tuvo que ser un tipo curioso, pensé, al menos cuando tenía diecinueve años aquel otoño a finales de los setenta, pues me pareció un poco exagerada su pasión por aquella joven que iba en el tranvía de Frogner abrazando una enorme bolsa de naranjas. Tampoco es tan raro el que un chico y una chica se miren, creo que es algo que se viene haciendo desde los tiempos de Adán y Eva.
¿Por qué no podía escribir simplemente que se había enamorado de ella? Seguro que la joven lo entendió antes de que él se lanzara encima de sus naranjas. También aprovechó para ponerle un brazo alrededor de la cintura. Tal vez sintió un deseo inconsciente de bailar un vals de las naranjas con ella en el tranvía.
Cuando los niños se enamoran, empiezan a pelearse o a tirarse del pelo. Algunos se lanzan bolas de nieve. Yo pensaba que los jóvenes de diecinueve años eran un poco más listos.
Pero sólo había leído aún el principio de la historia. Quizá hubo, al fin y al cabo, algo realmente misterioso en esa «joven de las naranjas». De no ser así, mi padre no se hubiera puesto a hablar de ella. Él estaba enfermo, sabía que tal vez iba a morir, así que lo que escribía tenía que ser algo muy importante para él, y quizá también para mí.
Me bebí el resto de la coca-cola y seguí leyendo.
¿Volvería a ver alguna vez a la Joven de las Naranjas? Tal vez no, tal vez vivía en otra parte del país y sólo vino a Oslo de visita.
Cuando estaba en el centro y veía el tranvía de Frogner, siempre miraba a todas las ventanillas por si la Joven de las Naranjas se encontraba entre los pasajeros. Eso ocurrió muchas veces, pero nunca la vi. Empecé a dar paseos vespertinos por el barrio de Frogner, y cada vez que veía algo de color amarillo o naranja pensaba que por fin iba a volver a verla. Pero si la expectativa era grande, también lo era la decepción.
Así transcurrían los días y las semanas, hasta que un lunes por la mañana entré en uno de los cafés de la calle de Karl Johan. Era una especie de lugar de encuentro para mí y para algunos compañeros de la facultad. Nada más abrir la puerta y poner el pie dentro, me detuve en seco y retrocedí medio paso. ¡La Joven de las Naranjas estaba allí sentada! Ella nunca había estado antes en ese café, o, al menos, nunca habíamos coincidido. Pero allí estaba, con una taza de café y hojeando un libro con láminas a color. Fue como si una mano invisible la hubiera colocado allí a la espera de que yo apareciera. Llevaba el mismo anorak gastado, y, escucha, Georg, puede que no lo creas, pero sobre las rodillas tenía una gran bolsa repleta de hermosas naranjas.
Me sobresalté. Volver a ver a la Joven de las Naranjas vestida con el mismo anorak naranja y con una bolsa idéntica a la primera sobre las rodillas, fue una experiencia semejante a un espejismo. A partir de entonces lo de las naranjas se convirtió en el núcleo de lo que estaba intentando averiguar. Por cierto, ¿qué clase de naranjas eran? Me parecían tan frescas y luminosas que me entraron ganas de frotarme los ojos. Eran como doradas, muy distintas a todas las que había visto hasta entonces. Incluso con cáscara me pareció oler su maravilloso jugo. ¡Estaba claro que no se trataba de unas naranjas normales y corrientes!
Entré casi a hurtadillas en el café y me senté en una mesa a sólo cuatro o cinco metros de ella. Antes de decidir cómo proceder, quería contemplarla, disfrutar de la visión de lo inexplicable.
Creía que no me había visto, pero de repente levantó la vista del libro que estaba leyendo y me miró fijamente a los ojos. Me pilló in fraganti, porque seguro que se dio cuenta de que llevaba un buen rato mirándola. Me dedicó una cálida sonrisa, y esa sonrisa, Georg, podría haber derretido el mundo entero, porque si el mundo entero la hubiera visto, ella habría tenido la fuerza suficiente para acabar con todas las guerras y toda la enemistad del planeta, o al menos habría dado lugar a una larga tregua.
No me quedaba otro remedio, tenía que acercarme a ella, así que me levanté despacio y me senté en una silla libre junto a su mesa. A ella no le pareció extraño, aunque había en esa joven algo que me hacía dudar de si me reconocía de aquel viaje en el tranvía.
Durante unos segundos permanecimos mirándonos sin pronunciar palabra. Fue como si ella quisiera que esperáramos un poco antes de empezar a hablar. Me miró a los ojos sin pestañear durante al menos un minuto, y esta vez no desvié la mirada. Me fijé en que sus pupilas temblaban. Era como si sus ojos preguntaran: ¿Te acuerdas de mí o no?
Uno de los dos tendríamos pronto que decir algo, pero yo me sentía tan aturdido que permanecí callado pensando en aquel lejano tiempo en que habíamos vivido juntos como dos ardillas juguetonas en un bosquecillo, solos ella y yo. Le encantaba esconderse y yo tenía que corretear por los troncos buscándola, y cuando la descubría, ella saltaba a otro árbol. Siempre iba bailando por el bosque de esa manera, hasta que un día se me ocurrió esconderme yo. Entonces fue ella la que vino bailando detrás de mí, y yo me sentaba en la copa de un árbol, o me escondía entre el musgo detrás de un tronco, y disfrutaba viendo cómo me buscaba impaciente, tal vez con un atisbo de miedo de no volver a encontrarme jamás…
Y entonces sucedió algo maravilloso, no en el bosque de avellanas en los tiempos remotos, sino en ese momento en un café de la calle de Karl Johan.
Yo tenía el brazo izquierdo sobre la mesa, y de repente ella me cogió la mano con su mano derecha. Había dejado el libro sobre la bolsa de naranjas, pero seguía agarrándola con el brazo izquierdo, como si tuviera miedo de que fuera a quitársela o a tirarla al suelo.
Ya no me sentía tan tímido y noté una refrescante fuerza que se desplazaba de sus dedos a los míos. Pensé que tenía poderes sobrenaturales, y se me ocurrió que podía tener que ver con las naranjas.
¡Un enigma, pensé, un maravilloso enigma!
Ya me resultó muy difícil seguir callado, al menos uno de los dos deberíamos decir algo. Tal vez fuera una traición, tal vez fuera infringir las reglas que representaba la Joven de las Naranjas, pero mientras seguíamos mirándonos a los ojos, dije: «¡Eres una ardilla!».
Al acabar de decirlo, ella esbozó una ligerísima sonrisa y me apretó cariñosamente la mano. Luego la soltó, se levantó majestuosa de la mesa con la gran bolsa de naranjas entre los brazos, y salió del café con pasitos cortos. Al marcharse, vi que tenía los ojos empapados.
Yo estaba paralizado. Me había quedado sin habla. Unos segundos antes, la Joven de las Naranjas había estado sentada enfrente de mí con su mano en la mía, aún flotaba en el aire el aroma a naranjas, y ella había desaparecido. De no haber sido por las naranjas tal vez me hubiera dicho adiós con la mano. Pero necesitaba las dos para agarrar esa enorme bolsa, de modo que no hubo lugar para gestos. Pero ella lloraba.
No la seguí, Georg. Eso también hubiera sido infringir las reglas. Me sentía abrumado, agotado, satisfecho. Había vivido algo maravillosamente enigmático de lo que podría nutrirme durante meses. Sabía que volvería a verla. Todo eso estaba dirigido por poderes grandes e inescrutables.
Era una extraña. Procedía de un cuento más bello que el nuestro pero había conseguido introducirse en nuestra realidad, tal vez porque tenía una misión importante que cumplir, o tal vez porque iba a salvarnos de eso que algunos llaman «lo triste y cotidiano». Hasta ese momento yo ignoraba que existiese ese tipo de iniciativas misioneras. Pensaba que había una sola existencia y una sola realidad. Pero había dos clases de seres humanos. La Joven de las Naranjas por un lado, y todos nosotros, todos los demás, por otro.
Pero ¿por qué esas lágrimas en sus ojos? ¿Por qué lloraba?
Recuerdo que pensé que tal vez fuera vidente. Pero ¿por qué iba a llorar al ver a un desconocido? ¿Acaso «veía» que mi destino no era del todo bello?
Resulta curioso que pensara algo así. Aunque siempre me he inclinado a dejarme llevar por mi imaginación, era y soy una persona racional.
En este punto de la narración siento la necesidad de escribir un pequeño resumen, pero te prometo no hacerlo a menudo.
Un joven y una joven tienen un efímero contacto visual en el tranvía de Frogner. Ya no son unos niños, pero tampoco les ha dado tiempo a hacerse del todo adultos, y nunca se habían visto antes. Unos minutos más tarde, el joven cree que a la joven está a punto de caérsele una gran bolsa llena de jugosas naranjas. Él acude en su ayuda con el triste resultado de que todas las naranjas acaban en el suelo. La joven le llama gnomo, y antes de bajarse del tranvía en la siguiente parada le pide que le devuelva sólo una naranja, a lo que el joven accede perplejo. Luego transcurren unas semanas, y vuelven a encontrarse en un café. También esta vez la joven agarra una gran bolsa de papel repleta de apetecibles naranjas. El joven se sienta a la mesa de ella, y durante un minuto entero se miran fijamente a los ojos. Puede sonar a tópico, pero durante sesenta segundos se miran profundamente a los ojos, casi hasta el fondo del alma, él la de ella y ella la de él. La joven le coge la mano, y él dice que ella es una ardilla. Entonces la joven se levanta con movimientos gráciles y sale flotando del café con el gran bulto entre las manos. El joven ve que ella tiene los ojos empapados.
Entre los dos sólo se han pronunciado hasta ahora cuatro frases. Ella: «¡Dichoso gnomo!». Ella: «¿Puedo coger una naranja?». Él: «¡Perdóname, perdóname!». Y él: «¡Eres una ardilla!». El resto es cine mudo. El resto es un enigma.
¿Eres capaz de resolver el enigma, Georg? Yo no lo fui, tal vez porque formaba parte de él.
La historia ya me había enganchado. Dos veces seguidas la Joven de las Naranjas había aparecido ante mi padre con una gran bolsa de naranjas entre los brazos. Era misterioso. Luego ella le cogió la mano mientras le miraba profundamente a los ojos antes de levantarse de repente y salir a la calle llorando. Fue una conducta algo extraña. O más bien muy particular.
¡O era mi padre el que empezaba a tener visiones!
Tal vez la Joven de las Naranjas era lo que se suele llamar una «quimera». Hay muchas personas que insisten en haber visto un monstruo acuático en el lago Ness, o en el lago Seljordvannet, si quieres, y quizá no mientan, puede tratarse de una quimera. Si mi padre de repente hubiera comenzado a explayarse sobre una Joven de las Naranjas que de pronto un día baja por Karl Johan en un enorme trineo tirado por perros, no habría dudado un instante de que la historia de la Joven de las Naranjas era sólo la consecuencia de que, durante un breve período de su vida, mi padre había estado a punto de perder la razón. Puede ocurrirle a cualquiera, y contra eso no hay ninguna medicina.
Ahora bien, fuera la Joven de las Naranjas un producto de su imaginación o un ser humano de carne y hueso, era evidente que mi padre se había sentido profundamente fascinado por ella. Tengo que decir que la frase «Eres una ardilla» me parece algo bastante tonto para decir cuando por fin tuvo ocasión de dirigirle la palabra. Pero mi padre tampoco esconde el hecho de que él mismo se sorprendiera de haber dicho algo tan tonto. ¿Por qué demonios había dicho eso? No, papá, no soy capaz de resolver ese enigma.
No pretendo hacerme el listo, soy el primero en admitir que no siempre resulta fácil decirle algo a una chica a la que has «echado el ojo».
Ya he mencionado que toco el piano. No soy un gran pianista, pero soy capaz de tocar el primer movimiento de la Sonata del Claro de Luna de Beethoven casi sin equivocarme. Cuando me encuentro solo ante el piano interpretando esa pieza, tengo a veces la sensación de estar sentado ante un gran piano de cola tocando a mis anchas, mientras la luna, el piano y yo navegamos en una órbita alrededor del planeta. Me imagino que lo que estoy tocando se puede escuchar por todo el sistema solar, si no hasta Plutón, al menos hasta Saturno.
Apenas he empezado a ensayar el segundo movimiento de la sonata (Allegretto). Resulta un poco más difícil de pillar, pero cuando mi profesora de piano lo toca, me gusta muchísimo. ¡Me hace pensar en pequeñas muñecas mecánicas que suben y bajan por las escaleras de un gran centro comercial!
He optado por dejar fuera de mi repertorio el tercer movimiento de la sonata, y no sólo porque es muy difícil, sino porque me da miedo. El primer movimiento (Adagio sostenuto) es precioso, y tal vez un poco tenebroso, pero el último (Presto agitato) es directamente amenazador. Si hubiera viajado en una nave espacial y aterrizado en otro planeta en el que me encontrara con una pobre criatura martilleando el tercer movimiento de la Sonata del Claro de Luna, habría vuelto a despegar nada más aterrizar. Pero, si en cambio, la criatura en cuestión hubiera tocado el segundo movimiento, me habría quedado unos días, y al menos me habría atrevido a acercarme a ella para preguntarle por las condiciones de vida en ese planeta tan musical.
Un día le dije a mi profesora de piano que Beethoven tenía dentro mucho del cielo y otro tanto del infierno. Se quedó estupefacta. ¡Dijo que yo había captado la esencia! Luego me contó algo interesante. No fue el propio Beethoven quien puso a la sonata el nombre Claro de Luna. Él la llamó Sonata en Do sostenido menor, opus 27, número 2, con el sobrenombre Sonata quasi una fantasía. Mi profesora opinaba que esa sonata era demasiado inquietante para llamarse Sonata del Claro de Luna. Dijo que el compositor húngaro Franz Liszt describió el segundo movimiento como «una flor entre dos abismos». Personalmente creo que la hubiera descrito como «un divertido teatro de títeres entre dos tragedias».
Pero ya he dicho que no me costaba nada entender lo difícil que puede resultar decirle algo a una chica a la que uno le ha «echado el ojo». Y ahora he de hacer una confesión, porque estoy teniendo mis propias vivencias en esas cuestiones, y precisamente en la Escuela de Música.
Los lunes tengo clase de piano entre las seis y las siete y siempre coincido allí con una chica que va a clase de violín, tal vez tenga un año o dos menos que yo, y he de admitir que le he «echado el ojo». Muchas vecesestamos sentados los dos en la sala de espera unos cinco o diez minutos, antes de que empiecen las clases. Apenas hemos hablado, pero hace unas semanas me preguntó la hora, y lo mismo hizo la semana siguiente. Entonces le dije que estaba lloviendo a cántaros y que se le había mojado el estuche del violín. He de admitir que de ahí no hemos pasado. Mientras ella no empiece a hablarme de verdad, yo tampoco me atrevo a iniciar una conversación más profunda. Tal vez ella piense que soy feúcho. Pero también puede ser que le guste y que sea tan tímida como yo. No tengo ni idea de dónde vive, pero sé que se llama Isabelle, lo he visto en la lista de alumnos de violín.
Ahora llegamos cada vez más temprano a las clases de música. El lunes pasado estuvimos esperando casi un cuarto de hora. Pero todo lo que hacemos es estar allí sentados mudos como ostras. Luego nos vamos cada uno a nuestra clase. A veces me imagino que ella de repente viene a verme a la sala de piano mientras estoy tocando la Sonata del Claro de Luna y se emociona tanto que se pone a acompañarme con el violín. Eso nunca ocurrirá, ésa es mi quimera. Lo que pasa es que yo nunca he visto su violín. Tampoco la he oído tocar. ¡Incluso puede que sólo tenga una flauta dulce en el estuche de violín! (En ese caso no se llamaría Isabelle, sino simplemente Kari).
Lo que tal vez haya querido decir es que no sé cómo reaccionaría si ella de repente me cogiera la mano y me mirara profundamente a los ojos. Tampoco sé lo que haría si se echara a llorar. De pronto me doy cuenta de que sólo tengo cuatro años menos de los que tenía mi padre cuando conoció a la Joven de las Naranjas. Entiendo que se quedara perplejo. «¡Eres una ardilla!», dijo.
Al fin y al cabo, creo que te entiendo bastante bien, papá. Sigue contando, te escucho.
Después del breve encuentro en el café inicié la fase sistemática y lógica de mi búsqueda de la Joven de las Naranjas. De nuevo transcurrieron muchos largos días sin que le viera el pelo.
No hace falta que te haga cómplice de todos mis errores de búsqueda, Georg, sería un archivo demasiado largo. Pero especulaba y analizaba, y un día pensé lo siguiente: las dos veces que había visto a la Joven de las Naranjas habían sido lunes. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Luego estaban las naranjas, constituían la única pista real que podía seguir. ¿De dónde procedían? Por supuesto, tenían naranjas en todas las tiendas de comestibles de Frogner. Pero ¿cómo de jugosas y buenas —o baratas— eran esas naranjas? Pensé que una persona exquisita compraría las naranjas en un gran mercado de fruta, por ejemplo en la plaza de Young, que en aquellos tiempos era el único gran mercado de fruta y verduras de Oslo, al menos si se tiene la costumbre de comer varios kilos al día. También, coge el tranvía de Frogner en Storgata, porque uno no está tan forrado como para coger el primer taxi que pasa. ¡Y había otra cosa: la bolsa de papel marrón! En una tienda normal de comestibles te dan por regla general una bolsa de plástico. ¿No era precisamente en la plaza de Young donde todo lo que se compraba lo metían en grandes bolsas de papel marrón, como las que llevaba la Joven de las Naranjas?
Ésta era sólo una de mis muchas teorías, pero tres lunes seguidos me pasé por la plaza a comprar un poco de fruta y verdura. A un estudiante no le viene mal mejorar la dieta, y yo últimamente estaba comiendo demasiadas salchichas con ensaladilla de gambas.
Ahora no voy a describir la bulliciosa vida popular de la plaza de Young, Georg, haz lo que yo. Busca a una chica extrañamente ataviada con un anorak naranja que esté delante de un puesto discutiendo el precio de diez kilos de naranjas, busca a la misma joven a punto de abandonar la plaza con la pesada bolsa entre los brazos. Olvídate de todo lo demás.
¿La ves, Georg?
Yo me llevé una decepción las dos primeras veces que estuve allí, pero el tercer lunes descubrí una figura vestida de color naranja al otro extremo de la plaza, pues sí, lo que veía era una joven que llevaba un anorak naranja, y estaba junto a uno de los puestos de fruta eligiendo naranjas que iba metiendo en una gran bolsa de papel marrón.
Crucé la plaza y no tardé nada en acercarme a ella por detrás. ¡Conque las compraba allí! Fue como si la pillara in fraganti. Noté que me temblaban las rodillas y tuve miedo de caerme al suelo.
La Joven de las Naranjas aún no había terminado de llenar la bolsa por la sencilla razón de que compraba naranjas de una manera muy diferente a todos los demás clientes. Escucha: permanecí un buen rato viéndola coger una naranja tras otra y analizar minuciosamente cada pieza, antes de meterla en la bolsa de papel o devolverla al gran recipiente del que la había sacado. Comprendí por qué no se contentaba con comprar las naranjas en cualquier tiendecilla de Frogner, pues resultaba obvio que para la joven era de vital importancia tener un surtido sumamente exquisito de naranjas.
Nunca me había topado con una persona tan exigente a la hora de adquirir naranjas, y estaba casi convencido de que esa chica no compraba naranjas con el único fin de exprimirles el zumo. Pero ¿para qué las usaba entonces? ¿Tienes alguna sugerencia, Georg? ¿Eres capaz de entender por qué empleaba hasta medio minuto en analizar si debía meter tal o cual naranja en la bolsa de papel?
Personalmente sólo se me ocurría una idea: la Joven de las Naranjas trabajaba de jefa de cocina en una gran guardería, en la que los niños tomaban una naranja durante la mañana. Todo el mundo sabe que los niños tienen un sentido muy desarrollado de la justicia. La Joven de las Naranjas era la encargada de procurar que todas las naranjas fueran idénticas, igual de grandes, igual de redondas e igual de luminosas. Además, tenía que contarlas