Prólogo

La tormenta había durado la mayor parte de la noche.

La niña yacía despierta en la amplia cama compartida con su madre, bajo la áspera manta de lana, escuchando. El golpeteo de la lluvia contra las delgadas tablas de limonero de la cabaña era firme e insistente. A veces alcanzaba a oír el estampido lejano de los truenos, y la luz de los relámpagos se filtraba en finas láminas a través de las persianas de la pequeña habitación. Cuando se desvanecía, todo volvía a quedar sumido en la oscuridad.

La niña oyó caer agua al suelo y supo que había una nueva gotera. La tierra prensada se convertiría en un lodazal. Su madre iba a enfadarse, pero no podía hacer nada. No se les daba bien poner parches en el tejado, y no tenían dinero para contratar a alguien que lo hiciera. El día menos pensado, le había dicho su madre, la cabaña, cansada, no podría resistir el embate de las tormentas.

—Entonces iremos a reunirnos con tu padre —sentenciaba.

La niña no recordaba demasiado bien a su padre, pero su madre hablaba a menudo de él.

Una imponente ráfaga de viento sacudió las persianas. La niña oyó con toda claridad los aterradores crujidos de la madera y la vibración del papel parafinado que tenían como ventana. Por un momento, sintió miedo. Las tormentas eran frecuentes, pero su madre seguía durmiendo, ajena a todo. Podía conciliar el sueño sin problemas en medio de la peor de ellas. La niña no quería despertarla. Tenía mal carácter, y no le gustaba que la despertasen por algo tan nimio como los temores de una niña.

Las paredes crujieron y temblaron una vez más; el trueno y el relámpago llegaron casi al unísono. La niña tembló bajo la manta y se preguntó si no sería ésta la noche en que se reunirían con su padre.

No lo fue.

Por fin, la tormenta cedió, y hasta la lluvia se detuvo. La habitación quedó silenciosa y oscura.

La niña sacudió a su madre para despertarla.

—¿Qué? —dijo—. ¿Qué?

—La tormenta ha pasado, madre —contestó la niña.

Al oír aquello, la mujer asintió y se levantó.

—Vístete —ordenó a la niña mientras tanteaba en la oscuridad, buscando su propia ropa.

Faltaba al menos una hora para el amanecer, pero era imprescindible llegar a la playa lo antes posible. La niña sabía que durante las tormentas había muchos naufragios: pequeños botes de pescadores que se habían aventurado demasiado lejos o demasiado tarde, y a veces incluso grandes barcos de mercaderes. Después de una tormenta era posible encontrar cosas arrojadas a la playa, toda clase de cosas. En una ocasión, hallaron un cuchillo con hoja de metal batido; después de venderlo, comieron bien dos semanas. Si se querían encontrar cosas buenas, uno no podía permitirse el lujo de ser perezoso. Los perezosos esperarían hasta el amanecer, y no quedaría nada.

Su madre se colgó del hombro un saco de lona vacío para transportar lo que recogiera. El vestido de la niña tenía grandes bolsillos. Las dos llevaban botas. La mujer cogió un palo largo con un gancho de madera en la punta por si veían algo flotando en el agua, fuera de su alcance.

—Vamos, niña —dijo—. Basta de holgazanear.

La playa estaba oscura, hacía frío. Un viento gélido soplaba incesantemente desde el Oeste. No estaban solas. Ya había otras tres o cuatro personas removiendo la arena húmeda y dejando huellas de botas que se llenaban rápidamente de agua. De vez en cuando alguien se detenía para examinar algo. Uno de los buscadores llevaba una lámpara. Ellas también tuvieron en el pasado una buena lámpara, cuando vivía su padre. Su madre se quejaba de eso a menudo. No tenía la visión nocturna de su hija. A veces tropezaba en la oscuridad y solía pasar por alto objetos que tenía cerca.

Como de costumbre, se separaron. La niña recorrió la playa hacia el Norte, mientras su madre hacía lo mismo hacia el Sur.

—Vuelve al amanecer —le ordenó—. Tienes que limpiar la casa. Después del amanecer ya no queda nada.

La niña asintió y empezó apresuradamente la búsqueda.

Aquella noche los hallazgos fueron pobres. La niña anduvo largo rato siguiendo la línea del agua, con los ojos fijos en el suelo, siempre buscando. Le gustaba encontrar cosas. Si volvía a casa con una viruta de metal, o quizá con un colmillo de escila tan largo como su brazo, curvo, amarillo, terrible, su madre sonreiría y le diría que era una buena chica. Algo que no sucedía a menudo. La mayor parte de las veces la regañaba por ser tan soñadora y por hacer preguntas estúpidas.

Cuando la tenue luz previa al amanecer empezó a imponerse a las estrellas, sólo tenía en los bolsillos dos lechosos fragmentos de cristal marino y una almeja. Era una almeja de buen tamaño, tan grande como su mano, con una concha dura y guijarrosa que indicaba que era de las mejores, con carne negra y mantecosa. Pero sólo había encontrado una. El resto de lo que había traído la marea era inservible.

La niña estaba a punto de volver, como había ordenado su madre, cuando vio el brillo del metal en el cielo. Fue un repentino destello de plata, como si acabara de nacer una nueva estrella que eclipsara a las otras.

Estaba más al Norte, sobre el mar. Siguió mirando y, poco después, volvió a ver el destello. Sabía lo que era: un alado había captado los primeros rayos del sol naciente antes de que llegaran al resto del mundo.

La niña quería seguirle, correr para contemplarle. Le gustaba contemplar el vuelo de los pájaros, el de las avecillas de la lluvia y el de los halcones o los milanos; y los alados, con sus grandes alas de plata, eran mejores que cualquier ave. Pero ya estaba amaneciendo, y su madre le había ordenado que volviera al amanecer.

Echó a correr. Pensaba que, si se daba mucha prisa en ir y volver, tendría tiempo de mirar un rato antes de que su madre se diera cuenta de su ausencia. Así que corrió y corrió, mientras los perezosos dormilones llegaban a la playa para iniciar su búsqueda particular. La almeja le brincaba en el bolsillo.

El cielo del Este estaba teñido de naranja claro cuando llegó a la zona del alado, una ancha franja de playa arenosa donde solían aterrizar, a la sombra del alto acantilado desde el que se lanzaban. A la niña le gustaba trepar por el acantilado y mirar desde allí, con el pelo azotado por el viento y las pequeñas piernas meciéndose en el borde, rodeada por el cielo. Pero hoy no tenía tiempo. Si no volvía pronto, su madre se enfadaría.

De todos modos, había llegado tarde. El alado ya estaba aterrizando. Hizo una última y elegante pasada sobre la arena con las alas extendidas, a diez metros por encima de ella. Se quedó mirándole, con los ojos abiertos de par en par. Entonces, sobre el agua, el alado se inclinó. Levantó un ala, bajó la otra y describió un amplio círculo. Luego se enderezó y se acercó a la playa en un elegante descenso, sin apenas rozar la arena.

Había otras personas en la playa: un joven y una mujer algo mayor. Se acercaron rápidamente al alado y le ayudaron a detenerse. Después manipularon las alas para poder doblarlas. Las plegaron lenta, cuidadosamente, mientras el alado desataba las tiras que las unían a su cuerpo.

La niña advirtió que era el que le gustaba. Sabía que existían muchos alados. Había visto bastantes e incluso era capaz de reconocer a algunos, pero sólo tres de ellos acudían con frecuencia, los tres que vivían en la propia isla. La niña imaginaba que debían de residir a gran altura, en los acantilados, en casas que se asemejaban a los nidos de los pájaros, pero con muros de valiosísimo metal plateado. Uno de los tres era una mujer de aspecto severo, pelo gris y rostro amargado. El segundo era casi un niño, moreno y dolorosamente guapo, con voz agradable; éste le caía mejor. Pero su favorito era el hombre de la playa, tan alto, delgado y ancho de hombros como lo había sido su padre. Bien afeitado, con ojos marrones y pelo rizado color rojo castaño. Sonreía a menudo, y también volaba más que los otros.

—Tú —dijo el alado.

La niña levantó los ojos aterrorizada. Él sonrió.

—No tengas miedo —la tranquilizó—. No voy a hacerte daño.

La niña se adelantó un paso. Solía contemplar a menudo a los alados pero, hasta entonces, ninguno había reparado en ella.

—¿Quién es? —preguntó el alado a su ayudante, que le sostenía las alas plegadas.

El joven se encogió de hombros.

—Alguna buscadora de moluscos, no lo sé. La he visto otras veces por aquí. ¿Quiere que la eche?

—No —contestó el hombre, volvió a sonreírle—. ¿Por qué tienes miedo? —preguntó—. No pasa nada. No me importa que vengas, pequeña.

—Mi madre me dice que no moleste a los alados —respondió la niña.

El hombre se echó a reír.

—Ah, bueno —dijo—. Pero a mí no me molestas. Quizá cuando seas mayor ayudes a los alados, como estos amigos. ¿Te gustaría?

La niña sacudió la cabeza.

—No.

—¿No? —el alado se encogió de hombros, sin perder la sonrisa—. Entonces, ¿qué te gustaría hacer? ¿Volar?

La niña consiguió asentir tímidamente.

La mujer dejó escapar una risita que el alado cortó con una mirada gélida. Se adelantó hasta la niña y la tomó por la mano.

—Bueno —dijo—, ya sabes que, si quieres volar, tendrás que practicar mucho. ¿Te gustaría practicar?

—Sí.

—Por ahora eres un poco pequeña para las alas —dijo el hombre—. Ven.

La cogió con manos fuertes y la sentó sobre sus hombros. Las piernas de la niña le quedaban sobre el pecho, y sus manecitas se le agarraban inseguras en el pelo.

—No —dijo—. Si quieres volar, no puedes agarrarte. Los brazos tienen que ser como alas. ¿Puedes extender los brazos?

—Sí —aseguró la niña.

Los abrió como si fueran un par de alas.

—Se te cansarán —advirtió el alado—, pero no puedes bajarlos. Si quieres volar, no. Un alado necesita tener brazos fuertes, incansables.

—Soy fuerte —aseguró la niña.

—Bien. ¿Estás preparada para volar?

—Sí.

Empezó a sacudir los brazos.

—No, no, no —la interrumpió—. No aletees. No somos como los pájaros, ya lo sabes. Creí que nos habías estado observando.

La niña intentó recordar.

—Milanos —dijo repentinamente—. Sois como milanos.

—A veces —asintió el alado complacido—. Y como halcones y otras aves planeadoras. Lo que hacemos no es volar de verdad. Planeamos, como las cometas. Cabalgamos sobre el viento. Así que no tienes que aletear; tienes que mantener los brazos rígidos, sentir el viento. ¿Sientes el viento?

—Sí.

Era una brisa cálida que traía el penetrante olor del mar.

—Muy bien. Cáptalo con los brazos, deja que te impulse.

La niña cerró los ojos e intentó sentir el viento en los brazos.

Y empezó a moverse.

El alado trotaba por la arena, como llevado por el viento. Cuando éste sopló en otra dirección, él cambió también de rumbo. La niña mantuvo los brazos rígidos mientras el viento parecía hacerse cada vez más fuerte, y ahora el alado corría, y ella saltaba sobre sus hombros, cada vez más de prisa.

—¡Me llevas hacia el agua! —avisó el hombre—. ¡Gira! ¡Gira!

Y ella inclinó las alas como les había visto hacer tan a menudo. El alado giró hacia la derecha, corrió en círculo hasta que la niña volvió a enderezar los brazos, y volvieron por el camino que acababan de recorrer.

Él corrió y corrió, y ella voló, hasta que los dos se quedaron sin aliento entre risas.

Por fin, el alado se detuvo.

—Basta —dijo—, no se puede abusar en los primeros vuelos.

La levantó de sus hombros y la dejó en la arena. Sonreía.

—Ha estado muy bien —añadió.

A la niña le dolían los brazos de tenerlos tanto tiempo extendidos. Estaba terriblemente emocionada, aunque sabía que en casa le aguardaba una buena azotaina. El sol estaba muy alto en el horizonte.

—Gracias —dijo, aún sin aliento por el vuelo.

—Me llamo Russ —contestó el hombre—. Si quieres volar más, ven a verme de vez en cuando. No tengo ningún pequeño alado propio.

La niña asintió rápidamente.

—¿Y tú? —preguntó Russ, sacudiéndose la arena de la ropa—. ¿Quién eres?

—Maris —respondió ella.

—Bonito nombre —dijo amablemente el alado—. Bueno, Maris, tengo que marcharme. Espero que volemos en otra ocasión, ¿eh?

Sonrió, le dio la espalda y echó a andar playa abajo. Los dos ayudantes se reunieron con él. Uno de ellos llevaba las alas plegadas. Mientras se alejaban, empezaron a charlar, y el sonido de sus risas llegó hasta Maris.

De pronto echó a correr tras él, levantando la arena con los pies, intentando igualar sus largas zancadas.

La oyó acercarse y se volvió.

—¿Sí?

—Toma —dijo ella.

Rebuscó en el bolsillo y le tendió la almeja.

La sorpresa que se reflejó en el rostro del alado dejó paso rápidamente a una cálida sonrisa. Aceptó la almeja con toda seriedad.

La niña le rodeó con los brazos y le estrechó con intensidad salvaje. Luego se marchó. Corría con los brazos extendidos. Tan de prisa que casi parecía volar.