Epílogo

La anciana despertó cuando se abrió la puerta de su habitación, que olía a enfermedad. También había otros olores. El olor del agua salada, el del humo, el del musgo marino y el del té con especias que se había quedado frío junto a la cama. Pero por encima de todos, destacaba el de la enfermedad, cubriéndolo todo, empalagoso, haciendo que la habitación tuviera una atmósfera cargada y cerrada.

En el umbral había una mujer con un cirio humeante en la mano. La anciana alcanzó a ver la luz, un cambiante borrón amarillo, y la figura que lo sostenía. También vio la otra figura, al lado de la primera, aunque no pudo distinguir las caras. Ya no veía como antes. Cada vez que se despertaba, las sienes le latían dolorosamente. Era algo que llevaba muchos años sucediéndole. Se llevó a la frente una mano blanca, surcada de venas azules.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

—Odera —respondió la mujer del cirio. La anciana reconoció la voz de la curandera—. Te he traído al que pediste. ¿Te encuentras bien para recibirle?

—Sí —dijo la anciana—. Sí. —Hizo un esfuerzo para incorporarse—. Acércate más, quiero verte.

—Puedo quedarme si quieres —ofreció Odera—. ¿Me necesitas?

—No. Ya no hay cura para mí. Me basta con él.

Odera asintió. La anciana reconoció el gesto, aunque el rostro de la curandera no era más que un borrón nebuloso. Encendió las lámparas de aceite con el cirio y cerró la puerta detrás de ella.

El otro visitante acercó una silla con respaldo y se sentó al lado del lecho, donde la anciana podía verle. Era joven, casi un niño, de no más de veinte años, imberbe y con unas briznas de pelo rubio sobre el labio superior que intentaban pasar por un bigote. Tenía el cabello muy claro y ensortijado, y las cejas resultaban casi invisibles. Pero llevaba un instrumento, una especie de guitarra cuadrada de cuatro cuerdas. Empezó a tocarla nada más sentarse.

—Supongo que quieres que toque para ti. ¿Alguna canción en especial?

Tenía una voz agradable, bien timbrada, con apenas rastro de acento.

—Estás muy lejos de tu casa —dijo la anciana.

El joven sonrió.

—¿Cómo lo sabes?

—Por tu voz. Hace muchos años que no oigo una voz como la tuya. Eres de las Islas Exteriores, ¿verdad?

—Sí. Mi hogar está cerca de un lugar situado en el fin del mundo. Lo más probable es que ni siquiera hayas oído hablar de él. Se llama Martillo de Tormentas, la más exterior de las Islas Exteriores.

—¡Ah!, claro que lo recuerdo. La Atalaya Este y las ruinas de la que la precedió. Esa bebida amarga que preparáis con raíces. Vuestro Señor de la Tierra insistió en que la probara, y se rió mucho de la cara que puse cuando la tomé. Era un enano. Jamás conocí a un hombre tan feo. Ni tan astuto.

El bardo pareció sorprendido.

—Murió hace treinta años, pero tienes razón. He oído las leyendas. ¿Has estado allí?

—Tres o cuatro veces —dijo la anciana, saboreando la reacción del joven—. Hace muchos años, antes incluso de que tú nacieras. Fui una alada.

—¡Ah, claro! Debí haberlo supuesto. En Colmillo de Mar abundan los alados, ¿verdad?

—No exactamente. Ésta es la academia Alas de Madera, y la mayoría de los que viven aquí son soñadores que todavía tienen que ganarse las alas, o maestros que hace tiempo que perdieron las suyas. Yo era maestra hasta que enfermé. Ahora sólo puedo quedarme aquí, tumbada, para perderme en los recuerdos.

El bardo rasgueó las cuerdas del instrumento, provocando un alegre repiqueteo de sonido que se desvaneció rápidamente en el silencio de la habitación.

—¿Qué quieres oír? Hay una canción nueva que está causando furor en Ciudad Tormenta. —Inclinó la cabeza—. Es un poco atrevida, quizá no te guste.

La anciana se echó a reír.

—¡Oh!, podría ser que sí, podría ser que sí. Algunas de las cosas que recuerdo te sorprenderían. Pero no te he hecho llamar para que cantes.

El joven la miró con grandes ojos verdes.

—¿Cómo? —dijo, intrigado—. Pero si me dijeron… Estaba en una posada de Ciudad Tormenta, acababa de llegar. Del Archipiélago Oriental, en barco, hace cuatro días. Y entonces llegó ese chico diciendo que en Colmillo de Mar necesitaban un bardo.

—Y viniste. Dejaste la posada. ¿Porqué, no te iba bien allí?

—No iba mal. Claro que, nunca había estado en las Shotans, y los clientes no eran sordos ni tacaños, pero…

Se interrumpió bruscamente, con el miedo pintado en el rostro.

—Pero viniste de todos modos, porque te dijeron que una anciana moribunda pedía un bardo.

El joven no dijo nada.

—No te sientas culpable, no me has descubierto ningún secreto. Sé que me estoy muriendo. Odera y yo somos sinceras la una con la otra. Debería haber muerto hace años. La cabeza me duele constantemente, me temo que voy a quedarme ciega, y parece que he sobrevivido a medio mundo. ¡Oh!, no me malinterpretes. No quiero morir. Pero tampoco me gusta abandonar el mundo de esta manera. Detesto el dolor y esta sensación de estar indefensa. La muerte me asusta, pero por lo menos me librará del olor de esta habitación. —Vio la expresión del joven y le sonrió amablemente—. No tienes que fingir que no hueles nada. Sé que está aquí. El olor a enfermedad —suspiró—. Prefiero otros aromas más saludables: los de las especias, el del agua salada, hasta el del sudor. El del viento. El de la tormenta. Todavía recuerdo perfectamente el olor que flotaba en el aire después de un relámpago.

—Puedo cantarte alguna canción —dijo el bardo cautelosamente—. Canciones alegres que te levanten el ánimo. Canciones divertidas, e incluso melancólicas, si es eso lo que prefieres. Harán que el dolor sea más llevadero.

—El kivas hace que el dolor sea más llevadero. Odera lo prepara muy cargado, y a veces lo mezcla con dulce canción y con otras hierbas. También me da tesis para dormir. Si he pedido que vengas, no es para calmar los dolores.

—Ya sé que soy joven —insistió el bardo—, pero lo hago bien. Deja que te lo demuestre.

—No —sonrió la anciana—. Estoy segura de que lo haces bien, de verdad. Aunque probablemente, no podría apreciar tu talento. Tal vez estoy perdiendo también oído, o quizá sean cosas de la edad, pero en los últimos diez años no he oído a un solo bardo que me pareciera tan bueno como los que recuerdo de mis tiempos. Y he escuchado a los mejores. Jared de Geer tocó para mí, igual que el vagabundo Gerri Un-Ojo, y Coll. Una vez conocí a un bardo llamado Halland: apuesto a que las canciones que me cantaba eran mucho más atrevidas que cualquiera de las que sepas tú. Y, cuando era joven oí cantar a Barrion. No una, sino muchas veces.

—Lo hago tan bien como cualquiera de ellos —insistió el joven, testarudo.

La anciana suspiró.

—No te enfades —dijo bruscamente—, estoy segura de que cantas muy bien, pero nunca conseguirás que alguien tan viejo como yo lo reconozca.

El bardo acarició nerviosamente el instrumento que sostenía en el regazo.

—Si no quieres una canción en tu lecho de muerte, ¿por qué has hecho venir a un bardo desde Ciudad Tormenta?

—Quiero cantarte algo, pero no puedo tocar, ni entonar la melodía. Más bien, la recitaré.

El bardo dejó a un lado la guitarra y se cruzó de brazos, disponiéndose a escuchar.

—Extraña petición. Pero, mucho antes de ser un buen bardo, ya era un buen oyente. Por cierto, me llamo Daren.

—Bien, Daren, me alegro de conocerte. Me gustaría que me hubieras visto cuando era un poco más fuerte. Ahora, escucha con atención. Quiero que aprendas todas las estrofas y que, cuando muera, cantes esta canción en tus viajes. Si te parece que lo vale, claro. Pero creo que te gustará.

—Ya conozco casi todas las buenas canciones.

—Ésta, no.

—¿La compusiste tú?

—No, no. Fue una especie de regalo que me hicieron. Un regalo de despedida. Mi hermano me la cantó cuando estaba moribundo, y me obligó a aprenderme la letra. Sufría grandes dolores, para él la muerte fue una bendición. Pero no pudo morir hasta que no cumplí su deseo y me aprendí de memoria la letra. La aprendí muy de prisa, a gritos. Y, luego murió. Fue en un pueblecito de Pequeño Shotan, hace menos de diez años. Así que ya puedes entender que esta canción es muy importante para mí. Escúchame, por favor.

Y empezó a cantar.

La voz de la anciana era vieja y cascada, dolorosamente débil. En el intento de cantar, la estaba forzando hasta los límites y, de vez en cuando, tosía y jadeaba. Sabía que nunca había tenido sentido del ritmo, y que llevaba la melodía tan mal como lo había hecho en su juventud. Pero se sabía la letra. Una letra triste, pensada para una melodía simple, cálida y melancólica.

La canción hablaba de la muerte de una famosa alada. Decía que, cuando envejeció y se acortó el número de sus días, encontró unas alas y las robó, como había hecho en su legendaria juventud. Se las puso y echó a correr. Todos sus amigos corrieron tras ella, gritándole que se detuviera, que diera media vuelta, porque era vieja y estaba débil, y hacía años que no volaba, y tenía la mente tan nublada que había olvidado desplegar las alas. Pero ella no les escuchó. Llegó al risco antes de que pudieran detenerla y se zambulló en el vacío, cayendo. Sus amigos gritaron y se taparon los ojos para no ver cómo se estrellaba contra el mar. Pero, en el último momento, las alas se desplegaron de repente, y quedaron tensas y plateadas sobre sus hombros. Y el viento la captó, y la elevó, y sus amigos la oyeron reír desde donde estaban. Voló en círculos sobre ellos, con el cabello agitándose al viento y las alas tan ligeras como la esperanza. Y sus amigos vieron que volvía a ser joven. Agitó una mano en gesto de despedida y voló hacia el oeste, desapareciendo contra el sol del poniente. Nunca volvieron a verla.

Cuando la anciana terminó de cantar la canción, la habitación quedó en silencio. El bardo se mecía adelante y atrás en la silla, mirando la vacilante llama de la lámpara de aceite con ojos pensativos, perdidos en la distancia.

Finalmente, la mujer carraspeó, irritada.

—¿Y bien?

—¡Oh! —El bardo sonrió y se incorporó en la silla—. Lo siento. Es una canción muy hermosa, estaba pensando cómo sonaría con un poco de música.

—Y con una voz que la cantara, claro. Una que no tiemble ni suene tan forzada. —Asintió—. Pues quedaría muy bien, claro que sí. ¿Has memorizado la letra?

—Sí, claro. ¿Quieres que te la cante?

—Por supuesto, tengo que asegurarme.

El bardo sonrió y cogió su instrumento.

—Sabía que, al final, cantaría —dijo complacido.

Tocó las cuerdas. Sus dedos se movieron con engañosa lentitud, y la habitación se llenó de melancolía. Y le tocó su canción, con voz fuerte, dulce y vibrante.

Cuando terminó, ella sonreía.

—¿Bien?

—No seas presuntuoso, has captado toda la letra.

—¿Y mi canción?

—Buena —admitió la anciana—. Muy buena. Y mejorarás.

Con eso se dio por satisfecho.

—Ya veo que no exagerabas. Desde luego, sabes reconocer a un buen bardo. —Se sonrieron mutuamente—. Es raro que no haya oído antes esta canción. Creo que he cantado todas las que se han compuesto sobre ella, pero no ésta. No sabía que Maris hubiera muerto así.

Los ojos verdes del joven estaban fijos en ella, y la luz daba a su rostro un brillo grave y pensativo.

—No seas tan retorcido. Sabes de sobra que soy yo. Y que no he muerto, ni de esta manera ni de ninguna otra. Todavía no. Pero sí pronto, muy pronto.

—¿De verdad robarás unas alas y saltarás desde un risco?

La anciana suspiró.

—Eso sería desperdiciar un par de alas. No espero poder hacer la Caída del Cuervo, a mi edad ya no. Pero siempre lo he deseado. La he visto hacer una docena de veces en mi vida. La última vez, un montante no encajó en su sitio, y la alada que lo intentaba murió. Yo nunca lo intenté. Pero lo he soñado muchas veces, Daren. Sí, lo he soñado. Es lo único que he deseado sin conseguirlo. No está mal para una anciana que ha vivido tanto como yo.

—No está mal.

—En cuanto a mi muerte… Bueno, espero morir aquí, en esta cama, en un futuro no muy lejano. Quizá haga que me saquen al exterior para ver un último atardecer. O quizá no. Veo tan mal que tampoco podría apreciarlo. —Chasqueó la lengua—. Cuando muera, un alado atará mi cuerpo a un arnés y tratará de mantenerse en el aire con mi peso añadido al suyo. Me arrojará al mar, y habré tenido un entierro de alado. ¿Por qué? No lo sé. Un cadáver no vuela. Cuando lo sueltan, cae como una piedra, y se hunde, o es devorado por las escilas. No tiene sentido, pero es la tradición de los alados —suspiró—. Val Un-Ala tuvo una buena idea. Está enterrado aquí, en Colmillo de Mar, en una enorme tumba de piedra con su estatua encima. Él mismo la diseñó. De todos modos, nunca pude dejar de lado la tradición, como hacía Val.

El bardo asintió.

—Entonces, prefieres que te recuerden por esta canción en vez de por tu verdadera muerte, ¿no?

Le miró, enfadada.

—Creí que eras un bardo —dijo, apartando la vista—. Un auténtico bardo lo comprendería. Esta canción cuenta mi verdadera muerte. Coll lo sabía cuando la compuso para mí.

El joven titubeó.

—Pero…

La puerta de la habitación se abrió de nuevo y Odera, la curandera, volvió a aparecer en el umbral, con el cirio en una mano y un vaso en la otra.

—Ya basta de cantos, vas a cansarte. Es la hora de tu poción para dormir.

—Sí —asintió la anciana—, cada vez me duele más la cabeza. No te caigas nunca de un risco desde treinta metros de altura, Daren. Y, si lo haces, no aterrices de cabeza. —Tomó la tesis de manos de Odera y se la bebió de un trago—. Asquerosa. Podrías ponerle algo para darle buen sabor.

Odera acompañó a Daren hasta la puerta. El joven bardo se detuvo antes de salir.

—En cuanto a la canción… La cantaré. Y también la cantarán otros. Pero no empezaré hasta que… Ya sabes, hasta que me entere.

La anciana asintió, mientras la somnolencia se apoderaba de sus miembros. La tesis provocaba una ligera parálisis progresiva y temporal.

—Sí, será lo más apropiado.

—¿Cómo se titula la canción?

El último Vuelo —le dijo, sonriendo.

Su último vuelo, claro. Y también la última canción de Coll. Eso también sería apropiado.

El último Vuelo —repitió el bardo—. Lo entiendo, Maris. Al menos, creo que lo entiendo. La canción es verdad, ¿no?

—Es verdad —convino ella.

Pero el joven no estaba seguro de haberla oído. Su voz era débil, y Odera le estaba arrastrando hacia fuera mientras cerraba la puerta tras ellos. Poco tiempo después, la curandera volvió para apagar las lámparas de aceite. Se quedó sola unos momentos en la pequeña y oscura habitación que olía a enfermedad, bajo la antigua piedra empapada en sangre de la academia Alas de Madera.

Maris descubrió que, a pesar de la tesis, no podía dormir. Una especie de emoción se había apoderado de ella, una sensación vertiginosa, atolondrada, algo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo.

Por encima de ella, en algún lugar, creyó oír el inicio de una tormenta y el sonido de la lluvia tamborileando sobre la piedra. La fortaleza era sólida, y sabía que no se hundiría. Pero, de alguna manera, sintió que aquella noche podría ser la noche en que, por fin, tras tantos años, iría a ver a su padre.