Envejeció en menos de un minuto.
Cuando Maris se alejó del Señor de la Tierra de Thayos, todavía era joven. Salió por el camino subterráneo que llevaba desde su aislada fortaleza hasta el mar. Era un túnel húmedo y triste que atravesaba la montaña. Caminó con paso ligero, un cirio en la mano y las alas plegadas a la espalda, acompañada por el eco y el lento gotear del agua. El suelo del túnel estaba prácticamente anegado por los charcos, y el agua empapaba las botas de la alada. Maris estaba ansiosa por llegar al exterior.
Hasta que no salió al crepúsculo, al otro lado de la montaña, Maris no vio el cielo. Estaba teñido de un color púrpura oscuro y amenazador, de un violeta tan lúgubre que era casi negro. El color de un mal golpe, lleno de sangre y dolor. El viento era frío y caótico. Maris podía saborear la ira que iba a desencadenarse, podía verla en las nubes. Se detuvo al pie de los gastados escalones que llevaban hasta el acantilado y, por un momento consideró la posibilidad de dar media vuelta, pasar la noche en el refugio y posponer el vuelo hasta el amanecer.
Se cansaba con sólo pensar en el largo camino de vuelta por el túnel. Y, además, no le gustaba aquel lugar. Thayos le parecía una tierra oscura y amarga, su Señor era un hombre demasiado rudo que apenas disimulaba su brutalidad bajo la capa de cortesía que requería el trato entre un Señor de la Tierra y un alado. El mensaje que le había encomendado llevar pesaba mucho sobre Maris. Las palabras eran furiosas, codiciosas, llenas de amenaza de guerra. Maris ansiaba poder entregarlo y olvidarlo para librarse del peso lo antes posible.
Así que apagó el cirio y subió ágilmente la escalera a zancadas largas e impacientes. Tenía arrugas en el rostro y hebras grises en el pelo, pero seguía siendo tan rápida y vigorosa como al cumplir veinte años.
Los escalones terminaban en una amplia plataforma de piedra que se alzaba sobre el mar. Maris desplegó las alas. Éstas captaron el viento y la hicieron balancearse mientras terminaba de colocar los montantes en sus sitios. El tenebroso color púrpura de la tormenta daba un tono oscuro al metal plateado, y los rayos del sol poniente lo surcaban de luminosas vetas rojizas, semejantes a heridas frescas que todavía rezumaban sangre. Maris se apresuró. Quería adelantarse a la tormenta y utilizar los primeros vientos para ganar velocidad. Se ajustó las correas, comprobó por última vez las alas y asió con las manos los familiares agarraderos. Con dos pasos rápidos, se lanzó del risco, igual que había hecho antes en incontables ocasiones. El viento era su antiguo y verdadero amante. Se ciñó a su abrazo y voló.
Vio un relámpago en el horizonte y un rayo bifurcado en tres ramales en el cielo del Este. Luego el viento la trató con delicadeza, haciendo que descendiera, aminorando la velocidad, haciéndola virar en busca de una corriente más fuerte. Hasta que la tormenta la golpeó tan repentinamente como el restallar de un látigo. El viento sopló procedente de la nada, con fuerza terrible. Y, mientras luchaba por remontarse con él, cambió de dirección. Luego lo hizo una segunda vez, y una tercera. La lluvia le azotaba el rostro, el relámpago la cegaba y un sonido furioso empezó a golpearle en los oídos.
La tormenta la echó hacia atrás antes de voltearla como si fuera un juguete. Maris no tenía más opciones ni oportunidades que una hoja de árbol en medio de un huracán. El viento la abofeteó, la arrastró de un lado a otro, hasta que estuvo mareada y confundida. Entonces se dio cuenta de que caía. Miró por encima del hombro y se dio cuenta de que la montaña se precipitaba hacia ella, toda pared de piedra, lisa y húmeda. Intentó alejarse, pero sólo consiguió dar media vuelta y enfrentarse de cara al fiero abrazo del viento. El ala izquierda barrió la roca y se destrozó contra ella. Maris gritó y cayó de lado, con un ala inútil. La lluvia la cegaba. La tormenta la tenía entre sus fauces asesinas y, con un último resto de consciencia, Maris comprendió que aquello era la muerte.
El mar la cogió, la rompió y la rechazó. La encontraron a última hora del día siguiente, destrozada e inconsciente, pero todavía viva, en una playa rocosa, a tres kilómetros de la plataforma de los alados de Thayos.
Cuando Maris despertó, días más tarde, era una anciana.
Apenas estuvo poco más que semiinconsciente durante la primera semana, y recordaba muy poco de lo que pasó después. Dolor cuando se movía y cuando estaba quieta. Dormir y despertar. Pasó casi todo el tiempo durmiendo, y los sueños le parecían tan reales como el constante dolor. Caminaba por largos túneles subterráneos, caminaba hasta que las piernas le dolían horriblemente, sin encontrar nunca los escalones que la llevarían al cielo. Caía eternamente en aire quieto, inútiles su fuerza y su pericia en un cielo sin vientos. Se presentaba ante un Consejo compuesto por centenares de miembros, pero cuando hablaba lo hacía con palabras confusas e inaudibles, y nadie le prestaba atención. Hacía calor, un calor espantoso, y no podía moverse. Alguien le había quitado las alas y la había atado de pies y manos. Se esforzaba en moverse, en hablar. Tenía que volar hacia alguna parte con un mensaje urgente. Estaba inmovilizada, muda, y no sabía si lo que tenía en las mejillas eran lágrimas o gotas de lluvia. Alguien le secó el rostro y la obligó a beber un líquido espeso y amargo.
En algún momento, Maris comprendió que estaba tendida en una gran cama, cerca de una chimenea en la que siempre brillaba un fuego resplandeciente, y que la cubrían pesadas capas de pieles y mantas. Sentía calor, un calor terrible, y se esforzaba en apartar las mantas sin conseguirlo.
Parecía haber gente entrando y saliendo de la habitación. Pudo reconocer algunas figuras, eran amigos suyos, pero no le hacían caso cuando rogaba que le apartaran las mantas. No la oían, pero a menudo se sentaban a los pies de la cama y le hablaban. Hablaban de cosas ocurridas mucho tiempo atrás como si fueran del presente. Aquello la confundía, pero lo cierto era que todo le parecía confuso. Y le alegraba tener cerca a sus amigos.
Y apareció Coll, entonando sus canciones, y con él vino Barrion. Barrion, el de la sonrisa fácil y la voz profunda y sonora. La anciana y tullida Sena se sentaba al borde de la cama sin decir palabra. Cuervo apareció una vez, vestido de negro, con un aspecto tan audaz y hermoso que el corazón de Maris volvió a estremecerse de silencioso amor por él. Garth le trajo kivas cálido y humeante, y le contó chistes hasta que Maris se rió y olvidó beber. Val Un-Ala observaba desde el umbral, con el rostro tan inexpresivo como siempre. S’Rella, su querida amiga, acudía a menudo, y hablaban de los viejos tiempos. Y Dorrel, su primer amor, que seguía siendo uno de sus mejores amigos, venía una y otra vez. Su presencia era un consuelo constante para el dolor y la confusión. También aparecieron otros: antiguos amantes a los que nunca creyó volver a ver acudían ante ella para hablarle, suplicarle, acusarla y acabar desapareciendo, dejando sin respuesta todas las preguntas de Maris. También apareció el gordo y rubio T’mar, trayendo presentes que había tallado en piedra, y Halland el bardo, fuerte, de barba negra, con el mismo aspecto que tenía cuando vivieron juntos en Amberly Menor. Entonces recordó que Halland se había perdido en el océano, y las lágrimas le empañaron la visión.
También tuvo otro visitante, un hombre que a Maris le resultaba desconocido y que, sin embargo, no lo era. Recordaba el tacto de aquellas manos firmes y gentiles, y el sonido de la voz casi musical cuando pronunciaba su nombre. A diferencia de los demás visitantes, éste se acercaba a ella, le levantaba la cabeza y la alimentaba con gachas de leche caliente, infusiones de té y una poción espesa y amarga que la hacía dormir. No recordaba cuándo ni dónde le había conocido, pero se alegraba de verle. Era delgado y pequeño, pero nervudo. La pálida piel se le tensaba sobre los huesos del rostro, moteado por la edad. El fino pelo blanco le nacía desde una frente amplia. Sus ojos, debajo de unas cejas prominentes y rodeados por una intrincada red de arruguillas, eran de un azul brillante. Pero, pese a que venía tan a menudo, y evidentemente la conocía, Maris no conseguía recordar su nombre.
En una ocasión, mientras estaba a su lado y la examinaba, Maris pugnó por salir del sopor y le dijo que tenía mucho calor, le pidió que retirara las mantas.
Él negó con la cabeza.
—Tienes fiebre —dijo—. El cuarto es frío, y estás muy enferma. Necesitas el calor de las mantas.
Sorprendida de que un fantasma respondiera al fin, Maris luchó por sentarse para verle mejor. Su cuerpo respondió con lentitud, y un dolor lacerante se abrió paso por el costado izquierdo.
—Con calma —dijo el hombre, poniéndole los dedos frescos sobre la frente—. No te podrás mover hasta que no se suelden los huesos. Ahora, bebe esto.
Le levantó la cabeza y le puso en los labios el borde delgado y suave de una taza. Maris saboreó la familiar amargura y tragó, obediente. La tensión y el dolor parecieron ceder a medida que volvía a recostar la cabeza en la almohada.
—Duerme, y no te preocupes por nada.
—¿Quién…? —consiguió decir con dificultad.
—Me llamo Evan. Soy curandero. Llevas semanas bajo mis cuidados. Estás recuperándote, pero todavía sigues muy débil. Ahora debes dormir e intentar recuperar fuerzas.
—Semanas.
La palabra le asustaba. Debía de estar muy mal, tener unas heridas terribles, para llevar semanas en casa de un curandero.
—¿D-dónde?
El hombre le puso los delgados y fuertes dedos sobre la boca para silenciarla.
—En Thayos. Y se acabaron las preguntas por ahora. Más tarde, te lo contaré todo, cuando te hayas repuesto un poco. Ahora duerme, deja que tu cuerpo se cure.
Maris dejó de luchar con el sueño que la invadía. Le había dicho que se estaba curando y que debía conservar las fuerzas. Mientras se sumergía en el sueño, deseó no volver a soñar otra vez con la breve pero terrible lucha que sostuvo contra la tempestad, ni con la espantosa caída en que concluyó.
Más tarde, cuando despertó, el mundo estaba en tinieblas, y sólo quedaban los rescoldos de la hoguera para dar forma a las sombras. En cuanto se agitó ligeramente en la cama, Evan estuvo allí. Removió las brasas para dar nueva vida al fuego, le tocó la frente y se sentó en la cama con gesto de satisfacción.
—La fiebre ha cedido, pero todavía no estás curada del todo. Sé que quieres moverte y que te costará mucho quedarte en la cama, pero tienes que hacerlo. Aún estás muy débil, y tu cuerpo sanará mejor y más de prisa si no abusas de él. Si no te quedas quieta, tendré que darte más tesis.
—¿Tesis?
Su propia voz le sonaba extraña en los oídos. Tosió, intentando aclararse la garganta.
—La bebida amarga que sosiega el cuerpo y la mente para atraer el sueño. Es una poción muy útil, está hecha con hierbas curativas. Pero, si se toma en exceso, puede convertirse en un veneno. Te he dado más de la que sería deseable para que te mantuvieras inmóvil. Las ataduras físicas no habrían servido de nada. Habrías luchado y forcejado para liberarte. No habrían dejado que las partes heridas descansaran y se curaran. Cuando bebes la tesis, te hundes en el sueño tranquilo, curativo e indoloro que necesitas. Pero no quiero darte más. Tendrás dolores, pero creo que podrás soportarlos. Si no puedes, te daré más poción. ¿Lo has comprendido, Maris?
Ella le miró a los luminosos ojos azules.
—Sí —dijo—. Lo he comprendido. Y lo recordaré, procuraré mantenerme inmóvil.
El curandero sonrió, y la sonrisa pareció rejuvenecerle el rostro.
—Yo te lo recordaré. Estás acostumbrada a una vida de actividad y movimiento, a viajar de un sitio a otro constantemente. Pero no puedes ir a ninguna parte a recuperar tus fuerzas. Tienes que esperar a que vuelvan a ti, tumbada aquí todo lo pacientemente que puedas.
Maris empezó a mover la cabeza, poniéndola a prueba mientras notaba un dolor adormecido en todo el lado izquierdo.
—Nunca he sido muy paciente.
—No, pero tengo entendido que estás dotada de una gran fuerza de voluntad. Utiliza esa voluntad para permanecer inmóvil, y te recuperarás.
—Tienes que decirme la verdad —pidió Maris.
Le miró a la cara, intentando leer en ella la respuesta. Sentía que el miedo le recorría el cuerpo como un frío veneno. Añoraba la fuerza necesaria para sentarse, para mirarse los brazos y las piernas.
—Te diré lo que sé —concedió Evan.
Maris advirtió que el miedo le atenazaba la garganta, y apenas pudo hablar. Las palabras acudieron en un susurro.
—¿E-estoy muy mal?
Cerró los ojos. Ahora tenía miedo de leer la respuesta en su rostro.
—Estabas terriblemente lesionada, pero viva. —Le tocó la mejilla para obligarla a abrir los ojos—. Te rompiste las dos piernas en la caída, la izquierda por cuatro sitios. Las entablillé, y parecen estar soldando bien. No tan rápidamente como lo harían si fueras más joven, pero creo que volverás a caminar sin cojera alguna. El brazo izquierdo estaba destrozado, y las astillas asomaban a través de la carne. Pensé que tendría que amputarlo, pero no fue necesario. —Le presionó los dedos contra los labios, como si fuera un beso, y luego los retiró—. Te lo limpié con esencia de la flor del fuego y con otras hierbas. Lo tendrás rígido durante mucho tiempo, pero no creo que haya ningún nervio dañado. Así que, con tiempo y ejercicio, volverá a ser tan fuerte y útil como antes. En la caída te rompiste también dos costillas, y te golpeaste la cabeza contra las rocas. Estuviste inconsciente tres días mientras te cuidaba. No sabía si llegarías a despertar.
—Sólo tres miembros rotos. No fue tan mal aterrizaje, después de todo. —Frunció el ceño—. El mensaje…
Evan asintió con la cabeza.
—Lo repetías una y otra vez en el delirio, como si fuera un cántico, decidida a entregarlo. Pero no te preocupes. El Señor de la Tierra fue informado del accidente, y ya ha enviado el mismo mensaje al Señor de Thrane con otro alado.
—Naturalmente —murmuró Maris.
Sintió que se le quitaba de encima un peso que ni siquiera sabía que tenía.
—Un mensaje tan urgente —dijo Evan con amargura en la voz—, no podía esperar a que el tiempo fuera más adecuado para el vuelo. Te envió a la tormenta, al desastre. Pudo ser tu muerte. Aún no se ha declarado la guerra, pero ya empieza a cobrarse vidas humanas.
Su amargura incomodaba a Maris más que el que hablase de la guerra. Esto último sólo la intrigaba.
—Evan —dijo con gentileza—, el alado elige cuándo tiene que volar. El Señor de la Tierra no tiene poder sobre nosotros, haya o no haya guerra. Fueron mis deseos de salir de tu desolada isla los que me hicieron salir pese al mal tiempo.
—Y, ahora, mi desolada isla es tu hogar por un tiempo.
—¿Por cuánto tiempo? ¿Cuánto falta para que pueda volver a volar?
El curandero la miró sin decir palabra.
Y, de pronto, a Maris se le ocurrió lo peor.
—¡Mis alas! —gritó, intentando incorporarse—. ¿Se han perdido?
Rápidamente, Evan le puso las manos en los hombros.
—¡Quédate quieta!
Los ojos azules le relampagueaban.
—Lo olvidé —susurró Maris—. Me quedaré quieta. —El cuerpo le latía dolorosamente a causa del esfuerzo—. Por favor… ¿Mis alas?
—Las tengo aquí —dijo Evan agitando la cabeza—. Alados. Debí suponerlo. Ya he curado a otros. Tenía que haberlas colgado sobre la cama para que fueran lo primero que vieses. El Señor de la Tierra quería llevárselas para arreglarlas, pero yo insistí en que me las dejara. Te las traeré para que las veas.
Desapareció en la habitación contigua y volvió a los pocos minutos, con las alas en los brazos.
Estaban rotas, hechas un amasijo de metal, y mal dobladas. El tejido metálico de las alas era prácticamente indestructible, pero los montantes de sujeción eran de metal corriente. Maris vio que varios estaban astillados y el resto doblados, grotescamente retorcidos. El brillante tejido plateado estaba sucio por varios sitios. En las inseguras manos de Evan, parecían una ruina sin esperanza.
Pero Maris sabía que no. No se habían perdido en el mar. Podría reconstruirlas. Su corazón dejó escapar un suspiro de alivio. Para ella, significaban la vida. Volvería a volar.
—Gracias —dijo, intentando no llorar.
Evan colgó las alas en la pared situada frente al pie de la cama, donde Maris podía verlas sin moverse. A continuación, se dirigió a ella.
—Costará más tiempo y trabajo reparar tu cuerpo que las alas. Mucho más de lo que quisieras. No será cosa de semanas. Más bien de meses, de muchos meses, y ni siquiera así puedo prometerte nada. Tenías los huesos destrozados y los músculos desgarrados. A tu edad, no es probable que recuperes todo el vigor que tenías antes. Volverás a caminar, pero volar…
—Volaré. Las piernas, las costillas y el brazo sanarán —dijo Maris con tranquilidad.
—Sí, con el tiempo, espero que sanen. Pero puede que eso no sea suficiente. —Se acercó a ella, y Maris vio la preocupación reflejada en su rostro—. La lesión de la cabeza… Puedes haber perdido visión, o sentido del equilibrio.
—¡Cállate! —gritó Maris—. Por favor…
Las lágrimas afloraron a sus ojos.
—Todavía es demasiado pronto para saberlo. Lo siento. —El curandero le acarició las mejillas y se las secó—. Necesitas descanso y esperanza, no preocupaciones. Necesitas tiempo para recuperar las fuerzas. Volverás a ponerte las alas, pero no antes de que estés preparada, no antes de que yo diga que estás preparada.
—Un curandero atado a la tierra enseñando a un alado cuándo debe volar —dijo Maris con ceño burlón.
Aunque podría lamentarlo, una temporada de inactividad forzosa no era algo que Maris disfrutase. A medida que transcurrían los días, empezó a pasar más tiempo despierta, y a reposar cada vez menos. Evan pasaba a su lado la mayor parte del día, obligándola a comer, recordándole que permaneciera inmóvil. Y hablándole, siempre hablándole, para dar a su mente inquieta algo con lo que ejercitarse a pesar de que tuviera que mantener el cuerpo inmóvil.
Y Evan resultó ser un narrador muy dotado. Más que un participante, se consideraba a sí mismo un observador de la vida. Se distanciaba de las cosas sin dejar de contemplarlas. Muy a menudo hacía reír a Maris. La obligaba a pensar, e incluso, durante algunos minutos, conseguía que olvidase que estaba atrapada en la cama, con el cuerpo roto.
Al principio le contaba historias de la sociedad de Thayos, con descripciones tan vívidas que casi podía ver a la gente. Pero, al cabo del tiempo, su charla se centró en sí mismo, y le contó su propia vida, como a cambio de las confidencias que ella le hiciera durante el delirio.
Había nacido en los bosques de Thayos, una isla del Norte del Archipiélago Oriental, hacía sesenta años. Sus padres fueron guardabosques.
Había otras familias en el bosque, y otros niños con los que jugar. Pero, desde muy pequeño, Evan prefirió los momentos que pasaba a solas. Le gustaba esconderse entre la maleza para contemplar a los tímidos topos moteados de marrón, localizar los lugares donde crecían las flores más aromáticas y las raíces más sabrosas, sentarse en silencio en un pequeño claro, con un trozo de pan duro, y hacer que los pájaros comieran en su mano.
Cuando Evan contaba dieciséis años, se enamoró de una comadrona itinerante. Jani, la comadrona, era una mujer pequeña y morena, de lengua afilada y respuestas audaces. Para poder estar cerca de ella, Evan se convirtió en su ayudante. Al principio la mujer se sintió divertida por sus atenciones, pero acabó por aceptarle. Y Evan, con el interés agudizado por el amor, aprendió mucho de ella.
En vísperas de su marcha, le confesó su amor. Pero Jani no se quedaría y tampoco se lo llevaría consigo, ni como amante, ni como amigo, ni como ayudante, pese a admitir que había aprendido mucho y bien, y que tenía una gran habilidad natural. Siempre viajaba sola, eso era todo.
Cuando Jani se marchó, Evan siguió practicando sus nuevas habilidades curativas. Como el curandero más próximo vivía en el pueblo de Thossi, a todo un día de camino por el bosque, Evan estuvo pronto muy solicitado. Acabó colocándose como aprendiz del curandero de Thossi. Pudo asistir a una escuela de curanderos, pero eso implicaba un viaje por mar, y la idea de navegar por las peligrosas aguas le asustaba más que nada en el mundo.
Cuando aprendió todo lo que el curandero podía enseñarle, Evan volvió a vivir y a trabajar en el bosque. Pese a no casarse, nunca vivió solo. Las mujeres le solicitaban: viudas en busca de un amante que no les pidiera nada, viajeras que se detenían un par de días o de meses en su compañía, pacientes que se quedaban hasta sanar de su pasión por él…
Maris escuchó la suave voz melosa y contempló su rostro durante tantas horas que llegó a conocerle tanto como a cualquier amante del pasado. Y comprendía la atracción que despertaba el curandero, con los brillantes ojos azules, las manos hábiles y gentiles, los pómulos altos y la imponente nariz ganchuda. Se preguntaba qué habría sentido él. ¿Habría sido siempre tan independiente como parecía?
Un día, Maris interrumpió su relato sobre una familia de arborícelas que acababa de conocer.
—¿No te enamoraste nunca? —preguntó—. Después de Jani, quiero decir.
—Sí, naturalmente que sí —respondió, sorprendido—. Ya te he hablado de…
—Pero no lo suficiente como para casarte.
—A veces, sí. Con S’Rai, que vivió aquí durante un año. Fuimos muy felices juntos. La quise mucho, e insistí en que se quedara. Pero tenía su vida en otra parte. No podía quedarse en el bosque conmigo. Y me dejó.
—¿Por qué no te fuiste con ella? ¿No te pidió que lo hicieras?
Evan parecía triste.
—Sí, me lo pidió. Quería que me fuera con ella. Pero no me pareció posible.
—¿Nunca has estado en otro sitio?
—He viajado por todo Thayos siempre que ha sido necesario —le replicó Evan, a la defensiva—. Y, cuando era joven, viví en Thossi casi dos años.
—Pero todo Thayos es muy parecido —dijo Maris encogiendo el hombro sano. Una punzada le recorrió el izquierdo, pero la ignoró. Ahora tenía permiso para sentarse, y no quería que le revocaran el privilegio si se quejaba de dolores—. En unas partes hay más rocas, y en otras más árboles.
—¡Una apreciación muy superficial! —rió Evan—. Para ti, todas las partes del bosque son idénticas.
Eso era tan obvio que no requería comentario alguno.
—¿Nunca has estado fuera de Thayos? —insistió.
—Una vez —respondió con una mueca—. Hubo un accidente, un bote se estrelló contra las rocas, una mujer estaba muy malherida. Monté en un bote de pescadores para ir a verla. Durante el viaje me mareé tanto que apenas pude ayudarla.
Maris sonrió, comprensiva, pero agitó la cabeza.
—¿Cómo puedes saber que éste es el único sitio donde quieres vivir, si nunca has estado en otra parte?
—Nunca he dicho que lo supiera. Pude haberme marchado, pude tener una vida muy diferente. Pero ésta es la que he elegido. La conozco muy bien, y es la mía. Para lo mejor y para lo peor. Ya es demasiado tarde para añorar las oportunidades que he desperdiciado. Soy feliz con lo que tengo.
Se levantó, dando por terminada la conversación.
—Es la hora de tu siesta.
—¿Puedo…?
—Puedes hacer lo que quieras mientras lo hagas tumbada de espaldas y sin moverte.
Maris se echó a reír y permitió que la ayudara a recostarse sobre la cama. No tenía intención de admitirlo, pero sentarse la había dejado agotada, y dio la bienvenida al alivio que le produjo tumbarse. Le frustraba la lentitud de su cuerpo en sanar. Y no comprendía por qué unos cuantos huesos rotos la hacían cansarse con tanta facilidad. Cerró los ojos y escuchó el ruido que hacía Evan al atizar el fuego para caldear la habitación.
Pensó en Evan. Se sentía atraída hacia él, y las circunstancias habían facilitado la intimidad entre ambos. En un momento, llegó a pensar que, una vez sanara, Evan y ella podrían convertirse en amantes. Ahora que conocía su vida, no estaba tan segura. El curandero había amado demasiadas veces, y demasiadas veces le abandonaron. Le apreciaba demasiado como para herirle, y sabía que se alejaría de Thayos, y de Evan, en cuanto pudiera volar de nuevo. Lo mejor sería, pensó en medio del sopor, que se limitaran a ser buenos amigos. Tendría que hacer caso omiso de lo mucho que le gustaba el claro brillo de sus ojos azules, y olvidar las fantasías sobre su delgado y nervudo cuerpo y sus hábiles manos.
Sonrió, bostezó, y se durmió soñando que enseñaba a Evan a volar.
Al día siguiente, llegó S’Rella.
Maris estaba somnolienta y medio dormida. Al principio, creyó que se trataba de un sueño. La caldeada habitación se refrescó de repente al llenarse del claro y limpio aroma de los vientos marinos. Y, cuando Maris levantó la cabeza, S’Rella estaba de pie, ante la entrada, con las alas bajo un brazo. Por un momento, su aspecto fue el de la niña menuda y tímida que había sido hacía más de veinte años, cuando Maris la enseñó a volar. Pero entonces sonrió, con una sonrisa segura que iluminó el delgado rostro atezado y mostró en relieve las arrugas que el tiempo había dejado a su paso. Y, cuando avanzó hacia ella, con el agua salada goteando de sus alas y su ropa, el fantasma de S’Rella Alas de Madera desapareció por completo para dejar paso a S’Rella de Veleth, experta alada y madre de dos hijas ya crecidas. Las dos mujeres se abrazaron, con algo de dificultad por culpa de la rigidez del brazo izquierdo de Maris, pero profundamente emocionadas.
—Vine en cuanto me enteré, Maris. Siento que hayas estado sola tanto tiempo, pero la comunicación entre los alados ya no es lo que era. Especialmente, para los un-ala. Ni siquiera estaría aquí si no fuera porque tuve que llevar un mensaje a Gran Shotan y luego decidí hacer una visita al Nido de Águilas. Ahora que lo pienso, fue un capricho extraño. Han pasado cuatro o cinco años desde la última vez que estuve allí. Me encontré con Corina, que acababa de llegar de Amberly. Me dijo que un alado del Archipiélago Oriental llevó hace poco la noticia de tu accidente. Vine inmediatamente. Estaba tan preocupada…
Volvió a inclinarse para abrazar a su amiga, con las alas casi cayéndosele del brazo.
—Deja que las cuelgue —dijo Evan con voz tranquila, entrando en la habitación.
S’Rella le tendió las alas sin apenas dirigirle una mirada, toda su atención concentrada en Maris.
—¿Cómo… cómo estás? —preguntó.
Maris sonrió. Con el brazo sano, apartó las mantas para mostrarle las dos piernas entablilladas.
—Con fracturas, como puedes ver, pero recuperándome. Al menos, eso dice Evan. Ya apenas me duelen las costillas. Y estoy segura de que pronto podrá quitarme las tablillas de las piernas. ¡Me pica muchísimo! —Se estiró y sacó una pajita larga de un vaso con flores que había en la mesilla. Con el ceño fruncido por la concentración, la introdujo entre la piel y los vendajes—. Esto sirve a veces, pero otras lo empeora todo. Hace cosquillas.
—¿Y el brazo?
Maris miró a Evan, pidiéndole una respuesta.
—No me metas en esto, Maris, sabes tanto como yo. Creo que el brazo se está soldando perfectamente, y de momento no han aparecido más infecciones. En cuanto a las piernas, podrás hartarte de rascártelas en un día o dos.
Maris dio un pequeño bote de alegría, pero a continuación contuvo el aliento. Palideció y tragó con dificultad.
Preocupado, Evan se acercó a la cama.
—¿Qué ha pasado? ¿Te ha dolido algo?
—No —dijo Maris rápidamente—. Nada. Sólo que de pronto… Me mareé un poco. Sólo eso. Debo de haber sacudido el brazo.
Evan asintió con un movimiento de cabeza, pero no parecía satisfecho.
—Prepararé un poco de té —dijo.
Salió de la habitación, dejando solas a las dos mujeres.
—Ahora quiero que me des noticias —empezó Maris—. Ya sabes las mías. Evan ha sido maravilloso, pero la cura ha llevado mucho tiempo. Y me he sentido espantosamente aislada en este sitio.
—Está muy alejado —convino S’Rella—. Y hace frío.
Los nativos del Archipiélago del Sur consideran frío cualquier sitio que no esté en sus islas. Maris sonrió. Aquélla era una antigua broma entre las dos mujeres. Tomó la mano de S’Rella.
—¿Por dónde empiezo? ¿Por las noticias buenas o por las malas? ¿Por los cotilleos o por la política? Tú eres la atada a la cama, Maris, ¿qué quieres saber?
—Todo, pero puedes empezar hablándome de tus hijas.
S’Rella sonrió.
—S’Rena ha decidido casarse con Arno, ese chico que tiene un puesto de pasteles de carne en el puerto de Garr. Ella sólo tiene un kiosco con pasteles de frutas, y han decidido combinar los dos para acaparar el negocio de pasteles en el puerto.
—Parece una maniobra muy inteligente —rió Maris.
—Sí, un matrimonio de conveniencia —suspiró S’Rella—. Mucho negocio. No tiene ni ápice de romanticismo en el alma. A veces, me cuesta creer que S’Rena sea hija mía.
—Marissa tiene romanticismo de sobra para las dos. ¿Cómo está?
—Vagabundeando por ahí. Se ha enamorado de un bardo. Hace un mes que no tengo noticias suyas.
Evan apareció con dos humeantes tazones de té, una infusión especial que él aromatizaba con flores blancas, y se marchó discretamente.
—¿Alguna noticia del Nido de Águilas?
—Pocas, y ninguna buena. Jamis desapareció mientras volaba de Geer a Pequeño Shotan. Los alados temen que se haya perdido en el mar.
—¡Oh!, lo siento. No llegué a conocerle bien, pero se dice que era un buen alado. Su padre presidió el Consejo de los Alados cuando adoptamos el sistema de academias.
S’Rella asintió.
—Lori de Varon dio a luz, pero el niño era enfermizo y no vivió ni una semana. Está desconsolada, y a Garret le pasa lo mismo. El hermano de T’katin murió durante una tormenta. Ya sabes que capitaneaba un barco comerciante. Dicen que el temporal arrasó toda la flota. Son malos tiempos. He oído que vuelve a haber guerra en Lomarron.
—No tardará en haberla también en Thayos —repuso lúgubremente Maris—. ¿No traes ninguna noticia agradable?
—El Nido ya no es un lugar agradable —dijo, agitando la cabeza—. Tengo la sensación de que no soy bienvenida. Los un-ala nunca van por allí, pero ahí estaba yo, violando el último santuario de los alados de cuna. Hice que se sintieran incómodos, pese a que Corina y algunos más fueron muy educados.
Maris asintió. Era una vieja historia. Las tensiones entre los alados de cuna y los un-ala que habían conseguido las suyas en competición, habían aumentado con el tiempo. Cada año eran más los atados a la tierra que se acercaban al cielo, y las viejas familias de alados se sentían más y más amenazadas.
—¿Cómo está Val? —preguntó.
—Val es Val. Es más rico que nunca, pero eso es lo único que ha cambiado. La última vez que estuve en Colmillo de Mar, llevaba puesto un cinturón de metal. No quiero pensar cuánto le costó. Trabaja mucho con los Alas de Madera. Todos le miran con veneración. El resto del tiempo lo pasa en Ciudad Tormenta con Athen, Damen, Ron y el resto de sus amigos de un-ala. Tengo entendido que mantiene relaciones con una atada a la tierra de Poweet, pero no creo que se haya molestado en decírselo a Cara. Intenté echarle una bronca, pero ya sabes lo ególatra que puede llegar a ser…
—¡Ah, sí! —sonrió Maris.
Tomó un sorbo de té. S’Rella siguió hablando, pasando por todo Windhaven. Chismorrearon sobre otros alados, hablaron de amigos y familiares, de sitios donde ambas habían estado, y mantuvieron una conversación que duró largo rato. Maris se sentía bien, cómoda y relajada. La cautividad ya no duraría demasiado. En cuestión de días volvería a caminar, y empezaría a hacer ejercicio y a ponerse en forma para volar de nuevo. S’Rella, su mejor amiga, estaba a su lado para recordarle la vida que le esperaba al otro lado de aquellas delgadas paredes, y para ayudarla a volver a ella.
Unas horas más tarde, Evan se reunió con ellas. Traía platos con queso y fruta, pan de hierbas recién horneado, y huevos revueltos con cebollas silvestres y pimienta. Se sentaron en la enorme cama y comieron vorazmente. La conversación, o quizá la nueva esperanza, habían dado a Maris un inmenso apetito.
La charla se desvió hacia la política.
—¿De verdad puede haber una guerra aquí? —preguntó S’Rella—. ¿Por qué?
—Por una roca —gruñó Evan—. Una roca de apenas medio kilómetro de ancho por dos de largo. Ni siquiera tiene nombre. Está justo en medio del estrecho de Tharin, entre Thayos y Thrane. Todo el mundo la tenía olvidada. Sólo que ahora han encontrado hierro en ella. Fue una partida de Thrane la que encontró el yacimiento y empezó a explotarlo, y no están dispuestos a abandonar sus reivindicaciones. Pero la roca está ligeramente más cerca de Thayos que de Thrane, así que nuestro Señor de la Tierra está intentando apoderarse de ella. Envió una docena de guardianes para apoderarse de la mina, pero fueron derrotados. Ahora, Thrane está fortificando la roca.
—Thayos no parece tener demasiados motivos —objetó S’Rella—. ¿De verdad piensa declarar la guerra vuestro Señor de la Tierra?
—Me gustaría decir que no —suspiró Evan—, pero el Señor de Thayos es un hombre belicoso y lleno de codicia. Ya derrotó una vez a Thrane en una disputa sobre derechos de pesca, y está seguro de poder repetir la hazaña. Preferirá que muera gente a aceptar una solución de compromiso.
—El mensaje que me encomendó llevar a Thrane estaba lleno de amenazas —intervino Maris—. Me sorprende que la guerra no haya empezado todavía.
—Las dos islas están reuniendo armas, aliados y promesas —dijo Evan—. Tengo entendido que los alados van y vienen todo el día. Estoy seguro de que el Señor de la Tierra querrá utilizar tus servicios cuando te marches, S’Rella. Nuestros alados, Tya y Jem, no han tenido un solo día de descanso en todo el mes. Jem se ha hecho cargo de los mensajes que cruzan el estrecho, y Tya de las ofertas y promesas a potenciales aliados. Afortunadamente, ninguno parece interesado. Siempre vuelve con negativas. Creo que es lo único que retrasa el inicio de la guerra. —Suspiró de nuevo—. Pero sólo es cuestión de tiempo —dijo con tono fatigado—. Habrá muchas muertes antes de que eso termine. Me llamarán para remendar a los que puedan ser remendados. Todo es grotesco. En tiempos de guerra, un curandero tiene que ir sanando los síntomas sin que se le permita mencionar la posibilidad de eliminar las causas, la propia guerra, a menos que quiera ir a la cárcel por traidor.
—Supongo que debería sentirme aliviada por estar al margen de todo —suspiró Maris. Pero su voz sonaba renuente. No sentía lo mismo que Evan hacia la guerra. Los alados se mantenían al margen de los conflictos, de la misma manera que sobrevolaban el mar traicionero. Eran neutrales, y jamás se les debía hacer daño. Objetivamente, la guerra era algo lamentable, pero nunca había rozado a Maris ni a ninguno de los que amaba, así que no podía sentir el horror en toda su profundidad—. Cuando era más joven, podía aprender de memoria un mensaje sin oírlo de verdad. Creo que he perdido ese talento. Algunas de las palabras que he llevado le quitaban la alegría al vuelo.
—Te entiendo —asintió S’Rella—. A veces he visto los frutos de los mensajes que he entregado, y me he sentido muy culpable.
—No hay por qué —dijo Maris—. Eres una alada, no la responsable de los mensajes.
—Val no está de acuerdo, ¿sabes? Una vez lo discutí con él. Cree que sí somos responsables.
—Es comprensible.
—¿Por qué? —inquirió S’Rella con el ceño fruncido, sin comprender.
—Me sorprende que no te lo haya contado nunca. Su padre fue ahorcado. Un alado llevó la orden de ejecución desde Lomarron hasta Arren Sur. Fue Arak, ¿te acuerdas de él?
—Demasiado bien. Val siempre ha sospechado que es el que estaba detrás de la paliza que le dieron. Recuerdo lo furioso que se puso cuando no pudo encontrar a sus asaltantes para probarlo. —Sonrió amargamente—. También me acuerdo del banquete que dio en Colmillo de Mar cuando Arak murió, con pasteles negros y todo eso.
Evan miró pensativo a las dos mujeres.
—¿Por qué llevas mensajes, si te sientes culpable? —preguntó a S’Rella.
—Porque soy una alada, ése es mi trabajo. Es lo que sé hacer. La responsabilidad viene con las alas.
—Supongo que es así —repuso Evan levantándose para recoger los platos vacíos—. Pero, la verdad, no creo que yo pudiera hacerlo. Claro, que soy un atado a la tierra, no un alado. No he nacido para las alas.
—Nosotras tampoco —empezó a decir Maris.
Pero Evan salía ya de la habitación. La mujer sintió una ligera inquietud, pero S’Rella volvió a hablar y Maris se enfrascó en la conversación. No pasó mucho tiempo antes de que olvidara lo que la había molestado.
Por fin llegó el momento de quitar las tablillas. Evan le iba a liberar las piernas, y prometía que el brazo las seguiría en poco tiempo.
Cuando se vio las extremidades, Maris gritó. Tenía las piernas delgadas y pálidas, y ofrecían un extraño aspecto. Evan empezó a masajeárselas gentilmente, lavándolas con una infusión caliente de hierbas. Poco a poco, con manos expertas, fue doblando los músculos largo tiempo inmóviles. Maris suspiró de placer y se relajó.
Cuando Evan terminó, se levantó y apartó el cuenco y los paños. Maris se sintió ahogada de impaciencia.
—¿Puedo caminar? —preguntó.
Evan la miró, sonriendo.
—¿Puedes?
El corazón de la alada se elevó ante el desafío. Se sentó, deslizando las piernas hasta el borde de la cama. S’Rella se ofreció como apoyo, pero Maris negó con la cabeza y apartó a su amiga.
Se irguió. Sobre los pies, sin apoyo alguno. Pero algo no iba bien. Se sentía insegura, mareada. No dijo nada, pero su rostro la traicionó.
Evan y S’Rella se acercaron.
—¿Sucede algo? —preguntó Evan.
—D-debo de haberme levantado demasiado de prisa.
Estaba sudando, temía moverse por miedo a caer o a desmayarse.
—Tómatelo con calma —dijo Evan—. No hay prisa.
La voz del curandero era cálida y alentadora. La sostuvo por el brazo sano. S’Rella le ofreció su apoyo por la izquierda. Esta vez, Maris no los apartó ni intentó moverse sola.
—Un paso cada vez —dijo Evan.
Apoyándose en sus hombros, guiada por ellos, Maris dio sus primeros pasos. Todavía se sentía mareada y extrañamente desorientada, pero triunfante. ¡Las piernas volvían a funcionarle!
—¿Puedo intentarlo sola?
—No veo por qué no.
Maris dio un primer paso sin apoyo, luego el segundo. Recuperó los ánimos. ¡Era muy sencillo! Tenía las piernas tan firmes como siempre. Intentó ignorar la incomodidad que sentía en el estómago, y dio un tercer paso. La habitación pareció balancearse de un lado al otro.
Agitó las manos y se tambaleó, buscando el nivel del suelo en la cambiante habitación. Evan la sostuvo.
—¡No! —gritó—. ¡Puedo hacerlo!
La ayudó a enderezarse.
—Déjame, por favor.
Maris se acercó al rostro una mano temblorosa y miró a su alrededor. La habitación estaba inmóvil y tranquila, el suelo tan sólido como siempre. Las piernas la sostenían con firmeza. Respiró profundamente y volvió a caminar.
El suelo se deslizó bruscamente bajo sus pies, y le habría golpeado en el rostro de no haberla sostenido Evan.
—Pásame la palangana, S’Rella.
—Estoy bien… Puedo caminar… Déjame…
Pero no pudo seguir hablando, porque tuvo que vomitar. Afortunadamente, S’Rella sostenía la palangana ante su rostro.
A continuación, todavía temblorosa, pero ya un poco recuperada, Maris caminó de vuelta hacia la cama, apoyándose en Evan.
—¿Qué es lo que va mal? —preguntó con voz entrecortada.
Evan negó con la cabeza, pero parecía incómodo.
—Quizá hayas empezado a esforzarte demasiado pronto —dijo dando media vuelta—. Tengo que atender a un niño con cólicos. Estaré de vuelta antes de una hora. No intentes levantarte hasta mi regreso.
Cuando Evan le quitó las tablillas del brazo. Maris estaba entusiasmada. El hueso parecía perfectamente soldado, fuerte, sin ninguna lesión permanente. Sabía que tendría que ejercitarlo mucho para devolver a los músculos el vigor que requería el vuelo, pero la idea de largas y duras horas de ejercicios la atraía más de lo que la asustaba, sobre todo después de tanto tiempo de inactividad forzosa.
S’Rella anunció demasiado pronto que debía marcharse. El Señor de Thayos había enviado un corredor.
—Tiene un mensaje urgente para Arren Norte —dijo a Maris y a Evan con una mueca de disgusto—. Y todos sus alados están en otras misiones. De todos modos, ya es hora de que me marche. Tengo que volverá Veleth.
Estaban reunidos alrededor de la áspera mesa de madera, en la cocina de Evan, bebiendo té y comiendo pan con mantequilla, como si fuera un desayuno de despedida. Maris extendió la mano por encima de la mesa y cogió la de S’Rella.
—Te echaré de menos, pero me alegra que hayas venido.
—Volveré en cuanto pueda —dijo S’Rella—, aunque sospecho que me mantendrán ocupada. De todos modos, haré correr la voz de que te has recuperado. Tus amigos se alegrarán de saberlo.
—Maris todavía no se ha recobrado del todo —dijo Evan.
—¡Oh!, sólo es cuestión de tiempo —replicó alegremente Maris—. Para cuando la gente se entere, ya estaré volando de nuevo. —No entendía la razón del tono lúgubre de Evan. Había esperado que se alegrara con ella cuando quitaron las tablillas del brazo—. Hasta es posible que nos encontremos en el cielo, antes de que vuelvas.
Evan miró a S’Rella.
—Te acompañaré hasta el camino —ofreció.
—No te molestes, ya sé donde es.
—Me gustaría acompañarte.
Maris se tensó al oír algo indefinido en la voz del curandero.
—Díselo aquí —dijo con voz sosegada—. Sea lo que sea, yo también debería saberlo.
—Nunca te he mentido, Maris —suspiró Evan. Sus hombros se estremecieron. De pronto, la alada le vio como un anciano. Se recostó en la silla y la miró directamente al rostro—. ¿No te has preguntado nada acerca del vértigo que sientes cuando te levantas, te sientas o te das media vuelta bruscamente?
—Todavía estoy débil. Debo tener cuidado, eso es todo —dijo Maris a la defensiva—. Tengo las extremidades bien.
—Sí, sí, las piernas y el brazo no me preocupan. Pero hay algo más que está mal, algo que no puedo arreglar, entablillar ni curar. Creo que te sucedió algo cuando te golpeaste la cabeza. Tienes una lesión en el cerebro. Algo que afecta a tu sentido del equilibrio, a tus percepciones, quizá a tu visión. No sé exactamente qué. Entiendo muy poco del tema, nadie entiende…
—No me pasa nada —dijo Maris con voz razonable—. Al principio estaba débil y mareada, pero voy mejorando. Ahora ya puedo caminar. Tienes que admitirlo. Mejoraré más todavía y volveré a volar.
—Has conseguido acostumbrarte, compensarlo. Nada más. Tienes mal el sentido del equilibrio. Probablemente aprendas a adaptarte a la vida en tierra. Pero a volar… Necesitas equilibrio para moverte en el aire, y puede que no lo tengas en absoluto. Y no creo que puedas aprender a volar sin él. Hay demasiadas cosas que dependen del equilibrio.
—¿Qué sabes tú acerca de volar? ¿Cómo puedes decirme tú lo que necesito?
La voz de Maris era fría y dura como el hielo.
—Maris —susurró S’Rella.
Intentó tomar la mano de su amiga, pero ella la rechazó.
—No te creo. No tengo nada que no pueda curarse. Volveré a volar. Estoy un poco mareada, nada más. ¿Por qué voy a pensar en lo peor? ¿Por qué?
Inmóvil en su silla, Evan meditaba. Luego se levantó, se acercó a una esquina de la habitación, la que daba a la puerta de atrás, donde se almacenaba la leña. Entre los troncos y las ramitas había unos tablones largos y delgados que el curandero había cortado para entablillamientos. Cogió uno de un par de metros de largo, quince centímetros de ancho y cinco de grosor, y lo depositó en el suelo de madera de la cocina.
Se irguió y miró a Maris.
—¿Puedes caminar sobre esto?
Maris alzó las cejas en gesto de burlona sorpresa. Tenía el estómago absurdamente tenso por los nervios. Claro que podía hacerlo. Era imposible que fracasara en semejante prueba.
Se levantó de la silla, apoyando una mano en el respaldo de madera. Caminó con calma, no demasiado lentamente. El suelo no resbaló ni se retorció bajo sus pies como el primer día. Su sentido del equilibrio estaba perfectamente, por supuesto. Al nivel del suelo, no podría caerse. No desde una altura de cinco centímetros.
—¿Tengo que saltar a la pata coja?
—Limítate a caminar por encima, con normalidad.
Maris pisó el tablero. No era lo bastante ancho como para estar de pie normalmente, con los pies uno al lado del otro, así que dio otro paso sin pensarlo. Recordaba los senderos de los acantilados por los que había pasado cuando era niña. Algunos eran más estrechos que aquella tabla.
La tabla se onduló y cambió bajo sus pies. Muy a su pesar, Maris gritó al sentir que caía hacia un lado. Evan la sostuvo.
—¡Has movido la tabla! —gritó, repentinamente furiosa. Pero las palabras sonaron infantiles, malhumoradas. Evan se limitó a mirarla. Maris intentó controlarse—. Lo siento. Déjame volver a intentarlo.
Evan la soltó en silencio, y se apartó.
Maris volvió a caminar sobre el tablón, esta vez tensa, y dio tres pasos. Empezó a tambalearse. Pisó el suelo con un pie. Dejó escapar una maldición, recuperó la postura, dio otro paso y la tabla volvió a moverse. La alada falló de nuevo. Puso el pie en la tabla y dio otro paso adelante, dando un bandazo hacia un lado. Cayó.
Esta vez, Evan no la sostuvo. Golpeó el suelo con las manos y las rodillas. Cuando se levantó, la cabeza le daba vueltas por el esfuerzo.
—Ya basta, Maris.
Evan la apartó de la traicionera plancha con manos firmes y gentiles. Maris oyó a S’Rella sollozando en silencio.
—De acuerdo —dijo Maris, intentando que en la voz no se le reflejara la angustia—. Hay algo que sigue sin curarse. De acuerdo. Lo admito. Pero todavía no me he recuperado del todo. Dadme tiempo. Me pondré bien. Volveré a volar.
A la mañana siguiente, Maris empezó a ejercitarse en serio. Evan le proporcionó un juego de pesas de piedra, y las utilizó con regularidad. Descubrió que los dos brazos se le habían debilitado terriblemente durante el período de postración forzosa, no sólo el herido.
Decidida a volar lo antes posible, Maris hizo llevar las alas al herrero del Señor de la Tierra para que las arreglase. La mujer estaba muy ocupada con los preparativos para la inminente guerra, pero la petición de un alado nunca se ignoraba; prometió tener los montantes enderezados y arreglados en menos de una semana. Cumplió su palabra.
Maris repasó cuidadosamente las alas el día que se las devolvieron, plegando y desplegando los montantes uno a uno, revisando el material y comprobando que todo estuviera tenso y bien encajado. Sus manos se dedicaron a la tarea como si nunca hubieran dejado de hacerlo. Eran las manos de una alada, y no había nada en el mundo que supieran hacer mejor que cuidar un par de alas. Maris casi se sintió tentada de ponérselas y recorrer el camino que la separaba del risco de los alados. Casi, pero no del todo. Pensó que todavía no había recuperado el sentido del equilibrio, aunque cada vez se sentía más segura de pie. Cada noche se sometía a escondidas a la prueba de la tabla. Aún no la había superado, pero mejoraba sensiblemente. No estaba preparada para ponerse las alas, pero lo estaría pronto. Muy pronto.
Cuando no estaba ejercitándose, paseaba con Evan por el bosque, mientras él buscaba hierbas o se dirigía a atender a otros pacientes. Evan le enseñaba los nombres de las plantas que utilizaba en su trabajo, para qué servía cada una y cuándo debía utilizarse. También enseñó a Maris a identificar a toda clase de animales. Las bestias de los fríos bosques Occidentales no se parecían en nada a las que habitaban los civilizados y familiares bosques de Amberly Menor. A Maris le parecieron fascinantes. Evan se sentía tan cómodo entre los árboles que las criaturas no le temían. Extraños cuervos blancos de ojos escarlata aceptaban migas de pan de sus manos. Conocía las ocultas entradas a las madrigueras de los animales, túneles que se ramificaban como colmenas por toda la zona. En una ocasión, la tomó de la mano para señalarle un alcaudón encapuchado que se deslizaba sensualmente de rama en rama, persiguiendo a alguna presa.
Maris le contó historias de sus aventuras por el cielo y en otras islas. Llevaba más de cuarenta años volando, y tenía la mente llena de maravillas. Le habló de su vida en Amberly Menor, de Ciudad Tormenta con sus molinos, de los enormes glaciales blanquiazules de Artellia y de las montañas de fuego de Las Brasas. Le mencionó la soledad de las Islas Exteriores, que luchaban hacia el Este contra el Océano Infinito, y de la camaradería que reinaba en el Nido de Águilas antes de que los alados se dividieran en diferentes facciones.
Ninguno de los dos mencionaba nunca aquello que los separaba. Evan no contradecía a Maris cuando ella hablaba de volar, ni mencionaba la invisible lesión cerebral. El tema era una zona de arenas movedizas del tamaño de una tabla de madera, en la que ni Evan ni Maris deseaban poner el pie.
Un día, al salir de casa del curandero, Maris le retuvo para que no se internara más en el bosque.
—Todos esos árboles me dan la sensación de que sigo dentro de casa —se quejó—. Necesito ver el cielo, oler a limpio, tener aire a mi alrededor. ¿Está muy lejos el mar?
Evan hizo un gesto hacia el Norte.
—A unos dos kilómetros en esa dirección. Desde aquí se ve dónde empiezan a escasear los árboles.
Maris sonrió.
—Pareces incómodo. ¿Te sientes mal si no tienes árboles alrededor? Si no puedes soportarlo, no es necesario que vengas. Pero no entiendo cómo te las arreglas para respirar en este bosque. Todo está en penumbra, y demasiado cerca. Sólo se huele a fango, a podredumbre y a moho.
—Olores maravillosos todos ellos —replicó Evan, devolviéndole la sonrisa—. El mar es demasiado grande, y está demasiado vacío para mi gusto. Estoy mejor en casa o en el bosque.
—¡Qué diferentes somos tú y yo, Evan! —sonrió, Maris, rozándole el brazo. En cierto modo, el contraste la complacía. Echó la cabeza hacia atrás y aspiró profundamente—. Sí, ya huelo a mar.
—También lo puedes oler desde la puerta de casa. En todo Thayos huele a mar —señaló Evan.
—Pero el bosque lo disfraza.
Maris sentía que se le aligeraba el corazón a medida que los árboles se distanciaban más y más entre ellos. Toda su vida había transcurrido junto al mar o por encima de él. Todas las mañanas, en casa de Evan, advertía su ausencia. Echaba de menos el batir de las olas y el fuerte sabor de la sal. Pero, más que nada, echaba de menos la visión de la vasta inmensidad gris, bajo un cielo igualmente inmenso y turbulento.
Los árboles desaparecieron bruscamente para dejar paso a los acantilados rocosos. Maris echó a correr. Se detuvo al borde, jadeando, mirando el mar y el cielo.
El cielo era de color índigo, y las nubes grises lo surcaban velozmente. A la altura que se encontraba Maris, el viento era relativamente débil pero, por el paciente vuelo circular de dos milanos, la alada intuía que se podía volar. Quizá no fuese un día apropiado para llevar mensajes urgentes, pero sí para jugar, hacer cabriolas, zambullirse y reír en el aire frío.
Oyó a Evan acercarse.
—Tienes que reconocer que es hermoso —le dijo sin volverse.
Dio otro paso en dirección al borde, miró hacia abajo… Y sintió que el mundo se hundía a sus pies.
Boqueó intentando recuperar el aliento, buscando algo sólido, pero caía, caía, caía, y ni siquiera los brazos de Evan, que la sostenían con firmeza, podían devolverla a terreno firme.
Al día siguiente, hubo tormenta. Maris pasó el día en la casa, inmersa en la depresión, pensando en lo que había sucedido junto al acantilado. No hizo ejercicio. Comió sin ganas, y tuvo que obligarse a sí misma a repasar las alas. Evan la miraba en silencio, a menudo con el ceño fruncido.
Seguía lloviendo un día después, pero lo peor de la tormenta ya había pasado, y la lluvia caía con menos fuerza. Evan dijo que tenía que marcharse.
—Necesito algunas cosas de Thayos. Hierbas que no crecen aquí. Tengo entendido que llegó un comerciante la semana pasada. Necesito hacer provisiones.
—Claro —dijo Maris con voz átona.
Aunque no había hecho nada en toda la mañana, a excepción de desayunar, se sentía cansada. Se sentía vieja.
—¿No quieres venir conmigo? Todavía no has visto la ciudad.
—No. No me apetece. Pasaré el día en casa.
Evan frunció el entrecejo. Pero, de todo modos, se puso la capa para protegerse de la lluvia.
—Como quieras. Volveré antes de que anochezca.
Pero ya la noche estaba avanzada cuando el curandero regresó por fin, cargado con una cesta llena de tarros de hierbas. La lluvia había cesado, y Maris estaba preocupada por él desde que empezó a oscurecer.
—Llegas tarde —le dijo cuando entró, sacudiéndose la lluvia de la capa—. ¿Estás bien?
Sonreía. Maris nunca le había visto tan feliz.
—Traigo noticias, buenas noticias. Todo el mundo en el puerto estaba alborozado. No habrá guerra. ¡Los Señores de Thayos y Thrane han acordado reunirse en esa maldita roca para hacer un trato sobre los derechos de explotación!
—No habrá guerra —repitió Maris, como en un sueño—. Vaya, vaya. Qué raro. ¿Cómo ha sido eso?
Evan encendió el fuego y empezó a preparar un poco de té.
—¡Oh!, tenía que suceder. Tya volvió de otra misión sin haber conseguido nada. Nuestro Señor de la Tierra fue rechazado en todas partes y, sin aliados, no se siente lo bastante fuerte como para hacer valer sus reclamaciones. Me han dicho que está furioso, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Nada. Así que envió a Jem para llevar un mensaje a Thrane, concertando una reunión para llegar a un acuerdo. Cualquier cosa es mejor que nada. Yo pensaba que encontraría apoyo en Cheslin o en Thrynel, sobre todo si ofrecía parte del hierro a cambio. Y la verdad es que los Arrens y Thrane nunca se han llevado bien… —Evan lanzó una carcajada—. ¡Ah! ¿Qué importa eso ahora? Ya no habrá guerra. En Puerto Thayos, todos estaban tan aliviados… Bueno, a excepción de unos cuantos guardianes, que esperaban aumentar el peso de sus bolsas con un poco de hierro. Todo el mundo lo está celebrando. Y nosotros vamos a hacer lo mismo.
Rebuscó en la cesta, entre los frascos de hierbas, y sacó un enorme pez luna.
—Se me ocurrió que un poco de pescado podría animarte. Sé de una receta para cocinarlo con semillas y nueces amargas que hará que te cante la lengua.
Cogió un cuchillo de hueso y empezó a trocear el pescado, silbando alegremente mientras trabajaba. El buen humor del curandero era tan contagioso que Maris se descubrió sonriendo como él.
Alguien llamó a la puerta con un golpe fuerte y seco.
Evan levantó la cabeza, malhumorado.
—Debe de tratarse de una emergencia —dijo con una imprecación—. Abre tú, si no te importa. Tengo las manos sucias de pescado.
La chica que estaba ante la puerta vestía un uniforme verde oscuro, adornado con pieles grises. Era una protectora, una de las corredoras del Señor de la Tierra.
—¿Maris de Amberly Menor? —preguntó.
—Sí.
—El Señor de Thayos te envía sus saludos y te invita a honrar su mesa asistiendo a una cena mañana por la noche, junto con el curandero Evan. Si tu salud lo permite, claro.
—Mi salud lo permite —respondió bruscamente Maris—. ¿Por qué somos acreedores de tanto honor, y tan repentinamente, niña?
La corredora poseía una solemnidad poco acorde a sus escasos años.
—El Señor de la Tierra honra a todos los alados. Vuestra lesión, acaecida bajo su servicio, ha pesado gravemente sobre él. Desea mostrar su gratitud a todos los alados que han volado para Thayos, aunque sea brevemente, durante la crisis por la que acabamos de pasar.
—¡Oh! —dijo Maris. Seguía sin estar convencida. El Señor de Thayos no le había parecido persona propensa a sentir ni mostrar gratitud—. ¿Eso es todo?
La chica titubeó. El desparpajo la había abandonado, y Maris se dio cuenta de que era muy joven.
—No es parte del mensaje, alada, pero…
—¿Sí? —la animó Maris.
Evan había dejado el trabajo para ponerse detrás de ella.
—Esta tarde, a última hora, llegó una alada con un mensaje sólo para los oídos del Señor. Éste la recibió en sus habitaciones privadas. Era del Archipiélago Occidental, creo. Viste de manera rara, y lleva el pelo muy corto.
—Descríbela, si puedes —pidió Maris.
Se sacó una moneda de cobre del bolsillo y dejó que sus dedos jugaran con ella.
La chica miró la moneda y sonrió.
—¡Oh!, era una mujer, occidental, joven, de entre veinte y veintitrés años. Muy bonita. Nunca he visto a ninguna tan guapa. A mí me pareció que tenía una sonrisa agradable, pero a los hombres del refugio no les gustó. Dicen que ni siquiera se molestó en agradecerles su ayuda. Ojos verdes. Lleva una gargantilla. Tres bandas de cristal marino de colores. ¿Basta con eso?
—Sí. Eres muy observadora.
Le dio la moneda.
—¿Conoces a esa alada? —preguntó Evan.
Maris asintió.
—Desde que nació. También conozco a sus padres.
—¿Quién es? —preguntó con impaciencia.
—Corina de Amberly Menor —respondió Maris.
La corredora seguía en la puerta. Maris la miró de nuevo.
—¿Sí? ¿Hay algo más? Aceptamos la invitación, claro. Transmite nuestro agradecimiento al Señor de la Tierra.
—Hay algo más… —balbució la chica—. Se me olvidaba. El Señor de la Tierra te solicita respetuosamente que acudas con tus alas. Es decir, si ello no repercute en tu salud.
—Sí, claro —dijo Maris torpemente—. Claro.
Y cerró la puerta.
La fortaleza del Señor de Thayos era un lugar marcial y lúgubre, edificada lejos de los poblados y aldeas de la isla, en un valle estrecho y apartado. Estaba cerca del mar, pero escudada de éste por una sólida pared de montañas. Por tierra, sólo se podía acceder allí a través de dos caminos, controlados por los Guardianes. Una atalaya de piedra se alzaba en el pico más elevado, como un altivo centinela que vigilara los senderos.
La fortaleza en sí era antigua y austera, construida con bloques de piedra negra, erosionada por los elementos. Daba la espalda a la montaña. Maris sabía, por su visita anterior, que la mayoría de las dependencias eran subterráneas, estaban cinceladas en la misma roca. Al exterior, presentaba dos enormes murallas, por las que guardianes armados con arcos patrullaban constantemente. Rodeaban un grupo de edificios de madera y dos torres negras, la más alta de las cuales medía casi quince metros. Sólidos barrotes de madera defendían las ventanas de las torres. El valle, próximo al mar, era húmedo y frío. Los únicos colores que destacaban en todo el conjunto eran los de un tenaz liquen violeta y un moho verdeazulado que se adhería a la base de los peñascos y ascendía hasta cubrir la mitad de las murallas.
Al llegar por el camino de Thossi, los guardianes detuvieron a Maris y a Evan ante la primera muralla. Luego la transpusieron sólo para tener que hacer otro alto ante la segunda muralla, y por fin ser admitidos en el interior de la fortaleza. Podrían haberles retenido más tiempo, pero Maris llevaba las brillantes alas plateadas, y los guardianes no molestaban a los alados. El patio interior bullía de actividad: los niños jugaban con enormes perros, cerdos de aspecto salvaje correteaban por todas partes, los guardianes se ejercitaban con el arco y la lanza… Había un patíbulo alzado contra un muro. La madera estaba cuarteada y desgastada por los elementos. Los niños jugaban en él, y uno de ellos utilizaba una de las sogas para columpiarse. Las otras dos sogas se mecían vacías, retorciéndose ominosamente con el gélido viento del atardecer.
—Este lugar me da escalofríos —dijo Maris a Evan—. El Señor de Amberly Menor vive en una gran mansión de madera, en una colina desde la que se divisa el pueblo. Tiene veinte habitaciones para huéspedes, un salón gigantesco para los banquetes, ventanas maravillosas con vidrios de colores y una torre desde la que se convoca a los alados. Pero no hay muralla, guardias ni horcas.
—El pueblo de Amberly Menor es el que elige a su Señor de la Tierra —replicó Evan—. En cambio, el Señor de Thayos proviene de un linaje que ha gobernado aquí desde la época de los navegantes de las estrellas. Y olvidas, Maris, que las tierras del Archipiélago Oriental no son tan generosas como las del Occidental. Aquí el invierno es más largo. Los vientos son más fríos, y las tormentas más devastadoras. En nuestro suelo hay más metal, pero no es tan fértil como el del Archipiélago Occidental. El hambre y la guerra siempre rondan a Thayos.
Atravesaron el gran pórtico que llevaba al interior, y Maris guardó silencio.
El Señor de la Tierra les recibió en la sala privada para recepciones, sentado en un sencillo trono de madera y flanqueado por dos guardias de rostro ceñudo. Pero, cuando entraron, se levantó. Los Señores de la Tierra y los alados tenían el mismo rango.
—Me complace que hayas podido aceptar mi invitación, alada. Nos preocupaba tu salud.
Pese a la educación que destilaban sus palabras, a Maris no le gustaba el hombre. Era alto, bien proporcionado, de facciones regulares y casi atractivas, con un largo pelo gris peinado en moño al estilo Oriental. Había algo incomodante en sus gestos. Tenía bolsas alrededor de los ojos y una crispación en las comisuras de los labios que la barba no conseguía ocultar. Llevaba ropas fastuosas, pero sombrías: un grueso traje color azul grisáceo, orlado de piel negra, botas altas y estrechas, y un ancho cinturón cuajado de hierro, plata y piedras preciosas. También llevaba una pequeña daga metálica.
—Agradezco tu preocupación —respondió Maris—. Estuve muy grave, pero ya he recuperado la salud. Thayos tiene un gran tesoro en la persona de Evan. He conocido a muchos curanderos, pero pocos eran tan versados como él.
El Señor de la Tierra se arrellanó en el trono.
—Será bien recompensado —dijo, como si Evan no estuviera presente—. Un buen trabajo merece una recompensa a la altura.
—Yo misma pagaré a Evan. Tengo suficiente hierro.
—No. Casi pierdes la vida a mi servicio, y eso me ha causado honda preocupación. Permíteme que te demuestre mi gratitud.
—Tengo por costumbre pagar mis propias deudas.
El rostro del Señor de la Tierra se tensó.
—Como quieras. Todavía queda otro asunto pendiente. Pero lo aplazaremos hasta después de cenar. El camino hasta aquí os habrá abierto el apetito. —Se levantó bruscamente—. Vamos pues. Descubriréis que he dispuesto una buena comida para ti, alada. Dudo que hayáis comido mejor alguna vez.
Maris había comido mejor en innumerables ocasiones. La comida era abundante, pero estaba mal cocinada. A la sopa de pescado le sobraba sal, el pan era duro y seco, y el asado de carne había estado en el horno el tiempo suficiente para perder todo el sabor. Hasta la cerveza le parecía insípida.
Comieron en un húmedo y lóbrego salón de banquetes, en una larga mesa preparada para veinte comensales. A un Evan desesperadamente incómodo se le asignó un puesto bastante lejano, entre los oficiales de los guardianes y los hijos más jóvenes del Señor de la Tierra. Maris ocupó el asiento de honor entre el Señor de la Tierra y su heredera, una mujer adusta, de rasgos afilados, que no dijo ni tres palabras durante toda la comida. A su lado se sentaron los demás alados. Cerca del Señor de la Tierra, comía un hombre fatigado, de rostro grisáceo y nariz bulbosa, al que reconoció vagamente por otros encuentros como el alado Jem. Tres puestos más allá estaba Corina de Amberly Menor. Sonrió a Maris por encima de la mesa. Corina era deslumbrantemente hermosa, pensó Maris al recordar las palabras de la corredora. Su padre. Corm, siempre había sido un hombre muy guapo.
—Tienes buen aspecto. Maris. Me alegro. Estábamos muy preocupados por ti.
—Estoy bien. Espero que pronto podré volver a volar.
Una sombra cruzó por el bello rostro de Corina.
—Maris… —empezó a decir. Luego cambió de idea—. Eso espero, de verdad —terminó débilmente—. Todo el mundo pregunta por ti. Nos alegraremos mucho cuando vuelvas a casa.
Miró hacia abajo y se concentró en la comida.
Entre Jem y Corina se sentaba la tercera alada, una joven a la que Maris no conocía. Tras un intento abortado de iniciar conversación con la hija del Señor de Thayos, Maris se dedicó a estudiar a la desconocida mientras comía. Tenía la misma edad que Corina, pero las diferencias entre ambas eran evidentes. Corina era vibrante, hermosa. Tenía cabellos negros, piel limpia y saludable, brillantes ojos verdes llenos de vida y un aura de confianza y sofisticación. Era una alada, hija de dos alados, nacida y educada para los privilegios y tradiciones que conllevan las alas.
La mujer que se sentaba junto a ella era delgada, y la rodeaba un halo de fuerza y abnegación. Sus mejillas vacías estaban marcadas por la viruela, y llevaba recogido el claro pelo rubio en un deslucido moño, que dejaba tan tirante el cabello que la frente de la muchacha parecía anormalmente amplia. Cuando sonrió, Maris se dio cuenta de que tenía los dientes desiguales y amarillentos.
—Tú debes de ser Tya, ¿verdad?
La mujer la miró con unos astutos ojos negros.
—Exacto.
Tenía una voz asombrosamente agradable. Segura y cálida, con un ligero tono irónico.
—Creo que no nos hemos visto antes. ¿Llevas mucho tiempo volando?
—Gané las alas en Arren Norte, hace dos años.
Maris agitó la cabeza.
—Me perdí esa competición. Creo que estaba llevando un mensaje a Artellia. ¿Has volado alguna vez al Archipiélago Occidental?
—En tres ocasiones. Dos a Gran Shotan y una a Culhall. A las Amberlys, nunca. Casi siempre he volado entre islas Orientales, sobre todo últimamente.
Dirigió una mirada aguda por el rabillo del ojo a su Señor de la Tierra, y una sonrisa de complicidad a Maris.
Corina, que estaba escuchando, intentó mostrarse educada.
—¿Qué opinas de Ciudad Tormenta? —preguntó—. ¿Y del Nido de Águilas? ¿Has estado ya en el Nido?
Tya sonrió, tolerante.
—Soy un-ala. Me entrené en Hogar del Aire. No solemos ir a vuestro Nido, alada. En cuanto a Ciudad Tormenta, me pareció impresionante. No existe nada parecido en todo el Archipiélago Oriental.
Corina enrojeció. Maris se sentía ligeramente incómoda. Las fricciones entre los alados de cuna y los un-ala la deprimían. Los cielos de Windhaven ya no eran el lugar cordial que fueron en otros tiempos, y la culpa era suya.
—El Nido de Águilas no es mal sitio, Tya. Yo tengo muchos amigos allí.
—Tú no eres un-ala —señaló Tya.
—¿Ah, no? El propio Val Un-Ala me dijo en cierta ocasión que yo era la primera un-ala, tanto si quería admitirlo como si no.
Tya la miró con gesto interrogativo.
—No, no es cierto. Eres diferente, Maris. No perteneces a las viejas familias de alados, pero tampoco eres un-ala. No sé dónde clasificarte, pero debes sentirte muy sola.
Terminaron de cenar en medio de un silencio tenso e inseguro.
Cuando hubieron retirado las tazas del postre, el Señor del Tierra despidió a su familia, consejeros y guardianes, para quedarse a solas con los cuatro alados y con Evan. Intentó que también el curandero se retirase, pero no lo consiguió.
—Maris sigue bajo mis cuidados. Me quedaré con mi paciente.
El Señor de la Tierra le dirigió una mirada furiosa, pero prefirió no forzar la situación.
—Muy bien —dijo de pronto—, tenemos que hablar de negocios. Negocios de alados —clavó unos ojos ardientes en Maris—. Iré al grano. He recibido un mensaje de mi colega, el Señor de Amberly Menor. Pregunta por tu salud. Tus alas hacen falta allí. ¿Cuándo estarás lo suficientemente recuperada para volver a Amberly?
—No lo sé. Como puedes ver, estoy bastante bien. Pero el vuelo de Thayos a Amberly es agotador para cualquier alado, y todavía no he recuperado las fuerzas. Saldré de Thayos tan pronto como pueda.
—Un largo vuelo —asintió Jem—. Sobre todo para alguien que ni siquiera hace vuelos cortos.
—Sí. El curandero y tú habéis dado un largo paseo para llegar aquí. Pareces haber recuperado la salud. Me han dicho que tus alas están reparadas. Sin embargo, no vuelas. Nunca has venido al risco de los alados. No practicas. ¿Por qué?
—Todavía no estoy preparada.
—Ya te lo he dicho, Señor de la Tierra —dijo Jem—. Aunque lo parezca, todavía no se ha recuperado. Si pudiera, echaría a volar ahora mismo. —Volvió la vista hacia ella—. Lo lamento mucho si te hiero, pero es la verdad. Yo también soy un alado. Lo sé. Un alado vuela. No hay forma de retener en tierra a un alado sano. Me han dicho que amabas volar más que nada en el mundo.
—Así era. Así es.
—Señor de la Tierra… —empezó Evan.
Maris le interrumpió.
—No, Evan, la responsabilidad no es tuya. Yo lo diré. —Se volvió de nuevo hacia el Señor de Thayos—. Todavía no estoy repuesta del todo. Hay algo que no va bien con mi sentido del equilibrio. Pero está curándose. Ya no funciona tan mal como antes.
—Lo siento —dijo rápidamente Tya.
Jem meneó la cabeza.
—¡Oh, Maris! —susurró Corina.
Parecía inundada por la pena, estaba a punto de llorar. Corina no había heredado la malicia de su padre, y sabía lo que significaba el equilibrio para un alado.
—¿Puedes volar? —preguntó el Señor de la Tierra.
—No lo sé —admitió Maris—. Necesito más tiempo.
—Ya has tenido bastante tiempo —señaló. A continuación, se volvió hacia Evan—. ¿Puedes garantizar que se recobrará, curandero?
—No —dijo Evan con tristeza—. No puedo afirmarlo. No lo sé.
—Este asunto incumbe al Señor de Amberly Menor —gruñó—, pero la responsabilidad recae sobre mí. Y yo digo que un alado que no puede volar no es un alado, y no necesita las alas. Si no estamos seguros de que te vayas a recuperar, sólo un loco esperaría. Te lo pregunto de nuevo, Maris: ¿puedes volar?
Tenía los ojos fijos en ella. Las comisuras de los labios se le contrajeron en un gesto malicioso, y Maris supo que se le había terminado el tiempo.
—Puedo volar —afirmó.
—Bien. Esta noche es un momento tan bueno como cualquiera. Dices que puedes volar. Demuéstralo.
La caminata a lo largo del húmedo y goteante túnel era tan larga como Maris recordaba. E igual de solitaria, aunque esta vez llevara compañía. Nadie hablaba. El único sonido era el eco de los pasos. Dos guardianes caminaban delante, portando las antorchas. Los alados llevaban sus alas.
A aquel lado de la montaña, la noche era gélida y rutilante. El mar se movía incesantemente bajo ellos, una presencia enorme y oscura. Maris subió los escalones que conducían al risco de los alados. Lo hizo lentamente y, cuando llegó a la cima, las piernas le dolían y le costaba respirar.
Evan le cogió las manos un momento.
—¿Puedo convencerte de que no lo intentes?
—No.
—Eso me temía. Vuela bien, entonces.
La besó y se apartó de ella.
El Señor de la Tierra estaba al borde del acantilado, flanqueado por sus guardianes. Tya y Jem desplegaron sus alas. Corina se mantuvo atrás hasta que Maris la llamó.
—No estoy enfadada —dijo—. No esculpa tuya. Un alado no es responsable del mensaje que lleva.
—Gracias —susurró Corina.
Su hermosa carita estaba pálida bajo la luz de las estrellas.
—Si fracaso, llevarás mis alas a Amberly, ¿verdad?
Corina asintió con un esfuerzo.
—¿Sabes qué piensa hacer el Señor de la Tierra con ellas?
—Se las dará a otro alado, quizá a uno que las haya perdido en competición. Hasta que encuentre a alguien… Bueno, mamá está enferma, pero papá todavía puede volar.
Maris dejó escapar una suave carcajada.
—Todo esto es de una ironía increíble. Corm siempre ha querido mis alas. Pero, una vez más, haré todo lo posible por mantenerlas fuera de su alcance.
Corina sonrió.
Tenía las alas completamente extendidas. Maris sintió el familiar e insistente embate del viento contra ellas. Comprobó las correas y los montantes, apartó a Corina a un lado y avanzó hasta el borde del risco. Se detuvo allí y miró hacia abajo.
El mundo retrocedió, tambaleándose como un borracho. Abajo, en la lejanía, las olas rompían contra las negras rocas: el mar y la piedra enzarzados en su eterna guerra. Tragó con dificultad e intentó no tambalearse. Lentamente, el mundo volvió a ser sólido y seguro. Sin movimiento. Era sólo un risco, como cualquier otro risco, y abajo estaba el océano interminable. El cielo era su amigo. Su amante.
Maris flexionó los brazos y se agarró a las correas. Luego respiró profundamente y saltó.
El impulso la apartó limpiamente del borde, el viento la recogió y la sostuvo. Era un viento frío, fuerte. Un viento que llegaba hasta los huesos. No agitado y furioso, no. Un buen viento para volar. Se relajó y se entregó a él. Se deslizó hacia abajo, dando una vuelta, trazando una amplia y elegante curva.
Pero la corriente de aire volvió a empujarla hacia la montaña. Maris alcanzó a ver al Señor de la Tierra y a los demás alados que esperaban allí. Jem había desplegado las alas y se preparaba para saltar. Maris no se decidía a alejarse de ellos. Trazó un arco con el cuerpo para mejor captar el viento.
El cielo dio un bandazo y se tornó fluido a su alrededor. Se elevó demasiado y, cuando intentó corregir la posición desplazando el peso en dirección contraria, dio la vuelta inesperadamente. El aliento se le congeló en la garganta.
El sentido del aire había desaparecido. Maris cerró los ojos un instante, sintiéndose mareada. Estaba cayendo, todo su cuerpo gritaba. Estaba cayendo, los oídos le aullaban y el sentido del aire la había abandonado. Siempre los conoció: los cambios sutiles del viento, las leves alteraciones, ante las que reaccionaba antes de ser siquiera consciente de ellas, el sabor de una tormenta que aún no se había desencadenado y el presagio del aire sin vientos. Todo eso había desaparecido. Voló a través de un interminable océano de aire vacío, sin sentir nada, mareada. Y ese extraño y salvaje viento al que no comprendía la tenía entre sus garras.
Sus grandes alas plateadas se agitaban salvajemente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el cuerpo se le estremecía. Maris abrió de nuevo los ojos, invadida repentinamente por la desesperación. Recobró la serenidad e intentó volar confiando únicamente en la visión. Pero las rocas se movían, todo estaba demasiado oscuro y las estrellas del cielo parecían bailar y cambiar de posición, como si se burlasen de ella.
El vértigo la atenazó y la devoró. Maris se soltó de los asideros —jamás había hecho una cosa así, jamás— y dejó de volar, limitándose a colgar de las alas. Se encogió bajo las correas y vomitó en el océano la cena del Señor de la Tierra. Volvió a agarrar los asideros de las alas e intentó remontarse con el viento, pero todo lo que consiguió fue un giro a barlovento que la llevó a un picado. Intentó corregirlo, pero no pudo.
Estaba gritando.
El mar subió a su encuentro. Brillante. Cambiante.
Le dolían los oídos.
No podía volar. Era una alada, siempre había sido una alada, la amante del viento, Alas de Madera, niña del cielo, sola, el cielo era su hogar, alada, alada, alada, y no podía volar.
Cerró los ojos para que el mundo pudiera seguir inmóvil.
Con una bofetada y un chorro de agua salada, el mar la acogió. La había estado esperando, pensó Maris. Todos aquellos años.
—Déjame sola —dijo aquella noche, cuando volvieron a casa.
Evan obedeció.
Maris durmió la mayor parte del día siguiente.
Al otro, Maris despertó temprano, cuando las primeras luces del amanecer entraron en la habitación. Se encontraba espantosamente mal, fría y sudorosa, con un gran peso sobre el pecho. Por un momento, no supo qué le sucedía. Luego lo recordó. Ya no tenía alas. Intentó pensar en ello, pero la desesperación, la rabia y la autocompasión hicieron presa en ella. Se acurrucó otra vez entre las sábanas e intentó volver a dormir. Mientras durmiera, no tendría que enfrentarse a la pérdida.
Pero el sueño no acudía. Por fin, se levantó. Evan estaba en la cocina, friendo unos huevos.
—¿Hay hambre? —preguntó.
—No —respondió Maris, con la mente nublada.
Evan asintió y cascó dos huevos más. Maris se sentó a la mesa y, cuando tuvo el plato delante, se dedicó a comer, con indiferencia.
Era un día húmedo y ventoso, con la tormenta flotando en el aire. Cuando terminó de desayunar, Evan le habló de su trabajo. Al mediodía, dejó sola a Maris. Ella se dedicó a vagar sin propósito por la casa vacía. Finalmente, se sentó ante una ventana para contemplar la lluvia.
Evan volvió después del anochecer, empapado y desanimado. Maris seguía sentada ante la ventana, en la casa fría y oscura.
—Podrías haber encendido el fuego —gruñó el curandero, con tono disgustado.
—Lo siento —respondió mirando al vacío—. No se me ocurrió.
Evan prendió el fuego. Maris se acercó a ayudarle, pero él la rechazó y la apartó a un lado. Comieron en silencio. La cena pareció devolver ánimos a Evan. Al terminar, preparó un poco de su té especial, colocó un tazón frente a ella y se sentó en su sillón favorito.
Maris saboreó el té humeante, consciente de que los ojos del curandero estaban fijos en ella. Levantó la cabeza y le miró.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Evan.
Meditó un momento la respuesta.
—Muerta —dijo por fin.
—Hablame de ello.
—No puedo —dijo, empezando a llorar—. No puedo.
Cuando se dio cuenta de que el llanto no llevaba camino de cesar, Evan le preparó una poción para dormir y la llevó a la cama.
Al día siguiente, Maris salió fuera de la casa.
Tomó un camino que le había indicado Evan, un sendero fácil que no llevaba a los acantilados, pero sí al mar. Pasó el día caminando por una playa fría, llena de guijarros, que parecía interminable. Cuando se cansaba, se sentaba al borde del mar. Tiraba guijarros a las olas, y disfrutaba melancólicamente cuando rebotaban en el agua para a continuación hundirse.
Pensó que el mar era diferente allí. Frío y gris, sin colores. Echaba de menos los brillantes verdes y azules de las aguas que costeaban Amberly.
Las lágrimas le corrieron por las mejillas, pero no se molestó en secárselas. A ratos se daba cuenta de que estaba sollozando, pero no conseguía recordar cuándo ni por qué había empezado a llorar.
El mar era vasto y solitario, la playa vacía parecía perderse en la eternidad, y el cielo nublado y salvaje lo rodeaba todo. Pero Maris se sentía encerrada, asfixiada. Pensó en todos los sitios del mundo que nunca volvería a ver, y el recuerdo de cada uno era un nuevo y lacerante dolor. Pensó en las impresionantes ruinas de la Antigua Fortaleza de Laus. Recordó la academia Alas de Madera, enorme y oscura, enclavada en Colmillo de Mar. El Templo del Dios del Cielo en Deeth. Los elegantes castillos de la princesa alada en Artellia. Los molinos de Ciudad Tormenta. La Casa del Viejo Capitán, imposiblemente antigua. Los poblados arborícolas de Setheen y Alessy, los osarios y los campos de batalla de Lomarron, los viñedos de Amberly, la recargada atmósfera de la cervecería de Riesa en Skulny. Lo había perdido todo. Y el Nido de Águilas… Un barco podría llevarla a cualquier parte, pero el Nido era un lugar para alados, y ahora sus puertas se le habían cerrado para siempre.
Pensó en sus amigos, tan repartidos por todo Windhaven como las innumerables islas que componían el planeta. Algunos podrían visitarla, pero muchos otros acababan de desaparecer de su vida como si ya no existieran. La última vez que le vio, T’Mar estaba gordo y feliz en su casita de piedra en Hethen, enseñando a su nieta a extraer belleza de un trozo de piedra. Ahora, para ella, estaba tan muerto como Halland. Era un recuerdo, nada más. Nunca volvería a ver a Reid ni a su hermosa y alegre esposa. Nunca volvería a pasar la noche bebiendo cerveza con Riesa, compartiendo con ella el recuerdo de Garth. No compraría más chucherías de madera a S’Mael, ni bromearía con el cocinero de aquella pequeña taberna de Poweet.
Nunca volvería a contemplar las competiciones anuales, ni se sentaría a chismorrear o a cantar en una fiesta, rodeada de alados.
Los recuerdos la atravesaban como un millar de cuchillos, y Maris gritó su dolor. Lloró hasta que apenas pudo respirar. Era perfectamente consciente del aspecto que debía de tener: una vieja ridícula llorando y gimiendo sola en la playa. Pero no era capaz de contenerse.
Apenas se atrevía a pensar en el vuelo, en la alegría, en la libertad que había perdido para siempre. Pero los recuerdos llegaron solos: el mundo extendiéndose bajo ella, la felicidad de tener alas, la emoción de volar ante una tormenta, los múltiples colores del cielo, la magnífica soledad de las alturas… Todas las cosas que no volvería a experimentar más que a través del recuerdo. En una ocasión, descubrió una corriente ascendente que la llevó casi hasta el infinito, hasta los lugares por los que se movieron los navegantes de las estrellas. Desde allí no se veía el mar, no había nada que volase a excepción de los extraños y etéreos espectros del viento. Siempre recordaría aquel día, siempre.
El mundo se oscureció a su alrededor. Las estrellas aparecieron. El sonido del mar lo llenaba todo. Estaba entumecida, empapada hasta los huesos, vacía de lágrimas mientras intentaba enfrentarse al vacío que era su vida. Por fin se levantó e inició el largo camino de regreso hacia la cabaña, dando la espalda al mar y al cielo.
La casa estaba caldeada, repleta del sabroso aroma de un estofado. La visión de Evan de pie, junto al fuego, hizo que el corazón le latiera más de prisa. Aquellos ojos azules eran infinitamente tiernos cuando pronunciaba su nombre. Corrió hacia él y le rodeó con los brazos, abrazándole como si fuera todo en la vida para ella. Cerró los ojos para combatir el vértigo.
—Maris —repitió el curandero—. Maris.
La voz del hombre sonaba complacida y sorprendida. Sus brazos la rodearon, la estrecharon, protectores. Luego la llevó hasta la mesa y puso un plato frente a ella.
Habló mientras comían, contándole lo que había pasado durante el día. Una aventura persiguiendo a un venado, los problemas para encontrar un arbusto con moras plateadas ya maduras, el postre especial que había preparado…
Maris asentía sin apenas entenderle, reconfortada por el sonido de su voz, deseosa de que siguiera. Las palabras del hombre, su presencia, le decían que el mundo todavía no había terminado.
Al rato, le interrumpió.
—Tengo que saberlo, Evan. Esta… Esta lesión que tengo… ¿Hay posibilidades de que se cure alguna vez? ¿Podré…? ¿Me recuperaré?
Evan dejó la cuchara en el plato y, por un momento, la alegría huyó de su rostro.
—No lo sé, Maris. Y no creo que nadie pueda decirte si tu estado es temporal o permanente. No puedo estar seguro.
—Entonces, dime lo que tú crees. Tu opinión.
El dolor se reflejó en los ojos del curandero.
—No —dijo con voz sosegada—. No creo que llegues a recuperarte del todo. No creo que puedas recuperar lo que has perdido.
Ella asintió, con el rostro tranquilo.
—Comprendo. —Se separó de la mesa—. Gracias. Tenía que preguntarlo. No sé por qué, pero seguía albergando esperanzas.
Se levantó.
—Maris…
Le hizo un gesto para que no siguiera.
—Estoy cansada. Ha sido un día muy duro y tengo que pensar, Evan. Necesito decidir algo, tengo que estar sola. Lo siento. —Se obligó a sonreír—. El estofado estaba muy bueno. Lamento perderme ese postre especial que has preparado, pero no tengo mucha hambre.
La habitación estaba fría y a oscuras cuando Maris despertó. El fuego se había apagado. Se sentó en la cama y miró hacia la oscuridad. Ya no hay lágrimas, pensó. Ha pasado.
Cuando apartó las mantas y se levantó, el suelo se tambaleó bajo sus pies y, por un momento, vaciló insegura. Luego se irguió, se puso una túnica corta y se dirigió hacia la cocina, donde encendió una vela con los rescoldos que se consumían en la chimenea. El suelo de madera le enfriaba los pies desnudos a medida que se dirigía hacia el vestíbulo, pasando junto al taller en el que Evan preparaba las pociones y ungüentos, y las vacías habitaciones reservadas para los que acudían a él.
Cuando la puerta se abrió, Evan se estiró, dio media vuelta y pestañeó al verla.
—Maris —dijo con voz ronca por el sueño—. ¿Sucede algo?
—No quiero estar muerta.
Maris atravesó la habitación y encendió el candil de la mesita de noche. Evan se incorporó y la tomó de la mano.
—He hecho todo lo posible como curandero. Si quieres mi amor… Si me quieres a mí…
Le acalló con un beso.
—Sí —respondió.
—Querida —susurró Evan, contemplándola a la luz de las velas.
Las sombras daban un aspecto extraño a su rostro. Por un momento, se sintió insegura y asustada.
Pero el momento pasó. Él apartó las sábanas, ella se despojó de la túnica y se metió en la cama con él. La rodeó con los brazos, la acarició con unas manos gentiles, cariñosas y familiares. El cuerpo del hombre era cálido y estaba lleno de vida.
—Enséñame a curar —pidió Maris a la mañana siguiente—. Quiero trabajar contigo.
Evan sonrió.
—Muchas gracias, pero no es fácil, ¿sabes? ¿A qué viene ese repentino interés por las artes curativas?
—Tengo que hacer algo, Evan. Sólo sé volar. Nunca he hecho otra cosa. Puedo tomar el barco y volver a Amberly, y pasar el resto de mis días en la casa que heredé de mi padrastro, sin hacer nada. Me mantendrán aunque no me lo gane. La gente de Amberly no permite que sus alados terminen como mendigos. —Se separó de la mesa de desayuno y empezó a caminar—. O puedo quedarme aquí, si encuentro algo en lo que ocuparme. Si no hago alguna cosa útil para llenar mis días, los recuerdos me volverán loca. Ya ha pasado la época en que podía tener hijos. Hace años, opté por no ser madre. Y no puedo pilotar un barco, ni entonar una melodía, ni construir una casa. Los jardines que he plantado acaban siempre por morirse. No tengo futuro como mendiga, y si trabajara en un comercio, si tuviera que pasarme el día vendiendo cosas, terminaría por darme a la bebida.
—Ya veo que has considerado todas las opciones —dijo Evan, con la sombra de una sonrisa en los labios.
—Exacto —replicó Maris con seriedad—. No sé si reúno las condiciones necesarias para ser curandera. No hay ningún motivo para creerlo. Pero estoy decidida a esforzarme al máximo, y además tengo memoria de alado. No confundiré los venenos con las pociones curativas. Puedo ayudarte a recoger hierbas, a mezclar remedios, a sujetar a los pacientes mientras les operas, a lo que sea. He ayudado en dos partos, puedo hacer todo lo que me pidas, cualquier cosa para la que necesites otro par de manos.
—Llevo mucho tiempo trabajando solo, Maris. No tengo paciencia con la torpeza, la ignorancia o los errores.
Maris le sonrió.
—O con opiniones que difieran de la tuya.
—Sí —rió—. Supongo que podré enseñarte, y no me vendrá mal tu ayuda. Pero no me creo ese «haré todo lo que me pidas». Empiezas un poco tarde para ser una humilde criada.
Maris le miró, intentando que en su rostro no se reflejara el repentino pánico que sentía. ¿Qué podría hacer si se negaba? No quería dar la impresión de estar suplicando una excusa para quedarse a su lado.
Evan debió de notar algo, porque le tomó la mano y se la sostuvo con fuerza.
—Podemos intentarlo. Si tú quieres aprender, yo quiero enseñarte. Ya es hora de que transmita mis conocimientos a otro. Así, si me pica una garrapata azul o contraigo la fiebre de la mentira, con mi muerte no se perderá todo.
Maris sonrió, aliviada.
—¿Cuándo empezamos?
Evan lo pensó un momento antes de responder.
—Hay aldeas y campamentos por los que no he pasado desde hace medio año. Podríamos viajar un par de semanas y hacer la ronda. Así tendrías una idea de en qué consiste mi trabajo, y averiguaríamos si tienes estómago. —Le soltó la mano y se dirigió hacia el almacén—. Ayúdame a hacer el equipaje.
Maris aprendió muchas cosas en los viajes con Evan a través de los bosques. Algunas eran agradables.
Se trataba de un trabajo duro. Evan, tan paciente como curandero, era un maestro exigente. Pero Maris se alegraba de ello. Prefería que la obligaran a trabajar con todas sus fuerzas, hasta que no podía más. No tenía tiempo para pensar en su pérdida y, por las noches, dormía profundamente.
Pero, pese a que disfrutaba siendo útil y realizaba alegre todas las tareas que Evan le encomendaba, en esta nueva vida había exigencias que a Maris le costaba mucho cumplir. Resultaba difícil dar ánimos a un extraño, y más difícil todavía era no poder dar ni eso. Maris tuvo pesadillas con una mujer que había perdido a su hijo. Fue Evan quien se lo dijo, claro, pero la pobre mujer dirigió su pena y su rabia contra Maris, negándose a creer la noticia, pidiendo un milagro que nadie podía realizar. Maris se maravillaba de que Evan pudiera ofrecer tanto de sí mismo, absorber tanto dolor, miedo y pena, año tras año, sin derrumbarse. Intentó imitar la serenidad, los modales firmes y gentiles del curandero, recordándose a sí misma constantemente que Evan le dijo que era fuerte.
Maris se preguntaba si, con el tiempo, conseguiría más habilidad y confianza en sí misma. A veces, Evan parecía saber qué hacer por puro instinto, de la misma manera que algunos Alas de Madera se lanzaban al viento como si hubieran nacido para ello, mientras que otros se debatían sin esperanzas, les faltaba ese especialísimo sentido del aire. Evan, con un simple toque, podía calmar a una persona dolorida. Maris no tenía ese don.
Cuando cayó la noche de su decimonoveno día de viaje, Maris y Evan no se detuvieron para acampar, sino que apresuraron la marcha. Hasta Maris, para la que todos los árboles eran iguales, reconoció aquella parte del bosque. La casa de Evan apareció bruscamente ante ellos.
De pronto, Evan la agarró por la muñeca, deteniéndola. Miraba hacia adelante, hacia la casa. En la ventana había luz, y salía humo por la chimenea.
—¿Un amigo? —aventuró Maris—. ¿O alguien que necesita tus servicios?
—Quizá, pero hay otras posibilidades. Desarraigados, gente a la que han expulsado de sus pueblos o aldeas por cometer algún crimen o hacer alguna locura. Suelen atacar a los viajeros o irrumpir en las casas y esperar…
Se acercaron en silencio, Evan unos pasos por delante, encaminándose hacia la ventana en vez de hacia la puerta.
—Un hombre y una niña. No parecen peligrosos —murmuró.
Era una ventana alta. Aún de puntillas y apoyada en Evan, Maris apenas llegaba a atisbar en el interior.
Vio a un hombre de aspecto rudo, con barba, sentado en una banqueta frente al fuego. A sus pies se sentaba una niña que le miraba directamente al rostro.
El hombre volvió lentamente la cabeza, y el fuego arrancó destellos rojos de su cabello negro. La luz le iluminó el rostro.
—¡Coll! —gritó alegremente.
Se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero Evan la sostuvo a tiempo.
—¿Tu hermano?
—¡Sí!
Rodeó la casa corriendo, y no había hecho más que poner la mano en el picaporte cuando la puerta se abrió desde dentro y Coll la envolvió en un abrazo de oso.
A Maris nunca dejaba de sorprenderle la corpulencia de su hermanastro. Solía verle con intervalos de varios años, y en ese tiempo siempre le recordaba como el joven Coll, su hermanito pequeño, delgado, inseguro y frágil, que sólo se sentía a gusto con la guitarra en las manos, que sólo se crecía cuando cantaba.
Pero su hermanito se había desarrollado, había crecido hasta alcanzar aquella imponente altura. Años de viajes, ganándose el pasaje hacia las demás islas trabajando como marinero, haciendo cualquier tipo de labor cuando su público era demasiado pobre para pagar las canciones, le habían fortalecido. Su pelo, de un rojo dorado, se había oscurecido hasta alcanzar aquel tono castaño. Ahora el rojo sólo se atisbaba en la barba o en reflejos ocasionales.
—Tú debes de ser Evan, el curandero —dijo, dirigiéndose al hombre. Mantenía a Maris en el aire, bajo el brazo. Al ver el asentimiento de Evan, siguió hablando—. Siento no haber sido más cortés, pero en Puerto Thayos nos dijeron que Maris vivía aquí, contigo. Llevamos cuatro días esperando que aparezcáis. Rompí una contraventana para entrar, pero ya la he arreglado. Creo que la he dejado mejor que antes. —Volvió a mirar a Maris y estrechó el abrazo—. Teníamos miedo de que te hubieras marchado ya.
Maris se puso tensa. Vio la preocupación reflejada en el rostro de Evan, y negó ligeramente con la cabeza.
—Tenemos que hablar. Ven, siéntate junto al fuego. Se me van a caer las piernas de tanto andar. ¿Puedes preparar un poco de ese maravilloso té tuyo, Evan?
—He traído kivas —intervino rápidamente Coll—. Me dieron tres botellas a cambio de una canción. ¿Caliento una?
—Estupendo —respondió Maris.
Mientras rebuscaba en la alacena donde se guardaban los pesados tazones de arcilla, volvió a ver a la niña, oculta en las sombras, y se detuvo de golpe.
—¿Bari?
La niñita avanzó con timidez, la cabeza inclinada, mirando disimuladamente hacia arriba.
—Bari —repitió cálidamente—. ¡Eres tú! ¡Soy tu tía Maris! —Se inclinó para abrazarla, antes de alejarla de ella para verla mejor—. No me recuerdas, claro. La última vez que te vi, abultabas menos que un nido de pájaro.
—Mi padre canta sobre ti —dijo Bari.
Su voz resonó con la claridad de una campana.
—¿Tú también cantas?
Bari se encogió de hombros y miró al suelo.
—A veces —murmuró.
Bari era una chiquilla delgada de unos ocho años. Tenía muy cortos los luminosos cabellos castaños, peinados como una caperuza que enmarcaba el rostro pecoso en forma de corazón. Sus ojos grises eran enormes. Vestía como una versión en miniatura de su padre, una túnica de lana sujeta con un cinturón, sobre unos pantalones de cuero. De una correa que llevaba alrededor del cuello, pendía un trozo de resina endurecida color dorado.
—¿Por qué no traes cojines y mantas y las pones ante el fuego para que estemos cómodos? —sugirió Maris—. Están en ese armario del rincón.
Cogió los tazones y volvió junto al hogar. Coll la tomó de la mano y la atrajo hacia el suelo, para sentarla a su lado.
—Es maravilloso verte caminar, sana —dijo con su profunda y cálida voz—. Cuando me enteré del accidente, temí que quedaras lisiada, como nuestro padre. Esperaba recibir alguna noticia buena a lo largo del viaje desde Poweet, pero nunca llegó. Me han dicho que fue una caída terrible, entre las rocas, que te rompiste las dos piernas y un brazo. Pero ahora por fin te veo, y te veo entera. ¿Cuándo piensas volar hacia Amberly?
Maris miró a los ojos del hombre al que, pese a no llevar la misma sangre, había querido como hermano durante más de cuarenta años.
—Nunca volveré a Amberly, Coll —dijo con voz monótona—. Nunca volveré a volar. La caída me hizo más daño del que creía. El brazo y las piernas se me han curado, pero hay algo que sigue enfermo. Cuando me golpeé la cabeza… No tengo sentido del equilibrio. No puedo volar.
Coll la miró boquiabierto, y la alegría le desapareció del rostro. Negó con la cabeza.
—Maris… No…
—Es inútil decir que no. He tenido que aceptarlo.
—¿No hay nada que…?
Evan les interrumpió, para alivio de Maris.
—Nada. Maris y yo hemos hecho todo lo posible. Las lesiones cerebrales son algo misterioso. No sabemos exactamente qué pasó, y casi aseguraría que no hay curandero en todo Windhaven que sepa qué hacer para curarla.
Coll asintió, con gesto confuso.
—No quería insinuar que… Es que me cuesta aceptarlo, Maris. ¡No puedo imaginarte atada a la tierra!
Maris sabía que lo decía de corazón, pero la compasión y la incapacidad de comprender de su hermanastro le hacían daño. Abrían otra vez las heridas.
—No tienes que imaginarlo —dijo secamente—. Ahora, ésta es mi vida. Cualquiera puede darse cuenta. Las alas han partido ya hacia Amberly.
Coll no dijo nada. Maris no quería ver el dolor reflejado en su rostro, así que desvió la vista hacia el fuego, permitiendo que el silencio se impusiera. Oyó el descorchar de una botella de piedra, y a Evan escanciar el kivas en tres tazones.
—¿Puedo probar? —preguntó Bari, acurrucada junto a su padre, mirando esperanzada hacia arriba.
Coll le dedicó una sonrisa y le alborotó el cabello.
Al ver juntos al padre y a la hija, la tensión se disolvió repentinamente dentro de Maris. Se encontró con la mirada de Evan cuando el curandero le puso en las manos un tazón del humeante vino especiado. Le sonrió.
Volvió la vista hacia Coll. Iba a dirigirle la palabra cuando advirtió la guitarra que yacía, como siempre, al alcance de la mano del bardo. Su visión desencadenó un torrente de recuerdos, y por un momento le pareció que Barrion, muerto desde hacía varios años, volvía a estar con ellos, en la habitación. Aquella guitarra había sido suya, y él afirmaba que llevaba generaciones en la familia, pasando de padres a hijos desde los tiempos de los navegantes de las estrellas. Nunca supo si creerle o no —las exageraciones y las hermosas mentiras brotaban de los labios del bardo tan fácilmente como respiraba—, pero el instrumento era muy antiguo. Se lo había confiado a Coll, su protegido, el hijo que nunca tuvo. Maris extendió el brazo para sentir el tacto de la suave madera, oscurecida por los múltiples pulidos y el uso constante.
—Canta para nosotros, Coll —sugirió—. Canta algo nuevo.
Casi antes de que terminara de decirlo, él ya tenía la guitarra en las manos, apoyada contra el pecho. Las cálidas notas resonaron en la habitación.
—La he titulado El Lamento del Bardo —dijo con una sonrisa sarcástica.
Y empezó a entonar una canción melancólica e irónica a la vez, sobre un bardo cuya mujer le abandona porque ama demasiado la música. Maris sospechó que cantaba sobre su propio matrimonio, pese a que Coll nunca le dijo por qué había terminado, y ella estuvo demasiado lejos para saberlo de primera mano.
El estribillo de la canción decía así: Un bardo casar no debe,/ un bardo no ha de desposar./ Sólo a la música besar puede,/ sólo con una canción reposar.
Luego cantó una tonada sobre el turbulento amor entre un altivo Señor de la Tierra y una aún más altiva un-ala. Maris reconoció uno de los nombres, pero era la primera vez que oía la historia.
—¿Es cierto eso? —preguntó cuando sonó la última nota.
Coll se echó a reír.
—Recuerdo que solías hacerle la misma pregunta a Barrion, así que te daré la misma respuesta que él: ¡No puedo decirte cuándo ni dónde aconteció, pero sigue siendo una historia auténtica!
—Canta ahora mi canción —pidió Bari.
Coll besó a su hija en la nariz y cantó una fantasía sobre una niñita llamada Bari que se hacía amiga de una escila, que se la llevaba a buscar un tesoro escondido en una cueva marina.
Después cantó viejas canciones: la balada de Aron y Jeni, la canción de los alados fantasmas, la del loco Señor de Kennehut, y su propia versión de la canción de las Alas de Madera.
Más tarde, cuando Bari ya estaba en la cama y los tres adultos apuraban la última botella de kivas, se dedicaron a hablar de su vida. Más calmada ahora, Maris comunicó a Coll su decisión de quedarse con Evan. Una vez pasada la primera sorpresa, Coll disimuló la compasión que sentía por ella, pero le hizo saber que no comprendía aquella elección.
—Pero ¿por qué quedarte aquí, en las Orientales, lejos de todos tus amigos? —Y, con cortesía de borracho, añadió—: No es que quiera menospreciarte, Evan.
—Dondequiera que elija vivir, estaré lejos de mucha gente. Ya sabes lo dispersos que están mis amigos.
Tomó un sorbo de la bebida, intoxicantemente cálida, sintiendo la liberación que le proporcionaba.
—Vuelve conmigo a Amberly, Maris —insistió Coll—. Puedes vivir en la casa donde crecimos. Podemos esperar a la primavera para que el mar esté tranquilo, pero el viaje desde aquí no es tan peligroso. Créeme.
—Quédate con la casa. Bari y tú podríais vivir allí. O véndela, si lo prefieres. No puedo volver. Hay demasiados recuerdos. Aquí, en Thayos, he empezado una nueva vida. No será fácil, pero Evan me ayudará. —Le tomó la mano—. No puedo vivir sin hacer nada. Prefiero ser útil.
—Pero… ¿cómo curandera? —Coll agitó la cabeza—. Me resulta raro verte así. —Miró a Evan—. ¿Tiene madera para eso? Quiero saber la verdad.
Evan apretó la mano de Maris con la suya.
—Aprende de prisa —dijo tras pensar un momento—. Quiere ayudar, y no titubea ante las tareas más difíciles. Aún no sé si tiene madera de curandera, ni si llegará a adquirir la habilidad necesaria.
»Pero debo admitir, no sin cierto egoísmo, lo que me alegra que se quede conmigo. Tengo la esperanza de que no se vaya nunca.
El rubor le tiñó las mejillas, y Maris inclinó la cabeza para beber. Las últimas palabras la habían sorprendido agradablemente. Evan y ella habían intercambiado muy pocas frases de amor. Ninguna promesa, nada de extravagantes manifestaciones o cumplidos. Siempre procuraba apartarse la idea de la cabeza pero, en su interior, temía no haber dejado elección a Evan. Se había instalado en su vida antes de que pudiera pensárselo mejor. Pero, ahora, en su voz se leía el amor.
Se hizo el silencio en la habitación. Maris lo rompió preguntando a Coll sobre Bari.
—¿Cuánto tiempo hace que viaja contigo?
—Unos seis meses, ahora —dijo, vaciando el tazón y tornando la guitarra para rasguearla suavemente mientras hablaba—. El nuevo marido de su madre es un hombre violento. Una vez, pegó a Bari. Mi ex esposa no sabe decirle que no a nada, pero no puso objeciones a que me llevara a la niña. Según ella, su nuevo marido está celoso de Bari. Están intentando tener un hijo.
—¿Cómo se encuentra Bari?
—Creo que se alegra de venir conmigo. Es una chiquilla muy tranquila. Sé que echa de menos a su madre, pero está contenta de haber salido de una casa donde nada de lo que hacía parecía estar bien hecho.
—¿Estás enseñándole a cantar? —inquirió Evan.
—Si quiere ser barda, lo haré. Yo era más joven que ella cuando empecé, pero Bari aún no sabe lo que quiere hacer con su vida. Canta muy bien, pero ser bardo es algo más que cantar canciones de otros, y aún no ha demostrado talento para componer las suyas propias.
—Todavía es muy joven —señaló Maris.
Coll se encogió de hombros y dejó a un lado la guitarra.
—Sí, todavía queda tiempo. No quiero presionarla —parpadeó y bostezó—. Ya es hora de que nos acostemos.
—Te llevaré a una habitación —dijo Evan.
Coll lanzó una carcajada y negó con la cabeza.
—No hace falta. He pasado cuatro días aquí, me siento como en casa.
Se levantó. Maris le imitó y empezó a recoger los tazones vacíos. Besó a Coll para desearle buenas noches, y se estremeció cuando Evan apagó el fuego y volvió a colocar los muebles en su sitio, esperando el momento en que salieran, cogidos de la mano, hacia la cama que compartían.
Durante los días que siguieron, Coll mantuvo bien alto el ánimo de Maris. Pasaban largas horas juntos, mientras el bardo le contaba sus aventuras y cantaba para ella. Desde que Coll partió por primera vez con Barrion y Maris se convirtió en una auténtica alada, no habían estado mucho tiempo juntos. Ahora, a medida que los días transcurrían en compañía de Coll y Bari, llegaron a intimar más que nunca desde la niñez de Coll. Le habló por primera vez de su fracaso matrimonial, y de que la culpa había sido suya por pasar tanto tiempo fuera de casa. Maris no habló del accidente, ni de lo infeliz que se sentía, pero tampoco hizo falta. Coll sabía muy bien lo que significaban las alas para ella.
Sin que nadie se diera cuenta, los días se convirtieron en semanas, y Coll seguía allí con Bari. El bardo se acercaba a menudo a Thossi y a Puerto Thayos para cantar en las tabernas, mientras Bari empezaba a acompañar a Evan en sus visitas. Era tranquila, no molestaba y prestaba mucha atención. Al curandero le complacía el interés de la chiquilla. Los cuatro vivían a gusto juntos, se turnaban en las labores del hogar y se reunían al atardecer para contarse historias o jugar junto al fuego. Maris decía a Coll, a Evan y a sí misma que estaba contenta. Que no pensaba en otra vida.
Y, un día, llegó S’Rella.
Maris estaba sola en casa aquella tarde, y fue la que le abrió la puerta. Su primera reacción fue de alegría al ver a una antigua amiga. Pero, cuando abrió los brazos para recibirla, vio las alas que S’Rella llevaba colgadas del hombro, y el corazón le dio un doloroso vuelco. Mientras hacía entrar a la alada y ponía a hervir la tetera, pensaba que pronto la abandonaría para marcharse volando.
Le costó un gran esfuerzo sentarse al lado de S’Rella y fingir interés para preguntarle qué noticias traía.
El rostro de S’Rella brillaba con una emoción a duras penas contenida.
—He venido por cuestión de trabajo, traigo un mensaje para ti. Me han encomendado que te invite a que tomes un barco hasta Colmillo de Mar. Quieren que te hagas cargo de la academia. En Alas de Madera hace falta un profesor fijo y experimentado, no como los que han pasado por allí durante los últimos seis años, que tan pronto venían como se iban. Alguien comprometido con la academia. Alguien conocido. Un líder. Tú, Maris. Todo el mundo ha pensado en ti. No hay nadie más adecuado que tú para el trabajo. Queremos que estés allí.
Maris pensó en Sena, muerta hacía casi quince años, y en cómo habían sido los últimos tiempos de su larga vida. La alada caída, lisiada, de pie en el risco de Alas de Madera, gritando roncamente mientras intentaba transmitir sus conocimientos a los jóvenes Alas de Madera que daban vueltas en el aire, sobre ella. Jamás volaría otra vez, estaba eternamente atada a la tierra, con una pierna casi inútil y un ojo blanquecino y ciego. Eternamente en el suelo, mirando las nubes tormentosas, viendo cómo las Alas de Madera se alejaban de ella volando, día tras día, año tras año. Durante todos aquellos años. Hasta que murió. ¿Cómo pudo soportarlo?
Un profundo escalofrío recorrió a Maris. Negó fieramente con la cabeza.
—¿Maris? —S’Rella parecía asombrada—. Siempre has sido la principal defensora de Alas de Madera. Todavía puedes hacer una gran labor. ¿Qué te pasa?
Maris la miró con la boca abierta. Estaba a punto de gritar.
—¿Cómo puedes preguntarlo? —dijo con voz sosegada.
—Pero… ¿Qué vas a hacer aquí, Maris? Sé cómo te sientes. Créeme. Pero tu vida no ha acabado. Recuerdo que, una vez, me dijiste que los alados éramos tu familia. Seguimos siéndolo. Es una locura que te aísles de esta manera. Vuelve. Nos necesitas, y te necesitamos. Alas de Madera es tu sitio. Nunca habría existido sin ti. No le des la espalda ahora.
—No lo entiendes —replicó Maris—. No puedes entenderlo. Tú vuelas.
S’Rella se acercó y tomó la mano de Maris. La sostuvo largo rato aunque seguía inerte entre las suyas, sin responder a la presión.
—Estoy intentando comprenderte. Sé lo que debes de estar sufriendo. Créeme. Desde que lo supe, no ha pasado un momento sin que me preguntara qué sería de mi vida si me lesionase. He llegado a estar en tierra todo un año, ya lo sabes, así que puedo hacerme una idea. Aunque nunca tuve que enfrentarme al hecho de que fuera para siempre. Todo el mundo lo ha pensado en un momento u otro. Al final, es algo que les ocurre a todos los alados. A veces en las competiciones, otras por lesiones, casi siempre por la edad.
—Siempre pensé que moriría. Nunca imaginé que seguiría viviendo sin poder volar.
S’Rella asintió.
—Lo sé. Pero, ahora que ha sucedido, tienes que hacerte a la idea.
—Ya lo he conseguido. O lo había conseguido. —Apartó la mano de su amiga—. He construido aquí una nueva vida. Si no hubieras venido… Si pudiera olvidar…
Por la expresión de S’Rella, se dio cuenta de que la había herido. Pero la alada negó decididamente con la cabeza.
—No puedes olvidar. Nunca lo conseguirás. Tienes que seguir adelante y hacer todo lo que puedas. Ven y enseña a los Alas de Madera. Quédate cerca de tus amigos. Aquí no haces más que esconderte, fingir que…
—De acuerdo, estoy fingiendo —dijo Maris con amargura. Se acercó a la ventana y miró a lo lejos, enfocando la vista en la mancha verde y marrón que era el bosque—. Pero necesito fingir para seguir viviendo. No puedo soportar que me recuerden constantemente lo que he perdido. Cuando te vi en la puerta, sólo podía pensar en tus alas, en cuánto me gustaría ponérmelas y alejarme volando de aquí. Creía que había dejado de pensar en ello. Creía que me había acostumbrado a esta vida. Quiero a Evan y estoy aprendiendo mucho para ser su ayudante. Ahora, soy útil. Disfruto teniendo a Coll cerca de mí, he conocido a su hija. Y la visión de un par de alas lo derrumba todo, convierte mi vida en cenizas.
El silencio llenó la habitación. Maris se dio media vuelta para enfrentarse a S’Rella. Vio lágrimas en el rostro de su amiga, pero también una empecinada desaprobación.
—De acuerdo —dijo Maris con un suspiro—, dime que me equivoco. Di lo que piensas.
—Creo que estás cometiendo un error. Creo que, a la larga, te estás creando dificultades. No puedes borrar toda tu vida anterior como si vivieras en un mundo sin alados. Puedes esconderte aquí y fingir que eres una aprendiza de curandero, pero nunca olvidarás quién eres de verdad. Eres una alada. Seguimos necesitándote. Sigues teniendo toda una vida por delante. Todavía no te has centrado, no has hecho las paces contigo misma… Y no quieres hacerlo. Ven a Alas de Madera, Maris.
—No. No. No. No podría soportarlo, S’Rella. Quizá tengas razón, quizá estoy cometiendo un error, pero lo he pensado mucho. Es lo único que puedo hacer. No soy capaz de soportar el dolor. Tengo que seguir viviendo, y para ello necesito olvidar lo que he perdido o me volveré loca. Tú no lo entiendes… No podría soportar verles volar a mi alrededor, disfrutando del viento, y saber que nunca podré unirme a ellos. Me recordarían constantemente lo que he perdido. No puedo. Alas de Madera tendrá que seguir adelante sin mí. No puedo volver.
Se detuvo temblando violentamente, atemorizada, con el recuerdo renovado de su pérdida.
S’Rella se levantó y la sostuvo hasta que pasó el temblor.
—Muy bien —dijo la alada suavemente—. No te presionaré. No tengo derecho a decirte lo que tienes que hacer con tu vida. Pero… Si cambias de opinión, si vuelves a reconsiderarlo dentro de una temporada, el puesto te estará esperando. Siempre. Es tu decisión. No pienso volver a tocar el tema.
Al día siguiente, Evan y ella se levantaron temprano. Pasaron la mañana animando a un cerúleo anciano enfermo que vivía en una solitaria choza del bosque. Bari, que se había levantado y jugaba bajo las primeras luces del alba, se unió a ellos, ya que su padre seguía durmiendo. Consiguió lo que ellos no lograron, arrancar una sonrisa de los labios del anciano. Maris se alegró cuando terminaron. Estaba deprimida, y los lamentos del anciano no conseguían más que irritarla. Varias veces tuvo que contenerse para no gritarle.
—Por cómo se quejaba, cualquiera diría que estaba a punto de morir —dijo Maris mientras volvían hacia casa.
Bari la miró con gesto extrañado.
—Está a punto de morir —dijo con su vocecita, mientras miraba a Evan en busca de apoyo.
—La niña tiene razón —asintió el curandero, malhumorado—. Los síntomas eran evidentes, ¿no has aprendido nada últimamente, o qué? Bari presta más atención que tú. Dudo que ese hombre viva más de tres meses. ¿Por qué crees que hemos preparado la tesis?
—¿Síntomas? —Maris se sentía confusa y avergonzada. Podía memorizar fácilmente todo lo que le decía Evan, pero aplicar los conocimientos resultaba mucho más complicado—. Se quejaba de dolor en las articulaciones. Pensé que… Es viejo, y los viejos suelen…
Evan hizo un gesto de impaciencia.
—¿Cómo supiste que se estaba muriendo, Bari?
—Porque tenía los codos y las rodillas como dijiste —explicó anhelosa, orgullosa por lo que había aprendido de Evan—. Hinchados y cada vez más duros. También debajo de la barbilla, y donde las patillas. Y tenía la piel fría. ¿Es la hinchazón?
—La hinchazón —asintió Evan complacido—. Los niños se suelen recuperar, pero los adultos no. Nunca.
—No… No me di cuenta —se disculpó Maris.
—Cierto.
Volvieron a casa en silencio. Bari se adelantó a ellos, contenta. Maris se sentía increíblemente cansada.
Ni la menor brisa agitaba el aire de primavera.
Maris se iba animando a medida que caminaba con Evan en el claro amanecer. La tenebrosa fortaleza del Señor de la Tierra les esperaba al final del camino, pero el sol acababa de salir, el aire era fresco y la brisa parecía acariciarla a través de la capa con que se cubría. Flores rojas, azules y amarillas brillaban como joyas entre el musgo gris verdoso y la oscura tierra que bordeaba el camino. Los pájaros volaban y cantaban entre los árboles como rápidos atisbos de llamas y cielo. Era un día en el que estar vivo y poder moverse constituía un placer.
Pocos pasos por delante de ella, Evan caminaba silencioso. Maris sabía que iba reflexionando sobre el mensaje que les había sacado de casa. Alguien había llamado a la puerta para despertarles, antes de que saliera el sol. Era uno de los corredores del Señor de la Tierra, balbuciendo que se necesitaban los servicios de un curandero en la fortaleza. No podía decir más, no sabía nada más. Sólo que había alguien herido y que necesitaban ayuda.
Evan, que se encontraba muy a gusto en la cama, con el pelo blanco alborotado como las plumas de un pájaro, no tenía ganas de ir a ninguna parte.
—Todo el mundo sabe que el Señor de la Tierra tiene su propio curandero para cuidar de su familia y sirvientes. ¿Por qué no se encarga él de esta emergencia?
El corredor, que obviamente no sabía nada más que lo que le habían dicho, parecía confuso.
—Reni, el curandero, ha sido encarcelado por traición —dijo con voz jadeante.
Evan dejó escapar una imprecación.
—¡Por traición! ¡Qué locura! Reni jamás… ¡Oh!, bueno, deja de morderte los labios, muchacho. Mi asistente y yo iremos a la fortaleza para atender al herido.
Llegaron demasiado pronto al estrecho valle donde se alzaba la sólida fortaleza de piedra donde vivía el Señor de Thayos. Maris llevaba la capa abierta, pero ahora se la ajustó y se la ciñó más al cuerpo. El aire aquí era más frío, la primavera no se había aventurado a pasar la montaña. No había flores ni zarcillos de hiedra que animaran la monocromía de la piedra y los líquenes, y los únicos pájaros que se dejaban sentir eran las gaviotas.
Un anciano guardián con una cicatriz en la cara, un cuchillo al cinturón y un arco colgado a la espalda, les detuvo al poco de entrar en el valle. Les interrogó, les registró y se hizo cargo de la bolsa con las cosas de Evan antes de escoltarles a través de las dos murallas y hacerles pasar a la fortaleza. Maris advirtió que había más guardianes patrullando las murallas que la última vez que estuvo allí, y se dio cuenta del ánimo belicoso que reinaba entre las tropas del patio.
El Señor de la Tierra les recibió en una habitación, solo, a excepción de sus omnipresentes guardias, situados a pocos pasos. Al ver a Maris, el rostro se le endureció, y se dirigió a Evan con palabras duras.
—He ordenado que vinieras tú, curandero, no esta alada sin alas.
—Maris es mi ayudante —respondió Evan con calma—. Y, como bien sabes, ya no es una alada.
—Alado una vez, alado siempre. Tiene amigos alados, no la necesitamos aquí. La seguridad…
—Es mi aprendiz. Yo respondo por ella. El código que me ata a mí, ata también a Maris. Nada de lo que veamos aquí saldrá de nuestros labios.
El Señor de la Tierra frunció el ceño, inseguro. Maris estaba rígida de ira. ¿Cómo se atrevía a hablar así de ella, a ignorarla como si no estuviera presente?
Por fin, el Señor de la Tierra accedió.
—No confío en este «aprendizaje», pero aceptaré tu palabra, curandero. Y ten en cuenta que, si contáis algo de lo que vais a ver hoy aquí, seréis ahorcados.
—Nos hemos apresurado en venir. Pero, a juzgar por tus modales, el asunto no corría tanta prisa —dijo Evan con voz gélida.
El Señor de la Tierra se alejó sin replicarle y mandó llamar a otros dos guardianes. A continuación, les dejó sin dirigirles una mirada.
Los guardianes, jóvenes y pesadamente armados, guiaron a Evan y a Maris por unos escalones de piedra que conducían hasta un túnel esculpido en la montaña, muy lejos de la zona residencial de la fortaleza. Los cirios ardían humeantes en las paredes a intervalos fijos, proporcionando una luz variable e incierta. El aire del estrecho y largo pasillo olía a humo y a sebo. Maris sintió una repentina claustrofobia y se agarró a Evan.
Por fin llegaron a una bifurcación, cerrada por dos puertas de madera. Se detuvieron ante una de ellas, y los guardias apartaron las rejas que la cerraban. Al otro lado había una pequeña celda de piedra, con un jergón en el suelo y una ventana pequeña y redonda. Una mujer de largo cabello rubio claro se apoyaba contra la pared de la celda. Tenía los labios hinchados, un ojo ennegrecido y manchas de sangre en la ropa. Maris tardó unos momentos en reconocerla.
—Tya… —dijo, no demasiado segura.
Los Guardianes les dejaron solos. Cerraron la puerta tras ellos y les indicaron que estarían fuera por si necesitaban alguna cosa.
Mientras Maris miraba sin comprender, Evan se acercó a Tya.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó.
—Los matones del Señor no se han andado con delicadezas para arrestarme —respondió la alada con su fría voz irónica. Podía haber estado hablando de otra persona—. O quizá el error fue mío, por ofrecer resistencia.
—¿Dónde te duele?
—A juzgar por cómo me encuentro, han debido romperme los huesos del cuello. Y me han mellado un diente. Eso es todo. Simples magulladuras. ¡Ah!, y la sangre del labio.
—Mis cosas, Maris.
Maris depositó la bolsa a su lado y miró a Tya.
—¿Cómo ha podido arrestar a una alada? ¿Por qué?
—Se me acusa de traición —respondió Tya.
Tuvo un sobresalto cuando Evan le pasó los dedos por el cuello.
—Siéntate —dijo Evan, ayudándola—. Estarás más cómoda.
—Debe de estar loco —siguió Maris.
La palabra conjuró el fantasma de loco Señor de Kennehut. Al enterarse de la muerte de su hijo, acontecida en tierras lejanas, la pena le devoró e hizo matar al mensajero que había volado hasta allí con la noticia. Desde entonces, los alados le evitaron hasta que Kennehut fue una isla desolada, arruinada y sola. Su nombre se convirtió en sinónimo de locura y desesperación. Desde entonces, ningún Señor de la Tierra había soñado con atacar a un alado. Hasta ahora.
Maris agitó la cabeza y miró a Tya sin verla.
—¿Ha perdido la cabeza hasta el punto de creer que inventaste esos mensajes de sus enemigos? Ya es bastante malo que se atreva a acusarte de traidora. Ese hombre está loco. No estás a su merced. Sabe perfectamente que los alados están por encima de las leyes locales. ¿Cómo puedes cometer traición, si eres su igual? ¿Qué alega que hiciste?
—¡Oh!, sabe muy bien lo que hice. No he dicho que me arrestara bajo falsas acusaciones. Sencillamente, creí que no me descubriría. Sigo sin saber cómo se ha enterado, sobre todo con el cuidado que puse. —Guiñó un ojo—. Pero no ha servido de nada. Habrá guerra, y será tan feroz y sangrienta como si yo no hubiera intervenido.
—No te entiendo.
Tya le sonrió. Sus ojos negros seguían siendo perspicaces e inteligentes, pese a la hinchazón y el evidente dolor.
—¿No? Tengo entendido que algunos alados pueden transportar mensajes sin conocer su contenido. Bueno, pues yo siempre lo he sabido. Cada amenaza beligerante, cada promesa tentadora, cada aliado potencial para una guerra. Aprendía cosas que no tenía intención de decir. Cambié los mensajes. Ligeramente al principio, lo justo para hacerlos más diplomáticos. Y volvía con respuestas que podían retrasar o aplazar la guerra que el Señor de Thayos buscaba. Todo funcionó hasta que descubrió mi engaño.
—Muy bien, Tya —intervino Evan—. Basta de charla por ahora. Voy a enderezarte el cuello. Te dolerá. ¿Puedes resistirlo o prefieres que Maris te sujete?
—Aguantaré, curandero —dijo la alada, respirando hondo.
Maris miraba fijamente a Tya, sin apenas creerse lo que acababa de oír. Tya había hecho lo impensable: alterar un mensaje a ella confiado. Se había inmiscuido en la política de los atados a la tierra, en lugar de mantenerse a distancia, como siempre hicieron los alados. La locura de encerrar a una alada ya no parecía un disparate tan absurdo. ¿Qué otra cosa pudo hacer el Señor de la Tierra? No la extrañaba que su presencia le alterase tanto. Cuando la noticia llegara a los demás alados…
—¿Qué piensa hacer el Señor de la Tierra contigo?
Por primera vez, Tya pareció preocupada.
—La traición se castiga con pena de muerte.
—¡No se atreverá!
—Yo no estoy tan segura. Al principio tuve miedo de que planease enterrarme aquí, matarme en silencio y silenciar a los guardianes que lo supieran. Todo el mundo pensaría que había desaparecido en el mar. Pero ahora que has venido tú, Maris, no sé qué hará. No puede matarme en secreto, le denunciarías.
—Y nos ahorcaría a los dos por traidores y mentirosos —señaló Evan jocosamente. Luego, más serio, añadió—: No, creo que tienes razón, Tya. El Señor de la Tierra no me habría mandado llamar si planease matarte en secreto. Sería más sencillo dejarte morir. Cuanta más gente esté al corriente de tu arresto, más aumenta el peligro para él.
—Todavía existe la ley de los alados. Ningún Señor de la Tierra tiene derecho a juzgar a uno de los nuestros —explicó Maris—. No tiene más que entregarte a los alados. Se convocará un Consejo y te despojarán de las alas. ¡Oh, Tya! Jamás se ha sabido de nadie que hiciera algo así.
—Te he impresionado, ¿verdad? —sonrió Tya—. Cuando se rompe una tradición, hasta tú te quedas bloqueada. Ya te dije que no eras un-ala.
—¿Crees que eso tiene importancia? ¿Acaso esperas que los un-ala se pongan de tu parte y aplaudan este crimen? ¿Qué te permitirán conservar las alas? ¿Qué Señor de la Tierra te aceptaría?
—A los Señores de la Tierra no les gustará, pero quizá ha llegado la hora de que sepan que no pueden controlarnos. Tengo amigos entre los un-ala que están de acuerdo conmigo. Los Señores de la Tierra tienen mucho poder, sobre todo los de las islas Orientales. ¿Y con qué derecho? ¿El de cuna? La cuna solía decidir quién llevaba las alas hasta que tu Consejo cambió eso. ¿Por qué tiene que decidir quién manda?
»No sabes lo que puede llegar a hacer un Señor de la Tierra, Maris. En el Archipiélago Occidental es muy diferente. Y tú, como los viejos alados, nunca te has preocupado por ello. Pero las cosas son muy diferentes para los un-ala.
»Crecemos como cualquier atado a la tierra. Nada nos diferencia de los demás. Y, después de que ganamos las alas, el Señor de la Tierra nos sigue viendo como súbditos suyos. Las alas le obligan a respetarnos y a tratarnos como a iguales, pero ese respeto es algo muy frágil. En cualquier competición, podemos volver a perder las alas, y ser otra vez vulgares y débiles ciudadanos.
»En el Archipiélago Oriental, en las Brasas, en la mayor parte del Sur y hasta en algunas de las islas Occidentales, allí donde el cargo de Señor de la Tierra es hereditario, se mira con respeto a todo alado que nace con alas. En cuanto a los que tenemos que luchar para conseguirlas, nos miran con desprecio, por mucho que intenten disimularlo. Nos tratan como a iguales sólo superficialmente. Constantemente, intentan controlarnos, comprarnos, vendernos, darnos órdenes, alimentarnos con mensajes como si sólo fuéramos una reata de aves amaestradas. Pues bien, lo que he hecho les conmoverá un poco. Hará que tengan más cuidado con nosotros. No somos sus criados, y no aceptaremos llevar mensajes que no nos gusten. Ni sentencias de muerte, ni amenazas que provocarán unas guerras en las que morirán nuestras familias, nuestros seres queridos, muchos inocentes.
—¡No puedes seleccionar y elegir así! —interrumpió Maris—. No tienes derecho. El mensajero no es responsable del contenido del mensaje.
—Eso es lo que han dicho los alados desde hace siglos —repuso Tya, con los ojos brillantes de ira—. ¡Claro que el mensajero es responsable! Tengo cerebro, corazón y conciencia. No puedo fingir que no los tengo.
Bruscamente, como un chorro de agua fría la idea «Esto no tiene nada que ver conmigo» enfrió el apasionamiento de Maris. Pero se quedo furiosa y dolida. ¿Qué hacía discutiendo asuntos de alados? Ella ya no lo era. Miró a Evan.
—Si has terminado ya, será mejor que nos vayamos.
Evan le puso la mano en el hombro y asintió, mirando a continuación a Tya.
—No hay fractura, es apenas una fisura. No tardará en curarse. Limítate a descansar. No hagas ningún esfuerzo violento que pueda soltar la venda.
Tya sonrió maliciosamente, mostrando los dientes descoloridos.
—¿Cómo intentar huir, por ejemplo? No tengo planeado nada así. Pero será mejor que se lo digáis al Señor de la Tierra para que sus Guardianes no vengan a darme un masaje con las porras.
Evan llamó a la puerta para atraer la atención de los guardias, y casi inmediatamente llegó hasta ellos el ruido de los contrafuertes al levantarse.
—Adiós, Maris —dijo Tya.
Maris titubeó un instante antes de salir. Dio media vuelta.
—No creo que el Señor de la Tierra se atreva a hacer nada —le dijo con voz grave—. Tendrá que dejar que te juzguen los de tu clase. Pero no creas que serán benévolos contigo. Lo que has hecho es muy peligroso. Afecta a demasiada gente. Nos afecta a todos.
Tya la miró fijamente.
—Como lo que hiciste tú, Maris. Pero creo que el mundo está preparado para otro cambio. Sé que, aunque haya fracasado, he hecho lo correcto.
—Puede que el mundo esté maduro para otro cambio, pero ¿es ésta la manera de cambiarlo? No has hecho más que sustituir las amenazas por mentiras. ¿De verdad crees que el conjunto de los alados es más sabio y noble que los Señores de la Tierra? ¿Qué deben cargar con la responsabilidad que conlleva elegir los mensajes que transporten, decidir cuáles deben modificar y cuáles rehusar?
Tya volvió a mirarla, inconmovible.
—Volvería a hacerlo.
El viaje de regreso por los túneles le pareció más corto. El Señor de la Tierra les esperaba en la misma habitación. Les miró interrogativamente, buscando señales de miedo o de ira.
—Ha sido un desgraciado accidente.
—Sólo tiene una fisura en el cuello y algunas contusiones —le explicó Evan—. Se recuperará pronto si se alimenta bien y descansa mucho.
—Mientras permanezca detenida aquí, estará bien atendida —dijo el Señor de la Tierra. Pese a dirigirse a Evan, estaba mirando a Maris—. He enviado a Jem a difundir la noticia de su arresto. Un trabajo ingrato, pero los alados no tienen líderes, ni una organización funcional. Eso facilitará las cosas, aunque la noticia deba transmitirse de boca en boca para llegar a la mayor cantidad posible de gente. Llevará tiempo, pero se hará. Jem lleva muchos años volando para mí, igual que su madre voló para mi padre. Sé que puedo contar con él.
—Entonces, ¿tienes intención de entregar a Tya a los alados para que la juzguen? —inquirió Maris.
La boca del Señor de la Tierra se contrajo espasmódicamente. Miró a Evan, ignorando ostentosamente a Maris.
—Ya he considerado la posibilidad de que los alados enviasen a alguien para representar su punto de vista. Para condenar la actuación de Tya y presentar los posibles atenuantes. Pero el crimen se ha cometido contra mi persona, contra Thayos, y sólo el Señor de Thayos puede juzgar y dictar sentencia en un caso así. ¿No estás de acuerdo?
—No sé nada de leyes, ni de las responsabilidades de un Señor de la Tierra —dijo severamente Evan—. Sólo estoy versado en las artes curativas.
Maris entendió la advertencia de Evan en el apretón del brazo, y no dijo nada. Le costó mucho trabajo. Estaba acostumbrada a decir lo que pensaba.
El Señor de la Tierra sonrió a Evan. Era una sonrisa desagradable, una sonrisa que se deleitaba en el mal ajeno.
—Quizá quieras aprender. Tu asistente y tú estáis invitados a cenar. Os prometo que, para después, tengo preparada una diversión muy edificante. Al atardecer, ahorcaremos a un traidor. A Reni, el curandero.
—¿Por qué crimen?
—Ya lo he dicho, el de traición. Ese Reni tiene familia en Thrane, y se le ha visto en compañía de la alada traidora. De hecho, se sabe que cohabitaba con ella. Era su cómplice. ¿Por qué no os quedáis para contemplar la suerte de los que me traicionan?
Maris se sintió enferma.
—Me temo que no podemos —respondió Evan—. Ahora, si nos disculpas, ya deberíamos estar en camino.
Evan y Maris no volvieron a hablar hasta que el guardián no les dejó en la entrada del valle y estuvieron en camino hacia casa, presumiblemente fuera del alcance de oídos hostiles.
—Pobre Reni —dijo entonces Evan.
—Y pobre Tya. También quiere ahorcarla. ¡Oh!, ella hizo mal, desde luego. De eso no hay duda. Pero ese destino… No sé qué piensan hacer los alados, pero no consentirán algo así. Un Señor de la Tierra no puede juzgar y ejecutar a un alado.
—Puede que no lo intente. El pobre Reni morirá esta noche, quizá eso baste para apaciguar al Señor de la Tierra. Quiere derramar sangre, pero no está completamente loco. Debe saber que tendrá que entregar a Tya a los alados, que el castigo debe partir de ellos.
—De todos modos, lo que le suceda a Tya ya no es de mi incumbencia —dijo Maris con un suspiro—. Es difícil romper la costumbre de pensar en mí como alada, tras más de cuarenta años. Pero ahora soy una atada a la tierra, como cualquier otro, y lo que le suceda a Tya no debería importarme.
Evan la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.
—Nadie espera que olvides tu vida como alada, Maris. Ni que dejes de sentir esos lazos.
—Lo sé. Nadie, excepto yo. Pero no es así, Evan. Tengo que hacerlo. Y no sé cómo. Cuando era joven, la historia de Alas de Madera me parecía muy romántica. Creía que los sueños eran lo más importante del mundo. Que si deseabas algo con suficiente fuerza y tesón, acabarías por conseguirlo, aunque eso significara morir por ello. Nunca se me ocurrió pensar lo que le habría sucedido a Alas de Madera si le hubieran rescatado del océano, si aquella legendaria caída no le hubiera matado. Si le hubieran recogido flotando sobre esas ridículas Alas de Madera, si le hubieran devuelto a sus amigos atados a la tierra… ¿Cómo habría vivido con sus fracasos, con sus sueños destrozados? ¿Qué cosas tendría que haber aceptado? —Suspiró y apoyó la cabeza sobre el hombro de Evan—. He tenido una larga vida como alada, más larga que la de muchos. Debería estar contenta. Ojalá pudiera estarlo. En ciertos aspectos, sigo siendo una niña, Evan. Nunca aprendí a enfrentarme con los desengaños. Siempre creí que habría otra manera de conseguir lo que desease, sin ceder nada a cambio ni aceptar ningún compromiso. Es muy duro, Evan.
—Crecer puede resultar doloroso, y la cura requiere tiempo. Concédete tiempo, Maris.
Coll y Bari ya se habían marchado. Tenían planeado recorrer Thayos por última vez antes de embarcar hacia otras islas Orientales. Coll les aseguró que no tardarían en volver, pero Maris sospechaba que una cosa llevaría a la otra, y que pasarían años en vez de meses antes de que volviera a ver a Coll y a su hija.
Pero fue cuestión de días.
Coll estaba furioso.
—Se necesita el permiso del Señor de la Tierra para salir de este islote dejado de la mano de Dios —dijo en respuesta al sorprendido saludo de Maris—. ¡Estamos en época de crisis, y hasta los bardos pueden ser espías!
Bari miró tímidamente a su padre antes de salir corriendo para abrazarles, primero a Maris y luego a Evan.
—Me alegro de que hayamos vuelto —murmuró.
—Entonces, ¿ya se ha declarado la guerra contra Thrane? —le interrogó Evan.
Pese a la sonrisa que había dedicado a Bari, su rostro era sombrío.
Coll se arrellanó en una silla, cerca de la chimenea.
—No sé si lo llamarán guerra o no. Lo que se dice en las calles es que el Señor de la Tierra ha enviado tres barcos cargados de guardianes que tienen como misión apoderarse de la mina de hierro. —Mientras hablaba, jugaba con la guitarra. Los dedos incansables del bardo le iban arrancando acordes—. Así que, hasta que no se sepa el resultado de la aventura, nadie puede entrar ni salir de Thayos por mar sin la autorización personal y expresa del Señor de la Tierra. Los mercaderes están furiosos, pero tienen miedo de protestar. ¡Qué espere a que salga de aquí! Compondré una canción que hará que le salgan ampollas en los oídos cuando llegue aquí y la oiga. Y llegará, ya lo creo que llegará.
—Estás hablando como Barrion —rió Maris—. Siempre decía que los bardos eran los auténticos Señores de Windhaven.
Aquello consiguió arrancar una sonrisa de los labios de Coll. Pero Evan seguía sombrío.
—No hay canción que cure a los heridos, o devuelva la vida a los muertos. Si la guerra está próxima, debemos dejar el bosque e ir a Puerto Thayos. Allí llevarán a los heridos y a los supervivientes. Me necesitarán.
—Las calles están enloquecidas. Circulan historias y rumores de todo tipo. El pueblo se lo ha tomado muy mal. El Señor de la Tierra ahorcó a ese curandero, y la gente tiene miedo de acercarse a la fortaleza. Se avecinan problemas, y no sólo con Thrane. Algo sucede entre los alados. Debe de haber una docena de alas yendo y viniendo sobre el estrecho. Mensajes de guerra, supongo, pero… Pero estuve bebiendo con un curtidor en La Cabeza de la Escila, que me dijo otra cosa. Tiene una hermana entre los guardianes que se jacta de haber arrestado a una alada hace pocos días. ¡El Señor de la Tierra se ha arrogado el derecho de juzgar a la alada por traición! ¿Qué te parece? ¿Puedes creértelo?
—Sí —dijo Maris—. Es cierto.
—¡Ah! —exclamó Coll. Parecía sorprendido, y se le olvidó el resto de sus comentarios—. Bueno. ¿Queda algo de té?
—Voy a por él —ofreció Evan.
—Venga —pidió Maris—, cuéntame el resto de los rumores.
—Parece que estás más enterada que yo. ¿Qué sabes de ese arresto? Yo apenas puedo creerlo. ¿Hay algo más?
—Nos advirtieron que no habláramos de ello —titubeó Maris.
Coll, impaciente, arrancó un par de notas de la guitarra.
—Maldita sea, soy tu hermano. Bardo o no, sé guardar silencio. ¡Dilo ya!
Así que Maris le contó cómo les habían hecho ir a la fortaleza, y lo que allí habían encontrado.
—Eso explica muchas cosas —dijo cuando su hermanastra terminó de hablar—. La gente chismorrea mucho, incluso los guardianes, y los secretos del Señor de la Tierra no están tan bien guardados como él cree. Pero no creí que fuera cierto. No me extraña que haya tantos alados. ¡El Señor de la Tierra intenta cortar las alas a los alados! —acabó sonriendo.
—El resto de los rumores —le apremió Maris.
—De acuerdo. ¿Sabías que Val Un-Ala ha estado en Thayos?
—¿Val? ¿Aquí?
—Se ha marchado ya. Me dijeron que llegó hace unos días, con aspecto cansado, como si acabara de hacer un largo viaje. No vino solo, le acompañaban cinco o seis más. Todos alados.
—¿Oíste nombres?
—Sólo el de Val. Es bastante conocido. Pero me describieron a los otros: una mujer rechoncha, del Sur, con cabello blanco. Un hombre con barba negra y un collar de colmillos de escila. Y varios Occidentales, entre los que había dos lo bastante parecidos como para ser hermanos.
—Damen y Athen —dijo Maris—. No estoy segura de quiénes son los demás.
Evan volvió con el té humeante y una bandeja de finas rebanadas de pan.
—Yo sí. Por lo menos, conozco a uno. El hombre del collar es Katinn de Lomarron. Suele venir frecuentemente a Thayos.
—Claro —comprendió Maris—. Katinn es un líder para los un-ala Orientales.
—¿Algo más? —preguntó Evan.
Coll dejó a un lado la guitarra y sopló en el té para enfriarlo.
—Me dijeron que Val venía en representación de los alados, para convencer al Señor de la Tierra de que liberase a la mujer que tiene prisionera, a la tal Tya.
—Un farol —señaló Maris—. Val no representa a los alados. Todos los que has mencionado son un-ala. Las viejas familias, los tradicionalistas, siguen odiando a Val. Nunca le permitirían ser su portavoz.
—Sí, también se rumorea eso. De todos modos, se dice que Val Un-Ala se ofreció a convocar un Consejo de alados para juzgar a Tya. Aceptaba el hecho de que el Señor de la Tierra retuviera a Tya hasta que…
—Sí, sí, pero… ¿qué dicen que hizo el Señor de Thayos? —le interrumpió Maris.
Coll se encogió de hombros.
—Unos dicen que reaccionó con frialdad, otros que Val y él discutieron a gritos. De todos modos, dijo que la alada sería juzgada por el tribunal del Señor de la Tierra, y que él mismo se encargaría de juzgar y de dictar sentencia. En las calles, se rumorea que el veredicto ya está decidido.
—El pobre Reni no le bastaba —murmuró Evan—. Al Señor de la Tierra le hace falta otra muerte para colmar su orgullo.
—¿Qué dice Val respecto a eso? —preguntó Maris.
—Apostaría a que se marchó inmediatamente después de la reunión con el Señor de la Tierra —dijo Coll, bebiendo un sorbo de té—. Hay quien dice que los un-ala tienen intención de asaltar la fortaleza y rescatar a Tya. También se habla de un Consejo de alados, convocado por Val. Para pedir una sanción contra Thayos y presionar a su Señor.
—No me extraña que la gente tenga miedo —suspiró Evan.
—Los alados también deben de estar asustados —dijo Coll—. La gente se ha vuelto contra ellos. En el Norte, en una taberna de los acantilados, oí una conversación sobre cómo los alados habían gobernado siempre en Windhaven, decidiendo el destino de las islas y de sus habitantes con los mensajes que transportaban y las mentiras que contaban.
—¡Eso es absurdo! —exclamó Maris, sorprendida—. ¿Cómo pueden pensar una cosa así?
—Pues es lo que creen. Yo soy hijo de un alado. Nunca llegué a serlo, pese a que me educaron para ello, y comprendo las tradiciones de los alados, los lazos que los unen y el sentimiento que tienen de ser una sociedad al margen de la sociedad. Pero también conozco a los que los alados llaman «atados de la tierra», como si fueran un solo grupo unido en una gran familia, al igual que ellos.
Apartó el tazón de té y volvió a tomar la guitarra, como si la necesitara para ser elocuente.
—Sabes bien hasta qué punto pueden burlarse los alados de los atados a la tierra, Maris. Y no sé si te das cuenta del resentimiento general que hay contra los portadores de mensajes.
—Tengo amigos entre los atados a la tierra —repuso Maris—. Y todos los un-ala empezaron siéndolo.
—Cierto, hay gente que adora a los alados —suspiró Coll—. Los encargados de los refugios, que dedican sus vidas a ayudarles, los niños que quieren tocarles las alas, ciertos parásitos que consiguen una emoción especial y un cierto estatus por llevarse a un alado a la cama… Pero también hay otros. Los atados a la tierra a los que molesta que los alados no sean como ellos, Maris.
—Sé perfectamente que hay problemas. Todavía no he olvidado las hostilidades a las que nos enfrentamos cuando Val ganó las alas. Las amenazas, las agresiones, la frialdad… Pero, ahora que la sociedad de los alados ya no está marcada por el derecho de nacimiento, todo eso debería cambiar.
Coll negó con la cabeza.
—Ha empeorado. En los viejos tiempos, cuando todo era cuestión de nacimiento, la gente creía que los alados eran seres especiales. En muchas islas del Sur, los alados son sacerdotes, una casta especial bendecida por su Dios del Cielo. En Artellia, son príncipes. Los alados heredaban las alas de la misma manera que los Señores de la Tierra Orientales heredaban el cargo.
»Pero, ahora, nadie puede pensar que los alados se eligen por designio divino. Han aparecido nuevos interrogantes. ¿Cómo es posible que este mugriento hijo de granjeros, que ha crecido a mi lado, sea de pronto tan poderoso e importante? ¿Qué le diferencia de su vecino para que, de repente, le den a él la libertad, el poder y la riqueza de un alado? Estos un-ala no respetan tanto las tradiciones. Suelen gobernar a sus antiguos convecinos y mediar en sus disputas. No se alejan del todo de la política de cada isla. Siguen teniendo intereses locales. Y eso crea resentimientos.
—Hace veinte años, ningún Señor de la Tierra se habría atrevido a encerrar a un alado —reflexionó Evan—. Pero, hace veinte años, ¿se habría atrevido algún alado a modificar un mensaje?
—Por supuesto que no —dijo Maris.
—Pero quizá no todo el mundo esté tan seguro —señalo Coll—. Ahora que ha sucedido, es evidente que ha podido pasar en otras ocasiones. Esos granjeros a los que escuché estaban convencidos de que los alados han manipulado los mensajes desde siempre. Por lo que he podido oír, el Señor de Thayos empieza a convertirse en un héroe por haber descubierto la verdad.
—¡Un héroe! —exclamó Evan, disgustado.
—Las cosas no pueden cambiar tanto de repente por una mentira bienintencionada —insistió Maris, testaruda.
—No, llevan mucho tiempo cambiando. Y es culpa tuya —dijo Coll.
—¿Mía? Yo no tengo nada que ver con esto.
—¿No? —sonrió Coll—. Piénsalo bien. Barrion solía contarme una historia sobre cómo él y tú botasteis una barca para robarle tus alas a Corm y así poder convocar un Consejo, hermanita mayor. ¿Lo recuerdas?
—Claro que sí.
—Me contó que estuvisteis un rato en el agua, aguardando a que Corm saliera de su casa, y que esa espera le permitió pensar un poco sobre lo que estabais haciendo. En un momento dado, se sentó para limpiarse las uñas con una daga, y se le ocurrió que quizá lo mejor que podía hacer era clavarte esa daga. Me dijo que así habría salvado a Windhaven del caos. Porque, si conseguías tus propósitos, habría más cambios de los que tú misma pensabas. Barrion pensó en eso, y también en lo ingenua e inocente que eras. No puedes cambiar una nota en medio de la canción, me dijo. En cuanto haces el primer cambio, otros le siguen y, al final hay que rehacer toda la canción. Todo se relaciona, ¿sabes?
—Entonces, ¿por qué me ayudó?
—Barrion disfrutaba causando problemas —dijo Coll—. Creo que quería rehacer la canción para componer una nueva, mejor. —Su hermanastro sonrió maliciosamente—. Además, Corm le caía muy mal.
Tras una semana sin tener noticias, Coll decidió volver a Puerto Thayos para enterarse de lo que pudiese. Los muelles y las tabernas que frecuentaba siempre eran una fuente rica en noticias.
—Quizá incluso me anime a visitar la fortaleza del Señor de la Tierra —dijo alegremente—. He compuesto una canción sobre él, y me encantaría ver la cara que pone cuando la oiga.
—No te atrevas —le advirtió Maris.
—Todavía no estoy loco, hermanita mayor —sonrió—. Pero, si al Señor de la Tierra le gusta la buena música, a lo mejor merece la pena que le haga una visita. Podría descubrir algo. Vosotros limitaos a cuidar de Bari.
Dos días después, un vendedor de vinos trajo un paciente a Evan: un enorme y peludo perro, uno de los dos que tiraban de su carreta de madera cuando viajaba de pueblo en pueblo. Un desaprensivo había apaleado al animal, que ahora yacía entre los pellejos de vino, cubierto de llagas, y de sangre seca.
Evan no pudo hacer nada para salvar a la pobre bestia, pero recibió un pellejo de vino en pago a sus esfuerzos.
—Ya han juzgado a la traidora —les informó el vendedor mientras bebían al calor del fuego—. La ahorcarán.
—¿Cuándo? —preguntó Maris.
—No se sabe. Los alados están por todas partes, y el Señor de la Tierra les tiene miedo. La tiene encerrada en la fortaleza. Creo que debe de estar esperando para ver qué hacen. Si de mí dependiera, ya la habría matado, y asunto concluido. Pero no nací Señor de la Tierra.
Maris permaneció un largo rato en la puerta cuando el hombre se marchó, contemplando cómo se afanaba, junto con el perro superviviente, con las correas de la carreta. Evan se acercó a ella por detrás y la rodeó con los brazos.
—¿Cómo te encuentras?
—Confusa —respondió, sin volverse—. Y asustada. Vuestro Señor de la Tierra ha desafiado directamente a los alados. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Tendrán que reaccionar de alguna manera. No pueden permitir que esto siga adelante. —Le rozó la mano—. Me pregunto qué se comentará esta noche en el Nido de Águilas. Sé que no debería dejarme llevar por los asuntos de los alados, pero es muy difícil…
—Son tus amigos. Es lógico que te preocupes.
—Preocupándome sólo conseguiré sufrir más. Pero… —Negó con la cabeza y se dio media vuelta para mirarle cara a cara, sin salir del círculo de sus brazos—. Esto hace que me dé cuenta de lo insignificantes que son mis problemas. Esta noche no me cambiaría por Tya, aunque ella sea una alada y yo no.
—Me parece muy bien —dijo Evan, besándola con ternura—. Porque es a ti a quien quiero a mi lado, no a Tya.
Maris le sonrió y entraron juntos en la casa.
Llegaron en la oscuridad de la noche, cuatro hombres y una mujer, extranjeros, vestidos como pescadores, con sólidas botas de cuero, jerseys y capas oscuras orladas con piel de tigre marino. Con ellos traían el penetrante olor salado del mar. Dos de los hombres y la mujer llevaban largos cuchillos de hueso, y tenían los ojos del color del hielo en un lago invernal. Fue el cuarto el que se dirigió a Maris.
—No me recordarás, pero nos hemos visto antes. Soy Arrilan, de Anillo Roto.
Maris le estudió y recordó a un joven apuesto que había visto en un par de ocasiones. El rostro era irreconocible bajo la barba de tres días, pero aquellos escrutadores ojos azules le resultaban familiares.
—Ya recuerdo. Estás muy lejos de tu hogar, alado. ¿Dónde están tus alas? ¿Y tus modales?
Arrilan forzó una sonrisa carente de humor.
—¿Mis modales? Perdona que haya sido rudo, pero he venido apresuradamente y con un considerable riesgo. Hemos viajado desde Thrynel para verte. El mar estaba agitado, nuestro pequeño bote ha corrido un gran peligro. Cuando este viejo intentó echarnos, se me acabó la paciencia.
—Si vuelves a llamar viejo a Evan, será a mí a quien se le acabe la paciencia —dijo fríamente Maris—. ¿Por qué estáis aquí? ¿Por qué no has venido volando?
—Mis alas están en Thrynel, a salvo. Pensamos que sería mejor enviar a alguien en secreto, a alguien cuyo rostro no fuese conocido en Thayos. Me eligieron a mí. Soy de Las Brasas, y nuevo entre los alados. Mis padres son pescadores, por eso conozco el oficio. —Se bajó la caperuza y sacudió los cabellos rubios—. ¿Podemos sentarnos? Tenemos que hablar de cosas importantes.
—¿Evan?
—Sentaos. Prepararé té.
—Ah —sonrió Arrilan—, será bienvenido. Hacía frío en el mar. Siento haber hablado con rudeza, pero corren malos tiempos.
—Sí —asintió Evan antes de salir a por agua para calentarla.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Maris cuando Arrilan y sus tres silenciosos compañeros tomaron asiento—. ¿Qué sucede?
—Me han enviado para sacaros de esta isla. Ya debéis saber que no se puede embarcar en Thayos. No os permitirán salir. Tenemos un pequeño bote de pesca escondido no muy lejos de aquí. Es seguro. Si nos detienen los guardianes, diremos que somos pescadores de Thrynel, que la tormenta nos ha arrastrado hasta estas costas.
—Parece que mi huida está bien planeada. Lástima que a nadie se le ocurriera consultarme al respecto. —Contempló al alado y su disfraz, frunciendo el ceño—. ¿De quién es la idea? ¿Quién os envía?
—Val Un-Ala.
—Naturalmente —sonrió Maris—. ¿Quién, si no? ¿Y por qué quiere Val que salga de Thayos?
—Por tu propia seguridad. Como antigua alada, tu vida corre peligro aquí.
—No soy una amenaza para el Señor de la Tierra. No tiene por qué…
El joven alado negó vehementemente con la cabeza.
—El peligro no procede del Señor de la Tierra, sino del pueblo. ¿No sabes lo que está pasando?
—Al parecer, no. Quizá deberías informarme.
—La noticia del arresto de Tya ha recorrido todo Windhaven, ha llegado hasta Artellia y Las Brasas. Muchos de los atados a la tierra empiezan a murmurar contra los alados. Hasta los Señores de la Tierra lo hacen. —Enrojeció antes de continuar—. El Señor de Anillo Roto me hizo llamar en cuanto se enteró de la noticia. Me preguntó si alguna vez había mentido, o modificado algún mensaje. Me vi obligado a jurarle mi lealtad. Pero, incluso mientras me lo preguntaba, era evidente que no confiaba en mi palabra. ¡Llegó a amenazarme! Me dijo que me encerraría, como si pudiera hacerlo, como si tuviera derecho…
Se detuvo. Pareció tragarse la rabia casi físicamente.
—Por supuesto, soy un-ala. Todos los alados son sospechosos, pero para los un-ala la cosa es peor. Unos matones amenazaron y golpearon a S’Wena de Deeth por defender a Tya en una discusión de taberna. Incluso en el Archipiélago Occidental, a algunos alados se los insulta, evita y rechaza. Ayer apedrearon en Thrane a Jem, que es todo lo tradicionalista que se puede ser. Y la casa de Katinn, en Lomarron, fue incendiada en su ausencia.
—No sabía que la cosa estuviera tan mal.
—Pues así es. Y empeora por momentos. La fiebre está más extendida aquí, en Thayos. Val cree que la gente vendrá pronto a por ti, así que nos ha enviado para ponerte a salvo.
Evan había regresado y estaba preparando el té.
—Quizá sea mejor que te marches, —dijo con voz preocupada—. No puedo vivir pensando que estás en peligro. Dentro de poco todo habrá pasado. Podrás volver, o iré yo a reunirme contigo.
Maris negó con la cabeza.
—No creo que corra peligro. Si fuera por las calles de Thayos diciendo a gritos lo preocupada que estoy por Tya, quizá sí. Pero aquí, en el bosque, sólo soy una inofensiva ex alada que no hace nada para enfurecer a nadie.
—Las muchedumbres no son razonables —señaló Arrilan—. No te das cuenta. Tienes que venir con nosotros, por tu propia seguridad.
—¡Qué amable es Val al preocuparse tanto por mí! —dijo Maris, estudiando detenidamente al alado—. ¡Y qué cosa tan desacostumbrada! En momentos como éste, Val debe de tener muchas cosas en la cabeza. No puedo imaginármelo tomándose tantas molestias, perdiendo tanto tiempo, para concebir un plan de rescate para la pobre Maris, que no necesita que la rescaten. Si Val os ha enviado a por mí, debe de ser porque cree que puedo serle de alguna utilidad.
Arrilan estaba claramente sorprendido.
—Te… Te equivocas. Está muy preocupado por ti. Val…
—¿Y qué otra cosa le preocupa? Dime qué es lo que de verdad espera de mí.
Arrilan sonrió con tristeza.
—Ya dijo Val que no te tragarías esa historia —dijo con tono admirativo—. De todos modos, te habríamos dicho la verdad en cuanto estuviéramos a salvo, lejos de aquí. Val ha convocado un Consejo de Alados.
Maris asintió.
—¿Dónde?
—En Arren sur. Está cerca de aquí, pero lejos de las hostilidades, y allí Val cuenta con muchos amigos. Tardaremos un mes o dos en reunir a los alados, pero tenemos tiempo. El Señor de Thayos está asustado, se cuidará muy bien de hacer nada antes de saber qué pasa en el Consejo.
—¿Y qué pretende Val?
—¿Qué va a pretender? Pedir una sanción contra Thayos, que seguirá vigente mientras Tya no sea liberada. Ningún alado vendrá aquí ni a ninguna isla que comercie con Thayos. Les aislaremos del mundo. El Señor de la Tierra tendrá que elegir entre ceder o ser destruido.
—Eso si Val lo consigue. Los un-ala siguen siendo minoría, y Tya no es una víctima inocente —puntualizó Maris.
—Tya es una alada —dijo Arrilan, aceptando agradecido el tazón de té que Evan le tendía—. Val apela a la solidaridad de los alados. Un-Ala o no, Tya sigue siendo de los nuestros. No podemos abandonarla.
—No estoy tan segura.
—¡Oh!, habrá que luchar, por supuesto. Tenemos la sospecha de que Corm y otros intentarán utilizar el incidente para desacreditar a to dos los un-ala y cerrar las academias. —Sonrió desde el borde del tazón—. Y tú no vas a ser de mucha ayuda. Val dice que has elegido el peor momento para tener la caída.
—No me dieron a elegir. Pero todavía no me has dicho por qué habéis venido a buscarme.
—Val quiere que lo presidas.
—¿¡Cómo!?
—La tradición exige que sea un alado retirado el que presida el Consejo. Ya lo sabes. Val cree que eres la mejor opción posible. Eres muy conocida y te respetan todos, los un-ala y los alados de cuna. No tendrás ningún problema en ser aceptada. Rechazarían a cualquier otro un-ala. Y necesitamos a alguien con quien se pueda contar, no una reliquia oxidada que quiera que todo siga como siempre. Val cree que este asunto puede marcar una diferencia importante.
—Es posible —dijo Maris, recordando el importante papel que jugara Jamis el Mayor en el Consejo que convocara Corm—. Pero Val tendrá que buscarse otro presidente. No tengo nada que ver con las alas ni con el Consejo de alados. Lo único que quiero es que me dejen en paz.
—No habrá paz hasta que triunfemos.
—¡No soy una piedra en el tablero de geechi de Val! ¡Más vale que se vaya enterando! Él sabe muy bien cuánto me costaría hacer lo que me pide. ¿Cómo se atreve a insinuarlo? Os envía a engañarme, a mentirme hablando de rescates y de salvación, porque sabía que me negaría. No puedo soportar ver a un alado. ¿Creéis que me gustaría estar rodeada por cientos de ellos, mirarles jugar y revolotear en el cielo, escucharles intercambiar relatos para, al final, quedarme sola, como una vieja tullida? ¿Para ver cómo se alejan y me abandonan? ¿Creéis que me gustaría?
Maris se dio cuenta de que había hablado a gritos. El dolor le formaba un nudo en el estómago.
La voz de Arrilan era sombría.
—Apenas te conozco. ¿Cómo quieres que sepa lo que sientes? Lo lamento, de verdad. Y estoy seguro de que Val también lo siente. Pero eso no sirve de nada. El asunto que nos trae aquí es más importante que tus sentimientos. Todo depende de este Consejo, y Val quiere que estés presente.
—Decidle a Val que lo siento, que le deseo suerte, pero no acudiré. Soy vieja, estoy cansada. Quiero que me dejen en paz.
Arrilan se levantó. Los ojos le brillaban con una luz gélida.
—Prometí a Val que no le fallaría. Somos cuatro contra ti.
Hizo un gesto a la mujer que tenía a la izquierda. Ésta sacó el cuchillo de la funda. Sonrió, y Maris se dio cuenta de que tenía los dientes de madera. Tras ella, el tercer hombre se levantó. También empuñaba el cuchillo.
—Fuera todos —dijo Evan.
Estaba en pie, cerca de la puerta de su laboratorio, y llevaba en las manos el arco que utilizaba para cazar. Tenía una flecha preparada.
—Sólo puedes derribar a uno de nosotros con eso —dijo la mujer de los dientes de madera—. Y eso con suerte. No te daré tiempo a poner otra flecha, viejo.
—Cierto. Pero la punta de esta flecha está bañada en el veneno de la garrapata azul, así que ese uno morirá.
—Bajad los cuchillos —indicó Arrilan—. Y tú, por favor, deja el arco. No tiene por qué morir nadie.
Miró a Maris.
—¿De verdad creéis que podéis obligarme a presidir el Consejo? —Maris chasqueó la lengua, disgustada—. Pues id diciendo a Val que, si su estrategia es tan buena como la vuestra, los un-ala estáis acabados.
Arrilan miró a sus compañeros.
—Salid. —A regañadientes, los dos hombres y la mujer se dirigieron hacia la puerta—. Se acabaron las amenazas. Lo siento. Maris. Espero que entiendas lo desesperado que estoy. Te necesitamos.
—Necesitáis a la alada que fui, pero ésa murió en una caída. Déjame sola. Sólo soy una vieja, una aprendiza de curandero, y eso es todo lo que aspiro a ser. No me hieras más intentando arrastrarme hacia el mundo.
El desprecio brillaba en el rostro de Arrilan.
—¡Y pensar que se sigue cantando a una cobarde como tú!
Cuando se marchó, Maris se volvió hacia Evan. Estaba temblando, y la cabeza le daba vueltas.
El curandero bajó el gran arco que sostenía y lo dejó a un lado.
—¿Muerta? —preguntó con amargura—. ¿Todo este tiempo has estado muerta? Creí que estabas aprendiendo a vivir otra vez. Pero no has hecho más que utilizar mi cama como si fuera una tumba.
—¡Oh, Evan, no! —dijo Maris cansada.
Buscaba consuelo, no más reproches.
—Han sido tus propias palabras. ¿Sigues creyendo que tu vida terminó con la caída? —El rostro del curandero se contrajo por el dolor y la rabia—. No tengo intención de amar a un cadáver.
—¡Oh, Evan! —Se sentó de golpe, como si las piernas no pudieran sostenerla durante más tiempo—. No quería decir eso. Quería decir que estoy muerta para los alados, o que ellos han muerto para mí. Ésa es la parte de mi vida que ha terminado.
—No creo que sea tan sencillo. Si intentas matar una parte de ti, te arriesgas a matarlo todo. Es como lo que, según tu hermano, solía decir Barrion sobre cambiar una nota de la canción.
—Valoro mucho nuestra vida en común, Evan. Créeme, por favor. Es que Arrilan y ese maldito Consejo de Val me han hecho recordar todo otra vez. Todo lo que he perdido. Han conseguido que vuelva el dolor.
—Han conseguido que te compadecieras de ti misma.
Maris se sintió molesta. ¿Es que no lo entendía? ¿Entendería alguna vez un atado a la tierra la inmensidad de su pérdida?
—Sí —dijo con voz gélida—. Han conseguido que me autocompadeciera. ¿Es que no tengo derecho?
—Hace tiempo que pasó la hora de la autocompasión. Tienes que aceptar lo que eres, Maris.
—Lo haré. Lo estoy intentando. Ya casi había conseguido olvidar, y por eso no puedo permitir que me mezclen en esta pelea de alados. Eso lo estropearía todo. Me volvería loca. ¿Es que no te das cuenta?
—Lo único que veo es a una mujer que reniega de todo lo que ha sido —dijo Evan.
Quizá habría seguido hablando, pero un sonido les hizo desviar la mirada. Bari, de pie ante el umbral, parecía asustada.
El rostro de Evan se enterneció. Se acercó a ella, la levantó y la abrazó estrechamente.
—Hemos tenido visitas —dijo, besándola a continuación.
—¿Preparo el desayuno, ya que estamos todos despiertos? —les preguntó Maris.
Bari sonrió y asintió. El rostro de Evan era inescrutable. Maris se dio la vuelta y se concentró en el trabajo, decidida a olvidar.
Durante las siguientes semanas, apenas hablaron de Tya y del Consejo de alados. Pero, aunque no las buscaran, las noticias les llegaban con regularidad. Un pregonero en la plaza de Thossi, chismorreos de los comerciantes, viajeros que solicitaban los cuidados o los consejos de Evan… Todos hablaban de la guerra, de los alados y del beligerante Señor de Thayos.
Maris se enteró de que en Arren Sur se habían reunido los alados de Windhaven. Los atados a la tierra de aquella pequeña isla no olvidarían jamás aquellos días, de la misma manera que las gentes de Amberly Mayor y Amberly Menor nunca olvidaron el último Consejo. En aquellos momentos, en las calles de Puerto Sur y Arrenton, pequeños y polvorientos pueblos que Maris recordaba muy bien, reinaría un ambiente festivo. Los vendedores de vinos, pasteles y salchichas, los mercaderes y comerciantes, convergerían procedentes de media docena de islas cercanas, atravesando el traicionero mar en inseguras barcas, esperando poder ganar un poco de hierro a costa de los alados. Las tascas y tabernas estarían llenas a rebosar, y habría alados por todas partes, multitudes de ellos por toda la ciudad. Maris podía imaginárselos: alados de Gran Shotan con sus uniformes color rojo oscuro, pálidos Artellianos adornados con diademas plateadas, sacerdotes del Dios del cielo procedentes del Archipiélago Sur, otros de las Islas Exteriores y de Las Brasas, a los que no se veía desde hacía años. Los viejos amigos se abrazarían entre sí, y pasarían las noches hablando. Antiguos amantes intercambiarían sonrisas inseguras y buscarían una excusa para pasar algunas horas en la oscuridad. Bardos y narradores contarían viejas historias y compondrían otras nuevas para la ocasión. El aire estaría lleno de chismorrees, fanfarronadas y canciones, repleto del aroma del especiado kivas y de la carne asada.
Maris pensó que todos sus amigos estarían allí. Los vio en sueños: jóvenes y viejos alados, un-ala y alados de cuna, orgullosos y tímidos, los alborotadores y los tranquilos. Todos se reunirían, y el resplandor de las alas y el sonido de las risas llenaría todo Arren Sur.
Y todos volarían.
Maris intentó no pensar en ello, pero la idea acudió de todas formas. En sueños, voló con ellos. Podía sentir el viento mientras dormía, rozándole con dedos sabios y gentiles, llevándola al éxtasis. A su alrededor, podía ver las alas, centenares de ellas, brillantes contra el intenso azul del cielo, girando y ascendiendo en armoniosos círculos lánguidos. Las alas de Maris captaban la luz del sol y lanzaban breves destellos que eran como gritos de alegría. Vio las alas al atardecer, enrojecidas con el color de la sangre, contra el cielo púrpura anaranjado que, progresivamente, derivada hacia el violeta y luego hacia el blanco plateado, cuando el último rayo de luz se desvanecía y sólo quedaban estrellas, estrellas entre las que volar.
Recordó el sabor de la lluvia, el retumbar distante del trueno y el aspecto que ofrecía el mar al amanecer, justo antes de que saliera el sol. Recordó la sensación de correr por un risco y lanzarse al vacío, confiando sólo en el viento, en las alas y en su propia habilidad para mantenerse en el aire.
A veces, por la noche, gritaba y temblaba. Evan la rodeaba con los brazos y le susurraba palabras reconfortantes, pero Maris nunca le contaba sus sueños. Nunca había sido un alado, nunca había estado en un Consejo. No lo comprendería.
Pasó el tiempo. Los enfermos acudían a Evan, o él a ellos, y morían o se curaban. Maris y Bari trabajaban a su lado, haciendo lo que podían. Pero Maris descubrió que no siempre podía concentrarse en el trabajo.
En cierta ocasión, Evan la envió al bosque a recoger dulce canto, una hierba que utilizaba para preparar la tesis. Y, a medida que se adentraba en el húmedo y frío bosque, la mujer se descubrió pensando en el Consejo. Ya debe de haber empezado, se decía. Oía mentalmente los discursos que debían de estar pronunciando Val, Corm y todos los demás. Con la imaginación, presentó sus propios argumentos y objeciones, mientras se preguntaba cómo terminaría todo y quién habría sido elegido para presidir el Consejo. Cuando por fin volvió, llevaba bajo el brazo un cesto lleno de semillas del mentiroso, que se parecían al dulce canto pero no tenían propiedades curativas. Evan cogió el cesto, suspiró sonoramente y agitó la cabeza.
—Maris, Maris ¿qué voy a hacer contigo? —Se volvió hacia Bari—. Niña, ve a recoger un poco de dulce canto antes de que oscurezca. Tu tía no se encuentra bien.
A Maris no le quedó más remedio que admitirlo.
Y, un día, volvió Coll, arrastrando los pies por el camino y con la guitarra a la espalda. Habían pasado seis semanas desde que partiera. No venía solo. A su lado caminaba S’Rella. Todavía llevaba las alas puestas, y se tambaleaba de agotamiento. Los dos tenían los rostros grises y exhaustos.
Cuando Bari les vio llegar, lanzó un grito y corrió a abrazar a su padre. Maris se dirigió a S’Rella.
—¿Te encuentras bien? ¿Qué ha pasado en el Consejo?
S’Rella se echó a llorar.
Maris se acercó y abrazó a su vieja amiga, que temblaba entre sus brazos. Por dos veces intentó hablar, pero sólo conseguía abrir la boca, y las palabras se le ahogaban en la garganta.
—Ya ha pasado todo, S’Rella —dijo Maris, impotente—. Calma, calma, ya ha pasado. Estoy aquí.
Sus ojos se encontraron con los de Coll.
—Bari —pidió el bardo con voz temblorosa—, ve a buscar a Evan. Dile que venga con nosotros.
La niña corrió a cumplir el encargo de su padre, no sin antes dirigir una mirada de preocupación a S’Rella.
—Estuve en la fortaleza del Señor de la Tierra —siguió Coll cuando la niña se hubo marchado—. Descubrió que era tu hermano y decidió retenerme allí hasta que terminara el Consejo. S’Rella llegó para comunicar que había finalizado. Los guardianes la capturaron y la llevaron a la fortaleza. También había retenido a otros alados: Jem, Ligar de Thrane, Katinn de Lomarron y algunos jóvenes del Archipiélago Occidental. Junto con otros cuatro bardos, una pareja de narradores y todos los pregoneros y corredores del Señor de Thayos. Evidentemente, quería que se difundiera la noticia. Quería que todo el mundo supiera lo que había hecho. Fuimos sus testigos. Los guardianes nos llevaron al patio y nos obligaron a mirar.
—No —susurró Maris, estrechando con más fuerza a S’Rella—. No, Coll. No se habrá atrevido. ¡Imposible!
—Tya de Thayos fue ahorcada ayer al atardecer —dijo Coll con voz ronca—. Negarlo no cambiará nada. Lo hemos visto. Intentó decir algo, pero el Señor de la Tierra no lo permitió. El nudo estaba mal hecho. La caída no la mató, tardó mucho tiempo en morir, estrangulada.
S’Rella se deshizo de su abrazo.
—Has tenido suerte —dijo con dificultad—. Podía haber mandado a buscarte. ¡Oh, Maris!, no podía apartar la vista… Yo… Fue horrible. Ni siquiera dejaron que… Que dijera sus últimas palabras. Y lo peor…
Volvió a quedarse sin voz.
Evan y Bari se acercaron, pero Maris apenas oyó sus pasos, o el saludo de bienvenida de Evan. Una enorme frialdad se había adueñado de ella, la misma torpeza enfermiza que la invadió cuando murió Russ y cuando Halland se perdió en el mar.
—¿Cómo se ha atrevido? —dijo lentamente—. ¿Nadie hizo nada? ¿No intentaron detenerle?
—Varios oficiales guardianes le avisaron, sobre todo un alto mando, creo que era la jefa de su escolta personal. No escuchó a nadie. El guardián que nos conducía estaba muy asustado. Cuando se abrió la trampilla, fueron muchos los que apartaron la vista. Pero obedecieron. Al fin y al cabo, son guardianes. Y él es su Señor.
—Pero… ¿El Consejo…? ¿El Consejo no…? ¿Qué pasa con Val, con los alados?
—¡El Consejo! —exclamó S’Rella con amargura—. El Consejo la declaró fuera de la ley y la despojó de sus alas. —La rabia le había secado las lágrimas de los ojos—. ¡Fue el Consejo el que le dio permiso para hacerlo!
—Y, para que todo el mundo supiera que había ahorcado a una alada —dijo Coll con voz débil—, el Señor de la Tierra le puso las alas. Plegadas, claro, pero seguían siendo reconocibles. Incluso hizo bromas al respecto. Dijo a Tya que utilizara las alas para evitar aquella caída, que huyera volando si podía.
Más tarde, ante unas tazas del té especial de Evan y platos de pan y salchichas, S’Rella recuperó la compostura. Mientras Coll salía al exterior con su hija, contó a Maris y a Evan lo que había sucedido en el desastroso Consejo.
Era una historia sencilla. Val Un-Ala, que había convocado el quinto Consejo de alados en toda la historia de Windhaven, perdió el control sobre éste. De hecho, nunca llegó a tener el control. Los un-ala y sus aliados apenas eran la cuarta parte de los reunidos. Y los que ocupaban los tres lugares de honor. —Los Señores de Arren Sur y Arren Norte, junto con el alado retirado Kolmi de Thar Kril, el presidente— estaban en contra de él. Apenas empezó el Consejo, se alzaron voces que denunciaban el crimen de Tya, incluyendo la del propio Kolmi. «Esa chica atada a la tierra nunca ha comprendido lo que es ser un alado», citó S’Rella a Kolmi. Otros se unieron a él. Uno dijo que jamás debió tener acceso a las alas. Otro, que no sólo había cometido un crimen contra el Señor de Thayos, sino contra todos los alados. Y un tercero añadió que Tya había traicionado sus sagrados deberes, convirtiendo en sospechosos a los demás alados.
—Katinn de Lomarron intentó hablar en su favor, pero le abuchearon. Se enfureció y los maldijo a todos. Como Tya, ha visto mucha guerra. Algunos de sus amigos intentaron defenderla, o al menos explicar por qué hizo lo que hizo, pero se negaron a escucharles. Cuando Val se levantó para intentar sacar adelante su propuesta, pensé por un momento que aún nos quedaba una oportunidad. Fue muy elocuente. Tranquilo y razonable, no como suele ser él. Los aplacó diciendo que Tya había cometido un crimen terrible. Pero luego siguió explicando que, pese a todo, los alados debían defenderla, que no podían permitir que el Señor de la Tierra hiciera lo que quisiese con ella, que el destino de todos los alados estaba unido al de Tya. Fue un buen discurso. Si lo hubiera pronunciado cualquier otro, les habría convencido. Pero el orador era Val. Y tiene demasiados enemigos. Muchos de los viejos alados siguen odiándole.
»Val sugirió que el Consejo despojara a Tya de sus alas durante cinco años, pasados los cuales podría recuperarlas en competición. También dijo que se debía insistir en el hecho de que sólo los alados pueden juzgar a los alados, lo que implicaba liberar a Tya aunque fuera necesario amenazar a Thayos con una sanción.
»Mucha gente estaba dispuesta a secundar su propuesta y a hablar en su favor, pero no sirvió de nada. Kolmi no admitió nuestra posición. No nos dieron oportunidad de hablar. El Consejo duró casi todo el día, pero no llegaron a hablar ni una docena de un-ala. Kolmi no quería que se nos oyera.
»Después de que hablara Val, tomó la palabra una mujer de Lomarron. Dijo que al padre de Val lo habían ahorcado por asesino, y que el propio Val era el causante del suicidio de Ari por arrebatarle las alas. “No es raro que nos quiera hacer defender a esa criminal”, fueron sus palabras literales. Luego intervinieron otros que también hablaron de crímenes y de lo poco que entendían los un-ala lo que es ser un alado. La propuesta de Val se olvidó en medio del caos.
»Luego se alzaron las voces de algunos alados ancianos que pedían el cierre de las academias. No fue una propuesta muy popular. Corm la defendió, pero su propia hija se alzó contra él. Fue todo un espectáculo. Los Artellianos apoyaron la moción, y algunos de los alados retirados consiguieron que se sometiera a votación, pero sólo tenían a su favor a una quinta parte del Consejo. Las academias están a salvo.
—Algo por lo que estar agradecidos —suspiró Maris.
S’Rella asintió y siguió hablando.
—Luego tomó la palabra Dorrel. Ya sabes cuánto le respetan. Hizo un buen discurso, demasiado bueno. Primero habló de los motivos idealistas de Tya y de cuánto simpatizaba con lo que había intentado hacer. Pero, a continuación, añadió que no podemos dejarnos llevar por las emociones. El crimen de Tya ataca al corazón mismo de la sociedad alada, dijo. Si los Señores de la Tierra no están seguros de que llevaremos sus mensajes exacta y desapasionadamente, de que seremos sus portavoces en tierras lejanas, ¿qué utilidad tendremos? Si no les fuéramos útiles, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que nos quitaran las alas por la fuerza para dárselas a sus propios hombres? Dijo también que no podemos luchar contra los guardianes; que teníamos que recuperar la confianza perdida, y que la única manera era declarar proscrita a Tya, pese a sus buenas intenciones. Abandonarla a su destino por mucho que simpatizáramos con ella. Dijo que si hacíamos cualquier intento por defender a Tya, los atados a la tierra nos interpretarían mal y pensarían que aprobábamos su crimen. Insistió en que había que dejar bien claro que censurábamos su comportamiento.
Maris asintió.
—Tiene mucha razón, por tristes que sean las consecuencias. Fue un discurso muy persuasivo.
—A continuación, hablaron otros que pensaban de forma parecida. Thera-Kul de Yethien, el anciano Arris de Artellia, una mujer de las Islas Exteriores, Jon de Culhall, Talbot de Gran Shotan… Todos ellos líderes muy respetados. Apoyaron a Dorrel. Val estaba rojo de ira, y Katinn y Athen gritaban para las paredes, pero Kolmi no les prestó atención. La cosa duró varias horas. Por fin, la propuesta de Val fue votada y desestimada en menos de un minuto. Él Consejo decidió declarar proscrita a Tya y abandonarla a los tiernos cuidados del Señor de Thayos. No le dijimos que la ahorcara. Ante una sugerencia de Jirel de Skulny, todo lo que llegamos a pedirle fue que no lo hiciera. Pero sólo fue una petición.
—Nuestro Señor rara vez atiende a peticiones —dijo Evan con voz monótona.
—Ahí es donde terminó el Consejo para mí. Los un-ala se marcharon.
—¿¡Se marcharon!?
S’Rella asintió.
—Cuando terminó la votación, Val se levantó. Tenía los ojos… Me alegro de que no llevara armas, habría matado a alguien. En vez de eso, habló. Los llamó locos, cobardes y cosas mucho peores. Le gritaron y le amenazaron. Empezaron algunas refriegas. Val pidió a todos sus amigos que abandonaran el lugar. Damen y yo tuvimos que abrirnos camino hasta la puerta. Los alados… Reconocí a algunos de ellos, gente a la que conozco desde hace años. Se burlaban de nosotros, nos decían… Fue espantoso, Maris. La rabia que había…
—Conseguisteis salir, ¿no?
—Sí. Casi todos los un-ala volamos hasta Arren Norte. Val nos llevó hasta un descampado, un viejo campo de batalla, subió a una antigua fortificación y nos habló. Tuvimos nuestro propio Consejo. Allí estaba casi la cuarta parte de los alados. Votamos una sanción contra Thayos, aunque los demás no la siguieran. Para eso voló Katinn hasta aquí conmigo, para decírselo juntos al Señor de la Tierra. Ya había recibido noticias de la otra decisión, pero Katinn y yo fuimos a comunicarle la de los un-ala. —Rió amargamente—. Nos escuchó con frialdad. Cuando terminamos, nos dijo que los de nuestra clase no éramos dignos de ser alados, y que nada le complacería más que saber que ningún un-ala volvería a surcar los cielos de Thayos. Prometió mostrarnos lo que opinaba de nosotros, de Val y de los un-ala.
»Y nos lo mostró. Al atardecer, sus guardianes nos llevaron al patio, con los demás, y nos lo mostró.
El rostro se le había puesto ceniciento. Contar la historia le abría de nuevo las heridas.
—¡Oh, S’Rella! —dijo Maris, apenada.
Tendió el brazo para tocarle la mano pero, cuando lo hizo, la alada empezó a temblar y se echó a llorar otra vez.
Maris apenas pudo conciliar el sueño. Se removía y daba vueltas sin conseguir dormirse. Tenía sueños oscuros e informes, junto con pesadillas sobre vuelos que acababan en el extremo de una soga.
Se despertó antes de que amaneciera, en la oscuridad, alertada por el débil sonido de una melodía lejana.
Evan dormía a su lado, roncando ligeramente sobre la almohada de plumas. Maris se levantó, se vistió y salió del dormitorio. Bari dormía tranquilamente, con el sueño inocente de los niños, libre de las cargas que pesaban sobre los demás. S’Rella dormía también, encogida bajo las sábanas.
La habitación de Coll estaba vacía.
Maris siguió el sonido de la suave música y encontró a su hermanastro fuera, sentado, apoyado contra la pared de la casa, bajo la luz de las estrellas, llenando el frío aire de la noche con la suave melodía de su guitarra.
Maris se sentó frente a él en el húmedo suelo.
—¿Componiendo una canción?
—Sí. —Los dedos de Coll se movían con deliberada lentitud—. ¿Cómo lo sabes?
—Recuerdo que, cuando éramos más jóvenes, solías levantarte en medio de la noche y salir fuera para trabajar en una nueva melodía que querías conservar en secreto.
—Siempre seré un animal de costumbres. —Arrancó del instrumento un último acorde antes de dejarlo a un lado—. No tengo remedio. Cuando me ronda una letra por la cabeza, no puedo dormir.
—¿La has terminado?
—Todavía no. Pienso titularla La Caída de Tya. Ya tengo las palabras, pero no la melodía. Casi puedo oírla, pero cada vez es diferente. En unas ocasiones es trágica y sombría, una canción triste y lenta, como la balada de Aron y Jeni. Pero luego me parece que debería ser más rápida y latir como el corazón de un hombre que se ahoga en su propia rabia, que debería inflamar, doler y atenazar. ¿Tú qué opinas, hermanita mayor? ¿Cómo debería ser? ¿Qué debería hacerte sentir la caída de Tya, pena o rabia?
—Las dos cosas. Sé que no soy de mucha ayuda, pero es lo único que puedo responderte. Las dos cosas, y mucho más. Me siento culpable, Coll.
Le habló de Arrilan y sus compañeros, y de la oferta que le trajeron. Coll escuchaba, comprensivo. Cuando terminó, le tomó la mano entre las suyas. Tenía los dedos callosos, pero gentiles y consoladores.
—No lo sabía. S’Rella no me dijo nada.
—No creo que lo sepa. Probablemente, Val dijo a Arrilan que no comentara mi negativa con nadie. Pese a lo que digan de él, tiene buen corazón.
—Es una tontería que te sientas culpable. No creo que hubiera cambiado nada aunque tú presidieras el Consejo. Un voto más o menos significaría muy poco. El Consejo se habría dividido contigo y sin ti, y Tya habría sido ahorcada igualmente. No debes torturarte con remordimientos por algo que no habrías podido evitar.
—Quizá tengas razón, pero debí intentarlo. Es posible que Dorrel y sus amigos me hubieran escuchado. La gente de Ciudad Tormenta, Corina, tal vez incluso Corm… Todos me conocen. Val no puede hacerse entender por ellos. Si hubiera aceptado presidirlo, como me pidió Val, quizá habría conseguido que se mantuvieran unidos.
—Especulaciones. Te estás atormentando sin necesidad.
—Ya es hora de que lo haga. Tenía tanto miedo de lo que sufriría que me negué a ir con Arrilan. Fui una cobarde.
—No eres responsable de todos los alados de Windhaven, Maris. Tienes que pensar primero en ti, en tus propias necesidades.
Maris sonrió.
—Hace mucho tiempo, pensé sólo en mí misma y cambié el mundo que me rodeaba para conseguir lo que necesitaba. ¡Oh, sí!, me dije que lo hacía por todo el mundo. Pero tú y yo sabemos que lo hice únicamente por mí. Barrion tenía razón. Coll. Era una ingenua. No tenía ni idea de adonde nos llevaría aquello. Sólo quería volar.
»Debería haber ido, Coll. Era responsabilidad mía. Pero sólo me preocupaba mi dolor, mi vida, cuando debería pensar en los demás. Llevo la sangre de Tya en las manos —terminó, levantando una.
Coll la tomó y se la apretó con fuerza.
—No digas tonterías. Lo único que sé es que mi hermana se está destrozando a sí misma por nada. Tya ya no está entre nosotros, y no podrías haber hecho nada para evitar que muriera. Aunque no sea así, ahora ya no puedes hacer nada. Todo ha pasado. Barrion me dijo una vez que no me angustiara nunca por lo pasado. Que convirtiera el dolor en una canción y se la ofreciera al mundo.
—No puedo componer canciones. No puedo volar. Dije que quería ser útil y di la espalda a los que me necesitaban. Jugué a ser curandera. No soy una curandera. No soy una alada. Entonces, ¿qué soy? ¿Qué es lo que soy?
—Maris…
—Exactamente. Maris de Amberly Menor, la chica que una vez cambió el mundo. Y, si lo hice una vez, quizá pueda repetirlo. Al menos, lo intentaré.
Se levantó bruscamente, con el rostro serio bajo la pálida luz del amanecer cuyo débil brillo aún no había teñido el horizonte Oriental.
—Tya está muerta —señaló Coll. Tomó la guitarra y se levantó para mirar a su hermana cara a cara—. El Consejo se ha disuelto. Todo ha terminado. Maris.
—No. No lo aceptaré. Todavía no ha terminado. Aún no es tarde para cambiar el final de la canción de Tya.
Evan se despertó rápidamente al sentir su ligero roce. Se sentó en la cama, preparado para cualquier emergencia.
—Evan —empezó Maris, sentándose a su lado—, ya sé lo que debo hacer. Tenía que contártelo antes a ti.
El curandero se pasó la mano por la cabeza, alisándose el revuelto pelo blanco. Tenía el ceño fruncido.
—¿Qué?
—Estoy… Estoy viva, Evan. No puedo volar, pero sigo siendo yo.
—Me alegro de oírlo, sobre todo sabiendo que lo dices de verdad.
—No soy una curandera. Ni creo que llegue a serlo.
—Has hecho algunos descubrimientos esta noche, ¿eh? Y mientras yo dormía. Sí, es cierto, ya lo sabía. Pero no podía decírtelo. No querías saberlo.
—Claro que no quería saberlo. Creí que era la única opción que me quedaba. El dolor y los recuerdos seguían ahí, pero necesitaba ser útil. Tengo que aprender a vivir con el dolor, a aceptarlo y a ignorarlo. Porque hay cosas que debo hacer. Tya está muerta. Los alados, divididos. Sólo yo tengo una oportunidad de arreglar la situación. Así que… —Se mordió el labio y evitó mirarle a los ojos—. Te quiero, Evan. Pero tengo que dejarte.
—Espera un momento. —Le rozó la mejilla y le miró a la cara. A Maris le pareció que era la primera vez que miraba aquellos profundos ojos azules y sintió, inesperadamente fuerte, la punzada de la pérdida—. Dime por qué tienes que dejarme.
Movió las manos, desconsolada.
—Porque… Porque aquí soy inútil. No encajo aquí.
Él contuvo el aliento. Maris no supo bien si lo que ocultaba era un sollozo o una carcajada.
—¿De verdad crees que te quiero como aprendiza, como curandera, por lo mucho que puedas ayudarme? Francamente, como curandera, has puesto a prueba mi paciencia. Te quiero como mujer, por ti misma, por lo que eres. Y ahora que por fin te das cuenta de lo que eres, de lo que siempre has sido, ¿crees que debes abandonarme?
—Tengo muchas cosas que hacer. No sé cuál será mi destino. Quizá fracase. Podría resultar peligroso que te asociaran conmigo. Correrías la misma suerte que Reni. Y no quiero ponerte en peligro.
—No eres tú la que me pone en peligro —replicó con firmeza—. Yo elijo los peligros que corro o dejo de correr. —Le cogió una mano y se la sostuvo firmemente—. Habrá cosas en las que pueda ayudarte, déjame que lo haga. No sólo sé preparar té para tus amigos, ¿sabes?
—Pero no tienes por qué hacerlo. No debes arriesgar la vida por nada. Ésta no es tu lucha.
—¿Qué no es mi lucha? —En la voz del curandero había un deje de indignación—. ¿Desde cuándo Thayos no es mi hogar? Todo lo que decrete el Señor de Thayos me afecta a mí, y a mis pacientes. Mi sangre está en este bosque y en estas montañas. Aquí, la forastera eres tú. Todo lo que consigas para tu gente, los alados, afecta también a mi gente. Yo los conozco, y tú no. Y ellos me conocen y confían en mí. La mayoría están en deuda conmigo, una deuda que no se paga con monedas de hierro. Me ayudarán. Y yo te ayudaré. Creo sinceramente que vas a necesitarme.
Maris sintió que la energía del hombre se filtraba en ella a través de la firme mano que sostenía la suya. Sonrió, contenta por no estar sola. Ahora se sentía más segura.
—Sí, Evan. Te necesito.
—Aquí me tienes. ¿Por dónde empezamos?
Maris se apoyó en la cabecera de la cama y se recostó junto a Evan.
—Nos hará falta un lugar donde escondernos y un campo de aterrizaje. Un sitio donde los alados puedan despegar y aterrizar sin que el Señor de la Tierra y sus espías sepan que están en la isla.
Antes de que terminara de hablar, el curandero ya estaba asintiendo.
—Hecho. No muy lejos de aquí, hay una granja abandonada. El granjero murió el invierno pasado y el bosque todavía no ha reclamado lo que es suyo, aunque sigue ocultándola de ojos indiscretos.
—Perfecto. Lo mejor será que nos ocultemos todos allí una temporada, por si los guardianes vienen a buscarnos.
—Yo tengo que quedarme aquí. Si los guardianes no pueden encontrarme, tampoco podrán los enfermos. Tengo que estar accesible.
—Podría ser peligroso.
—Conozco a una familia en Thossi, tienen trece hijos. Ayudé a la madre en un parto difícil, y he salvado la vida de los niños al menos en una docena de ocasiones. Están ansiosos de hacer lo mismo por mí. Su casa está en el camino principal, y siempre hay algún chico desocupado. Si los guardianes vienen a por nosotros, tendrán que pasar por allí; uno de los chicos podría adelantarse para avisarnos.
—Perfecto —sonrió Maris.
—¿Qué más?
—Antes de nada, despertaremos a S’Rella. —Maris se sentó, apartándose de su regazo y estirando las piernas sobre la cama—. Necesito que sustituya a mis alas, que lleve mensajes por mí, muchos mensajes. Y el primero de todos estará destinado a Val Un-Ala.
Val acudió, naturalmente.
Le esperó en el umbral de una cabaña y dos plantas abandonada, maltratada por el tiempo, con los muebles cubiertos de moho. El alado sobrevoló tres veces los cultivos abandonados antes de decidir que el aterrizaje era seguro.
Cuando descendió, Maris le ayudó a quitarse las alas, pese a que algo tembló dentro de ella cuando tocó el suave tejido metálico. Val la abrazó y sonrió.
—Tienes buen aspecto para ser una vieja tullida.
—Y tú hablas demasiado para ser un idiota —replicó Maris—. Ven, pasa.
Coll estaba en el interior de la cabaña, afinando la guitarra.
—Val —dijo, saludando con un movimiento de cabeza.
—Siéntate —le indicó Maris—. Tienes que escuchar una canción.
Val la miró intrigado, pero tomó asiento.
Coll cantó La Caída de Tya. A instancias de su hermana, había compuesto dos versiones. La que cantó a Val era la triste.
Val escuchó educadamente, con sólo un atisbo de incomodidad.
—Muy bonita —dijo cuando Coll terminó—. Y muy triste. —Miró suspicazmente a Maris—. ¿Para esto me enviaste a S’Rella, para esto me has hecho volar hasta aquí, con riesgo de mi vida, pese a mi juramento de no venir nunca a Thayos? ¿Para esto? ¿Para escuchar una canción? ¿Hasta qué punto te ha lesionado el cerebro aquella caída?
Coll se echó a reír.
—Concédele media oportunidad.
—No tiene importancia —dijo Maris—. Val y yo estamos acostumbrados el uno al otro, ¿verdad?
Val sonrió débilmente.
—Tienes media oportunidad. Dime a qué viene todo esto.
—Lo resumiré en una palabra: Tya. Y cómo solucionar lo que sucedió en el Consejo.
—Es demasiado tarde. Tya ha muerto. Nosotros hemos reaccionado. Ahora, esperaremos a ver qué pasa.
—Si esperamos puede ser demasiado tarde. No podemos permitirnos el lujo de esperar a que los alados cierren las academias, ni de desafiar a los que ignoren tu sanción. Con tu actitud, has dado un arma a Corm y a los suyos. No debiste actuar sin el apoyo del Consejo.
Val negó con la cabeza.
—Hice lo que debía. Y cada año hay más un-ala. El Señor de Thayos puede reír ahora, pero no por mucho tiempo.
—Tú tampoco tienes todo el tiempo del mundo.
Calló un momento. Pensaba a tanta velocidad que tenía miedo de hablar. No podía distanciarse de Val. Tenían que comprenderse mutuamente, tal y como le había dicho Coll. Pero Val seguía siendo el hombre orgulloso y temperamental de siempre, tal y como demostraba su actitud ante el Consejo. Le resultaría muy difícil admitir que se había equivocado.
—Debí acudir cuando me llamaste —siguió—. Pero estaba asustada. Y fui egoísta. Quizá habría evitado la escisión.
—Eso ya no importa. Lo que pasó, pasó.
—Pero se puede cambiar. Comprendo que creyeses en la necesidad de hacer algo, pero quizá lo que hiciste llegue a ser contraproducente. ¿Qué pasará si los alados deciden despojarte de las alas, dejar en tierra a todos los un-ala?
—Que lo intenten.
—¿Qué harías? ¿Luchar contra ellos uno a uno, mano a mano? No. Si los alados deciden arrebatar las alas a todos los que acaten tu sanción, no se podrá hacer nada para impedirlo. Excepto, quizá, matar a unos cuantos de ellos y ver cómo mueren más un-ala, como Tya. Los Señores de la Tierra apoyarían a los alados con sus guardianes.
—Si eso llega a pasar… —Val miró fijamente a Maris, con el rostro peligrosamente tranquilo—. Si sucede, vivirás para ver la muerte de tu sueño. ¿Tanto significa para ti? ¿Cómo sabes que no volverás a volar?
—Esto es más importante que mi sueño, o que mi vida. Estoy por encima de eso, lo sabes. Y a ti también te preocupa.
El silencio pareció adquirir consistencia a su alrededor. Hasta los dedos de Coll se quedaron inmóviles sobre las cuerdas de la guitarra.
—Sí —reconoció Val. El monosílabo parecía un suspiro—. Pero ¿qué… qué puedo hacer?
—Revocar la sanción —dijo rápidamente Maris—, antes de que tus enemigos la utilicen contra ti.
—¿Revocará el Señor de la Tierra el ahorcamiento de Tya? No, Maris. Esta sanción es lo único que nos queda. Los demás alados tendrán que adherirse, o seguiremos escindidos.
—Es un gesto inútil, y lo sabes. Thayos no echará de menos a los un-ala. Los alados de cuna irán y vendrán, como siempre. El Señor de la Tierra tendrá alas de sobra para que lleven sus mensajes. No significa nada.
—Significa que mantenemos nuestra palabra, que no amenazamos en vano. Además, la sanción la aprobamos todos. No podría revocarla yo solo ni aunque quisiera. Estás malgastando aliento.
Maris le dirigió una sonrisa desdeñosa, pero sintió crecer la esperanza en su interior. Val empezaba a cambiar de opinión.
—No intentes jugar conmigo, Val. Tú eres los un-ala. Por eso te he llamado. Los dos sabemos que harán lo que digas.
—¿Me estás pidiendo de verdad que olvide lo que hizo el Señor de Thayos, que olvide a Tya?
—Nadie olvidará a Tya.
Un acorde de guitarra resonó en la estancia.
—De eso se encargará mi canción —intervino Coll—. Dentro de unos días, la cantaré en Puerto Thayos. Los demás bardos la copiarán, pronto se oirá en todas partes.
Val le miró, incrédulo.
—¿Piensas cantar esa canción en Puerto Thayos? ¿Estás loco? ¿No sabes que la simple mención de Tya provoca peleas e insultos allí? Si cantas esa canción en cualquier taberna, apuesto lo que quieras a que te encontrarán en un sumidero, con la garganta cortada.
—Los bardos pueden permitirse ciertas libertades. Sobre todo si son buenos. Puede que el nombre de Tya provoque insultos, pero cuando termine la canción, pensarán de otra manera. Dentro de poco, Tya se habrá convertido en una heroína. Y será a causa de la canción, aunque pocos lo admitan o se den cuenta.
—Nunca he visto tanta arrogancia —dijo Val, divertido. A continuación, se volvió hacia Maris—. ¿Has sido tú la que le ha metido en esto?
—Hemos hablado del tema.
—¿Y no habéis hablado de la posibilidad de que le maten? Quizá haya gente que quiera escuchar una canción en la que se ensalza a Tya, pero tampoco faltarán los guardianes borrachos y furiosos, que intentarán detener al bardo e impedirle que difunda sus mentiras por el expeditivo sistema de romperle la cabeza. ¿Lo habíais pensado?
—Sé cuidar de mí mismo —dijo Coll—. No todas las canciones que canto son bien recibidas, sobre todo al principio.
—Es tu vida. —Val se encogió de hombros—. Supongo que la canción conseguirá algo, si vives lo suficiente para difundirla.
—Quiero que me envíes alados —dijo Maris—. Todos los un-ala que sepan cantar y tocar pasablemente.
—¿Quieres que Coll los entrene para cuando pierdan las alas?
—La canción debe difundirse fuera de Thayos lo más rápidamente posible. Necesito alados que la aprendan y la enseñen a todo bardo que encuentren, dondequiera que vayan. Irán a todas partes con la canción, será nuestro mensaje. Todo Windhaven debe saber quién fue Tya, todo Windhaven cantará la canción de Coll sobre lo que intentó conseguir.
Val parecía pensativo.
—Muy bien. Mandaré a mi gente aquí, en secreto. La canción se ex tenderá fuera de Thayos.
—También difundirán la noticia de que se ha revocado la sanción contra la isla.
—¡Eso sí que no! ¡No basta con una canción para vengar a Tya!
—¿Es que conociste a Tya? ¿No sabes lo que intentaba hacer? Quería evitar una guerra y probar que los Señores de la tierra no controlan a los alados. Pero esta sanción nos pondrá en sus manos, porque nos ha dividido y debilitado. Sólo actuando juntos, al unísono, tendrán los alados fuerza suficiente para desafiar a los Señores de la Tierra.
—Eso cuéntaselo a Dorrel —señaló Val fríamente—. No me culpes a mí. Convoqué el Consejo para que actuáramos juntos. Para salvar a Tya, no para arrodillarnos ante el Señor de Thayos. Dorrel me puso el Consejo en contra y nos debilitó. Díselo a él, a ver qué te responde.
—Eso es lo que intento —dijo Maris con calma—. S’Rella ya está camino de Laus.
—¿Vas a hacerle venir?
—Sí. Y no sólo a él. Ahora no puedo ir yo a ellos. Como tu bien dijiste, soy una lisiada.
Sonrió, inflexible.
Val titubeó un momento, intentando encajar todas las piezas.
—Tú quieres algo más aparte de que se revoque la sanción. Ése es sólo el primer paso para reunir a los alados de cuna y a los un-ala. Si consigues unirnos otra vez, ¿qué tienes planeado?
Maris sintió que el corazón le cantaba. Ahora sabía que tendría el apoyo de Val.
—¿Sabes cómo murió Tya? ¿Sabes que el Señor de Thayos fue lo suficientemente estúpido y cruel como para matarla con las alas puestas? Luego se las quitaron para entregárselas al hombre que las perdió ante ella hace dos años. Enterraron el cadáver en una tumba sin lápida, en las afueras de la fortaleza. Murió con las alas puestas, pero no se le hizo un entierro de alado. Y no tuvo a nadie que la velara, o llorara por ella.
—¿Y qué pasa con eso? ¿Qué tiene que ver conmigo? ¿Qué pretendes de mí, Maris?
—Que la llores, Val —dijo con una sonrisa—. Nada más. Quiero que lleves luto por Tya.
Maris y Evan oyeron por primera vez la noticia de labios de una narradora ambulante, una ingeniosa anciana de Puerto Thayos que se detuvo en casa del curandero para que le quitara una astilla del pie.
—El Señor de la Tierra se ha apoderado ya de la mina de Thrane —dijo mientras Evan la atendía—. Ahora se habla de invadir la misma Thrane.
—Qué locura —murmuró Evan—. Traerá más muertes.
—¿Hay alguna otra noticia? —inquirió Maris.
Los alados seguían yendo y viniendo del campamento secreto, pero había transcurrido más de una semana desde que Coll, tras enseñar la canción a media docena de un-ala, se dirigiera a Puerto Thayos. Los días pasaban lluviosos, fríos y llenos de ansiedad.
—Lo de la alada —dijo la mujer, parpadeando al ver el fino cuchillo de hueso con que le iba a extraer la astilla—. Ten cuidado, curandero.
—¿La alada?
—Algunos dicen que es un fantasma. —Evan ya le había quitado la astilla y estaba aplicando emplastos en el corte—. Quizá sea el fantasma de Tya. Una mujer vestida de blanco, silenciosa, que no descansa. Apareció por el Este dos días antes de que se marchara. Los encargados del refugio acudieron a recibirla, a ayudarla a tomar tierra y a quitarse las alas. Pero no aterrizó. Sobrevoló las montañas y la fortaleza del Señor de la Tierra antes de dirigirse hacia Puerto Thayos. Pero tampoco aterrizó allí. Desde que llegó, ha estado volando en círculos, una y otra vez, yendo de Puerto Thayos a la fortaleza. Y vuelta a empezar. Sin aterrizar nunca, sin decir nada. Volando, siempre volando, tanto si brilla el sol como si hay tormenta. Está allí al anochecer, y allí sigue cuando amanece. No come ni bebe.
—Fascinante —dijo Maris, conteniendo una sonrisa—. ¿Crees que se trata de un fantasma?
—Es posible. Yo misma la he visto muchas veces. Caminando por Puerto Thayos, sentí una sombra encima de mí. Levanté la vista y allí estaba ella. Da mucho que hablar. La gente está asustada y, según algunos guardianes, el Señor de la Tierra es el que más miedo tiene, aunque intenta no demostrarlo. Cuando pasa por encima de su fortaleza, no sale para verla. Quizá tiene miedo de ver el rostro de Tya.
Evan le había vendado el pie tras ponerle algunas pomadas curativas.
—Ya está. Intenta ponerte en pie.
La mujer se levantó, apoyándose en Maris.
—Duele un poco.
—Estaba infectado. Has tenido suerte, si llegas a esperar unos días más antes de acudir a un curandero, quizá habrías perdido el pie. Usa botas. Los caminos del bosque son imprevisibles.
—No me gustan las botas. Prefiero sentir la hierba y la tierra bajo los pies.
—¿También te gusta el roce de las astillas?
Discutieron durante un rato y por fin, la mujer aceptó llevar una bota de tela suave, pero sólo en el pie herido, y únicamente hasta que se curase.
Cuando se fue, Evan miró a Maris con una sonrisa juguetona en los labios.
—Ya ha empezado. ¿Cómo es que el fantasma no come ni bebe?
—Lleva una bolsa con nueces y otros frutos secos, y un pellejo de agua. Los alados suelen hacer viajes muy largos, ¿cómo crees que podemos volar hasta Artellia, o Las Brasas?
—Nunca se me había ocurrido.
Maris asintió, preocupada.
—Supongo que la relevan por las noches, en secreto, para que el fantasma descanse. Es muy inteligente por parte de Val enviar a una alada que se parezca a Tya, debí pensar en ello yo misma.
—Ya has pensado bastante, no te lo reproches. ¿Por qué estás tan seria?
—Me gustaría ser esa alada.
Dos días más tarde, una niñita llegó jadeando a la puerta de Evan. Era un miembro de la familia que estaba en deuda con el curandero y, por un breve y terrible momento, Maris creyó que los guardianes venían ya a por ella. Pero no eran más que noticias. Evan había pedido que le informaran de todo lo que se rumoreaba en Thossi.
—Ha pasado un mercader por el pueblo —dijo la niñita—. Hablaba de los alados.
—¿Qué es lo que dijo? —preguntó Maris.
—Que se lo había contado el viejo Mullish, en la cantina, que el Señor de la Tierra tiene mucho miedo. Dice que ahora hay tres alados, tres. Tres alados negros que dan vueltas una y otra vez.
Levantó los brazos y corrió en círculos para ilustrar lo que decía.
Maris cruzó una mirada con Evan, y sonrió.
—Ahora hay siete alados negros —dijo un corpulento gordinflón.
Llegó hasta su puerta sangrando. Sólo vestía harapos, había desertado de los guardianes.
—Intentó mandarme a Thrane —se explicó—, pero maldito sea si voy allí.
Cuando no hablaba, tosía. A veces, escupía sangre.
—¿Siete?
—Mal número. Todos vestidos de negro. Mal color. No nos desean ningún bien.
La tos se hizo tan fuerte que le impidió hablar.
—Calma, calma —aconsejó Evan.
Le dio vino mezclado con hierbas y le acompañó hasta una cama, ayudado por Maris.
Pero el hombre no quería descansar. En cuanto pasó el acceso de tos, siguió hablando.
—Si yo fuera el Señor de la Tierra, formaría a los arqueros y los derribaría cuando pasaran por encima de mí. Y tanto que lo haría. Algunos dicen que las flechas les atravesarían sin hacerles daño, pero yo no lo creo. Son de carne y hueso, igual que yo. —Se palmeó la barriga—. No se les puede permitir que vuelen. Nos traerán mala suerte a todos. Últimamente, el tiempo ha sido malo, apenas se pesca, y en Puerto Thayos he oído que la gente se pone enferma y muere cuando les roza la sombra de sus alas. En Thrane va a pasar algo terrible, lo sé, y por eso no quiero ir. Con siete alados negros en el cielo, no. ¡Oh, no!, no iré. De esto no saldrá nada bueno, es algo perverso.
Perverso fue al menos para aquel hombre, pensó Maris. Al día siguiente, cuando le llevó el desayuno a la cama, el enorme cuerpo estaba rígido y frío. Evan le enterró en el bosque, junto a las tumbas de otros viajeros.
—Thenya fue a Puerto Thayos para intentar vender algunos tapices —informó otro de los componentes de la horda de niños que Evan había traído al mundo, un varón esta vez—. Cuando volvió a Thossi, nos dijo que ahora son más de una docena los alados negros que vuelan en círculos entre el puerto y la fortaleza. Y que cada día son más.
—Veinte alados, todos de negro, silenciosos, siniestros —dijo la joven barda. Tenía cabellos dorados, ojos azules, voz dulce y modales agradables—. ¡Son un tema maravilloso para una canción! Si supiera cómo terminará todo, ya estaría trabajando en ella.
—¿Y por qué crees que están ahí? —inquirió Evan.
—Por Tya, claro —respondió, sorprendida de que alguien preguntara aquello—. Mintió para que no hubiera guerra, y el Señor de la Tierra la mató por eso. Llevan el luto por ella. Estoy segura. Hay mucha gente que lamenta su muerte.
—¡Ah, sí! —dijo Evan—. Tya. Su historia es una canción por sí misma. ¿Nunca has pensado en componer una?
La joven barda sonrió.
—Ya la hay. La oí en Puerto Thayos; os la cantaré.
Maris se reunió con Katinn de Lomarron en la granja abandonada, donde los esbeltos rufianes verdes y el diente de dragón crecían apoderándose de las plantaciones de trigo. El hombre con el collar de colmillos de escila se posó con la elegancia que le daban las alas plateadas. Vestía de negro.
Maris le acompañó al interior y le ofreció algo de beber.
—¿Y bien?
Se secó los labios antes de esbozar una sonrisa.
—Volé muy alto y vi el círculo por debajo de mí. ¡Ah, tendrías que haberlo visto! Debían de ser más de cuarenta alados. El Señor de la Tierra debe de estar echando espuma por la boca. La noticia corre por todas las islas. Cada vez vienen más un-ala de todo el Archipiélago Oriental, y el propio Val llevó la nueva a las islas Occidentales, así que no pasará mucho tiempo antes de que se nos unan otros. Ahora hay tantos que es fácil hacer una pausa para descansar o para comer sin que lo note nadie. No envidio a la pobre Alain, la primera que lo hizo. Sin duda, es una alada con una gran resistencia. Según se dice, en ningún momento dio señales de fatiga. Debe de estar descansando en Thrynel, pero pronto volverá a reunirse con nosotros. En cuanto a mí, tengo que volver al círculo.
Maris asintió.
—¿Y qué hay de la canción de Coll?
—La cantan en Lomarron, en Arren Sur y en la Plataforma del Milano. La he oído muchas veces. También ha llegado al Archipiélago del Sur y a las Islas Exteriores. A las del Archipiélago Occidental también, claro. A tu Amberly, a Culhall y a Poweet. Me han dicho que también se ha difundido por Ciudad Tormenta.
—Bien —dijo Maris—. Bien.
—El Señor de Thayos envió a Jem a interrogar a los alados negros —dijo el amigo de Evan, que le llevaba noticias de Thossi—. Se dice que le reconocieron y le llamaron por su nombre, pero no quisieron hablar con él. Tienes que venir a la ciudad para verlos, Evan. Por donde quiera que mires, el cielo está lleno de alados.
—El Señor de la Tierra ordenó a los alados que abandonaran su cielo, pero no se han ido. ¿Por qué iban a hacerlo? ¡Cómo dicen los bardos, el cielo es de los alados!
—Según me contaron, llegó una alada con un mensaje para nuestro Señor de la Tierra, procedente del Señor de Thrane. Pero, cuando fue a escucharla a la sala de audiencias, palideció de miedo, porque la alada vestía de negro de los pies a la cabeza. Ella le recitó el mensaje mientras el Señor temblaba. Pero, antes de que se marchase, la detuvo para preguntarle por qué vestía de negro.
—Voy a unirme al círculo —dijo la alada con voz tranquila—. Para llorar por Tya.
Y eso es lo que hizo.
—Dicen que, en Puerto Thayos, todos los bardos visten de negro. Y la gente hace lo mismo. Las calles están llenas de mercaderes que venden ropas negras, y los tintoreros jamás habían tenido tanto trabajo.
—¡Jem se ha unido a los alados negros!
—El Señor de la Tierra ha ordenado que los guardianes vuelvan de Thrane. Me han dicho que tiene miedo de lo que puedan hacer los alados negros, y que quiere tener cerca a sus mejores arqueros. La fortaleza está abarrotada de guardianes. Se dice que el Señor no se atreve a salir por si cae sobre él la sombra de un alado negro.
S’Rella llegó con la noticia de que Dorrel la seguía a menos de un día de distancia. Maris aguardó toda la tarde en los acantilados, demasiado impaciente como para esperar en casa, con S’Rella. Al final, su recompensa fue la visión de una oscura figura que volaba hacia la isla. Se internó apresuradamente en el bosque para recibirle.
Era un día caluroso y tranquilo, mal tiempo para volar. Maris se defendía de los insectos a medida que se abría paso entre la alta hierba, crecida hasta casi ocultar la cabaña. El corazón la palpitaba emocionado cuando empujó la pesada puerta de madera.
Tras estar bajo la brillante luz del sol, la oscuridad del interior la hizo parpadear para reajustar la vista. Sintió la mano en el hombro y la voz familiar que pronunciaba su nombre.
—Has… has venido —dijo, repentinamente sin aliento—. Dorrel.
—¿Es que lo dudabas?
Ahora podía verle. La sonrisa familiar, aquella manera de estar de pie, que tantas veces recordaba…
—¿Te importa que nos sentemos? Estoy mortalmente cansado. Ha sido un vuelo muy largo desde el Archipiélago Occidental. Además, intentar alcanzar a S’Rella no es cualquier cosa…
Se sentaron el uno junto al otro, muy cerca, en dos sillas iguales que, en tiempos, debieron de ser muy elegantes. Pero ahora el acolchado estaba lleno de polvo, verdoso y ligeramente humedecido por el moho.
—¿Cómo estás, Maris?
—Estoy… viva. Pregúntamelo dentro de un mes y puede que tenga una respuesta mejor. —Leyó la preocupación en los ojos oscuros, y desvió la vista—. Ha pasado mucho tiempo, ¿eh, Dorr?
Él asintió.
—Cuando no te vi en el Consejo, lo comprendí. Espero que estés haciendo lo más conveniente para ti. El mensaje de S’Rella para que me reuniera aquí contigo me complació más de lo que puedo admitir. —Se irguió ligeramente en la silla—. Pero no creo que me hayas hecho llamar sólo por el placer de ver a un viejo amigo.
Maris respiró profundamente.
—Necesito tu ayuda. ¿Sabes ya lo del círculo, lo de los alados negros?
—Corren rumores por todas partes. Y, al venir hacia aquí, los he visto. Un espectáculo impresionante, ¿es cosa tuya?
—Sí.
Dorrel agitó la cabeza.
—Y apuesto a que es parte de algo mayor. ¿Qué plan tienes?
—¿Me ayudarás? Te necesitamos.
—¿«Necesitamos»? Supongo que estás con los un-ala.
Su tono de voz no era airado ni acusador, pero Maris se dio cuenta de que había puesto una pequeña distancia entre los dos.
—No es cuestión de bandos, Dorr. Al menos, no entre alados. No puede ser así. Eso significaría la muerte de todo lo que tú y yo amamos. Los alados, tanto los un-ala como los de cuna, no deben escindirse. No pueden fragmentarse para quedar a merced de los Señores de la Tierra.
—Estoy de acuerdo, pero ya es demasiado tarde. Lo fue en el momento en que Tya demostró su desprecio hacia todas las tradiciones y leyes, cuando contó su primera mentira.
—Dorr —dijo en un tono persuasivo y razonable—, yo tampoco apruebo lo que hizo Tya. Su intención era buena, pero lo que hizo estuvo mal, estoy de acuerdo en eso, pero…
—Yo estoy de acuerdo y tú estás de acuerdo —la interrumpió—. Pero… Siempre llegamos a este punto. Tya está muerta, y ahí sí que estamos todos de acuerdo. Está muerta, pero el asunto no termina ahí, todo lo contrario. Para algunos un-ala, es una heroína y una mártir. Murió por mentir, por ejercer la libertad a decir una mentira. ¿Cuántas mentiras más hay que decir? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que la gente deje de desconfiar de nosotros? Desde que los un-ala se negaron a repudiar a Tya y se separaron de nosotros, se habla de… Unos cuantos comentan que… Que deberíamos cerrar las academias y terminar con las competiciones, para volver a las viejas costumbres, a los tiempos en que un alado era un alado una vez y para siempre.
—Tú no quieres eso.
—No. No. No lo quiero. —De pronto, Dorrel tenía los hombros hundidos. Algo muy poco corriente en él. Suspiró—. Pero Maris, esto va mucho más allá de lo que tú o yo queramos. Ahora no está en nuestras manos. Val pronunció la sentencia de muerte de los un-ala cuando hizo que abandonaran el Consejo y proclamó su sanción ilegal contra Thayos.
—Las sanciones pueden revocarse.
Dorrel la miró fijamente. Los ojos del alado eran dos rendijas.
—¿Te ha dicho eso Val Un-Ala? No le creo. Está planeando algo, te utiliza para engañarme.
—¡Dorrel! —Maris se levantó, indignada—. ¡Por favor, concédeme un poco de crédito! ¡No soy ninguna de las marionetas de Val! No ha prometido revocar la sanción, y no me está utilizando. Intenté convencerle de que eso sería lo mejor para todos, de que teníamos que actuar de manera tal que los alados y los un-ala volvieran a unirse. Val es testarudo e impulsivo, pero no está ciego. Aún no me ha prometido revocar la sanción, pero conseguí hacerle ver el error que había cometido. La sanción sería inútil porque sólo la acataría un pequeño grupo, y esta división entre alados no beneficia a nadie.
Dorrel la miró, pensativo. Luego se levantó también, y empezó a dar vueltas por la pequeña y polvorienta habitación.
—Conseguir que Val Un-Ala admita que está equivocado es toda una hazaña. Pero ¿de qué nos sirve eso ahora? ¿Ha admitido que lo que hicimos era lo correcto?
—No. Y yo tampoco creo que fuera lo correcto. Creo que os mostrasteis demasiado duros. ¡Oh!, ya sé lo que estás pensando: sé que no os quedaba otra opción que repudiar el crimen de Tya, y que pensaste que la mejor manera de hacerlo era entregársela al Señor de la Tierra para que la ejecutara.
Dorrel dejó de pasear y la miró duramente.
—Sabes que ésa no fue nunca mi intención, Maris. Nunca creí que Tya iba a morir. Pero la propuesta de Val era absurda. Habría dado la impresión de que perdonábamos lo que había hecho.
—El Consejo debió insistir en que se le entregara a Tya para que la castigara. Y, a continuación, quitarle las alas para siempre.
—Le quitamos las alas.
—No. Dejasteis que lo hiciera el Señor de la Tierra, después de ahorcarla con ellas. ¿Y para qué crees que lo hizo? Para demostrar que podía colgar a un alado y salir bien parado del asunto.
Dorrel la miró, horrorizado. Cruzó la habitación con dos zancadas y la agarró por los brazos.
—¡No! ¿La ahorcó con las alas?
Maris asintió.
—¡No me dijeron nada de eso!
Se hundió de nuevo en la silla, como si le hubieran dado una patada en las piernas.
—Demostró lo que quería. Demostró que se podía matar a un alado con la misma facilidad con que se mata a cualquiera. Y ahora ha quedado establecido. Entre Val y tú, habéis convertido a los alados de cuna y a los un-ala en dos grupos de enemigos, y los Señores de la Tierra se aprovecharán. Exigirán juramentos de fidelidad, establecerán normas y regulaciones para gobernar sobre sus alados y ejecutarán a los rebeldes por traición. Y, con el tiempo, quizá reclamen las alas como propiedad suya para concederlas a los súbditos que les complazcan. Podrán arrestar a otros alados, incluso ejecutarlos… El día de mañana. Y todo eso porque un Señor de la Tierra se dio cuenta de que tenía poder, y de que los alados estaban ahora demasiado fragmentados para ofrecer cualquier tipo de oposición.
Se sentó y le miró. Casi llegó a contener el aliento mientras aguardaba la respuesta del alado.
Dorrel asintió lentamente.
—Parece espantosamente posible. Pero ¿qué puedo hacer yo? Sólo Val y el resto de los un-ala pueden decidir si vuelven con nosotros o no. No esperarás que intente que los demás alados promuevan una sanción conjunta por nuestra parte, ¿verdad?
—Claro que no. Pero tampoco depende sólo de Val. No puede ser. Hay dos bandos, y los dos deben hacer algún gesto de reconciliación.
—¿Y cuál podría ser ese gesto?
Maris se inclinó hacia adelante.
—Únete a los alados negros. Llora por Tya. Únete a los otros. Cuando se difunda la noticia de que Dorrel de Laus está con los un-ala en su duelo, otros le seguirán.
—¿Llorarla? ¿Quieres que me vista de negro y vuele en círculo? —La voz de Dorrel estaba cargada de sospechas—. ¿Y qué más? ¿En qué voy a unirme a tus alados negros? ¿Es que pretendes forzar la sanción contra Thayos haciendo que todos los alados vuelen en formación sobre la isla?
—No. No se trata de una sanción. No detendrán al alado que traiga o lleve mensajes de Thayos. Y si tú, o cualquiera de los que te sigan, tiene que dejar el círculo, nadie os detendrá. No tienes más que hacer ese gesto simbólico.
—Esto es algo más que un gesto, algo más que un velatorio. Estoy seguro. Sé honrada conmigo. Maris. Hace muchos años que nos conocemos, haría cualquier cosa por el cariño que aún siento por ti. Pero no puedo ir contra lo que creo. Por favor, no participes en los juegos de Val, y no intentes utilizarme. Creo que me debes un poco más de sinceridad.
Maris le miró directamente a los ojos, pero sintió una punzada de culpabilidad. Estaba intentando utilizarle. Era una parte importante del plan. Y, por lo que habían sido el uno para el otro, estaba seguro de que no la abandonaría. Pero no quería engañarle.
—Siempre te he considerado mi amigo, Dorr, incluso cuando estábamos en bandos opuestos. Pero no te estoy pidiendo esto por nuestra amistad. Es algo más importante que todo eso. Creo que estás tan interesado como yo en que desaparezca la escisión entre los alados de cuna y los un-ala.
—Entonces, cuéntame toda la historia. Cuéntame qué pretendes hacer y por qué.
—Quiero que te unas a los alados negros para demostrar que los un-ala no vuelan solos. Quiero que los alados y los un-ala vuelvan a estar juntos para enseñar al mundo que todavía pueden actuar como uno solo.
—¿Crees que si Val Un-Ala y yo volamos juntos olvidaremos nuestras diferencias?
Maris sonrió con tristeza.
—Eso pensé una vez, hace mucho tiempo. Así de ingenua era. Pero ya no. Lo único que espero es que los alados de cuna y los de un-ala actúen conjuntamente.
—¿Cómo, además de en esta extraña ceremonia de duelo?
—Los alados negros no llevan armas, no hacen amenazas, ni siquiera aterrizan en Thayos. Son plañideras, nada más. Pero su presencia pone muy nervioso al Señor de Thayos. No entiende qué está pasando. Para ser exactos, está tan nervioso que ha hecho que sus guardianes se retiraran de Thrane. Mira por donde, los alados negros han triunfado donde Tya fracasó: han terminado con la amenaza de guerra.
—Pero el Señor de la Tierra acabará por vencer su miedo, y los alados negros no pueden sobrevolar Thayos eternamente.
—El Señor de Thayos es un hombre temido, impetuoso y sanguinario. Los violentos siempre acusan a los demás de violentos. Y no tiene por costumbre contemplar cómo otros toman la iniciativa. Creo que, dentro de poco, hará algo. Creo que obligará a actuar a los alados.
—¿Qué hará? ¿Disparar una andanada de flechas para derribarnos a nosotros del cielo?
—¿«A nosotros»?
Dorrel negó con la cabeza, pero sonreía.
—Podría ser peligroso, Maris. Eso de intentar provocarle para que actúe…
La sonrisa del alado le dio ánimos.
—Los alados negros se limitan a volar. Su Puerto Thayos se siente incómodo cuando ve pasar sus sombras, la culpa es del Señor de la Tierra y de sus súbditos.
—Sobre todo, de los bardos y de los curanderos. ¡Ya sabemos lo agitadores que pueden llegar a ser! Haré lo que sugieres, Maris. Será una buena historia para contar a mis nietos, cuando los tenga. Jan vuela cada vez mejor, no podré retener mis alas mucho más tiempo.
—¡Oh, Dorr!
El alado movió una mano.
—Vestiré de negro en señal de duelo por Tya —dijo cuidadosamente—. Y me uniré al gran círculo que vuela llevando luto en su memoria. Pero no haré nada que pueda dar a entender que perdono su crimen, nada que implique una sanción contra Thayos por su muerte. —Se levantó y se desperezó—. Claro que, si sucediese algo, si el Señor de la Tierra se excediera en sus atribuciones y amenazara a los alados… Entonces, tanto los alados de cuna como los un-ala deberíamos actuar unidos.
Maris también se levantó. Sonreía.
—Sabía que lo entenderías.
Maris le rodeó con los brazos y le atrajo hacia sí en un cariñoso abrazo. Entonces, Dorrel le levantó la cara por la barbilla y la besó. Quizá fue sólo un recuerdo de los viejos tiempos, pero, durante un momento, los años parecieron esfumarse. Volvieron a ser jóvenes, amantes, y el cielo les pertenecía de horizonte a horizonte junto con todo lo que se extendía bajo ellos.
Pero el beso terminó, y volvieron a separarse como viejos amigos unidos por recuerdos y débiles lamentaciones.
—Cuídate mucho, Dorr. Y vuelve pronto.
Mientras volvía de los acantilados, donde había visto a Dorrel alzar el vuelo en dirección a Laus, Maris se sentía esperanzada. Pero, en cierto modo, también triste. La vieja y familiar añoranza la asaltó de nuevo cuando ayudó a Dorrel a desplegar las alas y le vio ascender hacia el cálido cielo azul.
Pero, esta vez, el dolor no era tan intenso. Habría dado cualquier cosa por volar con Dorrel, pero tenía otras cosas en las que pensar, y ya no le resultaba tan difícil dejar de mirar desesperanzadamente al cielo, para centrarse en asuntos más prácticos. Dorrel había prometido volver pronto, con más seguidores, y Maris ya estaba disfrutando por anticipado de la visión de un círculo aún mayor de alados negros.
Un grito que venía del interior de la cabaña de Evan la arrancó bruscamente de sus ensoñaciones.
Salvó corriendo los escasos metros que la separaban de la puerta y la abrió de golpe. En seguida se dio cuenta de que Bari lloraba y de que Evan intentaba en vano consolarla. Un poco apartada, S’Rella contemplaba la escena. A su lado había un niño de Thossi.
—¿Qué pasa? —gritó, temiendo lo peor.
Al oír su voz. Bari se dio la vuelta y corrió llorando hacia su tía.
—Mi padre… Se han llevado a mi padre… Diles que… Diles que me lo…
Maris abrazó a la niña que sollozaba y le acarició el pelo con un gesto instintivo.
—¿Qué le ha pasado a Coll?
—Le han arrestado y le han llevado a la fortaleza —explicó Evan—. El Señor de la Tierra ha arrestado también a otra media docena de bardos. A todo el que se sabe que ha cantado la canción de Tya. Quiere juzgarlos por traición.
Maris siguió abrazando a Bari con fuerza.
—Calma, nena, calma, shh.
—En Puerto Thayos se amotinaron —dijo el niño de Thossi—. Los guardianes aparecieron en la Posada del Pez Luna para llevarse a Lanya, la barda, y tuvieron que pelearse con los clientes que querían defenderla. Los guardianes los derrotaron a garrotazos. Nadie resultó muerto.
Maris escuchaba aturdida, intentando asimilarlo, intentando pensar.
—Volaré hasta Val —dijo S’Rella—. Difundiré la noticia entre los alados negros. Acudirán todos. El Señor de la Tierra tendrá que liberar a Coll.
—No —respondió Maris. Seguía abrazando a Bari, y el llanto de la niña había cesado—. No. Coll es un atado a la tierra, un bardo. No tiene ascendencia entre los alados. No se pondrán de su parte para defenderle.
—¡Pero es tu hermano!
—Eso no cambia nada.
—Tenemos que hacer algo —insistió S’Rella.
—Lo haremos. Intentábamos provocar al Señor de la Tierra, pero para que atacara a los alados, no a los atados a la tierra. Y eso es precisamente lo que ha pasado. Pero Coll y yo, ya tuvimos en cuenta la posibilidad. —Gentilmente, obligó a Bari a levantar la cara, poniéndole un dedo en la barbilla, y le secó las lágrimas—. Ahora tienes que marcharte, Bari.
—¡No! ¡Quiero a mi padre! ¡No me marcharé sin él!
—Escúchame, Bari, tienes que irte para que el Señor de la Tierra no te coja. A tu padre no le gustaría.
—¡No me importa! —respondió la chiquilla, testaruda—. ¡No me importa que me coja el Señor de la Tierra! ¡Mejor, así estaré con mi padre!
—¿No quieres volar?
—¿Volar?
El rostro de Bari se iluminó.
—S’Rella te dejará volar con ella sobre el océano, si eres lo bastante mayor para no asustarte. —Miró a S’Rella—. Puedes cargar con ella, ¿verdad?
S’Rella asintió.
—Pesa muy poco. Val tiene gente en Thrynel, será un vuelo sencillo.
—¿Eres mayor? —preguntó Maris con seriedad—. ¿O tendrás miedo?
—No tengo miedo —respondió Bari enfadada, herida en su amor propio—. Mi padre volaba, ¿sabes?
—Sí —sonrió Maris.
Recordó el pánico a volar de Coll y rezó por que Bari no lo hubiera heredado.
—¿Y tú salvarás a mi padre?
—Sí.
—¿Y después de que la lleve a Thrynel? —intervino S’Rella—. ¿Qué hago luego?
—Luego —respondió Maris con firmeza, cogiendo a Bari por el brazo—, quiero que vueles hasta la fortaleza con un mensaje para el Señor de la Tierra. Le dirás que todo ha sido culpa mía, que yo he hecho que Coll y los demás bardos actuaran así. Si me quiere, y me querrá, dile que me entregaré en cuanto libere a Coll y a los demás.
—Maris —dijo Evan—, te ahorcará.
—Tal vez. Tendré que correr el riesgo.
—Está de acuerdo —informó S’Rella a su regreso—. Y, como señal de buena fe, ha liberado a todos los bardos excepto a Coll. Los llevaron en un bote hasta Thrynel y les prohibieron volver a poner los pies en Thayos.
—¿Y Coll?
—Me permitieron hablar con él. Parece ileso, aunque estaba preocupado por lo que pudiera haber pasado con su guitarra. No le permitieron conservarla. El Señor de la Tierra dijo que retendrá a Coll durante tres días. Si no apareces en la fortaleza antes de que se cumpla el plazo. Coll será ahorcado.
—Entonces, debo ir en seguida.
S’Rella le tomó la mano.
—Coll me dijo que te mantuvieras alejada, que no fueras bajo ningún pretexto. Que es muy peligroso para ti.
Maris se encogió de hombros.
—También para él. Claro que iré.
—Puede ser una trampa —señaló Evan—. El Señor de la Tierra no es de fiar. Es capaz de ahorcaros a los dos.
—Correré el riesgo. Si no voy, colgará a Coll, seguro. No puedo tener eso sobre mi conciencia. Yo le metí en esto.
—No me gusta —dijo Evan.
Maris suspiró.
—El Señor de la Tierra me atrapará tarde o temprano, a no ser que salga inmediatamente de Thayos. Si me entrego, al menos tendré una oportunidad de salvar a Coll. Y quizá de hacer algo más.
—¿Qué puedes hacer? Te ahorcará, probablemente haga lo mismo con tu hermano, y ahí terminará todo.
—Si me ahorca —replicó Maris con voz sosegada—, ya tendremos el incidente que buscábamos. Mi muerte unirá a los alados como no lo haría ninguna otra cosa.
S’Rella palideció.
—No, Maris —dijo en un susurro.
—Ya se me había ocurrido —dijo Evan, con voz anormalmente tranquila—. Éste era el detalle final de todo el plan, ése que nunca mencionabas. Tenías pensado vivir sólo lo suficiente para ser una mártir.
—No quería contártelo, Evan. Pero sabía que podía suceder algo así. Tuve que tenerlo en cuenta cuando trazaba el plan. ¿Estás enfadado?
—¿Enfadado? No. Desilusionado. Dolido. Y muy triste. Cuando dijiste que habías decidido vivir, te creí. Parecías más feliz, más fuerte, y pensé que me amabas. Que podría ayudarte. —Suspiró—. No me di cuenta de que no habías elegido la vida, sino lo que te parecía una muerte noble. No puedo negártelo, si es eso lo que quieres. Pero la muerte y yo nos enfrentamos todos los días, y nunca me ha parecido noble. Quizá sea porque la veo demasiado de cerca. Puedes tener lo que quieres. Y, cuando ya no estés entre nosotros, los bardos se encargarán de que todo parezca hermoso y bello, no lo dudes.
—No quiero morir —dijo Maris serenamente.
Se acercó a Evan y le puso las manos en los hombros.
—Mírame, escúchame.
Sus ojos se encontraron con los del curandero, tan azules, y vio la pena reflejada en ellos. Se odió a sí misma por ser la causante.
—Tienes que creerme, amor mío —siguió—. Iré a la fortaleza del Señor de la Tierra porque no puedo hacer otra cosa. Intentaré salvar a mi hermano y a mí misma, trataré de convencer al Señor de Thayos de que no debe enfrentarse con los alados.
»Mi plan consiste en provocarle hasta que explote y haga alguna locura, lo admito. Y sé perfectamente que se trata de un juego peligroso. Cuando empecé, sabía que podía morir yo, o alguno de mis amigos. Pero no ha sido, no es un plan elaborado para que yo pueda morir noblemente.
»Quiero vivir, Evan. Y te quiero. No lo dudes nunca, por favor. —Respiró profundamente—. Necesito que creas en mí. Siempre necesitaré tu ayuda y tu amor.
»Sé que el Señor de la Tierra puede matarme, pero tengo que ir, tengo que arriesgarme, si quiero vivir. No hay otro camino. Tengo que hacerlo, por Coll, por Bari, por Tya, por los alados… Y por mí misma. Porque tengo que saber, saber de verdad, si todavía sirvo para algo. Que sigo con vida por algún motivo. ¿Lo comprendes?
Evan la miró, estudiando el rostro de la mujer. Finalmente, asintió.
—Sí. Lo comprendo. Te creo.
Maris se dio la vuelta.
—¿S’Rella?
La alada tenía los ojos llenos de lágrimas, pero también una sonrisa temblorosa en los labios.
—Tengo miedo por ti, Maris, pero es verdad. Tienes que ir. Rezaré por que triunfes, por tu bien y por el de todos nosotros. No quiero que ganemos si es al precio de tu vida.
—Hay un detalle más —intervino Evan.
—¿Cuál?
—Voy contigo.
Los dos vestían de negro.
Llevaban menos de diez minutos de camino cuando se encontraron con una de las hijas de los amigos de Evan, una niñita que corría casi sin aliento por el camino de Thossi para advertirles de que se acercaba media docena de guardianes.
Media hora más tarde, se encontraron con los guardianes. Eran un grupo de hombres y mujeres fatigados, armados con garrotes puntiagudos y arcos. Vestían uniforme color tierra manchados por el sudor de su forzada marcha. Pero trataron a Evan y a Maris de forma casi deferente, y no parecieron sorprendidos de encontrárselos en el camino.
—Venimos a escoltaros hasta la fortaleza del Señor de la Tierra —dijo la joven que iba al mando.
—Espléndido —respondió Maris, reemprendiendo la marcha a paso rápido.
A una hora de distancia del aislado valle del Señor de la Tierra, Maris vio por primera vez a los alados negros.
Desde lejos parecían insectos, manchas negras moviéndose por el cielo. Pero se movían con una lentitud sensual que ningún insecto podría igualar. Desde la primera vez que Maris advirtió un movimiento en el horizonte, no dejaron de estar a la vista en ningún momento. Cuando uno desaparecía tras un árbol o un montículo rocoso, aparecía otro en su lugar. Llegaban una y otra vez, en procesión interminable. Maris sabía que la columna aérea recorría varios kilómetros, llegaba hasta Puerto Thayos: se extendía hasta la fortaleza del Señor de la Tierra, hacia el mar, antes de curvarse en un gran círculo para encontrarse a sí misma sobre las olas.
—Mira —indicó a Evan.
El curandero miró, sonrió a Maris y se entrelazaron las manos. De alguna manera, la mera visión de los alados hacía que Maris se sintiera mejor, le daba fuerza y seguridad. A medida que caminaban, las motas que se movían en el cielo de la tarde fueron adquiriendo una forma concreta y aumentaron de tamaño, hasta que el plateado resplandor del sol sobre sus alas resultó visible. Incluso se podía apreciar cómo maniobraban y viraban para captar los vientos más adecuados.
Cuando llegaron al punto donde el camino de Thossi se unía a la amplia vía pública de Puerto Thayos, los alados pasaban directamente por encima de ellos. Ya no les abandonaron durante el resto del camino. Para entonces, Maris ya podía distinguirlos sin lugar a dudas. Unos cuantos se mantenían a bastante altura, donde el viento era más fuerte, pero la mayoría se deslizaban por encima de los árboles, para que el brillo plateado de las alas y el negro de las ropas resultaran bien visibles. Cada poco tiempo, pasaba un alado ante Maris, Evan y su escolta, de modo que la sombra de las alas les bañaba con la misma regularidad que las olas al estrellarse contra la playa.
Maris se dio cuenta de que los guardianes nunca miraban a los alados. De hecho, la procesión les ponía nerviosos, parecía volverles ariscos e irritables. Y uno del grupo, un joven con el rostro marcado por la viruela, temblaba visiblemente cada vez que las sombras se deslizaban sobre él.
Ya próximo el atardecer, el camino se inclinaba sobre las colinas, dirigiéndose hacia el primer puesto de control. La escolta lo atravesó desfilando, sin detenerse. A unos pocos metros de distancia, el camino descendía abruptamente: en este punto, Maris y Evan pudieron ver todo el valle.
Maris contuvo la respiración, y sintió que la mano de Evan apretaba la suya.
Bajo la temblorosa neblina roja del atardecer, los colores se fundían y se desvanecían, mientras las sombras ganaban terreno implacablemente en el suelo del valle. Bajo ellos, el mundo parecía empapado en sangre. Y la fortaleza, que ostentaba una enorme joroba como si fuera un animal tullido hecho de sombras, era imposiblemente negra. Los fuegos encendidos en el interior creaban visibles ondas de calor, y la oscura piedra parecía moverse y temblar como una bestia espantada.
Por encima de ella, aguardando, volaban los alados.
El valle estaba lleno de ellos. Maris contó diez antes de perderse en el número. El calor que golpeaba la piedra creaba zonas de aire caliente, y los alados se remontaban en ellas, ascendiendo hasta el cielo antes de liberarse y descender en majestuosas espirales. Se deslizaban a su alrededor, formando círculos, una y otra vez, girando, aguardando, como aves carroñeras que esperasen impacientes la muerte de la bestia sombría. Era una escena silenciosa y lúgubre.
—No me extraña que esté tan asustado —susurró Maris.
—No podemos detenernos —indicó la joven oficial que mandaba la escolta.
Con una última mirada, Maris se dispuso a descender hacia el valle, sobre el que los silenciosos plañideros de Tya volaban en ominosos círculos por encima de la fortaleza. El Señor de Thayos les esperaba en los fríos salones de piedra, temeroso del cielo abierto.
—Tengo intención de ahorcaros a los tres —dijo el Señor de la Tierra.
Estaba sentado en el trono de madera de su sala de recepciones, acariciando con los dedos un pesado cuchillo de bronce que tenía sobre las rodillas. Una cadena plateada, símbolo de su cargo, brillaba encima de la camisa de seda blanca, a la luz de la lámpara de aceite. Pero su rostro no hacía juego con la indumentaria: estaba pálido, tenso y crispado.
La sala estaba llena de guardianes, alineados contra las paredes, silenciosos e impasibles. No había ventanas. Quizá por eso la había elegido el Señor de la Tierra. Fuera, los alados negros trazaban círculos en el cielo, bajo las escasas estrellas vespertinas.
—Libera a Coll —dijo Maris, intentando que en su voz no se reflejara la tensión que sentía.
El Señor de Thayos la miró con el ceño fruncido e hizo un gesto con el cuchillo.
—Traed al bardo —ordenó. Un oficial de los guardianes salió apresuradamente—. Tu hermano me ha causado muchos problemas. Sus canciones son una traición. ¿Por qué voy a liberarle?
—Hemos hecho un trato —le recordó rápidamente Maris—. He venido. Ahora tienes que soltar a Coll.
El Señor de la Tierra crispó los labios.
—No intentes decirme lo que he de hacer. ¿Por qué crees que tienes derecho a dictarme tus condiciones? Entre tú y yo no puede haber tratos. Soy el Señor de la Tierra. Soy Thayos. Tu hermano y tú sois mis prisioneros.
—S’Rella me trajo tu promesa. Ella sabrá si la rompes, y pronto lo sabrán también todos los alados y Señores de otras islas. Tu palabra no tendrá valor. ¿Cómo gobernarás entonces? ¿Cómo comerciarás?
Los ojos del hombre se convirtieron en dos rendijas.
—¿Ah, sí? Es posible. —Sonrió—. De todos modos, nunca prometí liberarle ileso. Me pregunto cómo cantará tu hermano acerca de Tya cuando le haga arrancar la lengua y cortar los dedos de la mano derecha.
Una oleada de vértigo recorrió bruscamente a Maris, como si estuviera al borde de un precipicio, sin alas y a punto de caer. Entonces volvió a sentir la mano de Evan que sostenía la suya. Y, cuando sus dedos se entrelazaron, supo sin saber cómo la respuesta adecuada.
—No te atreverás. Hasta tus guardianes retrocederían ante semejante atrocidad, y los alados propagarían tu crimen hasta donde llega el viento. Entonces, ni todos los cuchillos del mundo bastarán para protegerte.
—Mi intención es permitir que tu hermano se vaya —dijo el Señor de la Tierra con voz aguda—. No porque tema a sus amigos, ni a esas amenazas vacías que me haces, sino porque soy misericordioso. Pero ni él ni ningún otro bardo volverá a cantar sobre Tya en mi isla. Será desterrado de Thayos para siempre.
—¿Y nosotros?
El Señor de la Tierra sonrió y deslizó el pulgar por la hoja del cuchillo de bronce.
—El curandero no es nada. Menos que nada. También puede marcharse. —Se recostó en el trono y señaló a Maris con el cuchillo—. En cuanto a ti, alada sin alas, también disfrutarás de mi clemencia. También quedarás libre.
—¿A qué precio? —preguntó Maris, segura.
—Quiero que los alados abandonen mi cielo.
—No.
—¿No? —La negación fue un grito. Hundió la punta del cuchillo en el brazo del sillón—. ¿Dónde crees que estás? ¡Ya estoy harto de tu arrogancia! ¡Atreverte a rehusar! Si quisiera, podría ahorcaros al amanecer.
—No nos ahorcarás —replicó Maris.
—¿Ah, no? —La boca le temblaba—. Adelante, entonces. Dime lo que debo hacer. Estoy deseando oírlo.
Una rabia apenas contenida le teñía la voz.
—Quieres ahorcarnos, pero no te atreverás. Estás demasiado ansioso de que alejemos a los alados negros.
—Me atreví a ahorcar a una alada. Puedo hacer lo mismo con otros. Tus alados negros no me asustan.
—¿No? Entonces, ¿por qué hace días que no sales del castillo, ni si quiera para pasear o para cazar en el valle?
—Los alados se comprometen a no llevar armas —dijo el Señor de la Tierra, encogiéndose de hombros—. ¿Qué daño pueden hacerme? Les dejaré que floten ahí arriba hasta que se cansen.
—Sí, hace muchas eras que los alados no llevan armas en el cielo —aceptó Maris, eligiendo cuidadosamente las palabras—. Es la ley de los alados, una tradición. Pero también era ley alejarse de la política de los atados a la tierra y entregar los mensajes sin pensar en su contenido. Pese a ello, Tya hizo lo que hizo. Y tú la mataste por ello, pese a los siglos de tradición que dicen que ningún Señor de la Tierra puede juzgar a un alado.
—Era una traidora, y los traidores no merecen otro destino. Lleven alas o no.
Maris se encogió de hombros.
—Lo que quiero decir es que las tradiciones son una pobre protección en estos tiempos turbulentos. ¿Te crees a salvo porque los alados no llevan armas? —Le miró fríamente—. Bueno, cada alado que te traiga un mensaje vestirá de negro, y alguno de ellos llevará también una pena en el corazón. Y, cada vez que oigas un mensaje, te preguntarás: ¿Será éste? ¿Será ésta una nueva Tya, una nueva Maris, un nuevo Val Un-Ala? ¿Terminará la tradición con sangre, aquí?
—¡Eso no pasará nunca! —dijo el Señor de la Tierra con voz demasiado aguda.
—Es impensable. Tan impensable como lo que le hiciste a Tya. Ahórcame, y sucederá muy pronto.
—Yo ahorco a quien me place. Mi guardia me protege.
—¿Pueden detener una flecha disparada desde arriba? ¿Cegarás todas las ventanas? ¿Te negarás a recibir a los alados?
—¡Me estás amenazando! —gritó el Señor de la Tierra, repentinamente furioso.
—Te estoy avisando. Quizá no te suceda nada malo, pero no podrás estar seguro. Los alados negros se encargarán de eso. Te seguirán el resto de tu vida, te rondarán como lo haría el fantasma de Tya. Cada vez que mires a las estrellas, verás alas. Nunca más serás capaz de mirar por una ventana, de pasear bajo la luz del sol. Los alados volarán siempre alrededor de tu fortaleza, como moscas sobre un cadáver. Los verás en tu lecho de muerte. Tu propio hogar será tu cárcel, y ni siquiera ahí estarás completamente seguro. Los alados pueden atravesar cualquier muralla. Y, una vez se quitan las alas, no se diferencian en nada de cualquiera.
El Señor de Thayos se había ido poniendo rígido a medida que Maris hablaba. Ella le miró cautelosamente mientras rezaba por estar presionando en la dirección adecuada. Los ojos enrojecidos del Señor de la Tierra eran salvajes, impredecibles, y la aterrorizaban. La voz de la mujer era tranquila, pero tenía la frente perlada de sudor, y las manos húmedas y pegajosas.
Los ojos del Señor de la Tierra vagaban por la sala, como si quisieran huir del espectro de los alados negros. De pronto, se fijó en uno de los guardias.
—¡Traedme a mi alado! —gritó—. ¡Vamos, de prisa!
El alado debía de estar esperando fuera de la habitación, porque entró en seguida. Maris le reconoció. Un alado delgado, calvo y cargado de espaldas al que no había tratado en profundidad.
—Sahn —dijo en voz alta, cuando recordó su nombre.
El alado no dio muestras de haber oído el saludo.
—Mi Señor de la Tierra —dijo en tono deferente, con voz aguda.
—¡Me ha amenazado! ¡Con los alados negros! Dice que me acecharán hasta que muera.
—¡Miente! —terció rápidamente Sahn.
Maris recordó quién era. Sahn de Thayos, alado de cuna, conservador. Sahn perdió las alas dos años ante una novata un-ala. Ahora, gracias a la muerte de Tya, las había recuperado.
—Los alados negros no son una amenaza. No son nada, absolutamente nada.
—Dice que no se marcharán nunca.
—Es falso —aseguró Sahn con aquella voz fina y desagradable—. No tienes nada que temer. Se marcharán pronto. Tienen deberes que cumplir, mensajes que transportar, familias propias, sus Señores de la Tierra los reclamarán. No pueden quedarse indefinidamente.
—Habrá otros que tomen su lugar —dijo Maris—. En Windhaven hay muchos alados. Nunca escaparás de la sombra de sus alas.
—No le hagas caso, mi señor. Los alados no la apoyan. Sólo unos cuantos un-ala, la basura de los cielos. Cuando se marchen, nadie tomará su lugar. Lo único que tienes que hacer es esperar.
Algo en el tono, no en las palabras, la sorprendió y la asqueó. Maris supo pronto por qué. Sahn hablaba de inferior a superior, no de igual a igual. Temía al Señor de la Tierra, estaba en deuda con él por las alas, y en su voz era evidente que lo sabía. Por primera vez, un alado se había convertido en el vasallo de un Señor de la Tierra.
El Señor de la Tierra volvió la cabeza para mirar a Maris. Los ojos del hombre eran gélidos.
—Tal y como pensaba —dijo—. Tya mintió, y acabé por descubrirlo. Val Un-Ala intentó asustarme con amenazas vacías. Y ahora, tú. Sois todos unos mentirosos, pero yo soy más astuto de lo que creéis. Tus alados negros no harán nada, nada. Sois todos un-ala. Los auténticos alados no se preocupan por Tya. El Consejo lo demostró.
—Exacto —dijo Sahn, asintiendo con la cabeza.
Por un momento, Maris sintió que la rabia la consumía. Deseaba atravesar la habitación y derribar al frágil alado, sacudirle hasta hacerle daño. Pero Evan le apretó la mano con fuerza. Y, cuando le miró, el curandero hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Sahn —dijo Maris con voz amable.
Muy a su pesar, el alado tuvo que desviar la mirada para encontrarse con la de ella. Maris se dio cuenta de que estaba temblando, quizá de vergüenza ante la visión de lo que era ahora. Mientras le miraba, Maris creyó ver algo de lo que tenían todos los alados que había conocido. ¡Las cosas que haríamos por volar!, pensó.
—Sahn —empezó—, Jem se ha unido a los alados negros. Y no es un-ala.
—No —admitió—, pero conocía mucho a Tya.
—Si eres el consejero de tu Señor de la Tierra, dile quién es Dorrel de Laus.
Sahn titubeó.
—¿Y bien? —les espetó el Señor de la Tierra, mirándoles alternativamente—. ¿Quién es?
—Dorrel de Laus es un alado del Archipiélago Occidental. Pertenece a una de las familias más antiguas. Un buen alado. Debe de tener mi edad.
—¿Qué pasa con él? ¿Por qué debería preocuparme? —se impacientó el Señor de la Tierra.
—Sahn —siguió Maris—, ¿qué crees que pasaría si Dorrel se uniera a los alados negros?
—No —negó rápidamente Sahn—. No es un-ala. No lo haría.
—¿Y si lo hiciera?
—Es muy popular. Un líder. Vendrían otros.
Era evidente que a Sahn no le gustaba tener que decir aquello a su Señor.
—En estos momentos, Dorrel de Laus se dirige hacia aquí con un centenar de alados Occidentales para unirse al círculo —dijo Maris forzadamente.
Probablemente, era una exageración, pero el Señor de la Tierra no podía saberlo.
La boca del hombre se crispó.
—¿Es cierto eso? —preguntó a su mascota alada.
Sahn tosió nerviosamente.
—Dorrel… Yo… bueno, es difícil de decir. Es un alado muy influyente, pero… Pero…
—Silencio, o buscaré a otro para que lleve esas alas.
—Ignóralo —dijo Maris con voz aguda—. Un Señor de la Tierra no tiene derecho a conceder o a arrebatar alas, Sahn. Los alados se unieron para demostrarlo.
—Tya murió llevando estas alas —suspiró Sahn—. Me las ha dado él.
—Las alas son tuyas. Nadie te culpa por ello. Pero tu Señor de la Tierra no debió hacer lo que hizo. Si te importa, si crees que la muerte de Tya fue injusta, únete a nosotros. ¿Tienes ropa negra?
—¿Negra? Bueno… Sí.
—¿Estás loco? —gritó el Señor de la Tierra. Señaló a Sahn con el cuchillo—. ¡Arrestad a ese chiflado!
Dos de los guardianes se adelantaron, no demasiado seguros de lo que hacían.
—¡Apartaos de mí! —dijo Sahn—. ¡Maldición, soy un alado!
Los guardianes se detuvieron y miraron al Señor de la Tierra.
Le temblaba la boca. Volvió a señalar. Parecía que le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas.
—Vais a… Vais a coger a Sahn… Y…
No llegó a terminar. Las puertas de la sala se abrieron de golpe, y un grupo de guardias arrastró a Coll dentro de la habitación. Le empujaron hasta el Señor de la Tierra. Coll cayó sobre las manos y las rodillas y se levantó, inseguro. El lado derecho de su rostro era una inmensa herida escarlata, y tenía los ojos tan negros como la ropa.
—¡Coll! —gritó Maris, horrorizada.
Coll se las arregló para dirigirle una débil sonrisa.
—Es culpa mía, hermanita mayor. Pero estoy bien.
Evan se acercó a él y le examinó el rostro.
—Yo no ordené esto —se defendió el Señor de la Tierra.
—Dijiste que no cantase —replicó un guardián—. Y él no paraba de hacerlo.
—Está bien —dijo Evan—. La herida sanará.
Maris suspiró, aliviada. Pese a todo su discurso sobre la muerte, había sido una conmoción ver la cara de Coll.
—Estoy cansada de esto —dijo al Señor de la Tierra—. Si quieres oír mis condiciones, escucha.
—¿Condiciones? —Había incredulidad en su voz—. Soy el Señor de Thayos, y tú no eres nada, no eres nadie. No puedes imponerme condiciones.
—Puedo hacerlo y lo haré. Y deberías escuchar. Si no lo haces, no serás el único que pague las consecuencias. Me parece que no te das cuenta de la posición en que estáis Thayos y tú. En toda la isla, la gente canta la canción de Coll. Y los bardos viajan a otras islas, la difunden por todo el mundo. Pronto sabrán cómo mandaste matar a Tya.
—¡Era una traidora, y mintió!
—Un alado no es un súbdito. Por tanto, no puede ser traidor. Y sí, mintió para detener una guerra sin sentido. Desde luego, será tema de muchas controversias. Pero tú tendrías que ser estúpido para subestimar el poder de los bardos. Vas a convertirte en un hombre muy odiado.
—¡Silencio!
—Tu pueblo nunca te ha querido —siguió Maris, implacable—. Y toda la isla está asustada. Los alados negros les asustan, se arresta a los bardos, se ahorca a los alados, se ha suspendido el comercio, la guerra que empezaste se ha vuelto en tu contra y hasta tus guardianes desertan. Y la culpa de todo la tienes tú. Tarde o temprano, empezarán a pensar en librarse de ti. Saben que es lo único que puede hacer que se vayan los alados negros.
»Por todas partes se habla de lo mismo —siguió Maris—. Thayos está maldito. Thayos es desgraciado, el espíritu de Tya ronda por la fortaleza y el Señor de la Tierra se ha vuelto loco. Te evitarán, como hicieron con Kennehut, el primer Señor de la Tierra que enloqueció. Pero tu pueblo no lo soportará demasiado tiempo. Saben cuál es la solución. Se alzarán contra ti. Los bardos prenderán la mecha. Los alados negros avivarán las llamas. Entre todos, te consumirán.
El Señor de la Tierra esbozó una sonrisa, astuta y escalofriante.
—No —dijo—. Os mataré a todos y acabaré con esto.
Maris le devolvió la sonrisa.
—Evan es un curandero que ha dedicado su vida a Thayos, y centenares de personas le deben la vida. Coll es uno de los mejores bardos de Windhaven, conocido y querido en un centenar de islas. Y yo soy Maris de Amberly Menor, la joven de las canciones, la que cambió el mundo. Soy una heroína para personas que ni siquiera me conocen. ¿Vas a matarnos a los tres? Excelente. Los alados negros lo sabrán y difundirán la noticia, los bardos compondrán canciones. ¿Cuánto tiempo crees que seguirás gobernando después de eso? El próximo Consejo se celebrará en Thayos, y no se escindirá. Thayos será como Kennehut, tierra muerta.
—¡Mientes! —gritó el Señor de la Tierra. Recorrió el filo del cuchillo con el dedo.
—No queremos hacerle daño alguno a tu pueblo. Tya está muerta y nada le devolverá la vida. Pero, si no aceptas mis condiciones, sucederá todo lo que te he dicho. Primero, entregarás el cuerpo de Tya para que sea arrojado al mar desde un acantilado, que es como debe recibir sepultura un alado. Segundo, proclamarás la paz, tal y como ella deseaba, y renunciarás a toda potestad sobre la mina que provocó la guerra con Thrane. Tercero, cada año enviarás a un niño de entre las familias pobres a Hogar del Aire, para que se entrene y pueda acceder a las alas. Eso le habría gustado a Tya. Y, para terminar, para terminar… —Maris se detuvo un momento al ver la tormenta que se desencadenaba en los ojos del Señor de la Tierra. A continuación, se zambulló en ella—… Renunciarás a tu cargo y te retirarás. Se te llevará, junto con tu familia, a una isla lejos de Thayos, donde puedas vivir en paz tus últimos días.
El Señor de la Tierra deslizaba el pulgar por el filo del cuchillo. Se había cortado, pero no parecía darse cuenta. Una gota de sangre manchó la fina seda blanca de la camisa. Contrajo los labios. Maris se sentía débil y cansada, hundida en la repentina calma que siguió a sus palabras. Había hecho todo lo posible, había dicho todo lo que se podía decir. Aguardó.
Evan la rodeó con un brazo, y vio por el rabillo del ojo cómo los labios heridos de Coll se curvaban en una sonrisa. De repente, volvió a sentirse bien. Pasara lo que pasara, nadie lo habría hecho mejor que ella. Se sentía como si acabara de volver de una larga, larga lucha. Las piernas le temblaban y le dolían, y el sudor la empapaba hasta los huesos. Pero recordó el cielo y las alas, y se sintió satisfecha.
—Condiciones —dijo el Señor de la Tierra. Su voz tenía un tono venenoso. Se levantó del trono, con el cuchillo salpicado de sangre en la mano—. Yo te daré condiciones —señaló a Evan con el cuchillo—. Coged al viejo y cortadle las manos. Luego echadle y dejadle que él mismo se cure. Será algo digno de verse. —Lanzó una carcajada y movió la mano hacia un lado, dejando que el cuchillo señalase a Coll—. El bardo perderá una mano y la lengua —el cuchillo volvió a moverse—. En cuanto a ti —dijo señalando a Maris—, ya que tanto te gusta el color negro, lo verás hasta hartarte. Te encerraré en una celda sin ventanas y sin luz, tanto el día como la noche serán negros. Permanecerás así hasta que te olvides de cómo era la luz del sol. ¿Te gustan esas condiciones? ¿Te gustan?
Maris sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero no permitió que asomasen.
—Lo siento por tu pueblo —dijo sosegadamente—. No han hecho nada para merecerte.
—¡Cogedles y haced lo que he ordenado!
Los guardianes se miraron los unos a los otros. Uno dio un titubeante paso hacia Maris, pero se detuvo al ver que estaba solo.
—¿A qué estáis esperando? —chilló el Señor de la Tierra—. ¡Apresadles!
—Señor —dijo una mujer alta y digna, que vestía el uniforme de los oficiales superiores—. Os suplico que lo reconsideréis. No podemos mutilar a un bardo ni aprisionar a Maris de Amberly Menor. Sería nuestro fin. Los alados nos destruirían.
El Señor de la Tierra la miró fijamente y la señaló con el cuchillo.
—Tú también quedas arrestada, traidora. Y ya que tanto la aprecias, tendrás una celda contigua a la suya. Apresadles —dijo al resto de los guardianes.
Ninguno se movió.
—Traidores —murmuró—. Estoy rodeado de traidores. Moriréis todos. —Sus ojos se encontraron con los de Maris—. Y tú, tú serás la primera. Yo mismo me encargaré.
Maris era dolorosamente consciente del cuchillo que el hombre llevaba en la mano, de su plana anchura y de la mancha de sangre de la hoja. Notó que Evan se tensaba detrás de ella. El Señor de la Tierra sonrió y avanzó en su dirección.
—Detenedle —ordenó la mujer a la que había mandado arrestar.
Su voz era débil, pero firme. En un momento, el Señor de la Tierra estuvo rodeado. Un hombretón, corpulento como un oso, le sujetaba los brazos, mientras que una joven delgada le arrancaba el cuchillo de la mano engarfiada con tanta facilidad que pareció que lo extraía de una funda.
—Lo siento —dijo la mujer que había tomado el mando.
—¡Dejadme! —exigió—. ¡Soy el Señor de la Tierra!
—No —respondió ella—. No. Me temo que estás muy enfermo, señor.
La antigua y siniestra fortaleza nunca había vivido una fiesta así.
Las paredes grises estaban adornadas con estandartes luminosos y farolillos de colores, y el olor a vino y a comida, el humo de las hogueras y el de los fuegos artificiales, inundaba el aire. Las puertas estaban abiertas de par en par, y aunque los guardianes seguían rondando por el castillo, muy pocos iban uniformados y todos habían dejado las armas.
Las horcas desaparecieron, y el patíbulo estaba convertido en un escenario desde donde actuaban malabaristas, magos, payasos y bardos, para deleite de los que por allí paseaban.
En el interior, las puertas estaban abiertas y los salones llenos de felicidad. Se liberó a los prisioneros de las mazmorras, y en la fiesta se admitía hasta a los más indeseables de Puerto Thayos. En el gran salón, se dispusieron mesas con enormes quesos y cestas de pan. El olor a pescado frito de todas clases inundaba hasta el último rincón. Las chimeneas todavía olían a cerdo asado y a tigre marino, y en el suelo del castillo abundaban los charcos de vino y cerveza.
La risa y la música se respiraban en el ambiente. Era una celebración de una riqueza y grandiosidad desconocidas en la historia de Thayos. Y, entre la multitud formada por los habitantes de Thayos, se movían algunas figuras vestidas de negro. Pero no llevaban el luto en el rostro. Eran los alados. Esos alados, tanto los un-ala como los de cuna, eran los invitados de honor, festejados y aclamados por todos, junto a los bardos que el Señor de la Tierra había exiliado.
Maris vagabundeó por entre la escandalosa multitud, preparada para huir ante la primera señal de reconocimiento. La fiesta había durado demasiado. Estaba cansada, y se sentía mal por el exceso de comida y bebida que le obligaban a consumir sus admiradores. Lo único que quería era encontrar a Evan y marcharse a casa.
Alguien la llamó por su nombre y, de mala gana, Maris se volvió. Vio a la nueva Señora de Thayos, vestida con un largo traje bordado que no le sentaba bien. Sin el uniforme, parecía sentirse incómoda.
Maris se esforzó en sonreír.
—Hola, Señora de la Tierra.
La antigua oficial de los guardianes sonrió.
—Supongo que tendré que acostumbrarme al título, pero por ahora me hace pensar en alguien muy concreto. Hoy no te he visto demasiado. ¿Puedes concederme unos minutos?
—Sí, claro, los que quieras. Me salvaste la vida.
—No fue nada tan noble. Tus actos requerían más valor que los míos, y no fueron tan egoístas. Sé la historia que se contará sobre mí, que concebí y planeé cuidadosamente la rebelión contra el Señor de la Tierra para ocupar su lugar. Y no es verdad. Pero ¿les preocupa a los bardos la verdad?
Su voz era amarga, y Maris la miró sorprendida.
Caminaron por habitaciones atestadas de jugadores, borrachos y amantes, hasta llegar a una vacía donde se sentaron para hablar tranquilamente.
Como la Señora de la Tierra seguía en silencio, fue Maris la que empezó.
—Nadie echará de menos al antiguo Señor de la Tierra. No creo que fuera muy querido.
—No, nadie le echará de menos. Y, cuando me vaya, a mí tampoco. Pero fue un buen jefe durante años, hasta que se volvió asustadizo y dejó de pensar cuerdamente. Sentí mucho hacer lo que hice, pero no quedaba otro remedio. Esta fiesta es un intento de hacer que la transición sea alegre, en vez de temible. Para empezar a cumplir mi deber, para que mi pueblo se sienta próspero.
—Creo que agradecerán el gesto. Todo el mundo parece contento.
—Sí, pero no tienen buena memoria. —La Señora de la Tierra se removió ligeramente en el asiento, como para sacudirse la idea. Las arrugas del entrecejo desaparecieron y sus rasgos adquirieron un tono más amable—. No quiero aburrirte con mis problemas personales. Sólo quería decirte lo mucho que se te respeta en Thayos, y que admiro tu intento de restablecer la paz entre los alados y esta isla.
Maris se sintió sonrojar.
—Por favor, no. Yo… sólo pensaba en los alados, y no en el pueblo de Thayos. Quiero ser honrada.
—Eso no importa. Lo único que importa es lo que has conseguido. Y arriesgaste la vida en el intento.
—Hice lo que pude, pero la verdad es que no he logrado gran cosa. Una tregua, una paz temporal. El auténtico problema, los conflictos entre los alados de cuna y los un-ala, entre los alados y los atados a la tierra, entre los alados y los Señores de la Tierra para los que trabajan, sigue sin resolverse. Y volverá a resurgir otra vez…
—Los alados jamás tendrán problemas en Thayos —aseguró la Señora de la Tierra. Maris se dio cuenta de que la mujer tenía la útil habilidad de hacer que cualquier frase pareciera un veredicto, una ley—. Aquí respetamos a los alados. Y también a los bardos.
—Sabia decisión —sonrió Maris—. Nunca viene mal tener a los bardos de parte de uno.
La Señora de la Tierra siguió hablando como si no la hubiera interrumpido.
—Y tú, Maris, siempre serás bienvenida a Thayos, si alguna vez decides volver a visitarnos.
—¿A visitaros? —se extrañó Maris.
—Me doy cuenta de que, como ahora ya no vuelas, el viaje en barco sería…
—¿De qué estás hablando?
La Señora de la Tierra pareció molesta por la interrupción.
—Ya sé que pronto abandonarás Thayos para instalarte en Colmillo de Mar y fundar un hogar en la academia Alas de Madera.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Creo que fue el bardo, Coll. ¿Era un secreto?
—No es ningún secreto. Y menos todavía un hecho —suspiró Maris—. Me ofrecieron un trabajo para dirigir Alas de Madera, pero todavía no he aceptado.
—Si te quedas en Thayos, todos nos alegraremos mucho. Sabemos ser hospitalarios. Esta… Mi fortaleza estará siempre dispuesta para recibirte.
La Señora de la Tierra se levantó. Evidentemente, daba por concluido el agradecimiento oficial a Maris. Ésta también se levantó y, durante unos minutos más, hablaron de asuntos triviales. Maris apenas prestaba atención. Sus pensamientos no dejaban de dar vueltas en torno a un asunto que creía resuelto. ¿Acaso creía Coll que conseguiría algo si hablaba de ello como si fuera cosa hecha? Tendría que charlar con él.
Pero cuando le encontró minutos más tarde en el otro patio, cerca del portón, no estaba solo. Bari le acompañaba, y también S’Rella. Ésta llevaba las alas.
Maris se acercó a ellos apresuradamente.
—¡No irás a marcharte, S’Rella!
La alada tomó las manos de su amiga.
—Debo hacerlo. La Señora de la Tierra quiere que lleve un mensaje a Deeth. Me ofrecí a transmitirlo. De cualquier manera, habría tenido que volar al Sur en un par de días, tengo que volver a casa. No hay necesidad de que Jem o Sahn vuelen hasta tan lejos, cuando yo tengo que hacerlo necesariamente. Hace un momento pedí a Evan que te buscara para decirte que me marchaba. Pero no hay por qué ponerse triste, nos veremos muy pronto en Alas de Madera.
Maris miró a Coll, pero el bardo no se dio por aludido.
—Ya te dije que pasaría el resto de mi vida en Thayos.
S’Rella pareció sorprendida.
—¿Seguro que, con todo lo que ha pasado, no has cambiado de idea? Ya sabes que en Alas de Madera te siguen necesitando. Y ahora más que nunca. ¡Te has convertido otra vez en una heroína!
—¡Ojalá todo el mundo dejara de decir eso! ¿Por qué soy una heroína? ¿Qué he hecho? Únicamente, remendar el tejido para que dure un poco más. No hay nada definitivo. Por lo menos tú deberías haberte dado cuenta.
S’Rella negó con la cabeza, impaciente.
—No cambies de tema. ¿Qué hay del estupendo discurso que nos echaste sobre lo de tener un propósito en la vida? ¿Cómo puedes darle la espalda al trabajo que te queda por hacer? Ya has admitido que no sirves para ser curandera. Entonces, ¿qué vas a hacer en Thayos? ¿Qué harás con tu vida?
Maris también se lo preguntaba. Había permanecido despierta la mayor parte de la noche anterior, discutiéndolo consigo misma.
—Ya encontraré algo que hacer aquí —dijo con calma—. Puede que la Señora de la Tierra quiera encargarme algún trabajo.
—¡Pero eso será un desperdicio! En Alas de Madera te necesitan. Es tu lugar. No tienes alas, pero sigues siendo una alada. Siempre lo has sido. ¡Creí que ya lo habías admitido!
Los ojos de S’Rella estaban llenos de lágrimas. Maris se sentía atrapada. No quería mantener aquella discusión.
—Mi lugar está junto a Evan. No puedo abandonarle —dijo tratando de hablar en voz baja, tranquila.
—Y luego dicen que los cotillas nunca oyen nada bueno de ellos mismos.
Maris se volvió para ver a Evan, y en los ojos del curandero había tanta ternura que olvidó sus dudas. Había tomado la decisión correcta. No podía abandonarle.
—Pero nadie te está pidiendo que me abandones. Acabo de hablar con un joven curandero que está ansioso por trasladarse a mi casa y encargarse de mis pacientes. Estaré listo para marcharme dentro de una semana.
Maris le miró fijamente.
—¿Marcharte? ¿Abandonar tu casa? Pero ¿por qué?
—Para ir contigo a Colmillo de Mar —sonrió—. Puede que no sea un viaje muy agradable, pero al menos nos consolaremos mutuamente del mareo.
—Pero… No lo entiendo, Evan. No puedes decirlo en serio. ¡Éste es tu hogar!
—He dicho que iré contigo dondequiera que vayas. No puedo pedirte que te quedes en Thayos sólo para retenerte a mi lado. Sería de un egoísmo increíble, sobre todo sabiendo que en Alas de Madera te necesitan. Y que aquél es tu lugar.
—Pero ¿cómo puedes dejar Thayos? ¿Cómo vivirás? ¡Nunca has salido de esta isla!
Evan dejó escapar una carcajada, pero no consiguió que le saliera natural.
—¡Cómo si acabara de proponerte pasar el resto de la vida en el mar! Puedo dejar Thayos como cualquiera, en una barca. Mi vida aún no ha terminado y, hasta que llegue ese momento, no hay ningún motivo que me impida cambiar. Estoy seguro de que habrá algún trabajo para un viejo curandero en Colmillo de Mar.
—Evan…
—Lo sé —dijo, rodeándola con los brazos—. Créeme, lo he pensado mucho. Supongo que no imaginarás que estaba durmiendo esta noche, mientras tú dabas vueltas en la cama y te preguntabas qué hacer con tu vida. Entonces, decidí que no permitiría que te me escapases. Por una vez, voy a ser atrevido. Haré algo diferente. Me marcharé contigo.
Maris no pudo contener las lágrimas, aunque no habría sabido decir por qué lloraba. Evan la atrajo hacia sí y la estrechó con fuerza hasta que se recuperó.
Cuando se separaron, Maris alcanzó a oír a Coll asegurando a Bari que su tía era muy feliz, que lloraba de alegría. Algo más apartada estaba S’Rella, con el rostro iluminado por el júbilo y por la emoción.
—Me rindo —dijo Maris con voz ligeramente temblorosa. Se secó la cara con una mano—. Ya no me quedan excusas. Iré a Colmillo de Mar, todos iremos a Colmillo de Mar en cuanto encontremos un barco adecuado.
Lo que empezó como unos cuantos amigos caminando con S’Rella hacia el risco de los alados acabó convirtiéndose en una procesión, en un apéndice de la fiesta que se celebraba en la fortaleza. Maris, Evan y Coll eran los héroes populares. Muchos querían estar a su lado para saber qué tenían de especial la alada, el curandero y el bardo que habían depuesto a un tiránico Señor de la Tierra, detenido una guerra y acabado con la aterradora amenaza de los silenciosos alados negros. Si alguien todavía osaba creer que el comportamiento de Tya merecía aquel castigo, lo pensaba en silencio, en privado. Era una opinión muy poco popular.
Pero Maris sabía que los viejos rencores seguían enterrados, incluso entre aquella multitud admirada y feliz. No los había borrado para siempre, como tampoco los que existían entre atados a la tierra y alados, entre alados de cuna y un-ala. Tarde o temprano, aquella batalla se libraría de nuevo.
Esta vez, el viaje por el túnel de la montaña no fue solitario. El eco de las voces resonaba con fuerza contra los muros de piedra. Una docena de antorchas ardían humeantes, cambiando por completo el aspecto del húmedo y lóbrego pasillo.
Salieron a la noche oscura y ventosa, a las estrellas tapizadas por nubes. Maris vio a S’Rella de pie, al borde del acantilado, hablando con un un-ala que todavía vestía de negro. Al ver a S’Rella en aquel risco tan familiar, el estómago se le contrajo y se tambaleó por el vértigo. Sabía que no quería ver cómo S’Rella saltaba del risco desde el que ella había caído, no una, sino dos veces. Repentinamente, tuvo miedo.
Varios jóvenes se atrevieron a echar a correr hacia ella, luchando por el privilegio de ayudar a S’Rella a prepararse para el vuelo. S’Rella buscó a Maris con los ojos y las miradas de las dos mujeres se encontraron. Maris respiró profundamente, intentando expulsar el miedo. Se afirmó con los pies en el suelo, soltó la mano de Evan y avanzó hacia el risco.
—Deja que te ayude —dijo.
¡Lo conocía tan bien…! La textura del tejido metálico, el chasquido de los montantes de las alas al encajar, el peso de las alas en sus manos… Pese a que nunca volvería a ponerse unas alas, sus manos seguían amando aquella labor que conocía tan bien. Disfrutaba ayudando a S’Rella, aunque fuera un placer teñido por la tristeza.
Cuando las alas estuvieron totalmente desplegadas y los últimos montantes encajaron en su sitio, Maris sintió que volvía el miedo. Sabía que era algo irracional, que no diría nada, pero sentía que si S’Rella saltaba desde aquel peligroso risco sería para caer, igual que le había pasado a ella.
Por fin, con gran esfuerzo, Maris consiguió hablar.
—Vuela bien —dijo en voz muy baja.
S’Rella la miró, escrutadora.
—¡Ah, Maris!, no lo lamentarás. Has elegido bien. Nos veremos pronto.
Y, prescindiendo de las palabras, S’Rella se inclinó hacia su amiga y la besó.
—Vuela bien —dijo una alada a otra alada.
Dio media vuelta en dirección al borde del risco, hacia el mar, hacia el cielo abierto, y saltó al viento.
Los espectadores aplaudieron cuando S’Rella encontró una corriente de aire ascendente y trazó un círculo sobre el acantilado, con las alas brillando en la oscuridad. Luego se elevó más y se internó en el mar, perdiéndose de vista casi al instante, pareciendo fundirse con el cielo nocturno.
Maris seguía mirando al cielo mucho después de que S’Rella desapareciera. En su corazón albergaba una firme convicción, junto con el dolor e incluso un rescoldo de su antiguo entusiasmo. Sobreviviría. Aunque ya no tuviera alas, seguía siendo una alada.