Lo más extraño de morir era lo fácil que resultaba, lo tranquilo y lo bello.

El aire quieto rodeó a Maris sin previo aviso. Un instante antes, la tormenta rugía a su alrededor. La lluvia le azotaba los ojos y le corría por las mejillas, repiqueteando contra el metal plateado de las alas. Los vientos eran potentes, la zarandeaban de aquí para allá, la empujaban con desprecio, como si ella fuera una chiquilla novata en el aire. Bajo los montantes de las alas, los brazos le dolían por el esfuerzo. Nubes negras oscurecían el horizonte, y el mar bajo ella era turbulento y rabioso. No había tierra alguna a la vista. Maris maldijo, sufrió y voló.

Entonces la envolvió la paz, la calma, la muerte.

Los vientos se detuvieron y la lluvia cesó. Las salvajes olas del mar desaparecieron. Incluso las nubes parecieron retroceder, hasta quedar infinitamente lejos. Se hizo el silencio, una nada aterradora, como si el tiempo se hubiera detenido para recuperar el aliento.

En el aire quieto, con las alas extendidas, Maris empezó a descender.

Fue un descenso gradual, algo hermoso, elegante, e inevitable. Sin una brisa que la empujara o la elevara, sólo podía planear hacia adelante y hacia abajo. No fue una caída. Pareció durar eternamente. Mucho más allá, alcanzó a ver el punto donde chocaría contra el agua.

Por un breve instante, sus instintos de alada la impulsaron a luchar. Intentó girar hacia un lado, hacia el otro, intentó virar por avante, buscó en vano una corriente ascendente, un viento cualquiera en el cielo quieto. Agitó las alas, de seis metros de envergadura, y un repentino rayo de sol arrancó destellos del metal plateado. Pero siguió descendiendo.

Entonces se serenó, quedó tan tranquila como el aire, con una calma interior tan impresionante como la del mar que se extendía bajo ella. Sintió la profunda paz de la rendición, el alivio de ver concluida su larga batalla contra los vientos. Pensó que siempre había estado a su merced, que nunca los había controlado. Eran violentos, y ella débil. Y estúpida por haber soñado lo contrario. Miró hacia arriba, preguntándose si vería a los alados fantasmas que, según las leyendas, poblaban el aire quieto.

Barrió el agua en primer lugar con las puntas de las botas, y luego su cuerpo se estrelló contra el suave espejo gris del océano. El impacto del agua fría la marchitó como una llamarada, y se hundió…

… Y se despertó, empapada en sudor, sin aliento.

El silencio le latió en los oídos. El sudor se le secó al contacto con el aire frío, y se incorporó, desorientada, a ciegas. Al otro lado de la habitación había una delgada línea de brasas, pero en el Nido de Águilas estarían al otro lado de la cama, y en su casa mucho más cerca. El aire olía a lodo y a musgo marino.

Fue el olor lo que le dio la pista. Estaba en la academia, pensó aliviada, en Alas de Madera; de repente, todas las sombras se disolvieron para dar paso al familiar entorno. Poco a poco, se fue relajando, y ahora Maris estaba completamente despierta. Se puso una camisa de gruesa lana y avanzó cautelosamente por la oscura habitación hacia la chimenea, para encender una vela con los rescoldos.

A la luz de la vela, vio una pequeña jarra de piedra junto a la cama baja, y sonrió. Exactamente lo que necesitaba para acabar con las pesadillas.

Se sentó en la cama con las piernas cruzadas y tomó un sorbo del frío vino especiado, mientras contemplaba la danza de la llama de la vela. El sueño la intranquilizaba. Como todos los alados, Maris temía el aire quieto, pero hasta entonces no le había provocado pesadillas. Y la paz que sintió, la sensación de rendición, de aceptación… Eso era lo peor. Soy una alada, pensó. Y ese sueño es impropio de un verdadero alado.

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Maris, dejando a un lado la jarra de vino.

Allí estaba S’Rella, una jovencita menuda y morena con el pelo muy corto, al estilo del Archipiélago del Sur.

—El desayuno está preparado, Maris —dijo con el suave acento que delataba su origen—. Pero Sena quiere verte antes. Está en su habitación.

—Gracias —sonrió Maris.

Le gustaba S’Rella, quizá la mejor de entre todos los alumnos de Alas de Madera. La isla del Archipiélago del Sur donde nació estaba a todo un mundo de distancia de la Amberly Menor natal de Maris. Pero, a pesar de las diferencias, se sentía identificada con la jovencita. S’Rella era menuda, pero decidida, con una energía que no correspondía a su talla. Hasta ahora, en el cielo, le faltaba elegancia. Pero era lo suficientemente tenaz como para confiar en una rápida mejoría. Maris ya llevaba diez días trabajando con la bandada de futuros alados de Sena, y consideraba a S’Rella una de los tres o cuatro más prometedores.

—¿Quieres que te espere para mostrarte el camino? —preguntó la chica cuando Maris saltó de la cama para lavarse en la vasija de agua que tenía al otro lado de la habitación.

—No —dijo Maris—, ve a desayunar. Me las arreglaré para encontrar yo sola a Sena.

Sonrió para suavizar la negativa, y S’Rella le devolvió la sonrisa, no sin algo de timidez, antes de marcharse.

Pocos minutos más tarde, Maris se lo estaba pensando mejor mientras recorría el estrecho y oscuro pasillo, en busca del pequeño cuarto de Sena. La academia Alas de Madera era una estructura antigua, una enorme roca atravesada por túneles y cuevas, algunas naturales, otras excavadas por manos humanas. Las cavernas inferiores estaban siempre inundadas, e incluso en las superiores, en la parte habitada, muchas de las habitaciones y todos los pasillos carecían de ventanas, nunca recibían la luz del sol ni la de las estrellas. El olor a mar lo impregnaba todo. En los viejos tiempos fue una fortaleza, se construyó durante la terrible revolución de Colmillo de Mar contra Gran Shotan. Luego quedó desocupada hasta que el Señor de Colmillo de Mar se la ofreció a los alados para instalar su academia de entrenamiento. Desde entonces habían transcurrido siete años, y Sena y sus discípulos habían arreglado la mayor parte, pero todavía era muy fácil equivocarse de camino y perderse en las partes deshabitadas.

El tiempo transcurría sin dejar rastro por los pasillos de Alas de Madera. Las antorchas se consumían en los huecos de la piedra, se agotaba el aceite de las lámparas, y podían pasar días sin que nadie se diera cuenta. Maris atravesó cautelosamente un oscuro tramo de pasillo, nerviosa y un poco oprimida por el peso de la fortaleza sobre ella. No le gustaba estar bajo tierra, encerrada. Iba contra todos sus instintos de alada.

Aliviada, Maris vio el tenue resplandor de una luz más adelante. Tras un último recodo, volvió a encontrarse en terreno familiar. Si no había perdido todo el sentido de la orientación, la habitación de Sena debía de ser la primera a la izquierda.

—Maris. —Sena levantó la vista y sonrió. Estaba sentada en una mecedora, tallando un trozo de madera suave con un cuchillo de hueso, pero lo dejó a un lado e hizo señal a Maris de que entrase—. Estaba a punto de llamar a S’Rella otra vez para enviarla a buscarte. ¿Te has perdido en nuestro laberinto?

—Casi —respondió Maris sacudiendo la cabeza—. Tendría que haberme acordado de llevar una luz. Soy capaz de ir de mi habitación a la cocina, o a la sala de estar, o fuera. Pero, aparte de eso, la cosa empieza a ser menos segura.

Sena se echó a reír, pero era sólo una carcajada educada para enmascarar un estado de ánimo que estaba muy lejos de ser alegre. La maestra era una antigua alada. Tenía tres veces la edad de Maris, y quedó atada a la tierra diez años antes, en la clase de accidente que solía ser demasiado corriente entre los alados. Por lo general, el vigor y el entusiasmo de la mujer ocultaban su edad, pero esta mañana parecía vieja y cansada. El ojo inútil, como un trozo de lechoso cristal marino, hacía más pesado el lado izquierdo de su rostro. Parecía temblar bajo la carga.

—¿Por qué has enviado a S’Rella a buscarme? —preguntó Maris—. ¿Hay noticias?

—Hay noticias —asintió Sena—. Y no son buenas. Pensé que sería mejor no comentarlo durante el desayuno hasta después de haberlo discutido contigo.

—¿Sí?

—En el Archipiélago Oriental han cerrado Hogar del Aire —dijo Sena.

Maris suspiró y se recostó en la silla. De pronto, ella también se sentía cansada. La noticia no era una gran sorpresa, pero sí algo descorazonador.

—¿Por qué ahora? —preguntó—. Hablé con Nord hace tres meses, cuando me enviaron con un mensaje a Lejana Hunderlin. Él creía que la academia seguiría abierta, al menos hasta la próxima competición. Incluso me dijo que tenía varios alumnos prometedores.

—Hubo una muerte. Uno de esos prometedores alumnos, una chica, hizo una tontería y rozó el acantilado con un ala. Nord no pudo hacer más que contemplar impotente como se estrellaba contra las rocas. Peor aún, los padres de la alumna también estaban allí. Gente rica, poderosa, unos comerciantes de Cheslin que poseen más de una docena de barcos. La alumna estaba haciendo una exhibición para ellos. Por supuesto, los padres acudieron al Señor de la Tierra para pedir justicia. Acusaban a Nord de negligencia.

—¿Y es verdad?

Sena se encogió de hombros.

—Era un alado mediocre cuando tenía alas, y no creo que, como maestro, fuera mucho mejor. Siempre buscaba impresionar. Y tenía una tendencia excesiva a sobreestimar a sus alumnos. El año pasado avaló a nueve para los desafíos. Todos fallaron, algunos ni siquiera debieron intentarlo. Yo sólo avalé a tres. Según me han dicho, esa chica que murió sólo llevaba un año en Hogar del Aire. ¡Un año, Maris! Quizá tuviera talento, pero es muy propio de Nord dejarla ir demasiado lejos, demasiado pronto. Bueno, ahora es demasiado tarde. Ya sabes que, según algunos Señores de la Tierra, las academias no son más que un gasto, un gasto inútil. Sólo necesitaban una excusa. Despidieron a Nord y cerraron la escuela. Fin. Y ahora, todos los niños del Archipiélago Oriental tendrán que renunciar a sus sueños, resignarse a su lugar en la vida.

La voz de la anciana era amarga.

—Entonces, sólo quedamos nosotros —murmuró Maris.

—Somos los últimos —asintió Sena—. ¿Y por cuánto tiempo? La Señora de la Tierra me envió anoche un corredor. Fui, cojeando, a recibir sus buenas noticias, y luego hablamos. No está satisfecha con nosotros, Maris. Dice que ya lleva siete años dándonos comida, alojamiento y monedas de hierro, pero que no ha recibido a ningún alado a cambio. Se impacienta.

—Comprendo —respondió Maris.

Conocía a la Señora de Colmillo de Mar sólo por su reputación, pero con aquello bastaba. Colmillo de Mar estaba cerca de Gran Shotan, pero tenía una larga y salvaje tradición de independencia. Su actual gobernadora era un mujer orgullosa y ambiciosa, muy resentida por el hecho de que la isla jamás hubiera tenido un alado propio. Había luchado mucho para que la academia del Archipiélago Occidental se asentara en Colmillo de Mar, y al principio la apoyó generosamente. Y ahora esperaba resultados.

—No lo comprende —siguió Maris—, ningún atado a la tierra lo comprende de verdad. En las competiciones, los Alas de Madera tienen que enfrentarse a alados con años de experiencia o a hijos de alados que han sido educados para volar. Si te dieran un poco de tiempo…

—Tiempo, tiempo, tiempo —dijo Sena con un atisbo de ira en la voz—. Sí, es lo mismo que le dije a la Señora de la Tierra. Pero ella me respondió que siete años era tiempo más que suficiente. Tú eres una alada, Maris. Yo fui una alada. Las dos somos conscientes de las dificultades, de que hay que entrenar año tras año, de que hay que practicar hasta que los brazos te tiemblan de tanto forzarlos y las palmas de las manos te sangran de agarrarte a las alas. Los atados a la tierra no saben nada de eso. Hay demasiados que piensan que la lucha se ganó hace siete años. Creyeron que, a la semana siguiente, el cielo estaría lleno de pescadores, tejedoras y sopladores de vidrio, y se desanimaron cuando llegó la primera competición y los alados, o los hijos de los alados, derrotaron a todos los atados a la tierra que los desafiaron.

»Al menos, entonces se preocupaban. Pero me temo que ahora se han resignado. En los siete años que han pasado desde el gran Consejo, en los siete años de existencia que llevan las academias, sólo un atado a la tierra llegó a ganar las alas. Y volvió a perderlas al año siguiente, en la siguiente competición. A veces pienso que la gente ya sólo viene a ver las competiciones para presenciar los desafíos de familia. Se habla de los desafíos de mis Alas de Madera como de una especie de interludio cómico, una breve actuación de los payasos para aligerar las pausas entre las auténticas carreras.

—Sena, Sena —la interrumpió Maris, preocupada. La anciana había volcado toda la pasión de su vida destrozada en los sueños de los jóvenes que acudían a Alas de Madera para pedir el cielo. Ahora estaba terriblemente apenada, y la voz le temblaba muy a su pesar—. Comprendo tu dolor —dijo Maris, tomando la mano de Sena—, pero no estamos tan mal como dices.

El ojo sano de la mujer se posó en Maris con escepticismo, y le apartó la mano.

—Sí —insistió—. Nadie te lo dirá a ti, por supuesto. A nadie le gusta ser portador de malas noticias, y todos saben lo que significan para ti las academias. Pero es verdad. —Maris intentó interrumpirla, pero Sena la obligó a callar con un movimiento de la mano—. No, ya basta, no quiero oír ni una palabra más sobre mi dolor. No te he llamado para que me consueles, ni para que llegáramos tarde a desayunar. Quería comunicarte las noticias en privado, antes de decírselas a los demás. Y también quería pedirte que volases a Gran Shotan.

—¿Hoy?

—Sí —respondió Sena—. Has hecho un buen trabajo con los chicos. Les viene muy bien tener a una auténtica alada entre ellos. Pero podremos prescindir de ti por un día. Sólo tardarás unas horas.

—Desde luego —aceptó Maris—. ¿De qué se trata?

—El alado que comunicó las noticias sobre Hogar del Aire a la Señora de la Tierra traía también otro mensaje. Un mensaje privado para mí. Uno de los alumnos de Nord quiere seguir estudiando, y espera que le avale en la próxima competición. Pide permiso para viajar hasta aquí.

—¿Hasta aquí? —preguntó Maris, incrédula—. ¿Desde el Archipiélago Oriental? ¿Sin alas?

—Según me han dicho, conoce a un mercader lo suficientemente osado como para enfrentarse al mar abierto —explicó Sena—. El viaje es peligroso, desde luego. Pero, si quiere hacerlo, no le negaré la admisión. Si no te importa, lleva esta respuesta a la Señora de Gran Shotan. Manda todos los meses tres alados al Archipiélago Oriental, y uno de ellos partirá mañana. La velocidad es básica. Aun con buenos vientos, los barcos tardan un mes en llegar aquí, y sólo faltan dos meses para la competición.

—Podría llevar el mensaje directamente yo misma —sugirió Maris.

—No, te necesitamos aquí. Lleva mi palabra a Gran Shotan y vuelve de prisa para cuidar de mis torpes pajaritos. —Se levantó insegura de la mecedora, y Maris se puso rápidamente de pie para ayudarla—. Vamos a desayunar —siguió Sena—. Tienes que comer antes del viaje. Y, con todo el tiempo que hemos perdido hablando, me temo que los demás se habrán comido nuestra ración.

Pero el desayuno seguía esperándolas cuando llegaron a la sala de estar. Dos resplandecientes hogueras mantenían cálida e iluminada la enorme habitación en la húmeda mañana. Paredes de piedra rosa, suavemente curvadas, se alzaban hasta convertirse en un arqueado y ennegrecido techo. El mobiliario era escaso y rudimentario: tres mesas largas de madera con un banco de igual longitud a cada lado. Ahora los bancos estaban llenos, todos los alumnos sentados, charlando, bromeando y riendo. La mayoría casi habían terminado de desayunar. En aquel momento, la academia acogía a una veintena de futuros alados, cuyas edades iban desde la de una mujer, apenas dos años más joven que Maris, hasta la de un niño de diez tímidos años.

La habitación se silenció sólo un poco cuando entraron Maris y Sena, y la anciana tuvo que gritar para hacerse oír por encima de las charlas y el ruido. Pero, para cuando terminó de hablar, se había hecho el silencio más absoluto.

Maris aceptó un trozo de pan negro y un plato de gachas con miel que le ofrecía Kerr, un joven regordete que tenía el turno de cocina, y encontró sitio en uno de los bancos. Mientras comía, conversó educadamente con los estudiantes que tenía a ambos lados, pero se dio cuenta de que los dos estaban pensando en otras cosas. Tras un breve lapso, se disculparon y abandonaron la mesa. Maris no podía culparles. Recordó cómo se había sentido, años atrás, cuando sus sueños de convertirse en alada estuvieron en peligro, como lo estaban ahora los de aquellos jóvenes. Hogar del Aire no era la primera academia en cerrar sus puertas. La desolada isla-continente de Artellia fue la primera en rendirse, tras tres años de fracasos, y las academias del Archipiélago del Sur y del Oriental la habían seguido hacia el olvido. La Oriental, Hogar del Aire, era la cuarta en cerrar, dejando sola a Alas de Madera. No era de extrañar que los estudiantes estuvieran deprimidos.

Maris limpió el plato con el último trozo de pan, se lo comió y se levantó.

—No volveré hasta mañana por la mañana, Sena —dijo—. Cuando me marche de Gran Shotan, pasaré por el Nido de Águilas.

Sena levantó la vista del plato y asintió.

—Muy bien. Tengo pensado dejar que Leya y Kurt prueben el aire hoy. Los demás harán ejercicios. Vuelve en cuanto puedas.

Volvió a comer.

Maris se dio cuenta de que había alguien tras ella, y se dio la vuelta para encontrarse con S’Rella.

—¿Puedo ayudarte con las alas, Maris?

—Por supuesto, gracias.

La chica sonrió. Juntas, atravesaron el corto pasillo por el que se llegaba a la habitación donde se guardaban las alas. De la pared colgaban tres pares: las de Maris y las dos de la academia, cedidas tras la muerte de alados que no tenían herederos. No era de extrañar que las Alas de Madera fracasaran en las competiciones, pensó Maris con amargura al ver las alas. Los alados envían a sus hijos al cielo casi a diario durante los años de entrenamiento, pero en las academias, con tantos estudiantes y tan pocas alas, no tenían tanto tiempo de prácticas. Y en tierra no se puede aprender todo.

Se sacudió la idea de la mente y descolgó las alas del gancho. Eran un paquete compacto, con los montantes pulcramente plegados sobre sí mismos y el tejido metálico colgando entre ellos, cayendo hacia el suelo como una capa de plata. S’Rella las sostuvo con una mano mientras Maris las desplegaba parcialmente, revisando cuidadosamente cada montante y juntura con los dedos y los ojos, en busca de cualquier debilidad o defecto que pudiera hacerse evidente demasiado tarde, como un peligro en el aire.

—Siento que hayan cerrado el Hogar del Aire —dijo S’Rella mientras Maris trabajaba—. Ya sabes que pasó lo mismo en el Archipiélago del Sur. Por eso tuve que venir aquí, a Alas de Madera. Cerraron mi academia.

Maris hizo una pausa para mirarla. Casi había olvidado que la tímida jovencita sureña había sido una de las víctimas.

—Uno de los estudiantes de Hogar del Aire vendrá aquí, como hiciste tú —dijo Maris—. Ya no estarás sola entre salvajes occidentales.

Sonrió.

—¿No echas de menos tu hogar? —preguntó repentinamente S’Rella.

Maris lo pensó un momento.

—La verdad es que no sé si tengo un hogar —respondió—. Mi hogar está dondequiera que esté yo.

S’Rella asimiló las palabras.

—Supongo que es así como debe ser, si eres una alada. ¿Todos los alados piensan igual?

—En cierto modo, quizá —dijo Maris. Volvió a mirar las alas y siguió repasándolas—. Pero no tanto como yo. La mayoría de los alados están más ligados a sus islas que yo, aunque nunca tanto como los atados a la tierra. ¿Me ayudas a estirar este montante? Gracias. No, no opino así por ser una alada, sino porque mi hogar desapareció y todavía no me he construido otro. Mi padre —mi padre adoptivo, para ser exactos—, murió hace tres años, y mis verdaderos padres también están muertos. Tengo un hermano adoptivo, Coll, pero hace mucho tiempo que se fue a correr aventuras y a cantar en las Islas Exteriores. La casa de Amberly Menor me parecía terriblemente grande y vacía sin Coll ni Russ. Y, como no tengo a nadie a cuya casa ir, cada vez voy menos por allí. La isla sobrevive. Al Señor de la Tierra le gustaría tener a su tercer alado más a menudo, desde luego, pero se las arregla con los dos que tiene a mano. —Se encogió de hombros—. La mayoría de mis amigos son alados.

—Ya veo.

Maris miró a S’Rella, que examinaba las alas con más concentración de la necesaria.

—Echas de menos tu hogar —le dijo amablemente.

S’Rella asintió lentamente.

—Aquí todo es diferente. Los demás son diferentes de la gente a la que conocía.

—Un alado tiene que acostumbrarse a eso —dijo Maris.

—Sí, pero había alguien a quien quería. Hablamos de casarnos, pero yo sabía que nunca lo haríamos. Le quería, todavía le quiero, pero lo que quiero por encima de todo es tener alas. ¿Me entiendes?

—Te entiendo —dijo Maris, intentando darle valor—. Quizá, cuando ganes las alas, él pueda…

—No. Nunca saldrá de su tierra. No puede. Es un granjero, y las tierras han pertenecido a su familia desde siempre. Nunca… Nunca me pidió que renunciara a volar, y yo nunca le pedí que renunciara a sus tierras.

—No sería la primera vez que una alada se casa con un granjero —señaló Maris—. Podrías volver.

—No sin alas —dijo S’Rella con decisión. Sus ojos se encontraron con los de Maris—. No importa cuánto tarde. Y si… Cuando gane las alas, él ya se habrá casado. Está obligado a hacerlo. Una granja no es trabajo para un soltero. Querrá una esposa que ame la tierra, y muchos niños.

Maris no dijo nada.

—Bueno, he hecho mi elección —siguió S’Rella—. Pero a veces, siento… nostalgia. Quizá sea soledad.

—Sí —respondió Maris. Puso una mano a S’Rella en el hombro—. Vamos, tengo un mensaje que entregar.

S’Rella iba unos pasos por delante. Maris se colgó las alas de un hombro y la siguió por el oscuro pasillo que llevaba a la salida de la fortaleza. Se abría a lo que en otros tiempos fuera una plataforma observatorio, una ancha cornisa de piedra a veinticinco metros de donde el mar rompía en olas contra las rocas de la isla. El cielo estaba gris y nublado, pero el fuerte olor a sal del océano y las recias manos del viento llenaron de vida a Maris.

S’Rella sostuvo las alas, mientras Maris se ceñía el resto de las correas. Cuando las tuvo bien atadas, S’Rella empezó a desplegarlas montante a montante, encajándolos todos para que el tejido plateado quedara tirante y firme. Maris esperó pacientemente, consciente de su papel de maestra, aunque estaba ansiosa por saltar. Sólo cuando las alas estuvieron completamente extendidas, sonrió a la joven y deslizó las manos a través de las usadas y familiares tiras de cuero.

Entonces, con cuatro rápidos pasos, saltó.

Durante un segundo, quizá menos de un segundo, cayó. Pero luego los vientos la tomaron, sostuvieron las alas, la elevaron y transformaron la caída en vuelo, y la sensación era como la de una sacudida que le recorriera todo el cuerpo, una sacudida que la dejaba anonadada, sin aliento, que le erizaba el vello. Por aquel instante, por aquella fracción de segundo, cualquier cosa merecía la pena. Era mejor y más emocionante que ninguna otra sensación que Maris hubiera experimentado nunca, mejor que el amor, mejor que cualquier otra cosa. Viva, exultante, se unió al fuerte viento del Oeste en un abrazo de enamorados.

Gran Shotan estaba al Norte, pero por el momento Maris se dejó llevar por el viento predominante, regocijándose en la maravillosa libertad de un vuelo sin esfuerzo antes de empezar su juego con los vientos, cuando tendría que virar y maniobrar, probarlos y desafiarlos para que la llevaran adonde ella quería. Una bandada de pájaros pasó junto a ella, cada uno de un color diferente, brillante. La huida de las aves era un presagio de la inminente tormenta. Maris los siguió, subiendo cada vez más, hasta que Colmillo de Mar sólo fue una zona verde y gris a su izquierda, más pequeña que la mano de la alada. También llegó a ver Eggland y, a lo lejos, los bancos de niebla que rodeaban la costa sur de Gran Shotan.

Maris empezó a trazar círculos, aminorando deliberadamente la marcha, consciente de lo fácil que sería sobrepasar su punto de destino. Corrientes de aire encontrado le resonaron en los oídos, tentándola con la promesa de un viento del norte que había más arriba, y volvió a elevarse, buscándolo en el aire frío que había sobre el mar. Ahora, Gran Shotan, Colmillo de Mar y Eggland yacían dispersas bajo ella en el océano gris metálico, como juguetes sobre una tabla. Vio las pequeñas formas de los botes de pesca, entrando y saliendo de los puertos y bahías de Shotan y Colmillo de Mar, así como las gaviotas y los milanos que sobrevolaban los abruptos acantilados de Eggland.

De pronto, Maris comprendió que había mentido a S’Rella. Tenía un hogar. Estaba aquí, en el cielo, con el viento fuerte y frío bajo ella y sus alas a la espalda. El mundo, con sus preocupaciones por el comercio y la política, la comida, la guerra y el dinero, le resultaba ajeno. Incluso en sus mejores momentos, se sentía al margen de él. Era una alada y, como todos los alados, no estaba completa cuando se quitaba las alas.

Con la ligera sonrisa de un secreto en los labios, Maris bajó para entregar su mensaje.

El Señor de Gran Shotan era un hombre muy ocupado con la interminable labor de gobernar la isla más antigua, rica y poblada de Windhaven. Cuando Maris llegó, estaba reunido —alguna disputa sobre derechos de pesca con Pequeña Shotan y Skulny—, pero salió para recibirla. Los alados tenían la misma categoría que los Señores de la Tierra, y hasta uno tan poderoso como el de Gran Shotan se guardaría muy bien de ofenderles. Escuchó el mensaje de Sena sin inmutarse, y prometió que las palabras viajarían hacia el Archipiélago Oriental a la mañana siguiente, con uno de sus alados.

Maris dejó las alas en la pared de la sala de conferencias, en la Casa del Viejo Capitán, como se denominaba a la mansión donde vivía el Señor de la Tierra, y se dedicó a vagar por las calles de la ciudad. Era la única ciudad auténtica de Windhaven, la más antigua, la más grande, la primera. Ciudad Tormenta, la llamaban. La ciudad que construyeron los navegantes de las estrellas. A Maris siempre le parecía fascinante. Había molinos de viento por todas partes, con las grandes aspas alzándose hacia el cielo gris. Aquí había más gente que en Amberly Mayor y en Amberly Menor juntas. Todo estaba lleno de tiendas y establecimientos de cien clases diferentes, que vendían todas las cosas útiles y todas las baratijas imaginables.

Pasó muchas horas en el mercado, curioseando alegremente y escuchando las conversaciones, aunque compró muy pocas cosas. Después tomó una ligera cena consistente en pez luna ahumado y pan negro, acompañado de una jarra de kivas, el especiado vino caliente que era el orgullo de Shotan. En la posada donde cenó había un bardo y Maris le escuchó educadamente, aunque le pareció mucho peor que Coll y otros bardos a los que había oído en Amberly.

Ya estaba anocheciendo cuando voló de Ciudad Tormenta, a lomos de una breve tormenta que había limpiado las calles con su lluvia. Tuvo buenos vientos a la espalda durante todo el camino, y acababa de oscurecer cuando llegó al Nido de Águilas.

Se alzaba sobre el mar ante ella, negro bajo la brillante luz de las estrellas, una columna de piedra antiquísima cuyas abruptas paredes se erguían ciento ochenta metros por encima de las aguas rugientes.

Maris vio luces en las ventanas. Trazó un círculo y descendió expertamente hacia la zona de aterrizaje, cubierta de arena seca. Sola, tardó varios minutos en quitarse las alas y plegarlas. Las colgó de un gancho, tras la puerta.

Un pequeño fuego brillaba en la chimenea de la sala de estar. Frente a él, dos alados a los que sólo conocía de vista estaban enfrascados en una partida de geechi, moviendo los guijarros blancos y negros por el tablero. Uno de ellos la saludó con la mano. Ella le devolvió el saludo con un asentimiento, pero el hombre ya estaba concentrado otra vez en el tablero de juego.

Había otro presente, sentado en un sillón cerca del fuego, contemplando las llamas con una jarra de barro en la mano. Pero, cuando entró Maris, levantó la vista.

—¡Maris! —gritó levantándose bruscamente, con una sonrisa. Dejó a un lado la jarra y cruzó la habitación—. No esperaba verte por aquí.

—Dorrel… —empezó a decir Maris.

Pero el joven ya estaba junto a ella, rodeándola con los brazos. Se besaron brevemente, pero con intensidad. Uno de los jugadores de geechi los miró distraídamente, pero cuando su oponente movió una piedra, volvió a concentrarse en el tablero.

—¿Has venido volando desde Amberly? —le preguntó Dorrel—. Debes de tener hambre. Siéntate junto al fuego, te traeré algo de comer. Hay queso, jamón ahumado y frutas en la cocina.

Maris le tomó de la mano y le llevó de vuelta a la chimenea, eligiendo dos sillas alejadas de los jugadores de geechi.

—Gracias, pero no hace mucho que he comido —respondió—. Y vengo de Gran Shotan, no de Amberly. Un vuelo sencillo. Esta noche hay buenos vientos. Me temo que hace casi un mes que no paso por Amberly. El Señor de la Tierra debe de estar furioso.

Dorrel tampoco parecía demasiado contento. Su rostro agraciado no mostraba ninguna expresión.

—¿Has estado volando? ¿O en Colmillo de Mar, otra vez?

Le soltó la mano y volvió a coger la jarra. Bebió un sorbo cautelosamente. El contenido despedía humo.

—En Colmillo de Mar. Sena me pidió que pasara unos días con los alumnos. Llevo casi diez días trabajando con ellos. Acababa de volver de una misión larga, volé a Deeth, al Archipiélago del Sur.

Dorrel dejó la jarra y suspiró.

—No quieres saber mi opinión —dijo alegremente—. Pero, de todos modos, voy a dártela. Pasas demasiado tiempo fuera de Amberly, trabajando en la academia. La maestra es Sena, no tú. Le pagan buen metal por hacer lo que hace. Y no creo que te haya dado mucho hierro.

—Tengo suficiente hierro —replicó Maris—. Russ me dejó bien provista. Los Alas de Madera me necesitan, ven a muy pocos alados en Colmillo de Mar. —La voz de la joven cobró un matiz cálido, persuasivo—. ¿Por qué no vas tú a pasar unos días con ellos? Laus sobrevivirá una semana sin ti. Podríamos compartir una habitación. Me gustaría que estuvieras conmigo.

—No. —De pronto, ya no había alegría en el tono de Dorrel. Parecía enfadado—. Me encantaría pasar una semana contigo, Maris. En mi casa de Laus, en la tuya de Amberly, o incluso aquí, en el Nido de Águilas. Pero no en Alas de Madera. Te lo he dicho otras veces: no entrenaré a un grupo de atados a la tierra para que se lleven las alas de mis amigos.

Las palabras del joven la hirieron. Se echó hacia atrás en la silla y miró el fuego, apartando la vista de él.

—Hablas igual que Corm, hace siete años —dijo.

—No me merezco eso, Maris.

Se volvió para mirarle.

—Entonces, ¿por qué no me ayudas? ¿Por qué desprecias tanto a los Alas de Madera? Les miras por encima del hombro, como el más atado a la tradición de los viejos alados. Pero, hace siete años, estabas conmigo. Luchaste por esto, creíste en esto conmigo. No lo habría conseguido sin tu ayuda. Me habrían quitado las alas para declararme proscrita. Al ayudarme, te arriesgaste a sufrir el mismo destino. ¿Qué te ha hecho cambiar?

Dorrel sacudió la cabeza violentamente.

—No he cambiado, Maris. Escucha. Hace siete años, luché por ti. No me importaban esas preciosas academias con las que soñabas. Luché por tu derecho a conservar las alas, a ser una alada. Porque te amaba, Maris, y habría hecho cualquier cosa por ti. —Siguió con voz más tranquila—: Y porque eras la mejor alada que había visto. Era un crimen, una locura, entregar tus alas a tu hermano y atarte a la tierra. No me mires así. Los principios también me importaban, por supuesto.

—¿Sí? —preguntó Maris.

Era una antigua discusión, pero todavía le molestaba.

—Por supuesto. No habría volado contra todo lo que creía sólo para complacerte. El sistema, tal y como estaba establecido, no era justo. Lo creía entonces y lo creo ahora.

—Lo crees —repitió Maris con amargura—. Eso dices, pero hablar es fácil. No harás nada por demostrarlo, no me ayudarás, aunque estemos a punto de perder todo aquello por lo que luchamos.

—No vamos a perder nada. Vencimos. Cambiamos las leyes, cambiamos el mundo.

—Pero, sin las academias, ¿de qué sirve?

—¡Las academias! Yo no luché por las academias. Luché para cambiar una tradición injusta. Estoy de acuerdo, si un atado a la tierra vuela mejor que yo, debo cederle las alas. Pero lo que no pienso hacer es enseñarle a volar mejor que yo. Y eso es lo que me estás pidiendo. Tú deberías saber mejor que nadie lo que es para un alado perder el cielo.

—También sé lo que es querer volar y saber que nunca lo conseguirás —replicó Maris—. Hay una alumna de la academia que se llama S’Rella. Tendrías que haberla oído esta mañana, Dorrel. No hay nada en el mundo que desee más que volar. Se parece mucho a cómo era yo cuando Russ empezó a enseñarme. Ven a ayudarla, Dorr.

—Si de verdad se parece a ti, volará muy pronto, con o sin mi ayuda. Y tendrá que ser sin mi ayuda. Así, si derrota a un amigo mío en la competición y le quita las alas, no me sentiré culpable.

Vació la jarra de un trago y se levantó.

Maris frunció el ceño y estaba buscando otro argumento, cuando Dorrel habló otra vez.

—¿Quieres tomar té?

Asintió y le observó mientras ponía la tetera al fuego con el fragante té especiado. Las posturas del joven, su manera de andar, la forma de inclinarse para servir el té… ¡Todo resultaba tan familiar! Pensó que le conocía mejor que a nadie en el mundo.

Cuando Dorrel volvió con dos tazas de la humeante bebida dulce y volvió a sentarse junto a ella, la ira había desaparecido, y los pensamientos de Maris corrían en otra dirección.

—¿Qué nos pasó, Dorr? Hace unos años, pensábamos casarnos. Ahora nos miramos desde islas separadas y peleamos como dos Señores de la Tierra por derechos de pesca. ¿Qué sucedió con nuestros planes de vivir juntos, de tener hijos? ¿Qué sucedió con nuestro amor? —Le sonrió con tristeza—. No sé qué sucedió.

—Sí lo sabes —dijo Dorrel amablemente—. Fue esta discusión. Tu amor y tu lealtad están divididos entre los alados y los atados a la tierra. Los míos, no. La vida ya no es sencilla para ti. No queremos las mismas cosas, y nos resulta difícil comprendernos. Una vez nos quisimos mucho…

Tomó un sorbo de té caliente, con la vista baja. Maris le miró aguardando, triste. Por un momento deseó volver a aquellos tiempos en que el amor entre ambos había sido tan fuerte como para capear todos los temporales.

Dorrel volvió a levantar los ojos hacia ella.

—Pero todavía te quiero, Maris. Las cosas han cambiado, pero el amor sigue ahí. Quizá no podamos unir nuestras vidas, pero cuando estemos juntos, querámonos e intentemos no pelearnos, ¿mmm?

Maris le sonrió un poco temblorosa y le tendió la mano. Él se la estrechó fuertemente y le devolvió la sonrisa.

—Pues basta de discusiones y de charlas tristes sobre lo que habría podido ser. Tenemos el presente, disfrutémoslo. ¿Te das cuenta de que hace casi dos meses que no estamos juntos? ¿Por dónde has volado? ¿Qué has visto? Cuéntame noticias, cariño. Unos cuantos cotilleos que me animen —pidió.

—No creo que las noticias que tengo te animen demasiado —dijo Maris, pensando en los mensajes que había oído y transportado últimamente—. El Archipiélago Oriental ha cerrado Hogar del Aire. Una de las alumnas murió en un accidente. Otro va a tomar un barco para venir a Colmillo de Mar. Supongo que los demás se han rendido y han vuelto a sus casas. No sé que hará Nord.

Le soltó la mano para coger la taza.

Dorrel agitó la cabeza con una ligera sonrisa en los labios.

—Incluso cuando das noticias no sabes hablar de otra cosa que de las academias. Las mías son más interesantes. El Señor del Promontorio de la Escila murió, y se eligió a su hija más joven como sucesora. Corren rumores de que Kreel… ¿Le conoces? ¿El chico pelirrojo que perdió un dedo de la mano izquierda? Tienes que haberle visto en la última competición, hizo unos cuantos giros dobles muy espectaculares. Bueno, pues se dice que se convertirá en el segundo alado del Promontorio de la Escila, ¡porque la nueva Señora de la Tierra está enamorada de él! ¿Te lo imaginas? ¡Un alado y una Señora de la Tierra, casados!

Maris sonrió.

—No es la primera vez que sucede.

—En nuestra época, sí. ¿Has oído lo de la flota pesquera de Amberly Mayor? Una escila la destrozó, pero luego consiguieron matarla, y casi todos salieron con vida, aun sin sus botes. Otra escila, ésta muerta, llegó a la playa de Culhall. Yo mismo vi el esqueleto. —Alzó las cejas y arrugó la nariz—. ¡Se olía incluso con el viento en contra! Y también he oído que, en Artellia, dos príncipes alados luchan por el control sobre las Islas del Hierro.

Dorrel se detuvo bruscamente y volvió la cabeza cuando una violenta ráfaga de viento del exterior sacudió la pesada puerta del refugio.

—¡Ah! —dijo volviéndose de nuevo y tomando un sorbo de té—. Sólo era el viento.

—¿Qué te pasa? —se interesó Maris—. Pareces intranquilo. ¿Esperas a alguien?

—Pensé que vendría Garth —titubeó—. Quedamos en reunirnos esta tarde, pero no ha aparecido. Nada de importancia, es que iba a llevar un mensaje a Culhall y me dijo que le esperara aquí cuando volviera para emborracharnos juntos.

—Quizá se emborrachó solo. Ya conoces a Garth. —Maris hablaba despreocupadamente, pero no dejó de advertir que su amigo estaba verdaderamente intranquilo—. Hay montones de cosas que pueden haberle retrasado. Quizá tuvo que llevar un mensaje de respuesta, o se quedó a alguna fiesta en Culhall. Seguro que está perfectamente.

A pesar de sus palabras, también Maris estaba preocupada. La última vez que vio a Garth, le resultó evidente que el joven había ganado peso, y eso siempre era peligroso para un alado. Y le gustaban demasiado las fiestas, sobre todo el vino y la comida. Esperaba que estuviera sano y salvo. Nunca había sido mal alado —era tranquilizador recordarlo—, pero tampoco una maravilla en el aire. Sólo competente. A medida que envejecía, ganaba peso y perdía reflejos, las habilidades de su juventud eran cada vez más inseguras.

—Tienes razón —asintió Dorrel—, Garth sabe cuidarse solo. Lo más probable es que se encontrara con algunos amigos de Culhall y se olvidara de mí. Le gusta beber, pero nunca vuelve borracho. —Vació su taza y se obligó a sonreír—. Le devolveremos el favor, nosotros también nos olvidaremos de él. Al menos, por esta noche.

Los ojos de los dos jóvenes se encontraron. Se trasladaron a un banco bajo acolchado, más cerca del fuego. Al menos por un tiempo, consiguieron dejar de lado los conflictos y los miedos mientras bebían más té, y luego vino. Charlaron sobre los buenos tiempos del pasado e intercambiaron chismorreos sobre alados a los que ambos conocían. La tarde transcurrió en una plácida neblina, y aquella noche, mucho más tarde, compartieron una cama y algo más que recuerdos. Maris pensó que era maravilloso tener a alguien a quien abrazar, y que la abrazara, después de tantas noches sola en su estrecha cama. Con la cabeza de Dorrel apoyada en su hombro, recostados cálidamente juntos, Maris se durmió tranquila y feliz.

Pero, aquella noche, volvió a soñar con la caída.

Maris se levantó temprano al día siguiente, fría y asustada por el sueño. Dejó a Dorrel durmiendo y tomó un solitario desayuno de queso duro y pan, en la desierta sala de estar. Mientras el sol barría el horizonte, desplegó las alas y se lanzó al viento de la mañana. Al mediodía ya estaba en Colmillo de Mar, escoltando a S’Rella y a un chico llamado Jan, dándoles consejos mientras ensayaban inexpertamente con las alas.

Se quedó una semana más, trabajando con los Alas de Madera, observando sus inseguros progresos en el aire, ayudándoles en los ejercicios y contándoles historias sobre alados famosos todas las noches, alrededor del fuego.

Pero cada vez se sentía más culpable por estar tanto tiempo ausente de Amberly Menor, y por fin decidió marcharse, no sin antes prometer a Sena que volvería con tiempo para ayudarla a preparar a los alumnos para los desafíos.

Había todo un día de vuelo hasta Amberly Menor. Cuando por fin vio la hoguera en la familiar torre, estaba exhausta, y se alegró de poder dejarse caer en su propia cama, tanto tiempo vacía. Pero las sábanas estaban frías y la habitación polvorienta. A Maris le costó dormirse. Su propia casa le resultaba extraña. Se levantó y fue a buscar algo de comer, pero hacía demasiado tiempo que no pasaba por allí. La poca comida que quedaba en la cocina estaba estropeada. Hambrienta y deprimida, volvió a la cama para intentar conciliar el sueño.

Cuando fue a verle a la mañana siguiente, el recibimiento del Señor de la Tierra fue educado, pero distante.

—Ha sido una época muy ajetreada —comentó sencillamente—. He enviado muchas veces a buscarte, sin encontrarte nunca. Corm y Shalli han volado en todas las misiones, Maris. Se están cansando. Y ahora Shalli está con el bebé. ¿Tendremos que conformarnos con un solo alado, como una isla pobre de la mitad de tamaño que la nuestra?

—Si tienes algún vuelo que hacer, dámelo —replicó Maris.

Sabía que la queja del Señor era justa, pero no podía prometerle que no volvería a Colmillo de Mar.

El Señor de la Tierra frunció el entrecejo, pero no podía hacer nada. Le recitó el mensaje, un mensaje largo y complicado para los mercaderes de Poweet, grano a cambio de velas de lona para los barcos a condición de que ellos enviaran las naves, y un soborno en hierro por su apoyo en una disputa entre las Amberly y Kesselar. Maris lo memorizó palabra por palabra, sin dejar que le llegara plenamente a la consciencia, como solían hacer los alados. Y luego saltó desde el risco, hacia el cielo.

Para que no volviera a marcharse, el Señor de la Tierra la mantuvo ocupada. En cuanto volvía de una misión, le tenía preparada otra. Hizo el camino de ida y vuelta a Poweet cuatro veces, dos a Pequeña Shotan, dos a Amberly Mayor, y una a Kesselar, a Culhall, a la Cuenca de Piedra, a Laus (Dorrel no estaba en casa, él también habría salido en alguna misión), y una vez, en un vuelo largo, a la Plataforma del Milano, en el Archipiélago Oriental.

Cuando por fin se encontró libre para volar otra vez a Colmillo de Mar, apenas quedaban dos semanas para la competición.

—¿A cuántos vas a avalar para el desafío este año? —preguntó Maris.

Fuera, la lluvia y el viento azotaban la isla, pero los gruesos muros de piedra que les encerraban también les aislaban del viento. Sena estaba sentada en un taburete bajo, con una camisa rota en las manos. Maris estaba de pie ante ella, calentándose la espalda junto al fuego. Se encontraban en la habitación de Sena.

—Iba a pedirte consejo sobre eso —respondió Sena, levantando la cabeza del remiendo—. Había pensado en cuatro, quizá en cinco.

—S’Rella, por supuesto —dijo Maris pensativa. Su opinión influiría en Sena, y el aval de la maestra era de importancia vital para los futuros alados. Sólo aquéllos que se ganaban su aprobación tenían derecho a lanzar un desafío—. Y también Damen. Son los mejores. Luego… ¿Sher y Leya, quizá? ¿O Liane?

—Sher y Leya —asintió Sena—. Tengo que avalar a los dos o a ninguno. Ya será un gran logro convencerles de que no desafíen a la misma persona para una carrera en equipo.

Maris se echó a reír. Sher y Leya eran dos de los aspirantes más jóvenes, amigos inseparables. Tenían talento y entusiasmo, aunque se cansaban con facilidad y se les podía desconcertar con lo inesperado. Muchas veces se había preguntado si su constante compañía les daba fuerzas o simplemente reforzaba los fallos que tenían en común.

—¿Crees que pueden ganar?

—No —dijo Sena sin levantar la vista—. Pero ya tienen edad suficiente para intentarlo y perder. La experiencia les vendrá bien. Les calmará los ánimos. Si sus sueños no pueden resistir una derrota, nunca serán alados.

Maris asintió.

—Entonces, ¿la duda está en Liane?

—No avalaré a Liane —afirmó Sena—. No está preparado. No sé si llegará a estarlo.

Maris se sorprendió.

—Le he visto volar —dijo—. Es fuerte, y a veces vuela sorprendentemente bien. Estoy de acuerdo en que es muy variable, pero cuando lo hace bien es mejor que S’Rella y Damen juntos. Podría ser tu mejor esperanza.

—Es posible —convino Sena—, pero no le avalaré. Una semana vuela como un halcón, y a la siguiente da tumbos como un chiquillo al que dejan en el aire por primera vez. No, Maris. Quiero ganar, pero una victoria sería lo peor que podría pasarle a Liane. Apostaría a que no viviría ni un año. Él cielo no es un lugar seguro para aquellos cuyas habilidades dependen de un estado de ánimo.

Maris asintió de mala gana.

—Quizá sea lo mejor —asintió—. Pero, entonces, ¿en quién has pensado en quinto lugar?

—Kerr —dijo Sena.

Dejó la aguja de hueso a un lado y examinó la camisa que había estado zurciendo. Luego la extendió sobre la mesa y se echó hacia atrás en el asiento para mirar a Maris con el ojo sano.

—¿Kerr? Es un encanto, pero se pone nervioso y no coordina bien los movimientos. Además, tiene un exceso de peso, y los brazos demasiado débiles. Es inútil avalar a Kerr, al menos este año. Dentro de unos cuantos, quizá…

—Sus padres quieren que compita este año —dijo Sena débilmente—. Dicen que ya ha perdido dos años. Tienen una mina de cobre en Pequeña Shotan, y están ansiosos de que Kerr consiga unas alas. Financian generosamente la academia.

—Ya veo —murmuró Maris.

—El año pasado, les dije que no —siguió Sena—. Pero ahora no estoy tan segura de mí misma. Si este año no conseguimos una victoria, puede que la academia pierda el apoyo de los Señores de la Tierra. Entonces, necesitaremos financiadores ricos que se interpongan entre nosotros y el cierre. Quizá lo mejor para todos sea tenerlos contentos.

—Comprendo —asintió Maris—, aunque no lo apruebo por completo. Pero supongo que es inevitable. Y a Kerr no le hará daño perder. A veces, parece que disfruta haciendo el payaso.

Sena gruñó.

—Sé que debo hacerlo, pero no me gusta. Esperaba que me convencieras de lo contrario.

—No —dijo Maris—. Sobreestimas mi elocuencia. Pero te daré algunos consejos. En las semanas que quedan, reserva las alas para los que lanzarán los desafíos. Necesitan entrenamiento. Que los otros hagan ejercicio y aprendan en tierra.

—Es lo que he hecho otros años —asintió Sena—. También hacen carreras entre ellos. Me gustaría que tú también compitieras, aunque sólo sea para enseñarles a perder. S’Rella desafió el año pasado, y Damen ya ha perdido dos veces, pero los demás necesitan la experiencia. Sher…

—¡Sena, Maris, venid, de prisa! —El grito llegó desde el vestíbulo, y un Kerr sin aliento apareció en la puerta—. La Señora de la Tierra ha enviado a alguien, necesitan un alado, son…

Se detuvo sudando, atragantándose con las palabras.

—Ve con él, rápido —urgió Sena a Maris—. Os alcanzaré en cuanto pueda.

El forastero que esperaba en la sala de estar también sudaba. Venía corriendo desde la torre de la Señora de la Tierra. Pero consiguió explicarse.

—¿Eres tú la alada?

Era joven y estaba muy nervioso. Miraba a su alrededor como un pájaro en la jaula.

Maris asintió.

—Tienes que volar a Shotan. Por favor. Di a su curandero que venga. La Señora de la Tierra me dijo que te lo pidiera. Mi hermano está enfermo. Una herida en la cabeza. Tiene la pierna rota… Muy mal, se le ve el hueso… Y no me quiere decir qué he de hacer para arreglársela, o para calmarle la fiebre. De prisa, por favor.

—¿No hay curanderos en Colmillo de Mar? —preguntó Maris.

—El curandero es su hermano —explicó Damen, un joven nativo de la isla.

—¿Cómo se llama el curandero de Gran Shotan? —preguntó Maris en el momento en que Sena entraba en la habitación, cojeando.

La anciana se hizo cargo rápidamente de la situación, y tomó el mando.

—Hay varios —dijo.

—De prisa —rogó el forastero—. Mi hermano puede morir.

—No creo que muera por haberse roto una pierna —empezó Maris.

Pero Sena la hizo callar con un gesto.

—Pues eres tonta —casi gritó el joven—. Tiene fiebre. Delira. Se cayó por el acantilado mientras buscaba huevos de milano, y se quedó allí casi todo un día antes de que le encontrara. Por favor.

—Hay una curandera en el lado más cercano. Se llama Fila —dijo Sena—. Es una anciana extravagante que no quiere viajar por mar, pero su hija vive con ella y conoce las artes. Si no puede venir, te dará el nombre de otro que pueda. No pierdas el tiempo en Ciudad Tormenta, los curanderos de allí querrán sentir el peso del metal antes de ponerse a recoger hierbas. Luego detente en la Plataforma Sur y di al capitán del barco que hace el trayecto entre las islas que tiene que esperar a un pasajero importante.

—Iré en seguida —dijo Maris, dirigiendo sólo una breve mirada al puchero de estofado que humeaba en el fuego. Tenía hambre, pero eso podía esperar—. S’Rella, Kerr, venid a ayudarme con las alas.

—Gracias —murmuró el forastero.

Pero Maris y los estudiantes ya se habían marchado.

La tormenta se había desencadenado por fin en el exterior. Maris dio gracias por su suerte y voló directamente, a través del salado canal, muy pocos metros por encima de las olas. Volar tan bajo era peligroso, pero no tenía tiempo para intentar ganar altura y de todos modos, las escilas no solían acercarse tanto a tierra. Fue un vuelo corto. Encontró fácilmente a Fila, pero, como predijera Sena, la mujer no quiso acudir.

—Las aguas me marean —dijo bruscamente—. Y ese chico de Colmillo de Mar se cree mejor que yo. Siempre lo ha pensado, el joven idiota, y ahora acude a mí, llorándome para que le ayude.

Pero su hija se disculpó en su nombre y se apresuró para tomar el barco que la esperaba.

En el camino de vuelta, Maris se permitió a sí misma disfrutar de la sensual caricia de los vientos, como para disculparse de lo rudamente que los había utilizado para llegar a Gran Shotan. Las nubes de tormenta habían desaparecido. El sol brillaba sobre las aguas, y el arco iris se extendía sobre el cielo del este. Maris fue a su encuentro, remontándose con una corriente de aire cálido que se elevaba desde Shotan, asustando a una bandada de aves veraniegas cuando se acercó a ellas desde abajo. Cuando los pajarillos se dispersaron, confusos, se echó a reír. Su cuerpo respondía por puro instinto y costumbre a las sutiles exigencias de los vientos. Iban en todas direcciones, algunos hacia Colmillo de Mar, otros hacia Eggland o Gran Shotan, algunos en dirección al mar abierto. Y, mucho más lejos, vio… Entrecerró los ojos para asegurarse. ¿Una escila, sacando el largo cuello del agua para atrapar a algún pajarillo desprevenido? No, había varias formas. Una manada de tigres marinos. O barcos.

Trazó un círculo y planeó sobre el océano, dejando las islas tras ella, y muy pronto estuvo segura. Cinco barcos navegando juntos. Cuando el viento la acercó lo suficiente, pudo ver también los colores, la desvaída pintura de las velas de lona, las banderas ondeando en lo alto, los cascos negros. Los barcos locales eran menos sombríos. Éstos habían recorrido un largo camino. Una flotilla mercante del Archipiélago Oriental.

Voló bajo para ver a la tripulación trabajar cambiando las velas y luchando desesperadamente por seguir captando el viento adecuado. Algunos miraron hacia arriba, gritaron y la saludaron con las manos, pero la mayoría siguieron concentrados en el trabajo. Navegar por los mares abiertos de Windhaven era siempre peligroso, y durante muchos meses del año las tormentas hacían completamente imposible navegar entre grupos distantes de islas. Para Maris el viento era un amante, pero para los marineros era un asesino sonriente, que se fingía amistoso sólo para tener oportunidad de desgarrar una vela o reducir un barco a astillas contra una roca oculta. Un barco era demasiado grande para jugar a los juegos de los alados. En el mar, un barco estaba siempre dispuesto a la batalla.

Pero estos barcos ya estaban casi a salvo. La tormenta había pasado, anochecería antes de que se desencadenase otra sobre ellos. Aquella noche habría fiesta en Ciudad Tormenta. La llegada de una flotilla mercante oriental de aquel tamaño siempre era un acontecimiento. Una tercera parte de los barcos que intentaban hacer el peligroso viaje se perdían en el océano. Maris calculó que la flota llegaría a puerto en menos de una hora, a juzgar por su situación y la fuerza de los vientos. Describió otro círculo para confirmar su propia gracia y libertad en los cielos, en comparación con los esfuerzos de los marineros, y decidió llevar la noticia a Gran Shotan en vez de regresar inmediatamente a Colmillo de Mar. Incluso podría esperar. Sentía curiosidad por saber qué carga y qué noticias traían.

Maris bebió demasiado vino en la tumultuosa taberna del muelle. La obligaron el resto de los clientes, encantados con la que fue la primera en llevarles noticias de la flota. Ahora todo el mundo se había congregado en el puerto, bebiendo, brindando y especulando sobre lo que traerían los comerciantes.

Cuando surgió el grito —primero una voz, luego muchas— de que los barcos estaban atracando, Maris se levantó sólo para tropezar, sin equilibrio, mareada por el vino. Se habría caído, pero la aglomeración de cuerpos a su alrededor la empujó hacia la puerta, la mantuvo en pie y la arrastró.

En el exterior todo era desorganización y ruido, y por un momento Maris se preguntó si había estado acertada al quedarse. No se podía ver ni aprender nada entre aquella multitud emocionada y jaranera. Se encogió de hombros y, poco a poco, fue saliendo del tumulto, para ir a sentarse en un barril caído. Conseguiría lo mismo quedándose allí y manteniendo los ojos abiertos para localizar a algún tripulante del barco que pudiera darle noticias. Se apoyó contra un suave muro de piedra, cruzó los brazos y esperó.

Despertó bruscamente, molesta porque alguien no dejaba de sacudirla por los hombros. Parpadeó varias veces, mirando el rostro del desconocido.

—¿Eres Maris? —preguntó éste—. ¿Maris, la alada? ¿Maris de Amberly Menor?

Era un joven con el rostro severo y recio de un asceta. Una cara reservada que no dejaba entrever nada. En un rostro como aquél, los ojos resultaban sorprendentes: grandes, oscuros, transparentes. Tenía el pelo color rojizo echado hacia atrás desde una amplia frente, y anudado en la nuca.

—Sí —respondió, irguiéndose—. Soy Maris. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Debo de haberme quedado dormida.

—Debes —replicó, inexpresivo—. He llegado en el barco. Me han dicho que hable contigo. Pensé que habías venido a recibirme.

—¡Oh! —Maris echó un vistazo a su alrededor. La multitud había empezado a dispersarse. El muelle estaba vacío a excepción de un grupo de mercaderes que charlaban y los descargadores de la tripulación, que bajaban de los barcos balas de tejido—. Me senté aquí a esperar —murmuró—. Supongo que se me cerraron los ojos. Anoche no dormí demasiado.

Había algo en él que le resultaba familiar, pensó Maris, confusa. Le miró más atentamente. Llevaba ropas cortadas al estilo oriental, pero sencillas. Tejido gris sin adornos, grueso y cálido, con una capucha a la espalda. Llevaba una bolsa de lona colgada de un brazo, y un cuchillo en una funda de piel le pendía de la cintura.

—¿Has dicho que venías en el barco? —preguntó—. Perdona, pero estoy medio dormida. ¿Dónde están los otros marineros?

—Los marineros estarán comiendo o bebiendo, y los mercaderes regateando, supongo —respondió—. Ha sido un viaje difícil. Perdimos un barco durante una tormenta, aunque se pudo rescatar a todos los tripulantes excepto a dos. Después de eso, el viaje no fue muy cómodo, éramos demasiados. Los marineros se han alegrado de llegar a tierra. —Hizo una pausa—. De todos modos, yo no soy un marinero. Lo siento, cometí un error. No creo que hayas venido a recibirme.

Se dio la vuelta para marcharse.

De pronto, Maris comprendió quién era el joven.

—¡Claro! —exclamó—. Debes de ser el alumno, el que viene de Hogar del Aire. —El joven se giró hacia ella—. Lo siento —siguió Maris—, me había olvidado de ti.

Se bajó del barril.

—Me llamo Val —dijo él, como si esperase que el nombre significara algo para la alada—. Val de Arren Sur.

—Bien —respondió Maris—. Ya conoces mi nombre. Estoy segura de que…

El joven se cambió la bolsa de mano, intranquilo. Tenía los músculos tensos alrededor de la boca.

—También me llaman Un-Ala.

Maris no dijo nada, pero su rostro la traicionó.

—Veo que me conoces, después de todo —señaló él bruscamente.

—He oído hablar de ti —admitió Maris—. ¿Piensas presentarte a la competición?

—Pienso volar —replicó Val—. Llevo cuatro años trabajando para ello.

—Ya veo —dijo Maris fríamente. Miró hacia el cielo, ignorando al joven. Estaba anocheciendo—. Tengo que volver a Colmillo de Mar —le dijo—. Deben de pensar que me he caído al océano. Les comunicaré que has llegado.

—¿No quieres hablar con la capitana? —preguntó, sarcástico—. Está en la taberna, contando historias a un montón de crédulos.

Señaló con la barbilla uno de los edificios del puerto.

—No —respondió Maris, demasiado de prisa—. Pero gracias.

Ya se alejaba cuando él la llamó.

—¿Puedo alquilar un barco para que me lleve a Colmillo de Mar?

—En Ciudad Tormenta se puede alquilar todo —respondió Maris—, pero te costará muy caro. Hay un barco que hace la travesía todos los días desde la Plataforma Sur. Lo mejor que puedes hacer es pasar la noche aquí y tomarlo por la mañana.

Se dio la vuelta otra vez y bajó por la calle en dirección al refugio de los alados, donde había dejado las alas. Se avergonzaba un poco de abandonarle tan bruscamente, después de que el joven hubiera hecho un viaje tan largo para convertirse en alado. Pero no estaba tan avergonzada como para volver. Un-Ala, pensó furiosa. Le sorprendía que el joven admitiera aquel nombre, y aún más que quisiera volver a competir. Debía de saber lo que le esperaba.

—¡Lo sabías! —gritó Maris, lo suficientemente furiosa como para que no le importase que los alumnos la oyeran—. ¡Lo sabías, y no me lo dijiste!

—Claro que lo sabía —replicó Sena. La voz de la mujer era tranquila. Tenía el ojo sano fijo en ella, tan impasible como el enfermo—. Y no te lo dije porque sabía que reaccionarías así.

—¿Cómo has podido hacerlo, Sena? —exigió saber Maris—. ¿De verdad le vas a avalar para un desafío?

—Si vale, sí —respondió Sena—. Y tengo razones para pensar que vale. Avalar a Kerr me preocupa, pero de Val estoy segura.

—¿Es que no sabes lo que nosotros opinamos de él?

—¿Nosotros?

—Los alados —dijo Maris, impaciente. Recorrió la habitación a zancadas, deteniéndose ante el fuego para volver a mirar a Sena—. No puede volver a ganar. Y, aunque lo consiga, ¿crees que eso servirá para mantener abierto Alas de Madera? Las academias todavía estaban sufriendo las consecuencias de su primera victoria. Si vuelve a ganar, la Señora de Colmillo de Mar…

—La Señora de Colmillo de Mar estará orgullosa y se sentirá muy complacida —la interrumpió Sena—. Creo que Val tiene intención de establecerse aquí, si lo consigue. Y no son los atados a la tierra los que le llaman Un-Ala. Los que lo hacen son tus alados.

—Él mismo se autodenomina Un-Ala —replicó Maris, volviendo a levantar la voz—. Y ya sabes cómo se ganó ese nombre. Incluso durante el año en que llevó las alas, no fue más que medio alado.

Siguió paseando por la habitación.

—Yo soy menos que media alada —señaló con tranquilidad la anciana, mirando las llamas—. Una alada sin alas. Val tiene una oportunidad de volver a volar, y yo puedo ayudarle.

—Harías cualquier cosa para que un alas de madera gane en la competición, ¿verdad? —la acusó Maris.

Sena se volvió hacia ella con el rostro tenso, su ojo sano brillando de ira, mirando a Maris.

—¿Qué te ha hecho para que le odies tanto?

—Sabes muy bien lo que hizo.

De pronto parecía una extraña. Maris se alejó de ella, le volvió la espalda para evitar la mirada ciega de aquel ojo blanco.

—Llevó al suicidio a una amiga mía —dijo en voz baja, intensa—. Se burló de su pena, le quitó las alas, lo único que le faltó fue empujarla del acantilado con sus propias manos.

—Tonterías —replicó Sena—. Ari se suicidó sola.

—Yo conocía a Ari —dijo Maris suavemente, mirando el fuego—. No hacía mucho que tenía las alas, pero era una auténtica alada. Todo el mundo la quería. Val no la habría derrotado en un vuelo justo.

—Val la derrotó.

—Ella habló conmigo en el Nido de Águilas, poco después de la muerte de su hermano —explicó Maris—. Ari lo vio todo. El chico había salido en el bote y echó las redes para pescar peces luna. Ella volaba por encima de él, vigilándole. Vio salir a la escila, pero estaba demasiado lejos, y el viento se llevó su grito de advertencia. Intentó acercarse volando, pero era demasiado tarde. Vio el bote hecho astillas, y a la escila con el cuerpo de su hermano entre las mandíbulas. Luego, el animal se sumergió.

—No debió asistir a la competición —se limitó a responder Sena.

—Sólo faltaba una semana —señaló Maris—. Aquel día, en el Nido de Águilas, no quería ir, pero estaba muy abatida. Todos pensamos que eso la animaría. Los juegos, las carreras, cantar, beber… La presionamos para que asistiera. No soñamos que nadie la desafiaría. En su estado, no.

—Conocía las reglas que marcó el Consejo —insistió Sena—. Tu Consejo, Maris. Cualquier alado que se presente en la competición está sujeto a desafío, y ningún alado sano puede faltar más de dos años seguidos.

Maris volvió a mirar a la maestra, con el ceño fruncido.

—Estás hablando de la ley. ¿Y qué hay de la humanidad? Sí, Ari no debería haber asistido. Pero ella necesitaba desesperadamente seguir viviendo, necesitaba estar rodeada por sus amigos, olvidar el dolor durante un tiempo. Nosotros la cuidábamos. Estaba poco ágil, y a veces se olvidaba de lo que hacía, pero nos asegurábamos de que no le pasase nada. Cuando ese chico la desafió, nadie podía creerlo.

—Chico —repitió Sena—. Has utilizado la palabra adecuada, Maris. Tenía quince años.

—Sabía lo que hacía. Los jueces intentaron explicarle la situación, pero no retiró el desafío. Voló bien, Ari voló mal, y ahí terminó el asunto. Un-Ala consiguió las alas. Un mes más tarde, Ari se suicidó.

—En ese momento, Val estaba a un océano de distancia —señaló Sena—. Los alados no tenían motivos para culparle, para tratarle así. Ni para hacer lo que hicieron al año siguiente, en la competición de Culhall. Desafío tras desafío tras desafío, desde los alados retirados hasta los niños que acababan de llegar a la edad, los mejores, los más hábiles.

—Entonces no había ninguna regla contra los desafíos múltiples —se defendió Maris.

—Pero ahora sí existe esa regla. ¿Fue justo aquello?

—No importa. Perdió en el segundo desafío.

—Sí. Contra una chica que llevaba practicando con las alas desde que tenía siete años. Y su padre era el mejor alado de Pequeña Shotan. Pero le derrotó después de que Val venciera a otro desafiante —dijo Sena—. ¿Y qué incentivo tenía para volar bien contra ella? Había otro esperando para desafiarle, y luego una docena más. Además, todos le habíais dicho que sólo era medio alado.

Se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde vas? —quiso saber Maris.

—A cenar —gruñó Sena—. Tengo noticias que comunicar a mis alumnos.

Val llegó a la mañana siguiente, mientras desayunaban. Sena estaba sirviéndose huevos en el plato, sombríamente silenciosa, mientras los alumnos la miraban con curiosidad. Maris se sentó muy lejos de la maestra, escuchando cómo S’Rella y Liane intentaban convencer a una tercera alumna —una sencilla y silenciosa joven llamada Dana, la mayor en edad entre los Alas de Madera— de que se quedase en la academia. La noche anterior, durante la cena, Sena había anunciado los nombres de aquéllos a los que avalaría en desafíos. Dana, defraudada, pensaba volver a su casa, a la vida que había abandonado. S’Rella y Liane no estaban consiguiendo demasiado con sus tentativas. De cuando en cuando, Maris añadía unas cuantas palabras sobre la importancia de la tenacidad, pero no conseguía que el problema de Dana le importase demasiado. La verdad es que la joven había empezado demasiado tarde, y no tenía verdadero talento.

La conversación se detuvo cuando entró Val.

Se quitó la gruesa capa de viaje de lana y dejó la bolsa en el suelo. Si se dio cuenta del repentino silencio, o del modo en que le miraban los demás alumnos, no dio señales de ello.

—Tengo hambre —dijo—. ¿Sobra algo de comida?

Aquello rompió el hechizo. Todos empezaron a hablar a la vez. Leya le sirvió un plato con huevos y una taza de té. Sena se levantó y se dirigió a él sonriendo. Le acompañó hasta su propia mesa para que comiera con ella. Maris observaba en silencio, intranquila, hasta que S’Rella le tiró de la manga de la camisa.

—Te he preguntado si crees que volverá a ganar —repitió S’Rella.

—No —dijo Maris en voz demasiado alta. Se levantó bruscamente—. Nadie ha perdido un hermano últimamente. ¿Cómo va a ganar?

Aquella tarde la obligó a arrepentirse de sus palabras.

Sher y Leya habían estado arriba toda la mañana, volando en circuitos de prácticas mientras Sena les gritaba instrucciones desde abajo y Maris, también en el aire, les observaba. S’Rella y Damen tenían programado utilizar las alas aquella tarde, pero Sena había pedido a alguno de los dos que las cediera a Val, puesto que llevaba un mes en tierra y necesitaba sentir el aire. S’Rella se ofreció voluntaria rápidamente.

La plataforma observatorio estaba llena de espectadores cuando el joven salió, con las alas atadas, plegadas. La mayoría de los estudiantes acudieron para verle volar. Maris, con las alas todavía puestas, aguardaba entre ellos.

—Damen —estaba diciendo Sena—, quiero que hoy ensayes vuelos rasantes. Vuela tan cerca como puedas del agua. Mantén las alas tensas y niveladas. Aleteas demasiado. Debes mejorar, o algún día te caerás. —Miró a su otro alumno—. No hagas nada especial hoy, Val. Ya habrá tiempo para ejercicios.

—No —dijo Val. Estaba de pie, rígido, mientras dos de los alumnos le desplegaban las alas—. Vuelo mejor cuando tengo que volar bien. Ponme una dificultad. —Miró a Damen, que hacía las flexiones previas al vuelo—. O una carrera.

Sena agitó la cabeza.

—Te precipitas, Val. Yo seré la que diga cuándo es el momento apropiado para las carreras.

Pero Maris intervino. De pronto, quería saber cómo volaba en realidad el desprestigiado Val Un-Ala.

—Que compitan, Sena —pidió—. Damen ya ha hecho muchas prácticas. Necesita una carrera de verdad.

Damen miraba alternativamente a Maris y a Sena. Evidentemente, tenía ganas de competir, pero no quería enfrentarse a su maestra.

—No sé —dijo.

Val se encogió de hombros.

—Como quieras. De todos modos, no creo que seas gran cosa como oponente.

Aquello fue demasiado para Damen, que estaba muy orgulloso con su puesto entre los mejores de Alas de Madera.

—No seas tan engreído, Un-Ala —le espetó. Levantó un brazo y señaló hacia las aguas, a donde las olas rompían y se estrellaban contra una roca casi sumergida—. Cuando los dos estemos en el aire y Maris dé la señal, tres veces ida y vuelta. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —asintió Val, estudiando la distante roca.

Sena apretó los labios, pero no dijo nada. Al no oír más objeciones, Damen sonrió, echó a correr y saltó. El viento le captó y le elevó. Ascendió, describió un círculo sobre la playa y pasó sobre ellos, proyectando su sombra contra la piedra. Val se acercó al borde del risco, ya con las alas completamente desplegadas.

—El cuchillo, Val —dijo repentinamente Sena.

Todos prestaron atención. La adornada hoja de obsidiana con remaches de plata estaba en la funda que pendía del cinturón de Val.

Val se lo descolgó y lo miró con curiosidad.

—¿Qué le pasa?

—Es la tradición de los alados —respondió Sena—. No se pueden llevar armas al cielo. Cógelo, S’Rella. Te lo guardaremos.

S’Rella se adelantó para obedecer, pero Val le hizo un gesto de negación.

—Era el cuchillo de mi padre, lo único importante que tuvo en su vida. Lo llevo a todas partes.

Se lo volvió a guardar en la funda.

—Es la tradición de los alados —repitió Sena, con voz asombrada.

Val sonrió, sarcástico.

—¡Ah! Pero yo sólo soy medio alado. Atrás, S’Rella.

Cuando la muchacha retrocedió, Val se lanzó al aire.

Maris se adelantó hasta el borde de la plataforma para situarse al lado de Sena y S’Rella. Todos observaron cómo Val describía una espiral en el aire para reunirse con Damen. Tras ella, pudo oír las voces de los otros comentando lo sucedido. «Un-Ala», dijo una voz, quizá la de Liane. El oriental no perdía tiempo en ganarse enemigos, pensó Maris. Se lo dijo a Sena.

—Los alados no perdieron tiempo en convertirle a él en su enemigo —replicó la mujer. Tenía elevados hacia el cielo los dos ojos, incluso el inútil, contemplando cómo Damen y Val trazaban círculos el uno alrededor del otro, como dos pájaros de presa en busca del punto débil del contrario—. Tienes que dar la señal, Maris —le recordó Sena.

Maris se rodeó la boca con las manos, a modo de bocina.

—¡Volad! —gritó tan alto como pudo.

El viento recogió el grito y lo elevó hacia los jóvenes.

Damen fue el primero en salir del círculo, desplazándose sobre el agua lenta, graciosamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Val Un-Ala salió inmediatamente detrás de él, con las alas completamente extendidas, tanteando los vientos, virando ligeramente de aquí a allá, como si no tuviera todo el equilibrio necesario. Los dos alados volaban bajo. Maris se puso una mano sobre los ojos para protegerse de los reflejos que el sol arrancaba de las alas.

A mitad de la primera vuelta, Damen había ampliado la distancia. Val empezó a elevarse.

—El viento ha aumentado —comentó Sena.

Maris asintió. Además, le pareció sentir corrientes cruzadas. Tendrían que volar. No iba a ser una simple cuestión de dejarse arrastrar por la brisa para que les llevase donde querían.

Damen llegó a las rocas muy por delante de su competidor y empezó a dar la vuelta. Un grito de emoción surgió de entre los Alas de Madera: Damen iba ganando. Pero perdió tiempo en el giro, que fue lento y demasiado abierto. Además, el joven titubeó ligeramente al encontrarse con una corriente de aire que venía de frente, aunque consiguió recuperarse. En la vuelta, no parecía tan seguro.

Val empezó a maniobrar bien antes de girar, cambiando de rumbo mientras ascendía. No fue un movimiento brusco, sino una sucesión de pequeños incrementos. Ahora estaba muy por encima de Damen, pero también muy por detrás. Cuando por fin salió de la curva, Damen ya estaba a medio camino de vuelta. Pero el giro de Val había sido mucho más cerrado y limpio que el de su contrincante.

—¡Damen va ganando! —gritó Liane. El muchacho pasó por encima de ellos—. ¡Bravo, Damen! —Liane se había puesto las manos alrededor de la boca—. ¡Vuela!

El joven Alas de Madera giró lentamente —otra vez fue una vuelta demasiado abierta— e inclinó un ala para agradecer los gritos de ánimo. Pero el gesto le costó caro. Por un momento perdió el viento, se deslizó hacia abajo brusca, peligrosamente. Y, cuando pasó ante ellos, de pronto la enorme masa de roca de la fortaleza se interpuso entre él y el viento que utilizaba. Maniobró mal, perdió velocidad y tuvo que luchar para recuperar altura.

Val no cometió el mismo error. Hizo un giro cerrado, manteniéndose a la altura necesaria para no perder nada del viento, que era escaso. Y, de pronto, pareció que se movía mucho más de prisa.

—Val ha ganado —dijo Maris bruscamente.

No tenía intención de hablar en voz alta, pero lo hizo sin pensar.

Sena sonreía. S’Rella la miró, asombrada.

—Pero Maris, mira. Damen le lleva mucha ventaja.

—Damen no hace más que cabalgar sobre los vientos —contestó Maris—. En cambio, Val los utiliza. Estaba buscando la corriente adecuada, y ahora la ha encontrado. Observa, S’Rella.

No tuvo que mirar mucho tiempo. La ventaja de Damen fue acortándose sensiblemente mientras los dos alados avanzaban una vez más hacia la roca. El Alas de Madera perdió bruscamente el rumbo al intentar hacer un giro más cerrado que los anteriores. Para cuando se recuperó, Val había empezado a dar la vuelta. Momentos más tarde, Damen se sobresaltó visiblemente cuando la sombra de las alas de Val cayó sobre él. Luego, la sombra le adelantó.

Los estudiantes quedaron en silencio. Incluso Liane.

—Felicítale de mi parte —dijo Maris.

Dio media vuelta y entró.

Su habitación era húmeda y oscura. Maris encendió un fuego en la chimenea y decidió calentar el kivas que había comprado en Ciudad Tormenta. Iba por la tercera taza, y por fin empezaba a relajarse, cuando Sena entró sin llamar y se sentó.

—¿Qué tal han ido las prácticas? —preguntó Maris.

—Ha derrotado a todos en carreras —respondió Sena—. Damen se lo tomó bastante bien, pero no le quedaron ánimos para otra competición, así que cedió las alas. Todos estaban deseando intentarlo. —Sonrió, evidentemente orgullosa de la tenacidad de sus alumnos—. Derrotó a Sher y a Jan fácilmente, humilló a Kerr y a Egon. Egon casi se cayó al océano. Pero S’Rella le obligó a esforzarse. Le hizo los mismos trucos que Val había empleado con Damen. Chica lista, esta S’Rella.

—¿Hizo seis carreras? —se asombró Maris.

—Siete —respondió Sena con una sonrisa—. Liane casi le venció. Hoy hay viento de ráfagas, muy turbulento. Val se desconcertó un poco. Está delgado, necesita más fuerza. Le haré ejercitarse. Flexiones. Y claro, ya estaba cansado, pero Liane insistió. Liane vuela bien con vientos racheados. Es fuerte como una escila. A veces, por cómo maniobra con las alas, creo que intenta vencer al viento con fuerza bruta. Pero Val le derrotó de todos modos. Por poco. Luego quiso intentarlo Leya, pero la tormenta estaba a punto de desencadenarse y les obligué a entrar. ¿Qué opinas ahora de Un-Ala, Maris?

Maris sirvió una taza de kivas a la maestra mientras lo pensaba.

—Creo que puede volar —respondió por fin—. Sigue sin gustarme lo que hizo con Ari. Y tampoco me ha gustado el asunto del cuchillo. Pero no puedo negar que tiene habilidad.

—¿Ganará?

Maris bebió un sorbo de vino y dejó que la dulce calidez le fluyera por dentro. Cerró los ojos un momento y se echó hacia atrás.

—Quizá —respondió—. Hay al menos una docena de alados que no lo harían tan bien como lo ha hecho él hoy. También hay una docena que lo harían mejor, que se saben los mismos trucos y muchos más. Dime a quién va a desafiar y te diré qué oportunidades tiene. Además… Bueno, la velocidad es sólo uno de los recursos de los alados. En la competición se juzga también la elegancia y la precisión.

—Es lo justo —asintió Sena—. ¿Me ayudarás a prepararle?

Maris bajó la vista y se concentró en el suelo de piedra gris.

—Me pones en una posición difícil —respondió—. Y para hacer un favor a alguien que no me gusta.

—¿Es que sólo merecen volar aquéllos que cuentan con tu aprobación? —replicó Sena—. ¿Es ése el principio por el que luchaste hace siete años?

Maris levantó la cabeza para encontrarse con la mirada de Sena.

—Sabes que no. Las alas son para los que mejor vuelen.

—Y admites que Val es bueno —insistió Sena.

Bebió un sorbo de kivas mientras aguardaba la respuesta.

Maris asintió de mala gana.

—Pero, aunque gane, los demás no olvidarán el pasado. Tú le llamas Val, pero para ellos siempre será Un-Ala.

—No te estoy pidiendo que le des escolta el resto de tu vida, Maris —le replicó Sena—. Sólo quiero que me ayudes ahora, que ayudes a Val a obtener las alas.

—¿Qué quieres que haga?

—Nada que no hayas hecho por los demás. Señálale sus errores. Enséñale las cosas que te han enseñado a ti estos años de volar, como enseñarías a tu propio hijo. Aconséjale. Anímale. Desafíale. Es demasiado hábil para aprender nada compitiendo contra mis Alas de Madera, y ya has visto hoy lo poco predispuesto que está a escucharme. Soy vieja, tullida y sólo vuelo en sueños. Pero tú eres una alada, y una de las mejores, según se dice. Te hará caso.

—No estoy tan segura —respondió Maris. Bebió el último resto de kivas que quedaba en la taza y la dejó a un lado—. Bueno, supongo que debo aconsejarle, si él quiere.

—Bien —dijo Sena. Se levantó—. Te lo agradezco. Ahora, si me disculpas, tengo mucho trabajo. —Ya en la puerta, se detuvo y dio media vuelta—. Sé que esto no es fácil para ti, Maris. Quizá si conocieras mejor a Val podrías simpatizar con él. Estoy segura de que te admira.

Maris se sobresaltó, pero intentó disimularlo.

—Pues yo no puedo admirarle —replicó—. Y cuanto más le veo, menos posibilidades me da de simpatizar con él.

—Es joven —dijo Sena—. No ha tenido una vida fácil. Y está obsesionado con ganar otra vez las alas. No se diferencia demasiado de ti, hace unos años.

Maris se tragó la ira para no embarcarse en una discusión sobre lo diferente que era Val Un-Ala de ella. Sólo conseguiría parecer rencorosa.

El silencio se alargó. Luego Maris oyó las suaves e inseguras pisadas de Sena alejándose.

Al día siguiente comenzó el entrenamiento definitivo.

Desde el amanecer hasta el ocaso, los seis desafiantes volaron. De los que no competirían aquel año, algunos fueron a visitar a sus familias, en Colmillo de Mar, en las Shotan o en otras islas cercanas. Los demás, aquellos cuyos hogares estaban a distancias más peligrosas, se sentaron en la roca para contemplar a sus compañeros más afortunados y soñar con el día en que ellos también tendrían la oportunidad de ganar unas alas.

Sena estaba de pie en el risco, gritando advertencias y alabanzas a sus alumnos, a veces apoyándose en un bastón de madera, las más utilizándolo para hacer gestos y dar órdenes. Maris, con las alas puestas, volaba dándoles escolta. Describía círculos, observaba y gritaba consejos. Orientó a S’Rella, a Damen, a Sher, a Leya y a Kerr, compitiendo contra dos de ellos en cada ocasión, obligándoles a practicar la clase de acrobacias aéreas que impresionarían a los jueces.

Val tuvo las mismas oportunidades de usar las alas que los demás, pero Maris descubrió que no podía evitar observarle en silencio. Pensó que el joven ya había estado en dos competiciones, sabía lo que se esperaba de él. Tratarle igual que a los demás Alas de Madera sería condescender. Pero, recordando lo que había prometido a Sena, estudió atentamente su manera de volar. Y aquella noche, durante la cena, fue a su encuentro.

Sólo había una chimenea encendida en la sala de estar, y los bancos parecían extrañamente vacíos. Cuando llegó Maris, los estudiantes que no iban a competir se apiñaban ante una mesa. Sena estaba sentada junto a la segunda, charlando animadamente con Sher, Leya y Kerr. S’Rella y Val comían solos en la tercera mesa.

Maris dejó que Damen le llenara el plato con estofado de pescado, luego se sirvió un vaso de vino blanco y fue a reunirse con ellos.

—¿Qué tal está la comida? —preguntó mientras se sentaba frente a Val.

El joven la miró atentamente, pero Maris no pudo leer nada en los enormes ojos oscuros.

—Excelente —respondió Val—. Pero en Hogar del Aire tampoco teníamos razones para quejarnos de la alimentación. Los alados se cuidan bien. Incluso los que tienen Alas de Madera.

A su lado, S’Rella apartó un trozo de pescado con estudiada indiferencia.

—Esto no está tan bueno —contestó—. Damen siempre lo deja todo demasiado insípido. Espera a que cocine yo, Val. Las comidas del Archipiélago del Sur llevan muchas especias.

Maris se echó a reír.

—En mi opinión, demasiadas.

—No me refería a las especias —siguió Val—. Hablo de la comida. En este estofado hay cuatro o cinco clases diferentes de pescado, trozos de verdura, y juraría que la salsa lleva vino. Las raciones son abundantes y no hay ningún trozo podrido. Sólo los alados, los Señores de la Tierra y los comerciantes ricos pueden permitirse comer así.

S’Rella parecía ofendida. Maris frunció el ceño y dejó el cuchillo sobre la mesa.

—La mayoría de los alados comen poco. Val. No podemos permitirnos engordar.

—A veces, me han servido pescado que apestaba. Otras, estofado de pescado en el que no había ni rastro de pescado —replicó el joven fríamente—. Crecí comiendo los restos y las sobras que caían de la mesa de los alados. Ya me gustaría pasarme el resto de mi vida comiendo tan poco como un alado.

Había un infinito sarcasmo en la manera que tuvo de pronunciar la palabra «poco».

Maris se sonrojó. Sus verdaderos padres no habían sido ricos, pero su padre pescaba en los mares de Amberly, y nunca les había faltado la comida. Tras su muerte, cuando el alado Russ la adoptó, nunca le faltó nada. Bebió un sorbo de vino y cambió de tema.

—Quiero hablar contigo de tus giros, Val.

—¿Sí? —Se tragó el último trozo de pescado y apartó a un lado el plato—. ¿Hago algo mal, alada?

Tenía una voz tan inexpresiva que Maris no supo si lo decía con sarcasmo o no.

—Mal, no. Pero me he dado cuenta de que, cuando tienes oportunidad, siempre giras hacia un viento inferior. ¿Porqué?

Val se encogió de hombros.

—Es más fácil.

—Sí —asintió Maris—, pero no mejor. De un giro en un viento inferior se sale con más velocidad, pero describes un arco más amplio. Y te desestabilizas más fácilmente, sobre todo si estás volando con vientos altos.

—Un giro hacia arriba es difícil con vientos altos —replicó Val.

—Requiere más fuerza —concedió Maris—, pero eso es algo que tienes que ejercitar. No puedes evitar las dificultades. Girar siempre hacia el viento inferior es un hábito inofensivo, pero puede que llegue un momento en que tengas que girar hacia arriba, y debes estar en condiciones de hacerlo bien.

La expresión de Val era tan reservada como siempre.

—Ya veo —dijo.

Animada, Maris tocó un tema más peligroso.

—Una cosa más. He visto que hoy, durante las prácticas, llevabas el cuchillo.

—Sí.

—La próxima vez, no lo hagas —advirtió Maris—. No sé si lo entiendes. No importa lo que signifique el cuchillo para ti, es la ley de los alados. No se pueden llevar armas al cielo.

—La ley de los alados —replicó Val con voz gélida—. Dime, ¿quién ha dado a los alados el derecho de hacer leyes? ¿Existe la ley de los granjeros? ¿La ley de los sopladores de vidrio? Los Señores de la Tierra hacen la ley. La única ley. Cuando mi padre me dio ese cuchillo, me dijo que lo llevara siempre. Pero lo dejé durante el año que tuve las alas. Obedecí vuestra ley. Y la ley no hizo más que insultarme. Seguí siendo Un-Ala. Bueno, entonces era un niño, y me impresionaba la ley de los alados. Pero ya no soy un niño. Elijo llevar el cuchillo.

S’Rella le miró, intrigada.

—Pero Val, ¿cómo puedes desobedecer la ley de los alados, si quieres ser un alado?

—Nunca he dicho que quiera ser un alado —replicó el joven—. Sólo que quiero ganar las alas y volar. —Dejó de mirar a Maris para fijarse en S’Rella—. Y tú tampoco serás una alada, S’Rella, aunque ganes las alas. Si llega a suceder, recuerda lo que te digo. Serás como yo, un-ala.

—¡No es cierto! —gritó Maris, furiosa—. Yo no nací alada, pero ellos me han aceptado.

—¿Seguro? —replicó Val. Sonrió irónicamente y se levantó del banco—. Disculpadme, tengo que descansar. Mañana necesito practicar los giros hacia arriba, y me harán falta todas mis fuerzas.

Cuando se marchó, Maris tendió un brazo sobre la mesa para tomar la mano de S’Rella, pero la chica la miró preocupada y también se levantó.

—Tengo que marcharme —dijo.

Maris se quedó sola.

Permaneció sentada largo rato, y sólo cuando Damen se acercó a ella recordó el plato medio lleno que tenía delante.

—Todos se han marchado, Maris —dijo el muchacho amablemente—. ¿Vas a terminar?

—¡Oh! —se sobresaltó—. No, perdona. Me temo que me distraje, y se me ha enfriado.

Sonrió y ayudó a Damen con los platos. Luego le dejó limpiando la sala y se lanzó a recorrer los húmedos pasillos, en busca de la habitación de Val.

La encontró después de un solo error en el camino. La ira había ido creciendo, estaba decidida a tener una charla con Val, pero fue S’Rella la que respondió a su impaciente golpe en la puerta.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Maris, sobresaltada.

S’Rella titubeó, tímida e insegura. Pero la voz de Val surgió del fondo de la habitación.

—No tiene que responder a eso.

—No, claro que no —dijo Maris, avergonzada. Ni siquiera tenía derecho a preguntarlo. Tocó a la joven en el hombro—. Lo siento. ¿Puedo pasar? Quiero hablar con Val.

—Déjala entrar.

S’Rella sonrió tentativamente a Maris y le franqueó el paso.

Como todas las habitaciones de la academia, la de Val era pequeña, húmeda y fría. Había encendido un fuego en la chimenea para calentarla un poco, pero hasta el momento no había logrado gran cosa. Maris advirtió que la habitación estaba muy desnuda, que carecía por completo de los toques personales que darían al visitante una pista sobre la persona que vivía allí.

Val estaba ante el fuego, en el suelo, haciendo flexiones. Se había quitado la camisa, que estaba sobre la cama, y hacía los ejercicios con el pecho descubierto.

—¿Y bien? —preguntó sin detenerse.

Maris se le quedó mirando, asqueada. Val tenía toda la espalda surcada de finas cicatrices blancas, recuerdos de pasadas palizas. Tuvo que apartar la vista para recordarse a sí misma el motivo de la visita.

—Tenemos que hablar, Val —dijo.

El joven se puso en pie con una sonrisa, mientras respiraba entrecortadamente.

—Pásame la camisa. S’Rella —pidió. Se la puso—. ¿De qué quieres hablar?

Ahora llevaba el pelo suelto, y le caía sobre los hombros como una cascada color rojizo, suavizando la severidad de sus rasgos y dándole un aspecto extrañamente vulnerable.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Maris. Val le señaló la única silla de la habitación. Cuando Maris tomó asiento, se dejó caer sobre un taburete sin respaldo, al lado del fuego. S’Rella se sentó en la estrecha cama—. No quiero jugar contigo. Val. Tenemos mucho trabajo que hacer juntos.

—¿Qué te hace pensar que estoy jugando?

—Escúchame —respondió—. Comprendo que sientas rencor hacia los alados. Te rechazaron, te etiquetaron y se burlaron de ti con un nombre insultante, te quitaron las alas, quizá injustamente, con desafíos múltiples. Pero si permites que eso envenene para siempre tus sentimientos hacia todos los alados, perderás. Si vuelves a ganar las alas en la competición, te encontrarás el resto de tu vida rodeado de alados. Si no les dejas que sean tus amigos, no tendrás amigos. ¿Es eso lo que quieres?

Val no se inmutó.

—Windhaven está lleno de gente, y sólo hay unos cuantos alados. ¿O es que no cuentas a los atados a la tierra?

—¿Por qué estás tan decidido a resultar odioso? Te das mucha prisa en crearte enemigos. Quizá crees que los alados te han tratado mal, y quizá tengas razón, pero las peleas no suelen ser unilaterales. Intenta comprenderlo. Tampoco estuvo bien lo que hiciste con Ari. Si quieres que te perdonen por aquello, perdona a los alados por lo que te hicieron. Acepta y te aceptarán.

Val sonrió con los labios apretados.

—¿Qué te hace pensar que quiero ser aceptado? ¿O perdonado? No he hecho nada que requiera perdón. Volvería a desafiar a Ari. Desgraciadamente, este año no podré hacerlo.

La rabia dejó sin palabras a Maris.

—¡Val! —gritó S’Rella con voz incrédula—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Ari se suicidó!

—Todos los días mueren atados a la tierra —le respondió Val con tono un poco más suave—. Algunos también se suicidan. Nadie se escandaliza por eso, ni lo proclama, ni venga esos suicidios sin importancia. Tienes que protegerte, S’Rella. Mis padres me enseñaron eso. Nadie lo hará por ti. —Volvió la vista hacia Maris—. Conozco a tu hermano, ¿sabes? —dijo repentinamente.

—¿A Coll? —se sorprendió Maris.

—Pasó por Arren Sur hace siete años, camino hacia las Islas Exteriores. Iba con otro bardo, el anciano.

—Barrion —dijo Maris—, el mentor de Coll.

—Se quedaron una semana o dos, cantando en las tabernas del puerto. Esperaban un barco que los llevase más al Este. Fue la primera vez que oí hablar de ti, Maris de Amberly Menor. Durante un tiempo, fuiste mi ídolo. Tu hermano canta una bonita cancioncilla sobre ti.

—Hace siete años —murmuró Maris—. Debió de ser poco después del Consejo.

Val sonrió.

—Fue la primera noticia que nos llegó. Yo tenía doce años, la edad a la que el hijo de un alado empieza a tomar las alas. Pero, por supuesto, yo no tenía ni una oportunidad. Hasta que tu hermano llegó a mi isla y cantó sobre tu Consejo y tus academias. Cuando se inauguró Hogar del Aire, unos meses más tarde, fui uno de los primeros estudiantes. Todavía te adoraba, por haberlo hecho posible.

—¿Y qué sucedió?

Val se dio media vuelta en el taburete para acercar las manos al fuego.

—Me fui decepcionando. Creí que habías abierto el mundo para todos, cuando antes sólo pertenecía a los alados. Sentí una gran afinidad contigo. Era un ingenuo.

Se dio la vuelta de nuevo y Maris se removió incómoda bajo aquella mirada intensa, acusadora.

—Creí que éramos iguales —siguió Val—. Pensé que querías acabar con la putrefacta sociedad de los alados. Descubrí que estaba equivocado. Sólo querías ser parte de ella. Querías la fama, la posición, la riqueza y la libertad, querías hacer fiestas en el Nido de Águilas junto a todos ellos, mirar desde arriba a los sucios atados a la tierra. Aceptas todo lo que desprecio.

»Pero la ironía de todo esto es que no puedes ser una alada, por mucho que lo intentes. No puedes ser una alada igual que no puedo serlo yo, ni S’Rella, ni Damen, ni ninguno de los demás.

—Soy una alada —dijo tranquilamente Maris.

—Te dejan que juegues a serlo —replicó Val—. Sobre todo porque intentas con todas tus fuerzas que te acepten, ser como ellos. Pero los dos sabemos que no confían del todo en ti, que no te aceptan como aceptan a los suyos. Tienes las alas, pero sigues siendo una extraña. Lo admitas o no, fuiste la primera un-ala, Maris.

Maris se levantó. Las palabras la habían puesto furiosa, pero no quería replicarle, no quería perder dignidad enfrentándose a él delante de S’Rella.

—Te equivocas —dijo con toda la calma y tranquilidad que pudo. Pero descubrió que no tenía argumentos para responderle—. Lo siento por ti, Val —siguió—. Odias a los alados y sientes desprecio por los atados a la tierra. Por cualquiera que no seas tú mismo. No quiero tu respeto ni tu gratitud. No sólo reniegas de los privilegios de la sociedad de los alados, sino también de las responsabilidades. Eres completamente egoísta. Si no se lo hubiera prometido a Sena, no movería un dedo para ayudarte a conseguir las alas. Buenas noches.

Salió de la habitación. Val no se movió, ni la llamó para que volviera. Pero, mientras la puerta se cerraba a su espalda, le oyó hablar con S’Rella.

—Ya ves —le decía simplemente.

Aquella noche Maris volvió a soñar, y se despertó con las ropas de la cama revueltas, empapada en sudor. Había sido peor que nunca. Caía, caía eternamente en el aire quieto, mientras a su alrededor otros alados, con sus brillantes alas plateadas extendidas, la miraban sin hacer nada.

Las prácticas siguieron día tras día.

Sena cada vez era más exigente y más propensa al genio, y lo dominaba todo como un tiránico Señor de la Tierra. Damen trabajaba en giros más cerrados y oía largas lecciones todos los días sobre volar con la cabeza, no con los brazos. S’Rella ensayaba despegues, aterrizajes y acrobacias, intentando conseguir una elegancia a juego con su vitalidad. Sher y Leya, que ya poseían la elegancia, pasaban largas horas en los vientos más altos, tratando de conseguir resistencia. Kerr trabajaba en todo.

Val Un-Ala también practicaba. Maris le observaba desde lejos, igual que observaba a todos, sin decir gran cosa. Respondía a sus preguntas, le aconsejaba en las escasas ocasiones en que él lo pedía, y le trataba siempre con la misma cortesía cuidadosa y distante.

Sena, concentrada por completo en el vuelo de sus protegidos, no se dio cuenta de nada. Pero los Alas de Madera siguieron el ejemplo de Maris y se mantuvieron a distancia de Val. Él mismo facilitó el proceso. Tenía la lengua afilada y ningún reparo en ganarse enemigos. Le dijo a Kerr que era un caso desesperado, deprimiendo al muchacho, y se burlaba incesantemente del orgulloso y testarudo Damen, derrotándole una y otra vez en carreras informales. Los estudiantes, encabezados por Damen y Liane, pronto empezaron a llamarle abiertamente Val «Un-Ala». Pero, si le importaba, no dio muestras de ello.

El aislamiento de Val no era absoluto. Aunque los demás le rechazaran, siempre tenía a S’Rella. No se limitaba a ser educada con Val. Le buscaba, le pedía consejos, comía con él y, siempre que Sena emparejaba a los estudiantes para una carrera, era la primera en desafiarle.

Maris veía sentido a su actitud: comparar sus habilidades con las de un alado mejor que ella la ayudaba a aprender y a superar sus debilidades. Y sabía que S’Rella estaba decidida a ganar las alas este año. También había otras razones, menos pragmáticas, por las que S’Rella se acercaba a Val. La tímida jovencita del Sur siempre había estado un poco fuera de lugar entre las Alas de Madera, todos ellos Occidentales: cocinaba de manera diferente, vestía de manera diferente, se peinaba de manera diferente, hablaba con un ligero acento e incluso contaba historias diferentes cuando todos los alumnos se reunían alrededor del fuego. Val Un-Ala, del Archipiélago Oriental, también estaba fuera de lugar allí. Y Maris se repetía a sí misma que era natural que dos pájaros extraños volasen juntos.

Pero a la alada le intranquilizaba verles hablar. S’Rella era joven e impresionable, y Maris no quería que se adhiriera a las ideas de Val. Además, estar demasiado cerca de Val Un-Ala la haría impopular entre los demás alados, y S’Rella era vulnerable: aquello le haría daño.

Pero Maris se obligó a relegar su preocupación y a no intervenir. Ahora no había tiempo para disputas personales: tenía que entrenar a los Alas de Madera para la competición definitiva.

Al final de cada día de entrenamiento, Maris hablaba con todos los estudiantes por separado. Cuando sólo faltaban dos días para la fecha de partida, el viento soplaba con fuerza del Norte, con un frío que parecía atravesar a los temblorosos estudiantes. Cada vez era más gélido.

—No tenéis que esperar —les dijo Maris—. Hace demasiado frío para estar aquí. Después de que corra contra uno, que ayude al siguiente con alas y entre en la academia.

El ejercicio de volar no permitía que Maris tiritase, pero también la agotaba. Por fin, exhausta y empezando a sentir de verdad la gelidez del viento, Maris descubrió que se había quedado sola con Val en el risco de los alados.

Se sintió abatida. Pensaba que el joven no esperaría. Y competir ahora con él, que estaba fresco mientras ella se había agotado… Miró hacia arriba, hacia el cielo nublado, y sintió el sabor a sal en las comisuras de los labios.

Es tarde para volar —dijo—. Los vientos son encontrados, y está oscureciendo. Ya competiremos en otro momento.

—Los vientos harán que sea un auténtico desafío —replicó Val.

La miró fríamente y Maris supo, con un nudo en la garganta, que el joven llevaba mucho tiempo esperando aquel momento.

—Sena puede preocuparse —empezó débilmente.

—Claro que, si te has agotado compitiendo con los Alas de Madera…

—En cierta ocasión, volé treinta horas seguidas sin descansar nada —le replicó rápidamente—. Una tarde de juegos no basta para agotarme.

Val le dirigió una sonrisa burlona. Comprendió que había caído en la trampa del joven.

—Ponte las alas —le dijo.

No se ofreció a ayudarle, pero era evidente que estaba acostumbrado a ponérselas solo. Maris trató de recuperar algo de flexibilidad en los músculos mientras se repetía que una victoria para Val, con ella tan cansada y los vientos tan caprichosos, no significaría nada. Y él debía saberlo.

—¿Lo de siempre? ¿Dos veces ida y vuelta?

Maris asintió mientras miraba hacia las grises olas revueltas, hacia la distante roca que utilizaban como punto de referencia. ¿Cuántas veces había hecho hoy aquel recorrido? ¿Treinta? ¿Más? No importaba. Volaría las dos últimas veces como si fueran las primeras. Su orgullo se lo exigía.

—¿Quién será el juez? —preguntó.

Val encajó los dos últimos montantes de las alas.

—Nosotros sabremos el resultado —respondió—. Con eso basta. Yo salto primero y tú das la señal, ¿de acuerdo?

—Sí.

Le observó mientras, con unos cuantos pasos rápidos, Val se acercaba al borde del risco y saltaba. La alada figura se encontró con los vientos cruzados y se tambaleó como un pequeño bote en aguas turbulentas, hasta que consiguió hacerse con el dominio. Luego viró hacia la derecha y empezó a ascender.

Maris respiró hondo y dejó la mente en blanco. Echó a correr y saltó. Durante un breve instante, cayó. Luego las alas captaron los vientos y la impulsaron hacia arriba. Se tomó tiempo para llegar al nivel de Val. Ascendió en una espiral cerrada, necesitaba aquellos momentos para volver a sentir el cielo, para que su cuerpo agotado supiera cómo utilizar mejor los vientos.

Cuando llegó a su altura, los dos trazaron círculos cautelosamente, el uno alrededor del otro, luchando para mantener el control entre los vientos incansables. Los ojos de Maris se encontraron con los del joven, luego miró mucho más allá, hacia la roca que les servía de señalizador.

—Preparado… ¡Ya! —gritó.

Los dos empezaron a volar.

Los vientos eran fuertes, pero turbulentos. El principal venía del norte, pero se cruzaba con ráfagas provinentes de todas partes. El cielo del Este era una inmensa masa de nubes oscuras, que se agolpaban por momentos, amenazando tormenta. Maris las miró, intranquila, y volvió a remontarse, buscando en las alturas una corriente más rápida y segura. Tenía que luchar constantemente para mantener el rumbo. Las ráfagas le empujaron de un lado a otro, exigiéndole una atención constante y frecuentes giros y correcciones. No podía permitirse ningún fallo.

Aunque no le buscaba con la vista, a veces percibía a Val. El joven volaba en ocasiones por debajo de ella, pero casi siempre a su lado, desconcertantemente cerca. Volaba bien, y a Maris no le consoló pensar que era, en parte, gracias a sus consejos. Derrotarle no sería sencillo.

Entonces, Val apareció por delante de ella.

Una ráfaga de adrenalina recorrió a Maris, y movió el cuerpo hacia la izquierda para captar el cambiante viento que la impulsaba. Le llamaban Un-Ala, pero sabía muy bien cómo utilizar las dos en el aire. Las competiciones contra los Alas de Madera habían reblandecido a Maris. Reaccionaba con lentitud.

Delante de ella, a poca distancia, las alas de Val pasaron por encima de la roca. Giró hacia el viento inferior, según advirtió Maris, trazando un amplio círculo y vacilando un momento. Pero salió del giro a gran velocidad, e inició el vuelo de regreso hacia el risco.

Decidida a derrotarle, Maris voló peligrosamente cerca de la roca. La punta de una de las alas rozó la piedra y la alada perdió el equilibrio durante un crucial momento. Se precipitó hacia las olas, perdió el viento y tembló, con el corazón en la garganta, antes de recuperar el control de nuevo. Val había aumentado la distancia que les separaba. Maris sólo pudo sentirse agradecida de que no hubiera presenciado el fallo.

Había perdido altura, pero captó una corriente ascendente y, repentinamente, Maris volvió a elevarse. Voló incansablemente, pensando sólo en la inmediata necesidad de adquirir velocidad, buscando y maniobrando hasta que encontró una corriente firme que podía utilizar.

El viento la acercó a Val, pero estaba tan concentrada en el intento de adelantarle que apenas advirtió que se aproximaba a tierra firme. Repentinamente, se vio atrapada en una plomada, una bolsa de aire frío que tiró de ella hacia abajo como una mano gélida. Val consiguió esquivarla y seguir volando, y encontró una imposible corriente ascendente que le llevó más arriba, más lejos, mientras Maris controlaba el brusco descenso y luchaba por librarse de la bolsa de aire. El joven describió un círculo sobre la fortaleza, midiendo la fuerza de los vientos por la fina columna de humo de las chimeneas, y volvió a iniciar el camino de regreso, cada vez a más altura, antes de que Maris terminara de recuperarse.

Era como si el mismo cielo favoreciera a Val aquella tarde, pensó Maris, resentida, mientras maniobraba para girar. Los vientos jugaban con ella y la hacían trastabillar, soplando a ráfagas impredecibles cada vez que intentaba cabalgar sobre ellos. Pero, en cambio, permitían que Val volase libremente. El joven casi parecía ignorar la peligrosa incertidumbre de las corrientes, arreglándoselas para encontrar, en medio del cambio constante, un viento seguro y fluido sobre el que planear.

Maris supo entonces que había perdido la carrera. Val estaba a mucha más altura que ella, a sabiendas de que muchas veces la velocidad acompaña a la altitud. Tardaría demasiado en llegar a su nivel, y eso si encontraba los vientos adecuados. Intentó acortar la distancia que les separaba, pero la lucha con las ráfagas encontradas la agotó, y la certeza de que era demasiado tarde restó tenacidad a sus esfuerzos. Val perdió cierto tiempo bajando para aterrizar, pero aún así pasó por encima del risco por segunda y última vez con dos alas de ventaja sobre ella. Evidentemente, había ganado.

Maris estaba demasiado agotada por el vuelo para sonreírle cuando los dos descendieron en la suave arena de la playa de aterrizaje, y demasiado deprimida para fingir que no le importaba. En silencio, se quitó las alas tan de prisa como le fue posible, aunque los dedos entumecidos resbalaban a menudo sobre las correas. Por fin, sin haber intercambiado todavía una palabra entre los dos, Maris se echó las alas al hombro y se encaminó hacia la fortaleza.

Val le cortó el paso.

—No se lo diré a nadie —prometió.

La mente se le nubló, y Maris sintió un cálido ramalazo de humillación que le enrojeció las mejillas.

—¡No me importa lo que digas, ni a quién se lo digas!

—¿No?

La ligera sonrisa de Val se burló de ella, le hizo comprender lo vacías que eran sus palabras. Evidentemente, sí le importaba.

—¡No ha sido una carrera justa! —le espetó.

Al momento, se arrepintió de la débil e infantil queja.

—No —convino Val. Su voz era tan inexpresiva que Maris no supo si ocultaba un matiz de ironía—. Te has pasado el día volando, y yo estaba descansado. En igualdad de condiciones, no te habría vencido. Los dos lo sabemos.

—No es la primera vez que pierdo —dijo Maris, intentando por todos los medios recuperar el control sobre sus emociones—. No me importa.

—Ya veo —respondió Val—. Bien.

Volvió a sonreír.

Maris se encogió de hombros, irritada. Las alas le arañaban en la espalda.

—Estoy muy cansada. Por favor, discúlpame.

—Desde luego.

Val se apartó a un lado y Maris pasó ante él. Caminó por la arena con las rodillas temblándole y empezó a subir por los gastados escalones cubiertos de musgo que llevaban a la entrada de la fortaleza. Pero, al llegar a la cima, una especie de impulso la hizo titubear y darse la vuelta antes de entrar.

Val no la había seguido. Seguía de pie en la arena, una esbelta figura solitaria a la luz del sol poniente, con las alas plegadas colgadas de un hombro. Miraba hacia el mar, donde un solitario milano describía círculos contra las nubes del atardecer.

Maris sintió un escalofrío y entró.

La competición anual era una fiesta de tres días. En otros tiempos, sólo había concursos y bebida, nadie se jugaba nada excepto el orgullo. No era un acontecimiento tan multitudinario, y se celebraba por tradición en el Nido de Águilas. Pero desde que se instituyera el sistema de desafíos, hacía siete años, la participación de alados creció notablemente, y se hizo necesario trasladar la competición a las islas.

Los Señores de la Tierra luchaban por el privilegio de albergar a los alados, cediendo instalaciones y dándoles facilidades. También era una fiesta para su pueblo, y atraía a multitud de visitantes de otras islas, con los bolsillos llenos de metal. Los atados a la tierra no tenían muchos espectáculos como aquél, y los alados seguían siendo románticos personajes legendarios para la mayoría de ellos.

Aquel año la competición se iba a celebrar en Skulny, una isla de tamaño mediano al Noreste de Pequeña Shotan. La Señora de Colmillo de Mar había fletado un barco para Sena y los Alas de Madera, y un corredor les llevó el aviso de que ya estaba esperándoles en el único puerto de la pequeña isla. Saldrían con la marea de la tarde.

—Salir en la oscuridad —gruñó Sena cuando se sentó junto a Maris para desayunar—, es buscar problemas.

Kerr levantó la vista del plato de gachas.

—Pero es que hay que aprovechar la marea —indicó rápidamente—. Por eso salimos al atardecer.

Sena le miró con el ojo sano, irritada.

—¿Sabes mucho de navegación?

—Sí, señora. Mi hermano Rae es el capitán de un barco mercante, uno grande de tres mástiles, y mi otro hermano también es marinero, aunque sólo trabaja para uno de los barcos que hacen la travesía entre las islas cercanas. Creía que… Bueno, antes de venir a Alas de Madera, creía que yo también sería marinero. Es lo más parecido a volar que existe.

Sena se estremeció.

—Como volar sin control, como volar con un peso que te arrastra hacia el mar, como volar a ciegas. Sí, eso es navegar.

La mujer había hablado en voz alta, y una risa contenida se extendió por la sala. Kerr enrojeció y se concentró en el desayuno que tenía delante.

Maris miró a Sena con simpatía, intentando no reírse para no avergonzar más a Kerr. Aunque llevaba muchos años en tierra, Sena aún sentía el miedo casi supersticioso de los alados a viajar por mar.

—¿Cuánto durará? —preguntó Maris.

Si los vientos lo permiten, tres días, incluyendo la parada en Ciudad Tormenta. ¿Qué importa? O llegamos, o nos ahogaremos. —La maestra miró a Maris—. ¿Vas a volar hoy a Skulny?

—Sí.

—Bien. —Sena tendió la mano para tomar a Maris por el brazo—. No es necesario que nos ahoguemos todos. Tenemos dos pares de alas que nos harán falta en la competición. Sería una locura llevarlas en el bote con nosotros…

—Barco —la interrumpió Kerr.

Sena le miró.

—Bote o barco, sería una locura. Es mejor que las utilicemos. ¿Querrás llevar a dos de los estudiantes contigo? Les vendrá bien practicar durante un vuelo largo.

Maris bajó la vista hacia la mesa, y se dio cuenta de que todo el mundo se había quedado inmóvil. Las cucharas no se elevaban, las mandíbulas no se movían, todos esperaban la respuesta.

—Buena idea —sonrió—. Me llevaré a S’Rella y a…

Titubeó, sin saber a quién elegir.

Dos mesas más allá, Val dejó caer la cuchara y se levantó.

—Yo iré —dijo.

Los ojos de Maris se encontraron con los del joven a través de la habitación.

—S’Rella y Sher, o Leya —respondió, testaruda—. Son los que más necesitan esa clase de ejercicio.

—Entonces, me quedaré con Val —dijo S’Rella tranquilamente.

—Pues yo prefiero ir con Leya —añadió Sher.

—Irán S’Rella y Val —zanjó Sena, enfadada—. Y no se hable más. Si el resto de nosotros morimos en el mar, ellos son los que tienen más posibilidades de convertirse en alados y honrar nuestro recuerdo. —Apartó a un lado el plato de gachas y se levantó del banco—. Ahora tengo que ir a ver a nuestra benefactora, la Señora de la Tierra, y ser obsequiosa con ella un rato. Os veré antes de que salgáis para Skulny.

Maris apenas la oyó, Val y ella seguían mirándose fijamente. El joven le dedicó una fina sonrisa antes de darse la vuelta y salir, detrás de Sena. S’Rella le siguió poco después.

De pronto, la alada se dio cuenta de que Kerr le estaba hablando. Intentó prestarle atención, y le sonrió.

—Perdona, no te he oído.

—No es tan peligroso —repitió sosegadamente—. De aquí a Skulny, el viaje por mar es sencillo. Sólo hay unas pocas millas de océano abierto, cuando el barco pasa de Pequeña Shotan a Skulny. Casi siempre estaremos cerca de las playas de las Shotan, sin perder de vista la tierra firme. Y los barcos no son tan frágiles como cree. Entiendo de barcos.

—Estoy segura, Kerr —dijo Maris—. Pero Sena piensa como una alada. Después de la libertad de tener tus propias alas, resulta duro viajar por mar y poner tu vida en manos de los que manejan las velas y el timón.

Kerr frunció los labios.

—Creo que entiendo —dijo, no demasiado convencido—. Pero si todos los alados piensan así, no saben nada. No es tan peligroso como cree.

Satisfecho, volvió a concentrarse en el desayuno.

Mientras comía, Maris estaba cada vez más pensativa. Pensó con cierta intranquilidad que Kerr tenía razón. Los alados tenían a veces puntos de vista muy limitados, lo juzgaban todo según su propia perspectiva. Pero la idea de que el desprecio de Val hacia ellos tuviera su parte de razón la molestaba más de lo que quería admitir.

Luego fue en busca de S’Rella y Val. No estaban en sus habitaciones, ni en ninguno de los lugares habituales, y nadie sabía dónde habían ido tras marcharse de la sala de estar. Maris recorrió los fríos y húmedos pasillos hasta que se perdió, y empezó a elegir los caminos que escogía según si estaban iluminados o no.

Ya empezaba a considerar la posibilidad de gritar pidiendo ayuda, se reía de sí misma por sentirse tan impotente encerrada entre paredes, cuando oyó a lo lejos el sonido de voces. Apresuró el paso. Los encontró tras girar una vez más a la derecha. Estaban juntos, sentados muy cerca, contemplando el mar a través de una ventana. Se inclinaban el uno hacia el otro de una manera que hablaba de intimidad, y Maris se sintió disgustada.

—Os he estado buscando —les dijo bruscamente.

S’Rella dio media vuelta y se levantó.

—¿Qué pasa? —preguntó rápidamente.

—Vamos a ir volando a Skulny, ya sabes —dijo Maris—. ¿Podéis estar dispuestos para salir dentro de una hora? Empaquetad lo que queráis llevaros y entregádselo a Sena.

—Estaré preparada para salir en un minuto —respondió S’Rella. La sonrisa de la joven borró el enfado de Maris—. Muchas gracias por elegirme, Maris. No sabes cuánto significa para mí.

Con el rostro iluminado, se dirigió hacia la alada y la rodeó con los brazos.

Maris le devolvió el abrazo.

—Creo que sí —respondió—. Anda, ve a prepararte.

S’Rella se despidió brevemente de Val y se marchó. Maris la observó alejarse antes de volverse hacia el joven, y titubeó un instante.

Val seguía mirando el túnel por el que había desaparecido S’Rella, y había algo en su sonrisa… Maris comprendió que era una sonrisa auténtica. De eso se trataba. Sonreía con algo parecido al afecto, y aquello le daba una expresión más dulce, más humana, algo que nunca había visto en él.

Entonces, sus ojos se volvieron hacia Maris, y la sonrisa cambió sutilmente. Un leve fruncimiento en las comisuras de la boca, y ahora la sonrisa que dirigía a Maris estaba llena de desprecio y hostilidad.

—Todavía no te he dado las gracias por elegirme —se burló—. Me alegra mucho poder volar contigo.

—Val —replicó bruscamente Maris—, puede que no nos gustemos el uno al otro, pero vamos a hacer un largo vuelo juntos. Al menos, podrías tratar de ser educado. No te burles de mí. ¿Vas a hacer el equipaje?

—No he llegado a deshacerlo —replicó—. Le daré la bolsa a Sena, y llevaré el cuchillo. Es lo único que importa. No te preocupes, estaré preparado. —Titubeó—. Y, una vez en Skulny, no te molestaré. Cuando aterricemos me buscaré alojamiento. ¿Te parece justo?

—Val… —empezó Maris.

Pero ya se había dado la vuelta, y miraba por la pequeña ventana hacia el cielo nuboso, con rostro frío e impenetrable.

S’Rella llevó a los alumnos al risco para contemplar la partida de Maris, Val y S’Rella. Todos estaban muy animados, reían, bromeaban y peleaban unos con otros por el privilegio de ayudar a Maris y a S’Rella con las alas. Era una alegría contagiosa. El humor de la alada empezó a mejorar, y por primera vez se sintió propensa a competir.

—¡Dejadles en paz, dejadles en paz! —gritaba Sena entre carcajadas—. ¡No pueden volar con todos vosotros colgados de las alas!

—Ojalá pudieran —murmuró Kerr.

Se frotó la nariz, que el viento le había dejado de un color rojo brillante.

—Tendrás tu oportunidad —se defendió S’Rella.

—No te estamos echando la culpa —intervino rápidamente Leya.

—Eres la mejor de todos nosotros —añadió Sher.

—Ya basta —dijo Sena, rodeando a Leya con un brazo y a Sher con el otro—. Marchaos ya. Os despediremos desde aquí hasta que volvamos a vernos en Skulny.

Maris se volvió hacia S’Rella. La joven la observaba atentamente, con todo el cuerpo tenso, atenta a la menor señal de la alada. Maris recordó sus primeros vuelos, cuando todavía no se creía del todo que podía tener alas propias. Tomó a S’Rella por el hombro y habló cariñosamente con ella.

—Volaremos juntos y nos lo tomaremos con calma —dijo—. Las acrobacias son para la competición, por ahora nos concentraremos en un vuelo tranquilo. Ya sé que para ti es un vuelo largo, pero no te preocupes: tienes vitalidad más que suficiente para volar dos veces esa distancia. Sólo tienes que relajarte y confiar en ti misma. Estaré a tu lado para cuidarte, pero no me necesitarás.

—Gracias —respondió S’Rella—. Lo haré lo mejor posible.

Maris asintió e hizo una señal, y Damen y Liane se acercaron para desplegarle las alas, montante a montante, tensando el tejido plateado hasta que alcanzó sus seis metros de envergadura. Luego saltó desde el risco, rodeada por un coro de despedidas y buenos deseos, hacia la fría y firme corriente de viento que olía ligeramente a lluvia. Describió un círculo y observó el despegue de S’Rella, intentando juzgarlo como harían otros en la competición.

Desde luego, S’Rella había mejorado mucho en los últimos tiempos. Ya no se movía con torpeza, no titubeó en el risco, sino que se alejó limpiamente de la fortaleza y, tras calibrar correctamente los vientos, empezó a elevarse casi en seguida.

—¡No creo que tus alas sean de madera en absoluto! —le gritó Maris.

Luego las dos barrieron el cielo en círculos amplios, impacientes, esperando a Val.

A lo largo de todas las bromas y preparativos, el joven había permanecido apoyado en la puerta, con rostro inexpresivo. Ya tenía las alas puestas, se las había atado sin ayuda de nadie. Ahora caminaba tranquilamente entre los estudiantes y futuros alados. Se detuvo junto al precipicio, con los pies medio fuera del borde. Cuidadosamente, desplegó los tres primeros montantes, pero sin encajarlos. Luego se agarró a las correas para las manos, hizo una ligera flexión y se irguió de nuevo.

Damen se adelantó para ayudarle a desplegar las alas, pero Val se dio la vuelta y le dijo algo hiriente —Maris, que volaba por encima de ellos, no llegó a oír las palabras— y Damen retrocedió, confuso.

Entonces, Val se echó a reír y saltó.

En el aire, S’Rella tembló y agitó las alas, conmocionada. Maris oyó un grito y una exclamación provenientes de abajo.

Val cayó con el cuerpo recto, como si fuera a bucear, seis metros, doce…

Y, de pronto, ya no caía. Las alas surgieron de la nada, brillantes, con destellos plateados al sol, mientras se extendían casi por voluntad propia. El viento silbó entre ellas y Val lo captó, giró en él y lo utilizó. Y ya estaba volando, planeando sobre las ráfagas a una velocidad imposible, alzándose, subiendo, remontándose, alejándose rápidamente de las olas, las rocas y la muerte. Maris oyó a lo lejos su risa de triunfo, arrastrada por el viento.

S’Rella, que había recuperado el equilibrio, seguía mirando a Val. Maris gritó una orden a la joven, que salió de su sorpresa para maniobrar con las alas y volverse otra vez hacia la isla. Sobre la fortaleza, sobre la roca desnuda caldeada por el sol, encontró una corriente ascendente y la captó.

Abajo, Sena maldecía a Val en voz alta y agitaba el bastón en un acceso de rabia. Él no le prestaba atención. Subía cada vez más, y de entre los Alas de Madera le llegó el sonido apagado de un aplauso admirado.

Maris salió del círculo y le siguió hacia el mar. Val le llevaba ventaja, pero volaba despacio, recreándose en su acrobacia.

Cuando le alcanzó y voló tan cerca de él como se atrevía, —por encima y un poco a la derecha—, le dedicó una docena de maldiciones que había tomado prestadas del extenso vocabulario de Sena.

Val se rió de ella.

—¡Ha sido peligroso, inútil y estúpido! —gritó Maris—. ¡Te podrías haber matado… Un montante atascado… Si no los hubieras sacudido con suficiente fuerza…!

Val seguía riéndose.

—Elegí correr el riesgo —le respondió a gritos—. Y no los sacudí… Les puse muelles… Mejor que Cuervo…

—¡Cuervo era un estúpido! —Volvió a gritar la alada—. ¡Y lleva mucho tiempo muerto! ¿Qué es Cuervo para ti?

—¡Tu hermano también cantó esa canción! —replicó Val.

Luego entró en un picado descendente, alejándose de ella, dando por terminada bruscamente la conversación.

Aturdida, sabiendo que era inútil perseguir a Val, Maris maniobró para dar media vuelta y buscar a S’Rella, que les seguía por debajo, unos cientos de metros más atrás. Se reunió con ella, intentando obligar a su corazón a refrenar los latidos, tratando de relajar los músculos agarrotados y recuperar el sentido del cielo.

S’Rella estaba pálida como un cadáver, y volaba mal.

—¿Qué sucedió? —preguntó a Maris cuando estuvo al lado de ella—. ¡Podría haberse matado!

—Era una acrobacia —le respondió Maris—. Solía hacerla un alado llamado Cuervo. Val ha preparado su propia versión.

S’Rella voló un momento en silencio, pensando, y el color empezó a volver poco a poco a su rostro.

—Creí que alguien le había empujado —se hizo entender a duras penas—. Una acrobacia… Ha sido bonita.

—Ha sido una locura —gritó Maris.

Pero estaba horrorizada. S’Rella había creído que algunos de sus compañeros eran capaces de intentar matar a Val. Había conseguido influenciarla, pensó amargamente.

El resto del vuelo, como predijo Maris, fue sencillo. Maris y S’Rella volaron muy juntas, mientras Val iba por delante y mucho más arriba. Al parecer, prefería la compañía de los pájaros. Tuvieron que hacer un esfuerzo para no perderle de vista en toda la tarde.

Los vientos se mostraron cooperativos, les impulsaron tenazmente hacia Skulny, y apenas tuvieron que hacer nada aparte de relajarse y planear. A ratos fue un vuelo aburrido, pero Maris no lo lamentó. Bordearon la costa de Gran Shotan. Había flotillas pesqueras por todas partes, cerca de las pequeñas ciudades portuarias, intentando aprovechar al máximo aquel día sin tormentas. Y vieron Ciudad Tormenta desde el aire, con la gran bahía en el centro de la ciudad, los molinos de viento a lo largo de las playas, cuarenta, quizá cincuenta… S’Rella intentó contarlos, pero los habían sobrepasado antes de que pudiera llegar a la mitad. Y en el mar abierto entre Pequeño Shotan y Skulny, avistaron una escila, con su largo cuello surgiendo de las aguas verdeazuladas mientras chapoteaba bajo la superficie con las hileras de poderosas aletas. S’Rella parecía encantada. Toda la vida había oído hablar de las escilas, pero ésta era la primera que veía.

Llegaron a Skulny poco antes del anochecer. Mientras trazaban un círculo antes de aterrizar, alcanzaron a ver las figuras que, a lo largo de la playa, mantenían vivas las hogueras para guiar a los alados que llegaban por la noche. El pequeño refugio de los alados también bullía de actividad y luces: Maris pensó que las fiestas empezaban cada año más temprano.

Intentó que su aterrizaje fuera un ejemplo para S’Rella, pero mientras estaba sobre las manos y las rodillas, sacudiéndose la arena del pelo, oyó a la joven caer bruscamente a su lado, y comprendió que, seguramente, S’Rella estaba demasiado ocupada con su propio aterrizaje como para darse cuenta de la torpeza o agilidad de su maestra.

En seguida estuvieron rodeadas por gritos de placer y bienvenida. Manos rápidas se tendieron hacia ellas.

—¿Te ayudo, alada? Por favor, ¿te ayudo?

Maris permitió que una mano fuerte la ayudara a levantarse, y levantó la vista hacia un jovencito con el pelo agitado por el viento. Tenía el rostro brillante de emoción: estaba allí por la gloria de encontrarse cerca de los alados, probablemente encantado por la idea de que la competición se celebrara en su propia isla.

Pero, mientras la ayudaba con las alas —y otro chico ayudaba a S’Rella—, volvieron a oír repentinamente el sonido de unas alas contra el viento y otro golpe. Maris volvió la vista para descubrir que el que llegaba era Val. Le habían perdido de vista poco antes del crepúsculo, y la alada suponía que ya había llegado.

Se puso en pie trabajosamente, con las grandes alas plateadas colgándole de la espalda, y dos jovencitas se dirigieron hacia él.

—¿Te ayudamos, alado? —La frase repetida era casi un cántico—. ¿Te ayudamos, alado? —y ya tenían las manos sobre él.

—¡Apartaos! —les gritó, furioso.

Las chicas retrocedieron asustadas, y hasta Maris levantó la vista. Val era siempre tan frío, tan controlado… Aquel arranque no era propio de él.

—Sólo queremos ayudarte con las alas —dijo la mayor de las chicas.

—¿Es que no tenéis orgullo? —la interrogó Val. Estaba desatándoselas él mismo, sin ayuda—. ¿No tenéis nada mejor que hacer que rondar a los alados, que os tratan como si fuerais basura? ¿Qué son vuestros padres?

—Curtidores, alado —respondió tímidamente la niña.

—Pues id a aprender a curtir —respondió—. Es un trabajo más digno que hacer de esclavo para los alados.

Les dio la espalda y empezó a plegar cuidadosamente las alas.

Maris y S’Rella ya no llevaban las suyas puestas.

—Toma —dijo el muchacho que estaba ayudando a Maris, mientras le tendía las alas cuidadosamente plegadas.

Repentinamente avergonzada, ella se rebuscó en el bolsillo y le ofreció una moneda de hierro. Maris siempre había aceptado la ayuda sin pagar por ella, pero algo de lo que dijera Val le había tocado una fibra sensible.

Pero el chico se echó a reír y rechazó la moneda.

—¿Es que no lo sabes? —dijo—. Tocar vuestras alas da suerte.

Se marchó y, mientras se dirigía hacia sus compañeros, Maris vio que la playa estaba llena de niños. Corrían por todas partes, ayudando a mantener las hogueras, jugando con la arena, esperando la oportunidad de ayudar a algún alado.

Pero, al mirarles, Maris pensó en Val, y se preguntó si había otras personas en la isla que no estuvieran tan emocionadas con la presencia de los alados y la próxima competición, personas que se quedaban en casa sombrías, murmurando, alimentando rencores contra la casta privilegiada que surcaba los cielos de Windhaven.

—¿Te ayudo, alada? —la sobresaltó una voz hiriente. Era Val, burlándose—. Toma —dijo con su tono normal, tendiéndole las alas que le habían llevado hasta Skulny—. Supongo que querrás guardarlas.

Maris recogió las alas y se quedó allí, con un par en cada mano.

—¿Adónde vas? —le preguntó.

Val se encogió de hombros.

—Es una isla de buen tamaño. Debe de haber una ciudad o dos, una taberna o dos, y una cama en la que dormir. Tengo un poco de hierro.

—Puedes venir al refugio con S’Rella y conmigo —ofreció Maris, titubeando.

—¿De verdad? —replicó Val, con voz perfectamente inexpresiva. Le dedicó una sonrisa burlona—. Tendríamos una escena muy interesante. Creo que más dramática que mi despegue de hoy.

Maris frunció el ceño.

—No lo había olvidado. ¿Sabes que S’Rella podría haberse hecho daño? Estaba muy asustada por esa estúpida exhibición tuya. Debería…

—Creo que ya he oído esa historia —la interrumpió Val—. Discúlpame.

Se dio la vuelta y se alejó, caminando rápidamente por la playa con las manos en los bolsillos.

A su espalda, Maris oyó a S’Rella reír y charlar con otros jóvenes, mientras compartía con ellos la delicia de su primer vuelo largo. Cuando Maris se acercó, los dejó y se acercó a ella corriendo para tomarle la mano.

—¿Qué tal? —preguntó—. ¿Qué tal lo he hecho?

—Lo sabes muy bien, sólo quieres que te endulce los oídos —le dijo Maris con voz risueña—. De acuerdo, lo haré. Volaste como si no hubieras hecho otra cosa en la vida, como si hubieras nacido para ello.

—Lo sé —asintió tímidamente S’Rella. Luego se echó a reír de puro regocijo—. ¡Fue maravilloso! ¡No quiero hacer otra cosa que volar!

—Sé cómo te sientes —la interrumpió Maris—, pero ahora lo que necesitamos es un descanso. Entraremos, nos sentaremos junto al fuego y veremos quién ha llegado.

Pero cuando hizo ademán de dirigirse al refugio, S’Rella se rezagó unos pasos. Maris la miró con curiosidad, y luego comprendió. A S’Rella le preocupaba cómo la recibirían en el refugio. Después de todo era una extraña, y sin duda Val la había estado llenando de historias sobre cómo la rechazarían.

—Bueno —dijo Maris—, tendrás que entrar, a menos que quieras marcharte volando. Tendrán que conocerte tarde o temprano.

S’Rella asintió, todavía algo asustada, y las dos empezaron a recorrer el inclinado sendero en dirección al refugio.

Era un pequeño edificio de dos habitaciones, construido con piedra blanca, suave, desgastada por el tiempo. La sala principal, bien iluminada y cálida gracias a un chisporroteante fuego, estaba llena de ruido, gente, y poco acogedora, después de la limpia soledad del cielo abierto. Los rostros de todos los alados le parecieron borrosos a Maris cuando miró a su alrededor, en busca de amigos especiales, mientras S’Rella aguardaba nerviosa detrás de ella. Colgaron las alas de sus ganchos, en las paredes, y se abrieron paso por la habitación.

Un hombre barbudo de mediana edad y constitución recia servía un líquido en la enorme y aromática cazuela que pendía sobre el fuego, al tiempo que insultaba a alguien que exigía alimentación. Tenía algo que hizo a Maris volver la vista hacia él, y con un extraño escalofrío reconoció al grueso cocinero. ¿Cuándo había engordado y envejecido tanto Garth?

Ya se dirigía hacia él cuando unos finos brazos la rodearon desde detrás, abrazándola fuertemente. Captó un tenue perfume de flores.

—¡Shalli! —exclamó, dándosela vuelta. Advirtió la llena cintura de la joven—. No esperaba verte aquí, me enteré de que estabas en estado…

Shalli le puso un dedo sobre los labios.

—Silencio, ya he tenido que oír bastante a Corm. Yo le digo que nuestro pequeño alado tiene que aprender a volar desde el principio. Pero tengo mucho cuidado, de verdad. Me lo tomo con mucha calma, vuelo muy despacio. ¡No podía perderme esto! Corm quería que viniera en bote, ¿te lo imaginas?

El hermoso y expresivo rostro de Shalli pasaba de un gesto a otro al tiempo que hablaba.

—¿No vas a competir?

—¡Oh, no, no sería justo, con este peso extra! —Se palmeó el abultado vientre y sonrió—. Voy a ser juez. Y he prometido a Corm que, después, me quedaré en casa y seré una buena madrecita hasta que llegue el bebé, a menos que haya una emergencia.

Maris sintió una punzada de culpabilidad, sabía que las «emergencias» que obligarían a volar a Shalli estaban causadas por su ausencia de Amberly. Se prometió a sí misma que, después de la competición, se quedaría en casa y atendería a sus obligaciones.

—Quiero presentarte a una amiga mía, Shalli —dijo. S’Rella se había quedado atrás, tímidamente, así que Maris la empujó gentilmente hacia adelante—. Ésta es S’Rella, nuestra alumna más prometedora. Hoy ha volado conmigo desde Alas de Madera, ha sido su vuelo más largo.

—¡Ohh! —exclamó Shalli, arqueando las cejas.

—S’Rella, ésta es Shalli, de Amberly Menor, como yo. Solía volar conmigo para darme escolta cuando aprendía a usar las alas.

Intercambiaron saludos educados. Luego Shalli calibró a S’Rella con los ojos.

—Buena suerte en la competición —dijo—. Pero por favor, no derrotes a Corm. Si le tengo en casa todos los días, durante un año, me volveré loca.

Shalli sonrió, pero S’Rella no pareció tomarse demasiado bien la broma.

—No quiero hacer daño a nadie —señaló—, pero alguien tiene que perder. Quiero vencer tanto como cualquier alado.

—Mmm, bueno, no exactamente lo mismo —murmuró Shalli—. Pero sólo era una broma, chiquilla. Supongo que no querrás desafiar a Corm, no tendrías muchas oportunidades. —Miró al otro extremo de la sala—. Perdonadme, por favor. Corm me ha encontrado un asiento, supongo que debo ir allí y sentarme si no quiero herir sus sentimientos. Hablaré luego contigo, Maris. Me alegro de haberte conocido S’Rella.

La observaron atravesar la ruidosa habitación, alejándose de ellas.

—¿La tendría? —preguntó S’Rella, preocupada.

—¿El qué?

—Una oportunidad contra Corm.

Maris la miró intranquila, sin saber qué decir.

—Es muy bueno —consiguió explicarse al fin—. Lleva casi veinte años volando, y ha ganado premios en muchas competiciones. No, no creo que estés a su altura. Pero eso no es ninguna vergüenza, S’Rella.

—¿Cuál de ellos es Corm? —preguntó la muchacha, frunciendo el entrecejo.

—El que está junto a Shalli, ¿le ves? El moreno que va vestido de negro y gris.

—Es muy guapo —señaló S’Rella.

Maris se echó a reír.

—¡Ah, sí! La mitad de las chicas atadas a la tierra de Amberly estaban enamoradas de él cuando era más joven. A todas se les rompió el corazón cuando Shalli y él se casaron.

S’Rella sonrió.

—En mi isla natal, todos los chicos soñaban con S’Landra, nuestra alada. ¿Tú también estabas enamorada de Corm?

—Ni pensarlo. Le conocía demasiado bien.

—¡Maris!

La campanada les llegó desde la chimenea, y llamó la atención a todos los presentes en el refugio. Garth la llamaba desde el otro lado de la sala, haciéndole gestos para que se acercase.

La alada sonrió.

—Ven —dijo, tirando de S’Rella a través del gentío, devolviendo saludos y gestos de bienvenida de viejos conocidos a su paso.

Cuando llegó junto a él, Garth la aplastó con un formidable abrazo, y luego la alejó un poco para mirarla.

—Pareces cansada, Maris —dijo—. Vuelas demasiado.

—Y tú —replicó ella—, comes demasiado. —Le clavó un dedo en el estómago, por encima del cinturón—. ¿Qué es esto? ¿Shalli y tú vais a dar a luz juntos?

Garth dejó escapar una breve carcajada.

—¡Ah! —gruñó—, es culpa de mi hermana. Prepara su propia cerveza, ya sabes. Ha puesto en marcha un pequeño negocio. Y tengo que ayudarla, claro, hacer un poco de gasto de cuando en cuando.

—Seguro que eres su mejor cliente —señaló Maris—. ¿Desde cuándo llevas barba?

—¡Oh!, desde hace un par de meses o así. Creo que hace medio año que no nos vemos.

Maris asintió.

—La última vez que estuve con Dorrel, en el Nido de Águilas, estaba preocupado por ti. Dijo que teníais una cita para emborracharos juntos, y no apareciste.

El alado frunció el ceño.

—¡Ah! —dijo—, sí, ya lo sé, Dorrel no deja de recordármelo. Estuve enfermo, eso es todo, no hay ningún misterio. —Se volvió hacia el fuego y removió el estofado—. Pronto habrá comida. ¿Tienes hambre? Lo he preparado yo mismo, al estilo del Sur, con muchas especias y vino.

Maris se dio la vuelta.

—¿Has oído, S’Rella? Parece que vas a comer a tu gusto. —Empujó a la joven hacia adelante para que conociera a Garth—. S’Rella es de Alas de Madera, y una de las mejores. Este año le quitará las alas a algún pobre tipo. S’Rella, éste es Garth de Skulny, uno de nuestros anfitriones y un viejo amigo mío.

—No tan viejo —protestó Garth. Dedicó una sonrisa a S’Rella—. Vaya, eres tan bonita como lo era Maris antes de empezar a adelgazar y a tener aspecto de cansada. ¿Vuelas igual que ella?

—Lo intento —respondió S’Rella.

—Además, modesta —dijo Garth—. Bueno, Skulny sabe cómo tratar a los alados, hasta a los que aún no han dejado el nido. Si quieres algo, no tienes más que decírmelo. ¿Tienes hambre? Esto estará preparado en seguida. La verdad es que quizá puedas ayudarme con las especias. No soy del Archipiélago del Sur, ¿sabes? Así que quizá no lo he preparado como es debido. —La tomó de la mano y la acercó al fuego para darle a probar una cucharada del estofado—. Toma, prueba, dime qué te parece.

Mientras S’Rella hacía lo que le decían, Garth volvió la vista a Maris.

—Mira, te están buscando —señaló. Dorrel estaba de pie en el umbral de la puerta, con las alas plegadas en la mano, llamándola a gritos en el escándalo de la fiesta—. Ve con él —gruñó Garth—, yo mantendré ocupada a S’Rella. Después de todo, soy el anfitrión.

La empujó hacia la puerta.

Maris le sonrió antes de empezar a abrirse paso entre el creciente gentío. Dorrel, tras colgar las alas, se reunió con ella. La rodeó con los brazos y la besó brevemente. Maris se descubrió a sí misma temblando mientras se apoyaba contra él.

Cuando se separaron, había preocupación en los ojos de Dorrel.

—¿Sucede algo? —preguntó—. Estabas temblando —la miró con atención—. Y pareces agotada, exhausta.

Maris se obligó a sonreír.

—Lo mismo dice Garth. No, de verdad, estoy perfectamente.

—No es verdad. Te conozco demasiado bien, cariño. —Le puso las manos sobre los hombros, aquellas manos familiares, acogedoras—. De verdad, ¿no puedes contármelo?

Maris suspiró. De pronto, se dio cuenta de que sí, de que se sentía cansada.

—Supongo que no me conozco a mí misma —murmuró—. Este último mes no he dormido demasiado bien. Pesadillas.

Dorrel la rodeó con un brazo y la acompañó entre la multitud de alados, hacia la amplia mesa de madera junto a la pared, cubierta de vinos, licores y comida.

—¿Qué clase de pesadillas? —preguntó.

Sirvió sendos vasos de vino tinto y cortó dos porciones de queso blanco.

—Sólo una. Caer. Llego a la zona de aire quieto, caigo al agua y muero —mordisqueó el queso y lo acompañó con un trago de vino—. Muy bueno —dijo con una sonrisa.

—Por supuesto —replicó Dorrel—, es de Amberly. Pero no es posible que ese sueño te preocupe. Nunca creí que fueras supersticiosa.

—No —dijo Maris—, no se trata de eso. No puedo explicarlo. Lo que pasa es que… Me preocupa. Y eso no es todo.

Titubeó.

Dorrel le miró a la cara, esperando.

—Puede que haya problemas en esta competición —explicó Maris.

—¿Qué clase de problemas?

—¿Te acuerdas de cuando nos vimos en el Nido de Águilas? Te dije que uno de los estudiantes de Hogar del Aire venía en barco para ingresar en Alas de Madera.

—Sí —dijo Dorrel, bebiendo un sorbo de vino—. ¿Qué pasa con eso?

—Está en Skulny ahora mismo, va a lanzar un desafío y no es un estudiante cualquiera. Se trata de Val.

El rostro de Dorrel era inexpresivo.

—¿Val?

—Un-Ala —añadió Maris con serenidad.

Su amigo frunció el ceño.

—Un-Ala —repitió—. Bueno, comprendo que estés disgustada. No esperaba que él volviera a intentarlo. ¿Espera que le demos la bienvenida?

—No —negó Maris—, no es tonto. Y su opinión sobre los alados no es mejor que la de los alados sobre él.

Dorrel se encogió de hombros.

—Bueno, será desagradable, pero no tiene por qué estropearnos la competición —dijo—. Nos resultará fácil ignorarle, y supongo que no debe preocuparnos la idea de que gane otra vez. Nadie ha perdido un pariente últimamente.

Maris retrocedió un paso. De repente, la voz de Dorrel le parecía muy dura, el insulto sonaba cruel en sus labios… Pero era casi idéntico a lo que ella misma dijera en la academia, el día de la llegada de Val.

—Dorr —dijo—, es muy bueno. Lleva años entrenando. Creo que va a ganar. Tiene todas las habilidades necesarias. Lo sé, he volado contra él.

—¿Has volado contra él? —preguntó Dorrel.

—En las prácticas —dijo Maris—. En Alas de Madera. ¿Qué…?

El alado vació el vaso de vino y lo dejó a un lado.

—Maris —dijo en voz baja, pero tensa—, ¡no irás a decirme que también le has ayudado a él! ¡A Un-Ala!

—Era un estudiante, y Sena me pidió que trabajara con él —dijo Maris, testaruda—. No estoy aquí para tener favoritos, ni para ayudar sólo a aquéllos que elija.

Dorrel dejó escapar una maldición y la tomó por el brazo.

—Ven fuera —dijo—. No quiero hablar de esto aquí, cualquiera puede oírnos.

Fuera del refugio hacía frío, y el viento proveniente del mar tenía el gusto de la sal. La mayor parte de los chiquillos se habían marchado, estaban solos.

—Quizá fuera esto lo que temía —dijo Maris, con un matiz de amargura en la voz—. Sabía que reaccionarías así. Pero no puedo hacer excepciones… No podemos hacer excepciones. ¿No lo entiendes? ¿No puedes intentar entenderlo?

—Puedo intentarlo —respondió Dorrel—, lo que no puedo prometer es que lo consiga. ¿Por qué, Maris? No es un atado a la tierra cualquiera, no es un pequeño Alas de Madera que sueña con volar. Es Un-Ala, medio alado incluso cuando volaba. Mató a Ari, ¿es que lo has olvidado?

—No —dijo Maris—. No me gusta Val. No es fácil apreciarle, odia a los alados, y el fantasma de Ari siempre está sobre él. Pero tengo que ayudarle, Dorr. A causa de lo que hicimos hace siete años. Las alas deben ser para aquéllos que mejor las utilicen, aunque sean… Bueno, como Val. Vengativos, airados y fríos.

Dorrel sacudió la cabeza.

—No puedo aceptarlo —dijo.

—Ojalá le conociera mejor —suspiró Maris—, así podría entender por qué es como es. Creo que odia a los alados desde antes de que le apodaran Un-Ala —tomó a Dorrel por la mano—. Siempre está acusándonos, haciendo bromas venenosas, y eso cuando no se está escudando tras un muro de hielo. Según Val, yo también soy un-ala, aunque finja no serlo.

Dorrel la miró y le apretó la mano contra la suya.

—No —dijo—. Eres una alada, Maris. Debes estar segura de eso.

—¿Estás seguro tú? —replicó ella—. No sé muy bien qué significa ser una alada. Es algo más que tener alas, o que volar bien. Val tuvo alas, y vuela bien, pero acabas de decir que sólo era medio alado. Si eso significa… Bueno aceptar todo tal y como es, mirar por encima del hombro a los atados a la tierra, no ayudar a los Alas de Madera por temor a que hagan daño a un compañero alado, a un verdadero alado… si eso es lo que significa, entonces no soy una alada. Y a veces tengo la sensación de que empiezo a compartir la opinión de Val sobre los que sí lo son.

Dorrel le soltó la mano, pero sus ojos seguían fijos en los de ella. Incluso en la oscuridad, Maris sintió la angustiosa intensidad de su mirada.

—Maris —dijo suavemente—, soy un alado de cuna, he nacido para las alas. Val Un-Ala me desprecia por eso, seguro. ¿Y tú?

—Sabes que no, Dorrel —respondió, herida—. Siempre te he querido, siempre he confiado en ti. Eres mi mejor amigo, desde luego, pero…

—¿Pero…?

Maris no pudo mirarle.

—Cuando te negaste a venir a Alas de Madera, no me sentí precisamente orgullosa de ti —respondió.

Los lejanos ruidos de la fiesta y el melancólico batir de las olas contra la playa parecieron llenar el mundo. Por fin, Dorrel volvió a hablar.

—Mi madre era una alada, y antes de ella lo era su madre. Durante generaciones, mis alas han estado en la familia. Eso significa mucho para mí. Si alguna vez tengo un hijo, también volará, algún día.

»Tú no naciste para esa tradición, y te he querido más que a nadie en el mundo. Siempre has demostrado que merecías las alas tanto como cualquier hijo de alado. Habría sido una terrible injusticia que te las hubieran negado. Estoy orgulloso de haber podido ayudarte.

»Estoy orgulloso de haber luchado contigo en el Consejo para abrir el cielo, pero ahora me dices que estuvimos peleando por cosas diferentes. Según lo entendía yo, luchábamos por el derecho de cualquiera que lo deseara y trabajara lo suficiente para ser un alado. No queríamos destruir la gran tradición de los alados, no queríamos tirar las alas en medio de los atados a la tierra para que se peleasen por ellas como gaviotas hambrientas sobre un montón de pescado.

»Lo que intentábamos hacer, o al menos eso creía yo, era abrir el cielo, abrir el Nido de Águilas, abrir las filas de los alados a cualquiera que fuese digno de llevar unas alas.

»¿Me equivoqué? ¿Estábamos luchando por abandonar todo lo que nos hace especiales, diferentes?

—Ya no lo sé —respondió Maris—. Hace siete años, no se me ocurría nada más maravilloso que tener alas. Y a ti tampoco. No se nos ocurrió que había gente que querría tener nuestras alas, pero que rechazase todo lo que implica ser un alado. Y también les abrimos el cielo a ellos, Dorr. Cambiamos más cosas de las que pretendíamos. Y no podemos darles la espalda. El mundo ha cambiado, tenemos que aceptarlo y enfrentarnos a ello. Puede que no todas las consecuencias de lo que hemos hecho nos gusten, pero no podemos negarlas. Val es una de esas consecuencias.

Dorrel se levantó y se sacudió la arena de la ropa.

—No puedo aceptar esa consecuencia —dijo, con voz más apenada que furiosa—. He hecho muchas cosas por amor a ti, Maris, pero hay un límite. Es cierto, el mundo ha cambiado —y a causa de lo que nosotros hicimos—, pero no tenemos que aceptar lo malo junto a lo bueno. No tenemos por qué acoger a aquellos como Val Un-Ala, que quieren dividirnos y acabar con nuestras tradiciones. Acabará por destruirnos, Maris. Con su egoísmo, con su odio. Y, como no te das cuenta, le ayudarás. Yo, no. ¿Es que no lo comprendes?

Ella asintió, sin mirarle.

Pasó un minuto en silencio.

—¿Quieres volver conmigo al refugio?

—No —respondió Maris—. Ahora, no.

—Buenas noches, Maris.

Dorrel se dio la vuelta y se alejó de ella, la arena crujiendo bajo las botas, hasta que la puerta del refugio se abrió para él dejando escapar una ráfaga del ruido del interior. Luego, volvió a cerrarse.

La playa estaba silenciosa, tranquila. Las hogueras resplandecían, meciéndose suavemente al compás de la brisa, y pudo oír el interminable, el eterno batir de las olas.

Maris nunca se había sentido tan sola.

Maris y S’Rella pasaron la noche juntas en una pequeña cabaña para dos personas, no muy lejos de la playa, una de las cincuenta estructuras similares que el Señor de Skulny había mandado construir para albergar a los alados que les visitasen. El pequeño pueblo no estaba del todo lleno, pero Maris sabía que los primeros en llegar se habían apropiado de las habitaciones más cómodas del refugio y de la zona para invitados de la mansión del Señor de la Tierra.

A S’Rella no le importaba la austeridad de su albergue. Estaba del mejor humor posible cuando Maris la rescató por fin, en las últimas horas de la fiesta. Garth se había quedado con ella toda la tarde, le había presentado a casi todo el mundo y la había obligado a comer tres raciones de su estofado después de que, incautamente, ella lo hubiera alabado. También le regaló los oídos con anécdotas embarazosas sobre la mitad de los alados presentes.

—Es un encanto —comentó S’Rella—, pero bebe demasiado.

Maris no pudo por menos que estar de acuerdo con ella: cuando llegó para recogerla, Garth tenía los ojos enrojecidos y se tambaleaba. Maris le ayudó a llegar a su habitación y le acostó, mientras él mantenía una conversación deslavazada e ininteligible.

El día siguiente amaneció gris y ventoso. Las despertaron los gritos de un vendedor de comida, y Maris se levantó para comprarle dos salsas humeantes. Después de desayunar, se pusieron las alas y volaron. No había muchos alados en el aire: el ambiente festivo era contagioso, y la mayoría se quedaron bebiendo y charlando en el refugio, o fueron a presentar sus respetos al Señor de la Tierra, o vagabundearon por Skulny para ver todo lo que había que ver. Pero Maris insistió en que S’Rella practicara, y las dos aprovecharon los firmes vientos durante casi cinco horas.

Bajo ellas, la playa volvía a estar llena de niños que querían ayudar a los alados recién llegados. A pesar de ser muchos, casi todos estaban ocupados. Las llegadas fueron constantes a lo largo del día. El momento más espectacular —S’Rella lo contempló asombrada, con los ojos abiertos de par en par— fue cuando los alados de Gran Shotan se acercaron todos a una. Eran casi cuarenta, volando en formación cerrada, deslumbrantes bajo el sol con los uniformes color rojo oscuro y las alas plateadas.

Maris sabía que, para cuando empezara la competición, casi todos los alados de las dispersas islas del Archipiélago Occidental estarían allí. También habría muchísimos representantes del Oriental. Del Archipiélago del Sur, más pequeño y más lejano, también habría bastantes. Y sólo acudirían un puñado de competidores de las Islas Exteriores, de la desolada Artellia, de las volcánicas Brasas y de otros lugares lejanos.

Por la tarde, cuando Maris y S’Rella estaban sentadas en el exterior del refugio, bebiendo dos vasos de leche caliente especiada, Val hizo su aparición.

Dirigió a Maris una de sus burlonas medias sonrisas antes de sentarse junto a S’Rella.

—Creo que has disfrutado de la hospitalidad de los alados —dijo con su voz inexpresiva.

—Son muy amables —replicó S’Rella, enrojeciendo—. ¿No vas a venir esta noche? Habrá otra fiesta. Garth va a asar un tigre marino entero, y su hermana aportará la cerveza.

—No —respondió Val—, en el sitio donde estoy tienen cerveza y comida de sobra, y a mí me va bien. —Miró a Maris—. Supongo que a todos nos va bien.

Maris se negó a morder el anzuelo.

—¿Dónde te hospedas?

—En una taberna, unas dos millas más abajo por el camino del mar. No es el tipo de lugar que tú visitarías. Allí no van muchos alados, sólo mineros, guardianes, y otros que no están tan dispuestos a hablar de su profesión. No creo que sepan cómo tratar a una alada.

Maris frunció el ceño, disgustada.

—¿Es que no paras nunca?

—¿Parar? —sonrió Val.

De pronto. Maris sintió la perversa necesidad de borrarle aquella sonrisa, de demostrar a Val que estaba equivocado.

—Ni siquiera conoces a los alados —dijo—, ¿qué derecho tienes a odiarles tanto? Son personas, no se diferencian en nada de ti… No, falso, son diferentes. Son más cálidos, más generosos.

—La calidez y la generosidad de los alados son legendarias —le replicó Val—. Sin duda es por eso por lo que sólo se acepta a los alados en las fiestas de los alados.

—A mí me aceptaron —señaló S’Rella.

Val la miró largamente, estudiándola, calibrándola. Luego se encogió de hombros y volvió a sus labios la fina sonrisa.

—Me has convencido —dijo—. Iré a la fiesta esta noche. Si permiten que un atado a la tierra cruce la puerta, claro.

—Ven como invitado mío —ofreció Maris—, si te niegas a llamarte a ti mismo alado. Y, por unas horas, deja a un lado esa maldita hostilidad tuya. Dales una oportunidad.

—Por favor —suplicó S’Rella.

Tomó la mano del joven y le sonrió, esperanzada.

—¡Oh!, tendrán oportunidad de demostrar su calidez y generosidad —prometió Val—. Pero no se lo suplicaré, ni les abrillantaré las alas, ni cantaré canciones en su honor —se levantó bruscamente—. Ahora me gustaría volar un poco. ¿Puedo usar un par de alas?

Maris asintió y le acompañó hasta la cabaña donde tenían colgadas las alas. Después de que se marchara, se volvió hacia S’Rella.

—Le aprecias mucho, ¿verdad? —preguntó amablemente.

S’Rella bajó los ojos y enrojeció.

—Sé que a veces parece cruel, Maris, pero no siempre es así.

—Es posible —admitió la alada—. No me ha dejado que le conozca. Pero… Por favor, S’Rella, ten cuidado. A Val le han hecho mucho daño y a veces la gente que sufre hace sufrir a los que les rodean, incluso a los que más les quieren.

—Lo sé —asintió la joven—. No lo… No le harán daño esta noche, ¿verdad, Maris? Los alados, quiero decir.

—Creo que Val quiere que se lo hagan. Para que veas que tiene razón en lo que dice sobre ellos… sobre nosotros. Pero espero que le demostremos su error.

S’Rella no dijo nada. Maris apuró el contenido del vaso y se levantó.

—Ven —dijo—, queda tiempo para hacer más prácticas, y te harán falta. Vamos a por las alas.

A primera hora de la noche, todo el mundo sabía ya que Val Un-Ala estaba entre los alados presentes en Skulny, y que tenía intención de lanzar un desafío. Maris no estaba segura de cómo había corrido la voz. Quizá Dorrel informó a alguien, o quizá la noticia llegó del Archipiélago Oriental, con algún alado que supiera que Val había tomado un barco desde Hogar del Aire. En cualquier caso, todos hablaban de ello. Por dos veces oyó Maris el epíteto «Un-Ala» mientras caminaba con S’Rella hacia la cabaña que compartían. En la puerta las esperaba una joven alada a la que Maris conocía de vista, del Nido de Águilas. La alada le preguntó simplemente si el rumor era cierto. Cuando Maris admitió que lo era, la otra mujer se limitó a silbar y a menear la cabeza.

Aún no estaba demasiado oscuro cuando Maris y S’Rella subieron paseando hasta el refugio, pero la sala principal ya estaba medio llena de alados que bebían y charlaban, repartidos en pequeños grupos. El tigre marino prometido se estaba asando sobre el fuego, y por su aspecto, aún le quedaban varias horas de cocción. La hermana de Garth, una corpulenta mujer de rostro vulgar llamada Riesa, sirvió a Maris una jarra de cerveza de uno de los tres enormes barriles de madera que había junto a la pared.

—Muy buena —dijo Maris después de probarla—. Aunque confieso que no soy ninguna experta. Generalmente, sólo bebo vino y kivas.

Riesa se echó a reír.

—Bueno, Garth la recomienda a todo el mundo, y ha bebido la suficiente cerveza como para hacer navegar a una flotilla mercante.

—¿Dónde está Garth? —preguntó S’Rella—. Creí que vendría.

—Llegará más tarde, creo —respondió Riesa—. No se encontraba muy bien, así que me dijo que viniera yo antes. La verdad, yo creo que era una excusa para no cargar con los barriles.

—¿No se encontraba bien? —repitió Maris—. ¿Le pasa algo, Riesa? Últimamente, ha estado enfermo con frecuencia, ¿verdad?

La agradable sonrisa de Riesa desapareció.

—¿Te lo ha dicho, Maris? No estaba segura. Es sólo desde hace seis meses. Se trata de las articulaciones. En los peores momentos, se le hinchan de una manera terrible. Incluso cuando no las tiene hinchadas, le duelen. —Se inclinó hacia ella—. La verdad es que me preocupa. Y a Dorrel, también. Ha estado visitando a curanderos de aquí, y a los de Ciudad Tormenta, pero no le hacen gran cosa. Y bebe más que antes.

Maris había palidecido.

—Sabía que Dorrel estaba preocupado por él, pero pensé que era sólo por la bebida. —Titubeó—. Riesa, ¿ha hablado Garth con el Señor de la Tierra sobre este problema?

Riesa meneó la cabeza.

—No, tiene… —Se interrumpió para servir una jarra de cerveza aun oriental de aspecto rudo, y sólo siguió hablando cuando el alado se hubo retirado—. Tiene miedo, Maris.

—¿De qué tiene miedo? —preguntó S’Rella suavemente.

Miró alternativamente a Maris y a Riesa. Había estado junto a Maris, escuchando.

—Si un alado está enfermo —explicó Maris—, el Señor de la Tierra puede convocar una reunión con todos los demás alados de la isla y, si están de acuerdo, tiene poder para quitarle las alas al que está enfermo, antes de que se pierdan en el mar. —Volvió la vista hacia Riesa—. Entonces, Garth sigue volando para llevar mensajes, como si estuviera bien —dijo con voz preocupada—. El Señor de la Tierra le sigue encargando misiones.

—Sí —respondió Riesa, mordiéndose un labio—. Tengo miedo por él, Maris. A veces el dolor llega de repente, y si alguna vez le sucede mientras está volando… Le he dicho que hable con el Señor de la Tierra, pero no quiere. Ya sabes, las alas lo son todo para él. Todos los alados sois iguales.

—Hablaré con él —prometió Maris con firmeza.

—Dorrel ya lo ha intentado cientos de veces —explicó Riesa—, pero es inútil. Ya sabes lo testarudo que puede llegar a ser Garth.

—Debería ceder las alas —intervino repentinamente S’Rella.

Riesa la miró con el ceño fruncido.

—No sabes lo que dices, niña. Eres la Alas de Madera con la que estuvo Garth en la fiesta de anoche, ¿verdad? La amiga de Maris, ¿no?

S’Rella asintió.

—Sí, Garth me habló de ti —siguió Riesa—. Lo entenderías si fueras una alada. Tú y yo sólo podemos mirarles desde fuera, no entendemos lo que sienten los alados hacia sus alas. Al menos, eso me ha dicho Garth.

—Seré una alada —insistió S’Rella.

—Desde luego, chiquilla, pero todavía no lo eres. Por eso hablas tan tranquilamente de ceder las alas.

Pero S’Rella parecía ofendida. Se puso rígida.

—No soy una chiquilla, y lo comprendo.

Podría haber dicho más cosas, pero en aquel momento se abrió la puerta, y Maris y ella miraron hacia allí.

Val había llegado.

—Perdóname ahora —dijo Maris, tomando a Riesa por el brazo y dándole un apretón reconfortante—. Luego seguiremos hablando.

Avanzó hacia donde esperaba Val, estudiando la sala con sus ojos oscuros, con una mano sobre el adornado mango del cuchillo en una postura que era mitad nerviosa y mitad desafiante.

—Una pequeña fiesta —dijo simplemente cuando Maris y S’Rella se reunieron con él.

—Todavía es temprano —replicó Maris—. Dale tiempo. Ven, coge un vaso y algo de comer. —Hizo un gesto hacia la pared del otro lado, donde la mesa volvía a estar llena de huevos especiados, fruta, queso, pan, mariscos y dulces—. El tigre marino es el plato principal, pero aún le faltan horas de cocción —concluyó.

Val miró el tigre marino que se asaba en el fuego y la mesa llena de platos.

—Ya veo que los alados siguen comiendo poco —señaló.

Pero se dejó acompañar a través de la habitación, para tomar dos huevos especiados y una porción de queso antes de servirse un vaso de vino.

Alrededor de ellos, la fiesta seguía; Val no había atraído la atención de nadie. Pero Maris no sabía si era porque le aceptaban o, simplemente, porque no le habían reconocido.

Los tres permanecieron unos momentos en el mismo sitio. S’Rella hablaba con Val en voz baja mientras el joven bebía vino y se cortaba otra ración de queso. Maris saboreaba la cerveza y miraba en dirección a la puerta con una cierta aprensión cada vez que se abría. En el exterior, había oscurecido del todo, y el refugio se estaba llenando rápidamente. Una docena de alados de Shotan, a los que sólo conocía superficialmente, entraron juntos, todavía con sus uniformes rojos, seguidos por media docena de orientales a los que no conocía en absoluto. Uno de ellos se subió sobre los barriles de Riesa. Uno de sus compañeros le tendió una guitarra, y empezó a cantar canciones de alados con voz pasablemente dulce. Una multitud empezó a congregarse a su alrededor, y los oyentes comenzaron a gritar sus peticiones.

Maris, que seguía mirando hacia la puerta cada vez que se abría, se acercó un poco más a Val y a S’Rella para intentar escucharles por encima del ruido de la música.

Entonces, la música se detuvo.

De repente, a media canción, el bardo y el instrumento se quedaron en silencio. El mismo silencio se extendió por la habitación, las conversaciones se detuvieron y todas las miradas se volvieron con curiosidad hacia el hombre encaramado en el barril de cerveza. En menos de un minuto, todos los presentes en el refugio le estaban mirando.

Y él estaba mirando a Val.

Val se volvió hacia él y alzó el vaso de vino.

—Saludos, Loren —dijo con aquella insoportable voz inexpresiva—. Brindo por tus hermosas canciones.

Vació el vaso de un trago y lo dejó sobre la mesa.

Alguien interpretó las palabras de Val como un insulto velado, y dejó escapar una risita disimulada. Otros se adhirieron al brindis y también alzaron los vasos. El bardo se limitó a quedarse allí sentado, mirándole con el rostro sombrío. La mayoría de los alados le observaban sorprendidos, esperando que continuase.

—¡Canta la balada de Aron y Jeni! —pidió alguien.

El guitarrista sacudió la cabeza.

—No —dijo—, tengo una canción más apropiada.

Rasgueó las cuerdas y empezó a cantar una balada que Maris desconocía.

Val se volvió hacia ella.

—¿No la conoces? Es muy popular en el Archipiélago Oriental. La llaman la balada de Ari y Un-Ala.

Se sirvió más vino y volvió a alzar el vaso, en burlón tributo al bardo.

Asqueada. Maris recordó que había oído antes aquella canción, hacía años. Y peor todavía, la había disfrutado. Era una terrible y dramática historia de traición y venganza. Un-Ala era el villano y los alados los héroes.

S’Rella se mordía los labios, furiosa, conteniendo a duras penas las lágrimas. Dio un impulsivo paso hacia adelante, pero Val la contuvo poniéndole una mano en el hombro y negando con la cabeza. Maris no pudo hacer más que escuchar, impotente, oyendo la cruel letra, tan diferente de la de su propia canción, la que Coll compusiera para ella. ¡Ojalá su hermano adoptivo estuviera allí para cantar una canción en respuesta a aquélla! Los bardos tenían un extraño poder, incluso los aficionados, como aquel oriental.

Cuando terminó de cantar, todo el mundo lo sabía.

Tendió la guitarra a un amigo y se bajó de los barriles.

—Si alguien quiere oírme, estaré cantando en la playa —dijo.

Recogió el instrumento y se marchó, seguido por todos los orientales que habían llegado con él y un buen puñado de alados más. De pronto, el refugio volvió a quedar medio vacío.

—Loren era un vecino —explicó Val—. De Arren Norte, al otro lado de la bahía. Hacía años que no le veía.

Los alados de Shotan hablaban en voz baja entre ellos, y de vez en cuando miraban a Val. Maris y S’Rella. También se marcharon juntos.

—No me has presentado a tus amigos alados —dijo Val a S’Rella—. Vamos. —La tomó de la mano y la llevó casi a la fuerza hacia un grupo de cuatro hombres que charlaban en un apretado círculo. Maris no pudo hacer más que seguirles—. Soy Val de Arren Sur —dijo el joven en voz alta—. Ésta es S’Rella. Hoy ha hecho buen tiempo para volar, ¿verdad?

Uno de los cuatro, un hombretón de mandíbula recia, le miró con el ceño fruncido.

—Admiro tu valor, Un-Ala —dijo hoscamente—, pero nada más. Conocía a Ari, aunque no demasiado. ¿Quieres que mantenga una conversación educada contigo?

—Éste es un refugio de alados, y una fiesta de alados —añadió bruscamente uno de sus compañeros—. ¿Qué hacéis aquí vosotros dos?

—Son mis invitados —dijo Maris, furiosa—. ¿O también cuestionas mi derecho a estar aquí?

—No. Sólo tu criterio al elegir invitados. —Palmeó al hombretón en la espalda—. Vamos, de repente me apetece oír canciones.

Val lo intentó con otro grupo, dos mujeres y un hombre que tenían jarras de cerveza en la mano. Pero antes de que llegara junto a ellos, dejaron a un lado las jarras —todavía medio llenas— y se marcharon.

Sólo quedaba un grupo en la habitación, seis alados a los que Maris conocía vagamente, de las islas más lejanas del Archipiélago Occidental, y un rubio joven de las Islas Exteriores. Y de pronto también se alejaron hacia la puerta. Pero en el camino, uno de ellos, un hombre de mediana edad, se detuvo para hablar con Val.

—Puede que no me recuerdes, pero yo era uno de los jueces el año que te llevaste las alas de Ari —dijo—. Fuimos justos, pero hay gente que no nos ha perdonado por aquel veredicto. Quizá no sabías lo que hacías, quizá sí. No importa. Si les cuesta tanto perdonarme a mí, a ti nunca te perdonarán. Lo siento por ti, pero no podemos hacer nada. No has hecho bien en volver, hijo. Nunca te permitirán que seas un alado.

Val había soportado con calma todo lo demás, pero ahora su rostro se contrajo de rabia.

—No quiero tu compasión —dijo—. No quiero ser uno de vosotros. ¡Y no soy tu hijo! Lárgate de aquí, viejo, o este año me quedaré con tus alas.

El alado de pelo gris agitó la cabeza, y uno de sus compañeros le tomó por el codo.

—Vamos, Cado, estás perdiendo el tiempo con él.

Cuando se marcharon, en la sala del refugio sólo quedaba Riesa, con Maris, Val y S’Rella. La mujer se dedicó a lavar las jarras de cerveza sin levantar la vista hacia ellos.

—Cálidos y generosos —dijo simplemente Val.

—No todos son… —empezó a decir Maris.

Pero descubrió que no podía seguir hablando. S’Rella la miraba como si estuviera a punto de echarse a llorar.

La puerta del refugio se abrió de golpe en aquel momento. Allí estaba Garth, con el ceño fruncido, asombrado y furioso.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Vengo arrastrándome desde casa para asistir a mi fiesta y me encuentro con que todo el mundo está en la playa. ¿Maris? ¿Riesa? —Cerró la puerta bruscamente y se dirigió hacia ellos—. Si ha habido una pelea, le cortaré el pescuezo al idiota que la empezó. Los alados no arman gresca como vulgares atados a la tierra.

Val le miró directamente.

—Yo soy la causa de que la fiesta se haya quedado vacía.

—¿Te conozco de algo? —preguntó Garth.

—Soy Val. De Arren Sur.

Esperó.

—No es el causante de nada —intervino bruscamente Maris—. Créeme, Garth, es mi invitado.

Garth parecía asombrado.

—Entonces, ¿por qué…?

—También me llaman Un-Ala.

En el rostro de Garth se reflejó la comprensión, y Maris se dio cuenta del aspecto que tuvo ella cuando conoció a Val, en el puerto de Ciudad Tormenta. También se dio cuenta, asqueada, de cómo debió de sentirse Val.

Fueran cuales fuesen los sentimientos de Garth, luchó por recobrar el control sobre ellos.

—Ojalá pudiera darte la bienvenida —dijo—, pero sería mentira. Ari era una mujer buena, dulce, que jamás hizo daño a nadie. Y también conocía a su hermano. Todos le conocíamos —suspiró y se volvió hacia Maris—. ¿Dices que es tu invitado? ¿Y qué quieres que haga?

—Ari también era amiga mía —dijo Maris—. No te pido que la olvides, Garth. Pero Val no la mató. Le quitó las alas, no la vida.

—Son lo mismo —gruñó Garth. Pero no lo decía plenamente convencido. Volvió a mirar a Val—. Por aquel entonces eras un niño, y nadie sabía que Ari acabaría suicidándose. Yo también he cometido errores, aunque ninguno tan grave como el tuyo, y supongo…

—No cometí ningún error —le interrumpió Val.

Garth parpadeó.

—El desafío fue un error. Ari se suicidó —dijo.

—Volvería a desafiarla. No estaba en condiciones de volar. Si murió, el error fue suyo, no mío.

Garth era siempre amable y simpático. Incluso sus raros accesos de cólera estaban llenos de amenazas huecas. Maris jamás le había visto tan frío y duro como en aquel momento.

—Lárgate, Un-Ala —dijo con voz controlada—. Sal de este refugio y no vuelvas a entrar en él, con alas o sin ellas. No te lo permitiré.

—No volveré —replicó tranquilamente Val—. De todos modos, quiero agradeceros vuestra calidez y generosidad.

Sonrió y se dirigió hacia la puerta. S’Rella fue tras él.

—¡S’Rella! —la llamó Garth—. No… Tú puedes quedarte, claro. No tengo…

S’Rella se dio la vuelta, furiosa.

—¡Lo que ha dicho Val es cierto! ¡Os odio a todos!

Y siguió a Val Un-Ala hacia la noche.

Aquella noche, S’Rella no volvió a la pequeña cabaña, pero estaba allí al día siguiente, poco después del amanecer. Val venía con ella, los dos dispuestos a practicar. Maris les entregó las alas y les acompañó por los gastados escalones de piedra que llevaban al risco de los alados.

—Una carrera —les dijo—. Bordead la isla, utilizando la brisa marina y volando bajo. Una vuelta entera.

Hasta que no los perdió de vista, Maris no empezó a ponerse las alas. Tardarían varias horas en completar el circuito, y aquel tiempo le vendría bien. Se encontraba cansada, irritable, no estaba de humor ni para la mejor de las compañías, algo que nunca había sido Val. Se entregó al reconstituyente abrazo del viento sobre el mar.

La mañana era clara y tranquila, los vientos soplaban firmes bajo ella. Cabalgó sobre ellos, dejando que la llevasen donde quisieran. En cualquier dirección, le daba lo mismo. Sólo quería volar, sentir el roce del viento, olvidar todos los insignificantes problemas de la tierra en el frío y puro aire del cielo.

No había mucho que ver. Gaviotas, milanos y un halcón o dos cerca de las orillas de Skulny, un bote de pesca aquí y allá, y sólo el océano a lo lejos, océano por todas partes, agua verdeazulada que reflejaba el sol. En una ocasión, vio una manada de tigres marinos, esbeltas formas plateadas cuyos saltos juguetones los levantaban seis metros por encima de las olas.

Una hora más tarde alcanzó a ver un espectro del viento, un extraño pájaro con alas semitranslúcidas, tan amplias y finas como las velas de un barco mercante. Maris nunca había visto uno, aunque los alados solían hablar de ellos. Volaban a gran altura, donde pocas veces llegaban los humanos, y casi nunca se podían observar desde la tierra. Este ejemplar estaba a relativamente poca altura, flotaba en el viento, sin apenas mover las enormes alas. Pronto lo perdió de vista.

La invadió una profunda sensación de paz, sintió que se liberaba de todas las tensiones e iras de la tierra. Pensó que aquello era lo que realmente importaba de volar. El resto, los mensajes que llevaba, los homenajes que se le rendían, la vida fácil, los amigos y los enemigos de la sociedad de los alados, las reglas, las leyes y las leyendas, la responsabilidad y la libertad sin ataduras, todo aquello era secundario. Para Maris, ésta era la auténtica recompensa: simplemente, la sensación de volar.

Pensó que S’Rella también la sentía. Quizá por eso apreciaba tanto a la jovencita del Sur, por el aspecto que tenía cuando acababa de volar: las mejillas enrojecidas, los ojos brillantes y aquella sonrisa. Y, repentinamente, se dio cuenta de que Val no mostraba ninguno de aquellos síntomas. La idea la entristeció. Aunque ganara las alas, el joven nunca tendría todo eso. Volar era un orgullo para él, siempre volvía terriblemente satisfecho, pero no era capaz de disfrutar del cielo. Tanto si ganaba las alas como si no, jamás sentiría la paz y la felicidad de un auténtico alado. Y ésa era la cruel verdad acerca de Val.

Cuando vio por el sol que ya era casi mediodía. Maris maniobró y trazó un esbelto arco para iniciar el regreso hacia Skulny.

Maris estaba descansando sola en la cabaña aquella tarde cuando la sobresaltó un fuerte e insistente golpe en la puerta.

El visitante era un desconocido, un hombre bajo y delgado de mejillas secas y pelo peinado hacia atrás, atado en un nudo sobre la nuca. Un oriental. El peinado y las ropas ribeteadas en piel lo delataban. Lucía un anillo de hierro en un dedo y uno de plata en otro, demostraciones de su riqueza.

—Me llamo Arak —se presentó—, he volado más de treinta años para Arren Sur.

Maris terminó de abrir la puerta y le franqueó el paso, al tiempo que le señalaba la única silla. Ella se sentó en la cama.

—¿Eres de la isla de Val?

El alado sonrió.

—Exacto. Precisamente quería hablarte de Val Un-Ala. Algunos de nosotros hemos estado hablando…

—¿Nosotros?

—Alados.

—¿Qué alados?

La egolatría del hombre la hizo adoptar una actitud hostil, no le gustaba aquel tono presuntuoso.

—Eso no importa —replicó Arak—. Me han enviado a hablar contigo porque todo el mundo cree que eres una alada de corazón, aunque no de cuna. No ayudarías a Val Un-Ala si supieras la clase de hombre que es.

—Le conozco —dijo Maris—. No me gusta, y no le he perdonado la muerte de Ari, pero merece una oportunidad.

—Ya ha tenido más oportunidades de las que merece —respondió Arak, furioso—. ¿No sabes de dónde viene? Sus padres eran malvados, sucios, ignorantes. De Lomarron, no de Arren Sur. ¿Conoces Lomarron?

Maris asintió, recordando la ocasión en que había volado a Lomarron, hacía tres años. Una isla grande, montañosa, de tierra pobre para la agricultura, pero rica en minerales. Y era precisamente aquella riqueza la causa de interminables guerras. La mayoría de los atados a la tierra trabajaban en las minas.

—Sus padres eran mineros —supuso.

Pero Arak meneó la cabeza.

—Guardianes. Asesinos profesionales. Su padre luchaba con cuchillo, su madre con honda.

—Muchas islas tienen cuerpos de guardianes —dijo Maris, intranquila.

Arak parecía estar disfrutando con aquello.

—Pero en Lomarron practican más que en ninguna —replicó—. Demasiado, para ser exactos. A su madre le cortaron la mano en una pelea, limpiamente, por la muñeca. Poco después hubo una tregua. Pero la familia de Val no respetaba las treguas, y su padre mató a un hombre. Luego los tres tuvieron que huir de Lomarron en un bote de pesca que robaron. Así llegaron a Arren Sur. Su madre era una inútil, una tullida con una sola mano, pero su padre volvió a enrolarse con los guardianes. No fue por mucho tiempo. Una noche, se emborrachó y dijo a un compañero quién era en realidad. La noticia llegó a oídos del Señor de la Tierra, y luego a Lomarron. Le ahorcaron por robo y asesinato.

Maris se quedó en silencio, paralizada.

—Sé todo esto —siguió Arak—, porque me dio pena la pobre viuda. La contraté como ama de llaves y cocinera, sin importarme que, con una sola mano, fuera torpe y lenta. Les di un lugar donde vivir, comida abundante, y eduqué a Val como mi propio hijo. Su padre había muerto, debió tomar ejemplo de mí. Le proporcioné la disciplina que le faltaba. Pero fue una pérdida de tiempo, es de mala raza. Desperdicié mi bondad en madre e hijo, y lo que hagas por él también será un desperdicio. La mujer era perezosa y torpe, siempre estaba quejándose de lo mal que se encontraba, nunca hacía el trabajo a tiempo pero pretendía que le pagara como si lo hubiera hecho. Val siempre jugaba a luchar con cuchillo y a matar gente. Incluso trató de arrastrar a mi propio hijo a esos asquerosos juegos, pero intervine en seguida. Era una mala influencia. Los dos me robaban, ¿sabes? Su madre y él. Siempre faltaban cosas. Tenía que mantener el hierro bajo llave. Una vez le atrapé tocando mis alas en medio de la noche, cuando me creía dormido.

»Le das una oportunidad de ganarse las alas justamente, ¿y qué hace? Ataca a la pobre Ari, que no tenía ni una oportunidad. Fue tanto como matarla. No tiene moral ni principios. No se los pude inculcar a golpes cuando era pequeño, y ahora…

Maris se levantó de golpe, al recordar las cicatrices que viera en la espalda de Val.

—¿Le pegabas?

—¿Eh? —Arak la miró, sorprendido—. Por supuesto, claro que le pegaba. Sólo quería que tuviera un poco de sentido común. Una vara de madera cuando era pequeño, un toque de látigo de vez en cuando al crecer… Igual que hacía con mi hijo.

—Igual que hacías con tu hijo. ¿Y qué hay del resto de las cosas que le dabas a tu hijo? ¿Val y su madre comían en la misma mesa que vosotros?

Arak se levantó, con los afilados rasgos contraídos por la ira. Incluso de pie era una figurilla pequeña, y tenía que levantar la vista para mirar a Maris.

—¡Claro que no! —respondió—. Eran criados, atados a la tierra a los que se pagaba por su trabajo. Los sirvientes no comen con los amos. Les daba todo lo que necesitaban, no creas que los mataba de hambre.

—Les dabas los restos —replicó Maris con furiosa seguridad—. Restos y sobras, la basura que no querías.

—Yo ya era un alado rico cuando tú no eras más que una mocosa atada a la tierra que escarbaba buscando comida. No intentes decirme cómo debo mantener a mis criados.

Maris dio un paso adelante y se inclinó sobre él.

—Le educaste con tu propio hijo, ¿verdad? ¿Y qué decías cuando entrenabas a tu propio hijo y Val preguntaba si podía probarse las alas?

Arak dejó escapar una desagradable carcajada.

—¡Le quité la idea a latigazos! —respondió—. Eso fue antes de que llegaras tú con tu maldita idea de las academias para que los atados a la tierra empezaran a imaginarse cosas raras.

Maris le empujó.

Jamás había puesto la mano encima a otra persona en un arranque de ira, pero ahora le empujó fuertemente, con las dos manos, queriendo hacerle daño. A Arak se le atragantó la risa en la garganta y dio un paso hacia atrás. Volvió a empujarle y el hombre tropezó y cayó. Maris se colocó a su lado, observando la nerviosa incredulidad en sus ojos.

—Levántate —dijo—. Levántate y vete de aquí, sucio hombrecillo. Si pudiera, te arrancaría las alas de la espalda. Estúpido del cielo.

Arak se levantó y se dirigió rápidamente hacia la puerta. En el exterior, volvió a sentirse valiente.

—¡La sangre lo dirá! —gritó a Maris a través del hueco de la puerta—. Lo sabía. Se lo dije a todos. Un atado a la tierra es un atado a la tierra. Las academias cerrarán. Te deberíamos haber quitado las alas hace mucho tiempo, pero acabaremos quitándotelas, no lo dudes.

Temblando, Maris cerró la puerta de golpe.

De repente, una terrible sospecha se apoderó de ella. Abrió la puerta rápidamente y echó a correr tras él. Al verla acercarse, Arak también echó a correr, pero pronto le alcanzó y le derribó sobre la arena. Varios alados les contemplaban atónitos, pero ninguno hizo el menor movimiento para intervenir.

Arak se revolvía bajo ella.

—¡Estás loca! —gritó—. ¡Suéltame!

—¿Dónde ejecutaron al padre de Val? —exigió saber Maris.

Arak se puso torpemente en pie.

—¿En Lomarron o en Arren Sur?

—En Arren, por supuesto. No tenía sentido embarcarle de vuelta a Lomarron —dijo, alejándose un paso de ella—. Nuestra cuerda es tan buena como cualquier otra.

—Pero el crimen se cometió en Lomarron, así que era el Señor de Lomarron el que tenía que ordenar la ejecución —replicó Maris—. ¿Cómo le llegó la orden a tu Señor de la Tierra? Tú la llevaste, ¿verdad? ¡Tú llevaste el mensaje de ida y vuelta!

Arak la miró y echó a correr de nuevo. Esta vez, Maris no le siguió.

La expresión del rostro del alado era toda la confirmación que necesitaba.

El viento procedente del mar era cortante y frío aquella noche, pero Maris caminaba lentamente, sin demasiadas ganas de abandonar la soledad del camino para tener una conversación con Val. Quería hablar con el joven —sentía que tenía que hacerlo—, pero no estaba segura sobre qué iba a decirle. Por primera vez, tenía la sensación de comprenderle. Y aquella simpatía le molestaba.

Estaba furiosa con Arak. Le había respondido de manera emocional y, según pensaba ahora, irracional. Aunque Val estuviera en su derecho de sentir aquella ira, era impropia de ella. No se puede culpar a un alado por el mensaje que lleva. Eso es algo de sentido común, tanto como las leyendas. Maris nunca había llevado mensajes que implicaran la muerte de nadie, pero una vez voló con cierta información, gracias a la cual una mujer acabó en la cárcel, acusada de robo. ¿Guardaría aquella mujer tanto rencor hacia Maris como hacia el Señor de la Tierra que la sentenció?

Maris se metió las manos en los bolsillos y encogió los hombros bajo el mordisco del viento, tiritando mientras intentaba apartar aquel problema de su mente. Arak era una persona desagradable, era muy posible que le hubiera complacido la idea de ser el instrumento de la venganza contra un asesino, y sin duda se había aprovechado de la situación. Val y su madre eran mano de obra barata, por mucho que hablara de su propia generosidad.

Mientras se acercaba a la taberna en la que se hospedaba Val, Maris seguía discutiendo consigo misma. Arak era un alado, y los alados no pueden negarse a transportar ningún mensaje, sin importar lo desagradable o injusto que parezca. No podía permitir que el desagrado que le inspiraba el hombre le hiciera culpable por la ejecución (merecida o no) del padre de Val. Y eso era algo que Val, si alguna vez llegaba a ser algo más que Un-Ala, tendría que entender también.

La taberna era un local destartalado, el interior estaba oscuro y frío, y olía ligeramente a moho. El fuego era demasiado pequeño para calentar por completo la sala principal, y las velas que ardían sobre la mesa dejaban escapar demasiado humo. Val estaba charlando con tres corpulentas mujeres morenas que llevaban el uniforme marrón y verde de los guardianes, pero se acercó a Maris cuando la alada le llamó. Llevaba un vaso de vino en la mano.

Sostuvo el vaso mientras ella hablaba. El rostro del joven era inexpresivo, y en ningún momento la interrumpió. Cuando Maris terminó de hablar, apenas quedaba un rastro de aquella antipática sonrisa.

—Calidez y generosidad —dijo—. Arak tenía las dos cosas en abundancia.

No añadió nada más.

Fue un silencio largo y desagradable.

—¿No tienes nada más que decir? —preguntó por fin Maris.

La expresión de Val cambió ligeramente, las líneas de alrededor de la boca se tensaron, los ojos se estrecharon. Parecía más duro que nunca.

—¿Qué esperas que diga, alada? ¿Quieres que te abrace, que llore sobre tu hombro, que componga una canción sobre lo comprensiva que eres? ¿Qué quieres?

La ira que se reflejaba en la voz del joven sobresaltó a Maris.

—No… No sé qué esperaba —dijo—. Pero quería que supieras que comprendo todo lo que has sufrido, que estoy de tu parte.

—No quiero que estés de mi parte —replicó Val—. No te necesito a ti, ni necesito tu compasión. Y si crees que te estoy agradecido por haber hurgado en mi pasado, te equivocas. Lo que pasó entre Arak y yo es asunto nuestro, no tuyo. No necesitamos de tus juicios.

Apuró el vaso de vino y chasqueó los dedos. El encargado del bar se acercó a la mesa y puso otra botella entre ellos.

—Querías vengarte de Arak, y me parece bien —insistió Maris, testaruda—. Pero ahora lo que quieres es vengarte de todos los alados. Debiste desafiar a Arak, no a Ari.

Val se llenó de nuevo el vaso y probó el vino.

—Esa romántica idea presenta varios problemas —dijo, ya más tranquilo—. Para empezar, Arak no tenía alas el año que Hogar del Aire me avaló. Su hijo había llegado a la edad, Arak estaba retirado. Hace un par de años, su hijo enfermó de no sé qué fiebre del Sur y murió, y Arak volvió a tomar las alas.

—Ya entiendo —asintió Maris—. Y no desafiaste a su hijo porque era tu amigo.

La carcajada de Val tenía un tinte de crueldad.

—No. Su hijo era un estúpido que cada día se parecía más a su padre. No derramé ni una lágrima cuando lo arrojaron al mar. Sí, en el pasado jugamos juntos, cuando era demasiado joven para darse cuenta de su superioridad. Nos azotaron juntos en muchas ocasiones, pero eso no nos unió. —Se inclinó hacia adelante—. No le desafié porque era bueno, la misma razón por la que no habría desafiado a Arak. Pienses lo que pienses, no me interesa la venganza. Me interesan las alas y lo que representan. Tu Ari era la alada más débil que vi, sabía que podría quedarme con sus alas. En cambio, si me enfrentaba contra Arak o contra su hijo, era posible que perdiera. Así de fácil.

Tomó otro sorbo de vino mientras Maris le miraba, cansada. No sabía qué esperaba al acudir a la taberna, pero no era aquello. Y supo que no conseguiría nada, que no podría conseguir nada. Había sido una estupidez intentarlo. Val Un-Ala era como era, y no cambiaría porque Maris comprendiera las crueles fuerzas que le habían moldeado. Estaba allí sentado, mirándola con el mismo desprecio frío de siempre. Maris supo que nunca podrían ser amigos, nunca, pasara lo que pasase.

Lo intentó de nuevo.

—No juzgues a todos los alados por Arak. —Mientras hablaba, se preguntó por qué no había dicho «nos», por qué no se incluía entre los alados—. Arak no es un ejemplo típico.

—Arak y yo nos comprendemos el uno al otro perfectamente —le replicó Val—. Sé muy bien lo que es, gracias. Sé que es más cruel que la mayoría de las personas, alados o atados a la tierra, menos inteligente y más propenso a la ira. Pero eso no cambia mi opinión sobre el resto de los alados. Tanto si quieres admitirlo como si no, la mayoría de tus amigos piensan como él. Lo que pasa es que Arak tiene menos reticencias en cuanto a admitirlo, y es un poco más rudo al expresarlo.

Maris se levantó.

—No tenemos nada más que decirnos. Os espero a S’Rella y a ti mañana por la mañana, para practicar —dijo al tiempo que se alejaba del joven.

Sena y el resto de los Alas de Madera llegaron varias horas antes de lo previsto, el día anterior al principio de la competición. Bajaron del barco en el puerto más cercano y caminaron doce millas por el camino que discurría paralelo al mar.

Maris estaba volando y tardó varias horas en enterarse de que habían llegado. Cuando se reunió con ellos, Sena le preguntó inmediatamente por las alas de la academia, y envió a Leya y a Sher a buscarlas.

—Tenemos que aprovechar cada hora de buen viento que nos queda —explicó—. Llevamos demasiado tiempo atrapados en ese barco.

Cuando los estudiantes se marcharon, Sena pidió a Maris que se sentara a su lado, y la miró con preocupación.

—Dime qué pasa.

—¿A qué te refieres?

Sena agitó la cabeza, impaciente.

—Me he dado cuenta en seguida —dijo—. En los años anteriores, los alados se han mostrado fríos con nosotros, pero siempre con educación. Este año la hostilidad se palpa en el aire, como un mal olor. ¿Se trata de Val?

Brevemente, Maris contó a la anciana lo que había sucedido.

Sena frunció el entrecejo.

—Bueno, mala suerte, pero sobreviviremos. La adversidad les endurecerá. Lo necesitan.

—¿Tú crees? Esta adversidad no es la misma que les proporcionará el viento, el clima y los malos aterrizajes. Es otra cosa. ¿Necesitan que les endurezcan el corazón, además del cuerpo?

Sena le puso una mano en el hombro.

—Quizá sí. Pareces triste, Maris, y comprendo tu disgusto. Yo también fui una alada, y me gustaría tener mejor opinión de mis viejos amigos. Pero tanto los alados como los Alas de Madera, sobreviviremos.

Aquella noche los alados disfrutaron de una ruidosa fiesta en el refugio, tan escandalosa que, incluso desde el pueblo, Maris y los demás pudieron oírla. Pero Sena no dejó que sus discípulos asistieran. Dijo que aquella noche, después de una última reunión en su cabaña, necesitaban descansar.

Empezó por informarles de las reglas. La competición duraría tres días, aunque los asuntos serios, los desafíos formales, estarían restringidos a las mañanas.

—Mañana nombraréis a vuestro oponente y correréis contra él o ella —explicó Sena—. Los jueces valorarán la velocidad y la resistencia. Pasado mañana se puntuará la elegancia y, el tercer día, la precisión: volaréis a través de los arcos para demostrar vuestra capacidad de control.

Las tardes y noches se ocuparían con competiciones menos serias, juegos, desafíos personales, concursos de canciones, fiestas y cosas así.

—Dejad eso para los alados que no intervienen en los auténticos desafíos —advirtió Sena—. No hagáis tonterías. Sólo conseguiríais cansaros y malgastar energías. Mirad si queréis, pero no toméis parte.

Cuando terminó de explicar las reglas. Sena se dedicó a responder preguntas hasta que le hicieron una a la que no supo qué contestar. La formuló Kerr, que había perdido peso en los tres días que pasó en el barco, y tenía un aspecto sorprendentemente atlético.

—¿Cómo sabremos a quién debemos desafiar, Sena?

La maestra miró a Maris.

—No es la primera vez que se nos presenta este problema —les dijo—. Cuando llegan a la edad de desafiar, los hijos de los alados saben todo lo que necesitan saber, pero a nosotros no nos llegan los cotilleos, no sabemos quién es fuerte y quién es débil entre los alados. Mis datos están pasados desde hace diez años. ¿Quieres aconsejarle tú, Maris?

La alada asintió:

—Bueno, evidentemente, queréis desafiar a alguien a quien podáis derrotar. Yo sugiero que elijáis a los occidentales o a los orientales. Los alados que vienen de más lejos suelen ser los mejores. Cuando la competición se celebra en el Archipiélago del Sur, los alados sureños más débiles están disponibles, pero sólo los mejores del Archipiélago Occidental hacen el viaje.

»También os recomiendo que evitéis a los alados de Gran Shotan. Tienen una organización casi militar y entrenan intensivamente todos los días.

—El año pasado desafié a una mujer de Gran Shotan —intervino Damen, sombrío—. No parecía una rival muy peligrosa, pero en el momento de la verdad me derrotó sin tener que esforzarse.

—Lo más probable es que estuviera fingiendo torpeza para provocar algún desafío —explicó Maris—. Sé de alados que hacen cosas así.

—Pero eso deja mucha gente a la que desafiar —señaló Kerr, insatisfecho—. Yo no conozco a ningún alado. ¿Por qué no nos dices unos cuantos nombres de personas a las que podamos derrotar?

Val se echó a reír. Estaba en la puerta, con S’Rella a un lado, muy cerca.

—Tú no podrías derrotar a nadie —le dijo—. Excepto a Sena, aquí presente. Desafíala a ella.

—¡Te venceré a ti, Un-Ala! —saltó Kerr.

Sena le mandó callar y miró a Val.

—Silencio. No estoy dispuesta a consentir más insultos como ése, Val. —Se volvió hacia Maris—. Kerr tiene razón. ¿Puedes decirnos los nombres de unos cuantos alados a los que consideres vulnerables?

—Ya sabes, Maris —intervino de nuevo Val—. Como Ari.

Estaba sonriendo.

Hasta hacía poco, la mera sugerencia hubiera horrorizado a Maris. La habría considerado una traición de la peor especie. Ahora ya no estaba tan segura. Los malos alados se ponían en peligro a ellos mismos y a las alas, y sus nombres no eran ningún secreto, estaban en boca de todos los que conocían los rumores del Nido de Águilas.

—Supongo… supongo que puedo sugerir algunos nombres —dijo, titubeando—. Jon del Culhall, por ejemplo. Se dice que está perdiendo vista, y nunca ha volado demasiado bien. Otra podría ser Bari de Poweet. Ha engordado más de quince kilos desde el año pasado, y eso siempre es síntoma de que el cuerpo y la voluntad de un alado empiezan a fallar. —Mencionó a una media docena más de alados, los que tenían reputación de ser torpes, descuidados o las dos cosas, demasiado jóvenes o viejos. Luego, impulsivamente, añadió otro nombre más—. Y un oriental al que conocí ayer, quizá valga la pena desafiarle. Arak de Arren Sur.

Val meneó la cabeza.

—Arak es pequeño, pero no débil —dijo tranquilamente—. Vuela mejor que ninguno de los presentes excepto quizá yo.

—¿Ah, sí? —Como siempre, Damen se cegó ante la baladronada implícita—. Ya veremos. Yo me fiaré del criterio de Maris.

Charlaron unos minutos más, y los Alas de Madera discutieron los nombres sugeridos por Maris. Por fin, Sena les ordenó que se retiraran a descansar.

Delante de la cabaña que había compartido con Maris, S’Rella dio las buenas noches a Val.

—Ve sin mí —le dijo—, me quedaré aquí esta noche.

El joven pareció ligeramente molesto.

—¿Sí? Como quieras.

—¿S’Rella? —dijo Maris cuando Val hubo desaparecido—. Eres bienvenida, por supuesto, pero ¿porqué…?

S’Rella se volvió hacia ella con el rostro serio.

—No mencionaste a Garth —dijo.

Maris se sobresaltó. Había pensado en Garth, por supuesto. Estaba enfermo, bebía demasiado, había ganado peso… Quizá fuera mejor para él perder las alas. Pero sabía que su amigo no lo aceptaría, y le conocía desde hacía demasiado tiempo: no consiguió obligarse a mencionar su nombre ante los Alas de Madera.

—No pude hacerlo —explicó—. Es mi amigo.

—¿Y nosotros no somos amigos tuyos?

—Por supuesto.

—Pero no tan amigos como Garth. Te importa más protegerle que darnos la oportunidad de ganar las alas.

—Quizá me equivoqué al omitirle —admitió Maris—. Pero le aprecio demasiado, no es fácil… S’Rella no habrás hablado con Val sobre Garth, ¿verdad? —preguntó, repentinamente preocupada.

—No te preocupes —replicó la joven.

Apartó a Maris, entró en la cabaña y comenzó a desnudarse. Maris no pudo hacer más que seguirla, mientras lamentaba haber hecho la pregunta.

—Me gustaría que lo entendieras —dijo a S’Rella mientras la joven sureña se deslizaba bajo las mantas.

—Lo entiendo —replicó S’Rella—. Eres una alada.

Se dio la vuelta hacia un lado, dando la espalda a Maris, sin añadir nada más.

El primer día amaneció brillante y tranquilo.

Desde el refugio de los alados, a Maris le pareció que la mitad de la población de Skulny se había congregado para ver la competición. Había gente por todas partes: paseando por las playas, encaramándose a la irregular pared del risco para tener una buena visión del espectáculo, sentándose en la hierba, en la arena o en las rocas, solos o en grupos. La playa estaba llena de niños de todas las edades que saltaban de un lado a otro levantando nubes de arena. Jugaban entre las olas, gritaban emocionados y corrían con los brazos estirados, jugando a ser alados. Los comerciantes se movían entre la multitud: un hombre llevaba salchichas, otro pellejos de vino, una mujer tiraba de un carrito cargado con pasteles de carne… Hasta el mar estaba lleno de espectadores. Maris llegó a contar más de una docena de botes cargados de pasajeros, inmóviles en el agua. Y sabía que debía de haber más fuera de su vista.

Sólo el cielo estaba vacío.

Normalmente, el cielo estaría abarrotado de alados impacientes, lleno de reflejos de alas plateadas mientras sus propietarios describían círculos para aprovechar los últimos momentos de prácticas o, simplemente, probar los vientos. Pero hoy, no.

Hoy el aire estaba quieto.

Aquella calma muerta resultaba aterradora. Era antinatural, imposible. A lo largo de la costa, la brisa marina debería ser constante. Pero una pesadez sofocante pendía sobre todas las cosas. Hasta las nubes permanecían inmóviles en el cielo.

Los alados paseaban por la playa con las alas colgadas del hombro, mirando intranquilos hacia arriba de vez en cuando, esperando que volviera el viento, hablando entre ellos de la calma en voz baja, cautelosa.

Los atados a la tierra esperaban impacientes el comienzo de la competición, la mayoría no se daban cuenta de que faltaba algo. Después de todo, aquél era un día hermoso, despejado. Y, sobre los riscos, los jueces estaban tomando asiento. La competición no podía depender del clima. En aquel aire tranquilo los concursos no serían tan emocionantes, pero aun así servirían para medir la habilidad y la resistencia.

Maris vio a Sena guiando a los Alas de Madera por la arena, en dirección a la escalera que llevaba a la cima de los riscos. Corrió a reunirse con ellos.

Ya se había formado una fila ante la mesa de los jueces, tras la cual se sentaban el Señor de Skulny y cuatro alados: una del Archipiélago Oriental, una del Archipiélago Occidental, uno del Archipiélago del Sur y otro de las Islas Exteriores.

La voceadora del Señor de la Tierra, una corpulenta mujer de enorme pecho, estaba de pie al borde del risco. Cuando cada uno de los desafiantes nombraba a su oponente ante los jueces, la mujer formaba un embudo con las manos ante la boca y gritaba el nombre para que todos lo supieran. Sus ayudantes recogían el grito y lo repetían por toda la playa, gritándolo hasta que el alado desafiado se enteraba y se dirigía hacia el risco de los alados. Entonces el desafiante acudía para reunirse con su adversario y la fila avanzaba hacia adelante. Maris conocía vagamente la mayoría de los nombres, y sabía que eran desafíos familiares, padres que probaban a sus hijos o —en uno de los casos— un hermano más joven disputando al primogénito el derecho a utilizar las alas de la familia. Pero poco antes de que los Alas de Madera llegaran hasta la mesa de los jueces, una jovencita morena de Gran Shotan nombró a Bari de Poweet, y Maris oyó a Kerr maldecir en voz baja. Un buen objetivo menos.

Luego les tocó a ellos.

A Maris le pareció que todo estaba más silencioso que antes. El Señor de la Tierra parecía animado, pero los cuatro jueces alados estaban preocupados y nerviosos. La oriental jugueteaba con un telescopio de madera que le habían dejado sobre la mesa, el musculoso rubio de las Islas Exteriores fruncía el entrecejo, e incluso Shalli parecía intranquila.

Sher avanzó en primer lugar, seguido por Leya. Los dos nombraron a alados que Maris les había sugerido. La voceadora repitió los nombres, y Maris oyó los gritos repetidos a lo largo de toda la playa.

Damen nombró a Arak de Arren Sur, y la juez oriental sonrió irónicamente.

—Arak estará encantado —dijo.

Kerr nombró a Jon de Culhall. A Maris no le gustó. Jon era un mal alado, un oponente apetecible, y esperaba que le desafiase alguno de los mejores alumnos de la academia —Val, S’Rella o Damen—. Kerr era el peor de sus seis discípulos, y lo más probable era que Jon le superase con las alas.

Val Un-Ala se acercó a la mesa.

—¿A quién eliges? —gruñó el juez de las Islas Exteriores.

Estaba tenso, al igual que los otros jueces, incluido el Señor de la Tierra. Maris descubrió que ella también se estaba mordiendo los labios, temerosa de lo que pudiera hacer Val.

—¿Sólo puedo elegir a uno? —preguntó el joven, sarcástico—. La última vez que competí, tuve una docena de rivales.

Fue Shalli la que le replicó con brusquedad.

—Como bien sabes, las reglas han cambiado. Ya no se permiten los desafíos múltiples.

—Lástima —respondió Val—. Esperaba llevarme a casa toda una colección de alas.

—Si ganas unas solas alas, lo sentiré mucho, Un-Ala —intervino la oriental—. Hay otros esperando. Nombra a tu oponente y apártate a un lado.

Val se encogió de hombros.

—Entonces, elijo a Corm de Amberly Menor.

Silencio. Shalli pareció sobresaltarse un momento, pero luego sonrió. La oriental dejó escapar una risita disimulada, y el juez de las Islas Exteriores se rió abiertamente.

—¡Corm de Amberly Menor! —gritó la voceadora.

—¡Corm de Amberly Menor! —repitieron una docena de voces.

—Debería retirarme del juzgado —dijo Shalli con voz sosegada.

—No, Shalli —pidió la juez oriental—. Confiamos en tu equidad.

—No te pido que te retires —intervino Val.

Shalli le miró asombrada.

—Muy bien. Tú mismo has elegido la derrota, Un-Ala. Corm no es una chiquilla deshecha por el dolor.

Val le dedicó una sonrisa enigmática y se alejó de la mesa. Sena y Maris se echaron inmediatamente sobre él.

—¿Por qué lo has hecho? —exigió saber Sena. Estaba furiosa—. Evidentemente, he perdido el tiempo contigo. ¡Corm! Dile cómo vuela Corm, Maris, dile a este idiota engreído que acaba de perder las alas.

Val la estaba mirando.

—Creo que lo sabe muy bien —dijo Maris al encontrarse con los ojos del joven—. Y también sabe que Shalli es su esposa. Por eso le ha desafiado.

Val no tuvo ocasión de contradecirla. A sus espaldas, la fila avanzaba, y la voceadora estaba gritando otro nombre. Maris lo oyó y sintió que se le formaba un nudo en el estómago.

—No —dijo.

Pero la palabra se le atragantó en la garganta, y nadie la oyó.

Entonces, como en respuesta, la voceadora gritó de nuevo el nombre.

—¡Garth de Skulny! ¡Garth de Skulny!

S’Rella se apartaba en aquel momento de los jueces, con los ojos bajos. Cuando por fin alzó la vista para mirar a Maris, tenía el rostro rojo, pero con una expresión de desafío.

De dos en dos, saltaron hacia el sol de la mañana, luchando contra el pesado aire. Ya no estaba quieto, pero los vientos seguían siendo racheados e impredecibles. Los alados llevaban sus propias alas, y los desafiantes las que les habían prestado los jueces, amigos o espectadores. El curso de la carrera les llevaría hasta una islilla rocosa llamada Lisie, donde tendrían que aterrizar y recoger una señal de manos del Señor de la Tierra, que les aguardaba allí, antes de iniciar el camino de regreso. Era un vuelo de unas tres horas en condiciones normales. Con aquellos vientos, Maris sospechó que duraría más.

Las Alas de Madera y sus oponentes saltaron por el orden en que habían efectuado los desafíos. Sher y Leya empezaron bien. Damen tuvo más problemas: Arak le zahería verbalmente mientras trazaban círculos en el aire, esperando la señal de comenzar, y voló peligrosamente cerca de él mientras giraban sobre el océano. Incluso desde tan lejos, Maris advirtió que Damen estaba desconcertado.

Kerr lo hizo todavía peor. Saltó mal, casi pareció desplomarse desde el risco, y la multitud dejó escapar un grito cuando cayó en picado hacia la playa. Por fin recuperó un cierto control y empezó a elevarse, pero para cuando comenzó a sobrevolar el mar, su adversario le llevaba una sustancial ventaja.

Corm parecía animado y sonriente mientras se preparaba para la carrera contra Val. Bromeaba y flirteaba con las dos chicas atadas a la tierra que le ayudaban a desplegar las alas, intercambiaba comentarios con los espectadores y saludaba a Shalli con la mano. Incluso sonrió una vez a Maris. Pero sólo habló con Val en una ocasión, justo antes de saltar.

—¡Esto es por Ari! —le gritó.

Al momento siguiente ya estaba corriendo, y el viento le captaba. Val no dijo nada. Se desplegó las alas él mismo en silencio, saltó del risco en silencio y describió un círculo en torno a Corm en silencio. La voceadora les dio la orden de empezar, y los dos partieron desde direcciones opuestas. Giraron limpiamente, mientras la sombra de sus alas pasaba por encima de los rostros de los niños que les miraban desde la playa. Cuando se perdieron de vista, Corm iba por delante, pero sólo a la distancia de unas alas.

Por último les llegó el turno a S’Rella y a Garth. Maris se quedó junto a Sena, cerca de los jueces. Desde allí alcanzaba a ver el risco de los alados y a los dos competidores. El corazón se le encogió. Garth estaba demacrado y pálido, y desde lejos parecía demasiado grueso y torpe como para tener siquiera una oportunidad contra la esbelta y joven desafiante. Los dos se prepararon en silencio. Garth sólo habló una o dos veces con su hermana, S’Rella no dijo ni palabra. Ninguno de los dos empezó bien, y Garth tuvo problemas con los escasos vientos a causa de su peso. S’Rella se le adelantó rápidamente, pero para cuando llegaron al horizonte y desaparecieron, el alado había acortado la distancia.

—Sabía que querías ayudar a los Alas de Madera, pero… ¿Cómo has podido traicionar a un amigo?

La voz de Dorrel era despectivamente tranquila. Con el corazón encogido, Maris se dio la vuelta para enfrentarse a él. No habían vuelto a hablar desde aquella primera noche, en la playa.

—No quería que sucediera, Dorr —dijo—, pero quizá será lo mejor. Los dos sabemos que está enfermo.

—Enfermo, sí —saltó el alado—. Pero quería protegerle. Si pierde, morirá.

—Si gana, también.

—Creo que él lo preferiría. Pero si esa chica le quita las alas… A Garth le gustaba, ¿sabes? Me habló de ella, de lo agradable que era, la noche después de que Val estropeara la fiesta en el refugio.

También a Maris le había enfurecido la elección de oponente de S’Rella, pero la fría cólera de Dorrel le hizo cambiar de opinión.

—S’Rella no ha hecho nada mal —dijo—. Ha sido un desafío perfectamente apropiado. Y Val no estropeó la fiesta, como dices tú. ¿Cómo te atreves a insinuarlo? ¡Fueron los alados los que le insultaron y luego se marcharon!

—No te comprendo —respondió Dorrel en voz baja—. No quería creer lo mucho que habías cambiado. Pero todo lo que dicen es cierto. Te has vuelto contra nosotros. Prefieres la compañía de los Alas de Madera y la de Un-Ala a la de los auténticos alados. Ya no te conozco.

El dolor que se reflejaba en el rostro de Dorrel la hirió tanto como la dureza de las palabras. Maris tuvo que obligarse a responder.

—No —dijo—. Ya no me conoces.

Dorrel esperó un momento, esperó a que añadiera algo, pero Maris sabía que, si abría la boca, sería para gritar o sollozar. Vio cómo la ira se mezclaba con la tristeza en el rostro de Dorrel, y cómo, finalmente, vencía la ira. El joven se volvió sin decir una palabra más y se marchó.

Mientras le miraba alejarse de ella, Maris sintió que se desangraba, y supo que ella misma se había infligido la herida.

—He elegido —susurró.

Las lágrimas le corrían por las mejillas mientras miraba hacia el mar, sin ver nada.

Habían partido volando de dos en dos. Horas más tarde, volvieron de uno en uno.

Multitudes de atados a la tierra aguardaron en las playas, escudriñando el horizonte con los ojos. Habían organizado sus propios juegos y concursos mientras comían, bebían y aguardaban los resultados de la competición de los alados.

Los jueces observaban el cielo a través de telescopios creados para ellos por el mejor fabricante de lentes de Ciudad Tormenta. Sobre la mesa, ante ellos, había unas cuantas cajas de madera, una por cada carrera, y varios montoncitos de guijarros: guijarros blancos para los alados y guijarros negros para los desafiantes. Cuando terminaba una carrera, cada juez depositaba un guijarro en la caja de madera correspondiente. Si la competición había sido particularmente reñida, el juez podía optar por declarar un empate, dejando en la caja un guijarro de cada color —pero esto sucedía raramente—, si el vencedor resultaba muy evidente, podía depositar dos guijarros blancos o dos guijarros negros.

Antes de que nadie pudiera ver nada desde la orilla, los ocupantes de los botes divisaron al primer alado. El grito llegó desde el agua. En la playa, la gente empezó a ponerse de pie y a levantar las manos para protegerse los ojos del sol. Shalli alzó el telescopio.

—¿Ves algo? —le preguntó otro juez.

—A un alado —respondió ella con una carcajada—. Allí… —trató de indicárselo—. Debajo de la nube. Todavía no puedo decir quién es.

Todos miraron. Maris apenas podía ver el punto que señalaban. Podría tratarse de un milano o de cualquier ave, pero los jueces tenían telescopios.

La mujer oriental fue la primera en reconocer al alado.

—¡Es Lane! —exclamó sorprendida.

Los demás también parecían impresionados. Según recordaba Maris. Lane había partido en el tercer turno, con lo que no sólo vencía a su propio hijo, sino también a otros cuatro alados que empezaron antes que él.

Para cuando aterrizó, otros dos alados habían surgido ya de entre las nubes, uno de ellos a varias alas de distancia del otro. Los dos primeros en saltar, según anunciaron los jueces. Uno de los ayudantes del Señor de la Tierra pasó dos de las cajas de madera por la mesa, y Maris oyó los golpes de los guijarros al caer en ellas.

Cuando el ayudante dejó las cajas a un lado, se acercó más para verlas. En la primera, contó cinco guijarros negros y uno blanco. Cuatro jueces votaban por el desafiante, y uno daba por empatada la carrera. En la otra, en la caja correspondiente al desafío contra Lane, había cinco guijarros blancos. Pero mientras miraba, los jueces dejaron caer tres más: acababan de aparecer otros dos alados a lo lejos, y ninguno de ellos era el hijo de Lane. Cuando por fin llegó, unos veinte minutos más tarde, otros cinco alados se le habían adelantado, y en la caja de Lane había diez guijarros blancos. Una ventaja formidable. Maris supuso que el chico podía darse por derrotado en la competición.

Cada vez que se identificaba a un alado a lo lejos, los jueces anunciaban el nombre a la voceadora, que lo gritaba para que todo el mundo lo oyera. Algunos de los anuncios venían seguidos por gritos de alegría, procedentes de los atados a la tierra que se encontraban en la playa, y de vez en cuando Maris alcanzaba a oír también algunos gruñidos. Sospechó que los gritos se debían a motivos económicos, más que a razones personales. La mayoría de los atados a la tierra no conocían a los alados de otras islas tanto como para apreciarlos o no, pero era tradicional apostar sobre los resultados de las carreras. La alada sabía que, en aquellos momentos, una buena cantidad de dinero estaba cambiando de manos. Era difícil que alguien apostara por S’Rella. Estaban en Skulny, la isla natal de Garth, y la mayoría de los espectadores le conocían y apreciaban.

—¡Arak de Arren Sur! —gritó la voceadora.

Sena maldijo en voz baja. Maris pidió prestado el telescopio a Shalli. Era Arak, desde luego, volando en solitario, no sólo por delante de Damen, sino con ventaja también sobre Sher, Leya y sus oponentes.

Uno a uno, fueron llegando los Alas de Madera y sus adversarios.

Arak llegó en primer lugar, seguido por el hombre al que había desafiado Sher, luego Damen y el rival de Leya. Minutos más tarde, aparecieron tres alados juntos: Sher y Leya, inseparables como siempre, seguidos de cerca —y luego siendo adelantados— por Jon de Culhall. Sena volvió a maldecir con un gesto de disgusto. Maris intentó preparar alguna frase alentadora, pero no se le ocurrió ninguna. Los jueces ya estaban dejando caer guijarros en las cajas. En la playa, Damen había aterrizado y se estaba quitando las alas, mientras los demás descendían gradualmente.

El cielo quedó limpio por un momento, no había nada que ver. Kerr estaba perdiendo, y con mucha desventaja. Jon de Culhall ya había aterrizado, y el Alas de Madera ni siquiera estaba a la vista. Maris aprovechó el momento libre para ver cómo habían valorado los jueces a sus alumnos.

No se sintió demasiado animada. En la caja de Sher había siete guijarros blancos, en la de Leya cinco y en la de Damen ocho. Kerr sólo contaba con seis en contra por el momento, pero los jueces añadirían más guijarros blancos a medida que pasaran los minutos y el joven no apareciera.

—Vamos —murmuró Maris para sí misma.

—Veo a alguien —dijo el juez del Sur—. Muy arriba, ahora empieza a bajar.

Los demás levantaron los telescopios.

—Sí —confirmó otro.

La gente de la playa también había avistado al alado, y Maris oyó los murmullos especulativos.

—¿Es Kerr? —preguntó Sena, intranquila.

—No estoy segura —respondió la oriental—. Esperad.

Pero fue Shalli la primera en bajar el telescopio, con gesto incrédulo.

—Es Un-Ala —dijo con voz casi inaudible.

—Trae eso —exigió Sena, arrancándole el telescopio de las manos—. ¡Es él!

Tendió el instrumento a Maris, rebosante de alegría.

Era Val, desde luego. El viento era ahora un poco más fuerte, y lo estaba utilizando bien, deslizándose de corriente a corriente, cabalgando sobre ellas con elegancia propia de un veterano.

—Anúnciale —dijo desmayadamente Shalli a la voceadora.

—¡Val Un-Ala, Val de Arren Sur!

La multitud quedó un momento en silencio, antes de irrumpir en gritos: de alegría, gruñidos, maldiciones… Val Un-Ala no le resultaba indiferente a nadie.

Otro par de alas plateadas aparecieron en el cielo. Maris supuso que era Corm, y un vistazo a través del telescopio de Shalli se lo confirmó. Pero estaba por detrás, muy por detrás, no tenía la menor oportunidad de alcanzar a Val. Era una derrota clara y, desde luego, representaría toda una humillación para él.

—Maris —la llamó Shalli—, quiero que veas esto para que todo el mundo sepa que he sido justa.

Abrió la mano. En la palma descansaba un solo guijarro negro y, a la vista de Maris, lo dejó caer en la caja. Otros cuatro le siguieron.

—Viene uno más —avisó alguien—. No, dos.

Val ya había aterrizado y se estaba quitando tranquilamente las alas. Como siempre, rechazó la ayuda de los chiquillos atados a la tierra que se apiñaban a su alrededor. Corm descendió planeando sobre los riscos y la playa, y luego describió un furioso círculo. No tenía demasiada prisa por aterrizar y enfrentarse a la derrota. Maris sabía que Corm no era buen perdedor.

Todos los ojos estaban fijos en los dos nuevos alados.

—Garth de Skulny —dijo el juez de las Islas Exteriores—. Y su desafiante. Le sigue muy de cerca.

—Sí, es Garth —confirmó el Señor de la Tierra. No le había gustado que S’Rella desafiase a uno de sus alados, le molestaba la posibilidad de perder un par de alas—. ¡Vuela, Garth! —gritó, abiertamente parcial—. ¡De prisa!

Sena le dirigió una sonrisa.

—Lo está haciendo bien —dijo a Maris.

—No lo suficiente —respondió.

Ahora les veía claramente. S’Rella iba a una, quizá a dos alas por detrás. Pero, con la playa ya a la vista, la joven empezaba a rezagarse. Garth descendió en un abrupto picado delante de ella, y la turbulencia que creó el alado le hizo vacilar. Las alas le temblaron un momento antes de que pudiera recuperar la estabilidad, dando a Garth la oportunidad de acrecentar un poco la ventaja.

Sobrevoló la playa tres alas por delante de S’Rella. Los guijarros empezaron a caer en la caja. Maris se inclinó para ver el resultado. Había sido una carrera muy disputada, quizá alguno de los jueces votara un empate.

Lo hizo uno, pero sólo uno. Maris contó. Cinco guijarros blancos para Garth, un solitario guijarro negro para S’Rella.

—Vamos a buscarla —sugirió Maris a Sena.

—Todavía no ha llegado Kerr —replicó la maestra.

Maris casi había olvidado al joven.

—¡Oh!, espero que esté a salvo.

—Nunca debí avalarle —susurró Sena—. Maldito sea el hierro de sus padres.

Aguardaron cinco minutos, diez, quince. Sher, Leya y un desanimado Damen subieron para reunirse con ellas. Otras alas aparecieron en el horizonte, pero ninguna de ellas pertenecía a Kerr. Maris empezó a preocuparse seriamente por su alumno.

Pero por fin llegó, el último de todos los que habían partido aquella mañana. Venía de la dirección equivocada; explicó que había perdido el rumbo y que había sobrepasado Skulny sin darse cuenta. Se sentía muy estúpido.

Para entonces, por supuesto, tenía diez guijarros blancos en contra.

Los grupos de atados a la tierra empezaban a dispersarse en la playa, para ir en busca de comida, bebida o un lugar a la sombra. Los alados ya se estaban preparando para los juegos de la tarde. Sena agitó la cabeza.

—Ven —dijo rodeando a Kerr con un brazo—. Vamos a buscar a los demás para ir a comer.

La tarde transcurrió rápidamente. Algunos de los Alas de Madera salieron para ver los concursos de vuelo —un alado de las Islas Exteriores y dos de Shotan se llevaron los premios individuales, y el Archipiélago Occidental se quedó con las medallas de carreras por equipos—, mientras los demás descansaban, charlaban o jugaban. Damen había llevado un juego de geechi, y Sher y él se pasaron horas inclinados sobre el tablero, intentando recuperar parte de su orgullo perdido.

Al anochecer, empezaron las tiestas. Los Alas de Madera celebraron una pequeña fiesta por su cuenta fuera de la cabaña de Sena, en un intento poco sincero de reanimarse. Leya tocaba la flauta y Kerr contaba historias del mar. Todos bebieron del pellejo de vino que había comprado Maris. Val estaba como siempre, frío, distante e inasequible, pero todos los demás parecían deprimidos.

—No se ha muerto nadie —dijo por fin Sena, con uno de sus gruñidos—. Cuando perdáis un ojo y se os quede una pierna inútil, como a mí, entonces tendréis derecho a poner esas caras largas. Ahora no lo tenéis. Largaos todos de aquí antes de que me ponga más furiosa. —Les hizo un gesto con el bastón—. Venga, fuera, a la cama. Todavía quedan dos días de competición, todos podéis ganar las alas si voláis bien. Mañana espero más de vosotros.

Maris y S’Rella pasearon un rato por la playa, charlando y escuchando el lento e ininterrumpido batir de las olas, antes de volver a la cabaña que compartían.

—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó S’Rella con voz dulce—. Por desafiar a Garth.

—Lo estaba —respondió Maris débilmente. No tuvo valor para hablarle de su ruptura con Dorrel—. Supongo que no tenía derecho. Si le vences, es justo que te quedes con sus alas. Ya no estoy enfadada.

—Me alegro —suspiró S’Rella—. Yo también estaba enfadada contigo, pero ya no. Lo siento.

Maris le rodeó los hombros con un brazo. Las dos caminaron en silencio durante un minuto.

—He perdido, ¿verdad? —preguntó repentinamente S’Rella.

—No —respondió Maris—, todavía puedes ganar. Ya has oído a Sena.

—Sí, pero mañana se juzgará la elegancia, y ése siempre ha sido mi punto débil. Aunque gane en los arcos, me llevará tanta ventaja que no servirá de nada.

—Calla —la interrumpió Maris—, no digas esas cosas. Limítate a volar lo mejor que puedas y deja el resto para los jueces. Es lo único que puedes hacer. Y si pierdes, siempre podrás presentarte el año que viene.

S’Rella asintió. Habían llegado a la cabaña. Se adelantó para abrir la puerta, y luego dio un paso hacia atrás.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Maris!

Alarmada. Maris corrió junto a ella. S’Rella estaba de pie, temblando, mirando la puerta de la cabaña. Maris miró en la misma dirección y sintió que le recorría una oleada de repugnancia.

Alguien había clavado dos pájaros muertos en la puerta. Colgaban inertes, desgreñados, con las brillantes plumas oscuras y pegajosas, clavos sobresaliendo de los pequeños cuerpos y sangre goteando lenta, constantemente, al suelo.

Maris entró a por un cuchillo y volvió a salir para quitar los macabros avisos de la puerta. Pero cuando arrancó el primer clavo y el pájaro cayó al suelo, Maris descubrió horrorizada que no sólo estaba muerto, sino también mutilado.

Le habían arrancado un ala del cuerpo.

El segundo día amaneció frío y nublado. Al principio llovió, y aunque la lluvia cesó poco antes de que empezaran las competiciones de la mañana, el tiempo siguió húmedo y frío, y el cielo lleno de pesadas nubes. Había menos espectadores atados a la tierra —ahora no era tan agradable sentarse en la playa—, y en el revuelto mar sólo había unos cuantos botes con observadores.

Pero a los alados sólo les importaba el viento, y el viento del segundo día era fuerte y firme, prometiendo la posibilidad de un vuelo excelente.

Maris se apartó de las Alas de Madera con Sena y la llevó hasta el borde del risco para hablar con ella en voz baja.

—¿Quién haría una cosa así? —se horrorizó la maestra.

Maris le puso un dedo en los labios. No quería que los demás se enterasen. El incidente había asustado muchísimo a S’Rella, y era inútil alarmar a los demás.

—Un alado, supongo —respondió Maris, sombría—. Un alado furioso, enfermo. Pero no tenemos pruebas contra nadie. Pudo ser uno de los alados desafiados, un amigo de alguien a quien desafiamos, o simplemente alguien que odia a los Alas de Madera. Incluso podría ser cualquier atado a la tierra que haya perdido dinero en alguna apuesta sobre Val Un-Ala. Personalmente, sospecho de Arak. Pero no tengo pruebas.

Sena asintió.

—Has hecho bien en ser discreta. Espero que S’Rella no esté demasiado asustada.

Maris miró en dirección a la joven, que estaba con el resto de los alumnos, hablando en voz baja con Val.

—Tiene que hacerlo bien hoy, o será mejor que abandone las esperanzas.

—¡Van a empezar! —las llamó Damen, señalando hacia los riscos.

El primer par de competidores ya habían saltado al aire, y se movían rápidamente sobre la playa. Maris sabía que luego describirían círculos sobre el agua antes de iniciar cada uno una secuencia de acrobacias y maniobras, destinadas a demostrar sus respectivas habilidades en el vuelo. Las acrobacias se dejaban a la elección de cada alado. Algunos se daban por satisfechos con ejecutar las más sencillas, mientras que otros intentaban hazañas más atrevidas y ambiciosas. Raramente había un claro ganador o perdedor: en esta etapa era en la que más poder tenían los jueces.

Las dos primeras parejas no hicieron nada especial, simples y largas secuencias de saltos, aterrizajes y giros elegantes, todo ello ejecutado con habilidad, pero sin llegar a ser espectacular. El tercer encuentro fue otra cosa. El alado Lane, que tan buen resultado había conseguido en la carrera del día anterior, también era un espléndido acróbata del aire. Tras saltar del risco, sobrevoló la playa a tan poca altura que los atados a la tierra tuvieron que agacharse para apartarse de su camino. Luego encontró una corriente ascendente y se elevó, se elevó hasta perderse de vista, para luego bajar en picado a una velocidad increíble, sólo para aminorar la velocidad en el último instante posible. Hizo varios rizos y un bucle completo, y sólo en una ocasión perdió el equilibrio. Se recuperó rápidamente, y Maris se descubrió a sí misma admirándole. Su hijo no era rival para él. El pobre chico tendría que esperar mucho tiempo para obtener las alas, a menos que intentara un desafío fuera de la familia al año siguiente. Cuando terminaron, Maris contó dieciocho guijarros blancos en la caja, ocho nuevos añadidos a los diez que obtuviera Lane el día anterior.

Sher fue el primer Alas de Madera en probar el aire. Hizo un buen trabajo: un salto limpio, casi perfecto aparte de un leve traspiés, seguido de una secuencia normal de giros, círculos, picados y ascensos, todo ello ejecutado con gracia. En el aire, Sher parecía ligero y ágil, en comparación con la estólida actitud de su rival, Maris le habría declarado ganador por un ligero margen pero, al mirar, descubrió que los jueces habían sido más críticos que ella con el Alas de Madera. Dos concedieron la victoria al alado, dos decretaron un empate, y sólo uno se inclinó por Sher, que ahora tenía once piedras en contra de sus tres.

Cuando se lo dijo a Sena, la anciana suspiró.

—Ya me he acostumbrado. Detesto esta etapa. Quizá los jueces tratan de ser justos, pero siempre pasa lo mismo. No podemos hacer nada, excepto entrenar a nuestros Alas de Madera para que vuelen tan bien que no les puedan negar la victoria.

Leya le siguió. Realizó la misma secuencia que Sher, pero con menos suerte. El viento cambió mientras hacía sus acrobacias, arrebatándole la fluida elegancia que Maris sabía que tenía, y haciendo de su vuelo una torpe lucha por mantener el equilibrio. Las ráfagas consiguieron que perdiera la estabilidad en varias ocasiones, estropeando lo que en otras circunstancias habrían sido buenos giros. Su adversario también tuvo problemas, pero menos. Cuatro jueces le dieron la victoria y sólo uno votó por un empate, dejando a Leya en un diez a uno.

Damen fue el más ambicioso de los tres. Cuando Arak empezó a insultarle, le devolvió los epítetos, consiguiendo que Maris sonriera. Empezó con una aceptable imitación del espectacular vuelo sobre la playa que había efectuado el alado Lane. Arak intentó estorbarle, volando muy cerca de él para que Damen saliera torpemente del planeo, pero el joven viró con una elegante maniobra y entró en una nube, desapareciendo de la vista del anciano alado. Uno de los jueces, el de las Islas Exteriores, se quejó de las tácticas de Arak, pero los demás se limitaron a encogerse de hombros.

—Haga lo que haga, sigue siendo mejor alado —insistió la oriental—. Mira lo cerrados que son sus giros. El chico es voluntarioso, pero le falta experiencia.

Maris tuvo que admitir que la mujer tenía razón. Damen solía hacer giros demasiado amplios, sobre todo cuando utilizaba un viento inferior.

En la puntuación, cuatro jueces votaron por Arak, y sólo el de las Islas Exteriores por Damen.

—¡Jon de Culhall, Kerr de Alas de Madera! —gritó la voceadora.

El viento era racheado, y Kerr tan torpe como siempre.

Tras unos minutos. Sena miró a Maris.

—Esto es un espectáculo deprimente hasta para un solo ojo —le dijo.

Jon de Culhall se apuntó ocho guijarros blancos más, y Maris compadeció a Kerr.

—¡Corm de Amberly Menor! —gritó la voceadora—. ¡Val Un-Ala, Val de Arren Sur!

Aparecieron en el risco de los alados, con las alas puestas, pero todavía plegadas. Maris pudo sentir cómo un escalofrío de emoción recorría a la multitud. A lo largo de la playa, la gente hacía comentarios, y hasta los guardianes que esperaban en pie, junto al Señor de la Tierra, se acercaron para mirar.

Esta vez, Corm no reía ni bromeaba. Estaba tan silencioso como Val, con el pelo negro agitado por el viento, mientras le desplegaban y encajaban las alas. Como siempre, Val rechazó a los que intentaron ayudarle.

—Corm puede llegar a ser muy bueno en esto —advirtió Maris a Sena—. Quizá Val tenga problemas hoy.

—Sí —convino Sena mirando a Shalli, sentada entre los jueces.

La multitud se impacientaba. Los dos alados todavía no habían saltado. Los ayudantes de Corm retrocedieron, y el hombre se acercó al borde del risco con las alas desplegadas. Pero Val no hizo el menor movimiento para encajar la suyas. En vez de eso se dedicó a examinar las junturas, como si algo fuera mal. Corm le dijo algo bruscamente y Val levantó la vista, sólo para dedicarle un gesto despectivo.

—Muy bien —dijo Corm claramente.

Echó a correr y, un momento después, estaba en el aire.

—Ahí está Corm —señaló Shalli—. ¿Qué le pasa a Un-Ala?

—¿No sabe que esto puntúa en su contra? —murmuró Sena.

Maris agarró a la anciana por un codo.

—Lo va a hacer otra vez —dijo horrorizada.

—¿El qué?

Pero, mientras lo preguntaba, el rostro de Sena se iluminó, y Maris supo que había comprendido.

Val saltó.

Había una gran distancia hasta el suelo donde sólo le aguardaba la arena y los espectadores. Más peligroso y más espectacular que la misma acrobacia realizada sobre el agua. Pero lo estaba haciendo, caía, con la alas ondeando a la espalda como una capa de plata. Shalli y el juez del Archipiélago del Sur se pusieron en pie de un salto, y dos de los guardianes se acercaron hasta el borde del risco. Hasta la voceadora dejó escapar un grito de sorpresa. Maris oyó los chillidos de los espectadores, desde abajo.

Las alas de Val se abrieron.

Por un momento, pareció que aquello no era suficiente. Seguía cayendo, cada vez a más velocidad, incluso con las alas completamente extendidas. Pero entonces maniobró hacia un lado, y con eso bastó: de repente, estaba volando nivelado, sobre la playa, hacia el mar. La gente volvía a sentarse en la arena, aunque alguien todavía chillaba.

Luego se hizo el silencio, como si todos contuvieran el aliento. Val sobrevoló las olas, planeando con una serenidad absoluta. Y suavemente, empezó a elevarse. Voló tranquilamente hacia donde Corm acababa de realizar un difícil bucle, que pasó inadvertido para casi todos.

Empezaron los aplausos, y los gritos de ánimo. A lo largo de toda la playa, los atados a la tierra aplaudían y repetían un solo cántico: «¡Un-Ala! ¡Un-Ala! ¡Un-Ala!». Una y otra vez. Ni siquiera el espectacular vuelo rasante de Lane les había impresionado tanto como Val.

La juez del Archipiélago Oriental reía.

—Pensé que nunca volvería a verlo —exclamó—. ¡Vaya, vaya, vaya! Ni siquiera Cuervo lo habría hecho mejor.

Shalli parecía deprimida.

—Un truco barato —dijo—. Y peligroso.

—Es posible —convino el juez de las Islas Exteriores—. Pero nunca había visto nada igual. ¿Cómo lo ha hecho?

La oriental intentó explicárselo, y los dos se enzarzaron en una conversación. A lo lejos, Val y Corm seguían con sus acrobacias. Val voló bien, aunque Maris advirtió que sus giros hacia arriba seguían siendo imperfectos. Corm voló mejor, superando a Val acrobacia por acrobacia, ejecutando cada maniobra con más elegancia, con la habilidad que le daban décadas de vuelo. Pero Maris sabía que era un vuelo desesperanzado. Después de La Caída de Cuervo, ni toda la elegancia del mundo podría nivelar la balanza.

Estaba en lo cierto. Shalli fue la única excepción.

—Corm ha volado mucho mejor —insistió—. Una sola acrobacia temeraria no cambia ese hecho.

Depositó en la caja una piedra blanca, enfatizando el gesto con un ostentoso giro de muñeca.

Pero los demás jueces le dirigieron una sonrisa indulgente, y los cuatro guijarros que siguieron al suyo fueron negros.

—¡Garth de Skulny, S’Rella de Alas de Madera!

S’Rella y Garth, aunque de apariencia totalmente diferente, tenían un aspecto muy semejante aquella mañana, pensó Maris mientras los contemplaba prepararse. Garth debería estar más tranquilo por la victoria del día anterior, por el momento sus alas estaban a salvo; en cambio, parecía más pálido y más viejo. Apenas habló con Riesa, y se colocó las alas con torpe lentitud. S’Rella se mordía el labio mientras dejaba que los ayudantes le desplegaran las alas, y parecía estar al borde de las lágrimas.

Ni uno ni otro intentaron nada espectacular en el salto. Garth se dirigió hacia la derecha, y S’Rella hacia la izquierda. Planearon sobre la playa y sobre los botes con igual facilidad. Algunos habitantes de la isla saludaron a Garth y gritaron su nombre cuando pasó por encima de ellos, pero el resto del público estaba en silencio, todavía enmudecido por el salto de Val.

Sena sacudió la cabeza.

—S’Rella nunca ha sido tan grácil en el aire como Sher o Leya, pero vuela mejor que todo eso.

La joven sureña acababa de perder el equilibrio en un vulgar giro, y Maris no pudo por menos que estar de acuerdo con la maestra. S’Rella no estaba volando bien.

—Sólo hace cosas corrientes —señaló Maris—. Creo que todavía está impresionada por lo de anoche.

Garth se estaba aprovechando de la dejadez de su adversaria. Se remontó con la tranquila efectividad que le era habitual, hizo varios giros elegantes y un rizo. No fue un rizo especialmente bueno, pero S’Rella no estaba intentando ninguno.

—Esto será fácil de juzgar —dijo aliviado el Señor de Skulny.

El hombre ya estaba escogiendo un guijarro blanco. A Maris sólo le cupo esperar que no depositara dos.

—Mira eso —gruñó Sena, disgustada—. Mi mejor alumna vagabundea por el cielo como un niño de ocho años en su primer vuelo.

—¿Qué hace Garth? —se preguntó Maris en voz alta. El alado se tambaleaba de un lado a otro, casi como si perdiera el equilibrio—. Ha sido una mala maniobra.

—Si los jueces se dan cuenta —señaló Sena con amargura—. Mira, ya se ha estabilizado.

Era cierto. Las grandes alas de plata estaban paralelas al mar. Garth las controlaba en línea recta, descendiendo ligeramente.

—Se está limitando a volar —comentó Maris, asombrada—. No hace ninguna acrobacia.

Garth seguía avanzando en línea recta, descendiendo hacia el rompeolas. Volaba con elegancia, pero siempre en línea recta. No tenía mucho mérito volar grácilmente cuando todo el trabajo lo hacía el viento. Ahora estaba a menos de diez metros por encima del agua, y seguía descendiendo. El vuelo parecía tan sereno, tan tranquilo…

Maris se atragantó.

—¡Se está cayendo! —gritó. Se volvió hacia los jueces—. ¡Ayudadle, se está cayendo!

—¿Qué demonios dice? —preguntó la oriental.

Shalli se llevó el telescopio a un ojo y localizó a Garth. El alado planeaba sobre las aguas.

—Tiene razón —dijo con un hilo de voz.

El caos fue instantáneo. El Señor de la Tierra se puso en pie de un salto, empezó a agitar los brazos y a dar órdenes. Dos guardianes echaron a correr por la escalera, y los demás se dirigieron apresuradamente hacia otros sitios. La voceadora se puso las manos alrededor de la boca.

—¡Ayudadle! ¡Ayudad al alado! ¡Los que vais en los botes, ayudad al alado!

En la playa, otros voceadores repitieron el grito, y los espectadores corrieron hacia la orilla, también gritando y señalando.

Garth tocó el agua. El impulso le hizo rebotar contra la superficie una vez, dos, y las alas levantaron una lluvia de gotas. Pero pronto perdió velocidad y se detuvo.

—No pasa nada, Maris —aseguró Sena—. No pasa nada. Mira, ya le van a recoger.

Un pequeño bote de vela, alertado por los gritos de los voceadores, avanzaba rápidamente hacia él. Maris contempló la escena, asustada. Tardaron un minuto en llegar junto a él, y otro minuto en pescarle con una red que echaron por la borda. Pero, desde aquella distancia, la alada no tenía manera de saber si estaba vivo o muerto.

El Señor de la Tierra bajó el telescopio.

—Ya le tienen. Y también las alas.

S’Rella volaba a poca altura, sobre el bote de vela que acababa de rescatar a Garth. Había comprendido demasiado tarde lo que sucedía, y se dirigió rápidamente hacia el alado, aunque era difícil que pudiera prestarle ayuda.

El Señor de la Tierra, con el ceño fruncido, envió a uno de los guardianes a que se informara sobre el estado de Garth, y luego volvió a su asiento. Los jueces hablaron nerviosamente entre ellos mientras Maris y Sena compartían un alarmado silencio, hasta que el hombre regresó, diez minutos más tarde.

—Está vivo y se recuperará, aunque ha tragado mucha agua —les comunicó el guardián—. Le han llevado a su casa.

—¿Qué pasó? —exigió saber el Señor de la Tierra.

—Su hermana dice que lleva algún tiempo enfermo —respondió el hombre—. Parece que ha sufrido un ataque.

El Señor de la Tierra dejó escapar una maldición.

—No me dijo nada. —Miró a los cuatro jueces alados—. ¿Tenemos que puntuar esto?

—Me temo que sí —dijo amablemente Shalli.

Cogió un guijarro negro.

—¿A ella? —se asombró el Señor de la Tierra—. Garth voló mucho mejor hasta que se puso enfermo. ¿Vas a dar la victoria a la chiquilla?

—No lo dirás en serio —le contestó el juez de las Islas Exteriores—. Tu Garth se cayó al agua. Aunque hasta entonces lo hubiera hecho tan bien como Lane, perdería.

—Estoy de acuerdo —convino la oriental—. No eres un alado, Señor de la Tierra, no lo comprendes. Garth tiene suerte de seguir vivo. Si se hubiera caído mientras volaba en una misión, sin que hubiera barcos cerca para rescatarle, habría sido pasto de las escilas.

—Estaba enfermo —insistió el Señor de la Tierra, temeroso de perder las alas para Skulny.

—Eso no importa —señaló con voz serena el juez del Archipiélago del Sur.

Puso un guijarro en la caja. Era negro. Tres piedras negras más cayeron en rápida sucesión. Shalli puso la suya, evidentemente de mala gana, y el Señor de la Tierra, desafiante, dejó caer una blanca.

La caída de Garth intensificó la desazón de todos, tanto de los alados como de los Alas de Madera. Los juegos de la tarde, acrobacias realizadas entre nubes cada vez más pesadas y tormentosas, no sirvieron para animarles. Una oriental de la Plataforma del Milano fue la vencedora absoluta, pero no tuvo demasiada competencia: muchos de los alados decidieron retirarse en el último momento. Incluso algunos que no estaban implicados directamente en los desafíos empezaban a pensar en tomar las alas y marcharse a sus respectivas islas. Kerr, el único Alas de Madera que se molestó en asistir a los juegos, informó a los demás de que los espectadores también empezaban a dispersarse, y de que sólo había un tema de conversación: Garth.

Sena trató de animar a sus alumnos, pero era una labor imposible. Sher y Leya eran filosóficamente conscientes de sus posibilidades, ninguno de los dos esperaba ganar, pero Damen estaba más deprimido que nunca, y Kerr parecía a punto de arrojarse al mar. S’Rella estaba casi igual de desanimada. Parecía cansada, y aquella tarde discutió con Val.

Fue poco después de cenar. Damen llevaba en la mano el tablero de geechi y estaba buscando un adversario, y Leya había vuelto a sacar la flauta. Val encontró a S’Rella sentada en la playa, con Maris, y se reunió con ellas sin ser invitado.

—Podemos dar un paseo hasta la taberna —sugirió a la joven—, para celebrar nuestras victorias. Quiero alejarme de esta pandilla de perdedores para oír qué dice la gente de nosotros. A lo mejor, incluso podemos cerrar unas cuantas apuestas para mañana.

—No tengo ninguna victoria que celebrar —replicó S’Rella, arisca—. Volé fatal. Garth lo hizo mucho mejor que yo. No me merecía ganar.

—O ganas, o pierdes —señaló Val—. Lo que te merezcas no tiene nada que ver. Vamos.

Intentó tomarla de la mano para ayudarla a levantarse, pero S’Rella se libró de él, furiosa.

—¿Es que ni siquiera te importa lo que le ha pasado a Garth?

—En absoluto. Y tampoco debería importarte a ti. Si mal no recuerdo, lo último que le dijiste fue que le odiabas. Para ti habría sido mucho mejor que se ahogara, así tendrían que darte sus alas. Ahora, intentarán algún truco para quitártelas.

Maris, que estaba escuchando, empezaba a perder el control sobre su genio.

—Ya basta, Val —dijo.

—No te metas en esto, alada —le replicó el joven—. Es un asunto entre nosotros.

S’Rella se puso en pie de un salto.

—¿Por qué tienes que ser siempre tan odioso? No haces más que ser cruel con Maris, que sólo quiere ayudarte. Y lo que has estado diciendo sobre Garth… Garth se portó muy bien conmigo. ¿Y qué hice yo a cambio? Le desafié y casi muere por mi culpa. ¡Y tú no haces más que decir cosas desagradables sobre él! ¡No quiero oír ni una palabra más! ¡No te atrevas!

El rostro de Val se convirtió en una máscara inexpresiva.

—Ya veo —dijo con voz átona—. Como quieras. Si tanto te preocupan los alados, haz una visita a Garth y dile que se quede con las alas. Yo celebraré la victoria por mi cuenta.

Se dio la vuelta y se alejó por la arena a grandes zancadas, hacia el camino que le llevaría hasta la taberna.

Maris cogió a S’Rella por la mano.

—¿Quieres que visitemos a Garth? —preguntó impulsivamente.

—¿Podemos?

Maris asintió.

—Riesa y él comparten una casa, a un kilómetro de aquí, colina arriba. Le gusta estar cerca del mar y del refugio. Podemos ir a ver cómo se encuentra.

S’Rella estuvo encantada, y echaron a andar. Maris tenía un cierto miedo de la recepción que les podrían dispensar a su llegada, pero la preocupación por el estado de Garth era tanta que estaba dispuesta a correr el riesgo. No tenía nada que temer. Al abrir la puerta y verlas allí, Riesa se echó a llorar, y Maris tuvo que tomarla entre sus brazos para consolarla.

—Pasad a verle, pasad a verle —decía una y otra vez Riesa a través de las lágrimas—. ¡Se alegrará tanto…!

Garth estaba recostado en la cama, sobre una montaña de almohadas, con las piernas cubiertas por una gruesa manta de lana. Tenía el rostro aterradoramente pálido pero, cuando las vio en el umbral de la puerta, se le animó con una amplia sonrisa.

—¡Ah! —exclamó con su sonora voz de siempre—. ¡Maris! ¡Y el pequeño demonio que se va a quedar con mis alas! —Les hizo un gesto para que entraran—. Venid, sentaos a mi lado. Riesa no hace más que decir tonterías, y además se niega a traerme una jarra de su cerveza.

Maris sonrió.

—Lo que menos necesitas es cerveza —dijo cariñosamente mientras se acercaba a la cama y le daba un beso en la frente.

Pero S’Rella se quedó en la puerta. Al verlo, Garth se puso serio.

—¡Ah, S’Rella! —dijo—, no tengas miedo. No estoy enfadado contigo.

La joven se acercó a donde estaba Maris.

—¿De verdad?

—No —aseguró Garth—. Trae un par de sillas, Riesa. —Su hermana hizo lo que le pedía y, cuando estuvieron sentadas, Garth siguió hablando—. Sí, cuando me desafiaste estaba furioso… Y dolido. No puedo negarlo.

—Lo siento —sollozó S’Rella—. No quería hacerte daño. No te odio… Lo que dije aquella noche en el refugio…

Él la hizo callar con un gesto.

—Lo sé. No tienes por qué disculparte. El agua estaba espantosamente fría, pero quizá me ha espabilado un poco. Y aquí, tumbado, he tenido toda la tarde para pensar. Me he portado como un idiota, y tengo suerte de poder contarlo. Hice mal en mantener mi estado en secreto, y tú hiciste bien en desafiarme cuando te enteraste. —Sacudió la cabeza—. No podía aceptar la idea de convertirme en un atado a la tierra, ¿sabes? Amo volar, los viajes, a mis amigos. Pero se acabó. El chapuzón de hoy sólo me deja dos elecciones, ser un atado a la tierra vivo o un alado ahogado. Hasta hoy, siempre había conseguido controlar el dolor, cumplir las misiones. Pero esta mañana… Los brazos y las piernas me dolían rabiosamente. Bueno, no quiero hablar de eso. Ya es bastante malo que haya sucedido. —Tomó la mano de S’Rella—. Lo que quiero decir, preciosa, es que no puedo competir mañana. Y que, aunque pudiese, no lo haría. Riesa y el mar me han metido un poco de sentido común en la cabeza. Las alas son tuyas.

S’Rella apenas podía creerlo. Le miró con los ojos abiertos de par en par y una sonrisa temblorosa en los labios.

—¿Qué harás tú, Garth? —preguntó Maris.

El hombre sonrió.

—Eso depende de los curanderos —respondió—. Al parecer, tengo tres elecciones. Ser un cadáver, ser un tullido o, quizá, encontrar un curandero que sepa lo que hace. En este último caso, podría dedicarme al comercio. Tengo suficiente hierro ahorrado para comprarme un barco, y así podría viajar, ver otras islas… Aunque la idea de ir por mar me asusta de muerte. —Se echó a reír—. Dorrel y tú siempre me acusabais en broma de ser un mercader, ¿te acuerdas, Maris? Sólo porque me gustaba cambalachear un poco de cuando en cuando. Pues vaya comerciante he resultado ser. S’Rella se lleva mis alas sin darme nada a cambio.

Se echó a reír, y Maris se unió a él.

Charlaron más de una hora sobre comerciantes, marineros y alados. Las dos jóvenes se tranquilizaron al oír las bromas de Garth, e intercambiaron chismorreos.

—Corm está horrorizado con tu amigo Val —dijo Garth en determinado momento—. Y no puedo por menos que comprenderlo. Es un buen alado, nunca creyó que perdería las alas, y menos a manos de Un-Ala. ¿Tienes algo que ver con eso, Maris?

La alada sacudió la cabeza.

—En absoluto. Es idea de Val. Nunca lo admitirá, pero creo que quería derrotar a uno de los mejores alados para que olvidásemos lo de Ari. El hecho de que la esposa de Corm esté entre los jueces no hace más que añadir mérito a la hazaña. Y, por supuesto, le da una buena excusa por si pierde. Siempre puede atribuir la derrota a los prejuicios de los alados.

Garth asintió, hizo una broma escabrosa sobre Corm y se volvió hacia su hermana.

—¿Por qué no le enseñas la casa a S’Rella, Riesa?

Riesa captó la idea.

—Sí, ven —dijo a la joven.

S’Rella salió con ella de la habitación.

—Es encantadora —comentó Garth cuando se marcharon—. Y me recuerda mucho a ti, Maris. ¿Te acuerdas de la primera vez que nos vimos?

Maris le sonrió.

—Claro que me acuerdo. Era mi primer vuelo al Nido de Águilas. Aquella noche, había una fiesta.

—También estaba Cuervo. Hizo su truquito.

—Nunca lo he olvidado —dijo Maris.

—¿Fuiste tú la que se lo enseñó a Un-Ala?

—No.

Garth se echó a reír.

—Todo el mundo cree que sí. Nos acordamos muy bien de lo impresionada que estabas con Cuervo. Coll llegó incluso a componer una canción sobre él, ¿verdad?

Maris sonrió de nuevo.

—Sí.

Garth iba a añadir algo, pero se lo pensó mejor. Durante un largo momento, la habitación quedó en silencio, y la sonrisa se desvaneció lentamente del rostro del joven.

Intentó evitarlo, pero no pudo: se echó a llorar. Tendió las grandes manos hacia ella, Maris se sentó al borde de la cama, le abrazó y le pasó los dedos por la frente.

—Lo sabía… No quería que S’Rella me viese… Oh, Maris, es tan terrible, tan…

—Oh, Garth —susurró ella besándole suavemente, luchando por contener sus propias lágrimas.

Se sentía impotente. Por un momento, imaginó lo que sería estar en el lugar de Garth. Se estremeció, apartó la idea y le abrazó todavía más fuerte.

—Venid a verme —pidió—. Bueno… Ya sabes… Cuando no vuelas, no puedes ir al Nido de Águilas… Ya sabes… Ya es bastante malo perder la libertad, y el viento… No quiero perderos también a vosotros, a mis amigos, sólo porque… Oh, malditas, malditas lágrimas… Ven a verme, Maris, prométemelo, prométemelo.

—Te lo prometo, Garth —dijo intentando hablar con voz animada—. A no ser que engordes tanto que no pueda soportar verte.

El hombre se echó a reír entre las lágrimas.

—¡Oh, no! —exclamó—. Ahora que pensaba que podría engordar tranquilamente, llegas tú y…

Oyeron pisadas fuera de la habitación, y Garth se secó rápidamente las lágrimas con la manta.

—Marchaos —pidió, sonriendo otra vez—. Marchaos, estoy cansado, me habéis dejado agotado. Pero volved mañana, cuando todo haya terminado, para contarme cómo han ido los juegos.

Maris asintió. S’Rella se acercó a ellos y dio a Garth un rápido y tímido beso antes de salir.

Recorrieron el medio kilómetro de vuelta hacia el pueblo lentamente, charlando y disfrutando del viento fresco que soplaba en la noche. Hablaron de Garth, un poco de Val, y S’Rella mencionó las alas —sus alas— con voz maravillada.

—Soy una alada —dijo, feliz—. ¡Es verdad!

Pero no iba a ser tan sencillo.

Sena las estaba esperando en la cabaña que compartían, sentada al borde de la cama, impaciente. Cuando entraron, se levantó.

—¿Dónde habéis estado?

—Fuimos a ver a Garth —respondió Maris—. ¿Sucede algo?

—No lo sé. Los jueces nos han mandado llamar, quieren que vayamos al refugio.

Dirigió a S’Rella una mirada cargada de sentido.

Partieron en seguida. Por el camino, Maris contó a Sena lo que había dicho Garth sobre ceder las alas, pero la anciana maestra no pareció complacida.

—Bueno, ya veremos —replicó—. Yo, en el lugar de S’Rella, no saldría volando todavía.

Aquella noche, los alados no estaban celebrando ninguna fiesta. La sala principal del refugio estaba casi completamente vacía, sólo había media docena de alados occidentales a los que Maris conocía de vista, sentados allí, bebiendo. El ambiente era cualquier cosa menos festivo. Cuando Maris y sus acompañantes entraron, uno de ellos se levantó.

—En la sala trasera —les dijo.

Los cinco jueces estaban reunidos en torno a una mesa redonda, pero se detuvieron en medio de una frase cuando la puerta se abrió. Shalli se levantó.

—Maris, Sena, S’Rella. Pasad —les dijo—. Y cerrad la puerta.

Tomaron asiento alrededor de la mesa. Shalli cruzó las manos delante de ella para seguir hablando.

—Os hemos mandado llamar porque tenemos una discusión, referente a la joven S’Rella, aquí presente. Creemos que tenéis derecho a hacernos saber vuestra opinión. Garth nos ha hecho llegar el mensaje de que no volará mañana…

—Lo sabemos —la interrumpió Maris—. Venimos de su casa.

—Bien —asintió Shalli—. Entonces, quizá comprendas nuestro problema. Tenemos que decidir qué se hace con las alas.

S’Rella se sobresaltó.

—Son mías —dijo—. Me lo ha dicho Garth.

El Señor de Skulny, que tamborileaba con los dedos sobre la mesa, frunció el ceño.

—Las alas no son de Garth, no puede regalarlas a quien quiera —dijo en voz alta—. Mira, chiquilla, voy a hacerte una pregunta. Si te entregamos las alas, ¿prometes instalarte aquí y volar para Skulny?

Maris advirtió con aprobación que S’Rella ni siquiera parpadeaba bajo la intensa mirada del hombre.

—No —respondió, contundente—. No puedo. Skulny es una hermosa isla, estoy segura, pero… Pero no es mi hogar. Volveré al Archipiélago del Sur con las alas. A Veleth, la pequeña isla en la que nací.

El Señor de la Tierra sacudió violentamente la cabeza.

—No, no, no. Si quieres, puedes volver a esa roca del Sur. Pero, si lo haces, será sin las alas —miró a los demás jueces—. Ya veis, le he dado una oportunidad. Insisto.

Sena dio un puñetazo sobre la mesa.

—¿Se puede saber qué pasa aquí? S’Rella tiene más derecho que nadie a esas alas. Desafió a Garth, y Garth fracasó. ¿Cómo podéis hablar de no entregárselas?

Miró a todos los jueces alternativamente, furiosa.

Shalli, que parecía la portavoz, se encogió de hombros en un gesto de disculpa.

—No hemos llegado a un acuerdo —dijo—. La cuestión es, ¿cómo puntuaremos la prueba mañana? Algunos pensamos que, si Garth no vuela, se debe conceder la victoria a S’Rella. Pero el Señor de la Tierra opina que no podemos votar en una competición en la que sólo vuela un alado. Insiste en que debemos tomar una decisión basándonos en las dos pruebas que ya se han realizado. Si lo hacemos así, Garth gana por seis piedras contra cinco, y se queda con las alas.

—¡Pero ha renunciado a ellas! —gritó Maris—. ¡No puede volar, está demasiado enfermo!

—La ley tiene en cuenta esta posibilidad —intervino el Señor de la Tierra—. Si un alado está enfermo, sus alas pasan al Señor de la Tierra y al resto de los alados de la isla para que dispongan de ellas, en caso de que él o ella no tengan herederos. Entregaremos las alas a alguien digno de ellas, a alguien que quiera quedarse en Skulny. He ofrecido la oportunidad a esta chiquilla, y ya habéis oído la respuesta. Tendremos que dárselas a otro.

—Esperábamos que S’Rella aceptara quedarse en Skulny —dijo Shalli—. Eso hubiera zanjado la discusión.

—No —repitió S’Rella, testaruda. Pero parecía deprimida.

—Lo que propones es una trampa —acusó Sena amargamente al Señor de la Tierra.

—Estoy de acuerdo —intervino el juez de las Islas Exteriores. Se pasó los dedos por el rebelde pelo rubio—. La única razón de que Garth vaya ganando es que hoy le has votado, incluso después de que cayera al océano. Eso no ha sido demasiado justo, Señor de la Tierra.

—He juzgado con justicia —se defendió éste, enfadado.

—Garth quiere que S’Rella se quede con sus alas —dijo Maris—. ¿No cuenta para nada su voluntad?

—No —respondió el Señor de la Tierra—. Las alas no son sólo suyas. Son un préstamo, pertenecen a todo el pueblo de Skulny. —Miró suplicante a sus camaradas jueces—. No es justo entregarlas a esta sureña, dejar a Skulny con sólo dos alas, sin motivo. Escuchadme. Si Garth hubiera estado sano, habría defendido sus alas contra cualquier desafiante, nunca habríamos llegado a esto. Si me hubiera comunicado que estaba enfermo, como exige vuestra propia ley, la ley de los alados, ya habríamos encontrado a alguien que llevara las alas. Si nos vemos en esta situación es porque Garth eligió ocultar su estado. ¿Vais a castigar a toda la población de mi isla sólo porque un alado guardó un secreto?

Maris tuvo que admitir que el razonamiento tenía su parte de justicia. Los jueces también parecían estar de acuerdo.

—Lo que dices es verdad —dijo el juez del Sur—. Me gustaría que mi Archipiélago tuviera un nuevo par de alas, pero tu reclamación es cierta.

—S’Rella también tiene derechos —insistió Sena—. Tenéis que ser justos con ella.

—Si entregáis las alas al Señor de la Tierra —intervino también Maris—, estaréis negándole su derecho a desafiar. Sólo le llevan una piedra de ventaja. Tiene buenas oportunidades.

Entonces tomó la palabra S’Rella.

—No me he ganado las alas —dijo, insegura—. Estoy avergonzada de lo mal que he volado hoy. Pero, si tuviera otra oportunidad, podría ganarlas limpiamente. Sé que podría. Garth quiere que lo haga.

Shalli suspiró.

—S’Rella, cariño, no es tan fácil. No podemos empezar otra vez toda la competición sólo por ti.

—Debe quedarse con las alas —gruñó el juez de las Islas Exteriores—. Yo pongo desde ahora el guijarro de mañana por ella. ¿Alguien quiere hacer lo mismo?

Miró a su alrededor.

—¡Aquí no hay piedras que depositar! —le espetó el Señor de la Tierra—. Y no se puede celebrar una competición con un solo alado.

Se cruzó de brazos, dispuesto a no ceder.

—Me temo que debo votar con el Señor de Skulny —dijo el juez del Sur—, no puedo exponerme a favorecer injustamente a una compatriota.

Aquello sólo dejaba a Shalli y a la juez oriental. Las dos mujeres titubeaban.

—¿No hay ninguna manera de que podamos ser justos con todos? —preguntó Shalli.

Maris miró a S’Rella y le rozó el brazo.

—¿De verdad quieres competir otra vez, intentar ganarte las alas?

—Sí —respondió S’Rella—. Quiero merecerlas. No me importa lo que diga Val.

Maris asintió y se volvió hacia los jueces.

—En ese caso, os propongo otra cosa. Señor de Skulny, tienes otros dos alados. ¿Confías en ellos?

—Sí —replicó él con voz de sospecha—. ¿Qué pasa?

—Sólo una cosa. Propongo que siga la competición. La puntuación queda como hasta ahora, S’Rella pierde por un guijarro. Pero, como Garth no puede volar, nombra un sustituto, a otro de tus alados, para que lleve las alas en su lugar. Si tu alado gana, Skulny se queda con las alas y puedes entregárselas a quien elijas. Si gana S’Rella, nadie podrá discutirle su derecho a llevárselas al Sur. ¿Qué decides?

El Señor de la Tierra lo meditó un instante.

—De acuerdo —dijo—, es una solución aceptable. Jirel volará en lugar de Garth. Si esta chiquilla es capaz de derrotarla, se habrá ganado las alas, aunque no me hará demasiado feliz perderlas.

Shalli pareció inmensamente aliviada.

—Una sugerencia excelente —comentó con una sonrisa—. Sabía que podíamos fiarnos del sentido común de Maris.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —preguntó rápidamente la oriental.

Todos los jueces asintieron excepto el de las Islas Exteriores, que sacudió la cabeza de nuevo.

—La chica debería quedarse con las alas —murmuró—. El alado se cayó al océano.

Pero no discutió con demasiada energía.

Fuera del refugio, en el aire frío de la noche, empezaba a caer una fina lluvia. Pero, de todos modos. Sena las obligó a detenerse. Parecía preocupada.

—S’Rella —empezó a decir, apoyándose en el bastón—, ¿estás segura de que es esto lo que quieres? Tengo entendido que Jirel es una buena alada. Y quizá, si hubiéramos discutido más, habríamos puesto a los jueces de nuestra parte.

—No —aseguró firmemente S’Rella—. No, quiero que sea así.

Sena la contempló largo rato con el ojo sano, y al fin asintió.

—Bien —dijo, satisfecha—. Entonces, marchaos a casa. Mañana hay que volar.

En el tercer día de competición, Maris se despertó antes del amanecer, confundida por la oscuridad, el frío, y consciente de que algo iba mal. Alguien estaba llamando a la puerta.

—Maris —la llamó S’Rella desde la cama contigua—, ¿me levanto para abrir?

Maris no alcanzó a verla. Faltaba mucho para la salida del sol, y no tenían ninguna de las velas encendida.

—No —le susurró—. Calla.

Tenía miedo. Los golpes siguieron, sin interrupción, y Maris recordó los pájaros muertos que les habían dejado. Se preguntó quién podría estar al otro lado de la puerta a aquellas horas de la noche, intentando con tanta insistencia que abrieran. Saltó de la cama, cruzó la habitación y, en la oscuridad, consiguió encontrar el cuchillo con el que había descolgado los pájaros de la puerta. No era nada, un pequeño cuchillo metálico de mesa, pero le daba confianza. Sólo entonces se dirigió hacia la puerta.

—¿Quién está ahí? —exigió saber—. ¿Quiénes?

Los golpes se detuvieron.

—Raggin —respondió una voz profunda que no conocía.

—¿Raggin? No conozco a ningún Raggin. ¿Qué quieres?

—Soy del Hacha de Hierro —le contestaron desde fuera—. ¿Conoces a Val, el que se hospeda conmigo?

El miedo desapareció, y Maris abrió rápidamente la puerta. El hombre que aguardaba fuera, a la luz de las estrellas, era harapiento y desaliñado. Tenía la nariz ganchuda y la barba sucia, pero de repente le reconoció: el camarero de la taberna de Val.

—¿Sucede algo?

—Estaba cerrando, y tu amigo no había llegado todavía. Creía que había encontrado a alguna preciosidad con la que dormir, pero entonces le vi fuera, en el suelo. Le han herido, está muy mal.

—¿A Val? —exclamó S’Rella. Corrió hacia la puerta—. ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?

—Le llevé a su habitación —explicó Raggin—. No fue fácil subirle por la escalera. Pero me acordé de que conocía a gente de por aquí, y vine a buscaros. ¿Queréis venir conmigo? No sé qué hacer con él.

—Ahora mismo —respondió rápidamente Maris—. Vístete, S’Rella.

Se apresuró a recoger sus ropas y a ponérselas. Pronto estuvieron caminando a buen paso por el camino del mar. Maris llevaba una lámpara de aceite en la mano. El camino pasaba junto a los riscos y, en la oscuridad, un paso en falso podía resultar fatal.

La taberna estaba cerrada y a oscuras, con la puerta atrancada desde dentro con una pesada tabla de madera. Raggin las dejó a la entrada para pasar por lo que llamó el «camino secreto». Les abrió desde dentro.

—Hay que tener cuidado —explicó—, mucha gente mala viene por aquí. Tengo algunos clientes que no os gustarían demasiado, aladas.

Apenas le escuchaban. S’Rella echó a correr escalera arriba, hacia la habitación que a veces había compartido con Val, mientras Maris la seguía de cerca. Cuando la alcanzó, la joven estaba encendiendo una vela junto a la cama de Val.

La escasa luz vacilante llenó la pequeña habitación, y la figura que yacía bajo las mantas se removió con un gemido animal. S’Rella dejó la vela y apartó las mantas.

Los ojos de Val la encontraron, y pareció reconocerla: tendió el brazo izquierdo hacia ella desesperadamente. Pero, cuando intentó hablar, los únicos sonidos que pudo producir fueron unos sollozos entrecortados por el dolor.

Maris se sintió desmayar. Le habían golpeado salvajemente en la cabeza y en los hombros, el rostro del joven era una masa irreconocible de heridas y hematomas. Un corte, a lo largo de la mejilla, le seguía sangrando, y tenía sangre seca sobre la camisa y la mandíbula. Cuando abrió la boca para intentar hablar, pudieron ver que también tenía la boca ensangrentada.

—¡Val! —gritó S’Rella, sollozando.

Le tocó la frente. El joven se estremeció ante el roce y trató de decir algo.

Maris se acercó más. Val agarraba fuertemente a S’Rella con la mano izquierda, atrayéndola hacia él. Pero el brazo derecho le colgaba a lo largo del cuerpo. Y algo iba mal: en la sábana, bajo la extremidad, había sangre. El ángulo que trazaba el brazo era imposible, y la chaqueta estaba desgarrada, ensangrentada. Se arrodilló a la derecha de la cama y rozó suavemente el brazo. Val se estremeció tan fuertemente que S’Rella saltó hacia atrás, aterrorizada. Sólo entonces vio Maris el extremo del hueso, que sobresalía bajo la piel y la ropa.

Raggin las observaba desde la puerta.

—Tiene el brazo roto, no se lo toques —dijo, cooperativo—. Si lo haces, gritará. Tendríais que haber oído el escándalo que armó mientras le subía aquí. Creo que también tiene la pierna rota, pero no estoy seguro.

Val estaba quieto, pero respiraba en jadeos entrecortados por el dolor.

—¿Por qué no has llamado a un curandero? —preguntó bruscamente a Raggin—. ¿Por qué no le has dado nada para el dolor?

Raggin dio un paso hacia atrás, sorprendido, como si aquellas ideas ni siquiera se le hubieran pasado por la cabeza.

—Fui a buscaros, ¿no? ¿Quién va a pagar al curandero? Él no, seguro. No tiene ni para empezar. He revisado sus cosas.

Maris apretó los puños e intentó contener la furia.

—Ve ahora mismo a buscar un curandero —ordenó—. No me importa si tienes que correr quince kilómetros, hazlo muy de prisa. Si no lo haces, te juro que hablaré con el Señor de la Tierra para que cierre este tugurio.

—Alados —gruñó el camarero—. Siempre imponiéndoos, ¿eh? De acuerdo, iré, pero ¿quién pagará al curandero? Eso es lo que quiero saber, y él también querrá saberlo.

—¡Maldita sea! —gritó Maris—. ¡Yo le pagaré, maldita sea, yo le pagaré! ¡Es un alado! ¡Si no le curan bien los huesos, si no recibe cuidados, nunca volverá a volar! ¡Date prisa!

Raggin le dirigió una última mirada recelosa, y se dirigió hacia la escalera. Maris volvió junto al lecho de Val. El joven emitía sonidos entrecortados e intentaba moverse, pero cada gesto le arrancaba un gemido de dolor.

—¿No podemos hacer nada por él? —preguntó S’Rella a Maris.

—Sí —replicó la alada—. Después de todo, esto es una taberna. Ve abajo y trae unas cuantas botellas. Eso le calmará un poco el dolor hasta que llegue el curandero.

S’Rella asintió y se dirigió hacia la puerta.

—¿Qué traigo? —preguntó—. ¿Vino?

—No, necesitamos algo más fuerte. Busca un poco de coñac. O ese licor de Poweet, ¿cómo se llama? Está hecho de cereales y patatas…

S’Rella asintió y se marchó. Volvió en seguida con tres botellas de licor de la isla y un frasco sin identificar que despedía un profundo aroma.

—Es fuerte —comentó Maris.

Lo probó ella misma, y luego dijo a S’Rella que levantara la cabeza de Val mientras le vertía el líquido en la boca. El joven parecía muy dispuesto a cooperar, y sorbió ansioso la bebida mientras las dos jóvenes se turnaban para administrársela.

Cuando por fin volvió Raggin con el curandero, una hora más tarde. Val ya había perdido el conocimiento.

—Aquí tienes a tu curandero —dijo el camarero. Miró las botellas vacías en el suelo y añadió—: También pagarás eso, alada.

Cuando el curandero le hubo entablillado a Val el brazo y la pierna —Raggin estaba en lo cierto, también la tenía rota, aunque no de manera tan grave como el brazo—, le dio un calmante, le curó las magulladuras de la cara y entregó a Maris una botella llena de un líquido verdoso.

—Esto es mejor que el coñac —dijo—. Le quitará el dolor y le hará dormir.

Se marchó, dejando a Maris y a S’Rella a solas con Val.

—Han sido los alados, ¿verdad? —le preguntó llorosa cuando se sentaron juntas, en la pequeña habitación, a la luz de la vela.

—Un brazo y una pierna rotos, el otro lado intacto —dijo Maris, furiosa—. Sí, creo que ha sido un alado. No creo que ninguno lo hiciera personalmente, pero se ha hecho por encargo de un alado. —Con un repentino impulso, Maris se dirigió hacia el montón de ropas ensangrentadas que le habían quitado a Val, y rebuscó entre ellas—. Mmm… Lo que pensaba. El cuchillo ha desaparecido. Quizá se lo quitaron, o quizá lo tenía en la mano y se le cayó.

—Quien quiera que fuera, ojalá le haya hecho daño —dijo S’Rella—. ¿Crees que fue Corm? Como mañana le iba a quitar las alas.

—Hoy —objetó Maris, mirando por la ventana. Las primeras luces del amanecer ya resultaban visibles en el cielo oriental—. Pero no, no fue Corm. Corm estaría encantado de destruir a Val si pudiera, pero lo haría legalmente, no así. Es demasiado orgulloso como para recurrir a una paliza.

—Entonces, ¿quién?

Maris sacudió la cabeza.

—No lo sé, S’Rella. Una persona enferma, de eso no hay duda. Quizá un amigo de Corm, o un amigo de Ari. Tal vez haya sido Arak, o alguno de sus amigos. Val tenía muchos enemigos.

—Quería que viniese con él —dijo S’Rella. Se sentía culpable—. Pero yo elegí ir a ver a Garth. Si le hubiera acompañado, como me pidió, quizá esto no habría sucedido.

—Si le hubieras acompañado —le interrumpió Maris—, lo más probable es que ahora mismo estuvieras igual que él. S’Rella, querida, recuerda esos pájaros que nos dejaron clavados en la puerta. Querían decirnos algo. Tú también eres un-ala. —Volvió la vista hacia las luces del alba—. Como yo. Quizá ya sea hora de que lo admita. Soy medio alada, nunca seré más. —Sonrió a S’Rella—. Pero supongo que lo que importa es qué mitad.

S’Rella parecía asombrada, pero Maris siguió hablando.

—Basta de charla. Aún quedan unas horas antes de que empiece la competición, quiero que intentes dormir un poco. Hoy tienes que ganarte las alas, ¿recuerdas?

—No puedo —protestó S’Rella—. Hoy no.

—Especialmente, hoy —replicó Maris—. Quien quiera que haya hecho esto a Val, estará encantado de saber que también te ha arrebatado las alas a ti. ¿Es eso lo que quieres?

—No —dijo S’Rella.

—Entonces, duerme.

Más tarde, mientras S’Rella dormía, Maris volvió a mirar por la ventana. El sol ya se alzaba sobre el horizonte, con su redondo rostro rojo destacándose contra las oscuras nubes. Iba a ser un buen día ventoso. Un buen día para volar.

La competición ya se estaba desarrollando cuando llegaron Maris y S’Rella. Se habían retrasado en la taberna, cuando Raggin exigió que le pagaran inmediatamente la factura de Val, y les costó un buen rato convencerle de que se le pagaría todo. Maris le hizo prometer que atendería a todas las necesidades de Val, y que no permitiría que nadie más subiera a la habitación.

Sena estaba en su puesto habitual, junto a los jueces, observando cómo los primeros competidores volaban a través de los arcos. Maris envió a S’Rella a reunirse con los demás Alas de Madera, y subió por el risco a toda velocidad. Sena se sintió aliviada al verla.

—¡Maris! —exclamó—. Estaba preocupada, creí que algo iba mal. No sabíamos dónde estabas. ¿Han venido contigo S’Rella y Val? Les tocará pronto. De hecho, el próximo competidor será Sher.

—S’Rella está preparada para volar —respondió.

Luego le contó lo sucedido con Val. Al escucharla, la fuerza y la vitalidad parecieron huir de la maestra. El ojo sano se le llenó de lágrimas, y se apoyó todavía más en el bastón. De repente, parecía verdaderamente anciana.

—No podía creerlo —murmuró débilmente—. No podía… Ni después de esa terrible amenaza de los pájaros, ni aun así… No les creía capaces de una cosa semejante. —Tenía el rostro ceniciento—. Ayúdame, hija. Necesito sentarme.

Maris la rodeó con un brazo para sostenerla y la llevó hacia la mesa de los jueces. Shalli levantó la vista hacia ellas, preocupada.

—¿Va todo bien?

—No —respondió Maris, acompañando a Sena hasta una silla—. Val no volará hoy. —Miró alternativamente a todos los jueces—. Anoche le atacaron y le golpearon, en la taberna donde se alojaba. Le han roto un brazo y una pierna.

Todos los jueces parecieron sobresaltados.

—¡Es terrible! —exclamó Shalli.

La oriental dejó escapar una maldición, el juez de las Islas Exteriores sacudió la cabeza y el Señor de Skulny se levantó.

—Es intolerable. No consentiré que algo así suceda en mi isla. Encontraremos al culpable, tienes mi palabra.

—Lo hizo un alado —dijo Maris—. O un alado pagó para que se lo hicieran. Le rompieron el brazo derecho y la pierna derecha. Un-Ala. Ya entendéis.

Shalli frunció el entrecejo.

—Es una cosa terrible, Maris, pero un alado nunca haría algo así. Si estás intentando decir que Corm…

—¿Tienes pruebas de que ha sido un alado? —la interrumpió la juez oriental.

—Conozco la taberna en la que se hospedaba Val Un-Ala —añadió el Señor de la Tierra—. El Hacha de Hierro, ¿verdad? Mal lugar. Su propietario no es buena persona. Puede haber sido cualquiera. Una pelea entre borrachos, un amante celoso… He tenido que juzgar muchas de las cosas que han pasado allí.

Maris le miró.

—No me importa tu palabra, nunca averiguarás quién ha sido —le dijo—. Pero no es eso lo que me preocupa. Esta noche, quiero llevarle sus alas a Val.

—¿Sus… alas?

—Me temo —intervino el juez del Archipiélago del Sur—, que tendrá que esperar al año que viene y volver a intentarlo. Siento que le hayan herido cuando estaba tan cerca de ganar.

—¿Cerca? —Maris examinó la mesa y encontró la caja. La vació ante los jueces—. Nueve guijarros negros contra uno blanco. Esto es más que cerca. Aunque hoy hubiera perdido por cinco a nada, seguiría ganando.

—No —negó Shalli, testaruda—. Corm merece una oportunidad. No permitiré que hagas trampas contra él en favor de Un-Ala, por mucha compasión que me inspire Val. Corm es muy bueno en los arcos, podría ganar por diez a nada, dos guijarros de cada juez. Y conservaría las alas.

—Diez a nada —repitió Maris—. No es muy probable.

—Es posible —insistió Shalli.

—Cierto —se adhirió la oriental—. No podemos dar la victoria a Un-Ala. No sería justo para Corm, que lleva tantos años volando bien. Creo que deberíamos descalificar a Val.

En la mesa, todos asentían, pero Maris se limitó a sonreír.

—Sabía que diríais eso. —Se puso las manos en las caderas, en actitud desafiante—. Pero Val tendrá sus alas. Por suerte, hay un precedente. Lo sentasteis vosotros mismos anoche, con S’Rella y Garth. Que la puntuación siga como está, que continúe la competición. Llamad a Corm.

»Yo volaré por Val.

Y sabía que no podrían negárselo.

Maris tomó sus alas y se unió al grupo de los competidores, impacientes y cada vez más nerviosos.

Los arcos se habían erigido durante la noche, nueve estructuras de madera firmemente clavadas en la arena, en una ruta que exigía una serie de difíciles giros y maniobras. El primer arco, situado frente al risco de los alados, consistía en dos pértigas de madera negra, de unos doce metros de alto, a veinte metros de distancia la una de la otra. Fácil, pero el siguiente arco estaba a tan solo unos pocos metros playa abajo, no en línea recta, sino a un lado, de manera que el alado tenía que virar rápidamente si quería atravesarlo. Y el segundo arco era más pequeño, las pértigas eran un poco más bajas y estaban un poco más juntas. Así seguía el resto de la ruta, trazando curvas y obligando a maniobrar, cada uno de los arcos más pequeño que el anterior, hasta el noveno y último: dos pértigas que apenas alzaban dos metros y medio del suelo, a una distancia de exactamente seis metros y treinta centímetros. La envergadura de las alas era de seis metros. Nadie había conseguido nunca volar a través de más de siete puertas. No era sencillo: el récord de aquella mañana estaba en seis… Y lo había obtenido el increíble Lane.

En esta prueba, los desafiantes solían volar en primer lugar. Se concedía al alado la cortesía de saber qué puntuación tendría que superar. Con las alas en los hombros, Maris contempló los intentos de los Alas de Madera.

Sher bajó en picado desde el risco de los alados hacia el primer arco. Pasó por poco bajo la cuerda y giró rápidamente hacia el segundo, pero seguía descendiendo, de prisa, demasiado de prisa. Asustado, el joven Alas de Madera se niveló rápidamente para evitar estrellarse contra el suelo y, repentinamente, empezó a elevarse. En vez de atravesar el segundo arco, pasó por encima. El alado al que Sher desafiaba sólo consiguió cruzar dos arcos, pero fue suficiente para garantizar la victoria.

Leya, que había estado atento a la estrategia de Sher, eligió otra diferente. Saltó del risco y describió un amplio círculo sobre la playa, y fue descendiendo gradualmente hasta atravesar el primer arco nivelado, en vez de descendiendo. Empezó a girar mucho antes de cruzarlo, así que lo que hizo en realidad fue girar graciosamente entre las pértigas, ya dirigiéndose hacia el segundo arco. También lo atravesó limpiamente, otra vez empezando pronto la maniobra de giro, pero esta vez fue un viraje más brusco, más peligroso, hacia arriba. Leya lo hizo bastante bien y consiguió cruzar el tercer arco, pero ya no tenía nada que hacer. Voló tranquilamente hacia el mar, errando el cuarto arco por un amplio margen. De todos modos, algunos espectadores aplaudieron, y su rival sólo pudo cruzar dos arcos antes de aterrizar bruscamente en la arena. Leya obtenía así su primera victoria, aunque no bastaba para conseguir las alas.

La voceadora anunció a Damen y a Arak. Los dos tuvieron problemas. Damen atravesó los arcos demasiado de prisa, y tras el segundo no se recuperó a tiempo para cruzar el tercero. Arak pasó a través del segundo arco a demasiada altura: la punta de un ala rozó la cuerda, y aquello bastó para desequilibrarle y para que perdiera el rumbo. Pero, incluso con el empate a dos puertas, Arak conservaba las alas por un amplio margen.

Sorprendentemente, también Kerr consiguió el empate. Al igual que Leya, cruzó el primer arco nivelado y ya iniciando el giro, y cruzó el segundo con facilidad. Pero, al igual que Leya, tuvo problemas al girar hacia el tercero. Y, a diferencia de Leya, no lo superó. Tropezó y aterrizó en la arena a pocos metros del arco, y los chiquillos atados a la tierra corrieron hacia él para ayudarle con las alas. Jon de Culhall intentó mantenerse a más altura para no sufrir la misma suerte de Kerr, pero pasó por encima del tercer arco, y muy a la derecha.

—¡Corm de Amberly Menor! —anunció la voceadora—. ¡Val Un-Ala, Val de Arren Sur! —Siguió una breve pausa—. ¡Maris de Amberly Menor volará en lugar de Val. Maris de Amberly Menor!

La joven estaba en pie, en el risco de los alados, mientras los ayudantes le desplegaban las alas y encajaban cada montante en su sitio. A pocos metros, lo mismo sucedía con Corm. Le miró, y los ojos de Maris se encontraron con los del hombre, oscuros y ardientes.

—Maris Un-Ala —dijo con amargura—. En eso te has convertido. Me alegro de que Russ no haya vivido para verte.

—Russ estaría orgulloso —le respondió furiosa y sabiendo que Corm quería enfurecerla.

La ira implicaba imprecisión, y aquélla era la única esperanza del alado. Siete años antes, Maris le había derrotado en una carrera mucho menos civilizada. Confiaba en poder repetir la hazaña. Precisión, control, reflejos y sentido del viento: era todo lo que hacía falta, y Maris lo tenía en abundancia.

Tenía las alas extendidas y tensas, el metal se mecía suavemente a impulsos del viento. Maris estaba tranquila y segura de sí misma. Puso las manos en los asideros de las alas, echó a correr, saltó y se remontó. Se elevó más, y más, y más, hizo un bucle por el simple placer de hacerlo. Luego bajó en picado, deslizándose en el aire, cabalgando y utilizando las ráfagas y las corrientes, dirigiéndose hacia los arcos. Hizo un giro cerrado al cruzar el primer arco, con las alas describiendo una línea plateada entre la cúspide de una pértiga y la base de la otra. Se estabilizó con elegancia, y cruzó fluidamente el segundo arco. Lo que importaba era la sensación, el amor, no la idea. Era instinto, reflejos y conocer el viento, y Maris era el viento. Ahora venía el tercer arco, con el difícil giro hacia arriba, pero lo cruzó con facilidad, rápida, limpiamente. Luego hizo un correcto rizo sobre el agua y salió de él en el ángulo exacto para atravesar el cuarto arco, y también lo hizo, y el quinto requería un amplio y perezoso giro en descenso, y el sexto estaba justo delante, no en un ángulo difícil, pero sí preciso, así que descendió un poco y planeó sobre la arena, con las alas extendidas y tensas, y los espectadores gritaban y la aclamaban.

Todo terminó en un instante.

Cuando el sexto arco se alzaba ante ella entró en una plomada, una repentina bolsa fría que no tenía ningún derecho a estar allí. La atrapó y la retuvo sólo un momento, pero fue suficiente para que las alas rozaran la arena, y luego las piernas, y se detuvo bruscamente justo a la entrada del arco.

Una chiquilla rubia corrió hacia ella y la ayudó a levantarse, antes de empezar a plegarle las alas. Maris, feliz, respiraba entrecortadamente. Cinco, habían sido cinco. No era la mejor puntuación del día, pero sí una buena puntuación, y más que suficiente. Corm perdía ante Val por tanta diferencia que no le bastaría con derrotarla. Tenía que humillarla, aplastarla, conseguir dos guijarros de cada juez. Y no podría hacerlo.

Él también lo sabía. Voló sin poner el corazón, y ni siquiera se acercó al resultado. Falló en el cuarto arco. Era una victoria decisiva para ella, para Val. Mientras caminaba por la playa, con las alas al hombro, estaba rebosante de alegría.

Los gritos de los voceadores recorrieron la playa. S’Rella estaba al borde del precipicio, con el sol reflejándose en el brillante metal de las alas. Tras ella, Maris alcanzó a ver a la esbelta y morena Jirel de Skulny.

S’Rella saltó, y Maris se quedó allí de pie, mirándola. Su corazón volaba con ella, lleno, lleno de esperanza. S’Rella giró y trazó un círculo, una aproximación racional, en vez de la intuitiva velocidad que había utilizado Maris. Descendió planeando suavemente, como habían hecho Leya y Kerr en sus respectivos turnos. A través del primer arco, girando, nivelándose, virando ya en dirección contraria —Maris contuvo el aliento durante un minuto— y a través del segundo, y ahora un giro muy, muy cerrado hacia arriba, un viraje imposible, como si el mismo viento hubiera cambiado de dirección a sus órdenes, y a través del tercer arco, todavía controlando la situación, y otro giro cerrado y ya estaba cruzando el cuarto —la gente empezaba a levantarse y a gritar— y el quinto le resultó tan sencillo como a Maris, y ahora era al sexto al que se acercaba, al sexto, en el que ella había fallado, y las alas le temblaban un poco pero volvía a estabilizarlas mientras se acercaba, a un poco más de altura que su amiga, y la bolsa de aire frío la afectaba sin llegar a derribarla, y entonces también cruzaba el sexto arco —gritos por todas partes— y el séptimo exigía un viraje en una fracción de segundo, y S’Rella también lo hacía, y volaba hacia el octavo…

… Y era demasiado estrecho, las pértigas estaban demasiado juntas, y S’Rella iba un milímetro desviada. El ala izquierda se estrelló contra la pértiga, y cayeron juntas, y la joven quedó tendida en el suelo.

Y Maris sólo fue una entre las docenas de personas que corrían hacia ella.

Cuando llegó a su lado, S’Rella estaba sentada, jadeante, riéndose, rodeada de atados a la tierra que la colmaban de alabanzas y felicitaciones. Los chiquillos se arremolinaban en torno a ella para tocarle las alas. Pero S’Rella, con el rostro enrojecido por el viento, no podía dejar de reír.

Maris se abrió paso entre la multitud y la abrazó, y S’Rella seguía riendo.

—¿Estás bien? —preguntó Maris, alejándola un poco de ella para verla mejor. S’Rella asintió sin dejar de reír—. Entonces, ¿qué…?

La jovencita se señaló un ala, el ala que había golpeado el arco. El tejido, prácticamente indestructible, estaba intacto, pero uno de los montantes se había roto.

—Esto se arregla fácilmente —dijo Maris tras examinarlo—. No pasa nada.

—¿No lo entiendes? —dijo S’Rella, poniéndose en pie de un salto.

El ala derecha estaba tensa, resplandeciente, pero la izquierda colgaba inerte y rota, el tejido plateado barría la arena.

Maris la miró y se echó a reír.

—Un-Ala —dijo débilmente.

Se abrazaron la una a la otra sin dejar de reír.

—Jirel no te ha dejado mal —dijo Maris a Garth aquella noche, cuando se sentó junto a él al lado de la chimenea. Su amigo estaba animado, tenía mejor aspecto y volvía a beber cerveza—. Fue una sustituía admirable, cruzó cinco arcos tan bien como yo. Pero claro, cinco no son siete, y no fue suficiente. Ni siquiera el Señor de la Tierra pudo votar por un empate.

—Bien —asintió Garth—. S’Rella se merece las alas. Me gusta esa chiquilla. Oblígala a prometerte que vendrá a verme pronto.

Maris sonrió.

—Lo haré —respondió—. Siente no haber venido esta noche, pero quería ir a ver a Val. Yo también iré cuando me marche de aquí. No me gusta, pero…

Suspiró.

Garth bebió un buen trago de cerveza y contempló el fuego durante un largo momento.

—Lo siento por Corm —dijo—. Nunca me gustó, pero volaba bien.

—Tranquilo —le respondió Maris—. Está deprimido, pero se recuperará. El embarazo de Shalli pronto será demasiado avanzado para que vuele, así que Corm podrá usar las alas unos cuantos meses, y si le conozco bien convencerá a Shalli para que las comparta con él incluso después de que nazca el bebé. Y el año que viene, podrá desafiar a alguien. No a Val, desde luego. Corm es más inteligente que todo eso. Apuesto a que nombrará a alguien como Jon de Culhall.

—Ah —la interrumpió Garth—. Si los malditos curanderos me devuelven la salud, puede que yo mismo desafíe a Jon.

—Será un candidato muy apetecible para el año que viene, seguro —convino Maris—. Incluso Kerr quiere tener otra oportunidad contra él. Pero dudo que Sena vuelva a avalarle hasta que no esté un poco más seguro en el aire. Con la doble victoria de S’Rella y Val, Alas de Madera vuelve a estar a salvo. Pronto habrá más estudiantes de los necesarios. —Maris dejó escapar una risita—. Pero Corm y tú no sois los únicos alados que se han quedado en tierra. Bari de Poweet perdió las alas en un desafío de fuera de la familia, y Gran Hará ha tenido que entregarlas a su propia hija.

—Una bandada de ex alados —rió Garth.

—Y muchos un-ala —añadió Maris, sonriendo—. El mundo está cambiando, Garth. Antes sólo había alados y atados a la tierra.

—Sí —asintió él, sirviéndose más cerveza—. Pero tú lo liaste todo. Atados a la tierra volando, alados en tierra… ¿Cómo acabará esto?

—No lo sé —respondió Maris. Se levantó—. Me quedaría toda la noche, pero tengo que hablar con Val. Y hace demasiado tiempo que no estoy en Amberly. Con Shalli en estado y Corm sin alas, el Señor de la Tierra me matará a trabajar. Pero encontraré tiempo para visitarte, te lo prometo.

—Gracias. —Le dedicó una sonrisa—. Vuela bien.

Cuando Maris se marchó, Garth pedía a gritos otra cerveza a Riesa.

Val estaba reclinado en la cama. Tenía la cabeza un poco levantada para poder comer, se llevaba cucharadas de sopa a la boca con la mano izquierda. S’Rella, sentada a su lado, le sostenía el cuenco. Cuando Maris entró, los dos alzaron la vista. La mano de Val tembló, y se derramó una cucharada de sopa caliente sobre el pecho desnudo. Dejó escapar una maldición, y S’Rella le ayudó a limpiarse.

—Val —saludó Maris con un gesto. Junto a la puerta, en el suelo, depositó las alas que llevaba en la mano, las que una vez habían pertenecido a Corm de Amberly Menor—. Tus alas.

La hinchazón del rostro del joven empezaba a desaparecer, y sus rasgos volvían a ser reconocibles, aunque el labio tumefacto le daba una expresión extraña.

—S’Rella me ha contado lo que hiciste —dijo con dificultad—. Supongo que ahora querrás que te lo agradezca.

Maris se cruzó de brazos y esperó.

—Fueron tus amigos alados, los que me hicieron esto, ya lo sabes —siguió—. Si los huesos sueldan mal, jamás podré usar esas malditas alas que me has conseguido. Y, aunque me cure, nunca volaré tan bien como antes.

—Lo sé —respondió Maris—, y lo siento. Pero no fueron mis amigos los que te hicieron esto. Val. No todos los alados son amigos míos. Y no todos son enemigos tuyos.

—Estuviste en la fiesta —señaló Val.

Maris asintió.

—No será fácil, en gran parte por culpa tuya. Recházales si quieres, ódiales a todos. O descubre a aquéllos que merecen la pena. Depende de ti.

—Te diré a quién voy a descubrir —replicó Val—. Voy a descubrir a los que me han hecho esto, y luego voy a descubrir al que los envió.

—Sí —dijo Maris—. ¿Y luego?

—S’Rella encontró mi cuchillo —dijo sencillamente el joven—. Anoche lo dejé caer entre los arbustos. Pero antes corté a uno de mis atacantes, a una mujer. La reconoceré por la cicatriz.

—¿Adónde irás cuando te repongas? —preguntó Maris.

El repentino cambio de tema cogió desprevenido a Val.

—Había pensado en Colmillo de Mar. Me han dicho que la Señora de la Tierra está desesperada por tener un alado. Pero, según S’Rella, el Señor de Skulny también lo está deseando. Hablaré con los dos para ver qué tienen que ofrecer.

—Val de Colmillo de Mar —dijo Maris—. Suena bien.

—Siempre seré Un-Ala —replicó—. Y quizá tú también.

—Medio alada —convino—. Como tú. Pero ¿qué mitad? Puedes conseguir que un Señor de la Tierra te pague más por tus servicios. Val. Los alados te despreciarán por ello, al menos la mayoría. Quizá algunos de los más jóvenes e influenciables te imiten, y sentiría mucho verlo. También puedes llevar ese cuchillo que te regaló tu padre cuando vueles, aunque así violes una de las más antiguas y sabias leyes. Es una cosa sin importancia, una tradición. Los alados te despreciarán, pero ninguno hará nada. Pero puedo asegurarte que, si encuentras al que te mandó golpear y le matas con ese mismo cuchillo, dejarás de ser Un-Ala. Los alados te declararán fuera de la ley y te despojarán de las alas, y ningún Señor de Windhaven te aceptará en su isla ni te permitirá aterrizar, por mucho que necesite a un alado.

—¿Me estás pidiendo que olvide? ¿Qué olvide esto?

—No —respondió Maris—. Encuéntrales y llévales ante el Señor de la Tierra, o convoca un tribunal de alados. Que sea tu enemigo el que pierda las alas, el hogar y la vida, no tú. ¿Te parece mala alternativa?

Val sonrió, y Maris descubrió que también había perdido algunos dientes.

—No —dijo—. Casi me gusta.

—Depende de ti. No volarás en una buena temporada, así que tendrás tiempo para pensarlo. Creo que eres suficientemente inteligente como para aprovechar bien ese tiempo. —Miró a S’Rella—. Tengo que volver a Amberly Menor. Si vas a volar hacia el Archipiélago del Sur, te cae de camino. ¿Quieres volar conmigo, y pasar un día en mi casa?

S’Rella asintió rápidamente.

—Sí, me encantaría… Siempre y cuando Val esté bien.

—Los alados tienen crédito ilimitado —intervino el joven—. Si le prometo suficiente hierro a Raggin, me cuidará como una madre.

—Entonces, me marcharé —decidió S’Rella—. Pero volveremos a vernos, ¿verdad, Val? Ahora, los dos tenemos alas.

—Sí —asintió él—. Vuela con los tuyos. Yo volaré con los míos.

S’Rella le besó y cruzó la habitación hacia donde aguardaba Maris. Las dos se dirigieron a la puerta.

—¡Maris! —llamó repentinamente Val.

La alada se dio la vuelta ante el sonido de la voz, justo a tiempo para ver cómo él buscaba algo trabajosamente bajo la almohada con la mano izquierda, y luego la sacaba con increíble velocidad. El largo cuchillo rasgó el aire y chocó contra el marco de la puerta, a escasos centímetros del rostro de Maris. Pero era un instrumento de obsidiana, ornamental, brillante, negro, afilado y frágil. El golpe lo hizo pedazos.

Maris debió parecer aterrorizada, porque Val sonrió.

—No era de mi padre —dijo—. Mi padre nunca tuvo nada. Se lo robé a Arak. —Los ojos de los dos se encontraron, y Val dejó escapar una dolorosa carcajada—. ¿Te importa librarme de él, Un-Ala?

Maris sonrió y se agachó para recoger los pedazos.