Maris cabalgó sobre la tormenta, tres metros por encima del mar, domeñando los vientos, con las alas de tejido metálico extendidas. Voló salvaje, incansablemente, deleitándose en el peligro y en la sensación del rocío del mar, sin que el frío le importara. El cielo era de un ominoso color azul cobalto, los vientos soplaban y ella tenía alas. Con eso bastaba. Si muriera ahora, moriría feliz, volando.
Voló mejor que nunca, sorteando y planeando sobre las corrientes de aire, sin pensar, eligiendo en cada ocasión el viento ascendente o descendente que la llevaría más lejos o más de prisa. Nunca se equivocaba, no tenía que hacer maniobras precipitadas sobre el revuelto océano. Hacía los virajes por puro placer. Habría sido más seguro volar alto, como un niño, muy por encima de las olas, tan arriba como le fuera posible, a salvo de sus propios errores. Pero Maris pasaba casi rasante sobre el mar, como una alada, allí donde una simple zambullida o un roce del ala contra el agua significaban caer del cielo. Y morir. No se puede nadar demasiado cuando se llevan unas alas de seis metros de envergadura.
Maris era atrevida, pero conocía los vientos.
Más allá, avistó el cuello de una escila, una cuerda sinuosa y oscura contra el horizonte. Casi sin pensarlo, reaccionó. Con la mano derecha, tiró hacia abajo de la tira de cuero del ala, y con la izquierda hacia arriba. Desplazó el peso del cuerpo. Las grandes alas plateadas —de tejido fino y casi sin peso, pero inmensamente resistentes— se movieron con ella, girando. El extremo de un ala rozó levemente la corona de espuma de las olas, la otra se elevó. Maris captó de lleno los vientos ascendentes, y empezó a remontarse.
Le había pasado por la mente la idea de la muerte, la muerte del cielo. Pero ella no terminaría así, arrojada del aire como una gaviota imprudente. No serviría de comida a un monstruo hambriento.
Minutos más tarde, sobrevoló a la escila e hizo una pausa para trazar un círculo sobre ella, lejos de su alcance. Desde arriba, podía ver su cuerpo apenas sumergido bajo las olas, con las hileras de negras aletas bruñidas palpitando rítmicamente. La pequeña cabeza se mecía al extremo del largo cuello, ignorando a Maris. Quizá ya había probado a otros alados y no le gustaba el sabor, pensó la joven.
Ahora los vientos eran más fríos, y estaban cargados de sal. La tormenta se intensificaba, podía sentir su fragor en el aire. Maris, alborozada, dejó muy atrás a la escila. Volvió a quedar sola, volando sin esfuerzo a través de un mundo vacío y oscuro de mar y cielo, donde el único sonido era el del viento contra sus alas.
Poco más tarde, la isla surgió del mar. Su destino. Con un suspiro, entristecida por el final del viaje, Maris empezó a descender.
Gina y Tor, dos de los atados a la tierra que vivían allí. —Maris no sabía qué hacían cuando no se estaban ocupando de los visitantes alados— estaban de servicio en el banco de arena que servía como pista de aterrizaje. Describió un círculo sobre ellos para llamar su atención. Se levantaron de la suave arena y la saludaron con las manos. La segunda vez que pasó sobre ellos, ya estaban preparados. Maris descendió progresivamente hasta que sus pies estuvieron a escasos centímetros del suelo. Gina y Tor corrían por la arena, paralelos a Maris, cada uno a un lado. Los dedos de los pies de la alada rozaron la superficie y empezó a frenar, levantando una nube de arena.
Por fin se detuvo, tendida boca abajo sobre la fría y seca arena. Se sentía estúpida. Un alado en el suelo es como una tortuga sobre su concha; podría ponerse en pie si fuera necesario, pero era un proceso difícil y poco digno. Aun así, había sido un buen aterrizaje.
Gina y Tor empezaron a plegar las alas, juntura a juntura. Cada montante acababa doblado sobre el siguiente, y el tejido que los unía quedaba fláccido. Cuando todos los extensores estuvieron apretados, las alas quedaron convertidas en dos paquetes que colgaban del eje central, atado a la espalda de Maris.
—Esperábamos a Coll —dijo Gina mientras plegaba el último montante.
Tenía el pelo corto negro, y le colgaba a mechones alrededor de la cara.
Maris asintió con la cabeza. Coll debería haber hecho el viaje, sí, pero ella estaba desesperada, ansiaba el aire. Había tomado las alas —aún eran las suyas— y se había marchado antes de que él saliera de la cama.
—Tendrá tiempo de sobra para volar después de la semana que viene, supongo —dijo Tor alegremente. Todavía tenía arena en el lacio pelo rubio, y la fría brisa marina le hacía temblar ligeramente, pero sonreía al hablar—. Volará todo lo que quiera.
Se detuvo frente a Maris para ayudarla a desatarse las alas.
—Yo lo haré —le espetó Maris, impaciente, irritada por lo casual de sus palabras.
¿Cómo podía entenderlo? ¿Cómo podían entenderlo ninguno de los dos? Eran atados a la tierra.
Echó a andar por el banco de arena hacia el refugio. Gina y Tor caminaban junto a ella. Una vez en él, tomó el refrigerio habitual y, de pie junto a una enorme hoguera, se secó y entró en calor. Respondió de manera cortante a sus amistosas preguntas, intentando guardar silencio, intentando no pensar. Aquélla podía ser la última vez. Respetaron su silencio porque era una alada, aunque no sin cierto disgusto. Para los atados a la tierra, los alados eran la fuente de contacto más regular con las otras islas. Los mares, siempre tormentosos e infestados de escilas, tigres marinos y otros predadores, eran demasiado peligrosos como para que los viajes en barco fueran frecuentes, excepto entre islas del mismo archipiélago. Los alados eran el nexo de unión, y los demás acudían a ellos en busca de noticias, chismorrees, canciones, historias y romances.
—El Señor de la Tierra te recibirá en cuanto hayas descansado un poco —dijo Gina, tocando tímidamente a Maris en el hombro.
Ésta se sacudió la mano. Sí, pensó, a ti te basta con servir a los alados. Te gustaría casarte con un alado, quizá con el mismo Coll, cuando crezca. Y no sabes lo que significa para mí que Coll vaya a ser un alado y yo no.
—Ya estoy preparada —fue lo que dijo, en cambio—. Ha sido un vuelo sencillo. Los vientos han hecho todo el trabajo.
Gina la llevó a otra habitación, donde el Señor de la Tierra esperaba su mensaje. Al igual que la primera sala, ésta era alargada y estaba poco amueblada. Una hoguera chisporroteaba sobre un gran lecho de piedra. El Señor de la Tierra estaba sentado en una silla acolchada, cerca de las llamas. Cuando entró Maris, se levantó. Siempre se recibía a los alados como a iguales, incluso en aquellas tierras donde a los Señores de la Tierra se los adoraba como dioses y ostentaban una autoridad casi divina.
Después de intercambiar los saludos rituales, Maris cerró los ojos y dejó que fluyera el mensaje. Ni sabía lo que decía, ni le importaba. Las palabras utilizaban su voz sin mezclarse con su pensamiento consciente. Política probablemente, pensó, últimamente, todo era política.
Cuando terminó el mensaje, Maris abrió los ojos y sonrió al Señor de la Tierra… Perversa, intencionadamente, porque parecía preocupado por sus palabras. Pero el hombre se recuperó con rapidez y le devolvió la sonrisa.
—Gracias —dijo con voz ligeramente débil—. Lo has hecho bien…
La invitaron a pasar allí la noche, pero Maris rehusó. La tormenta podía haber cedido por la mañana. Además, le gustaba volar de noche. Tor y Gina la acompañaron al exterior por el camino rocoso, hasta el risco. Cada pocos metros había hogueras que hacían seguro recorrer por la noche el retorcido sendero.
En la cima había un saliente natural que manos humanas habían hecho más ancho y más profundo. Más allá, una caída de veinticinco metros y olas rompiendo contra la playa rocosa. En el saliente, Gina y Tor desplegaron las alas y fijaron los montantes. El tejido metálico quedó tenso, tirante, deslumbrante. Y Maris saltó.
El viento la captó, la elevó. Estaba volando de nuevo, con el oscuro mar por debajo y el cielo tormentoso sobre ella. Una vez en el aire, no volvió la vista hacia los dos pensativos atados a la tierra que la seguían con los ojos. Demasiado pronto, sería como ellos.
No se dirigió hacia su hogar. En lugar de hacerlo, voló hacia el oeste con los vientos de la tempestad, que ahora soplaban violentamente. Pronto llegarían el trueno y la lluvia, y, entonces, Maris se vería obligada a remontarse sobre las nubes, donde era menos probable que los rayos la derribasen abrasada del cielo. En casa todo estaría tranquilo, la tormenta ya habría pasado y la gente estaría peinando la playa en busca de lo que los vientos hubieran arrastrado. Hasta era posible que atrapasen unas cuantas doradas. Así no se habría perdido por completo el día de pesca.
El viento cantó en sus ojos, la empujó, y ella nadó en la corriente celeste con elegancia. Entonces, extrañamente, pensó en Coll. Y, en el acto, perdió el viento. Agitó las alas, cayó en picado y consiguió volver a remontarse con brusquedad, tanteando, buscándolo. Y maldiciéndose a sí misma. Siempre había sido maravilloso… ¿por qué tenía que terminar así? Éste podía ser su último vuelo, tenía que ser el mejor. Pero era inútil: había perdido la seguridad. El viento y ella ya no eran amantes.
Empezó a volar enfrentándose a la tormenta, luchando sombríamente, peleando hasta que tuvo los músculos agotados y doloridos. Entonces ganó altura. No es seguro volar cerca del agua cuando se ha perdido el sentido del viento.
Estaba exhausta, agotada por la pelea, cuando alcanzó a ver la cara rocosa del Nido de Águilas y comprendió lo mucho que había avanzado.
El Nido de Águilas no era sino una gran roca que se alzaba sobre el mar, un ruinoso torreón de piedra rodeado por una espuma furiosa, allí donde las olas rompían contra sus altos muros escarpados. No era una isla: allí no crecía nada que no fueran líquenes resistentes. Pero, aun así, los pájaros hacían nidos en los escasos rincones protegidos y, sobre la roca, los alados habían construido su nido. Aquí, donde ningún barco podía anclar, donde sólo los alados —aves y humanos— tenían acceso, se alzaba su refugio de piedra oscura.
—¡Maris!
Al oír su nombre, levantó los ojos y vio a Dorrel descendiendo hacia ella, riendo, con las alas oscuras contra las nubes. En el último momento, Maris le esquivó, echándose bruscamente a un lado y saliendo de la línea de su picado. Dorrel la persiguió alrededor del Nido de Águilas, y Maris olvidó que estaba cansada y dolorida para sumergirse de lleno en el puro gozo de volar.
Cuando por fin descendieron, las lluvias acababan de empezar. Venían del Este, aullantes, azotándoles el rostro y golpeando duramente contra sus alas. Maris se dio cuenta de que estaba aterida de frío. Se posaron en un suave lecho de arena tendido sobre la roca sólida, sin ayuda de nadie, y Maris se deslizó tres metros en el repentino lodo antes de detenerse. Tardó cinco minutos en ponerse en pie y desatar las tres tiras de cuero que le rodeaban el cuerpo. Ató cuidadosamente las alas a una traílla de cuerda y, luego, se dirigió hacia uno de los extremos para empezar a plegarlas.
Para cuando terminó, los dientes le castañeteaban convulsivamente y tenía los brazos rígidos. Dorrel se detuvo en seco mientras la contemplaba trabajar. Llevaba sus propias alas, perfectamente dobladas, colgadas de un hombro.
—¿Llevabas mucho tiempo fuera? —preguntó—. Debí dejarte aterrizar. Lo siento, no me di cuenta. Supongo que has venido todo el camino con la tormenta de frente. Mal tiempo, yo también me he encontrado con algunos vientos cruzados. ¿Estás bien?
—Oh, sí. Estaba cansada… Pero no demasiado. Ahora ya no. Me alegro de que estuvieras aquí para recibirme. Ha sido un buen vuelo, me hacía falta. La última parte del viaje fue la peor… Hubo un momento en que pensé que me caía. Pero volar bien es mejor que descansar.
Dorrel se echó a reír y la rodeó con un brazo. Maris se dio cuenta de lo cálido que era su contacto después del vuelo y, en contraste, de lo fría que estaba ella. Él también lo advirtió y la estrechó con más fuerza.
—Entremos antes de que te congeles. Garth ha traído unas cuantas botellas de Kivas de las Shotans, y ya debe de haber calentado una. Entre el kivas y nosotros, conseguiremos que entres en calor.
El cuarto de descanso del refugio estaba cálido y alegre, como siempre, pero casi vacío. Garth, un bajo y musculoso alado cinco años mayor que ella, era el único ocupante. Alzó la vista y les llamó por sus nombres. Maris quiso responder, pero tenía la garganta tensa por la añoranza y los dientes apretados. Dorrel la llevó junto a la hoguera, donde se encontraba su amigo.
—Soy un estúpido Alas de Madera por obligarla a volar con este frío —dijo Dorrel—. ¿Está caliente el kivas? Sírvenos un poco.
Rápida y eficazmente, se quitó las ropas húmedas y embarradas. De un montón cercano a la hoguera, cogió dos grandes toallas.
—¿Por qué crees que voy a desperdiciar mi kivas contigo? —gruñó Garth—. Con Maris sí, por supuesto, porque es preciosa y una estupenda alada.
Hizo una reverencia burlona en dirección a ella.
—Vas a desperdiciar tu kivas conmigo —repuso Dorrel frotándose enérgicamente con la toalla—, a menos que quieras desperdiciarlo todo por el suelo.
Garth replicó, y ambos intercambiaron insultos y amenazas con voces lacónicas. Maris no les prestó atención, ya les había visto hacer lo mismo otras veces. Se sacudió el agua del pelo, observando las manchas que formaba la humedad en las piedras del hogar y lo rápidamente que se evaporaban. Miró a Dorrel e intentó memorizar su cuerpo esbelto y musculoso —un buen cuerpo de alado—, y la rápida sucesión de expresiones en su rostro mientras discutía con Garth. Pero éste, al sentir la mirada de Maris, se volvió y sus ojos se suavizaron. La última puya de Garth quedó flotando en el silencio. Dorrel tocó suavemente a Maris, recorriendo con un dedo la línea de su mandíbula.
—Todavía estás tiritando. —Tomó la toalla con sus manos y la envolvió con ella—. Saca esa botella del fuego antes de que explote, Garth, a ver si podemos entrar en calor.
El kivas, un vino especiado caliente, aromatizado con pasas y nueces, se sirvió en grandes tazones de piedra. El primer sorbo hizo correr hilos de fuego por las venas de Maris, y los temblores se detuvieron.
Garth le dedicó una sonrisa.
—Está bueno, ¿verdad? No es que Dorrel sepa apreciarlo, claro. Compré una docena de botellas a un viejo pescador. El tipo las había encontrado entre los restos de un naufragio, no sabía lo que tenía, y su esposa no le dejaba meterlas en casa. Le di unas cuantas chucherías a cambio, unos abalorios de metal que llevaba para mi hermana.
—¿Y qué vas a llevarle ahora a tu hermana? —preguntó Maris entre dos sorbos de kivas.
Garth se encogió de hombros.
—¿A ella? Bueno, de todos modos, era una sorpresa. Le llevaré algo de Poweet la próxima vez que vaya. Unos huevos pintados.
—Si no encuentras nada por lo que intercambiarlos en el camino de vuelta —señaló Dorrel—. Si alguna vez llevas una sorpresa a tu hermana, Garth, la conmoción será mayor que la alegría. Eres un comerciante nato. Creo que hasta venderías las alas, si te hicieran una buena oferta.
Garth se indignó.
—Cierra la boca cuando digas eso, pájaro. —Luego se dirigió a Maris—. ¿Cómo está tu hermano? No le veo nunca.
Maris tomó otro sorbo de kivas, sosteniendo el tazón con ambas manos para que no temblara.
—Llegará a la edad la semana que viene —dijo cuidadosamente—. Entonces, las alas serán suyas. No estoy al tanto de sus idas y venidas. A lo mejor no le gusta vuestra compañía.
—¿Eh? —se sorprendió Garth—. ¿Y por qué no? —parecía ofendido. Maris movió una mano y se obligó a sonreír. Lo había dicho en broma—. A mí me cae muy bien —siguió Garth—. Nos cae bien a todos, ¿verdad Dorrel? Es muy joven, un poco callado, y quizá demasiado cauteloso. Pero mejorará. Es diferente… ¡Pero qué historias cuenta! ¡Y cómo canta! Los atados a la tierra adorarán sus alas —Garth sacudió la cabeza, maravillado—. ¿Dónde aprende esas canciones? Yo he viajado más que él, pero…
—Las compone él —dijo Maris.
—¿Él mismo? —Garth estaba impresionado—. Entonces, será nuestro bardo. En la próxima competición, le arrebataremos el premio a los del Archipiélago Oriental. El Archipiélago Occidental siempre ha tenido los mejores alados —dijo lealmente—, pero nuestros bardos nunca han merecido ese título.
—Yo canté por el Occidental en el último encuentro —objetó Dorrel.
—A eso me refiero.
—Pues tú aúllas como un tigre marino.
—Sí —concedió Garth—, pero no me hago ilusiones sobre mis habilidades.
Maris se perdió la réplica de Dorrel, no estaba atenta al diálogo. Contemplaba las llamas mientras pensaba y acunaba la bebida, todavía caliente. Se sentía en paz aquí, en el Nido de Águilas, incluso después de que Garth mencionara a Coll. Y extrañamente cómoda. En la roca de los alados no vivía nadie, pero era el hogar de todos. Su hogar. Se le hacía duro pensar que no volvería allí.
Recordó la primera vez que había visto el Nido de Águilas, hacía seis años, pocos días después de llegar a la edad. Era una niña de trece años, orgullosa de haber volado sola hasta tan lejos, pero también asustada y tímida. Dentro del refugio se encontró con una docena de alados sentados alrededor de una hoguera, bebiendo y riendo. Estaban celebrando una fiesta, pero se detuvieron para dedicarle sus sonrisas. Garth era por aquel entonces un joven silencioso, y Dorrel un chico delgado poco mayor que ella. Maris no conocía a ninguno de los dos. Pero Helmer, un alado de mediana edad, procedente de una isla cercana a la suya, estaba entre los asistentes y se encargó de las presentaciones. Incluso ahora, Maris recordaba los rostros, los nombres: la pelirroja Annis de Culhall, Foster —que luego había engordado demasiado como para volar—, Jamis el Mayor, y, sobre todo, el apodado Cuervo, un joven arrogante, vestido de piel negra y metal, que había ganado los premios de tres competiciones seguidas para el Archipiélago Oriental. Había alguien más, una rubia larguirucha que venía de las Islas Exteriores. La fiesta era en su honor. Muy pocas veces uno de los Exteriores había volado tan, tan lejos.
Todos le dieron la bienvenida a Maris y, muy pronto, pareció reemplazar a la alta rubia como invitada de honor. A pesar de su edad, le dieron vino, le hicieron cantar con ellos, y le contaron historias sobre vuelos, muchas de las cuales ya conocía, pero nunca las había oído de aquella manera. Por fin, cuando ya se sentía parte del grupo, dejaron de prestarle atención y la fiesta retomó su curso normal.
Fue una fiesta extraña, inolvidable, y un incidente en particular quedó grabado con letras de oro en su recuerdo. Cuervo, el único alado oriental del grupo, había soportado muchos comentarios. Por fin, un poco bebido, se rebeló.
—Decís que sois alados —protestó con una voz restallante que Maris no olvidaría jamás—. Venid, venid conmigo, y os enseñaré lo que es volar.
Y toda la fiesta se había trasladado al exterior, al risco del Nido de Águilas, el más alto de todos. Ciento ochenta metros en vertical. Abajo, las rocas surgían del mar como colmillos afilados, y las olas rompían contra ellas con toda su furia. Cuervo, con las alas plegadas, se adelantó hasta el borde. Desplegó cuidadosamente los tres primeros segmentos y pasó los brazos por debajo de los arneses. Pero no fijó las alas: las junturas seguían moviéndose, y los segmentos desplegados se movían atrás y adelante con sus brazos, flexibles. Mantuvo el resto de los segmentos plegados en las manos.
Maris se estaba preguntando qué pretendía. Pronto lo averiguó.
Echó a correr, y saltó tan lejos como pudo del acantilado de los alados. Con las alas todavía plegadas.
La niña dejó escapar un grito y corrió hacia el borde. Los demás la siguieron, algunos pálidos, unos pocos sonriendo. Dorrel se quedó junto a ella.
Cuervo caía en picado, como una roca, con los brazos a los costados y el tejido de las alas ondeando como una capa. Caía de cabeza, y el descenso pareció durar una eternidad.
Entonces, en el último momento, cuando ya estaba casi sobre las rocas, cuando Maris ya casi podía sentir el impacto… De pronto, unas alas de plata brillaron bajo la luz del sol. Unas alas que habían surgido de la nada. Cuervo captó los vientos y voló.
Maris estaba deslumbrada, pero Jamis el Mayor, el alado más anciano del Archipiélago Occidental, se había limitado a reírse.
—El truco de Cuervo —dijo—. Se lo he visto hacer dos veces más. Engrasa las junturas de las alas. Después de un rato de caída libre, las sacude con todas sus fuerzas. Entonces, cada segmento libera al siguiente. Muy bonito, sí. Podéis jurar que lo ha practicado muchas veces antes de hacerlo delante de nadie. Cualquier día de éstos, una de las junturas se quedará trabada y no tendremos que seguir aguantando a Cuervo.
Pero ni siquiera aquellas palabras consiguieron empañar la magia. Maris había visto a muchos alados impacientarse con los atados a la tierra que les ayudaban, y terminar de abrir las alas, los dos últimos segmentos como mucho, con una sacudida seca. Pero nunca algo como aquello.
Cuando se reunió con ellos en el punto de aterrizaje, Cuervo empezó a jactarse.
—El día que hagáis eso —dijo a los demás—, entonces podréis llamaros alados.
Era un jovenzuelo presuntuoso y engreído, pero en aquel momento y durante los años siguientes, Maris creyó estar enamorada de él.
Sacudió la cabeza con pesadumbre y apuró el kivas. Ahora, todo aquello parecía estúpido. Cuervo murió dos años después de la fiesta, desapareció en el mar sin dejar rastro. Cada año morían una docena de alados y, por lo general, sus alas se perdían con ellos. Podían caer y ahogarse si volaban mal, las escilas de cuello largo atacaban a los descuidados, las tormentas los derribaban del cielo y los rayos perseguían el metal de las alas… Sí, un alado podía morir de muchas maneras. Según sospechaba Maris, la mayoría de ellos perdían la orientación y no llegaban a su destino: volaban a ciegas hasta que caían agotados. Quizá unos pocos tropezaran con aquella rara y temida amenaza, el aire quieto. Pero Maris sabía ahora que Cuervo siempre fue un candidato a la muerte con más probabilidades que los otros. Era un alado temperamental y alocado que carecía del sentido del cielo.
La voz de Dorrel la arrancó de sus recuerdos.
—Maris —dijo—, oye, no te duermas encima de nosotros.
Maris se irguió y vació el tazón, todavía buscando la calidez que había contenido. Con un esfuerzo, extendió la mano y recogió su jersey.
—No está seco —protestó Garth.
—¿Tienes frío? —preguntó Dorrel.
—No, pero ya es hora de que me vaya.
—Estás demasiado cansada —dijo Dorrel—. Quédate a pasar la noche.
Maris apartó los ojos de los suyos.
—No puedo. Estarán preocupados.
Dorrel suspiró.
—Entonces, llévate ropa seca. —Se levantó y se dirigió al otro extremo de la sala, hacia un armario de madera tallada. Abrió las puertas—. Ven aquí, elige algo de tu talla.
Maris no se movió.
—Será mejor que me lleve mis propias ropas. No volveré.
Dorrel maldijo en voz baja.
—Maris. No hagas las cosas más… Ya me entiendes. Vamos, elige ropa. Puedes quedártela, lo sabes. Si quieres, deja la tuya a cambio. No permitiré que te vayas con la ropa empapada.
—Lo siento —dijo Maris.
Garth le sonrió mientras Dorrel esperaba. Se levantó lentamente, arropándose más con la toalla cuando se apartó del fuego. Las puntas de su oscuro pelo corto se le pegaban, húmedas y frías, al cuello. Con la ayuda de Dorrel, rebuscó entre los montones de ropa hasta encontrar unos pantalones y un jersey marrón de lana adecuados a su esbelta constitución. Dorrel la contempló mientras se vestía. Rápidamente eligió ropas para sí mismo. Después, los dos se acercaron a la puerta y descolgaron las alas. Maris recorrió las junturas con dedos largos y fuertes, en busca de puntos flacos o deteriorados. Las alas fallaban en muy escasas ocasiones pero, cuando sucedía, el problema estaba siempre en las junturas. El tejido metálico en sí era brillante, suave y resistente como cuando los navegantes de las estrellas llegaron a este mundo. Satisfecha, Maris se puso las alas. Estaban en perfectas condiciones. Coll podría utilizarlas durante años y, después de él, sus hijos. Durante generaciones.
Garth se había levantado y estaba junto a ella. La miró.
—No se me da bien hablar, como a Coll, o a Dorrel —empezó—. Yo… Bueno. Adiós, Maris.
Enrojeció. Parecía deprimido. Los alados no se dicen adiós entre ellos. Pero yo no soy una alada, pensó Maris, así que abrazó a Garth, le besó y le dijo adiós, la palabra de los atados a la tierra.
Dorrel salió con ella. Los vientos eran fuertes, como siempre en el Nido de Águilas, pero la tormenta había pasado. La humedad del aire provenía sólo del salpicar de las olas. Sin embargo, no había estrellas.
—Al menos, quédate a cenar —pidió Dorrel—. Garth y yo nos pelearemos por el placer de servirte.
Maris sacudió la cabeza. No debería haber venido. Debería haber volado directamente a casa, sin decir adiós a Garth o a Dorrel. Hubiera sido más fácil no llegar hasta el final, fingir que las cosas siempre serían iguales, y luego desaparecer. Cuando llegaron al alto risco de los alados, buscó la mano de Dorrel y los dos se quedaron allí largo rato, en silencio.
—Maris —dijo Dorrel al final, titubeando. Miró directamente hacia el mar, de pie al lado de la joven, sosteniéndole la mano—. Maris, podemos casarnos. Compartiría las alas contigo, podrías volar de vez en cuando.
Maris dejó caer la mano y se sintió enrojecer de vergüenza. Dorrel no tenía derecho; era una crueldad fingir así.
—No —dijo en un susurro—. Las alas no son tuyas, no puedes compartirlas.
—Tradición —murmuró, desesperado. Maris habría jurado que también él se sentía avergonzado. Quería ayudarla, no empeorar las cosas—. Podríamos intentarlo. Las alas serían mías, pero tú las utilizarías…
—Oh, Dorrel, no. El Señor de la Tierra, tu Señor de la Tierra, nunca lo permitiría. Es más que una tradición, es una ley. Te quitarían las alas y se las darían a alguien más respetuoso, como hicieron con Lind el contrabandista. Además, aunque huyéramos a un lugar sin ley o sin Señores de la Tierra, a un sitio donde estuviéramos solos… ¿Cuánto tiempo soportarías compartir las alas, conmigo o con nadie? ¿No lo ves? Llegaríamos a odiarnos el uno al otro. No soy una niña que pueda practicar mientras tú descansas. No podría vivir así, volando por caridad, sabiendo que las alas nunca serían mías. Y tú acabarías cansándote de ver cómo te miraba… Al final… Oh…
Se interrumpió, inclinando la cabeza.
Dorrel guardó silencio un instante.
—Lo siento, Maris —dijo—. Quería hacer algo para ayudarte. Me resulta insoportable saber lo que va a sucederte. Quería darte algo, no puedo ni pensar que vas a convertirte en…
Ella le tomó la mano otra vez y se la apretó.
—Sí, sí. Shh.
—Sabes que te quiero. ¿Verdad, Maris?
—Sí, sí. Y yo también te quiero, Dorrel. Pero… Nunca me casaré con un alado. Ahora, no. No podría. Le mataría para quedarme con sus alas.
Le miró, intentando mitigar las cruda verdad que encerraban sus palabras. No lo consiguió.
Se abrazaron el uno al otro, al borde del acantilado, ya cerca el momento de la partida. Con la presión de sus cuerpos, intentaron decirse todo lo que hubieran querido formular. Luego se separaron y se miraron a través de las lágrimas.
Maris empezó a desplegar las alas, temblorosa. De pronto, volvía a tener frío. Dorrel intentó ayudarla, pero los dedos de ambos se enredaron. Los dos se rieron de su propia torpeza. Maris dejó que le desplegara las alas. Cuando ya tenía una completamente extendida y casi la otra, recordó repentinamente a Cuervo, e hizo señal a Dorrel de que se apartara. Asombrado, el joven la contempló. Maris levantó el ala como una experta en el aire, y desplegó la última juntura con un golpe limpio y seco. Ya estaba preparada para partir.
—Vuela bien —dijo por fin Dorrel.
Maris abrió la boca y luego la cerró, asintiendo como una tonta.
—Tú también —consiguió decir—. Cuídate, hasta…
Pero no pudo añadir la última mentira, y tampoco logró decirle adiós. Dio la vuelta, se alejó de él corriendo, y se lanzó desde el Nido de Águilas, transportada por los vientos de la noche hacia un cielo oscuro y frío.
Fue un vuelo largo y solitario, sobre un mar donde se reflejaban las estrellas y nada se movía. Los vientos del Este eran constantes y obligaban a Maris a virar muy a menudo, perdiendo tiempo y velocidad. Para cuando vio la luz del torreón de Amberly Menor, la isla que era su hogar, ya había pasado la medianoche.
Había otra luz más abajo, en la playa de aterrizaje. La vio mientras descendía con suave facilidad, y pensó que serían los encargados del refugio. Pero su servicio había terminado hacía varias horas: pocos alados volaban tan tarde. Con un nudo en la garganta y la sorpresa reflejada en el rostro, tomó tierra bruscamente, sin ninguna elegancia…
Maris consiguió ponerse en pie con dificultad y empezó a desatarse las correas de las alas. No era ninguna novata, no debería haberse dejado distraer en el momento del aterrizaje. La luz avanzó hacia ella.
—Así que has decidido volver —dijo la voz, dura y furiosa.
Era Russ, su padre —en realidad, su padrastro— el que se acercaba a ella con la lámpara en la mano sana. El brazo derecho le colgaba a lo largo del cuerpo, inerte e inútil.
—Pasé primero por el Nido de Águilas —dijo Maris a la defensiva—. No estabas preocupado.
—Se suponía que volaría Coll, no tú.
Los rasgos del alado estaban rígidos.
—Estaba en la cama —dijo Maris—. Es muy lento, sabía que se le escaparían los mejores vientos de la tormenta. No habría captado nada, excepto la lluvia, habría tardado una eternidad en llegar. Si llegaba. Todavía no se le da bien volar con lluvia.
—Pues tendrá que aprender. El chico tiene que cometer errores ahora. Has sido su maestra, pero pronto las alas serán para él. Coll es el alado, no tú.
Maris se tambaleó como si la hubieran golpeado. Éste era el hombre que la había enseñado a volar, el que tan orgulloso estaba de ella y de cómo sabía instintivamente qué hacer. Las alas serían para ella, Russ se lo había dicho más de una vez, aunque por las venas de la muchacha no corriera su sangre. Su esposa y él la habían adoptado cuando pareció que jamás tendrían un hijo propio que heredase las alas. Luego Russ sufrió el accidente, perdió el cielo, y era importante encontrar un alado que le sustituyera. Si no era alguien de su sangre, entonces una persona a la que quisiera. Su esposa se negó a aprender. Llevaba treinta y cinco años de vida atada a la tierra, y no tenía la menor intención de saltar de ningún risco, con alas o sin ellas. Además, era demasiado tarde. Los alados tenían que aprender desde muy jóvenes. Así que Russ adiestró a Maris, la adoptó y llegó a quererla. A Maris, la hija del pescador, la que prefería contemplar el risco de los alados a jugar con los demás niños.
Y entonces, contra toda probabilidad, nació Coll. Su madre murió tras el largo y difícil parto. Maris, que por entonces era una chiquilla, recordaba una noche oscura llena de gente que corría, y luego a su padrastro llorando a solas en un rincón. Pero Coll vivió. Maris se vio convertida de repente en una niña madre, cuidó de él y le quiso. Al principio no se esperaba que el bebé sobreviviese. Maris se alegró cuando lo logró. Y, durante tres años, le quiso como a un hermano y como a un hijo, mientras ella practicaba con las alas bajo la mirada atenta de su padre.
Hasta la noche en que ese mismo padre le dijo que Coll, el bebé Coll, se quedaría con las alas de Maris.
—Soy mejor alada de lo que nunca será él —dijo Maris ahora, en la playa, con voz temblorosa.
—No lo discuto. Pero no importa. Coll lleva mi propia sangre.
—¡No es justo! —gritó, dejando escapar la protesta que albergaba en su interior desde el día en que llegó a la edad.
Para entonces, Coll ya era un niño fuerte y sano. Demasiado pequeño todavía para llevar alas, pero serían para él el día que llegara a la edad. Maris no tenía derecho a ellas. Ésa era la ley de los alados que se venía observando durante generaciones, que se remontaba a los tiempos de los navegantes de las estrellas, los legendarios forjadores de las alas. El primogénito de cada familia de alados heredaba las alas de su progenitor. La habilidad no contaba para nada. Era una ley de herencia, y Maris provenía de una familia de pescadores que no tenían nada que dejarle a excepción de los restos de un bote de madera.
—Justo o no, es la ley, Maris. Hace mucho que lo sabes, aunque hayas preferido ignorarlo. Durante años, has jugado a ser una alada. Y te he dejado porque te quería y porque Coll necesitaba un maestro, un buen maestro. Esta isla es demasiado grande para depender sólo de dos alados. Pero siempre supiste que llegaría este día.
Podría decirlo más amablemente, pensó Maris, furiosa. Russ debía saber lo que significaba perder el cielo.
—Ahora, ven conmigo —dijo el hombre—. No volverás a volar.
Las alas seguían completamente extendidas, sólo le había dado tiempo a desatar una correa.
—Huiré —dijo con rabia—. No volverás a verme. Iré a alguna isla donde no tengan alados. Se alegrarán de que me quede en ella, y no les importará cómo conseguí las alas.
—No —negó su padre con voz triste—. Los otros alados evitarían esa isla, como hicieron después de que el loco Señor de Kennehut ejecutara al Alado Que Traía Malas Noticias. No importa donde vayas, te quitarían las alas robadas. Ningún Señor de la Tierra correría el riesgo.
—¡Entonces, las romperé! —gritó Maris, al borde de la histeria—. ¡Y Coll no volverá a volar, igual que… que…!
El cristal se estrelló contra la piedra cuando su padre dejó caer la lámpara de aceite, y la luz se apagó. Maris sintió la presión de sus manos.
—No podrías hacerlo aunque quisieras. Y no le harías eso a Coll. Pero dame las alas.
—No pienso…
—No sé lo que piensas. Pensé que esta mañana querías suicidarte, que habías salido para morir en la tormenta. Sé cómo te sientes, Maris. Por eso tenía tanto miedo, por eso estaba tan enfadado. No le eches la culpa a Coll.
—No le culpo. Y no me interpondría entre las alas y él… Pero yo quiero volar, lo necesito… Padre, por favor…
Las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas y se acercó a él, en busca de consuelo.
—Lo entiendo, Maris —dijo. No podía rodearla con el brazo sano, las alas lo impedían—. Pero no puedo hacer nada. Las cosas son así. Tendrás que aprender a vivir sin las alas, como he hecho yo. Al menos, las has tenido por un tiempo. Sabes lo que es volar.
—¡Eso no basta! —gritó ella llorosa, testaruda—. Pensaba que sí cuando era una niña y ni siquiera te conocía, cuando no era nada y tú eras el mejor alado de Amberly. Os miraba a ti y a los otros desde el risco, y solía pensar que, si tuviera alas, aunque sólo fuera por un momento, sería suficiente. Pero no lo es, no lo es. No puedo prescindir de ellas.
El rostro de su padre ya no era severo. Le rozó la mejilla cariñosamente, secándole las lágrimas.
—Quizá tienes razón —dijo con voz lenta, grave—. Quizá no hice bien. Pensé que si te dejaba volar un poco, durante un tiempo, sería mejor que nada, un hermoso regalo. Pero no lo ha sido, ¿verdad? Ahora nunca serás feliz. Has volado, nunca podrás ser una atada a la tierra más.
Se detuvo bruscamente, y Maris comprendió que hablaba de sí mismo tanto como de ella.
La ayudó a desatarse y a plegar las alas, y caminaron juntos hacia casa.
La casa era una sencilla estructura de madera, rodeada de árboles y terrenos. Por la parte de atrás corría un arroyuelo. Los alados vivían bien. Russ le deseó buenas noches nada más cruzar la puerta y subió al piso superior, llevándose las alas. ¿Habría perdido de verdad la confianza en ella?, se preguntó Maris. ¿Qué he hecho? Y sintió que las lágrimas volvían a pugnar por salir.
Pero, en vez de echarse a llorar, se dirigió hacia la cocina. Encontró queso, carne fría y té, y llevó todo en una bandeja al comedor. En el centro de la mesa había un candelabro de barro en forma de recipiente. Lo encendió y comió mientras contemplaba danzar la llama.
Coll entró cuando estaba terminando, y se detuvo en la puerta, titubeante.
—Hola, Maris —dijo inseguro—. Me alegro de que hayas vuelto. Te estaba esperando.
Era alto para sus trece años, y tenía un cuerpo esbelto de líneas armoniosas, cabello rubio rojizo y los primeros atisbos de un bigote.
—Hola, Coll —le respondió Maris—. No te quedes ahí, siento haberme llevado las alas.
Se sentó.
—No me importa, ya lo sabes. Vuelas mejor que yo, y… bueno… ya sabes. ¿Se enfadó mucho padre?
Maris asintió.
Coll parecía triste y asustado.
—Ya sólo queda una semana, Maris. ¿Qué vamos a hacer?
El chico miraba directamente a la vela, no a ella.
Maris suspiró y le puso una mano consoladora en el brazo.
—Haremos lo que tenemos que hacer, Coll. No hay elección posible.
Lo habían discutido en otras ocasiones, conocía la agonía de su hermano tanto como la suya propia. Era su hermana, casi su madre, y el niño había compartido con ella su vergüenza y su secreto. Aquélla era la ironía definitiva.
El pequeño Coll la estaba mirando, como un niño a su madre. Aunque ahora sabía que estaba tan indefensa como él, todavía le quedaban esperanzas.
—¿Por qué no tenemos elección? No lo entiendo.
Maris suspiró otra vez.
—Es la ley, Coll. No podemos ir contra la tradición, lo sabes. Todos tenemos unos deberes que cumplir. Si pudiéramos elegir, yo me quedaría con las alas, yo sería la alada. Y tú podrías convertirte en bardo. Los dos estaríamos orgullosos, sabríamos que somos los mejores en lo que hacemos. Atada a la tierra, la vida será muy dura. Quiero estas alas más que nada en el mundo. Yo las he tenido, no es justo que me las quiten, pero quizá… Quizá sí es justo y yo no sé verlo. Gente más sabia que nosotros ha decidido que las cosas deben ser como son. Y quizá, quizá, me estoy comportando como una chiquilla que quiere que las cosas se hagan a su modo.
Coll se humedeció los labios, nervioso.
—No.
Maris le miró interrogante.
El chico sacudió la cabeza, testarudo.
—No está bien, Maris, no es justo. No quiero volar, no quiero llevarme tus alas. Todo esto es una tontería. Te estoy haciendo daño, y no quiero, pero tampoco quiero hacer daño a padre. ¿Cómo podría decírselo? Soy su heredero y todo eso, se supone que tengo que tomar las alas. Me odiaría si no lo hago. Las canciones nunca hablan de alados que tienen miedo a volar, como yo. Los alados no tienen miedo. No valgo para ser un alado.
Las manos le temblaban visiblemente.
—No te preocupes, Coll. Todo se arreglará, de verdad. No hay nadie que no haya tenido miedo al principio. Yo también estaba asustada.
No tenía planeada la mentira. Simplemente, escogía las palabras necesarias para tranquilizarle.
—¡Pero no es justo! —sollozó el chico—. No quiero dejar de cantar, y si vuelo no podré cantar, no como Barrion, no como me gustaría. ¿Por qué tienen que obligarme? ¿Por qué no puedes ser tú la alada, como quieres, Maris? ¿Por qué?
Le miró. También ella estaba al borde de las lágrimas. No tenía respuesta, ni para Coll ni para ella misma.
—No lo sé —dijo con voz vacía—. No lo sé, pequeño. Pero así es como se han hecho siempre las cosas, y así es como deben ser.
Se miraron el uno al otro, los dos atrapados, encerrados por una ley más antigua que ellos y una tradición que no comprendían. Impotentes y doloridos, hablaron a la luz de la vela, repitiendo las mismas cosas una y otra vez hasta que, mucho más tarde, se fueron a la cama sin haber resuelto nada.
Pero una vez sola, en su lecho, el resentimiento volvió a inundar a Maris, junto con las sensaciones de pérdida y de vergüenza. Lloró hasta quedarse dormida y soñó con los tormentosos cielos color púrpura por los que nunca volaría.
La semana le pareció eterna.
Durante aquellos días interminables, Maris se dirigió una docena de veces al risco de los alados para contemplar impotente el mar, con las manos en los bolsillos. Vio botes de pescadores, gaviotas y, en una ocasión, una manada de tigres marinos color gris, muy, muy a lo lejos. Todo contribuía a hacer más dolorosa la pérdida: el repentino menguar del mundo que conocía, la manera en que los horizontes parecían encogerse a su alrededor… Pero no podía dejar de ir allí. Así que se quedaba de pie, saboreando el viento, aunque lo único que volaba eran sus cabellos.
En una ocasión, vio a Coll observándola de lejos. Ninguno de los dos mencionó el incidente.
Russ guardaba las alas, las alas de él. Siempre habían pertenecido al hombre, le pertenecerían hasta que Coll las tomase. Cuando Amberly Menor necesitaba un alado, Corm respondía a la llamada desde el otro extremo de la isla. O lo hacía Shalli, que ya volaba cuando Maris era sólo una chiquilla que estaba aprendiendo lo más básico, a adquirir el sentido del cielo. En lo que a su padre concernía, la isla no tenía un tercer alado, y no lo tendría hasta que Coll reclamara lo que le pertenecía por derecho de nacimiento.
También había cambiado su actitud hacia Maris. A veces se enfurecía con ella cuando la encontraba meditabunda y triste, otras la rodeaba con el brazo sano y sólo le faltaba llorar. No encontraba un término medio entre la ira y la piedad, se sentía impotente y trataba de evitarla. Pasaba mucho tiempo con Coll, emocionado y entusiasmado. El niño, un hijo obediente, intentaba hacerse eco de los sentimientos de su padre. Pero Maris sabía que también él daba frecuentes y largos paseos y que pasaba mucho tiempo a solas con su guitarra.
Un día antes de que Coll tuviera la edad, Maris se sentó en el risco de los alados con las piernas colgando sobre el vacío, contemplando cómo Shalli trazaba arcos plateados en el cielo del mediodía. Buscando tigres marinos para los pescadores, le había dicho la alada. Pero Maris sabía que no. Había volado el tiempo suficiente para reconocer un vuelo de placer cuando lo veía. Incluso ahora, sentada allí, atrapada, sentía el eco lejano de la alegría. Algo se rompía dentro de ella cuando Shalli trazaba un círculo y los rayos de sol arrancaban destellos plateados de las alas.
¿Así termina todo?, se preguntó Maris. No puede ser. No, así empezó. Lo recuerdo.
Y lo recordaba. A veces, pensaba que había estado observando a los alados antes incluso de saber andar, aunque su madre, su verdadera madre, le decía que no. Pero Maris conservaba vívidos recuerdos del risco. Casi todas las semanas se escapaba para venir aquí cuando tenía cuatro o cinco años. Allí —aquí—, se sentaba para contemplar el ir y venir de los alados. Su madre siempre la encontraba, y siempre estaba enfadada.
—Eres una atada a la tierra, Maris —le decía después de darle una azotaina—. No pierdas el tiempo con sueños estúpidos. No he educado a mi hija para que sea una Alas de Madera.
Era una vieja leyenda popular. Su madre se la contaba una y otra vez cuando la atrapaba en el risco. Alas de Madera era el hijo de un carpintero. Quería ser un alado. Pero, por supuesto, no venía de una familia de alados. Según la historia, no le importaba. No hizo caso a las advertencias de amigos y familiares, no quería otra cosa que el cielo. Por fin, en el taller de su padre, se construyó un hermoso par de alas. Grandes alas de mariposa, de madera tallada y pulida. Todos dijeron que eran muy bonitas, todos excepto los alados. Los alados se limitaron a sacudir la cabeza en silencio. Alas de Madera subió al risco de los alados. Le estaban esperando allí, callados, en un círculo, brillantes y serenos a la luz del atardecer. Alas de Madera corrió a reunirse con ellos, y cayó hacia su muerte.
—La moraleja —concluía siempre la madre de Maris—, es que no se debe intentar ser lo que no se es.
Pero ¿era ésa la moraleja? Cuando era niña, a Maris no se le ocurrió pensarlo. Se limitó a considerar que Alas de Madera era tonto. Pero, al crecer, recordó la historia a menudo. Y en ocasiones pensaba que su madre no la había entendido en absoluto. Alas de Madera lo había conseguido, pensó Maris. Había volado, aunque sólo fuera un instante. Y eso valía cualquier sacrificio, incluso la muerte. Era una muerte de alado. Y los otros, los alados, no acudieron a burlarse de él, ni a avisarle. No, volaron para escoltarle, porque sólo era un principiante y le comprendían. Los atados a la tierra solían reírse de Alas de Madera. Su nombre se había convertido en sinónimo de estupidez. Pero un alado que oyera la historia no podía hacer otra cosa que llorar.
Maris pensó en Alas de Madera entonces, sentada bajo el frío viento del mediodía, mientras veía volar a Shalli. ¿Valió la pena, Alas de Madera?, se preguntó. ¿Volar un instante y morir para siempre? ¿Y para mí, vale la pena? ¿Doce años en el viento y ahora una vida sin él?
Cuando Russ se fijó en ella, en el risco, fue la niña más dichosa del mundo. Cuando la adoptó y la empujó orgullosamente hacia el cielo, pensó que moriría de alegría. Su verdadero padre estaba muerto, desapareció con su bote, devorado por una escila furiosa cuando una tormenta le apartó de su rumbo. Su madre se alegró de librarse de ella. Maris saltó hacia una nueva vida, hacia el cielo. Pareció que todos sus sueños se hacían realidad. Entonces pensó que Alas de Madera tenía razón. Si sueñas algo y lo deseas con suficiente intensidad, puedes conseguirlo.
La fe la abandonó cuando llegó Coll, cuando se lo dijeron.
Coll. Todo volvía a Coll.
Así que, perdida, Maris abandonó el hilo de sus pensamientos y se dedicó a contemplar el cielo con melancólica tranquilidad.
Llegó el día, como Maris sabía que sucedería.
Era una pequeña fiesta, aunque el Señor de la Tierra en persona era el anfitrión. Se trataba de un hombre corpulento e inteligente, con un rostro agradable oculto bajo una espesa barba que él esperaba le diera aspecto fiero. Cuando los recibió en la puerta, sus ropas rezumaban riqueza: ricos tejidos recamados, anillos de cobre y latón, y un pesado collar de hierro auténtico. Pero la bienvenida fue cálida.
Dentro del refugio había una gran sala de festejos. Grandes vigas de madera sin adornos, antorchas encendidas a todo lo largo de las paredes y una alfombra color granate en el suelo. Y una mesa casi combada bajo el peso del kivas de las Shotan, los vinos propios de Amberly, quesos traídos de Culhall por los alados, frutas de las Islas Exteriores y grandes recipientes con ensaladas. En el horno había un enorme tigre marino que el cocinero condimentaba con hierbas amargas y con el jugo del propio animal. Era casi de la mitad del tamaño de un hombre. Le habían quitado la cálida piel color gris azulado para dejar al descubierto el pesado esqueleto, flanqueado por dos poderosas aletas. La gruesa capa de grasa que protegía del frío al tigre marino chisporroteaba y echaba humo entre las llamas, y el hocico curiosamente felino del animal estaba lleno de nueces y hierbas. Olía maravillosamente.
Todos sus amigos atados a la tierra estaban en la fiesta, agrupados en torno a Coll, felicitándole. Algunos de ellos incluso se sintieron obligados a hablar con Maris, a decirle lo afortunada que era por tener un hermano alado, por haber sido ella misma la alada. Haber sido, haber sido, haber sido. Quería gritar.
Pero con los alados era peor. Estaban también todos, por supuesto. Corm, tan guapo como siempre, derrochando encanto, se apoyaba en un rincón y contaba historias sobre lugares lejanos a unas boquiabiertas chicas atadas a la tierra. Shalli bailaba. Antes de que terminara la noche, habría agotado a media docena de hombres con su increíble energía. Otros alados venían de otras islas: Anni de Culhall, el chico Jamis el Joven, Helmer de Amberly Mayor, cuya propia hija reclamaría las alas en menos de un año, y media docena más de alados del Archipiélago Occidental, junto con tres Orientales, que se mantenían al margen. Sus amigos, sus hermanos, sus camaradas del Nido de Águilas.
Pero, ahora, la evitaban. Anni le sonrió educadamente y miró en otra dirección. Jamis le transmitió saludos de parte de su padre y luego se quedó en silencio, incómodo, cambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro hasta que Maris le permitió marcharse. Hasta Corm, que presumía de no estar nervioso nunca, parecía incómodo con ella. Le trajo una taza de kivas y luego vio, al otro lado de la habitación, a un amigo con el que tenía que hablar.
Maris se sentía relegada y abandonada. Se sentó en una silla de cuero, junto a la ventana, y bebió lentamente el kivas mientras escuchaba cómo el viento sacudía las persianas. No les culpaba. ¿De qué se puede hablar con una alada sin alas?
Se alegró de que no estuvieran allí Garth, Dorrel ni ninguno de los otros a los que quería especialmente. Y se avergonzaba de alegrarse.
Entonces, la puerta se abrió y el ánimo de Maris subió un poco. Acababa de llegar Barrion, con la guitarra en la mano.
Al verle entrar, Maris sonrió. Le gustaba Barrion, aunque Russ creía que era una mala influencia para Coll. El bardo era un hombre alto, marcado por el tiempo, con una mata de liso pelo gris que le hacía parecer más viejo de lo que era. En el rostro alargado se leían las marcas del viento y el sol, pero también tenía arrugas de sonreír en las comisuras de la boca, y sus ojos grises brillaban con humor. Tenía una voz grave y profunda, modales irreverentes y una gran afición a las historias extrañas. Era el mejor bardo del Archipiélago Occidental. Al menos, eso decía Coll. Y el propio Barrion, por supuesto. Pero Barrion también aseguraba que había estado en un centenar de islas, algo impensable en un hombre sin alas. Y decía que su guitarra llegó siete siglos atrás de la Tierra, con los navegantes de las estrellas. Su familia la había ido transmitiendo de padres a hijos, decía completamente en serio a Maris y a Coll, como si esperase que le creyeran. Pero era una idea estúpida. ¡Tratar a una guitarra como si fuera un par de alas!
Pero, mentiroso o no, el larguirucho Barrion era entretenido, suficientemente romántico y cantaba como el viento. Coll había estudiado bajo su tutela, y ahora eran grandes amigos.
El Señor de la Tierra le palmeó fuertemente la espalda. Barrion se echó a reír, se sentó y se dispuso a cantar. La sala quedó en silencio. Hasta Corm se detuvo a media historia.
Empezó con la Canción de los Navegantes de las Estrellas.
Era la balada más antigua, la primera que podían llamar suya con seguridad. Barrion cantaba con sencillez, con tranquila y cariñosa familiaridad, y Maris se relajó ante el sonido de su voz. A menudo oía a Coll, en medio de la noche, rasgueando su propio instrumento y cantando la misma canción. Le estaba cambiando la voz, y eso le ponía furioso. Cada pocos versos, se interrumpía con una nota demasiado aguda, seguida por un minuto de maldiciones. Maris solía quedarse tumbada en la cama, sin hacer nada, riéndose ante lo que oía.
Ahora escuchaba la letra mientras Barrion cantaba dulcemente sobre los navegantes de las estrellas y su gran navío con velas plateadas, que medían cientos de kilómetros para captar bien los salvajes vientos estelares. Ahí estaba toda la historia. La misteriosa tormenta, el navío que vagaba sin rumbo, los ataúdes en los que viajaban sus tripulantes; luego, al extraviarse, llegaron aquí, a un mundo de interminables océanos y tormentas furiosas, un mundo donde la única tierra era la de un millar de islas rocosas dispersas, y los vientos soplaban incesantemente. La canción narraba el aterrizaje de una nave que no estaba construida para aterrizar, de la muerte de miles de tripulantes en sus ataúdes, y cómo la vela —muy poco más pesada que el aire— flotó sobre el mar, haciendo que las Shotan parecieran rodeadas de plata en vez de agua. Barrion cantó sobre la magia de los navegantes de las estrellas, sobre su sueño de arreglar la nave y sobre la lenta agonía y muerte de ese sueño. Cantó melancólicamente sobre cómo sus máquinas perdieron la magia y los navegantes de las estrellas quedaron en la oscuridad. Por fin llegó la batalla, en Gran Shotan, cuando el Viejo Capitán y sus leales cayeron defendiendo de sus propios hijos las preciosas velas de metal. Luego, con los últimos restos de magia, los hijos e hijas de los navegantes, los primeros niños de Windhaven, cortaron las velas en pedazos ligeros, flexibles e inmensamente fuertes. Y con los restos de metal que pudieron salvar del navío, forjaron las alas.
Porque los dispersos pueblos de Windhaven necesitaban comunicarse entre sí. Sin combustible, sin metal, enfrentados a predadores y a océanos siempre tormentosos, nada se les daba gratis excepto los fuertes vientos. La elección era sencilla.
Las últimas palabras se desvanecieron en el aire. Pobres navegantes, pensó Maris. El Viejo Capitán y su tripulación también eran alados, aunque sus alas fueran alas estelares. Pero su manera de volar tenía que morir para que naciera un nuevo sistema.
Barrion sonrió ante la petición de alguien, y empezó una nueva melodía. Cantó media docena de canciones de la antigua Tierra antes de mirar a su alrededor y empezar con una de sus propias composiciones, una canción de taberna, de tonos populares, sobre una estila que confundió un bote de pescadores con un macho de su especie. Maris apenas escuchaba. Seguía pensando en los navegantes de las estrellas. En cierto modo, ellos también eran como Alas de Madera: no fueron capaces de renunciar a su sueño. Aunque representara su muerte. ¿También eso había valido la pena?
—Barrion —pidió Russ—, es el día de la edad de un alado. ¡Canta canciones sobre vuelos!
El bardo sonrió y asintió. Maris miró a Russ. Estaba de pie, junto a la mesa, con un vaso de vino en la mano sana y una sonrisa en el rostro. Está muy orgulloso, pensó. Su hijo será pronto un alado, me ha olvidado. Se sintió enferma y vencida.
Barrion cantó canciones de alados: baladas de las Islas Exteriores, de las Shotan, de Culhall, de las Amberly y de Poweet. Cantó la balada de los alados fantasma, que se perdieron para siempre sobre el mar cuando obedecieron al Señor de la Tierra Capitán y llevaron espadas al cielo. Aún se les puede ver en el aire quieto, vagando sin esperanzas a través de las tormentas, con alas espectrales. O eso decían las leyendas. Pero los alados que se encontraban con aire quieto, rara vez volvían para contarlo, así que nadie lo sabía con seguridad.
Cantó la historia de Royn el canoso, que ya tenía más de ochenta años cuando encontró a su nieto, un alado, muerto en una disputa amorosa, y tomó sus alas para perseguir y matar al asesino.
Cantó la balada de Aron y Jeni, la canción más triste de todas. Jeni era una atada a la tierra, y peor aún, inválida de nacimiento. No podía andar. Vivía con su madre, una lavandera, y todos los días se sentaba junto a una ventana para contemplar el risco de los alados de Pequeña Shotan. Entonces se enamoró de Aron, un esbelto y simpático alado. Y en sus sueños, él la correspondía. Pero un día, mientras estaba sola en su casa, le vio jugar en el cielo con una alada de pelo rojo como el fuego. Al aterrizar, se besaron. Cuando su madre volvió a casa, encontró a Jeni muerta. Aron se enteró. No dejó que enterraran a una mujer a la que nunca había conocido. La tomó en sus brazos, la llevó hacia el risco y, abrazándola, voló con ella hacia el mar y le dio un entierro de alado.
Alas de Madera también tenía una canción, aunque no era demasiado buena. Le hacía parecer un bufón cómico. Pero Barrion la cantó, así como la del Alado Que Traía Malas Noticias, y la Danza del Viento, la canción nupcial de los alados. Maris apenas se podía mover, tan abstraída estaba. El kivas se le enfrió en la mano, olvidado ante las canciones. Era una sensación agradable, una tristeza menos turbadora, y le trajo el recuerdo de los vientos.
—Tu hermano es un alado nato —susurró una voz a su lado.
Se volvió y vio a Corm, sentado en el brazo de su silla. El alado hizo un gesto elegante con el vaso de vino hacia donde estaba Coll, sentado a los pies de Barrion. El joven se abrazaba las rodillas y tenía una expresión de éxtasis en los ojos.
—Mira cómo le llegan las canciones —dijo Corm tranquilamente—. Para un atado a la tierra sólo son canciones, pero para un alado significan mucho más. Tú y yo lo sabemos, Maris, y tu hermano también. Se le nota con sólo mirarle. Ya sé lo que debe dolerte esto, pero piensa en él. Ama volar tanto como tú.
Maris levantó los ojos hacia Corm y casi no pudo contener una carcajada ante su sabiduría. Sí, Coll parecía en trance, pero sólo ella sabía por qué. Lo que quería era cantar, no volar. Las canciones, no el tema. Pero ¿cómo podría saberlo Corm, el sonriente y guapo Corm, que tan seguro estaba de sí mismo y tan poco sabía?
—¿Crees que sólo los alados pueden soñar, Corm? —le preguntó en un susurro, antes de volver la vista rápidamente hacia Barrion, que estaba concluyendo una canción.
—Hay más canciones de alados —dijo el bardo—. Pero, si las canto todas, estaremos aquí toda la noche y no conseguiré comer nada. —Miró a Coll—. Espera, cuando llegues al Nido de Águilas aprenderás muchas más de las que sé yo.
Junto a Maris, Corm alzó su vaso en gesto de brindis.
Coll se levantó.
—Quiero cantar una.
Barrion sonrió.
—Supongo que puedo confiarte mi guitarra. A otro jamás, pero a ti sí.
Se levantó para ceder su asiento al silencioso y pálido joven.
Coll se sentó, rasgó las cuerdas no sin algo de nerviosismo y se mordió el labio. La luz de las antorchas le hizo parpadear, miró hacia Maris y parpadeó de nuevo.
—Quiero cantar una nueva canción sobre una alada. Yo… Bueno, la he compuesto. Yo no estaba allí, claro, pero me han contado la historia, y bueno, es verdad. Tendría que haber sido una canción, y hasta ahora nadie la había compuesto.
—Pues cántala, chico —le animó el Señor de la Tierra.
Coll sonrió y miró a Maris.
—La he titulado La Caída de Cuervo.
Y la cantó.
Clara y pura, con una hermosa voz, exactamente como sucedió. Maris le miraba con los ojos abiertos de par en par, escuchando asombrada. Coll lo había entendido a la perfección. Captó incluso el nudo en la garganta que sintió ella cuando las alas de Cuervo se desplegaron repentinamente reflejando el sol, y el alado ascendió de la muerte. Todo el inocente amor que sintió hacia él estaba en la canción de Coll; el Cuervo al que cantaba era un glorioso príncipe alado, sombrío, osado y desafiante. Como Maris pensó en aquellos momentos que era.
Coll tenía un auténtico don, pensó Maris. Corm bajó la vista hacia ella.
—¿Cómo?
Sólo entonces Maris se dio cuenta de que lo había pensado en voz alta.
—Coll —dijo. Las últimas notas de la canción le resonaron en los oídos—. Podría llegar a ser mejor que Barrion si le dieran oportunidad. Fui yo la que le conté esa historia, Corm. Estuve allí, junto con otra docena de alados, cuando Cuervo hizo ese truco. Pero ninguno de nosotros lo habría contado tan bien como Coll. Tiene un don muy especial.
Corm sonrió, complacido.
—Cierto. El año que viene barreremos al Archipiélago Oriental en la competición de cantos.
Maris le miró, repentinamente furiosa. Pensó que no había entendido nada. Al otro lado de la habitación, Coll la miraba atentamente, con una pregunta en los ojos. Maris asintió y Coll sonrió, orgulloso. Lo había hecho bien.
Y ella había tomado una decisión.
Pero entonces, antes de que Coll pudiera empezar otra canción, Russ se adelantó.
—Ahora —empezó—, ahora tenemos que tratar asuntos serios. Hemos cantado y charlado, hemos comido y bebido bien, y aquí hace calor. Pero fuera hay vientos.
Todos escucharon con rostros serios, como se esperaba de ellos, y el sonido del viento, un fondo olvidado, volvió a llenar la habitación. Maris lo oyó y tembló.
—Las alas —dijo su padre.
El Señor de la Tierra avanzó, sosteniéndolas en las manos como el tesoro que eran. Pronunció las frases rituales:
—Mucho tiempo han servido estas alas a Amberly, uniéndonos a todo el pueblo de Windhaven desde hace generaciones, desde los tiempos de los navegantes de las estrellas. Primero las llevó Marión, hija de un navegante de las estrellas, y su hija Jeri, y su hijo Jon, y Anni, y Flan, y Denis… —La genealogía siguió largo rato—. Y por último Russ y su hija Maris. —Hubo un pequeño murmullo entre los reunidos ante la inesperada mención de Maris. No era una auténtica alada, no debería haberla nombrado. La estaban llamando alada mientras le arrebataban las alas, pensó ella—. Desde este momento las tomará el joven Coll. Y ahora, como otros Señores de la Tierra han hecho durante generaciones, yo las sostengo durante un breve instante para transmitirles la suerte con mi toque. A través de mí, todo el pueblo de Amberly Menor toca estas alas, y dice con mi voz «¡Vuela bien, Coll!».
El Señor de la Tierra tendió a Russ las alas plegadas. Éste se dio la vuelta y las entregó a Coll. El joven ya estaba de pie, con la guitarra en la mano. Parecía muy frágil, muy pálido.
—Es el momento de que alguien se convierta en alado —dijo Russ—. Es el momento de que entregue las alas, y de que Coll las acepte, y sería una tontería que se las pusiera dentro de casa. Vamos al risco de los alados para ver cómo un niño se convierte en hombre.
Los portadores de antorchas, todos alados, ya estaban preparados. Salieron del refugio. Coll ocupaba el lugar de honor, entre su padre y el Señor de la Tierra, escoltados muy de cerca por los alados de las antorchas. Maris y el resto de los asistentes a la fiesta les seguían.
Era un paseo de diez minutos, a pasos lentos en el silencio ultraterreno, hasta quedar situados formando un semicírculo en la plataforma del risco. En el borde, solo, con una única mano y rechazando la ayuda de los demás, puso las alas a su hijo. Coll tenía la cara blanca como el yeso. Se quedó quieto mientras Russ desplegaba las alas, mirando hacia el abismo que se abría ante él, donde las olas rompían contra la playa.
Por fin, Russ terminó.
—Hijo mío, eres un alado —dijo, y retrocedió hasta quedar junto a los demás, al lado de Maris.
Coll quedó solo bajo las estrellas, al borde del acantilado. Las enormes alas plateadas le hacían parecer más pequeño que nunca. Maris quería gritar, interrumpir aquello, hacer algo: sentía las lágrimas corriéndole por las mejillas. Pero era incapaz de moverse. Como todos los demás, aguardó el tradicional primer vuelo.
Y Coll, por fin, tras respirar profundamente, saltó del risco.
La última zancada de la carrera fue un tropezón, y cayó, perdiéndose de vista. Todos se precipitaron hacia adelante. Para cuando los asistentes a la fiesta llegaron al borde, ya se había recuperado y ascendía poco a poco en el viento. Trazó un amplio círculo sobre el océano, acercándose al risco, luego alejándose de nuevo. A veces, los jóvenes alados ofrecían un espectáculo a sus amigos, pero aquello no iba con el temperamento de Coll. Como un alado espectro de plata, vagó errabundo y un poco perdido en un cielo que no era su hogar.
Otras alas se estaban desplegando. Corm, Shalli y los demás se disponían a volar. Pronto se reunirían con Coll en el cielo, harían algunas pasadas en formación y luego dejarían atrás a los atados a la tierra y volarían hacia el Nido de Águilas, donde pasarían toda la noche celebrando la llegada de su nuevo miembro.
Pero, antes de que ninguno de ellos pudiera saltar, el viento cambió. Maris lo sintió con la percepción de un alado. Y lo oyó, un silbido frío que llegó desde la cima rocosa de la montaña. Y, sobre todo, lo vio. Porque, sobre las aguas, Coll se tambaleó visiblemente. El joven se curvó ligeramente, intentando salvarse, y entró en un brusco picado. Alguien gritó. Entonces, también bruscamente, volvió a recuperar el control y se dirigió hacia ellos. Pero forcejeando, forcejeando. Era un viento brusco, furioso, que le empujaba hacia abajo; de ésos que el alado tiene que controlar con suavidad para dominarlos. Coll luchaba contra él, y el viento le estaba venciendo.
—Tiene problemas —dijo Corm, y el apuesto alado colocó los últimos montantes de sus alas con un golpe seco—. Le daré escolta.
Y, sin decir más, ya estaba en el aire.
Pero demasiado tarde para ser de ayuda. Coll, con las alas batiendo adelante y atrás, arrastrado por la súbita turbulencia, se dirigía hacia la playa de aterrizaje. Se tomó una decisión sin palabras, y todos los congregados se movieron como uno solo para ir a su encuentro, con Maris y su padre al frente.
Coll descendió de prisa, demasiado de prisa. No estaba cabalgando sobre el viento, estaba soportando su empuje. Las alas se movieron mientras caía y se tambaleó, de manera que uno de los extremos rozó el suelo, mientras el otro apuntaba hacia el cielo. Mal, mal, todo mal. Cuando todos se precipitaron hacia la playa, hubo una repentina lluvia de arena seca, el horrible ruido del metal quebrándose y Coll ya estaba en el suelo, tendido en la arena, a salvo.
Pero el ala izquierda colgaba, rota.
Russ fue el primero en llegar junto a él, se arrodilló a su lado y empezó a desatarle las correas. Los demás se congregaron a su alrededor. Coll se incorporó un poco, y todos pudieron ver que estaba temblando y que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Tranquilo —dijo Russ con voz cariñosa—, ha sido sólo un montante, hijo. Se rompen muy a menudo. Tiene fácil arreglo. Estabas un poco nervioso, pero todos lo estamos la primera vez. La próxima será mejor.
—¡La próxima, la próxima, la próxima! —gritó Coll—. No puedo hacerlo. ¡No puedo hacerlo, padre! ¡No quiero una próxima vez! ¡No quiero tus alas!
Ahora lloraba abierta, silenciosamente. El rostro de su padre se tensó.
—Eres mi hijo, eres un alado. Habrá una próxima vez. Aprenderás.
Coll siguió temblando y sollozando, ahora ya sin las alas, que yacían a sus pies, rotas e inútiles. Al menos, por el momento. Aquella noche no se volaría hacia el Nido de Águilas.
Russ agarró a su hijo por el hombro con el brazo sano y le sacudió.
—Escúchame, escúchame bien. No quiero oír más tonterías. Si no vuelas, no eres hijo mío.
El gesto de desafío de Coll se esfumó. Asintió. Se tragó las lágrimas y levantó la vista.
—Sí, padre —dijo—. Lo siento. Es que me asusté mucho, no quería decir eso. —Sólo tiene trece años, recordó Maris mientras contemplaba la escena junto con los demás. Trece años, asustado, y sin madera de alado. —No sé por qué lo dije, no era mi intención, de verdad.
Y Maris encontró las palabras.
—Sí lo era —dijo en voz alta, recordando la canción de Coll sobre Cuervo, recordando su propia decisión.
Los demás se volvieron para mirarla, sorprendidos. Shalli le puso la mano en el brazo para pedirle silencio, pero Maris se la sacudió y avanzó para interponerse entre Coll y su padre.
—Ha dicho la verdad —siguió con voz tranquila, firme y segura, aunque el corazón le temblase—. ¿Es que no lo ves, padre? No es un alado. Es un buen hijo, y deberías estar orgulloso de él, pero nunca amará el viento. No me importa lo que diga la ley.
—Maris —dijo Russ. En la voz del hombre no había calidez, sólo desprecio y dolor—. ¿Vas a quitarle las alas a tu hermano? Creí que le querías.
Una semana antes, ella se habría echado a llorar. Pero ya había gastado todas las lágrimas.
—Le quiero, y quiero que tenga una vida larga y feliz. No será feliz como alado. Lo hace sólo para que te enorgullezcas de él. Coll es un bardo, un buen bardo. ¿Por qué le vas a arrebatar la vida que ama?
—No le arrebato nada —dijo Russ fríamente—. La tradición…
—Una tradición estúpida —les interrumpió una nueva voz. Maris buscó a su aliado, y vio a Barrion abriéndose paso entre los reunidos—. Maris tiene razón. Coll canta como un ángel, y ya hemos visto cómo vuela —miró desdeñosamente a todos los alados del grupo—. Los alados sois unos animales de costumbres que se han olvidado de pensar. Seguís la tradición a ciegas, sin que os importe quién resulta herido.
Casi inadvertido, Corm había tomado tierra y había plegado las alas. Ahora estaba frente a ellos, con el agradable rostro enrojecido por la ira.
—Los alados y sus tradiciones son lo que ha engrandecido Amberly, lo que ha forjado miles de veces la historia de Windhaven. No me importa lo bien que cantes, Barrion, no estás por encima de la ley —miró a Russ—. No te preocupes, amigo, haremos de tu hijo el mejor alado que haya visto Amberly.
Pero, entonces, Coll se incorporó. Aunque las lágrimas seguían resbalándole por las mejillas, de repente su rostro era una máscara de furia y decisión.
—¡No! —gritó, mirando desafiante a Corm—. No haréis de mi nada que yo no quiera ser. No me importa quién eres. No soy un cobarde, no soy un crío, pero no quiero volar. ¡No quiero, no quiero! —Las palabras eran un torrente, gritaba mientras su secreto salía a la luz, derribando todas las barreras a la vez—. Los alados pensáis que sois los mejores, que todo el mundo está por debajo de vosotros. Pero no es cierto, ¿sabéis? No es cierto. Barrion ha estado en un centenar de islas, y sabe más canciones que una docena de alados. No me importa lo que opines, Corm. No es un atado a la tierra. Sube a los barcos, mientras todos los demás tenéis miedo de hacerlo. Vosotros, los alados, os mantenéis a buena distancia de las escilas, pero Barrion mató una en cierta ocasión con sólo un arpón, y desde un pequeño bote de madera. ¿A que no lo sabíais?
»Yo también puedo ser como él. Tengo talento. Ahora se va a las Islas Exteriores, y quiere que vaya con él, y me ha dicho que algún día me regalará su guitarra. Con sus palabras, puede hacer que volar sea hermoso, pero también es capaz de hacer lo mismo con pescar, con cazar o con lo que sea. Los alados no pueden hacer eso. Él, sí. ¡Es Barrion! Es un bardo, y eso es tan grande como ser un alado. Yo también puedo hacerlo, como he hecho esta noche con Cuervo. —Miró con odio a Corm—. ¡Quédate con tus viejas alas, dáselas a Maris, ella es la alada! —gritó dando una patada al tejido que descansaba sobre la arena—. Yo quiero ir con Barrion.
Se hizo un pesado silencio. Russ se quedó sin palabras durante largo rato. Luego miró a su hijo, con el rostro más envejecido que nunca.
—Las alas no son suyas, Coll —dijo—. Eran mis alas, las alas de mi padre, y fueron de su madre, y yo quería… Quería…
La voz se le quebró.
—Tú tienes la culpa de esto —murmuró Corm, mirando furioso a Barrion—. Y tú, sí, tú, su propia hermana —añadió, dirigiéndose a Maris.
—Cierto, Corm —replicó Maris—, Barrion y yo somos los culpables. Porque amamos a Coll y queremos que sea feliz… Y que siga vivo. Los alados han seguido sus tradiciones durante demasiado tiempo. ¿No ves que Barrion tiene razón? Todos los años, alados incompetentes toman las alas de sus padres y mueren con ellas. Y Windhaven es cada vez más pobre, porque las alas no se pueden reemplazar. ¿Cuántos alados había en los tiempos de los navegantes de las estrellas? ¿Cuántos quedan hoy? ¿No ves lo que nos está haciendo la tradición? Las alas son un tesoro. Sólo las deben llevar aquéllos que aman el cielo, los que mejor vuelen y sepan cuidarlas. Pero, en vez de eso, el derecho de nacimiento es el único criterio que se sigue para entregar las alas. La cuna, no la habilidad. Pero la habilidad de un alado es lo único que le salva de la muerte, lo único que mantiene unido Windhaven.
Corm estalló.
—Esto es una vergüenza. No eres una alada, Maris, no tienes derecho a hablar de estos asuntos. Tus palabras deshonran el cielo y violan todas las tradiciones. Si tu hermano elige renegar de su derecho de nacimiento, de acuerdo. Pero no se burlará de nuestra ley dándole las alas a quien elija. —Miró a su alrededor, hacia los aturdidos congregados—. ¿Dónde está el Señor de la Tierra? ¡Qué nos diga cuál es la ley!
La voz del Señor de la Tierra era pausada, dubitativa.
—La ley… La tradición… Pero éste es un caso muy especial, Corm. Maris ha servido bien a Amberly, y todos sabemos cómo vuela. Yo…
—La ley —insistió Corm.
El Señor de la Tierra sacudió la cabeza.
—Sí, ése es mi deber, pero… la ley dice que… que si un alado renuncia a sus alas, pasarán a manos de otro de los alados de la isla, el mayor, y que entre él y el Señor de la Tierra las cuidarán hasta que se elija a un nuevo portador de las alas. Pero nunca un alado había renunciado a las alas, Corm. Esta ley sólo se usa cuando un alado muere sin heredero y, en este caso, Maris…
—La ley es la ley —dijo Corm.
—Y tú la seguirás a ciegas —señaló Barrion.
Corm le ignoró.
—Soy el alado de más edad que hay en Amberly Menor, puesto que Russ ha cedido las alas. Las custodiaré hasta que encontremos a alguien digno de ser un alado, alguien que reconozca, mantenga y honre las tradiciones.
—¡No! —gritó Coll—. ¡Quiero que Maris se quede con las alas!
—No tienes nada que decir aquí —le replicó Corm—. Eres un atado a la tierra.
Con estas palabras, se agachó para recoger las alas rotas. Empezó a plegarlas metódicamente.
Maris miró a su alrededor buscando ayuda, pero fue inútil. Barrion hizo un gesto de impotencia con las manos, Shalli y Helmer rehuyeron su mirada, y su padre estaba allí de pie, hundido y sollozando. Ya no era un alado, ni siquiera de nombre. Sólo un anciano tullido. Los asistentes a la fiesta empezaron a marcharse, uno por uno.
El Señor de la Tierra se acercó a ella.
—Lo siento, Maris —empezó—. Si pudiera, te daría las alas. La ley no es para esto, no se concibió como un castigo, sino como una guía. Pero es la ley de los alados, y yo no puedo enfrentarme a ellos. Si desafío a Corm, Amberly Menor será como Kennehut, y las canciones me llamarán loco.
Maris asintió.
—Lo comprendo —dijo.
Corm, con un par de alas bajo cada brazo, se alejaba por la playa.
El Señor de la Tierra se dio la vuelta y se marchó. Maris salvó el tramo de arena que la separaba de Russ.
—Padre… —empezó.
Él levantó la vista.
—Tú no eres mi hija —dijo.
Y, deliberadamente, le dio la espalda. Maris contempló cómo el anciano se alejaba, caminando rígido, con dificultad, para esconder su vergüenza entre las paredes de su casa.
Por fin los tres quedaron solos en la playa de aterrizaje, mudos, derrotados. Maris se acercó a Coll y le abrazó. Se quedaron así unos momentos, en aquel instante eran dos niños buscando un consuelo que no podían ofrecerse.
—Tengo un sitio para que os quedéis —dijo por fin Barrion.
La voz del bardo los despertó. Se separaron, confusos, mientras el bardo les contemplaba con la guitarra colgada a la espalda. Le siguieron a su casa.
Para Maris, los días siguientes fueron sombríos y problemáticos.
Barrion vivía en una modesta cabaña, junto al puerto, al lado de un pequeño muelle abandonado y podrido. Allí fue donde se quedaron. Maris nunca había visto tan feliz a Coll. Cantaba con Barrion todos los días, y sabía que, por fin, podría convertirse en bardo. Sólo el hecho de que Russ se negara a ver a ninguno de los dos empañaba la alegría del chico, y hasta eso olvidaba a menudo. Era joven y acababa de descubrir que muchos de su misma edad le miraban con una especie de admiración culpable, como a un rebelde. Y la sensación de serlo le enorgullecía.
Pero, para Maris, las cosas no eran tan sencillas. Rara vez salía de la cabaña, excepto para pasear por el muelle a la puesta del sol y contemplar los botes de los pescadores que regresaban. No podía dejar de pensar en lo que había perdido. Estaba atrapada e indefensa. Lo había intentado al máximo, había hecho lo que debía, pero seguía sin tener sus alas. La tradición, como un Señor de la Tierra loco y cruel, se había impuesto y la tenía prisionera.
Dos semanas después del incidente de la playa, Barrion volvió a la cabaña tras pasar el día en el puerto, donde iba todos los días a aprender nuevas canciones de los pescadores de Amberly y a cantar en las tabernas y posadas. Mientras comían grandes cuencos de estofado caliente, miró a Maris y al chico.
—He encontrado un barco que me llevará hacia las Islas Exteriores dentro de un mes.
Coll sonrió rápidamente.
—¿Y a nosotros también?
Barrion asintió.
—A ti sí, desde luego. ¿Y a Maris?
Ella sacudió la cabeza.
—No.
El bardo suspiró.
—No ganarás nada con quedarte aquí. Las cosas te van a resultar muy difíciles en Amberly. Hasta para mí son malos tiempos. El Señor de la Tierra, incitado por Corm, está tomando medidas contra mí y la gente respetable empieza a evitarme. Además, hay mucho mundo por ver. Ven con nosotros —sonrió—. Quizá incluso pueda enseñarte a cantar.
Maris jugueteó con el estofado.
—Soy peor cantando que mi hermano volando, Barrion. No, no puedo irme. Soy una alada. Tengo que quedarme y recuperar mis alas.
—Te admiro, Maris —aseguró el bardo—, pero es una lucha inútil. ¿Qué puedes hacer?
—No lo sé. Algo. Quizá el Señor de la Tierra… Puedo acudir a él. El Señor de la Tierra es el que hace la ley, y simpatiza conmigo. Si comprende que es lo mejor para el pueblo de Amberly, entonces quizá…
—¿Quizá desafíe a Corm? Este asunto entra directamente en la ley de los alados, y el Señor de la Tierra no la controla. Y, además… —titubeó.
—¿Qué?
—Hay noticias. Circulan por todo el puerto. Han encontrado un nuevo alado, mejor dicho, uno viejo. Devin de Gavora viene en barco para quedarse a vivir aquí. Llevará tus alas.
La contempló atentamente, con la preocupación pintada en el rostro.
—¡Devin! —Maris dejó caer el tenedor y se levantó—. ¿Es que la ley les ha hecho perder el sentido común? —Paseó por la habitación, rabiosa—. Devin vuela peor que Coll. Perdió sus propias alas por volar demasiado bajo y rozar el agua. Si no le hubiera recogido un barco, estaría muerto. ¿Y ahora Corm quiere darle otro par?
Barrion sonrió con amargura.
—Es un alado, y respeta las viejas tradiciones.
—¿Cuánto hace que embarcó hacia aquí?
—Me han dicho que unos días.
—Es un viaje de dos semanas, quizá más —dijo Maris—. Si voy a actuar, tendrá que ser antes de que llegue. Una vez se haya puesto las alas, serán suyas, las habré perdido.
—Pero. Maris —intervino Coll—, ¿qué puedes hacer?
—Nada —señaló Barrion—. Oh, podríamos robar las alas, por supuesto. Corm las ha hecho arreglar, están como nuevas. Pero ¿dónde irías? No te recibirían en ninguna parte. Ríndete, chiquilla. No puedes cambiar la ley de los alados.
—¿No? —De repente, la voz de Maris cobró animación. Dejó de pasear por la habitación y se apoyó en la mesa—. ¿Estás seguro? ¿Es que las tradiciones nunca han cambiado? ¿De dónde salieron?
Barrion parecía asombrado.
—Bueno, se celebró el Consejo después de que muriera el Viejo Capitán, cuando el Señor de la Tierra, Capitán de Gran Shotan, distribuyó las alas recién forjadas. Entonces fue cuando se decidió que ningún alado llevaría armas al cielo. Recordaron la batalla y cómo los viejos navegantes de las estrellas utilizaron los dos últimos trineos del cielo para disparar fuego desde arriba.
—Sí —dijo Maris—, y recuerdo que hubo otros dos Consejos más. Varias generaciones después de aquello, cuando otro Señor de la Tierra Capitán quiso doblegar a los demás Señores de la Tierra a su voluntad y controlar todo Windhaven, envió a los alados de Gran Shotan al cielo con espadas, para atacar Pequeña Shotan. Los alados de otras islas se reunieron en Consejo y le condenaron, después de que desaparecieran sus alados fantasma. Fue el último Señor de la Tierra Capitán, y ahora Gran Shotan es una isla como cualquier otra.
—Sí —intervino Coll—, y en el tercer Consejo se decidió que ningún alado se posaría en Kennehut, después de que el Señor Loco matara al Alado Que Traía Malas Noticias.
Barrion asintió.
—Muy bien. Pero no se ha vuelto a convocar ningún Consejo desde entonces. ¿Estás segura de que los alados se reunirían?
—Por supuesto —dijo Maris—, es una de las preciosas tradiciones de Corm. Cualquier alado puede convocar el Consejo. Y yo presentaría mi caso ante todos los alados de Windhaven, y…
Se detuvo. Barrion la miró y ella le devolvió la mirada. Los dos estaban pensando lo mismo.
—Cualquier alado —repitió el bardo.
—Pero yo no soy una alada —dijo Maris. Se dejó caer en la silla—. Coll ha renunciado a sus alas, y Russ, aunque pudiera verle, las ha cedido. Corm no accedería a nuestra petición, no haría correr la voz.
—Puedes pedírselo a Shalli —sugirió Coll—. O esperar en el risco de los alados hasta que…
—Shalli es mucho más joven que Corm, y le tiene miedo —dijo Barrion—. He oído rumores. Lo siente por ti, como el Señor de la Tierra, pero no irá contra la tradición. Corm podría intentar quitarle las alas también a ella. Y los otros… ¿Con quién puedes contar? ¿Y cuánto puedes esperar? Helmer viene a menudo, pero es tan conservador como Corm. Jamis es demasiado joven, etcétera. Les estás pidiendo que corran un gran riesgo —sacudió la cabeza, dubitativo—. No funcionará. Ningún alado hablará por ti, al menos no a tiempo. Dentro de dos semanas, Devin tendrá tus alas.
Los tres se quedaron en silencio. Maris bajó la vista hacia el plato de estofado frío y meditó. ¿Imposible? ¿Completamente imposible? Volvió a mirar a Barrion.
—Hace un momento —empezó a decir, pensativa—, hablaste sobre robar las alas…
El viento era frío y húmedo, furioso, azotaba las olas. En el cielo del Este, se forjaba una tormenta.
—Buen tiempo para volar —dijo Maris.
El bote se movía suavemente bajo ella.
Barrion sonrió y se cerró la capa un poco más para protegerse de la humedad.
—Si pudieras volar —señaló.
Maris miró hacia la orilla, donde la casa de madera oscura de Corm se alzaba entre los árboles. Había una luz en el piso superior. Tres días, pensó Maris con amargura. Ya le tendrían que haber llamado. ¿Cuánto tiempo más podían permitirse esperar? Cada hora que pasaba acercaba más a Devin, el hombre que se quedaría con sus alas.
—¿Crees que será esta noche? —preguntó a Barrion.
El bardo se encogió de hombros. Se estaba limpiando las uñas con una larga daga, concentrado en la tarea.
—Tú debes saberlo mejor que yo —dijo sin mirarla—. Aún no se ha encendido la luz de la torre. ¿Cada cuánto tiempo llaman a los alados?
—Muy a menudo —respondió Maris, pensativa. Pero ¿llamarían a Corm? Ya llevaba dos noches espiando la casa desde el bote, aguardando la llamada que le haría tomar las alas. Quizá el Señor de la Tierra había decidido utilizar sólo a Shalli hasta que llegara Devin—. Esto no me gusta —dijo—. Tenemos que hacer algo.
Barrion volvió a guardar la daga en la funda.
—Podría clavársela a Corm, pero no lo haré. Estoy contigo, Maris, y tu hermano es casi un hijo para mí, pero no pienso matar por un par de alas. No. Esperaremos a que se encienda la luz de la torre y Corm tenga que salir, entonces entraremos en la casa. Cualquier otra cosa es demasiado arriesgada.
Matar, pensó Maris. ¿Tendrían que llegar hasta ese punto si entraban en la casa mientras Corm estuviera dentro? Y supo que sí. Corm era Corm, se resistiría. Había estado una vez en casa del alado. Recordaba la panoplia de brillantes cuchillos de obsidiana que colgaba de la pared. Tenía que haber otro camino.
—El Señor de la Tierra no le llamará —dijo, sin saber por qué estaba tan segura—. A menos que haya una emergencia.
Barrion estudió las nubes que se agolpaban en el este.
—¿Y? —preguntó—. No podemos crear una emergencia.
—Pero podemos hacer la señal —dijo Maris.
—Mmm —fue la respuesta del bardo. Consideró la idea—. Sí, supongo que sí, —le sonrió—. Cada vez violamos más leyes, Maris. Ya es bastante malo que vayamos a robar tus alas, y ahora quieres que entre en la torre y envíe una falsa llamada. Menos mal que soy un bardo, si no acabarían considerándonos los peores criminales de la historia de Amberly.
—¿Y de qué servirá que seas un bardo para evitarlo?
—¿Quién crees que hace las canciones? Los convertiré a todos en héroes.
Se sonrieron.
Barrion tomó los remos y dirigió el bote rápidamente hacia la orilla, hacia una pequeña cala oculta entre los árboles, no muy lejos de la casa de Corm.
—Espera aquí —dijo el bardo mientras saltaba de la pequeña embarcación. El agua le llegaba a las rodillas—. Voy a la torre. En cuanto veas salir a Corm, entra y coge las alas.
Maris asintió.
Durante casi una hora, aguardó sola en la cerrada oscuridad, contemplando los relámpagos en el este, a lo lejos. La tormenta estaría pronto sobre ella. Ya podía sentir el mordisco del viento. Por fin, sobre la colina más alta de Amberly Menor, la luz de la torre del Señor de la Tierra empezó a parpadear rápidamente. De alguna manera, Barrion había dado con la señal correcta, aunque Maris recordó repentinamente que se había olvidado de decírsela. El bardo sabía muchas más cosas de las que se creía. Quizá, después de todo, no fuera un mentiroso.
Pocos minutos después estaba tendida en la hierba, a pocos metros de la puerta de Corm, con la cabeza gacha, oculta entre las sombras y los árboles. La puerta se abrió y por ella salió el moreno alado, con las alas colgadas a la espalda. Llevaba ropas de abrigo, ropas para volar, pensó Maris. Corm caminaba rápidamente.
Cuando desapareció, fue tarea fácil encontrar una piedra de buen tamaño, dar la vuelta al edificio y romper una ventana. Por suerte, Corm no estaba casado, y vivía solo. Eso si aquella noche no estaba con ninguna joven. Pero habían vigilado cuidadosamente la casa, y no entró ni salió nadie excepto la mujer que hacía la limpieza durante el día.
Maris apartó los fragmentos de cristal, se apoyó en la cornisa y entró en la casa. Dentro, todo era oscuridad, pero los ojos se le acostumbraron rápidamente. Tenía que encontrar las alas, sus alas, antes de que Corm volviera. Pronto llegaría a la torre y descubriría que se trataba de una falsa alarma. Barrion no se quedaría allí para que le atrapara. Nada más cruzar la puerta principal, en el gancho donde él colgaba sus alas entre vuelo y vuelo, encontró las suyas. Las descolgó cuidadosa, cariñosamente, y pasó las manos por el frío metal para revisar los montantes. Por fin, pensó. Nunca volverán a quitármelas.
Las ató y echó a correr. Cruzó la puerta y se dirigió hacia el bosque, por un camino diferente al que había tomado Corm. Pronto volvería a casa y descubriría el robo. Maris tenía que llegar al risco de los alados.
Tardó media hora, y tuvo que esconderse dos veces entre los arbustos que flanqueaban la carretera para no encontrarse con otros viajeros nocturnos. Pero, cuando llegó al risco, había más gente —dos hombres del refugio de los alados— en la playa de aterrizaje, así que Maris tuvo que ocultarse tras las rocas y aguardar, mientras vigilaba la luz de las lámparas.
La postura era forzada, los músculos se le estaban agarrotando, y empezaba a temblar de frío cuando, sobre el mar, a lo lejos, vio otro par de alas plateadas que descendían a toda velocidad. El alado trazó un círculo bajo sobre la playa para atraer la atención de los hombres del refugio, y luego se posó suavemente. Maris reconoció a Anni de Culhall que, sin duda, traía algún mensaje. Aquélla era su oportunidad. Los hombres del refugio acompañarían a Anni hasta el Señor de la Tierra.
Cuando se marcharon con ella, Maris se puso en pie rápidamente y corrió por el camino rocoso que llevaba al risco de los alados. Era un trabajo lento y difícil desplegar sus propias alas, pero lo consiguió, a pesar de que las bisagras de la izquierda estaban demasiado nuevas y tuvo que sacudirlas cinco veces antes de que el último montante quedara en su sitio. Corm no se había molestado en cuidarlas, pensó con amargura.
Luego, olvidando aquello, olvidándolo todo, echó a correr y saltó al viento.
La fuerte corriente la golpeó casi como un puño, pero Maris giró con ella, maniobrando hasta encontrar un viento ascendente. Empezó a subir, ahora rápidamente, cada vez más arriba. Demasiado cerca, un relámpago brilló a sus espaldas, y Maris sintió un breve ramalazo de miedo. Pero luego se tranquilizó. Estaba volando de nuevo, y si caía abrasada, bueno, nadie la lloraría en Amberly Menor, excepto Coll, y no había mejor muerte que aquélla. Subió todavía más y, muy a su pesar, dejó escapar una carcajada de placer.
Y una voz le respondió:
—¡Vuelve!
Era un grito furioso. Sorprendida, perdió el sentido del cielo durante un momento, mientras miraba atrás, hacia arriba.
Un relámpago rasgó el cielo de Amberly Menor otra vez, y las alas que había sobre ella brillaron a su luz con un plateado resplandor de mediodía. Desde las nubes, Corm bajaba rápidamente hacia ella.
Y gritaba.
—¡Sabía que tenías que ser tú! —chillaba. Pero el viento se llevaba algunas palabras—. Tuve… Después… No volví a casa… Risco… Esperé… ¡Vuelve! ¡Te obligaré a bajar! ¡Atada a la tierra!
Eso fue lo último que oyó. Maris se rió de él.
—¡Inténtalo! —le gritó desafiante—. ¡Demuéstrame lo bien que vuelas, Corm! ¡Atrápame si puedes!
Y entonces, todavía riéndose, bajó un ala para apartarse del camino de Corm. Éste pasó sin rozarla y volvió a seguirla en su ascenso, todavía gritando.
Había jugado mil veces con Dorrel a perseguirse el uno al otro alrededor del Nido de Águilas, pasatiempos en el cielo. Pero, esta vez, la caza era mortal. Maris jugó con los vientos, buscando sólo velocidad y altura. Encontró instintivamente las corrientes que la llevarían más arriba y más rápido. Mucho más abajo ahora, Corm recuperaba el equilibrio y volvía a perseguirla. Pero, para cuando llegó a su altura, Maris estaba bastante más adelante. Era exactamente lo que la joven pretendía. Aquello no era ningún juego, no podía permitirse el lujo de correr riesgos. Si conseguía situarse por encima de ella, estaba lo suficientemente furioso para obligarla a descender, centímetro a centímetro, hasta que cayera al océano. Luego lo lamentaría, sentiría la pérdida de las alas, pero Maris sabía que era capaz de hacerlo. Las tradiciones de los alados representaban mucho para él. Se preguntó qué habría hecho ella misma, un año antes, con quién hubiera robado unas alas.
Ahora Amberly Menor había desaparecido de la vista tras ellos. La única tierra que se divisaba era la torre de señales de Culhall, en el horizonte, a la derecha y muy por debajo de ellos. Pero también desapareció pronto, y sólo vieron el mar oscuro por debajo y el cielo encima. Y Corm la perseguía incansable, su figura perfilada por la luz de los relámpagos. Pero —Maris miró hacia atrás y parpadeó—, parecía más pequeño. ¿Le estaría ganando terreno al alado? Corm era uno de los mejores. Siempre había dejado en buen lugar al Archipiélago Occidental en las competiciones, mientras que a ella no se le permitía intervenir. Y ahora, claramente, la distancia se agrandaba.
El relámpago brilló una vez más, y el trueno resonó ominosamente sobre el mar pocos segundos después. Desde abajo, una escila rugió a la tormenta, tomando el estampido por un desafío airado. Pero, para Maris, significaba otra cosa. Los segundos transcurridos entre el relámpago y el trueno indicaban que la tormenta se estaba alejando. Ella se dirigía al Noroeste, y la tormenta probablemente hacia el Oeste. De cualquier manera, había escapado de su radio de alcance.
Algo se iluminó dentro de ella. Hizo algunas piruetas por puro placer y trazó un bucle de pura alegría, saltando de corriente a corriente como una acróbata en el cielo. Ahora los vientos le pertenecían. Nada saldría mal.
Mientras Maris jugaba, Corm se acercó y, cuando la joven salió de la maniobra y empezó a ascender de nuevo, le vio casi al alcance de la mano y llegó a oír sus gritos. Decía algo sobre que Maris no podía aterrizar, que sería una criminal por haber robado las alas. ¡Pobre Corm! ¿Qué sabría él?
Maris descendió hasta que casi pudo saborear la sal, hasta que oyó el rugido de las aguas a pocos metros por debajo. Si quería matarla, si quería hundirla en el mar, ahora era más vulnerable que nunca. Estaba casi planeando, Corm no tenía más que alcanzarla, situarse a su altura y empujarla.
Lo sabía, lo sabía, Corm no podía hacerlo, por mucho que quisiera. Cuando dejó atrás las nubes y salió al cielo claro de la noche, para cuando las estrellas se reflejaron en sus alas, Corm no era nada más que un punto cada vez más lejano. Maris aguardó hasta que ya no pudo ver sus alas, antes de captar otra corriente ascendente y dirigirse hacia el sur. Sabía que Corm seguiría a ciegas hacia adelante hasta que tuviera que darse por vencido para volver a Amberly Menor.
Maris estaba a solas con sus alas y el cielo. Y, por un breve momento, se sintió en paz.
Horas más tarde, vio en la oscuridad las primeras luces de Laus: hogueras encendidas en la parte más alta de la Antigua Fortaleza de la isla. Maris se dirigió hacia ellas, y pronto la mole semirruinosa del viejo castillo apareció ante ella, completamente a oscuras excepto por las hogueras.
Voló directamente sobre él, atravesando el cielo de la pequeña isla montañosa, hacia la arenosa playa de aterrizaje, al Sudoeste. Laus no era tan populosa como para mantener un refugio de alados, y por primera vez Maris se sintió agradecida. No habría nadie que la recibiera ni le hiciera preguntas. Aterrizó sola, sin que nadie la viera, con una lluvia de fina arena seca. También sola, se quitó las alas.
Al final de la playa de aterrizaje, junto a la base del risco de los alados, la sencilla casa de Dorrel estaba a oscuras, vacía. Cuando el joven no respondió a su llamada, Maris abrió la puerta y entró. Pero la casa estaba silenciosa. Sintió un ramalazo de disgusto que pronto se trocó en nerviosismo. ¿Dónde estaba su amigo? ¿Cuánto tardaría en volver? ¿Y si Corm adivinaba dónde había ido Maris y la atrapaba allí, antes del regreso de Dorrel?
Se dirigió rápidamente a la chimenea y, con las brasas casi consumidas, encendió una vela. Luego examinó la pequeña casa buscando alguna pista que le indicase dónde podía estar Dorrel.
Allí: el pulcro Dorrel había dejado unas migajas de pastel de pescado en su siempre limpia mesa. Miró hacia el rincón y sí, la casa estaba completamente vacía, Anitra no estaba en su percha. Así que se trataba de eso. Dorrel había salido de caza con su halcón.
Con la esperanza de que no hubiera ido demasiado lejos, Maris volvió a lanzarse al aire para buscarle. Le encontró descansando en una roca de los traicioneros acantilados de Laus, al oeste de la isla. Tenía las alas plegadas, pero todavía puestas, y Anitra descansaba en su brazo mientras devoraba un pescado que acababa de atrapar. Dorrel estaba hablando con el ave y no vio a Maris hasta que descendió sobre él, eclipsando las estrellas con las alas.
La contempló mientras la alada trazaba círculos peligrosamente bajos, y por el momento no la reconoció.
—¡Dorrel! —gritó ella con voz tensa.
—¿Maris?
La incredulidad se reflejaba en su rostro.
La joven viró y captó una corriente ascendente.
—¡Ven a la orilla, tengo que hablar contigo!
Dorrel asintió, se levantó rápidamente y sacudió el brazo con el que sostenía al halcón para que volase libre. El ave soltó el pescado a regañadientes y voló con las níveas alas blancas, trazando círculos, esperando a su amo. Maris volvió por donde había venido.
Esta vez, cuando tomó tierra en la playa, el descenso fue torpe y brusco, y se arañó las rodillas. Maris estaba confusa, con los sentidos embotados. La tensión del robo, el agotamiento del largo vuelo después de tantos días sin cielo, la extraña mezcla de dolor, miedo y regocijo que le causó ver a Dorrel… Todo contribuyó a sobrecargarla, a conmocionarla, a que no supiera qué hacer. Antes de que Dorrel la alcanzara, empezó a desatarse las correas, obligándose a concentrarse en lo que hacía. Aún no podía pensar, aún no podía permitirse pensar. La sangre de las rodillas le resbalaba por las piernas.
Dorrel aterrizó junto a ella con limpieza y suavidad. La repentina aparición de Maris le había sorprendido, pero no permitía que sus emociones se interfiriesen mientras volaba. Para él, era algo más que cuestión de orgullo. Lo llevaba en la sangre, era su herencia tanto como sus alas. Mientras se desataba las correas, Anitra se le posó en el hombro.
El alado se acercó a Maris con los brazos abiertos. El halcón dejó escapar un graznido malhumorado, pero Dorrel ya estaría abrazando a Maris a pesar del ave si ella no le hubiera puesto rápidamente las manos en las alas, aún sin plegar.
—Toma —dijo Maris—. Me entrego. He robado estas alas a Corm. Te las confío a ti. Me entrego. He venido a pedirte que convoques el Consejo en mi nombre. Tú eres un alado y yo no, y sólo los alados pueden convocarlo.
Dorrel la miró confuso, como si acabara de despertar de un profundo sueño. Maris se impacientó con él. Estaba completamente agotada.
—Oh, te lo explicaré —dijo—. Vamos a tu casa para que pueda descansar.
Era una larga caminata, pero la hicieron casi en silencio, sin tocarse. Sólo una vez Dorrel intentó hablar.
—Maris, ¿de verdad robaste…?
Ella le interrumpió.
—Ya te he dicho que sí. —De repente, suspiró y se acercó a él como si fuera a tocarle, pero se contuvo—. Perdóname, Dorrel, no pretendía… Estoy agotada, y supongo que tengo mucho miedo. No pensé que volvería a verte, y menos en estas circunstancias.
Volvió a quedarse en silencio, y el alado no la presionó. Sólo Anitra rompió el silencio de la noche con sus graznidos de protesta: el pescado se le había terminado demasiado pronto.
Una vez en casa, Maris se hundió en un amplio sillón e intentó relajarse, dejar salir la tensión. Observó a Dorrel y se fue tranquilizando al ver los familiares rituales. El joven dejó a Anitra en su percha y corrió las cortinas que la rodeaban (otras personas encapuchaban a las aves para mantenerlas calladas, pero Dorrel desaprobaba aquel sistema), encendió la chimenea y puso a hervir agua en la tetera.
—¿Té?
—Sí.
—Le pondré capullos de kerri en vez de miel —dijo—. Te tranquilizará.
Maris sintió una repentina calidez hacia él.
—Gracias.
—¿Quieres quitarte esa ropa? Puedes ponerte una túnica de las mías.
Ella sacudió la cabeza —moverse ahora le representaría un gran esfuerzo— y vio que Dorrel le miraba las piernas con preocupación, un poco más abajo de la corta falda.
—Te has hecho daño. —Vertió en un plato agua caliente de la tetera, cogió un paño limpio y se arrodilló ante ella. El fino tejido limpiando la sangre seca era tan suave como una lengua—. Ah, no es tan malo como parecía —murmuró mientras la limpiaba—. Sólo las rodillas, unos arañazos superficiales. Mal aterrizaje, cariño.
La proximidad de Dorrel y el toque suave de sus manos la hicieron estremecer, y de pronto la tensión, el miedo y la debilidad desaparecieron. Una de las manos del joven se deslizó hasta el muslo y no se movió.
—Dorr —dijo suavemente, casi demasiado paralizada para hablar por el momento.
Él levantó la vista, sus ojos se encontraron, y por fin Maris volvió a él.
—Funcionará —aseguró Dorrel—. Tienen que darse cuenta, no pueden negártelo.
Estaban sentados, desayunando. Mientras Dorrel preparaba té y huevos, Maris le había explicado su plan con todo detalle.
Ahora ella sonreía mientras se servía más huevos. Se sentía feliz y esperanzada.
—¿A quién avisarás primero sobre la convocatoria del Consejo?
—Creo que a Garth —decidió Dorrel rápidamente—. Iré a su casa, luego nos dividiremos para llevar el mensaje a las islas más cercanas y que se divulgue desde ellas. Habrá otros que quieran ayudar. Ojalá pudieras venir tú también —dijo con una mirada cariñosa—. Sería bonito volar juntos de nuevo.
—Tendremos mucho tiempo para hacerlo, Dorrel. Si…
—Sí, sí, tendremos muchas ocasiones de volar juntos, pero… Esta mañana sería especialmente bonito. Sería bonito.
—Sí. Sería bonito.
Maris siguió sonriendo y, al final, él tuvo que sonreír a su vez. Estaba tendiendo la mano sobre la mesa para tomar la de la joven, o acariciarle el rostro cuando un repentino golpe en la puerta, fuerte y autoritario, les paralizó.
Dorrel se levantó para abrir. En la silla, Maris resultaba perfectamente visible desde la puerta, pero era inútil intentar esconderse, y no había una segunda salida.
Era Helmer, con las alas plegadas atadas a la espalda. Miró directamente a Dorrel, sin pasar.
—Corm se ampara en el derecho de todo alado a convocar el Consejo —dijo con voz inexpresiva, forzada y excesivamente formal—. Para hablar sobre la ex alada Maris de Amberly Menor, que ha robado las alas de otro.
—¿Cómo? —Maris se levantó rápidamente—. ¿Qué Corm ha convocado el Consejo, Helmer? ¿Por qué?
Dorrel volvió la cabeza para mirarla y luego se dirigió a Helmer que, aunque parecía incómodo, estaba ignorando abiertamente a Maris.
—¿Por qué, Helmer? —preguntó con más tranquilidad que la joven.
—Ya te lo he dicho. Y no tengo tiempo para quedarme aquí moviendo el viento con la boca. Hay que informar a otros alados, y es mal día para volar.
—Espérame —decidió Dorrel—. Dame algunos nombres y algunas islas a las que ir, te facilitaré el trabajo.
Las comisuras de la boca de Helmer se tensaron.
—Pensé que no querías ir en esta misión, y menos por estas razones. No iba a pedirte ayuda, pero ya que te ofreces…
Helmer instruyó rápidamente a Dorrel mientras el joven se ponía de inmediato las alas. Maris caminó por la habitación, otra vez cansada, sorprendida y confusa. Evidentemente, Helmer estaba decidido a ignorarla, y para ahorrarle y ahorrarse un mal trago, no volvió a hacerle preguntas.
Dorrel la besó y la abrazó fuertemente antes de salir.
—Da de comer a Anitra, e intenta no preocuparte. Espero estar de vuelta para cuando anochezca.
Cuando los alados se fueron, la casa le pareció sofocante. Y salir no arreglaba nada, según descubrió Maris cuando se apoyó en la puerta. Helmer tenía razón, era mal día para volar. Era uno de esos días que hacen pensar en el aire quieto. Se estremeció repentinamente, temiendo por Dorrel. Pero era demasiado hábil y demasiado inteligente para que se preocupase por él, pensó Maris intentando recuperar la seguridad. Y, si se quedaba todo el día sentada, pensando en el peligro que corría el joven, se volvería loca. Ya era suficientemente frustrante tener que esperar allí, sin el cielo. Levantó la vista hacia las brillantes nubes. Si el Consejo la condenaba a ser una atada a la tierra por el resto de su vida…
Pero ya habría tiempo de apenarse en el futuro, así que decidió no pensar en ello. Volvió a entrar en la casa.
Anitra, un ave nocturna, estaba dormida tras las cortinas. La casa estaba tranquila y muy vacía. Por un momento, deseó que Dorrel estuviera allí para calmarla, compartiendo sus ideas, especulando con ella sobre las razones de Corm para convocar el Consejo. Sola, las ideas no dejaban de darle vueltas en la cabeza, como pájaros en una trampa.
Sobre el armario de Dorrel había un juego de geechi. Maris lo bajó y colocó los suaves guijarros blancos y negros en una sencilla posición de apertura, una con la que su mente se sentía a gusto. Empezó a moverlos, jugando con los dos colores, configurando nuevas distribuciones de las piedras sin pensar, cada una sugerida por la anterior, tan inevitable como un desafío. Entretanto, pensó.
Corm es un hombre orgulloso, y he herido su orgullo. Tiene reputación de ser uno de los mejores alados, y yo, la hija de un pescador, le he robado las alas y le he vencido en una carrera. Para limpiar su orgullo tiene que humillarme públicamente, de manera ostentosa. No le basta con recuperar las alas. No, todo el mundo, todos los alados deben estar presentes para ver cómo me humilla y me declara fuera de la ley.
Maris suspiró. Era eso. Este Consejo tenía por misión declarar fuera de la ley a la alada atada a la tierra que robó unas alas. Oh, sí, se escribirían canciones sobre el tema. Pero quizá no importara. Aunque Corm le hubiera tomado la delantera, el Consejo podía volverse contra él. Ella, la acusada, tendría derecho a hablar, a defenderse, a atacar aquella tradición sin sentido. Y Maris supo que tendría las mismas oportunidades en el Consejo de Corm que en el que hubiera convocado Dorrel. Sólo que ahora era consciente de la magnitud de la rabia de Corm.
Bajó la vista hacia el tablero de geechi. Los guijarros blancos y negros estaban distribuidos en el centro del tablero, enfrentados. Los dos ejércitos habían adoptado formaciones de ataque: evidentemente, aquélla no sería una partida de esperas. Las capturas empezarían con el próximo movimiento.
Maris sonrió y barrió los guijarros de la mesa.
El Consejo tardó todo un mes en reunirse. Dorrel transmitió la llamada a cuatro alados el primer día. Cada uno de ellos contactó con otros, que a su vez contactaron con otros, y así la noticia recorrió las dispersas islas que poblaban los mares de Windhaven. Se envió un mensajero especial a las Islas Exteriores y otro a la desolada Artellia, la gran isla helada del norte. Pronto todos estuvieron al tanto, y fueron llegando de uno en uno a la reunión.
Se celebraría en Amberly Mayor. Por derecho, el Consejo debía tener lugar en Amberly Menor, donde vivían tanto Corm como Maris, pero en la pequeña isla no había ningún edificio capaz de albergar a la multitud que se reuniría, mientras que en Amberly Mayor, sí: una enorme sala húmeda que rara vez se usaba.
Allí se dirigieron los alados de Windhaven. No todos, claro, porque siempre había emergencias, algunos todavía no habían recibido el mensaje y otros estaban ilocalizables, en largos y peligrosos vuelos. Pero acudió la mayoría, la inmensa mayoría, y con eso bastaba. Nadie había visto jamás una reunión como aquélla. Incluso las competiciones anuales en el Nido de Águilas eran pequeñas comparadas con esto, simples concursos locales entre el Archipiélago Oriental y el Occidental.
Todo estaba inmerso en un ambiente festivo. Los primeros en llegar se pasaban las noches bebiendo, para regocijo de los comerciantes de vinos, y también intercambiaban historias, canciones y cotillees interminables sobre el Consejo y sus posibles resultados. Barrion y otros bardos los entretenían por las noches, y de día jugaban y echaban carreras en el aire. Los últimos en llegar fueron calurosamente recibidos. Maris, que había volado desde Laus después de obtener un permiso especial para utilizar las alas una vez más, se moría por unirse a ellos. Allí estaban todos sus amigos, y Corm, junto con todas las alas del Occidental. También acudieron los Orientales, muchos de ellos vestidos con pieles y metal, que le recordaban inevitablemente cómo vestía Cuervo, hacía tanto tiempo. Había tres pálidos artellianos, cada uno de los cuales llevaba un aro de plata en torno a la frente, aristócratas de una tierra fría y oscura donde los alados eran tanto reyes como mensajeros. Se unieron, hermanos e iguales, a los alados uniformados de rojo del Gran Shotan, a los veinte representantes de las Islas Exteriores y al escuadrón de bronceados sacerdotes alados procedentes del Archipiélago Sur, que servían al Dios del Cielo al tiempo que a sus Señores de la Tierra. Verles, conocerles, caminar entre ellos, entre la amplitud y diversidad de las culturas de Windhaven, conmovió a Maris más que nada en su vida. Aunque por poco tiempo, ella había volado. Había sido uno de los pocos privilegiados. Pero existían tantos lugares que aún no conocía… Si pudiera tener sus alas otra vez…
Por fin llegaron todos aquéllos a los que se esperaba. El Consejo se celebraría al anochecer. Aquella tarde no habría aglomeraciones en las tabernas de Ciudad Amber.
—Tienes una oportunidad —dijo Barrion a Maris en los escalones de la sala antes de la reunión. Coll y Dorrel también estaban con ella—. La mayoría de los alados están de buen humor, después de unas semanas de vino y canciones. Los veo todas las noches, canto, hablo con ellos y sé una cosa: te escucharán. —Les ofreció una de sus astutas sonrisas—. No es una cosa muy corriente en los alados.
Dorrel asintió.
—Garth y yo hemos hablado con muchos. Hay bastantes que simpatizan contigo, sobre todo los jóvenes. Los mayores tienden más a estar del lado de Corm, del lado de la tradición, pero ellos tampoco se han decidido definitivamente.
Maris sacudió la cabeza.
—Hay más alados mayores que jóvenes, Dorr.
Barrion le puso una mano paternal en el hombro.
—Entonces, tendrás que ganártelos también a ellos. Después de todo lo que te he visto hacer, apuesto a que te resultará sencillo.
El bardo sonrió.
Los delegados ya estaban sentados dentro, y Maris oyó en la puerta que había tras ella cómo el Señor de Amberly Mayor hacía sonar los tambores ceremoniales que señalaban el principio del Consejo.
—Tenemos que entrar —dijo.
Barrion asintió. No era un alado, y por tanto le estaba vedada la entrada a la reunión. Dio a Maris una palmada en el hombro para desearle suerte, luego tomó su guitarra y bajó lentamente los escalones. Maris, Coll y Dorrel entraron rápidamente.
La sala era un inmenso cuenco de piedra rodeado de antorchas. En el centro se había preparado una mesa larga. Los alados se sentaban alrededor de ella en semicírculo, en los duros peldaños de piedra que formaban el embudo del foro, grada tras grada, hasta llegar a donde la pared se unía con el techo. Jamis el Mayor, con el fino rostro marcado por la edad, se sentaba al centro de la larga mesa. Aunque ya llevaba varios años atado a la tierra, todavía se le apreciaba mucho por su experiencia y personalidad. Había venido en barco para presidir el Consejo. A sus dos lados se sentaban los dos únicos no alados que podían asistir al Consejo: el Señor de Amberly Mayor y el corpulento gobernador de Amberly Menor. Corm ocupaba el cuarto asiento, en el extremo derecho de la mesa. A la izquierda había una quinta silla, vacía.
Maris se dirigió hacia allí, su sitio. Dorrel y Coll se sentaron en las gradas. Los tambores sonaron de nuevo, pidiendo silencio. Maris se sentó y miró a su alrededor mientras los asistentes callaban.
Coll encontró un sitio en la parte de arriba, entre los jóvenes sin alas. Muchos de ellos habían venido en bote desde las islas cercanas para ver cómo se hacía la historia. Pero, al igual que Coll, no tomarían parte en la decisión. Ahora ignoraban al joven aspirante a bardo, como era de esperar. Unos niños ansiosos de cielo no podían comprender que otro cediera sus alas voluntariamente. Coll parecía fuera de lugar y solo, como Maris.
Los tambores callaron. Jamis el Mayor se levantó, y su voz profunda resonó por toda la sala.
—Éste es el primer Consejo de alados al que asistimos —dijo—. La mayoría de vosotros estáis al corriente de las circunstancias por las que se ha convocado. Las reglas serán sencillas. Puesto que es el convocante, Corm hablará en primer lugar. Luego Maris, a la que se acusa, tendrá ocasión de responderle. Después, cualquier alado o ex alado presente podrá tomar la palabra. Sólo os pido que habléis en voz alta y que os identifiquéis al empezar. La mayoría de los presentes no nos conocemos.
Se sentó.
Corm se levantó de la silla y rompió el silencio.
—He convocado este Consejo por el derecho de todo alado a hacerlo —empezó con voz segura y resonante—. Se ha cometido un crimen cuya naturaleza y consecuencias son tales que a todos nos corresponde juzgarlo. Los alados deben actuar como uno solo. La decisión que tomemos decidirá nuestro futuro, como sucedió con las decisiones de los anteriores Consejos. Imaginad lo que sería el mundo ahora si nuestros padres hubieran decidido llevar la guerra al aire. No existiría la sociedad de los alados, estaríamos divididos en luchas y rivalidades regionales, en vez de mantenernos al margen de las disputas de la tierra.
Siguió así, trazando un cuadro de desolación que habría tenido lugar si el anterior Consejo hubiera tomado la decisión errónea. Maris pensó que era un buen orador. Tenía el don de hablar, como Barrion el de cantar. Tuvo que sacudirse el hechizo que estaba creando Corm, y se preguntó si podría estar a la altura para replicarle.
—El problema que se nos presenta hoy en este Consejo es igualmente grave —siguió el alado—. Y vuestra decisión no afectará a una sola persona, por la que quizá sintáis simpatía, sino a todos nuestros hijos, a las generaciones venideras. Recordadlo mientras escucháis los argumentos que se expondrán esta noche.
Miró a su alrededor, y aunque los ojos ardientes de Corm no se posaron en ella, Maris se sintió intimidada.
—Maris de Amberly Menor ha robado unas alas —dijo—. Creo que todos conocéis la historia. —Pero, de todos modos, Corm la contó, desde el nacimiento de la joven hasta la escena de la playa—… Y ya se había encontrado a un nuevo portador. Pero antes de que Devin de Gavora llegara para tomar posesión de sus alas, Maris las robó y huyó.
»Pero ahí no acaba todo. Robarlas es un crimen, pero el robo de unas alas no sería motivo suficiente para convocar un Consejo. Maris sabía que no podría conservarlas mucho tiempo. Se las llevó, no para huir, sino para iniciar una revolución contra nuestras tradiciones más vitales. Cuestiona los fundamentos mismos de nuestra sociedad. Quiere que la propiedad de las alas esté abierta a discusión, nos amenaza con la anarquía. A menos que dejemos clara nuestra desaprobación, a menos que la juzguemos en un Consejo que pase a la historia, los hechos empezarán a distorsionarse. Puede que se recuerde a Maris como a una valerosa rebelde, y no como a la ladrona que es.
Al oír la palabra, un escalofrío recorrió a Maris. Ladrona. ¿En eso se había convertido?
—Tiene amigos bardos a los que les encantaría burlarse de nosotros —estaba diciendo Corm—. Compondrían canciones en las que se hablase de su valentía.
Maris volvió a oír la voz de Barrion: «Nos convertirá a todos en héroes». Buscó a Coll con la mirada. Le vio sentado, muy erguido, con la sombra de una sonrisa en los labios. Desde luego, los buenos bardos tenían mucho poder.
—Así que debemos hablar con claridad, para la historia. Denunciemos lo que ha hecho —terminó Corm antes de volverse hacia ella—. Maris, te acuso del robo de las alas. Y pido a todos los alados de Windhaven que se han reunido en este Consejo, que te condenen como criminal, y que jamás encuentres una isla a la que puedas llamar hogar.
Se sentó. En el terrible silencio que le siguió, Maris supo cuánto le había ofendido. Nunca imaginó que Corm pediría tanto. No se contentaba con arrebatarle las alas, le quería quitar la vida misma, obligarla a un exilio solitario en alguna roca vacía.
—Maris —dijo Jamis amablemente. La joven no se había levantado todavía—. Es tu turno. ¿Quieres responder a Corm?
Lentamente, la joven se puso en pie. Deseaba tener el poder de un bardo, deseaba poder hablar con la seguridad de Corm, al menos por una vez.
—No puedo negar que robé las alas —empezó mirando hacia las hileras de rostros inexpresivos, al mar de extraños. Tenía una voz más firme de lo que ella misma esperaba—. Las robé por desesperación, porque eran mi única oportunidad. Un bote habría sido demasiado lento, y en Amberly Menor nadie me hubiera ayudado. Necesitaba llegar hasta un alado que convocara el Consejo en mi nombre. Una vez lo conseguí, le entregué las alas. Puedo probarlo, si…
Miró a Jamis. El hombre asintió.
En medio de la sala, Dorrel se levantó.
—Dorrel de Laus —dijo en voz alta—. Confirmo lo que ha dicho Maris. En cuanto me encontró, me entregó las alas y no volvió a utilizarlas. Yo no llamaría robo a esto.
Un coro de murmullos de aprobación se elevó a su alrededor. La familia Dorrel era muy conocida y apreciada. Aceptarían su palabra.
Maris se acababa de apuntar un tanto. Siguió hablando, sintiéndose más segura con cada palabra que pronunciaba.
—Quería un Consejo para discutir algo que considero muy importante para todos, para nuestro futuro. Pero Corm se me adelantó.
Una ligera sonrisa inconsciente le afloró a los labios. Y, entre el público, advirtió unas cuantas sonrisas en el rostro de alados a los que no conocía. ¿Escepticismo? ¿Desacuerdo? ¿O apoyo, solidaridad? Tuvo que obligarse a dejar caer las manos a lo largo del cuerpo, no estaría bien que empezara a retorcérselas delante de todos.
—Corm dice que estoy luchando contra la tradición —siguió Maris—. Y es cierto. Os ha dicho que es algo terrible, pero no ha explicado por qué. No ha explicado por qué tenéis que defender a la tradición de mí. Él que algo se haya hecho siempre de determinada manera no quiere decir que cualquier cambio sea imposible, o indeseable. ¿Volaba la gente en el mundo natal de los navegantes de las estrellas? Si no, ¿significa eso que sea mejor no volar? No somos pájaros bobos; si nos dejan en el suelo, no seguimos andando hasta que caemos o morimos. Y no tenemos que seguir la misma ruta todos los días. No lo llevamos en la sangre.
Oyó una carcajada entre los que la escuchaban, y se animó. ¡Podía dibujar imágenes con las palabras, igual que Corm! La idea de las estúpidas avecillas de las cavernas le había brotado de la mente y había pasado a la de otros, haciéndoles reír. Había hablado de romper la tradición, y todavía la escuchaban. Inspirada, siguió.
—Somos personas. Si tenemos instinto hacia algo, es el instinto, la voluntad de cambiar. Las cosas siempre están cambiando, y si somos inteligentes las cambiaremos nosotros para mejor, no esperaremos a que el cambio se nos imponga.
»La tradición de pasar las alas de padres a hijos ha funcionado bien durante mucho tiempo. Desde luego, es mejor que la anarquía, o que la vieja tradición del juicio por combate que se extendió en el Archipiélago Oriental durante los Días Tristes. Pero no es el único sistema, ni es el sistema perfecto.
—¡Basta de palabrería! —gritó alguien.
Maris miró a su alrededor para ver de dónde había salido la voz, y se sobresaltó al ver que Helmer se levantaba de su asiento en la segunda fila. El rostro del alado estaba tenso mientras se cruzaba de brazos.
—Helmer —dijo Jamis con firmeza—, Maris tiene la palabra.
—No me importa —replicó—. Está atacando nuestro sistema, pero no nos ofrece nada mejor. Y con razón. Este sistema ha funcionado durante tantos años porque no hay ninguno mejor. Puede que sea duro, sí. Es duro para ti, porque no naciste alada. Es duro, desde luego. Pero ¿conoces algún sistema mejor?
Helmer, pensó Maris mientras el hombre se sentaba. Claro, su ira tenía sentido. Era uno de aquéllos a los que la tradición heriría pronto, ya le estaba hiriendo. Todavía joven, se vería convertido en un atado a la tierra en menos de un año, cuando su hija llegara a la edad y tomase las alas. Aceptaba la pérdida como algo inevitable, una parte justa de una tradición que honraba. Pero ahora Maris atacaba esa tradición, la única cosa que ennoblecía el sacrificio de Helmer. Si las cosas no cambiaban, se dijo Maris por un momento, ¿llegaría Helmer a odiar a su propia hija por arrebatarle las alas? Y Russ… Si no hubiera resultado herido… Si no hubiera nacido Coll…
—Sí —dijo Maris en voz alta, comprendiendo de repente que la sala había quedado en silencio, a la espera de su respuesta—. Sí, tengo un sistema. Nunca me hubiera atrevido a convocar el Consejo si no…
—¡No lo convocaste tú! —gritó alguien.
Otros rieron. Maris sintió un repentino calor y esperó no estar sonrojándose.
Jamis golpeó la mesa con fuerza.
—Está hablando Maris de Amberly Menor —dijo en voz alta—. ¡El próximo que interrumpa, será expulsado!
Maris le dirigió una sonrisa agradecida.
—Propongo otro sistema, un sistema mejor —dijo—. Propongo que haya que ganar el derecho a llevar alas. No por nacimiento, ni por edad, sino por lo único que verdaderamente importa. ¡La habilidad! —Mientras hablaba, la idea se le esclareció repentinamente en la cabeza, más elaborada, más compleja, más justa que el vago concepto de libertad para todos—. Propongo la creación de una academia de vuelo, abierta a cualquiera, a todo niño que sueñe con volar. Será una academia muy exigente, muchos tendrán que renunciar. Pero cualquiera tendrá derecho a intentarlo: el hijo de un pescador, la hija de un bardo, la de un tejedor. Cualquiera que tenga esperanzas y sueños. Y, para los que superen todas las pruebas, habrá una prueba definitiva: podrán desafiar en la competición anual a cualquier alado que elijan. ¡Y, si son lo suficientemente buenos para vencerle, se habrán ganado las alas!
»Así, los mejores alados siempre conservarán las alas. Y un alado vencido, bueno, podrá esperar al año siguiente para intentar ganarle las alas al que le derrotó. O elegir a cualquier otro, a alguien que vuele peor. Ningún alado podrá permitirse ser perezoso, nadie que no ame el cielo tendrá que volar, y… —Miró a Helmer, en cuyo rostro era imposible leer nada—. Y más aún, incluso los hijos de los alados tendrán que desafiar a alguien para ganar el cielo. Podrán exigir las alas de sus padres sólo cuando estén preparados, cuando de verdad vuelen mejor que ellos. Ningún alado se convertirá en atado a la tierra sólo por haberse casado joven y haber tenido un hijo que llegó a la edad cuando el alado, por derecho y por justicia, todavía debería estar en el cielo. Lo importante será la habilidad, no el nacimiento ni la edad. ¡La persona, no la tradición!
Hizo una pausa justo cuando estaba a punto de contar su propia historia, de cómo era hija de un pescador, de cómo el cielo nunca habría sido suyo. El dolor, el ansia… Pero ¿por qué gastar aliento? Todos eran alados de cuna, no conseguiría que simpatizasen con los atados a la tierra, a los que despreciaban. No, lo importante era que el próximo Alas de Madera que naciera en Windhaven tuviera una oportunidad de volar, pero aquél no era un buen argumento. Ya había dicho bastante. Se lo había explicado todo. Ahora, la elección estaba en manos de los alados. Miró rápidamente a Helmer y, al ver una extraña sonrisa en su rostro, supo instantáneamente que el voto del hombre era suyo. Le acababa de dar la oportunidad de seguir viviendo sin ser cruel con su hija. Con una sonrisa de satisfacción, Maris se sentó.
Jamis el Mayor miró a Corm.
—Parece muy bonito —dijo éste. Sonreía, perfectamente controlado. Ni siquiera se molestó en levantarse. Al verle tan tranquilo, Maris sintió que la esperanza se le escapaba dolorosamente—. Un bonito sueño para la hija de un pescador, y es comprensible. Quizá no has entendido bien lo que son las alas, Maris. ¿Cómo esperas que familias que han volado desde… desde siempre, pongan en juego sus alas y se arriesguen a que pasen a manos de extraños? Unos extraños que no tienen tradición ni orgullo de familia no las cuidarían bien, no las respetarían. ¿De verdad crees que cualquiera de nosotros va a poner su herencia en manos de cualquier atado a la tierra, en vez de en la de nuestros propios hijos?
El genio de Maris estalló.
—Tú esperas de mí que ceda mis alas a Coll, que no vuela tan bien como yo.
—Nunca han sido tus alas.
Maris apretó los labios y no dijo nada.
—Si creíste que lo eran, es culpa tuya —dijo Corm—. Piénsalo: si las alas pasan de persona a persona como una capa, si no se pueden retener más que uno o dos años, ¿cómo pueden sus propietarios estar orgullosos de ellas? Serían un préstamo, no una propiedad. Y todo el mundo sabe que un alado debe tener sus propias alas, o no es un alado en absoluto. ¡Sólo una atada a la tierra nos aconsejaría eso!
Maris percibía cómo los sentimientos de los asistentes cambiaban con cada una de las palabras de Corm. El alado sabía amontonar argumentos con tanta habilidad que a Maris se le escapaban sin tener oportunidad de captarlos. Tenía que responderle, pero ¿cómo? ¿Cómo? Un alado estaba tan apegado a sus alas como a sus pies. Ella no podía negarlo ni rebatirlo. Recordó la rabia que sintió al ver que Corm no había cuidado bien las alas, y eso que las alas nunca habían sido suyas, sino de su padre, de su hermano.
—Las alas son un préstamo —estalló—. Incluso ahora, todo alado sabe que, con el tiempo, tiene que cederlas a su hijo.
—Es muy diferente —dijo Corm, tolerante—. Un hijo es de la familia, no un extraño. Y el hijo de un alado no es un atado a la tierra.
—¡Esto es algo demasiado importante como para empezar a decir cursiladas sobre lazos de sangre! —le gritó Maris, elevando demasiado la voz—. ¡Escúchate a ti mismo, Corm! ¡Mira el elitismo en que habéis caído tú y otros alados! ¡Mira cómo desprecias a los atados a la tierra, como si pudieran evitar las leyes de la herencia!
Hablaba con furia, y el público se estaba poniendo abiertamente en contra de ella. De pronto, comprendió que si se erigía en campeona de la causa de los atados a la tierra contra los alados, perdería su apoyo.
Maris intentó tranquilizarse.
—Estamos orgullosos de nuestras alas —dijo, volviendo conscientemente al más firme de sus argumentos—. Y si ese orgullo es suficientemente fuerte, las conservaremos. Los buenos alados conservarán el cielo, no serán derrotados fácilmente. Y si les derrotan, podrán volver a recuperarlas. Y tendrán la satisfacción de saber que el alado que se llevó sus alas es bueno, sabrán que las honrará y las utilizará bien, sea cual fuere su origen.
—Se supone que las alas… —empezó Corm.
Pero Maris no le dejó terminar.
—Se supone que las alas no deben perderse en el mar —dijo—, y los malos alados, los alados que no las cuidan bien porque nunca se han visto obligados a hacerlo, son los que nos pierden las alas. Algunos, ni siquiera merecen el nombre de alados. ¿Y qué hay de los niños que son demasiado jóvenes para el cielo, aunque técnicamente hayan llegado a la edad? Se asustan, vuelan mal y mueren, llevándose las alas con ellos —dirigió una rápida mirada a Coll—. ¿Y los que no nacieron para volar? Nacer alado no implica tener la habilidad necesaria para serlo. Mi propio… Coll, al que quiero como a un hermano, como a un hijo, no tiene madera de alado. Las alas eran suyas, pero no podía dárselas, no quería dárselas… Aunque él las hubiera deseado, no habría querido dárselas…
—Tu sistema no cambiará eso —gritó alguien.
Maris sacudió la cabeza.
—No, no lo cambiará. Seguiría sin gustarme la idea de perder las alas, pero si fuera porque me han vencido… Bueno, podría quedarme en la academia, entrenarme, esperar al año siguiente e intentar recuperarlas. Oh, nada será perfecto, desde luego, porque no hay suficientes alas. Y eso es algo que irá a peor, no a mejor. Pero debemos intentar detenerlo, dejar de perder tantas alas cada año, dejar de enviar al cielo a tantos alados ineptos, dejar de perder a tantos. Seguirá habiendo accidentes, seguiremos corriendo peligros, pero no perderemos alas y alados sólo por miedo, falta de criterio y de habilidad.
Agotada, Maris se quedó sin palabras. Pero su discurso había conmovido al público, volvían a estar con ella. Había una docena de manos levantadas. Jamis señaló a uno y un shotanés de recia constitución se levantó de entre los demás.
—Dirk, de Gran Shotan —dijo en voz baja.
Tuvo que repetirlo cuando los alados de la parte de atrás gritaron «¡Más alto! ¡Más alto!». El hombre hablaba tímidamente, confuso.
—Sólo quería decir… He estado sentado aquí, escuchando… He… No esperaba… Todo esto para juzgar un crimen… —Agitó la cabeza. Evidentemente, tenía dificultad para encontrar las palabras—. Oh, maldita sea —dijo por fin—. Maris tiene razón. Casi siento vergüenza de decirlo, pero no debería ser así. Es la verdad. No quiero que mi hijo tome las alas. Tengo miedo. Es buen chico, me quiere, y yo le quiero, pero a veces tiene ataques. Ya sabéis, la enfermedad de los temblores. No puede volar así, no debería volar, pero no piensa en otra cosa. Y el próximo año, cuando cumpla trece años, querrá tomar mis alas, y yo tendré que entregárselas, y él volará y morirá, y ya no tendré hijo, ni alas, y tanto me daría estar muerto. ¡No!
Se sentó, con el rostro congestionado, respirando entrecortadamente.
Muchos gritaron frases de apoyo. Maris, esperanzada, miró a Corm, y vio que la sonrisa del alado ya no era tan confiada. Tenía dudas.
Un amigo se levantó y le dirigió una sonrisa.
—Soy Garth de Skulny —dijo—. ¡Estoy con Maris!
Otro orador la respaldó, luego otro más, y Maris sonrió. Dorrel tenía amigos repartidos entre el público, que ahora intentaban volcar a todos en favor de ella. ¡Y estaba funcionando! Porque, junto a los apoyos de alados a los que conocía desde hacía años, se alzaron voces de completos desconocidos que también le daban la razón. ¿Habría vencido? Desde luego, Corm parecía preocupado.
—Reconozco que nuestro sistema va mal, pero no creo que tu academia sea la respuesta. —Las palabras arrancaron el optimismo del corazón de Maris. La oradora era una mujer alta y rubia, una líder voladora de las Islas Exteriores—. Esta tradición tiene unos motivos, y no debemos debilitarlos, o nuestros hijos volverán a la crueldad de los juicios por combate. Lo que tenemos que hacer es enseñarles mejor. Debemos enseñarles a tener más orgullo, debemos dotarles de las habilidades necesarias desde que son muy pequeños. Así me enseñó mi madre, y así estoy enseñando a mi hijo. Quizá haga falta una especie de prueba, tu idea del desafío es buena. —Frunció los labios—. Admito que el día en que deberé ceder las alas a Vard se está acercando demasiado de prisa. Cuando llegue ese día, creo que los dos seremos demasiado jóvenes. Debería competir conmigo, demostrar que es tan buen alado, no, mejor alado, que yo. Sí, es una idea excelente.
En la sala, otros alados asentían. Sí, sí, claro, ¿cómo no se les había ocurrido antes lo buena que sería la idea de una especie de prueba? Todos sabían que la llegada a la edad solía ser algo muy arbitrario, que algunos de los que tomaban las alas eran todavía niños, mientras que otros podían pasar por adultos. Sí, que los jóvenes demostrasen primero que sabían volar… La oleada recorrió la asamblea.
—Pero esa academia —siguió amablemente la oradora—, no hace falta. Ya damos a luz a suficientes alados nosotros mismos. Conozco tu pasado y comprendo tus sentimientos, pero no puedo compartirlos. No sería inteligente.
Se sentó, y Maris sintió que su corazón se hundía con ella. Pensó que allí terminaba todo. Ahora votarían para que se estableciera una prueba, pero el cielo seguiría cerrado para aquéllos que nacieron de los padres erróneos. Los alados rechazarían la parte más importante. Había estado muy cerca, a punto de conseguirlo, pero falló al final.
Un hombre delgado, vestido de seda y plata, se levantó.
—Arris, alado y príncipe de Artellia —dijo. Sus ojos eran de hielo azul bajo la diadema de plata—. Apoyo a mi hermana de las Islas Exteriores. Mis hijos son de sangre real, nacidos y educados para las alas. Obligarles a competir contra plebeyos sería un chiste. Pero que haya una prueba para decidir cuándo son dignos de volar, ésa sí que es una buena idea para los alados.
Le siguió una mujer morena vestida con ropas de cuero.
—Zevakul, de Deeth, en el Archipiélago del Sur —se presentó—. Cada año llevo mensajes para mi Señor de la Tierra, pero también sirvo al Dios del Cielo, como todos los de las castas superiores. La idea de ceder las alas a un inferior, a un niño sucio, quizá a un no creyente… ¡Jamás!
Otros se hicieron eco por toda la sala.
—Joi, de Martillo de Tempestades. Voto que sí, que volemos para ganarnos las alas, pero sólo contra los hijos de alados.
—Tomas, de Pequeña Shotan. Los hijos de los atados a la tierra nunca aprenderán a amar el cielo como nosotros. Construir la academia de la que habla Maris sería un desperdicio de tiempo y de dinero. Pero apoyo la idea de la prueba.
—Crain de Poweet, opino lo mismo. ¿Por qué tendríamos que competir con hijos de pescadores? Ellos no nos dejan competir por sus botes, ¿verdad? —La sala estalló en risas, y el alado sonrió—. Sí, un chiste, un buen chiste. Pues bien, hermanos, nosotros seríamos un chiste, esa academia sería un chiste, si nos mezclamos con la gentuza. Las alas son de los alados, y si ha sido así durante tantos años es porque así es como debe ser. Los demás están contentos, y hay muy pocos que de verdad quieran volar. Para la mayoría sólo es un capricho momentáneo, o algo aterrador. ¿Por qué vamos a animar esos sueños sin fundamento? No son alados, no nacieron para serlo, pueden llevar unas vidas útiles en otros…
Maris escuchaba incrédula, cada vez más furiosa, airada por la vanidad y la autosuficiencia del hombre… Y entonces vio horrorizada que otros alados asentían, incluso algunos de los jóvenes, que aceptaban complacidos las palabras del hombre. Sí, ellos eran mejores porque habían nacido alados, sí, eran superiores y no querían mezclarse con los demás, sí, sí. De pronto, no importó que en otros tiempos hubiera pensado como ellos, que ella misma hubiera opinado igual sobre los atados a la tierra. De pronto, sólo pudo pensar en su padre, en su auténtico padre, el pescador muerto al que apenas recordaba. Detalles que casi creía olvidados, volvieron. Impresiones sensoriales, sobre todo: ropas que olían a sal y a pescado, manos cálidas, rudas pero gentiles, que le acariciaban el pelo y le secaban las lágrimas de las mejillas después de que su madre la hubiera castigado… Y las historias que el pescador le contaba en voz baja, historias sobre las cosas que había visto durante el día desde su pequeño bote: cómo eran los pájaros cuando escapaban de una repentina tormenta, cómo el pez luna saltaba hacia el cielo de la noche, cómo sonaban el viento y las olas azotando el bote… El padre de Maris fue un hombre observador y valiente, que cada día desafiaba al océano desde una frágil barquichuela. Y, en su rabia, Maris supo que no era inferior a ninguno de los presentes, a ninguno de los habitantes de Windhaven.
—Elitistas —dijo con voz hiriente, sin preocuparse si aquello predispondría a los alados en contra de ella o a su favor—. Todos vosotros. Pensáis que sois superiores porque nacisteis de un alado y heredasteis las alas, sin tener que hacer nada para lograrlas. ¿Creéis que habéis heredado la habilidad de vuestros padres? Entonces, ¿qué hay de la otra mitad de vuestra herencia? ¿O es que todos habéis nacido de matrimonios entre alados? —Señaló con un dedo acusador a un rostro familiar, en la tercera fila—. Tú, Sar, estabas asintiendo. Tu padre era un alado, sí, pero tu madre se dedicaba al comercio y provenía de una familia de pescadores. ¿Les desprecias? ¿Y si tu madre confesara que su marido no fue tu padre? ¿Y si te dijera que te concibió con un mercader ambulante al que conoció en el Archipiélago Oriental? ¿Qué pasaría? ¿Te sentirías obligado a ceder las alas y a iniciar una nueva vida?
Sar la miró con su rostro redondo. Nunca había sido demasiado rápido, no entendía por qué Maris le había señalado. La joven bajó la mano y descargó su ira contra todos.
—Mi verdadero padre era un pescador, un hombre bueno, valiente y honrado que nunca llevó unas alas y nunca las quiso. ¡Pero, si hubiera nacido alado, habría sido el mejor de todos! ¡Se cantarían canciones sobre él, se le honraría! Si heredamos el talento de nuestros padres, miradme a mí. Mi madre es una pescadora de ostras, yo soy incapaz de hacerlo. Mi padre no podía volar. Yo sí. Y algunos sabéis lo bien que lo hago, mejor que algunos que nacieron para ello. —Se volvió para mirar al otro extremo de la mesa—. Mejor que tú, Corm —dijo con una voz que recorrió la gran sala—. ¿O ya lo has olvidado?
Corm levantó la vista hacia ella, con el rostro enrojecido por la ira y una gruesa vena latiéndole en el cuello. No dijo nada. Maris se volvió hacia los alados y les miró con falsa solicitud.
—¿Tenéis miedo? —les preguntó—. ¿No sois nada sin vuestras alas? ¿Tenéis miedo de que los hijos de los pescadores os las arrebaten, de que demuestren que vuelan mejor que vosotros, de que os dejen en ridículo?
Las palabras se agotaron. También la ira. Maris volvió a tomar asiento y en la amplia sala de piedra se hizo un pesado silencio. Por fin se levantó una mano, y luego otra, pero Jamis estaba mirando hacia delante sin ver nada, con gesto pensativo. Nadie se movió hasta que, por fin, salió de su concentración como de un pesado sueño, e hizo un gesto en dirección a una de las manos.
Al fondo de la sala, un anciano con un brazo inerte colgándole a lo largo del cuerpo se levantó, solo, bajo la luz de una antorcha.
—Russ de Amberly Menor —empezó. Su voz era suave—. Amigos míos, Maris tiene razón. Hemos sido unos idiotas, y yo más que ninguno.
»No hace mucho, en una playa, dije que no tenía hija. Hoy me gustaría poder retirar aquellas palabras. Quisiera tener derecho a llamar hija a Maris otra vez. Me ha hecho sentir muy orgulloso. Pero no es hija mía. No, como ha dicho, nació de un pescador, un hombre mejor que yo. No he hecho más que amarla durante un tiempo, y enseñarle a volar. No hicieron falta demasiadas lecciones, siempre aprendió de prisa. Mi pequeña Alas de Madera. Nada podía detenerla, nada. Ni siquiera yo, cuando intenté hacerlo como un idiota, después de que naciera Coll.
»Maris es la mejor alada de Amberly, y eso no tiene nada que ver con mi sangre. Sólo importa su habilidad y su sueño. Y si vosotros, hermanos alados, si vosotros despreciáis así a los hijos de los atados a la tierra, entonces es una vergüenza que les tengáis miedo. ¿Tan poca fe tenéis en vuestros propios hijos? ¿Tan seguros estáis de que no podrán conservar las alas contra el desafío hambriento del hijo de un pescador?
Russ sacudió la cabeza.
—No lo sé. Soy un anciano, y últimamente todo es muy confuso. Pero hay algo de lo que estoy seguro: si pudiera utilizar el brazo, nadie me quitaría las alas, aunque fuera hijo de un halcón. Y nadie le quitará las alas a Maris hasta que ella decida cederlas. No. Si enseñáis a vuestros hijos a volar bien de verdad, conservarán el cielo. Si tenéis tanto orgullo como decís, actuaréis en consonancia, lo demostraréis dejando que sólo lleven las alas aquéllos que se las hayan ganado, sólo aquéllos que hayan probado su habilidad en el aire.
Russ se sentó de nuevo, y la oscuridad reinante al fondo de la sala le engulló. Corm empezó a decir algo, pero Jamis el Mayor le ordenó callar.
—Ya te hemos oído bastante —le dijo.
Corm parpadeó, sorprendido.
—Ahora, hablaré yo —empezó Jamis—. Y luego votaremos. Russ nos ha hablado con sabiduría, pero quiero aportar otra idea. ¿No somos todos descendientes de los navegantes de las estrellas? ¿No es Windhaven, en último término, una gran familia? No hay uno sólo de entre nosotros que no pueda encontrar un alado en su árbol genealógico, si retrocede lo suficiente. Pensadlo, amigos míos. Y recordad también que, mientras vuestro hijo mayor lleva las alas, sus hermanos y hermanas, y los descendientes de éstos por generaciones, serán atados a la tierra. ¿Podemos negarles el viento para siempre sólo porque sus antepasados nacieron en segundo lugar? —Jamis sonrió—. Quizá debería añadir que fui el segundo hijo de mi madre. Mi hermano mayor murió en una tormenta seis meses antes de llegar a la edad de tomar las alas. Una cosa sin importancia, ¿verdad?
Miró a su alrededor, a los dos Señores de la Tierra, que habían permanecido sentados y en silencio durante todo el Consejo, como ordenaba la ley de los alados. Habló en susurros con uno, luego con el otro, y asintió.
—Pensamos que la propuesta de Corm de declarar fuera de la ley a Maris de Amberly está fuera de lugar —dijo Jamis—. Ahora votaremos la propuesta de Maris para establecer una academia de alados, abierta a todos. Yo voto a favor.
Después de aquello, ya no hubo dudas.
Cuando todo terminó, Maris se sentía ligeramente mareada, ebria por el triunfo, aunque todavía no podía creer que de verdad hubiera concluido, que ya no tenía que luchar más. Fuera de la sala, la atmósfera era limpia y húmeda, y el viento soplaba del Este con fuerza. Se quedó de pie en los escalones y lo saboreó, mientras amigos y desconocidos se aglomeraban a su alrededor, queriendo hablarle. Dorrel la rodeaba con un brazo, sin hacer preguntas, sin mostrar sorpresa. Era un descanso apoyarse contra él. ¿Y ahora, qué?, se preguntaba Maris. ¿Otra vez a casa? ¿Dónde estaría Coll? Quizá había ido a buscar a Barrion para marcharse en el bote.
La multitud que la rodeaba dejó paso a Russ, que se acercaba con Jamis. Su padrastro llevaba en las manos un par de alas.
—Maris —dijo.
—¿Padre?
La voz le temblaba.
—Así debería haber sido siempre —sonrió Russ—. Me sentiré muy orgulloso si me permites volver a llamarte hija, a pesar de todo lo que he hecho. Y aún me sentiré más orgulloso si accedes a llevar mis alas.
—Te las has ganado —intervino Jamis—. Las viejas reglas ya no se aplican, y desde luego, has demostrado tu habilidad. Hasta que se ponga en marcha la academia, no habrá nadie para llevarlas aparte de ti y de Devin. Y tú las has cuidado mucho mejor de lo que Devin cuidó las suyas.
Tendió las manos para recoger las alas de Russ. Volvían a ser suyas. Sonreía, ya no estaba cansada, sino extasiada ante el familiar peso que sentía en las manos.
—Oh, padre… —fue lo único que pudo decir.
Russ y ella se abrazaron llorando.
Cuando se acabaron las lágrimas, todos se dirigieron al risco de los alados, seguidos por una auténtica multitud.
—Volemos al Nido de Águilas —dijo Maris a Dorrel. Luego vio a Garth, justo detrás de ella. Hasta entonces, no le había encontrado entre la gente—. ¡Ven tú también, Garth! ¡Celebraremos una fiesta!
—Sí —asintió Dorrel—. Pero ¿crees que el Nido de Águilas es el lugar más apropiado?
Maris enrojeció.
—¡No, claro que no! —Miró a los que la rodeaban—. No, iremos a nuestra casa en Menor, y todo el mundo puede venir. Padre, el Señor de la Tierra, Jamis, y Barrion cantará para nosotros, si podemos encontrarle…
Entonces vio a Coll, que corría hacia ella con el rostro iluminado.
—¡Maris! ¡Maris!
Se encontraron y se abrazaron entusiasmados, antes de separarse con una sonrisa.
—¿Dónde estabas?
—Con Barrion. Estoy componiendo una canción. Sólo tengo el principio, pero será buena, lo noto. Es sobre ti.
—¿Sobre mí?
Evidentemente, estaba orgulloso de sí mismo.
—Sí. Serás famosa. Todo el mundo la cantará, todo el mundo te conocerá.
—Ya la conocen —rió Dorrel—. Créeme.
—No, quiero decir para siempre. Mientras se cante esta canción, todos te conocerán. Conocerán a la chica que deseaba tanto unas alas que cambió el mundo.
Y quizá sea cierto, pensó Maris más tarde, cuando se ató las alas y saltó al viento, con Dorrel a un lado y Garth al otro. Pero haber cambiado el mundo no parecía tan importante ni tan auténtico como el viento en el pelo y la familiar tensión en los músculos cuando se elevaba, cabalgando en sus amadas corrientes, que había creído perdidas para siempre. Volvía a tener alas, volvía a tener el cielo. Ahora era ella misma, ahora era feliz.