El Imperio romano no se desmoronó inmediatamente después de la batalla de Adrianópolis, en el año 378. La verdad es que el Imperio de Oriente se mantuvo aún otro milenio. El emperador Teodosio el Grande, proclamado Augusto en enero del año 379, concedió a los visigodos en octubre de 382, después de años de cruenta lucha, un Estado filial en Tracia. Los hunos y los alanos fueron expulsados del imperio, pero sólo durante un tiempo.
Teodosio era partidario de la teología nicena, y tanto los obispos de Oriente como los de Occidente calificaron el arrianismo de herejía. Desgraciadamente, los godos se habían convertido durante el período de dominación arriana. (Ulfilas, «el apóstol de los godos», era amigo de Fritigerno. No ha aparecido en la presente novela por falta de espacio.) Que los godos fueran herejes además de bárbaros no contribuyó a su incorporación a la sociedad romana. Además, ellos y todo el territorio sufrían periódicamente el azote del hambre. Después de la muerte de Teodosio, en el año 395, los visigodos se desplazaron una vez más, invadiendo y devastando Grecia antes de emigrar a Italia. Fueron quienes saquearon Roma en el 410. Serían, sin embargo, sus primos los ostrogodos quienes asestarían el golpe de muerte al Imperio de Occidente, después de derrocar a su último emperador, en el año 476.
Aunque el Imperio de Oriente no sufrió la invasión, las prolongadas guerras minaban mortalmente sus recursos y seguramente exacerbaron sus ya formidables dificultades políticas y económicas. Esta parte del imperio sufrió también una particular decadencia en la que disminuyó el comercio, se perdieron tierras y se estrecharon los horizontes culturales. La civilización bizantina que acabó cristalizando era diferente de su desaparecida progenitora occidental. Era más limitada, más intolerante, menos flexible.
Parte de la intolerancia de aquella sociedad desesperada fue canalizada por la Iglesia cristiana. En el siglo que siguió a la batalla de Adrianópolis se prohibieron los cultos paganos y se publicaron severos edictos contra los herejes. Los derechos civiles de minorías como los judíos sufrieron una limitación creciente. En el 391, por ejemplo, Teófilo, arzobispo de Alejandría, «un hombre osado y malvado —según Gibbon— cuyas manos se manchaban alternativamente con oro y con sangre», sitió y destruyó el templo de Serapis. Se ignora qué sucedió con los restos de la gran biblioteca. La medicina se hundió en Occidente poco a poco en un horrible estado de brutalidad supersticiosa, y puede afirmarse que lo que se perdió con la caída de Roma no se recuperó hasta bien entrado el Renacimiento o tal vez hasta el siglo XVIII. Lo mismo puede decirse de otros valores, como la física, el comercio e incluso la población. La Época Oscura de que hablaba la historiografía en lengua inglesa no fue tan negra como la pintó Edward Gibbon, y Bizancio y la Europa medievales tuvieron sin duda su esplendor, pero quienes estudian dicho período piensan pese a todo que la caída de Roma fue, por lo menos para Occidente, «quizás el episodio más grandioso y más temible de la historia de la humanidad».