Amalberga me trató maravillosamente. Nunca me había considerado yo fácil de tratar, y creo que en esto concordaban mi familia y la mayor parte de mis amigos, pero Amalberga me trató como un aya trata a un niño caprichoso o como un caballerizo trata a un caballo terco, y ni siquiera tuve conciencia hasta más tarde de lo que ella había hecho. Me llevaron a la parte trasera de la casa, destinada a las mujeres, cegada por las lágrimas. Allí estaba Amalberga hilando junto a la chimenea, acompañada por otras mujeres de la nobleza. Cuando el guardia le contó lo sucedido, me miró asombrada. Levantándose de un salto, indicó a los hombres que se retirasen y me llevó a un dormitorio vacío.

—Descansa un poco —me dijo, y me dejó a solas.

Y yo lloré, en un acceso de histeria, durante una hora tal vez, tendida en la cama, mordiéndome las mangas y sacudida por los sollozos. Habría hundido un puñal en mi cuerpo, furiosa por ser mujer y por haberme traicionado a mí misma.

Cuando se calmó algo mi llanto, Amalberga volvió y se detuvo junto a la puerta.

—Querida Caritón —me dijo—. Una de mis mujeres tiene un hijo enfermo. Está desesperada por tener quien lo atienda. Sé que estás fatigada, pero ¿podrías examinar a este bebé?

En aquel instante sentí un intenso odio hacia ella, porque sus sospechas habían hecho que me descubriesen. Pero ¿cómo negarme a examinar a un bebé? Me levanté, sollozando aún, y fui a examinar al niño enfermo. Tenía dolor de oídos y fiebre. Le receté algo para la fiebre, le di solano y compresas calientes para aliviar el dolor de oídos y aseguré a la madre que no estaba demasiado grave y que se recuperaría. En aquel momento, Amalberga encontró otro caso que requería asistencia, pero sugirió que primero me lavase.

—Sé que vosotros, los griegos, apreciáis mucho la higiene en el tratamiento de vuestros pacientes. He hecho preparar la sala de baños, por si quieres bañarte.

Así pues, tomé mi baño, observada por varias esclavas y miembros del séquito de Amalberga, todas empeñadas en asegurarse de que no era un hombre ni un demonio.

Cuando salí del baño, mis ropas habían desaparecido y las reemplazaban una larga túnica con mangas, unas zapatillas y un cinturón con tachones de oro. Las esclavas desplegaron la ropa con aire de expectación y yo me quedé mirándolas. Mas ¿qué sentido tenía protestar? Me esperaba un paciente, y de todos modos mi disfraz ya no servía. Me puse la túnica y me ajusté el cinturón en el talle. Era de lana y tenía un forro de lino. Todo de buena calidad. Su color era verde oscuro, no tenía flecos ni adornos y las mangas caían hasta el codo, una longitud muy cómoda para trabajar. En cambio, sin el corsé me sentía extraña y la falda tan larga me resultaba poco natural.

Fuera de la sala de baños vi a Amalberga hilando y conversando con otra mujer. Varios niños jugaban a sus pies. Me dirigió una sonrisa, pero no hizo comentarios sobre mi nuevo aspecto, algo que yo no habría soportado. En lugar de ello, se disculpó por no haberme proporcionado un manto.

—Pensé que podrías usar tu capa, aunque en verdad requiere una limpieza. De todos modos, Frigda está en un cuarto próximo y para atenderla no necesitas salir. ¿Puedo ofrecerte unos pendientes?

—No, gracias —respondí.

Amalberga esbozó una sonrisa de disculpa.

—Sería mejor que usases alguna alhaja. La gente te respetará más. Imaginan que alguien sin joyas tiene que ser de bajo origen y que un médico de bajo origen debe de ser incompetente. Si te pones algunas alhajas, confiarán más en ti. Toma, ponte éstas —dijo, y me entregó unos pendientes de perlas. Eran de artesanía romana, seguramente robados de alguna villa en Tracia. Les dirigí una mirada hosca.

—Preferiría no estar en deuda contigo —declaré, a la vez que hacía el gesto de devolverlos.

—¡Soy yo quien está en deuda contigo! Me salvaste la vida y yo retribuí tu generosidad destruyendo tu identidad frente a tus propios compatriotas. Te juro que no tenía esa intención. Tenía sospechas y hablé de ellas con mi marido, pero eso fue antes de comenzar la guerra y nunca pensé que te descubriría. Ya que esto es tan importante para ti, te pido mil disculpas. Por lo menos déjame ayudarte a adquirir un nuevo nombre entre nosotros. Tu talento determinará la mayor parte de tu éxito, pero será útil que adquieras el aspecto de una dama noble.

Al poner las joyas en una de mis manos, sus brillantes ojos azules se fijaron en los míos con aire de súplica.

Tardé como un minuto en ponerme los pendientes. Me habían perforado las orejas al nacer, pero llevaba tanto tiempo sin usar pendientes que se habían cerrado.

Amalberga me miró con aire de aprobación.

—Ahora se ve que eres una persona de alcurnia —dijo—. ¿Puedo saber tu verdadero nombre?

—Caris —respondí. Con mi nueva túnica verde me sentía desnuda y ridícula.

—Claro —dijo Amalberga sonriendo—. En realidad, no te lo cambiaste. No me digas nada más si no quieres. Tu paciente está en este lado. Está embarazada y hace una semana que tiene un dolor en un costado. Todos tememos por ella. Esperamos que puedas ayudarla.

Amalberga era una soberana hábil. Admiraba la serenidad que había tenido en nuestros encuentros anteriores. Pocas mujeres con fiebre puerperal saben dar indicaciones a sus comadronas. Comprobé que su dominio de sí misma era sólo una de sus virtudes. Era muy hábil para hacer que la gente realizase lo que ella consideraba indicado; mucho más que su marido. Tenía una comprensión natural de lo que otros podían sentir y aprovechaba tales sentimientos con gran sutileza. No se trataba de hipocresía o falsedad, y en esto residía su fuerza. Era verdaderamente bondadosa y le gustaba reconciliar a la gente (con los demás, con los edictos de su marido, con la suerte). Comprendía perfectamente la importancia que tenía para mí el arte de curar y hacía uso de ello para hacerme aceptar la servidumbre. Sólo cuando fui a acostarme aquella noche, me di cuenta de que me había sometido sumisamente. Tenía pacientes que requerían atención y tenía que ayudar a Edico a organizar el hospital, de modo que me resignaría a convertirme en una curandera goda.

Me senté bruscamente en la cama, horrorizada. Estaba compartiendo el cuarto y también la cama con una mujer de la nobleza cuyo marido estaba en la campaña de saqueo. El cuarto tenía un suelo de piedra cubierto de junco y paredes de barro y mimbre. Hacía tiempo que no lo limpiaban y había mucho humo procedente del fuego en la chimenea abierta en el cuarto principal destinado a las mujeres. Mi compañera murmuró algo en sueños y se volvió. Recordé mis estudios en Alejandría, el olor del lodo del Nilo, los gritos de los vendedores ambulantes, las delicadas figuras de los textos médicos. Recordé la casa de mi padre en Éfeso. Aquella ciudad bárbara no tenía nada que ver conmigo. Si partía ya, me dije, podría reunirme con los romanos antes de que se propagase la noticia. Salices no estaba lejos.

Salté de la cama y me puse la túnica verde. El suelo de piedra estaba helado. Busqué mis botas y entonces recordé que sólo disponía de zapatillas y que ni siquiera tenía una capa. ¿Cómo salir del sector de las mujeres, a través de los círculos concéntricos del campamento, atravesar el portón y cabalgar dos días a través de una región hostil para reunirme con los romanos sin tener siquiera una capa? ¿Y cómo cabalgar con una falda larga?

Me detuve con los puños apretados, impotente. Fui a la sala principal. Tenía que hacer algo y aun cuando me resultara imposible escapar, por lo menos me haría una idea de lo que podía hacer. El fuego estaba casi apagado y la sala estaba vacía. Mi bolsa de médico estaba junto a la puerta que daba al sector principal de la casa. Al cogerla, observé su asa negra por el uso y los costados rayados por los golpes que recibía cuando la cargaba. Estaba llena de cajas y botellas de medicamentos, cuchillos, vendas y mis papiros de tomar apuntes. El peso de la bolsa sobre mis hombros me era tan familiar que si partiese de la casa sin ella me habría sentido desnuda. «Si la noticia de lo que soy llega a oídos de los romanos —pensé—, y regreso efectivamente, ya puedo olvidarme de eso para siempre».

Se abrió otra de las puertas y apareció Amalberga con su túnica sin prender y el pelo suelto sobre los hombros, reluciente por el reflejo del fuego. Me miró fijamente un instante y luego dijo:

—Es mejor que descanses. Hagas lo que hagas mañana, conviene que ahora duermas.

—¿Haga lo que haga mañana? —pregunté con amargura—. ¿Es que tengo alguna opción? Creía que ya estaba decidido que debo ayudar a Edico con sus pacientes.

—Es verdad —dijo Amalberga con calma—. Espero que lo ayudes.

—¿Sabes lo que me has hecho? Tal vez creas que merezco la esclavitud, por haberme comportado sin recato. Pero a ti nunca te hice mal.

Amalberga agitó la cabeza.

—Admiro lo que has hecho. Pocas mujeres son capaces de determinar con tanta claridad lo que quieren ser, y son menos aún las que lo consiguen. Es una crueldad, supongo, apartarte de algo por lo cual luchaste tan duramente, y lo lamento. Pero esto no es esclavitud, ¿sabes? Muchos de los míos fueron convertidos en esclavos el verano pasado y desde entonces, muchos también de tus compatriotas. Todos ellos te envidiarían esta libertad.

Me mordí los labios.

—Tal vez sea verdad —dije al cabo de una pausa—; pero eso no te sirve de excusa.

—Nuestro pueblo ha sufrido muchas penalidades. Tampoco hemos sido libres. Nos obligaron a rebelarnos. Mi marido aún mantiene la esperanza de concertar la paz con el emperador y convertirse en su protegido. ¿Qué otra cosa debemos esperar? Nadie es capaz de vencer al imperio. Es demasiado grande. Sin embargo, su primer deber, y el mío también, es defender a los nuestros, alimentarlos y protegerlos. Creo que lo comprendes, y también por qué queremos tenerte aquí, aun contra tu voluntad y tu honra. —Se acercó y me cogió una mano sin dejar de mirarme con expresión muy seria—. Sin embargo, no tiene por qué ser tan terrible. Aquí puedes practicar abiertamente tu arte y ganarte el respeto de todos. Es algo importante, ¿no?

—Amo a mi propio pueblo —repliqué—. No pertenezco a éste.

Amalberga me soltó la mano y suspiró.

—No comprendo por qué amáis tanto al imperio.

—Nacimos dentro de él, y nos formó.

Amalberga se encogió de hombros.

—Muchísimos godos nacidos bajo nuestros propios reyes abandonan a su pueblo para vivir sometidos a los dragones. Mi tío Ermanerico lo hizo y su hijo, mi primo Atanarico, ama al imperio tanto como cualquier ciudadano romano nativo. En cambio, pocos romanos están dispuestos a vivir entre nosotros, aunque les ofrezcamos riquezas y honores. Mi marido mismo sigue adorando el sueño de Roma a pesar de estar en guerra con ella.

—Yo no amo ningún sueño. Sólo que… el estilo de vida que he elegido es algo que no existe entre tu gente. Soy médico hipocrático. No soy hechicera, ni curandera, ni bruja. No me adapto a esto.

—Una mujer médica es algo que no existe entre tu pueblo.

—¿Pero yo lo era, acaso?

Amalberga sonrió levemente al oírme.

—No, pero podrías serlo entre nosotros. Tienes ya a Edico bastante instruido en medicina hipocrática y podrías instruir a otros. Tal vez somos bárbaros ignorantes, pero queremos ser parte del imperio, adquirir las costumbres romanas, especialmente las destrezas y las artes romanas como la tuya. ¿Por qué habrías de rechazarnos tan pronto? Entre los tuyos debes fingir ser lo que no eres para poder ser lo que eres en realidad. Aquí tienes la posibilidad de crear tu propia ley, de ser hipocrática y mujer.

La miré sorprendida, conmovida y entusiasmada a pesar mío. ¿Era verdad? En Alejandría había soñado con poder decir algún día que era mujer y médica. Pero Alejandría es una ciudad con tantas leyes diferentes como el imperio. Los godos tienen un solo código de costumbres. Con todo, entre ellos sí hay mujeres que curan. Tal vez sobrevivirían a la guerra, establecerían su reinado autónomo y formarían parte del imperio. Era concebible que yo pudiese, usando un lenguaje legal, establecer un precedente.

No había otra elección, tenía que intentarlo.

Amalberga sonrió cuando se dio cuenta de que sus palabras habían surtido efecto. De nuevo me tocó el brazo.

—Ahora descansa —me dijo—. No harás nada si no te alimentas ni duermes.

Volví, pues, a la cama.

Por supuesto, hice lo que me había propuesto Amalberga. No tardé en adaptarme a mi condición de mujer hipocrática que imponía a sus pacientes los gloriosos principios de la escuela alejandrina de medicina. Ellos lo aceptaban. Contribuía a mi tarea el hecho de que los godos tuviesen una necesidad tan desesperada de medicina de cualquier clase y de cualquiera que la practicase. Otro factor positivo era que había una cantidad enorme de cosas que hacer.

Edico había asumido la responsabilidad de la salud en toda la ciudad de carromatos y le había ido bastante bien, teniendo en cuenta las considerables dificultades. Había creado un hospital usando como modelo el de Noviduno. Luego había reclutado la mayor cantidad de ayudantes posible: una variedad de ex médicos del ejército romano, curanderas y comadronas godas, magos y hechiceros de apariencia dudosa, y simples charlatanes. Les había dado enérgicas conferencias sobre la importancia de la higiene e insistía en que había que excavar pozos para proveerse de agua potable. Internaba a los enfermos infecciosos en el hospital y los sometía a cuarentena junto con sus cuidadores. Su principal defecto era que dedicaba mayor atención a los heridos en batalla que a los enfermos del campamento. Ello se debía en parte a sus propios antecedentes. Los godos nobles se educan siempre como guerreros y, aun cuando había optado por ejercer la medicina, no podía renunciar a su creencia en la nobleza de la guerra, y en parte a su formación: Noviduno era, después de todo, un hospital militar. No lo había preparado muy bien para ser un médico del Estado en una gran ciudad, en lo que se había convertido sin duda la aglomeración de carromatos. Los godos la llamaban Carragines usando el término latino, «los carromatos». Mi primera impresión no me había engañado. Era una ciudad vasta y hacinada. Además era muy sucia y el peligro aumentaba día tras día.

El principal problema era el sanitario. Edico había señalado sin rodeos la necesidad de excavar pozos, pero ignoraba totalmente la necesidad de construir un sistema de cloacas. Las medidas adoptadas eran ineficaces. Los godos se habían limitado a abrir letrinas, una por cada diez familias, entre los carromatos. Tal sistema habría servido provisionalmente para un campamento o para una aldea pequeña. Para una ciudad con decenas de miles de habitantes, resultaba ineficaz. Sólo el tiempo frío había evitado que las letrinas contaminasen las aguas locales. A pesar de este hecho, la disentería, la diarrea, la hidropesía y la enteritis con fiebre eran muy frecuentes. En aquel momento era mayor el número de personas que morían de estos males que el de soldados muertos en lucha con los romanos. Por otra parte, lo cierto era que las víctimas fatales eran casi todas niños, lo cual no disminuía la capacidad bélica de los godos. Me producía horror pensar en las condiciones del campamento cuando llegase el verano.

Pero los godos no eran como los romanos. Nunca habían tenido cloacas y no comprendían la necesidad de construirlas. Les parecía que preocuparse por esas cosas era propio de afeminados, de sirvientes, de esclavos. Edico sólo pareció confundido cuando le advertí que, a menos que se hiciese algo inmediatamente, el campamento sería una trampa mortal al llegar el verano. Desde luego, yo figuraba también en su confusión. Cuando aparecí por primera vez en el hospital vestida de mujer no podía dejar de mirarme, para luego ruborizarse y apartar la vista. Yo continuaba usando mi capa replegada en los hombros para que no entorpeciese mis movimientos y llevaba atada con un cordón entre los pechos la parte superior de mi túnica, pues era muy holgada y a lo mejor echaba de menos el sostén del corsé. Supongo que para él el cambio de mi silueta tuvo que ser asombroso. Finalmente, le dije que suprimiese el «señora Caris» y cerrase los ojos. En el arte yo era su maestro y mis conocimientos no habían cambiado. Aun en estas circunstancias pasó una semana antes de que me hablase con sensatez, pero yo no tenía tiempo para esperar a que cambiase de actitud. Comenzaba a hacer calor y tan pronto como el suelo dejase de estar congelado, el problema de la falta de cloacas sería gravísimo. El primer día abandoné el hospital y pedí una audiencia con Fritigerno.

Me hicieron pasar a la sala de audiencias con bastante rapidez. Aquel día él estaba solo. Me miró con curiosidad y elogió mi aspecto. No respondí nada y fui directamente al asunto que me había traído hasta allí. Le comuniqué que en aquel momento morían numerosas personas y que por culpa de las letrinas morirían centenares más cuando llegase el tiempo caluroso. Me miró sorprendido y tuve que explicarme, citando a Hipócrates y a Erasístrato, y destaqué el ejemplo de las ciudades romanas, cuyas cloacas públicas están destinadas a evitar el problema. Fritigerno se inquietó y me pidió mi opinión sobre lo que convenía hacer.

—Haz construir inmediatamente un sistema público de cloacas —dije—. O bien un acueducto. Pero sería más sencillo construir cloacas; incluso habría menos peligro de que los romanos las destruyeran.

Fritigerno frunció el ceño. Replicó que, antes de construir uno nuevo, esperaría para ver si el sistema existente funcionaba. Le señalé que había pruebas de sobra de su ineficacia. En su opinión, no obstante, no correspondía a las mujeres tomar decisiones sobre esos asuntos.

—Excelencia —le dije—. Te tomaste bastante trabajo para obtener mis servicios y asegurarte de que no tuviese motivos para volver junto a los romanos. Bien puedes escucharme ahora que me tienes aquí. Tal vez no corresponda a una mujer estudiar medicina, pero yo la aprendí y lo que digo es verdad.

—¡Esperaba que trabajases asistiendo a los enfermos, no para que me digas que necesitas enormes cloacas públicas! —replicó Fritigerno con vehemencia—. La construcción de un sistema de cloacas para toda la ciudad exigirá centenares de obreros. Esto es caro, y ni siquiera sé cómo se construyen esas cosas, como tampoco lo sabe nadie aquí, a menos que tu sabiduría lo haya aprendido, además de la medicina.

En la escuela de medicina de Alejandría no se había incluido el estudio de la construcción de cloacas públicas, pero yo sabía que los godos tenían gran cantidad de prisioneros romanos. Sugerí a Fritigerno que buscase algunos que tuviesen tales conocimientos y les ofreciera su libertad y una buena suma de dinero para diseñar un sistema para Carragines. Con seguridad aceptarían sin vacilar semejante oferta. No era como si se les pidiese levantar fortificaciones o hacer nada que pudiese considerarse como traición entre las autoridades romanas. Además, en el caso de una epidemia los esclavos serían los más expuestos.

—¡No puedo liberar a prisioneros ajenos! —dijo Fritigerno—. La mitad de los conflictos que debo arbitrar tienen que ver con los esclavos. No puedo defender la ley para luego apoderarme de alguien que es propiedad ajena. No, no vale la pena. Vosotros los griegos sois fanáticos en materia de higiene. Tal vez la falta de cloacas os cause enfermedades. Nosotros los godos somos más resistentes. No nos bañamos y nunca nos ha hecho daño, ni tampoco nos hará daño esto.

Tuve que morderme la lengua para no calificarlo como un bárbaro apestoso e ignorante.

—Excelencia, tenemos aquí un problema de agua contaminada, no de baños. Está matando ya a muchos. Esta mañana había varios niños muertos. ¿Cuántos tienen que morir antes de que admitas que existe un problema?

—Exageras —contestó Fritigerno con frialdad—. Los niños mueren por muchas causas. No puedo ordenar a mis hombres que dejen sus incursiones para excavar zanjas por las opiniones de una médica griega.

—¡No se trata de mi opinión! ¡Las más grandes autoridades médicas dicen que las aguas contaminadas causan enfermedades! ¡Se supone que un médico del Estado romano debe proteger la salud pública!

—Tú no eres médica del Estado romano —señaló bruscamente Fritigerno—. ¡Vamos, vuelve al hospital y cura a los enfermos!

Lo miré con furia y, al ver que no conseguiría nada, me incliné de mala gana.

—Si no puedes ayudarme —dije amargamente—, Edico me dice que carece de una gran variedad de medicamentos. ¿Puedes, prudente señor, disponer que algunos de los grupos de saqueo los consiga? Podría dibujar algunas de las hierbas que necesitamos con mayor urgencia.

—Edico clama por medicamentos desde que llegó. Pero a mis hombres no les interesa buscar raíces y arrancar moras durante sus saqueos. Tendrás que arreglarte con lo que hay.

Apreté los dientes.

—¡Muy bien! —grité—. ¡Si no puedes mandar sobre tus hombres y obligarlos a excavar y a buscar medicamentos, tendré que dirigirme a alguien que sepa gobernar mejor!

Fritigerno se ruborizó y se levantó de un salto.

—¿Qué quieres decir?

—Que hablaré con tu mujer. ¡Nobilísimo Fritigerno, salud!

Con otra reverencia me retiré, esperando que Amalberga me escuchase.

La bendita mujer me escuchó. Fui a verla inmediatamente, le expliqué la urgencia de las cloacas y comprendió en seguida. Había notado que muchas personas sufrían de males relacionados con el estómago, pero no conocía la causa.

—¿Y los causa realmente esto? —preguntó—. ¿Las letrinas? Yo creía que era el aire, o el agua.

—Es el agua —le dije, y cité a mis autoridades médicas hasta que levantó una mano y me pidió que no continuase.

—No has perdido el tiempo ¿eh? —soltó con una sonrisa.

Me encogí de hombros.

—El problema necesita una solución urgente.

Sólo entonces descubrí que no obraba de forma diferente de cuando me suponían un eunuco. Desde luego, no había cambiado yo, sino lo que los otros sabían de mí. Sin embargo, lo que los demás saben de una persona tiene un gran poder y puede influir en ella hasta cambiarla. Y eso todavía podía ocurrir.

—Bien, entonces tendremos que construir cañerías —dijo Amalberga—. ¿Sabes cómo se hacen?

Le hablé del plan que había sugerido a Fritigerno y admití luego todas sus objeciones. Ella me miró con pesar.

—¿Ya has reñido con él? ¡Ay, querida! Espero que no lo hayas ofendido. Todo será más difícil si está enfadado.

—No cesaba de decir que no podía hacer cosas por culpa de sus hombres. Le he replicado que hablaría contigo porque tú sabías gobernarlos mejor que él.

Se quedó mirándome y luego soltó una carcajada como un gorgoteo.

—¡Por el amor de Dios! ¡Espero que no hubiese nadie más allí! ¿Era una audiencia privada? En ese caso, no importa. Lo consideraré como una broma privada. Después de todo, tengo que hacer algo, ¿no? Tiene que ser posible. ¿Qué necesitamos? Libertad y dinero para los hombres romanos capaces de diseñar el sistema, otros que excaven… creo que las mujeres y los esclavos domésticos pueden encargarse de esta parte. Los hombres nunca estarán dispuestos a excavar alcantarillas. Tendrías que haber hablado primero conmigo. A mi marido le interesa en primer lugar la guerra; en segundo lugar, las provisiones, y en tercer lugar, la administración de justicia. Estos pequeños problemas del campamento pertenecen al dominio de las mujeres.

Señalé que una epidemia grave no podría llamarse «pequeño problema del campamento».

Amalberga sonrió.

—Sí, pero en circunstancias normales… No estamos habituados a campamentos tan grandes, a ciudades tan grandes. Antes nunca habíamos necesitado obras como ésas. Ya sé, diré a mi marido que está fundando una gran ciudad, como las de Constantino y de Alejandro. Esto hará que muestre mayor interés por el problema.

—¿Fritigernópolis? —dije con ironía.

Amalberga se echó a reír.

—¿Sinceramente te parece un nombre más tonto que Adrianópolis? No, supongo que seguiremos llamándola Carragines; pero aunque tenga desagües, tampoco viviremos mucho tiempo aquí. Si nos acompaña la suerte, permitirán que nos establezcamos en tierras propias. Y si no… —Amalberga calló y no pudo menos de dirigir la mirada a su hijo que jugaba con un caballo de madera, sentado en el centro del cuarto—. Si no, tampoco sobrevivirá la ciudad. —Por un instante miró con intensa emoción al niño, como si la ciudad ardiese ya y él estuviese muerto. Con un suspiro añadió—: Pero esto no es lo esencial. ¿Qué más necesitamos para nuestras cloacas?

Amalberga habló con su marido; también habló con sus damas de honor, éstas a su vez lo hicieron con los suyos y se pudo comenzar la obra en menos de una semana. El verano había comenzado ya y estábamos en plena epidemia, pero logramos controlarla trabajando intensamente, imponiendo una cuarentena estricta y ordenando además que se hirviera el agua. De este modo y con grandes esfuerzos, completamos la red pocas semanas más tarde. Entonces, como era previsible, los problemas disminuyeron y los godos quedaron impresionados por mi sabiduría y la de Hipócrates.

Más aún, la reina convenció con su elocuencia a varios jefes godos para que mandasen a sus hombres a buscar hierbas medicinales cuando hacían sus incursiones, de tal manera que pronto tuvimos una provisión satisfactoria aunque caprichosa de hierbas esenciales, como mandragora y eléboro; pero seguíamos sin opio. Edico estaba sorprendido.

—Hace meses que trato de encontrar a alguien que las busque —me dijo. Habíamos vuelto a trabajar bien juntos durante la epidemia—. No sé cuántas veces le hablé de eso a Fritigerno.

—Tratándose de asuntos como ése —expliqué muy satisfecha—, simplemente déjame hablar con Amalberga. Has de confiar en la superioridad natural de las mujeres.

Edico hizo un gesto desdeñoso.

—Me alegro de que no se trate de «mujeres» en plural, sino sólo de ti y de Amalberga. De otro modo, los hombres estaríamos cuidando la casa y los niños y las mujeres dirigirían el mundo.

—No podríamos permitirlo —le dije—. Con la forma en que gobernáis el mundo, mal podríamos confiaros nuestros niños. Sería el fin de la raza humana.

—Creo que me gustabas más como eunuco —soltó Edico, y yo reí.

Toda la primavera trabajé sin tregua asistiendo a los enfermos de Carragines. Encomendé a Edico la mayoría de los heridos. Esto se debía en parte a que él era el médico jefe y trataba a todos los pacientes de mayor prestigio, y en parte a que se consideraba que las mujeres y los niños eran pacientes más apropiados para una mujer, y por último, a que yo no quería asistir a los heridos. No me gustaba curar a hombres que cuando mejorasen pudiesen salir a matar a más gente de mi país. No me importaba socorrer a las mujeres, niños, esclavos, viejos y débiles, aunque perteneciesen al enemigo. Me había ya habituado a mi papel de médica y no pensaba tanto en escapar. Pasadas las dos primeras semanas, mi capa y mi calzado dejaron de desaparecer todas las noches, y habría podido abandonar el campamento sin ser vista, sólo que… ¿adonde ir? Salices no quedaba lejos, pero, con la huida de los esclavos romanos de los godos y la de los esclavos godos de los romanos, las noticias se propagaban con rapidez en Tracia. Pensaba que en aquel momento todas las tropas en Escitia tenían que saber que Caritón de Éfeso era en realidad Caris, hija de Teodoro, algo que no había revelado a los godos. Dependía de lo que hubiese descubierto Atanarico y a quiénes lo hubiera comunicado. Esperaba que no hubiera descubierto nada, o que hubiese callado, pues no quería que el señor Fritigerno se enterase de que el gobernador de Escitia era mi hermano. Bastante me desagradaba ya ser una prisionera para además convertirme en rehén. No creía que el rey me perjudicase, pero podría amenazar a Torión, y aunque tal amenaza no se materializase, el resultado sólo traería peores consecuencias.

Empecé a sentirme a mis anchas entre las damas de honor de Amalberga y con mis ayudantes en el hospital, así como con unos pocos pacientes, pero eran demasiado numerosos para llegar a conocerlos bien. Todo el tiempo tenía que hablar el idioma gótico e hice progresos. Al cabo de aproximadamente un mes lo hablaba incluso con Amalberga y Edico. Echaba de menos a mis amigos y pensaba en ellos cuando tenía tiempo, pero no podía comunicarme con ellos y tenía tanto que hacer que el mundo exterior comenzó a parecerme irreal. Tuve algunas noticias de Sebastián. Los godos no cesaban de hablar de lo que estaban haciendo los jefes militares romanos. La verdad es que no hacían tanto, salvo esperar refuerzos.

Pensaba a menudo en Atanarico y me preguntaba qué había descubierto y dónde estaba en aquel momento. No podía reprimir mi deseo de verlo ahora que aparecía como mujer. Si bien temía que me encontrase monstruosa, o, lo que era peor, que intentase tratarme como a una dama desconocida, aun así quería verlo y decirle: «Mira, esto es lo que soy, o quizá ya lo habías descubierto. ¿Te gusto así?». No había noticias de él. Tanto Amalberga como Fritigerno querían verlo y saber dónde estaba. El entusiasmo inicial del saqueo y la venganza había pasado y los godos querían negociar una tregua con el imperio, esperando que Atanarico fuese su negociador. Sin embargo, parecía que el imperio no quería entrar en negociaciones mientras no tuviera suficientes fuerzas desplegadas para aplastar a los godos. También en Carragines aguardábamos refuerzos, y por mi parte estaba tan ocupada que no me hacía demasiadas preguntas sobre mi persona y mi futuro.

Una hermosa mañana de mayo, cuando estaba examinando a nuevos pacientes fuera del hospital, se me aproximó Edico y me dijo que tenía que hablar conmigo. Un grupo numeroso de enfermos esperaba mi asistencia, de modo que pregunté a Edico si se trataba de algo urgente. Negó con la cabeza sin levantar la vista.

—Entonces, podemos conversar durante la comida —dije, y volví a mis pacientes. Edico se quedó mirándome un minuto o más con expresión de malestar y se alejó.

Durante la comida, en el depósito de medicamentos del hospital, supuse que abordaría inmediatamente el asunto que le preocupaba, pero me equivoqué. Permaneció sentado allí masticando tranquilamente su pan con salchicha y evitando mi mirada hasta que le pedí que hablase. Se avergonzó aún más.

—¿Eres virgen? —me preguntó por fin.

Lo miré atónita y me pregunté si Edico acaso había contraído una enfermedad sexual terrible.

—Sí —respondí al cabo de una pausa—. Pero he leído lo que dice Hipócrates sobre la sexualidad. ¿Por qué?

Alzó la vista al oír mi respuesta y luego volvió a bajarla.

—Perdona —dijo—. Sólo que no estaba seguro. El rey Fritigerno quiere que me case contigo y yo he accedido, siempre que seas virgen. No podría casarme con la mujer de otro, aunque fueses tú.

Me quedé muda, mirando a Edico con la boca abierta.

—¿Naciste libre? —me preguntó esperanzado, al cabo de otro minuto.

Sentí que me ruborizaba.

—Es mucho lo que pide de ti Fritigerno, ¿no? —solté sin responder a su pregunta—. Casarse con una extranjera de dudosa reputación y de padres desconocidos… Y tú también eres de buena familia. ¿Qué pensará?

Edico se encogió de hombros.

—Mi tía no se opondrá y mi padre murió. Mi madre no opina. Y de todos modos no tendrás que vivir con ella.

—¡Bien, bien! Y estoy segura de que el rey pondrá la dote, ¿no? ¿Una dote enorme, para compensar tu sacrificio?

—Pues… sí. —Edico mordió un pedazo más de pan—. Muy grande. Pero en realidad no sería tanto sacrificio. Eres atractiva y una excelente médica.

—Me alegra muchísimo tu opinión. Pero comunícale a Fritigerno que, antes de jugar a casamentero otra vez, verifique si la novia está de acuerdo con sus planes. —Edico me miró otra vez, comprobó que estaba furiosa y se quedó sorprendido—. No me casaré contigo, ¿comprendes? Y ya está; qué alivio, ¿no?

Edico tragó saliva y frunció el ceño.

—¿Por qué no? —preguntó—. ¿Tienes alguna objeción a mi persona?

Me mordí los labios para no decir nada.

—Eres mucho mejor que el último hombre que me propuso matrimonio —respondí por fin—. Pero yo no quiero casarme contigo y tú tampoco conmigo, y lo que realmente no veo es qué tiene que ver Fritigerno con todo esto. ¿Por qué se le ocurrió tan de repente?

—Considera que eres una médica muy hábil y quiere retenerte aquí. ¿Qué quieres decir con «el hombre que me propuso matrimonio»? Acabas de decir que…

—No me casé con él. Huí a Alejandría para alejarme de él. Y volveré a huir si es necesario. ¿Por qué, en nombre de todos los dioses, aceptaste una propuesta tan absurda?

Pareció ofenderse.

—No tiene nada de absurdo. Somos colegas, soy un caballero, y el rey quiere adoptarte como ciudadana nuestra. No hay nada más natural.

—¡Ay, por la gran Artemis! Somos colegas; dejémoslo aquí. ¿Acaso crees que voy a convertirme en esposa de un godo para dedicarme a cuidar de tu casa y parir tus hijos, añadiendo algo de tareas de comadrona? ¡Sé mucho más de medicina que tú!

Edico no respondió a esto.

—Tendremos esclavos para que se ocupen de la casa.

—¡Di la verdad! No puedes mirarme de frente y decirme que en verdad quieres a una mujer que te enseñó tu oficio y te dio órdenes durante dos años, y a la que suponías hombre. Lo que tú necesitas es una bonita muchacha goda, unos cuantos años menor que tú, que cuide de tu casa y admire tu inteligencia.

No me miró a los ojos ni respondió. Callado, miraba el suelo.

—Vuelve a ver al rey y dile que este matrimonio no tendrá efecto.

—Muy bien. Pero ¿qué objeciones tienes?

—No quiero casarme. Amo mi independencia. Si esto no alcanza a satisfacerlo, miéntele. Dile que era prostituta de un lupanar en la calle del mercado de Éfeso, o lo que prefieras, si sirve para salvarte. En esta unión los dos seríamos desgraciados.

—Le diré la verdad —dijo Edico, y se levantó—. Tienes razón.

Cuando se retiró, su expresión era de alivio. Permanecí sentada unos instantes, tratando de calmarme. Tenía aún mi trozo de pan con salchicha, pero fui incapaz de comerlo. Estaba demasiado asustada y, ahora que Edico se había retirado, sentía temor, no sólo enfado. Fritigerno no me confiaría al cuidado de Amalberga y al amor a mi oficio. Quería encadenarme firmemente bajo el control de uno de sus hombres. Casada, y sin duda embarazada poco después, tendría hijos godos. Me habían despojado del nombre de Caritón y querían quitarme también el de Caris, convertirme en la mujer de Edico. Podría salvar mi arte, pero así me perdería, me perdería para siempre. Edico no lo complacería. ¿Buscaría Fritigerno otro candidato?

—No lo aceptaré —dije en voz alta para cobrar ánimo.

Me dirigí al depósito de medicamentos, que olía a hiedra, y arrojé mi trozo de pan y mi salchicha a uno de los perros del campamento. Frente al hospital esperaba otro grupo de enfermos para ser atendidos: ancianos fatigados y mujeres gastadas aferrando bebés enfermos o apaciguando a sus niños llorosos y con fiebre. Me limpié las manos con la túnica y les indiqué que entrasen.

No sé qué le dijo Edico a Fritigerno, pero aquella noche Amalberga me llamó a sus habitaciones y abordó el asunto.

—Mi marido quiere que te establezcas en tu propia casa —me dijo.

—Querrás decir que quiere entregarme a un marido godo que pueda mantenerme bajo su control y me vigile para que no huya. ¿Qué ha sucedido? ¿Llegaron los refuerzos romanos?

Amalberga se estremeció bajo mi ataque y asintió con un gesto melancólico.

—Varias legiones llegadas de Armenia marchan desde Constantinopla. Y, según los rumores, también avanzan desde la Galia.

—Y por ello Fritigerno quiere atarme a los godos antes de que lleguen. Bien, dile que es más probable que quiera quedarme si soy libre que si me somete a un matrimonio no deseado por mí.

Amalberga suspiró.

—Pensé que Edico era un buen candidato. Ambos sois buenos médicos, él respeta tu experiencia y te dejaría trabajar en paz.

La miré con incredulidad.

—¿Conque fue idea tuya?

Amalberga hizo un gesto afirmativo.

—Mi marido dijo que quería casarte con uno de sus hombres y yo propuse a tu colega. Tendrás que casarte con alguien, querida. Bien puede ser Edico.

—¡No me casaré con nadie! Juro por la gloriosa Trinidad que si me empujan a la cama de algún hombre, aprovecharé la primera ocasión para huir. No podréis confiar en mí y mi utilidad para vosotros habrá terminado.

—Tú no harías daño a tus pacientes —replicó Amalberga.

—Quizá me negara a recibirlos. Puedes hacer trabajar a un caballo de tiro cubriéndole los ojos y pegándole, pero uno de carreras no correrá si machacas su voluntad.

Amalberga me miró con atención.

—¿Por qué tiene tanta importancia si de todos modos te quedarás aquí? El matrimonio no es tan malo. ¿O acaso lo que temes es casarte con un godo?

Estaba a punto de mentirle, pero decidí decir la verdad. En el caso de ella, era siempre lo mejor.

—No quiero casarme con nadie y en particular no quiero casarme con un godo. ¡Soy una romana de Éfeso, formada en el museo de Alejandría! No soy esclava de nadie. No vine aquí por mi propia voluntad: vosotros me tomasteis prisionera. Bien, aquí estoy y me he adaptado en lo posible… y te he prestado algunos servicios, como sabes. Dijiste que lamentabas la injusticia anterior. No la empeores obligándome a casarme.

—¿Hay algún otro hombre? —me preguntó.

—¡Los otros hombres no tienen nada que ver! No te pertenezco ni tampoco a Fritigerno para que dispongáis de mí, y no seré propiedad de otros…

Amalberga suspiró y levantó una mano para apaciguarme.

—Es tarde —dijo—. Dejemos la cuestión por ahora. Y te prometo no obligarte a un matrimonio que no quieras. Con todo, creo que debes casarte, y pronto, con alguien que te respete. De lo contrario, mi marido te endosará uno de sus compañeros a quien no le interese lo más mínimo la medicina.

—Entonces escaparé —respondí—. Escucha, antes yo estaba resignada a quedarme aquí. Entre los romanos no hay nada ni nadie que me espere. Hasta estaría dispuesta a jurarlo, si Fritigerno cree que poder practicar la medicina no es una atadura suficiente. Pero no me casaré por orden vuestra. Cualquier hombre que elijáis tendrá que violarme, y no respondo por lo que pueda hacer yo después.

Una vez más Amalberga suspiró.

—Hablaré con mi marido —dijo—. Y luego veremos qué hacen los romanos.

Las legiones romanas de Armenia entraron por el sur de Tracia, marchando desde Constantinopla, tuvieron numerosos choques violentos con fuerzas godas en las provincias del sur y forzaron a los grupos de saqueo a retroceder hacia el norte. Sin embargo, no tenían ni mucho menos fuerzas suficientes para luchar con todo el ejército godo, de modo que se detuvieron en Adrianópolis y esperaron los refuerzos del oeste. Esas fuerzas tardaron mucho en llegar. Toda la frontera del Rin y del Danubio estaba desorganizada. No había un solo punto a lo largo de la misma donde no hubiese habido guerra en algún momento de los últimos quince años, por lo que era difícil reclutar tropas de cualquier provincia sin exponer a éstas a grandes riesgos. Las fuerzas militares de Panonia y las transalpinas llegaron a principios del verano, pero su jefe estaba inmovilizado por la gota, o al menos eso decía, y al llegar no hicieron nada. Se suponía que debían llegar fuerzas de la Galia, pero no parecían tener prisa y la mitad de ellas desertaron para no abandonar su provincia natal. Fritigerno convocó a los grupos de saqueo y esperó.

Permanecí en Carragines. No se hablaba ya de matrimonio y estaba muy ocupada. Aun con las cloacas, las condiciones de suciedad y hacinamiento de la población causaban enfermedades. En especial, muchos de los esclavos romanos estaban enfermos. Estar recluidos los había mantenido a menudo encadenados, en chozas sucias y hacinadas donde contraían toda clase de males, desde infecciones en las heridas hasta fiebre tifoidea. Requerían atención y estaba contenta de poder proporcionársela, de hacer algo por mi propio pueblo, aun entre los bárbaros.

Hasta que un día, en julio, tuve que presentarme ante el rey.

Estaba por realizar una operación muy delicada, una cesárea. Filón me había enseñado una técnica usada entre los judíos alejandrinos, en la que sobrevivían la mitad de las mujeres. Yo consideraba que brindaba el máximo de probabilidades de salvar a la paciente. Cuando me llamaron, hacía dos días que estaba de parto, pero el bebé parecía estar atravesado en el útero y la madre no podía hacer nada. Ordené a mi ayudante hervir agua en cantidad, así como vendas, me lavé las manos, herví mis cuchillos, luego lavé el abdomen de la mujer con una solución de limpieza y la aseguré con ataduras. Y entonces el maldito emisario de Fritigerno llamó a la puerta y anunció que el rey quería verme.

Fui a la puerta y dije:

—Iré cuando haya terminado aquí. —El hombre era uno de los «compañeros» de Fritigerno, un destacado guerrero.

—El rey quiere verte ahora mismo —repitió con tono de reproche.

—Esta mujer ha esperado nueve meses y dos días —declaré—. El rey puede esperar una hora. Vete.

Detrás de mí la mujer tuvo otra contracción y gritó. Le había dado mandrágora, pero no pudo retenerla. Habría dado toda la ropa que tenía por un poco de cáñamo indio.

El compañero de Fritigerno titubeó.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.

—Sacándole un niño de la barriga —respondí, y cerré la puerta.

No intentó entrar. Volví a lavarme las manos y realicé la operación con la mayor rapidez y limpieza. Luego entregué el bebé a la comadrona y cosí la herida de la mujer. Permanecía tendida y las lágrimas de angustia le corrían por el rostro mientras gemía. En realidad era un buen síntoma. Estaba viva y tenía fuerzas suficientes para gemir. El bebé parecía muerto cuando lo saqué, pero mientras vendaba el vientre de la madre lo oí llorar. La mujer lo oyó también y dejó de gemir, abriendo los ojos con asombro.

La comadrona rio a su vez, llena de gozo, y llevó el niño a su madre.

—¡Tienes un hijo!

—¡Oh! —respondió ésta, y extendió los brazos para coger al niño.

Claro está que el bebé estaba enrojecido y con hematomas visibles, pero vivía. Se aferró a la madre y ella lo apretó contra sí, sufriendo aún dolores terribles, pero con un llanto que ahora era de agotamiento y de alivio. Al saber que no había sufrido en vano, tenía más probabilidades de vivir. Por mi parte, tuve una sensación, a veces presente en el ejercicio del arte de curar, de haber recibido de Dios el don de presenciar un milagro.

Me quité el delantal y me lavé las manos, dando al mismo tiempo a la familia de la mujer estrictas instrucciones sobre higiene y amenazando con consecuencias terribles si usaban agua sin hervir o colocaban sucios amuletos en la herida. Por fin me recogí las faldas y corrí a la casa de Fritigerno. A los reyes no les agrada esperar.

Llegué con la ropa en desorden y sin aliento y los guardias me dejaron pasar inmediatamente a la sala de audiencias. Estaba llena de gente. Fritigerno, su compañero Alavivo y Colias, antiguo jefe de las tropas federadas de Adrianópolis, ocupaban todos sus triclinios sobre una plataforma, rodeados por el círculo de sus colaboradores. Colias decía algo sobre las legiones romanas. Amalberga estaba de pie detrás de la plataforma y cuando entré levantó la vista para saludarme con un gesto. En el centro de la sala había otro hombre, con los pies sobre el sol del mosaico del zodíaco. Me daba la espalda, pero aun así el pelo castaño y el ángulo arrogante de la cabeza me resultaron familiares al instante. Todavía no lo había identificado, cuando los ayudantes golpearon el suelo con la punta de sus lanzas para anunciar mi entrada y entonces comprobé que era Atanarico.

Me detuve abruptamente y lo miré. Hacía cerca de un año que no lo veía y supuse siempre que el tiempo y las calamidades del Estado habían sofocado mi pasión, pero cuando nuestras miradas se encontraron no pude moverme ni hablar y fue como si el resto de la sala hubiese desaparecido. Entonces pensé tonta y absurdamente que mi aspecto debía de ser un espectáculo, con mi pelo bastante corto todavía escapando de las horquillas, la capa caída de un hombro por la carga de mi bolsa de médico, sangre en los brazos y probablemente también en la cara. Atanarico me miraba con una expresión extraña, de placer, alivio, curiosidad satisfecha. Advertí que Colias había callado.

—Aquí está la dama —dijo Fritigerno—. Como veis, está sana y salva. ¿Discutimos ahora lo que aceptarían vuestros jefes por una tregua?

Atanarico se volvió hacia la plataforma.

—Os he dicho ya que carezco de autoridad para discutir nada, que me han destinado a otro lugar, que he abandonado mis obligaciones para venir aquí, y que de todos modos en la corte nadie me escuchará. Olvidad la tregua. No os la concederán y todo lo que insistís en contarme desde que he llegado es totalmente irrelevante. He venido aquí, como he dicho, a acordar un rescate por esta dama en nombre de sus amigos.

—¿Qué amigos? —preguntó Alavivo.

—El duque Sebastián y la familia de ella —dijo Atanarico sin vacilar—. La suma es de cien libras en oro.

—¿Cuál es la familia de la señora? —preguntó Fritigerno, mirándome.

—No puedo revelarlo —respondió Atanarico—. De Éfeso, gente destacada.

—Cien libras de oro es una cantidad muy respetable —comentó Colias sonriendo—. Yo vendería a cualquiera de mis prisioneros por esa cantidad, Fritigerno.

Fritigerno negó con la cabeza.

—Vale más que eso. Ha salvado un número de vidas mayor que ése desde que llegó. No.

—Doscientas libras —dijo Atanarico.

Los ojos de Fritigerno se entrecerraron. Volvió a negar con la cabeza.

—Necesito médicos más que oro. Tenemos mucho oro, pero no médicos.

—Cuatrocientas libras.

Murmullos. Colias dejó escapar un silbido. Yo seguía inmóvil, como una esclava en el mercado, preguntándome hasta dónde tendría que llegar Atanarico, sin saber si debía sentirme halagada o consternada.

—¿Por qué está interesado el duque Sebastián? —preguntó Fritigerno en tono suspicaz.

Atanarico me miró y se encogió de hombros como si se disculpase.

—Fue el jefe de esta mujer cuando se creía que era hombre y se siente responsable de su cautiverio.

Se oyeron risas.

—Fue un tonto al no advertir a quién mandaba —comentó Alavivo.

—Es más fácil conocer el sexo de un prisionero al que puedes obligar a hacer lo que quieres que el de un ser libre empeñado en ocultarlo —soltó Atanarico con tono cortante—. La señora Caris era una persona libre entre los romanos. Era libre cuando asistió a la esposa de Fritigerno y cuando trató de ayudar a tu pueblo contra Lupicino. Ahora estamos discutiendo qué rescate aceptaréis por una mujer que fue huésped y amiga vuestra, a la que deberíais liberar sin exigir dinero por ella. Sus amigos ofrecen cuatrocientas libras en oro.

Fritigerno me dirigió aquella mirada indescifrable que yo había llegado a detestar y a temer.

—Es evidentemente de alto rango, para que su familia y el duque ofrezcan cuatrocientas libras en oro para ponerla en libertad. Señora Caris, ¿quién es tu familia?

Apreté las manos entrelazadas.

—Si ellos no quieren daros su nombre, ¿quién soy yo para delatarlos?

Los ojos claros siguieron fijos en mí unos instantes más y se fijaron luego en Atanarico. Al cabo de un pausa, Fritigerno meneó de nuevo la cabeza en sentido negativo.

—No es suficiente —dijo.

—¿Cuatrocientas libras son insuficientes por una sola mujer? —preguntó Colias con un tono que evidenciaba su incredulidad—. Ese dinero nos sería muy útil. ¡Acéptalo, por favor!

—¿Para qué necesitamos dinero? —insistió Fritigerno—. Ningún romano comercia con nosotros y con el oro no compramos nada. Nuestra única moneda es la espada. Y ella es mi prisionera, no la vuestra.

—Seiscientas libras en oro —dijo Atanarico, pero advertí que estaba sudando.

—¡Deben de ser los dueños de Éfeso! —comentó Colias.

Inesperadamente, Fritigerno frunció el ceño.

—Teodoro —dijo—. El gobernador. Tenía una hermana…

—¡Que tenía que casarse con Festino! —terminó diciendo Colias. Todos en la sala comenzaron a hablar a la vez.

—¡Hay muchas familias ricas en Asia! —protestó Atanarico, pero el bullicio ahogó sus palabras.

La nuestra era la única familia asiática realmente rica que habían oído mencionar los godos, y que una hija de la casa estuviese ausente era para ellos una prueba incontrovertible. Estiraban el cuello para observarme: la discutida hija de Teodoro que había plantado a Festino con sus guirnaldas nupciales.

Fritigerno miró a Atanarico y sonrió.

—No voy a liberarla —dijo.

Entonces comprendí que lo que había sentido antes era placer, no desesperación. Pero en aquel preciso instante era este último sentimiento el que me embargaba.

—¡Mil libras en oro! —gritó Atanarico—. ¡No puedo ofrecer más!

Estaba segura de que no podía. Para reunir esa suma, Teodoro tendría que haberse endeudado mucho.

—El excelentísimo Teodoro puede quedarse con ellas —dijo Fritigerno—. El diablo de Festino perdió a su novia y la tendrá uno de mis hombres.

—¡No! —exclamé.

—No seas ridículo —le replicó Atanarico—. ¿Crees que Teodoro va a casarla con Festino? ¡Lo odia tanto como tú! —Aquí calló, mordiéndose la lengua por haber admitido que Fritigerno no se equivocaba.

Fritigerno no prestó atención. De todos modos tenía la certeza de no equivocarse.

—Entonces, ¿con quién quiere casarla? —preguntó Fritigerno—. ¿Con el duque Sebastián? —Observaba detenidamente a Atanarico y luego hizo un gesto de afirmación con la cabeza—. No entregaré esta mujer a ninguno de mis enemigos.

—Lo que dices es más ridículo aún —dije—. Sebastián es un caballero de altísimo rango. Puede elegir algo mucho mejor que una médica del ejército cuya dote se ha gastado en un rescate.

Atanarico me miró rápidamente y apartó la vista. Fritigerno sonrió.

—No importa. Sebastián, o Festino, u otro. La dama ya no se casará con un romano. La novia de Festino se casará con uno de mis hombres y envejecerá entre nosotros, un vivo reproche para los romanos. Vale la pena perder así mil libras en oro.

Los godos, incluido Colias, lanzaron vivas. Atanarico palideció y permaneció inmóvil, aferrando el pomo de su espada. Sentí que tenía que hacer algo, decir algo, antes de que todo quedase decidido. Me despacharían a la casa de algún noble godo para humillar más a Festino, Torión y Sebastián, y a nadie se le ocurriría que yo era objeto de una afrenta.

—¡Señor! —dije, y avancé lentamente hacia Fritigerno. Todos me miraban, los godos con una amplia sonrisa, como si fuese un actor de pésima calidad dispuesto a recitar torpemente su papel—. Señor —repetí, y no acerté a decir nada más. Me sentía mal—. Te he prestado algunos servicios —dije por fin—. Te presté ayuda a ti y a tu casa antes de comenzar esta guerra. Me pagaste haciéndome prisionera. Te expliqué cómo evitar una gran epidemia que te habría costado centenares, o miles de vidas entre tu gente, y quieres venderme como una esclava. ¡Jesús Eterno! Sería más honroso para ti devolverme a mi familia sin pedir rescate.

—No pienso venderte como una esclava —dijo Fritigerno—. Te daré una posición honorable como esposa de un noble.

—No la aceptaré —respondí lacónicamente, y luego, quizá porque todos me miraban como si fuese un actor en una comedia, proseguí—: Había un médico en Noviduno que intentó tomarme con violencia. Lo maté con su propio puñal. Le haré lo mismo a cualquiera que lo intente, y si no tiene puñal, conozco mil medicamentos igualmente eficaces. No niego que soy la hija de Teodoro de Éfeso, pero no veo en qué cambia eso tus obligaciones hacia tu huésped y amigo o en relación con la deuda que tienes conmigo. Tampoco veo por qué ello significa que ya no soy dueña de mí misma y que es posible disponer de mí a tu antojo sólo para ofender a tu enemigo, como si mis propios deseos no valiesen nada.

Atanarico me dirigió una mirada de admiración y orgullo y me sentí mareada. Colias me concedía de mala gana su respeto. Fritigerno y sus compañeros parecían enfadados. Detrás de ellos, Amalberga estaba atónita. Vi que intentaba indicar algo a su marido y adiviné lo que quería decirle. «Déjalo por ahora, yo hablaré con Caris, pues nunca conseguirás nada gritándole». Para mí el peligro era ella, no Fritigerno. Sin embargo, acerca del matrimonio no creía que tuviera más éxito que su marido.

—¡Mujer osada y arrogante! —exclamó Fritigerno, cuando su mujer consiguió que él la mirase. Entonces titubeó.

Amalberga corrió a su lado y murmuró algo más. Fritigerno volvió a mirarme, mordiéndose el bigote. Después de nuevos suspiros de Amalberga golpeó su triclinio con el puño.

—Es imposible razonar frente al orgullo de una mujer, a menos que quien razone sea otra mujer. Declaro suspendida esta audiencia si mis colegas están de acuerdo. Primo Atanarico, no aceptaré rescate por mi prisionera. Si quieres considerar una tregua con nosotros, te invito a que te alojes aquí. De lo contrario, te pido que te retires del campamento al ponerse el sol mañana.

Todos empezaron a hablar otra vez a mi alrededor, pero sin dirigirse a mí. Colias bajó deprisa de la plataforma y se acercó a Atanarico. Los subordinados godos se movían de un lado a otro. Yo permanecía en el mismo lugar, indecisa, cuando Amalberga se aproximó y me cogió del brazo.

—Será mejor que vengas conmigo —dijo, mirando con aprensión a Atanarico, que se disponía a salir con sus hombres.

Él se giró y nuestras miradas se encontraron. Se encogió de hombros y yo me retiré con Amalberga.

Como presumía y como había prometido Fritigerno, me habló con vehemencia. Por supuesto, ella comprendía mis sentimientos, pero en realidad, ¿qué objeción ponía yo a casarme con un noble godo? Ella comprendía ahora por qué había rechazado a Edico. Sin duda, era de una categoría social muy inferior a la mía, pero buscaría ahora alguien realmente noble, que además estuviera romanizado. Estaba Munderich, su primo, que había viajado mucho antes de la guerra y había pasado un año en Constantinopla. Pensaba en casarse, y habría sido considerado un buen partido cuando yo vivía en casa de mi padre. ¿No veía cuánto le gustaba a la gente la idea de ser una de ellos?

—A mi no me gusta —contesté—. No quiero casarme con alguien cuyo pueblo esté en guerra con el mío. ¿Por qué no hablas con Fritigerno? ¿No ves que me debe la libertad? ¿Por qué no aprovechas la oportunidad de demostrar tu nobleza cediéndomela?

Llena de rubor, Amalberga bajó la vista y admitió que se me debía la libertad, pero nunca lo manifestaría, ni siquiera frente a mí, porque estaba segura de que su marido nunca me la concedería.

—No matarías a un hombre que se casara contigo, ¿verdad? —me preguntó.

—No, a cualquier hombre que me tome contra mi voluntad —respondí—. Lo he dicho en serio.

No estaba del todo segura de que fuese verdad. Una cosa es pronunciar discursos elocuentes y otra apuñalar o envenenar a un joven cuyo pecado ha sido la estupidez de no comprender una negativa. Además, aprovechar mi conocimiento del arte de curar para hacer daño a alguien era totalmente contrario a mi juramento hipocrático. Pero lo había dicho, y era inútil haberlo hecho a menos que convenciese a los godos de que era capaz de cumplir mi palabra.

Con aire resuelto afirmé:

—Además, es verdad lo que he contado sobre el hombre de Noviduno. Su nombre era Janto. Puedes preguntarle a Edico acerca de él.

Amalberga me miró con ojos escrutadores y suspiró.

—Querida, tienes que comprender que ahora no puedo dejarte ir. Aun cuando no te cases con alguien de nuestro pueblo, no podemos permitirnos el lujo de ponerte en libertad. Tal vez necesitemos ayuda de tu hermano.

La miré con atención.

—Consideras que debo casarme para que no puedan tomarme como rehén —dije—. Crees que necesito esa protección. ¿En verdad harías que me mataran o me torturaran para obtener alguna concesión de Teodoro?

Amalberga dejó de mirarme.

—Tal vez tengamos que venderte por grano en lugar de oro —dijo al cabo de una pausa—. No hay mucho alimento disponible al norte de los Hemimontos, y si los grupos de exploración y saqueo siguen inmóviles por más tiempo, comenzarán a faltarnos provisiones. En Tomi hay mucho grano, y el gobernador podría dárnoslo.

—¿Y si mi hermano no me comprase primero, me haríais daño, o amenazaríais con hacérmelo, para que accediera? ¿A pesar de la deuda de hospitalidad y de sangre que tenéis conmigo por haberos curado?

—Si la gente vuelve a sufrir hambre haremos cualquier cosa —contestó, mirándome sin pestañear—. A menos que estés casada y seas uno de los nuestros.

Me levanté. Necesitaba moverme para recobrar la calma. ¿Decía la verdad? ¿O trataba simplemente de asustarme para que obedeciese a su marido? No podía creer que Fritigerno llegase a hacerme ningún daño. Era su huésped. Además, les era útil, y por mi pericia solamente bien valía un par de centenares de libras en oro.

Por otra parte, el hambre es algo terrible. Nadie podía decir lo que haría o dejaría de hacer si pasara hambre.

Pero el día de pasar hambre estaba muy lejano, si acaso llegaba. Cuando arribara el invierno, los godos estarían tal vez totalmente derrotados, y yo podría estar muerta o libre. O los romanos podrían perder la próxima batalla, en cuyo caso los grupos de saqueadores podrían abastecer de alimentos en abundancia. Y quizá Torión no fuese gobernador durante mucho tiempo más y no tendría sentido retenerme como rehén si un desconocido estaba gobernando Escitia. No, no podía tomar en serio la amenaza.

—No me casaréis contra mi voluntad —declaré, volviéndome hacia Amalberga—. Si no me permitís volver a casa, dejad las cosas como están. Seguiré tratando a los enfermos con la mayor lealtad y no haré mal a nadie… siempre que me dejéis libre.

—Lo único que no puedo hacer es dejarte en libertad. Pero dejemos esa cuestión por ahora. Todavía podemos esperar.

Tenía muchas ganas de hablar con Atanarico para saber qué sucedía entre los romanos y cómo estaban mi familia y mis amigos. Mas cuando le pedí a Amalberga que fijase un encuentro, se negó, y advertí que tenían intenciones de aislarme, de separarme de cualquiera dispuesto a apoyarme en mi resolución. Aquella noche se llevaron mi capa y mis zapatos para impedir que huyera en la oscuridad, y a la mañana siguiente un guardia me acompañó al hospital y me dejaron bajo la vigilancia de Edico como cualquier prisionero. Edico estaba incómodo.

—No sabía que fueras una mujer de la nobleza. Lamento haberte ofendido, señora.

—¡Calla! —le solté con aspereza—. Mi familia está lejos de ser tan importante como todos parecen suponer. Sólo es rica. Lo único que me ofenderá es que insistas en hacerme vigilar todo el tiempo.

—El rey dijo que no podemos permitir que escapes —respondió con aire deprimido—. Lo lamento, pero debo asegurarme de que estés con alguien todo el tiempo.

Murmuré una maldición y me alejé a preparar unas medicinas. Sucedía lo que había previsto, pero no me gustaba. Llegó a vigilarme uno de los ayudantes y lo puse a trabajar rallando mandrágora. Me pregunté cómo terminaría todo aquello.

A media mañana fui a examinar a mi paciente de la cesárea, a la que atendía en su casa, y me acompañó la comadrona. Caminaba a buen paso, mirando con rabia la ciudad, y la comadrona corría para no quedarse rezagada. Exactamente frente a la casa de mi enferma estuve a punto de caer sobre Atanarico. Estaba sentado junto al pozo más próximo, afilando la espada, con todo el aspecto de un godo. Me detuve en forma abrupta y lo miré sorprendida. Él dirigió una rápida mirada al carro y agitó la cabeza. Capté lo que quería decir, fingí que sólo esperaba a la comadrona que se rezagaba y entré en el carro. Al parecer, la mujer se reponía. Su herida estaba inflamada, pero no demasiado. Si la mantenían limpia, era probable que viviese. Yo misma le cambié el vendaje, eché un nuevo sermón a la familia acerca de la higiene y por último envié a la comadrona en busca de un medicamento que supuestamente había olvidado. La mujer se fue y entonces yo fingí haber descubierto que llevaba el medicamento conmigo. Di una purga a mi paciente y me retiré sola. Atanarico me esperaba.

Corrí hacia él y me cogió de un brazo.

—¡Aquí! —dijo.

Me indicó un estrecho espacio bajo el carromato más próximo. Me metí dentro, y Atanarico me siguió. No nos veía nadie y estábamos lo más solos que era posible en aquella hacinada ciudad.

—¿Volverá la mujer? —me preguntó.

—La he enviado a buscar un medicamento —respondí—. Seguramente creerá que nos cruzamos cuando ella volvía y regresará al hospital. Tenemos cerca de media hora antes de que empiecen a buscarme.

Atanarico suspiró y se frotó la cara.

—¿Y te buscarán?

—Acaban de recibir órdenes de vigilarme para que no escape.

—Para eso no necesitan vigilarte —dijo Atanarico con amargura—. De todos modos no puedes escapar. Quiero decir, por ahora. Están aquí todos los grupos de saqueadores; la mitad de ellos me conocen y a ti te conocen todos. Nunca conseguiría sacarte de aquí. Pero necesitaba hablar contigo.

Sus ojos eran brillantes y preocupados en la semioscuridad bajo el carromato. Hablaba en un murmullo en su griego ágil y claro, para no llamar la atención. Yo tenía un nudo en la garganta y tragué saliva.

—Me alegro —susurré—. Necesito… Estoy muy sola aquí. ¿Cómo sabías dónde esperarme?

—El rey te mandó comparecer ayer poco después de llegar yo. El mensajero volvió diciendo que no podías ir porque estabas sacándole un niño a una mujer viva. La gente comenta un hecho como ése, de modo que presté atención hasta que me enteré de dónde era y esperé a que vinieras a visitar a tu paciente. Deduzco que sigue con vida.

—Sí —respondí—. El problema era dónde hacer la incisión. Amalberga dice que debo casarme con alguien para que no me tomen como rehén.

—No. No se atreverían a hacerte daño. Y tu hermano se retirará de Tomi este otoño, pues le han ofrecido una gobernación en Bitinia. De todos modos ya no les sirves como rehén. ¿Verdaderamente matarías a un godo que intentara casarse contigo?

—Probablemente no —respondí—. Pero quiero que lo crean. No quiero que nadie lo intente.

—Si consigues que te crean, seguramente estarás a salvo. No les preocupan los puñales, pero temen los venenos. Esta guerra no puede ser eterna y de algún modo lograremos liberarte.

Me había dicho a mí misma y a otros que no tenía nada a lo cual volver entre los romanos. Tampoco creía entonces que el corazón me latiría con tanta fuerza al pensar en escapar. Aunque quizás esto fuese sólo culpa de Atanarico.

—¿Qué sucederá? —le pregunté—. ¿Crees que la guerra terminará pronto? ¿Puedes negociar una tregua?

Atanarico negó con la cabeza.

—Desde que llegué —respondió—, todo el mundo ha estado diciéndome qué tipo de tregua debo negociar, pero mi visita aquí no es oficial. He sido destinado a Egipto. He venido sólo porque alguien necesitaba liberarte mediante un rescate.

—¿A Egipto? Pero…

—En la corte ya no confían en mí —me explicó Atanarico con una leve sonrisa—. Antes hablaba a favor de Fritigerno con demasiado entusiasmo. Y ya empiezan a desconfiar de todos los godos. Mi padre está prácticamente bajo arresto. Pero el maestro de los oficios me estima y por ello conservo mi puesto y mi rango, aunque me mandan a cualquier parte. En la corte creen que no haré nada malo en Egipto, espiando a los seguidores de tu viejo amigo Atanasio. ¿Fue esto lo que descubrió acerca de ti? ¿Que eres una mujer?

Asentí.

—¿Pero no te perjudicará este viaje?

—No mucho, si voy directamente a Egipto cuando parta. Sebastián y tu hermano pueden dar referencias sobre mí. Además necesitaban que viniese. No había otra persona a la que pudieran enviar a un campamento de los godos.

—¿Te dejarán partir?

—No hay que temer nada. Colias es mi primo, y sus tropas antes recibían órdenes de mi padre. No harán nada. Pero no puedo sacarte. Toda la noche he estado pensando en algún medio, pero, con todas las tropas de regreso aquí, es imposible. Las fortificaciones están repletas de guardias y se supone que debo haber partido cuando anochezca. Fritigerno no confiaría en mí si me quedara más tiempo. Simplemente tendrás que ser fuerte y esperar. Hablé con algunos de los hombres de Colias y tratarán de protegerte si hay una invasión del campamento. Ojalá pudiese hacer más…

—Esperaré, entonces —dije, tratando de resignarme—. Por lo menos tendré trabajo para mantenerme ocupada. ¿Cómo se desempeña Arbecio en Noviduno?

Atanarico me miró fijamente un instante y luego se encogió de hombros.

—Bastante bien. Tiene otro ayudante. Pero las tropas dicen que tú eres mejor médico. ¿Qué es esto de haber salvado a los tervingos de una epidemia?

—Les hice construir cloacas.

—¿Y eso detiene una epidemia? Una epidemia nos habría sido muy útil.

—Habría matado sobre todo a los ancianos y a los niños, no a los guerreros. Hice un esfuerzo por no atender a los hombres. No te preocupes por eso. ¿Y mis esclavos en Noviduno? ¿Sabes cómo están?

—Arbecio se ha encargado de ellos en tu nombre. Se casó con la muchacha que le compró a Valerio y viven todos en esa casa nueva que compraste. Arbecio ahorra algo de dinero para tu alquiler. Puedes confiar en él. Propuso ofrecerse como médico en tu lugar, pero Sebastián pensó que un suculento rescate sería más eficaz.

—¿Conseguimos de Filón más medicamentos de Egipto?

Atanarico no respondió a esto, sino que exclamó:

—¡Por Dios, Caris! ¿Por qué no le dijiste a nadie quién eras? Sebastián te habría mandado volando a casa y no habrías tenido ningún problema. Éste no es un lugar para ti.

—Entonces, ¿qué lugar consideras que es adecuado para mí? —le pregunté—. ¿La casa de Festino, a donde me habría enviado mi padre?

—Desde luego que no, pero hablé con tu hermano y sé que ya hace años que trata de persuadirte de que vuelvas.

—¿Otra vez eso? ¿Quedarme sentada en su casa, deshonrada, o bien casarme con algún pelmazo y pasar el tiempo leyendo a Homero y mirando el suelo?

—Sebastián no es un pelmazo, y no pretendería que te pasaras el tiempo mirando el suelo.

—No seas ridículo. Sebastián no se casaría conmigo.

—Pidió a tu hermano que redactara el contrato y tu hermano accedió.

Lo miré atónita.

—¡Por el amor de Dios! Tú estabas en Marcianópolis cuando nos habló de su idea de la mujer perfecta. Tienes que haberte dado cuenta de que la descripción es tu propio retrato. Al día siguiente de decirle yo quién eras en realidad, me dijo que quería casarse contigo. Dijo que nunca tendría ocasión de encontrar a una mujer como tú.

—Pero… es evidente que su familia tiene un rango superior al mío. Y tampoco habría pensado que mi dote es adecuada.

—Mil libras en oro sería suficiente. Pero la verdad es que Sebastián está dispuesto a usarla para tu rescate y a redactar el contrato sin la aprobación de su padre. Y tu familia es tan buena como la suya… rango consular.

—Cónsul solamente en Constantinopla. Su padre fue cónsul en Roma.

—El rango consular es el rango consular, y él quiere casarse contigo.

—Pero ¿por qué? Debo de ser el mayor escándalo de medio imperio.

—¡Por favor! ¡Qué quieres que te diga! ¿Que te quiere porque eres brillante, cultivada, noble, rica, virtuosa y bonita? ¿Que me dijo todo eso? Se lo demostraste con claridad, debes de saber que piensa así. ¿Por qué tienes que escucharlo de mí?

Sentada en la sombra debajo del carromato, miraba a Atanarico boquiabierta, hasta que negué con la cabeza. De repente sentí ganas de llorar y me cubrí la boca con la mano.

—Sé que soy inteligente —dije por fin—. Pero no sabía que… es decir… ¡Ay, por Dios!

Me mordí la manga, pero fue inútil. Las lágrimas brotaban de todos modos. Estaba muy fatigada, por el trabajo duro, las dificultades, la espera, y de repente sentí que tenía que soportar demasiado, y que Atanarico estaba enfadado y me acusaba en forma indirecta de haber tendido una trampa a Sebastián.

Me miró sorprendido.

—Yo creía… —empezó a decir, y luego—: Te gusta, ¿no? ¿Estás enamorada de él?

Lo negué con un gesto.

—Pero… pero ¿a quién te referías, aquella vez en Tomi? Dijiste que estabas enamorada de alguien. Yo supuse…

—Calla —repliqué. Si no lo adivinaba, yo no podía decírselo y quedar en ridículo. Si sintiera la mitad de lo que sentía yo, pensé, lo sabría—. Me gusta Sebastián, sólo que no estoy enamorada de él. Y creo que sería sabio de su parte preferir no casarse conmigo. Además, no puedo imaginarme establecida como una respetable matrona y esposa de alguien.

—Se me ocurrió que podrías utilizar tu dote para fundar un hospital privado. —La idea, increíblemente práctica, me dejó sin aliento.

—¿Daría su aprobación Sebastián?

—No lo sé —admitió Atanarico—. Pero ¿qué quisiste decir entonces? ¿Alguien en Egipto, ese médico, Filón?

—¡No importa! No, claro que no es Filón. Tu dificultad es que quieres saberlo todo y no dejas nada sin escrutar. ¿Cómo hiciste para enterarte de mi identidad? Creo que lo habías averiguado aun antes de que me capturasen.

Dos de los compañeros de Fritigerno pasaron a toda carrera y golpearon la puerta del carromato de mi paciente. Atanarico me empujó más hacia la oscuridad.

—Empezó la busca —dijo—. Será mejor dejar esta cuestión de mi descubrimiento de lo evidente hasta la próxima vez.

—¿Habrá una próxima vez?

—Dios mío, espero que sí. Aunque no sé cuándo terminaré mi misión en Egipto. Tal vez Sebastián pueda obtener tu libertad antes. Pero hagas lo que hagas, no dejes que te casen con nadie. Sería mucho más difícil liberarte y perjudicaría a Sebastián más de lo que imaginas. ¿Quieres mandarle un mensaje, aunque no estés enamorada de él?

—Dile que me siento honrada y agradecida por su ofrecimiento, aunque dudo que sea muy inteligente. Y que estoy bien. Dile lo mismo a Torión y que no se preocupe. Por lo menos, nadie me acusa de brujería. Tengo que irme. No puedo dejar a esos hombres molestando a mi enferma. ¡Querido amigo, salud!

Atanarico me cogió una mano y me miró con atención, muy serio. Oí gritos dentro del carromato de mi paciente y el bebé empezó a llorar. No pude contenerme, besé rápidamente a Atanarico, un placer robado. Le solté la mano, me deslicé fuera del carromato y corrí a salvar a mi paciente. Atanarico no dijo nada, y no me atreví a mirarlo. Cuando llegué, les expliqué a los hombres que había ido a visitar a otro enfermo y los reprendí severamente por haber molestado a la mujer enferma. Miré debajo del carromato, pero Atanarico se había alejado.

El año siguiente fue el peor de mi vida.

Aun después de la partida de Atanarico, era objeto de una vigilancia constante. Todas las noches se llevaban mi ropa y me la devolvían sólo a la mañana siguiente. Me escoltaban hasta que llegaba al hospital y me controlaban y espiaban hasta la hora de acompañarme de regreso a casa. Me prohibían tratar a pacientes romanos. Como protesta, me negaba a asistir a soldados godos, pero esto no era muy eficaz, ya que había otros que sí estaban dispuestos a hacerlo y yo era la única que se ocupaba de los esclavos romanos. Me partía el corazón verlos enfermos y sufriendo, y no poder ayudarlos. Casi habría sido capaz de acceder a casarme con un godo a cambio de un permiso para atenderlos, pero Amalberga repetía que una autorización de esta clase dependía de su marido.

Y todo el mundo me asediaba con la cuestión de mi matrimonio. Después de mis promesas sanguinarias, nadie quería casarse conmigo contra mi voluntad, salvo algunos jefes godos dispuestos a intentar persuadirme de que cambiase de idea. Al principio me llamaba la atención su interés: después de todo, pocos romanos podían pretender a una fugitiva sin dote. Sin embargo, descubrí que no hay nada como la notoriedad para atraer la atención. Para un joven godo empeñado en adquirir renombre yo representaba una oportunidad de oro: se casaba con la mujer que había ridiculizado a Festino y ya tenía la fama servida. Además, esperaban sobre todo que una vez casada, mi familia cediese y me proporcionase la dote, sacando así ventaja de una mala situación. Solían dejarme a solas con alguno de estos personajes, los cuales trataban de entablar conversación, de hacerme el amor o ambas cosas, mientras yo los rechazaba con la mayor cortesía. No quería ofender a estas personas de gran poder. Pero ellos no se sentían igualmente obligados. Bastante honor me rendían, según pensaban, al proponerme matrimonio. Algunos de ellos observaban las normas sociales, aunque no todos, por lo cual tenía que ser rápida y tener el puño listo. Me habría hecho gracia, de no ser porque me daba miedo y me sentía manoseada cuando huía. Y entonces, claro, se mostraban ofendidos. Llegué a recordar con simpatía a Penélope de Ítaca, que durante diez años soportó asedios de aquel género, pero ninguno de los godos había oído hablar de ella y no me divertían en absoluto. Todas las damas nobles me hablaban una y otra vez del valor, la fuerza y la virtud varonil de Murderich, de Levile, de Lagriman o de cualquiera de los bárbaros ignorantes por los que estaba siendo considerada, hasta que me sentí hastiada del sonido de la lengua gótica y deseé haberme casado con Festino para evitar aquella situación.

Sin embargo, éstas no eran dificultades serias, como las que surgieron aquel invierno. A principios del otoño, las fuerzas conjuntas romanas marcharon hacia el norte y, al tomar contacto con los godos en Salices, libraron una violenta batalla. Hubo una gran matanza en ambos lados de la que no salió un vencedor definido. Las tropas godas se replegaron a Carragines, y las romanas, a Marcianópolis. Los godos cuidaron de sus heridos y discutieron qué hacer a continuación. Los romanos, más prácticos y laboriosos, levantaron barricadas sobre los pasos de los Hemimontos. Cuando los godos lo advirtieron, se encontraron encerrados en el norte de la diócesis donde, como había dicho Amalberga, no había alimentos.

Los godos hicieron algunas tentativas de romper la línea romana para entrar en el sur, más populoso y con más provisiones, pero lo único que consiguieron fue perder muchas vidas. Fritigerno envió emisarios a los romanos en Marcianópolis, pero los disolvieron a las puertas de la ciudad y no les permitieron siquiera entrar. Los romanos no estaban preparados aún para negociar. Fritigerno se dirigió a Tomi, ofreciendo mi rescate a cambio de grano, pero para cuando hizo esto el otoño terminaba, Torión estaba ya al parecer en Bitinia y el nuevo gobernador hizo caso omiso de las amenazas de Fritigerno. Mientras sucedían estos hechos, se me mantenía prisionera en mi casa, pero finalmente el rey comprendió que a nadie le importaba mi suerte, salvo quizá para vengarse, y tuve que volver a cuidar a los enfermos. Mi experiencia era más necesaria que nunca. Cuando tiene frío y hambre la gente enferma y muere con facilidad. En su mejor expresión, se ha llamado a la medicina una «meditación sobre la muerte», y aquel invierno en Carragines la muerte parecía ser lo único que llenaba mi pensamiento. Los días eran idénticos, con hambre y frío, enfermedad y trabajo intenso: cuerpos esqueléticos, con fiebre, tiritando bajo las mantas llenas de pulgas, cadáveres grisáceos amontonados en carros cuyos ojos estaban cubiertos de escarcha, el débil llanto de los niños hambrientos, la muerte silenciosa de las ancianas. Humo de leña y el fuerte aroma de la genciana. Mi paciente de la cesárea perdió su bebé y ella murió después. Los esclavos romanos cuyas heridas había curado en el verano eran amontonados bajo una capa fina de tierra congelada. Para mí aquello era peor que los intentos de los godos de casarme, peor que ser una prisionera, peor aún que la prohibición de atender a los romanos. Me rodeaba la muerte y mi arte carecía de toda utilidad.

Los godos comenzaron a decir que los romanos no negociarían nunca, que querían aniquilar la raza de los godos. No creía que fuese verdad. Firmarían un tratado de paz cuando los godos estuviesen enteramente derrotados y dispuestos a aceptar cualquier clase de condiciones. El reino dependiente de los romanos con que soñaba Fritigerno habría sido imposible, pero los primeros todavía abrigaban la idea de colonizar con godos las regiones desérticas. Sin embargo, los godos no se doblegaban. Miraban la margen opuesta del Danubio y el enemigo del que habían querido escapar trasladándose a Tracia, y en medio de su desesperación hicieron una alianza con los hunos.

En Carragines no vi a muchos de estos salvajes. No les gustan las ciudades y evitan las casas como nosotros las tumbas. Fritigerno hablaba con ellos siempre lejos del campamento, montado en su caballo frente a ellos sobre sus ponis peludos. Los odiaba y los temía, como todos los godos, y las mujeres de Amalberga contaban historias monstruosas sobre su salvajismo y su crueldad, hasta que empecé a sentir una gran angustia por mis compatriotas. Fritigerno había conseguido la alianza con los hunos mediante la promesa de un botín abundante, claro estaba: ciudades romanas llenas de oro, seda y tesoros, así como esclavos romanos. Los godos tendieron un puente de barcos y los hunos aparecieron como un enjambre sobre el río, millares y millares de ellos, un ejército veloz, cruel y temible.

Cuando los romanos descubrieron lo sucedido, apenas comenzada la primavera, retiraron las tropas de las fortificaciones de las montañas. Carecían de número suficiente para resistir a las fuerzas combinadas de godos, hunos y alanos, y el jefe romano consideró que serían más eficaces protegiendo las regiones vecinas de Dacia y Asia. Así se entregó Tracia para el saqueo. Los bárbaros demoraban el ataque a las ciudades fortificadas, pues los hunos tenían menos experiencia aún que los godos en tácticas de guerra basadas en el asedio, pero se lanzaron hacia el sur, hasta el Mediterráneo, saqueando, matando, incendiando y violando a su paso. Había otra vez provisiones en Carragines, pero yo apenas tenía ganas de comer, pues conocía el origen de aquella comida.

Aproximadamente a mediados de mayo caí enferma. En el campamento las fiebres eran comunes, aunque ya no epidémicas. Creo que en circunstancias normales no habría hecho caso de mi enfermedad, pero estaba débil después de una larga hambruna y agotada por el trabajo excesivo y por la cuestión de mi matrimonio. Todo comenzó con fiebre y dolor de cabeza. Dejé de trabajar, temerosa de contagiar el mal que tenía, y me acosté. Por muy poco no volví a levantarme.

Amalberga trató de ocuparse de mí al principio, y luego, en la segunda semana de mi enfermedad, Edico, que estaba acompañando a Fritigerno y al ejército, volvió para atenderme, pues Amalberga envió por él. En aquel momento mi fiebre era alta e iba acompañada de diarrea y vómitos. Me sentía decaída y confusa, sin poder responder a las preguntas de Edico ni colaborar en el tratamiento que prescribió. Le dije que se fuera. No obedeció. Prescribió cicuta en una esponja para bajar la fiebre y miel con agua y vino y sopa de cebada, todo lo que habría indicado yo misma. Lloré, lo acusé de robarme mis conocimientos, lo llamé traidor y le pedí que me dejase morir en paz. Porque la verdad es que lo que realmente quería entonces era morirme. Estaba cansada de todo. Recordé que Atanasio había dicho una vez que cambiar este mundo por el Cielo era como cambiar un dracma de cobre por cien sólidos de oro. No sabía mucho del Cielo, pero ciertamente sentía que mi vida no valía un dracma. Carragines era insoportable, pero ¿adonde más podía ir? No había un lugar en el mundo donde pudiese obrar como un todo: romana, médico y mujer. Suponía que en el cielo era posible ser uno mismo, y además completo, esclavo o libre, hombre o mujer; allí no había diferencias. Pensé que morir sería como mirar el agua: la superficie es agitada, las profundidades se mueven por un momento, pero cuando se calman es posible ver hasta el fondo de todo.

También imaginaba que en el cielo seguramente se hablaba el griego. Si me veía obligada a escuchar más el gótico, es que no estaba en el paraíso.

Una noche, cuando hacía dos semanas que estaba enferma sin responder al tratamiento, desperté y vi a Atanasio frente a mí. Estaba vestido como cuando murió, con una túnica de lino y una vieja capa de piel de cordero. Después de morir, sus servidores cambiaron estas ropas por brocado y tejido de oro, pero él siempre había preferido la sencillez. Me senté. La cabeza, se me había despejado del todo.

—Santidad —dije—. ¿Has hecho todo el camino desde Egipto?

Con una sonrisa me respondió que no. No desde Egipto. Me gustó oír su voz, el acento monótono y las palabras escogidas en griego.

—Querida Caris, dije que te casarías, y pareces empeñada en probar que me equivoqué.

—No me digas eso —respondí—. Estoy cansada de hablar de eso. Creí que no te agradaba el matrimonio.

Volvió a sonreír.

—Es bien sabido que cometí errores. Aunque los del mundo han sido mucho mayores que los míos. El matrimonio no debe ser un medio de obtener bienes, ni de ganar poder, ni de someter a las mujeres. Éste es el aspecto que te ha fatigado, y no te culpo.

—Supuse que no te gustaba porque implicaba la lujuria.

Atanasio rio.

—Desde donde estoy, la lujuria se ve como algo completamente distinto. El mundo es un lugar oscuro y nada es puro en él, para bien o para mal. Ni la lujuria, ni el imperio, ni los godos. Pero nada de ellos persistirá.

—¿Tampoco el imperio? —pregunté.

—Que algo haya perdurado largo tiempo no significa que sea eterno —replicó con suavidad.

—Estoy cansada del mundo —dije, desanimada.

—¿Tú, que has mantenido a tanta gente en él?

La idea todavía tenía el poder de conmoverme.

—¡No es malo curar!

Con otra sonrisa Atanasio me tocó la frente.

—Ojalá amases a Dios tanto como amas a Hipócrates. Pero todo buen don y todo don perfecto procede del Padre de la Luz, y si lo sigues lo bastante lejos hacia el pasado, tal vez te conduzca a su origen. Dios creó el mundo e imprimió su imagen en nosotros, y nunca hemos podido borrarla del todo. Sí, es bueno curar. Dios cura. Y tú tienes que curar mucho más antes de partir.

—¡Pero estoy cansada! —exclamé.

—Descansa, entonces.

Los ojos oscuros y brillantes me miraron de una forma profunda, afectuosa, persuasiva. Su mano era fresca y me empujó suavemente hacia atrás. Me tendí y la frescura me invadió. Cerré los ojos y sentí que la tierra se movía debajo de mí como si fuera agua, como una cuna que me meciese al ritmo de mi corazón.

Dormí y cuando desperté ya había amanecido y la luz entraba sesgada entre las persianas, dibujando barras de luz dorada a los pies de la cama. La cabeza y el estómago me dolían aún y me sentía muy débil, pero sabía que mi fiebre había bajado y que viviría. Tendida de costado, miraba el lugar donde había estado Atanasio. Al cabo de un minuto, la puerta se abrió y entraron Edico y Amalberga.

—¡Está despierta! —exclamó Edico con alegría. Cuando se acercó, me tomó el pulso y me palpó la frente.

—La fiebre ha bajado —le dije—. ¿Lo viste?

Edico no comprendió.

—¿A quién?

—Al obispo Atanasio. Estuvo aquí anoche, exactamente donde tú estás ahora.

Edico se apartó, incómodo.

—Has estado muy enferma —me advirtió—. Has estado inconsciente varios días.

Suspiré y me llevé una mano a los ojos. La sentía muy pesada y me dolían los ojos. Era demasiado esfuerzo tratar de determinar si había tenido una visión, una visita o un sueño, pero me sentía reconfortada. Tanto si había estado él allí como si no, me alegraba de haber visto a alguien de mis buenos tiempos en Alejandría, cuando era tan feliz. Inesperadamente advertí que había hablado en griego y que Edico había respondido en el mismo idioma por primera vez en meses.

—¿Quieres beber algo? —preguntó ansiosamente—. ¿Un poco de sopa de cebada?

Lo miré y luego miré a Amalberga.

—¿Si me recupero podré atender a los romanos? —le pregunté.

Palideció y se sentó en mi cama.

—¡Ojalá fuésemos todos libres! —soltó de repente con las manos apretadas—. Juro que nunca he odiado a los romanos, ni cuando nos maltrataron. ¡A pesar de ello, ahora son nuestros enemigos y los hunos, a los que detestaba, son nuestros aliados y estamos atados a esta guerra como esclavos en el potro!

—Yo nunca he odiado a los godos —repliqué fríamente—. En cambio, vosotros me habéis tratado cruelmente, cualesquiera que sean las razones. Me gustaría estar lejos de aquí. Prefiero morir a continuar como hasta ahora. —Y además, según comprendía en aquel momento, quería estar casada con Atanarico, y dirigir mi propio hospital privado. Era la primera vez que aquel deseo tomaba una forma tan precisa y clara y mi sorpresa me impidió decir lo que estaba pensando.

—No puedo dejar que te vayas —dijo Amalberga con pesar—. La guerra marcha mal y tal vez necesitemos…

Calló, mientras me miraba tristemente. Había querido decir que podría serles necesario venderme para salvar sus propias vidas. Y aunque no me vendiesen, no podía esperar mi libertad. Fritigerno estaba orgulloso del prestigio de su prisionera y yo seguía siendo útil como médica.

—Lo siento —dijo Amalberga después de un silencio—. No quiero que seamos enemigas. Veré si consigo que te permitan tratar a los romanos. También puedo protegerte contra los pretendientes. De todos modos partirán hacia el sur. Aparte de esto, no puedo hacer nada más por ti.

—Si me dejas hacer algo por mi propio pueblo, será suficiente —le indiqué—. Sí, aceptaré un poco de sopa de cebada. Y además algo de miel con agua.

Pasaron unas dos semanas antes de que mejorase lo suficiente para asistir a alguien, y cuando me levanté nadie parecía preocuparse por lo que hacía. Había otros motivos de inquietud. Fritigerno había partido hacia el sur con la mayoría de sus hombres, dejando una guarnición reducida bajo el mando de Amalberga. Edico lo acompañó con todos los ayudantes del hospital, y yo quedé encargada en forma extraoficial de la salud del campamento con unas pocas comadronas y curanderas. En realidad no confiaban en mí, y vivía constantemente vigilada, pero no había nadie más a quien encomendarle mi tarea.

El emperador Valente el Augusto había firmado un tratado de paz con Persia y se decía que marchaba rápidamente hacia Constantinopla, reclutando tropas a su paso. Al parecer el Augusto occidental, Graciano, había derrotado a los alamanes en la Galia y venía hacia el este con las legiones galas, dispuesto a atacar a los godos. Las tropas que estaban ya en Tracia tenían un nuevo jefe militar, el padre de Sebastián y ex conde de Iliria. Era un general muy hábil y activo, con una fama temible que no cesaba de demostrar. Apenas llegó, consiguió tender una emboscada y aniquilar a un grupo de saqueadores particularmente numeroso. Fritigerno se alarmó hasta tal punto que llamó a los otros grupos a replegarse, pero no a Carragines, sino a una población llamada Kabile, en el sur. Los hombres no querían verse otra vez encerrados al norte de las montañas. Todos se unieron, tervingos, greutungos, alanos y hunos, y se dispusieron a esperar a los romanos.

Aquel año el verano fue muy cálido y húmedo. El campamento llevaba ya mucho tiempo allí, y las moscas y las enfermedades hacían que apestara. Aun después de haberme levantado, noté que me fatigaba con facilidad y que no tenía energía para luchar por las cosas necesarias, como acueductos que proporcionasen agua potable o un basurero extramuros. Había visto morir a tantos pacientes durante el invierno que apenas me conmovían ya. De nuevo me permitían atender a los pacientes romanos, pero después de todo comprobé que no podía ayudarlos mucho, ya que Edico se había apropiado de casi todos los medicamentos y no me era posible mejorar las condiciones de vida de los prisioneros. Mis pretendientes bárbaros habían partido, pero el hecho no cambió tanto las cosas como había pensado. Mis pensamientos eran confusos y mis emociones parecían adormecidas, vagas y pesadas como el ambiente. Una noche observé que el campamento estaba poco vigilado y que sería fácil escapar, pero al sentirme tan deprimida fui incapaz de hacer nada. Estaba demasiado cansada para hacer planes, aparte de cumplir una tarea mecánica, mala imitación del verdadero trabajo. Ni las noticias de la guerra podían impresionarme. Valente había partido de Constantinopla con una gran fuerza. Los godos se retiraban hacia Adrianópolis. El emperador y Sebastián consideraban la posibilidad de atacarlos sin esperar a las tropas adicionales del oeste. Todos eran hechos importantes y mi futuro dependía de ellos, pero los encontraba de algún modo tediosos, como si hubiesen sucedido ya muchas veces.

Y entonces, una tarde bochornosa a principios de agosto fui al hospital después de visitar a varios convalecientes y encontré a Atanarico sentado con un grupo de pacientes nuevos que esperaban ser examinados.

Vestía una tosca túnica de lana, como un soldado común, y tenía el brazo vendado sobre el pecho. Por un instante creí no ver bien, pero noté por su expresión que me reconocía y que estaba conmocionado. Rápidamente apartó la vista y se rascó la barba con la mano libre, gesto que comprendí. Disimulé mi expresión con un estornudo, me enjugué la cara y empecé a examinar a los pacientes.

Una comadrona me ayudaba; afortunadamente, nunca había visto a Atanarico. Cuando intentó examinarle el brazo, Atanarico protestó.

—Quiero un médico romano —dijo en idioma gótico—, no una vieja bruja que sólo sabe de bebés.

—La médica romana se niega a examinar a hombres heridos en la guerra —replicó la comadrona tirando del vendaje.

Atanarico se estremeció y se cogió el brazo como si le doliese.

—Déjalo —dije—. Miraré a éste. ¿Quieres traer un poco de solución de limpieza?

La mujer se alejó y yo me acerqué a mirar el brazo de Atanarico. No me atrevía a hablar, por lo menos delante de los otros pacientes. Me sentía mareada y la sangre me zumbaba en los oídos.

—¿Qué sucedió? —pregunté desatando el vendaje.

—Herida de espada —replicó con tono hosco—. Está fracturado. En el sur el médico lo acomodó, pero ahora está infectado.

Retiré la venda con sumo cuidado. El brazo estaba perfectamente sano, con gran alivio por mi parte, pero debajo de la venda había una nota doblada. Vacilé, la cogí, levanté la vista y arqueé las cejas. Atanarico dijo con el mismo tono hosco:

—¿Ves?

—Muy mal —dije—. No deberías meter ahí amuletos mágicos. Pero tienes suerte. Por ahora no es necesario cauterizar.

La comadrona volvió con la solución de limpieza. Llamé su atención sobre otro de los pacientes, un niño enfermo. Fingí limpiar y vendar otra vez el brazo y dije a Atanarico que me esperase mientras iba al depósito a buscar otro medicamento. Por suerte, allí no había nadie y pude abrir la nota. Era muy breve. «Atiéndeme y despídeme. Luego, ve tan pronto como puedas al muro que hay detrás del hospital».

Estaba tan emocionada por lo inesperado de aquella solución que creí que iba a desmayarme. Rompí el papel en pedacitos y me lo tragué antes de volver a la sala, aunque tuve que detenerme para buscar el medicamento que había anunciado tan ruidosamente que llevaría. Se lo entregué a Atanarico y le dije que regresara a su casa con su familia para descansar y que volviese a la mañana siguiente a que le lavaran y vendaran de nuevo la herida.

No pude seguirlo de inmediato cuando se fue. Traté a unos pacientes más y preparé medicinas. Llegó el crepúsculo y apareció mi escolta habitual, preparada para acompañarme al sector de las mujeres de la casa de Fritigerno. Los compañeros de éste, encargados antes de esa tarea de vigilancia, habían partido para el sur. Mi escolta consistía ahora en dos de las damas de Amalberga, a las que les agradaba dar un paseo por el campamento todas las tardes y que me recogían al volver a la casa. Marché con ellas en silencio durante casi todo el trayecto, pero de repente dije que había olvidado mi bolsa de médico.

—Déjalo —me dijo una de las damas—. Estará allí mañana.

—¡No, no! —exclamé—. Las drogas que contiene son peligrosas y no puedo dejarlas en cualquier parte. Volveré corriendo a buscarlo. Seguid vosotras hasta la casa. No vale la pena que hagáis otra vez todo el camino al hospital.

Estaban cansadas, hacía calor y nadie pensaba que yo pudiese escapar en aquel momento. Las damas accedieron y yo empecé a caminar de regreso al hospital, tratando de no apurar demasiado el paso, como si no hubiese urgencia ni nada inesperado. Era la primera vez que estaba sola y las ideas revoloteaban en mi cabeza, como una tropa de caballería a galope tendido: Atanarico, huida, libertad, liberación, el mundo entero. Me detuve a contemplar el cielo infinito, nublado por una bruma húmeda, y pensé que era capaz de volar hacia él, hasta llegar al sol. Estaba abandonando a mis pacientes y seguramente también mi carrera, pero no me importaba ya. Estaba harta de la muerte. Quería vivir, ser libre. Me obligué a seguir caminando.

La parte trasera del hospital daba directamente a las murallas del campamento y estaba algo lejos de los demás carromatos y cobertizos, para mantener aislados a los pacientes infectados. Seguí recta y lo dejé a mis espaldas, tratando de manifestar aplomo, como si me esperase alguna tarea. Estaba ya junto a la empalizada cuando oí un suave silbido a mi derecha. Al mirar, distinguí a Atanarico esperando debajo de uno de los carromatos. Corrí hacia él con alas en los pies.

No perdió tiempo con saludos o explicaciones. Me cogió de un brazo y me atrajo también a donde él estaba, y luego me acercó a la empalizada. En ella habían formado un hueco en la base. Me deslicé hasta que me encontré fuera, seguida por Atanarico. Con un movimiento de cabeza me señaló un grupo de árboles algo más lejos y corrimos hacia él.

—Hay un guardia que pasa aproximadamente cada poco tiempo —me explicó cuando llegamos a los árboles—. Acaba de alejarse. Ahora esperamos hasta que vuelva a pasar y partimos. Nos esperan unos caballos a unas tres millas de aquí. ¿Te animas a caminar esa distancia?

—Desde luego —respondí, y luego me senté y apoyé la cabeza en un tronco, mirando los muros de la ciudad de carromatos.

—No tienes buen aspecto —dijo. Inclinado sobre mí, estaba preocupado.

—Estuve enferma —precisé—, y esto es muy inesperado. Pero puedo caminar tres millas. ¡Por el amor de Dios! También sería capaz de recorrerlas arrastrándome. Gracias. Me faltan las palabras. Gracias…

Me tocó el hombro, frunció el ceño y se agazapó al ver aproximarse al guardia, que marchaba lentamente junto al exterior de la muralla con su lanza sobre un hombro. Éste se detuvo, bajó la lanza y escarbó con ella una conejera. Se encogió de hombros y reanudó la marcha. Atanarico me tocó el hombro otra vez, nos alejamos en silencio del grupo de árboles y caminamos a buen paso hacia el campo abierto que rodeaba el campamento.

A través del campo, por una zanja, costeando la zanja (¿Puedes correr? ¡Corre, entonces!), por la orilla de otra zanja, por más prados y zanjas, saltando y corriendo, hasta llegar a otro sector boscoso. El sol del crepúsculo pasaba con rayos oblicuos entre el follaje. El aroma de hojas y de musgo húmedo era extraño y delicioso después de oler durante tantos meses el campamento, las medicinas y el humo de leña. Atanarico indicó un punto y se dirigió a él, mientras yo lo seguía dando traspiés. Canto de pájaros, crujido de hojas en el suelo. Luego el tintineo de arneses y el débil relincho de un caballo. Los rayos oblicuos destacaron el castaño intenso y el gris claro de los animales.

—¡Atanarico! —gritó alguien con tono de alivio, y luego—: ¡Caritón! —Y Arbecio corrió hacia mí, y me abrazó.

—¿Tú? —pregunté azorada—. ¿Qué haces aquí?

—Atanarico necesitaba alguien que guardara los caballos —respondió Arbecio sonriendo. Pero su sonrisa desapareció cuando retrocedió un paso y me miró. No hizo ningún comentario tonto sobre mi evidente cambio de sexo, sino que dijo solamente—: ¡Has estado enferma!

—Hace un par de meses. Puedo cabalgar. ¡Maldición! No había recordado las faldas largas. Es imposible montar con ellas. —Me quedé mirándolas, muy enfadada.

—Puedes recogértelas —me indicó Atanarico a la vez que desataba uno de los caballos para acercármelo—. No hay tiempo de hacer otra cosa. ¡En el campamento ya deben de saber que nos hemos ido!

—Comenzarán por registrar el interior —dije.

Cuando intenté montar, mi pie quedó trabado en las faldas. Arbecio se inclinó y me ofreció su hombro y así pude trepar, empujando mi falda hacia un lado. Atanarico montaba ya su propio caballo. Arbecio corrió hacia el tercero y montó de un salto, sonriente otra vez, y partió al galope dirigiéndose al noreste por el campo abierto, levantando agua al atravesar los arroyos y aprovechando el terreno pedregoso para borrar las pistas si los godos nos perseguían con perros. Por mi parte, estaba demasiado ocupada en mantenerme sobre mi montura para pensar en otra cosa.

Cabalgamos durante horas, hasta que oscureció y los caballos estaban demasiado extenuados para proseguir. Atanarico encontró un lugar en otro bosque e hicimos un alto. Yo estaba demasiado cansada para hacer preguntas. Hacía más de un año que no montaba a caballo y antes de escapar había trabajado el día entero. Me tendí pues en una depresión del suelo y me cubrí con mi capa. Al poco rato me despertó Arbecio y me enseñó una cama que había hecho con ramas de helecho, en la que me instalé y me dormí de nuevo.

Desperté al amanecer. El bosque olía a vida y los pájaros cantaban. Estaba cubierta de picaduras de mosquito, me dolía el cuerpo por haber cabalgado y me sentía maravillosamente. Me senté y vi a los otros dos ya levantados. Atanarico alimentaba a los caballos y Arbecio preparaba el desayuno.

—¿Has dormido bien? —me preguntó con una sonrisa.

—Mejor que en muchos meses —respondí.

Era verdad, pero me levanté con dificultad, pues estaba dolorida y tenía la piel irritada en el punto en que me había recogido las faldas. Avancé despacio a prestar ayuda, pero Arbecio me dio un pedazo de pan y una copa de vino rebajado con agua y me pidió que descansase.

—No tienes buen aspecto —dijo una vez más—. ¿Qué te hicieron en ese campamento?

Me encogí de hombros.

—En general, tratar de casarme. Pero como te dije, estuve enferma. ¡Qué alegría me da verte! Pero ¿cómo es que estás aquí? No creo que Noviduno pueda vivir sin ti.

—Estoy ausente sin permiso —respondió Arbecio muy despreocupado.

—Necesitaba a alguien en quien pudiese confiar —dijo Atanarico acercándose—. Escribí a Arbecio y se lo pedí.

—¿Y tú, por qué estás aquí? Te suponía en Egipto —dije.

Allí estaba él, sosteniendo una rienda y mirándome con expresión seria. El sol del alba dibujaba manchas de luz en su piel.

—También estoy ausente sin permiso —respondió, y se sentó a comer el trozo de pan que le había pasado Arbecio.

—¿No es peligroso? Me explicaste que las autoridades han dejado de confiar en los godos, y si abandonabas tu puesto de Egipto para venir a Tracia…

—No sucederá nada si vuelvo contigo. Eres mi referencia. Si volviese solo, supongo que podrían acusarme de traición. Pero no he venido directamente de Egipto, sino de Constantinopla. Tuve que entregar un mensaje allí. El maestro de los oficios pensaba enviarme a Armenia, pero no esperé. Su sacra majestad marchaba sobre Tracia y pensé que tal vez Carragines podría haber quedado sin defensa. Mandé entonces una carta a Arbecio y le pedí que se encontrase conmigo en Tomi.

Miré sucesivamente a ambos.

—Corríais un riesgo terrible —le dije.

—Tú eres el maestro en el arte —intervino Arbecio—. Te debo mi libertad. Sin embargo, Atanarico no quiso que entrase en el campamento.

—Para mí no era peligroso entrar, pero sí lo era para él —aclaró Atanarico, disculpándose—. Aunque me hubieran atrapado, los godos no me habrían hecho daño.

Miré a uno y luego al otro antes de decir:

—Os estoy agradecida a ambos, más de lo que puedo expresar. Creo que me habría muerto de haber pasado un invierno más en Carragines.

—Te veo medio muerta ya —soltó Atanarico severamente—. No eres más que huesos y ojos. Dices que todo el tiempo intentaban casarte. Pero no te… quiero decir…

Me sorprendió tanta delicadeza.

—¿Violarme? No. Pero… mira, mi hermano me dijo una vez que nadie querría casarse con una médica. En cambio, empecé a creer que lo deseaban todos los hombres que detestaba. Me sentía como Penélope en Ítaca.

Atanarico esbozó una sonrisa.

—¿La circunspecta Penélope?

—Y circunscrita —respondí sonriendo a mi vez—. Sujeta a espionaje todo el tiempo. Luego no hubo mucho que comer en todo el invierno, y la gente moría, y también yo quería morirme. Pero ahora… «Oh luz radiante, oh luz del carro de cuatro corceles del Sol, oh Tierra y Noche que antes llenaste mis ojos, ahora te veo con libre mirada». —Me recliné y observé el sol con una mirada libre. Sentía como si todo aquel año de desesperación y encierro se desprendiese igual que la enlodada cascara del mosquito de río, arrastrada aguas abajo cuando crecen las alas del insecto.

Atanarico lanzó un gruñido de desdén.

—Sebastián dice que entraste en cautiverio citando a Eurípides. Supongo que tiene sentido que salgas de él del mismo modo. —Dicho esto mordió un gran pedazo de pan y lo masticó con energía.

—¿Y cómo está Sebastián? —pregunté.

Atanarico tragó con rapidez y él y Arbecio se miraron con incomodidad.

—Está bien —respondió Arbecio después de una leve pausa—. Está en el ejército. Con su padre, el conde.

—Su padre hizo anular el contrato matrimonial —dijo Atanarico—. Declaró que no tenía validez por no tener su consentimiento, lo rompió y lo quemó. No tenías su aprobación.

—Ah —atiné a decir—. ¿Y cómo reaccionó Sebastián?

—Juró que si su padre no le permitía casarse con la mujer de su elección, tampoco se casaría con la que eligiese su padre —contestó Arbecio.

—De todos modos, no correrá a casarse contigo —puntualizó Atanarico—. Peligraría su carrera.

—Ah —repetí—. La verdad es que nunca creí en ese matrimonio. ¡Supongo que Sebastián siempre tiene a Dafne!

—¡No tienes nada que envidiarle! —exclamó Atanarico.

—¿Envidiar? No siento envidia. Siento alivio. Me alegro de que ese matrimonio no figure en la lista, pero hace tiempo juraste que Sebastián estaba empeñado en este plan, y pensé que Dafne lo consolaría.

Atanarico me miraba con el ceño fruncido. Yo comía mi pan, tosco y duro, lleno de grano integral. Tenía que roerlo como un ratón, pero era sabroso.

—Siempre tiene a Dafne —admitió Atanarico—. Es decir, ella está en Tomi, esperando que vuelva de la guerra. Pensé que tendrías una desilusión.

Moví la cabeza, negándolo.

—Nunca pensé que Sebastián quisiese hacer algo como esto, ni creí que sucedería, y no creo que hubiera sido un éxito de haberse realizado. Con todo, estoy sorprendida. Tú… quiero decir, supuse que venías a buscarme para Sebastián, como un favor a tu amigo.

—Tú también eres su amiga —señaló Arbecio—. Que seas mujer no cambia esto.

Atanarico asintió.

—No podíamos dejarte aquí. Prometí que te rescataría y lo hice.

Permanecimos en silencio un momento hasta que Atanarico preguntó:

—¿Qué harás ahora? ¿Tienes adonde ir?

—Encontraré algo que hacer —respondí.

Trataba de reflexionar sobre algo que me era muy poco familiar: la idea de tener un futuro. Tal vez no lo tenía, tal vez estaba destinada a vivir y envejecer en casa de mi hermano. Pero a lo mejor podía persuadir a Torión de que me dejase en libertad. De forma repentina y osada, tomé la decisión de asumir mi libertad de elegir, de ordenar mi vida a mi antojo, y por fin pensé en lo que haría. Al cabo de un minuto dije:

—Tal vez vuelva a Alejandría. Sospecho que deben de haber destruido mi contrato con el ejército.

Arbecio rio.

—¿Podrías enseñar en Alejandría? —preguntó.

—Creo que mi antiguo maestro, Filón, me tomaría probablemente como socio. Es decir, a menos que continúe bajo sospecha por mi papel en la huida del obispo Pedro.

Atanarico me observó sorprendido y después miró su resto de pan.

—El obispo Pedro está otra vez en el trono de San Marcos —señaló—. Ése es el mensaje que llevé a Constantinopla.

—¿Cómo? —exclamé. Una semana atrás aun las noticias de Tracia habían parecido viejas y de poco interés. Aquella mañana todo me llenaba de entusiasmo—. ¿Qué le sucedió a Lucio?

—Retiraron su tropa de guardias y consideró prudente abandonar Alejandría. Su sacra majestad no dispone de tiempo ni tropas para malgastarlos en las revueltas de Alejandría y deja el trono episcopal a Pedro para tener un poco de paz.

—Entonces iré a Alejandría —dije, y apuré mi vino de un trago.

—¡Qué vas a ir! —soltó Atanarico—. Tan pronto como el emperador tenga a los godos bajo control Pedro volverá al exilio… a menos que ya haya muerto. Dicen que está enfermo.

—Entonces necesitará un médico. ¡Tal vez no importe que yo sea mujer, si le digo que a Atanasio no le importaba!

—¡Apenas te salvaste del potro la última vez que te fuiste de Alejandría!

—Esta vez tendré más cuidado. Pondré algo de distancia entre mi persona y la Iglesia. Me albergaré en casa de Filón.

—¿No le importará que seas mujer? —preguntó Atanarico con ironía.

—Lo sabía antes de mi partida. Me trató durante una enfermedad. Y era como Arbecio… éramos colegas. Al principio le chocó, pero luego dejó de importarle. —Arbecio asintió con una sonrisa—. Crees que debo ir a Bitinia y sentarme en casa de mi hermano haciéndome la gran señora, ¿no?

Atanarico abrió la boca y volvió a cerrarla, antes de decir:

—Tu hermano tiene ganas de volver a verte.

—Yo también quiero verlo. Si acepta darme libertad cuando yo quiera, iré primero a Bitinia; pero después volveré a Alejandría. Es una ciudad maravillosa, Arbecio, el mejor lugar en el mundo para la medicina. ¡Vamos! Partamos antes de que los godos vengan a buscarnos. ¿Quién hubiera dicho que tengo que pedirle a un correo que se dé prisa?

Atanarico, siempre ceñudo, se metió en la boca su último mendrugo de pan y se alejó hacia los caballos. Arbecio sonrió.

—Te pareces bastante al hombre que yo conocía —me dijo—. Y ya te ves mejor.

Me eché a reír y me levanté, mirándome las faldas.

—¿No tienes otra vestimenta? —pregunté.

—No se nos ocurrió —repuso Arbecio—; queríamos viajar ligeros. Lo siento.

—Ay —dije—. Préstame tu cuchillo, entonces.

Arbecio me pasó el cuchillo que llevaba en la cintura y yo corté varias tiras del borde de mi túnica interior y comencé a vendarme las rodillas, muy lastimadas por el roce con la silla de montar el día anterior. Cuando Atanarico me llevó el caballo, se quedó mirándome las piernas. No eran muy bonitas, demasiado delgadas, y debajo de las rodillas vendadas estaban cubiertas de rasguños y raspaduras.

—Tendrías que haber traído otra prenda —le dije.

Era extraño, pero se ruborizó visiblemente y apartó la mirada. También yo sentía vergüenza, pero metí el borde de la falda dentro de mi cinturón, para que pareciera unos pantalones. Monté, y Arbecio me dio el resto de mi pan.

—Vamos a Noviduno —dijo Atanarico cuando partimos—. Salices queda más cerca, pero los godos podrían enviar un grupo en esa dirección para buscarte. Este rumbo es más seguro. En Carragines no hay suficientes hombres para buscar en todas direcciones y el campo está probablemente desierto.

Así era. Muchas partes estaban devastadas, también había bosque y llano, pero vimos asimismo tierras de cultivo, algunas casas y aldeas, todas abandonadas por sus habitantes e incendiadas por los invasores. Avanzábamos al paso, pues nuestras cabalgaduras no soportaban ya el galope prolongado. Durante algún tiempo, además, guardamos silencio. Luego, en parte para disminuir nuestro malestar y en parte por sentir yo verdadera curiosidad, pregunté a Atanarico cuándo y cómo había descubierto mi secreto.

—Mucho tiempo después de cuando tuve que haberlo hecho —respondió—. Debo notar las cosas, pues es mi oficio. Sin embargo, no advertí algo que un sacerdote de setenta años percibió de inmediato. Cuando lo descubrí, realmente sentí vergüenza.

—Atanasio explicó que se lo había revelado Dios —dije—. Y fue el único que lo adivinó. La gente cree en lo que se le dice, sobre todo cuando la alternativa es más absurda que la historia misma.

Atanarico dejó oír su gruñido y luego sonrió con aire de disculpa.

—Eso es, la idea era demasiado absurda, pero tenía que haberlo adivinado. Sabía lo bastante sobre ti. Cuando rechazaste el soborno que te ofrecí, busqué más información en Egipto. Todos estaban de acuerdo en que eras un médico muy hábil a quien no le interesaba el dinero. Fui a averiguar más datos sobre ti en el museo, y el jefe me dijo lo mismo, añadiendo que apareciste de forma inesperada una primavera, prácticamente sin referencias y sin dinero, diciendo que estabas relacionada con la familia de un tal Teodoro de Éfeso y suplicando que te enseñasen la medicina hipocrática. Manifestó que creía que un eunuco nunca sería capaz de soportar el trabajo duro que suponía el estudio de la medicina y sospechaba que eras un esclavo fugitivo, por lo cual te aconsejó que te retirases. Según él, Filón te aceptó solamente por lástima, pero tu desempeño fue brillante y tenías mucho talento. Cuando insistí, reiteró su convicción de que eras un esclavo fugitivo y unos cuantos más sospechaban lo mismo. Sin embargo, estuve de acuerdo con él en que era más apropiado para un eunuco tratar enfermos que recibir sobornos en la casa de un hombre rico, y dejamos las cosas en ese punto.

»Yo conocía ya la historia del matrimonio frustrado de Festino, cuando lo dejaron con sus guirnaldas nupciales, ya que produjo gran revuelo en Asia, y cuando tu hermano y Festino eran ambos gobernadores en Tracia profundicé mis averiguaciones por creer que una enemistad privada podría causar dificultades. Así me enteré de que la hermana del excelentísimo Teodoro había desaparecido aquella primavera sin dejar rastro. Entonces su hermano estaba aún bajo la autoridad del padre y no tenía su propia casa para ocultarla. Toda la búsqueda llevada a cabo por el padre y por Festino no arrojó una sola señal de ella. Me pregunté entonces si no estarías tú implicada en la desaparición y si habías ido precipitadamente a Alejandría para alejarte de Festino, pero no sospechaba la verdad. Dijiste que eras un eunuco y todo el mundo te creyó. Yo nunca lo dudé, aunque tenía que haber sabido que no lo eras. En el fondo de mi corazón lo sabía, pero lo que veía con él era rápidamente rechazado por mi cerebro. Además estaba ofendido conmigo mismo por pensar tal cosa de otro hombre.

»Y entonces te acusaron de brujería. Tus propios esclavos creían que eras un brujo y una de sus razones era que siempre te bañabas y te vestías a solas. Esto no me pareció raro. Los eunucos tienen motivos para ser recatados. El gobernador de Escitia te trataba como un hermano. “Vamos —pensé— es el Teodoro que conocías antes y quizá te deba un gran favor”. En dos o tres ocasiones aludió a ti como “ella”. ¿Error involuntario, o chiste particular? Me pregunté si a pesar de lo que decías habíais sido amantes, sólo que él no tenía el tipo. Me intrigaba, pero seguía sin asociar Caritón el médico con la hermana de Teodoro. Además, nunca había oído tu nombre. No es habitual mencionar el nombre de una muchacha.

»Después, aquella noche en Marcianópolis, con Festino ofendido aún por el agravio y acusando a Teodoro, me dije que estaba en presencia de un hombre poderoso, vengativo y cruel que no había podido encontrar el menor rastro de la muchacha. ¿Dónde podía haberse ocultado? Y él no te recordaba, aunque tú le temías. Todavía no sospechaba nada cuando pensaba, pero empecé a sentir que sabía algo que no advertía hasta entonces. Citaste un fragmento poético que Festino había mencionado, pero la cita era inexacta cuando dijiste “Caris” en lugar de “Cloe”. La deducción lógica era que Festino había citado el pasaje a una joven llamada Caris. ¿Pero lo había hecho en presencia de uno de los eunucos de Teodoro? Te pedí ayuda y me contestaste con toda firmeza que dejase el asunto. No caí en la cuenta. Mejor dicho, no quise admitir lo que había adivinado.

»Bien, me mantuve activo. Hablé con Fritigerno, volví y hablé con Lupicino, y después tuve que ir y venir entre Antioquía y Adrianópolis: demasiado ocupado para pensar en nada salvo en los problemas de los godos. Seguidamente me tocó pasar dos semanas en Antioquía, dando informes y discutiendo con algunos funcionarios y tratando de hacerlos entrar en razón sin resultado. Y una noche salí con un amigo y nos embriagamos, y cuando volví a mi alojamiento me dormí y soñé contigo. Lo que soñé no importa, pero eras mujer. Cuando desperté con un dolor de cabeza atroz, pensé: “¡Por Dios, qué sueño tan absurdo!”, pero en seguida me dije “¿Es tan absurdo?”. Y todo empezó a encajar. Más aún, no estaba del todo seguro, no lo suficiente para escribirle a alguien. En lugar de ello, busqué a alguien que conocía a Teodoro de Éfeso y descubrí a un asesor del despacho del gobernador, un hombre llamado Cirilo.

—¿Cirilo? Estudiaba Derecho con mi hermano. Torión quería que huyese con él en lugar de irme a Alejandría.

—¿Con ese pequeño leguleyo? —preguntó Atanarico con desdén—. Tu plan era malo, pero éste habría sido peor. ¿Tú, casarte con un abogado charlatán?

Atanarico me dirigió una mirada extraña y se encogió de hombros.

—Le dije que era amigo de Teodoro y lo invité a beber y hablamos de tu hermano hasta que pude referirme a ti. Le pregunté si sabía qué había sido de la hermana. ¿Cómo se llamaba? ¿Caris? Cirilo no sabía nada, pero estaba seguro de que Teodoro sí tenía noticias. Según éste estaba bien y él esperaba que fuese verdad. Cirilo explicó que era una mujer espléndida, tan inteligente como cualquier hombre, y que habría sido un gran desperdicio que se casase con un ignorante cazafortunas como Festino. Me contó luego que estudiabas latín para ayudar a tu hermano y que eras mejor alumna que él, pero que tu verdadero interés no era éste. En realidad te gustaba la medicina. Fue como si me hubiese dado un puntapié, o como si me lo hubiese dado yo mismo por tonto. Le dije que creía haberte visto en casa de tu hermano en Tracia y te describí, y dijo que eras tú y que esperaba que tu hermano revelase tu presencia pronto. Bebimos por esto, me fui a casa y… dejemos eso. Le escribí a Sebastián.

—Me lo confesó —comenté.

—Estaba furiosa —dijo Arbecio.

—No veía por qué tenías que denunciarme —le solté—. Me habría destruido. Aunque de todos modos ya estoy acabada.

—No te habría denunciado —dijo Atanarico con aire fatigado—, pero Sebastián tenía que enterarse y hacer algo. No es posible poner en peligro en una áspera campaña a una mujer de la más alta nobleza y fortuna. Y yo era responsable, pues te había enviado con él. Encontré probable que se enamorase de ti una vez que se enterase. Y te suponía enamorada de él. Fui cauteloso. No quería que mi carta cayese en manos ajenas al asunto. Tenía que regresar pronto a Tracia y decidí esperar hasta ver a Sebastián personalmente. Empezó la guerra y tuve que ir de uno a otro punto llevando mensajes y tratando de reorganizar las postas, por lo que no pude ir a Escitia hasta la semana siguiente a tu captura. Sebastián seguía enfadado con sus tribunos por ese motivo. Sin embargo, me dijo que corrían rumores de los godos sobre tu condición de mujer y me preguntó cómo lo interpretaba. Me tiré de los cabellos y te maldije y me maldije, y Sebastián hizo lo mismo.

—La primera vez que oí los rumores no supe qué pensar —dijo Arbecio—, hasta que traté a unos esclavos que te habían conocido y me lo confirmaron. Además contaron que ibas a casarte con Edico.

—Ésa fue la primera idea de Fritigerno, antes de saber quién era yo. Edico sintió un gran alivio cuando le dije que no me casaría con él.

Arbecio reflexionó un instante y se echó a reír. Atanarico estaba hosco.

—Edico siempre tuvo miedo de ti —dijo Arbecio—. No creo que a él le resultara más fácil que a mí verte como una mujer.

—Tú y yo somos amigos —declaré—, además de colegas. ¿Cómo están todos en Noviduno?

Al parecer, Arbecio y su mujer habían estado viviendo en mi casa grande con todos mis esclavos.

—Espero que no te incomode —me dijo—. Trataba de cuidar tu casa además de la mía, y necesitaba el espacio.

—Quédate en ella —le repliqué—. Como un regalo mío. No la necesitaré. Me iré de Tracia.

—Espero que no sea para siempre —dijo Arbecio sonriendo—. Tenemos ganas de verte de nuevo.

—Podéis venir a verme en Alejandría. De todos modos tienes que ir. Todavía es posible hacer disecciones a veces allí y es algo maravilloso aprender sobre un cadáver.

Atanarico se horrorizó.

—Espero que tu hermano te retenga en Bitinia —espetó con aspereza—. No debió permitirte ir a Alejandría ya desde el primer momento, y es doblemente tonto si te deja volver. No hay lugar para una mujer que practique la medicina por su cuenta en una ciudad tan peligrosa.

Lo miré sorprendida e indignada.

—Siempre dices generalidades —le contesté—: «No hay eunucos honrados», «la mujer no debe ejercer la medicina». Algo que aprendí en Alejandría es que cada caso debe ser tratado por sus propias particularidades. No puedes decir algo como que «la mujer debe tomar la mitad de la dosis de opio que el hombre». Sería poco para una mujer alta y fuerte con buena salud, y demasiado para una joven enfermiza, y en algunos casos podrías abstenerte de administrarlo y dar mandrágora, o cáñamo, o eléboro, según el paciente y la enfermedad. Si no puedes prescribir medicamentos para todo un sexo, ¿por qué prescribir la conducta? Soy una mujer de Éfeso de buena familia, romana e hipocrática además de mujer, y las tres primeras cosas son tan importantes por lo menos como la última. Y si piensas en las primeras tres, no hay razón para que no deba ir a Alejandría.

—No he dicho que las mujeres no deban practicar la medicina —dijo Atanarico, irritado—. Y ciertamente no he dicho que tú no debas hacerlo. No puedo imaginar ningún modo de impedírtelo, como no sea matándote. Pero te las has arreglado ya para tener dificultades en cuatro provincias y con decir que tendrás más cuidado esta vez no es suficiente. Si te embarcas hacia Alejandría a atender al obispo Pedro, es probable que termines siendo acusada de sedición y de herejía. Y para quien te conoce, apuesto a que además habrá algún ignorante esperando para casarse contigo. Debes de ser la soltera más deseada del Imperio romano: Festino, Cirilo, Edico y la mitad de los nobles godos, por no hablar de Sebastián.

—Nadie querrá casarse conmigo ahora —repliqué—. Nadie importante, quiero decir. Estoy en desgracia.

—¡Ah! ¿Piensas cambiar de nombre ahora, excelencia? —preguntó Atanarico con el mismo tono áspero—. ¡Por el amor de Dios, ten un poco de sensatez una vez en tu vida! Espera hasta ver qué sucede en Alejandría y qué sucede en Tracia antes de ir a alguna parte. ¡Tienes suerte de estar con vida! La próxima vez puede ser que no tengas tanta suerte. Además, a juzgar por tu aspecto, te vendría bien un buen descanso.

Me mordí el labio. Tenía sentido, aunque me costase reconocerlo. ¡La idea de ir a Alejandría era tan tentadora, después de Carragines! Aunque tal vez, si volviese allí como Caris hija de Teodoro, encontraría todo enteramente distinto de lo que recordaba como Caritón. Lo más probable era que no me permitiesen volver. A pesar de todo, no veía por qué Atanarico tenía la osadía de indicarme lo que tenía que hacer.

Salvo que había arriesgado su persona y su carrera para devolverme mi libertad. Considerado en términos objetivos, reconocí que se había ganado cierto derecho a aconsejarme.

—Muy bien —dije—. Me quedaré algún tiempo con mi hermano en Bitinia y veré qué sucede. —Dirigí una sonrisa a Atanarico, tratando de disculparme por mi enfado.

Atanarico miró hacia otro lado y volvió a fruncir el entrecejo. No comprendía esta expresión y recordé lo cordial y alegre que era antes. Tal vez no supiese tratarme como se trata a una mujer. O bien creía que le había causado más dificultades de lo que merecía. Suspiré y seguimos cabalgando en silencio.

Por la tarde volví a sentirme fatigada y al caer la noche estaba extenuada. Si hubiese escapado sola de Carragines, no habría ido muy lejos en aquel estado. ¡Benditos caballos! Eran animales resistentes, y aunque aquel día habían cubierto treinta y cinco millas y galopado quince o veinte la víspera, soportaban bien el viaje. Sin embargo, Atanarico estaba impaciente por la necesidad de avanzar. Contaba, no obstante, con llegar a Noviduno al día siguiente.

Aquella noche acampamos en una granja abandonada. En todo el día no habíamos visto un solo ser humano y a Atanarico le pareció que la casa era un lugar seguro. Desde luego, era más confortable que los bosques, y si bien todo estaba amontonado en un cuarto, había camas con colchones y leña amontonada junto a la chimenea. Ésta estaba seca y Atanarico accedió a encender el fuego. Tenía dolores musculares fortísimos por haber cabalgado tanto tiempo y me acosté tan pronto como llegamos, dejando que ellos atendieran a los caballos y prepararan la comida. Me dormí inmediatamente.

Desperté al sentir que alguien estaba mirándome. Abrí los ojos apenas, con cautela, y escudriñé la oscuridad. El fuego ardía en la chimenea y su luz era suficiente para reconocer la figura de Atanarico. Estaba junto a mi cama, observándome. No le veía la cara porque estaba de espaldas al fuego. No me moví. Estaba exhausta y además me sentía otra vez deprimida. Me había tratado con rabia, contenida, pero visible. Sentía vergüenza por haberlo hecho ir a Carragines a rescatarme de una situación de la que él me consideraba responsable.

—Todavía duerme —dijo a Arbecio y se volvió.

—Vamos, despiértala —indicó Arbecio—. Necesita comer tanto como dormir.

Atanarico se volvió, extendió una mano para moverme, pero no lo hizo. Entretanto yo reuní energía para incorporarme sola. Atanarico me cubrió con mí capa y me tocó apenas el pelo.

—Déjala dormir algo más —dijo con una voz poco familiar por lo tierna. Arbecio hizo un gesto de hastío.

—¿Para poder mirarla más?

—Está cansada.

—Está cansada porque está medio muerta de hambre y porque hace más de un año que no monta a caballo. Se sentirá mejor cuando coma. Si, para empezar, eres capaz de darle alimento sin recordarle lo tonta que fue por abandonarse hasta ese estado.

—¿Hice tal cosa?

—Sí. Es probable que crea que la desprecias.

—¡Señor! No puedo evitarlo. Es toda esta charla sobre Alejandría, sobre su deshonra. ¡Es tan impulsiva! La matarán. Y yo debo viajar a Armenia.

—¿Por qué no se lo dices?

—Lo último que le hace falta es otro godo que le proponga matrimonio, sobre todo en mitad del viaje por estos páramos de Tracia. Sin duda, se sentiría incómoda si me rechaza.

Me senté bruscamente. Atanarico retrocedió un paso precipitadamente. No sabía yo qué hacer ni si era posible que él hubiese hablado en serio.

—Sacra Majestas! —exclamó—. Te has despertado.

—Yo… no quería levantarme. ¿Qué querías decir?

—Nada. —Aun bajo el débil reflejo del fuego vi que se había ruborizado.

—Pero has dicho que…

—No hablaba en serio. Sé que no quieres oír nada más de ese asunto y debes olvidar lo que he dicho. Somos amigos y habría hecho lo mismo por un hombre que estimase.

—Pero ¿qué has dicho? Arbecio, ¿qué ha dicho?

Arbecio titubeó, miró a Atanarico y respondió con voz pausada:

—Pensaba pedirte permiso para acordar su matrimonio contigo tan pronto como estés sana y salva en territorio romano.

Tuve que apretarme las manos para impedir que temblasen.

—¿Es verdad?

—¡Olvida esa idea por ahora! —se apresuró a decir Atanarico—. Sé que por ahora no quieres oír hablar nada más sobre matrimonio. Tal vez dentro de un año, si quieres pensar en ello… es decir, si no te disgusto.

Lo miré con la boca abierta.

—¿Pero por qué? No tienes que hacer nada de eso para protegerme, ¿sabes? Sabes que puedo vivir sin ayuda. Además creía que buscabas a alguien como Amalberga.

—Sobre todo sabes meterte en dificultades —dijo Atanarico algo más sereno—. Pero eso no tiene nada que ver. Ni mencionar a Amalberga en comparación contigo. Ella es tal vez un cisne, pero tú eres el fénix. Única, no hay otra.

Cerré los ojos, pues no podía soportarlo. Pensaba que, como al fénix, me consumiría el fuego, la llama del amor.

—¡No necesitas decir nada! —exclamó Atanarico, alarmado por mi gesto—. No tendría que haber hablado. Y no lo habría hecho, pero creí que dormías. Olvídalo todo.

—Ni en mil años —declaré firmemente y abriendo los ojos lo miré.

También aquello era algo como para no olvidar en mil años: su cara, medio vuelta hacia el fuego, la luz sobre su pelo, los ojos temerosos, desconcertados, llenos de incertidumbre.

—¿Realmente me quieres a mi? —pregunté. No podía creerlo.

—Sí, a ti. ¿No es evidente? Pero no temas que pueda imponerte mi presencia. Demasiado has oído hablar de este tipo de cosas. Y una vez me dijiste que estabas enamorada de un hombre. Si todavía quieres buscarlo, no te pondré trabas.

—¡Por Dios, Atanarico, eras tú! ¡Nunca hubo nadie aparte de ti! ¿No es evidente?

Me miró atónito, luego me tocó la mejilla con timidez y por fin me besó. Lo abracé, deseando morir en aquel mismo instante. Nada en mi vida volvería a ser tan maravilloso.

Arbecio tosió discretamente y Atanarico se apartó de mí para mirarme, lleno de confusión. No me aparté. Había esperado demasiado tiempo para soltarlo tan pronto. Iba a decir algo, pero volví a besarlo, y cuando me rodeó con sus brazos olvidó lo que iba a decir.

—Lo dices en serio —dijo, sorprendido, cuando se apartó.

—¡Con alma y vida! —exclamé.

Apoyé la cabeza sobre su hombro. Sentía músculos y huesos duros bajo la capa que olía a sudor y a caballos, y el arco de sus brazos en la espalda, y los latidos de su corazón. Hipócrates dice que el cuerpo es sabio. Sabe, por supuesto, cómo dar felicidad.

Arbecio tosió de nuevo y movió los pies. Pobre hombre, no tenía adonde ir, salvo afuera con los caballos. Si no hubiese estado allí, creo que Atanarico y yo habríamos caído en la cama en aquel instante. Pero no era justo para Arbecio, quien después de todo arriesgaba mucho por nosotros. Recordé mis modales y me aparté algo de Atanarico, aunque tuve que sentarme, pues me temblaban las rodillas por la sorpresa y por el largo viaje a caballo. Atanarico me cogió de las manos.

—¿Estás bien? —preguntó.

—He cabalgado mucho —respondí—, pero nunca en mi vida he estado mejor.

Me quedé allí sentada dirigiéndole sonrisas a Atanarico mientras él, cogiendo mis manos, me sonreía también con una expresión atontada.

—Tienes que comer algo —intervino Arbecio, resuelto a llevarnos a la normalidad.

Atanarico me ayudó a levantarme y me llevó junto al fuego. Habían preparado un guiso con carne seca y cebollas, además de hierbas que habían sobrevivido en el huerto. Sentada allí y sonriendo como una tonta, miraba a Arbecio mientras cortaba otro pan. No había platos, y nos agrupamos en torno de la olla para hundir en el guiso nuestros trozos de pan. Cuando llegó su turno, Atanarico comió sin dejar de mirarme, pero cuando llegó el mío estaba tan hambrienta que hice lo mismo, manteniendo los ojos fijos también en Atanarico para asegurarme de que no desapareciese. Arbecio nos miró a ambos y lanzó una carcajada.

—Nunca lo habría pensado de ti, Caritón —dijo—. ¿Tú, enamorada?

Tragué mi bocado de guiso.

—¿Qué tiene de malo? —pregunté.

—Nada. Pero siempre parecías tan… profesional, como si los sentimientos personales no existiesen.

—Los tenía, y creí que eran evidentes. Tratando siempre de estar en Noviduno si Atanarico pensaba estar… todas esas invitaciones a cenar…

—Siempre las olvidabas —me recordó Atanarico.

—No —negué con la cabeza—. Nunca. Pero no podía dejar que adivinaras, ¿no?

—¿Por qué?

—Porque habría sido el fin para mí. Ser descubierta, humillada, viaje inmediato a mi casa, y años de estar sentada allí sin nada que hacer. Por lo menos, es lo que yo creía. Nunca pensé que quisieras casarte conmigo y sabía que nunca aceptarías una relación clandestina.

Atanarico se sorprendió aún más.

Bajé la vista. Lo que había dicho era una osadía.

—Tú mismo dijiste que el deseo es un tormento.

—Pero… ¿Yo? ¿Y Sebastián?

—Me gusta Sebastián. Pero no en ese sentido.

—Es más apuesto que yo, de pura estirpe romana, más educado, más rico, más listo. ¿Por qué tú, que podrías haber elegido a cualquiera, me elegiste a mí?

—No es más listo. Ha leído más, pero no es más inteligente. Y no sé por qué; en Egipto pensaba que eras apuesto, pero sólo cuando te vi aquí en Tracia descubrí que te amaba. Supongo que la razón es que eres tú mismo, y Sebastián es además el duque y el caballero. Luchará por el imperio y disfrutará de su cultura, pero nunca la mira desde fuera. No la ama, y tampoco ama la virtud. La admira, simplemente. Tú eres como Odiseo, capaz de salir al mar inmenso, perder todos los bienes y los amigos, llegar al borde de la muerte y volver siendo aún tú mismo. ¿Y por qué dijiste que yo puedo elegir a cualquiera? Muy bien, Sebastián cree que me asemejo a una muchacha a la que un poeta latino amó hace siglos, pero su padre puso fin inmediatamente a esas tonterías. Yo debo de ser, por haber huido de mi hogar, una de las mujeres más famosas del imperio, con tanto recorrer, rechazar a un gobernador, trabajar en el ejército y ser ofrecida en matrimonio a media docena de godos. Soy de bastante buena cuna, no muy rica ni muy bella, y ahora envejezco… soy vieja para casarme. No creo que le guste a tu padre más de lo que le gusté al conde Sebastián.

—Sospecho que mi padre tendrá más sensatez, y si no la tiene no me preocupa. Y no eres vieja. Tienes… ¿cuántos años? ¿Veintiocho?

—Veinticinco.

—¿Nada más? Dios Eterno, ¿cuántos tenías cuando partiste de Éfeso?

—Diecisiete. Edad de casarse.

—También lo es veinticinco. ¿Y crees realmente que te consideran escandalosa?

—¿Como qué, si no?

—Como un cruce de Medea con tu Penélope. Y por cada tradicionalista que te encuentra desvergonzada y atrevida, habrá otro caballero que te encuentre espléndida. Sólo a los hombres convencionales y necios les gustan las mujeres necias y convencionales. En cuanto a tus alusiones a tu mediocridad, no seas ridícula. Eres de rango consular, tienes una de las familias más ricas de la provincia de Asia y eres hermosa.

—Hermosa. Debes de estar muy enamorado y además ser ciego. Yo era bonita en una época, pero nunca fui hermosa. Dafne y Amalberga lo son.

—Tú también.

Reí y moví la cabeza, encantada de que él me viese así.

—Tú también, querida.

Repitió la frase cariñosa para sí, con los ojos fijos en los míos.

—Bien —dijo Arbecio—. El amor es sin duda un gran dios, puesto que hace que dos personas inteligentes se vean tan tontas. —Ambos lo miramos irritados y él sonrió—. Estimada Caritón, Caris, te aconsejo que termines de comer y duermas. Necesitas comida y reposo y todavía nos queda un día de viaje.

Los tormentos del deseo no me mantuvieron despierta aquella noche. Estaba demasiado extenuada. Me desperté más contenta aún, y también más dolorida, que la mañana anterior. Atanarico no tenía aspecto de haber dormido tan bien como yo, pero estaba contento. Después de un alegre desayuno partimos y casi inmediatamente empezó a hablar de nuestro matrimonio.

—Tendremos que esperar hasta que hayamos formalizado los acuerdos con tu hermano —dijo.

—¿Tú crees? —pregunté.

La idea no me atraía. La verdad es que me complacía más amar a Atanarico que la idea de casarme con él. Sospechaba que insistiría en que todo fuese respetable hasta que nos casáramos. Una cosa es consumar una pasión y otra consumar un matrimonio, con todo lo que supone de acuerdos financieros y disposiciones legales. Y subordinación legal, además. Una mujer casada tiene más libertad que una mujer soltera en muchos aspectos, pero se le exige que obedezca a su marido. Creía poder confiar en Atanarico, en que no abusase de su poder, pero aun en ese caso la idea me asustaba.

—Tiene que ser legal, con testigos, respetable —sostuvo firmemente Atanarico—. Después de haber empezado todo en forma tan poco convencional, necesitamos la mayor legalidad posible.

—Al diablo con lo respetable.

—«Rumoresque senum severiorum, omnes unius aestimemus assis! Da mi basia nille!»[9]

—Al diablo con lo respetable, ¿y en cuanto a darte mil besos? Encantada. ¿Qué es eso?

—El favorito de Sebastián. Catulo.

—Tal vez deba leer poesía latina, después de todo.

—Ah, pero al final ella perdió su respetabilidad y él la perdió a ella. Necesitamos que sea oficial. No quiero que nadie ponga en duda nada después, ni mi propio padre, si al final opta por comportarse como un tonto. Además, necesitarás tu dote entera si quieres fundar un hospital. —Reí al tratar de imaginar mi propio hospital.

—Muy bien —dije.

—Celebraremos una boda completamente respetable, bendecida en una iglesia, sin ceder a esos caprichos paganos de llevarse a la novia como una cautiva. Caminaremos hasta el altar, muy solemnemente, y juraremos en nombre de la muy sagrada y gloriosa Trinidad, y del divino socorro, y de san Hipócrates, amarnos para siempre, y luego yo tendré que pronunciar el juramento hipocrático.

—¿Por qué?

—Para que no me superes. ¿Cómo es? Usaré mi arte para curar y no para dañar y seré casto.

—No en exceso, espero.

—No hay peligro. Luego iremos a casa y yo obtendré un puesto permanente en alguna parte, con base fija, y tú tendrás tu hospital. Tendremos una casa grande, que dejaremos todas las mañanas para ir a trabajar.

—Mi Maia será nuestra ama de llaves —dije. Aquello empezaba a gustarme.

—¿Tú Maia? ¿Tienes una vieja nodriza en alguna parte?

—Lleva la casa de mi hermano y de su concubina por el momento, aunque fue a mí a quien cuidó. Le oprimió el corazón verme huir, a pesar de haberme ayudado. Festino la hizo torturar cuando acusaron de traición a mi padre. Supongo que fue el verdadero motivo de que yo huyese. Sin embargo, siempre quiso dirigir mi casa y ser la abuela de mis hijos. Estará encantada de verme convertida en una mujer respetable otra vez.

Traté de imaginar su entusiasmo y su inevitable orgullo por el título de Atanarico, mutilando los términos latinos como siempre. ¿Se llevaría bien con Atanarico? Sí, lo intentarían, y no había motivo para que no lo consiguieran.

Atanarico rio.

—¡Tendremos hijos! —dijo, lleno de entusiasmo—. Los varones pueden entrar en el servicio civil y las mujeres pueden estudiar medicina con su madre.

—¿Y si los varones quieren estudiar medicina, qué?

—Supongo que lo permitiría.

—¿Y si las mujeres quieren ingresar en el servicio civil?

—Les diré que se corten el pelo y finjan ser eunucos, aunque no deben esperar sobornos de mi parte.

Me eché a reír.

—¿Y adonde iremos para educar una familia como ésa?

—A Armenia, Alejandría, Éfeso, Roma. Todo el imperio nos espera.

Atanarico extendió los brazos hacia el este, el sur y el oeste, como si borrase la tierra salvaje y desierta de Tracia y prometiese el mundo inmenso y resplandeciente. Otra vez volví a reír de júbilo y Atanarico y Arbecio me imitaron. Me dije que teníamos el mundo, el mundo entero en el cual elegir.

Llegamos a Noviduno a última hora de la tarde.

Otra vez me sentía cansada y el cielo opaco amenazaba tormenta. Los campos en torno de nosotros estaban en silencio y desiertos. Hierba baja verde y amarillenta, campos sin cultivos y casas vacías, el rumor de las cigarras en el aire cálido y espeso. Arbecio detuvo su caballo y señaló a la distancia las murallas de Noviduno, el promontorio que dominaba toda la llanura destacada contra el cielo plomizo. A pesar de mi agotamiento lancé un grito de alegría y obligamos a nuestros caballos a trotar.

—Con suerte —dijo Arbecio— habremos entrado antes de la tormenta.

Desde el mediodía habíamos viajado por la carretera principal hacia el norte. El terreno era llano y abierto, de modo que no se podía temer una emboscada. Desde que abandonamos Carragines vimos por primera vez vacas y caballos pastando y casas con aspecto de estar habitadas. Sus ocupantes podían refugiarse eficazmente en la fortaleza si los godos atacaban.

—¿Hay muchos hombres en Noviduno? —pregunté.

—Bastantes —respondió Arbecio—. Nos han convertido en el principal hospital de convalecientes de toda Tracia.

—¿Y te fuiste sin autorización?

Arbecio sonrió y se encogió de hombros.

—Tengo muchos ayudantes. Y es por culpa tuya por lo que nos han elegido. Tenemos el índice más alto de recuperaciones. De todos modos, la fortaleza está en su mayor parte llena de convalecientes, y Valerio sigue siendo el jefe. Cuando los heridos se reponen lo suficiente como para sostener una lanza, aunque no puedan desplazarse, vigilan las murallas para impedir el cruce del río por parte de más bárbaros. —La sonrisa desapareció y Arbecio prosiguió lentamente y muy serio—. Qué harían si apareciese realmente otra horda de bárbaros, no lo sé. Seguro que no podríamos detenerla. Pero creo que todos están en el sur, matando a los nuestros.

Muy lejos se oyó rugir el trueno sobre el delta. Los cascos de nuestros caballos resonaban sobre el camino. Un hombre y una mujer salieron corriendo de una casa próxima para llevar sus vacas al establo. Nos miraron con curiosidad y temor, pero como no nos detuvimos prosiguieron con su tarea. Apresuramos más a nuestros caballos, buscando guarecernos.

Cuando la proximidad nos permitió ver figuras en aquellas altísimas murallas, Atanarico guió su caballo fuera de la calzada hasta alcanzar un manzano que había en un huerto. Allí cortó unas ramas verdes y nos entregó una a cada uno.

—Son para indicarles que venimos en misión de paz —precisó—. No queremos que nos mate nuestra propia gente.

Así fue como enarbolando mi rama en señal de paz volví a la fortaleza abandonada imprudentemente un año antes. Las figuras de la muralla señalaron y gritaron, pero no nos arrojaron proyectiles, y avanzamos juntos hasta las puertas cerradas.

Los centinelas estaban en las torres con sus escudos levantados y las lanzas preparadas, y uno de ellos nos pidió a gritos el santo y seña.

—No lo conocemos —dijo claramente Atanarico, con las manos bien lejos de su espada—. Estamos huyendo de los godos de Carragines. Soy Atanarico de Sárdica, curiosus de los agentes in rebus —dijo levantando su licencia pendiente de una cadena—. Éste es Arbecio, médico jefe de esta fortaleza. Y ésta es la señora Caris, hija de Teodoro de Éfeso.

Todos habían mirado y reconocido a Arbecio, pero cuando Atanarico mencionó mi nombre, toda la atención se volcó sobre mí. Se oyeron exclamaciones en voz baja, seguidas por una fuerte ovación. Alguien corrió a abrir la puerta y las grandes hojas reforzadas con hierro se separaron para permitirnos pasar dentro de la fortaleza. Cuando las hojas se movieron a causa de una ráfaga de viento, un soldado de la guardia cerró la puerta a nuestras espaldas, y las primeras gotas de lluvia, gruesas y pesadas, empezaron a caer contra la segura protección de las murallas. Me despedí de Tracia con un adiós silencioso. De allí iría en barco por el río, hasta el mar Negro, donde no había bárbaros.

Los soldados se congregaron a nuestro alrededor y comprobé que, en efecto, eran convalecientes, cojos y demacrados por la enfermedad, llevaban los brazos en cabestrillo, el pecho, la cabeza o los muslos vendados. Estaban todos llenos de júbilo y sonreían o gritaban de alegría. Reconocí una o dos caras de mi época de servicio en el campamento, pero la mayoría eran desconocidos, hombres de otras legiones, de otras provincias, trasladados allí a causa de sus heridas o sus enfermedades. No obstante, se veía claramente que habían oído hablar de mí. «Caris de Éfeso», gritaban, «Rescatada de los godos», «¡Esto para Fritigerno!», gritó uno, haciendo un gesto obsceno. Un compañero le dio un codazo: «¡Que es una señora!». Varios tomaron las riendas de mi caballo y me apresuré a apearme y bajarme las faldas. No tenía por qué enseñar las piernas en aquel estado a toda la fortaleza. Los hombres me rodeaban, sonrientes, y yo, algo mareada, apenas podía sostenerme sobre mis piernas temblorosas de fatiga. Me aferré a la silla de montar y devolví débilmente las sonrisas. Atanarico avanzó hacia la multitud que me rodeaba y vagamente advertí a Arbecio, mientras discutía con un hombre sobre el entablillado de su brazo, que le quitó para inspeccionar la herida.

—¡Atrás! —gritó Atanarico—. La señora necesita descansar. Dejadla ir a su propia casa. ¡Abre paso, tú!

No obedecieron sino que permanecieron indecisos, y alguien gritó:

—¡Atención! ¡A formar!

Todos formaron como una rama doblada que se endereza. El tribuno Valerio marchaba deprisa entre ellos. Sus ojos se pasearon por la multitud, pero no me vio, sino que se dirigió a Atanarico.

—¡Excelentísimo Atanarico! —exclamó—. ¿Tienes noticias? ¿Han encontrado al emperador? ¿Están a salvo los nuestros? ¿Vive aún el conde Sebastián?

Atanarico lo miró sin comprender.

—He venido en misión privada. ¿Qué significa eso de si «han encontrado al emperador»?

Valerio calló y lo miró confuso. Una ráfaga agitó su manto escarlata y los penachos de los cascos de los soldados dejaron caer más gotas de lluvia.

—¿No te has enterado? —preguntó Valerio.

—¿De qué? —quiso saber Atanarico—. ¿Qué ha pasado?

—Los bárbaros obtuvieron una gran victoria en Adrianópolis —dijo muy despacio Valerio mientras la esperanza huía de sus ojos—. Y el emperador desapareció y probablemente haya muerto, junto con la mayoría de su ejército, y el resto está sitiado en Adrianópolis. Esperaba que trajeses noticias mejores.

Atanarico dejó escapar un grito de angustia y horror. Mis piernas magulladas se negaron a seguir sosteniéndome y caí hasta quedar sentada en el suelo, medio desmayada y enferma, y me incliné hacia delante con las manos en la cabeza. Atanarico bajó de su caballo de un salto y se inclinó para cogerme de la mano. Los soldados rompieron filas y me rodearon, pero Atanarico los apartó. Cuando se arrodilló junto a mí levanté la cabeza.

—Estoy bien —le dije—. Son sólo mis piernas, por el viaje a caballo.

Valerio llegó frente a mí y me miró asombrado.

—¡Caritón! ¿Cómo es posible que…?

—Atanarico y Arbecio me liberaron de los godos —dije.

—¿Arbecio? Lo perdimos de vista. Creíamos que había desertado.

—No. Simplemente estaba ocupado salvando a las jóvenes romanas de los bárbaros. Por lo menos a una joven romana. Se ha ganado mi gratitud y estoy segura de que mi hermano Teodoro y mi amigo el duque Sebastián también le estarán agradecidos. Espero que sepas disculpar esta semana de ausencia sin permiso. Honorable Valerio, estoy muy fatigada. Con tu permiso, iré a mi casa a descansar.

Valerio, boquiabierto, retrocedió unos pasos haciendo gestos pero sin hablar.

Atanarico me ayudó a levantarme y me alejé cojeando, cogida de su brazo. Arbecio dejó a su paciente y nos siguió. Supongo que alguien más se ocupó de los caballos, ya que ninguno de nosotros tres lo hizo. Se oyó el ruido repentino de un trueno y empezó a llover.

Cuando llegamos a mi casa comprobamos que la noticia de nuestra llegada se había propagado en toda la ciudad, y la mitad de los habitantes nos seguían a pesar del aguacero. Me alegré de llegar. Era la casa nueva que había adquirido poco antes de mi captura y todo el personal nos esperaba junto a las puertas: mis esclavos, Redagunda y su bebé, un niño crecido ya, y Suerido, Gudrun, Alarico, también más grande que cuando lo dejé, y una mujer menuda, regordeta y rubia que llevaba las llaves atadas al cinturón. La había visto sólo unas cuantas veces, pero la reconocí como la mujer de Arbecio. Abrazó a su marido y nos hizo entrar cerrando luego la puerta. Me senté en el banco que había junto a la puerta y apoyé la espalda en la pared. El agua de la lluvia corría por mi pelo y, al llegar a los ojos, los cerré. En la oscuridad y por debajo de los párpados distinguí las tierras desconocidas que rodeaban Adrianópolis y los dragones y águilas de los estandartes caídos, así como la púrpura imperial teñida de sangre. Abrí los ojos. La mujer de Arbecio estaba frente a mí con expresión preocupada.

—Salud, Irene. Me alegro de estar en casa.

Irene se inclinó.

—Sí, mi amable señora. ¿Estás… bien?

—Muy cansada. Seguramente cambiasteis la distribución de las habitaciones cuando partí. ¿Puedes decirme cuál puedo ocupar?

—Te preparamos tu propio dormitorio, señora. Espero que nos perdones por haberlo usado un tiempo, sólo que era una lástima tenerlo vacío, y…

—Tengo una deuda con vosotros por haber cuidado de mi propiedad durante mi ausencia.

Me levanté y me quedé de pie en la cocina chorreando agua sobre el suelo de piedra. Atanarico me miraba, muy pálido.

—Querido, acepta ser mi huésped esta noche. No vayas todavía a la comandancia.

Negando con la cabeza, respondió:

—Tengo que conocer las noticias. Y tengo que permanecer en la comandancia. Haría mal en quedarme aquí.

Suspiré con la vista fija en el suelo.

—Vuelve a comer —le indiqué.

—Vendré.

Protegiéndose la cabeza con una esquina de su capa, salió de nuevo a afrontar la lluvia. Después de verlo alejarse, me dirigí a mi cuarto con pasos inseguros.

Me dormí con el fragor de los truenos entre los tejados. La lluvia continuaba y silbaba sobre la paja de éstos. Estaba completamente oscuro y yo yacía en la cama, inmóvil, mirando el techo. Me había arrancado la capa y la túnica empapadas antes de acostarme y era un placer sentir las sábanas sobre la piel. El emperador había desaparecido y se lo presumía muerto. Su sacra majestad, el señor Valente el Augusto, dueño del mundo, muerto, luchando contra los godos. Yo había odiado a muchos de sus servidores y favoritos, había odiado algunas de sus políticas. Había creído odiarlo a él, pero mi respuesta frente a su muerte era de pesar. El hombre no tenía importancia; el emperador, sí. Había llevado la sagrada púrpura y había gobernado el mundo en que yo vivía, y su fallecimiento dejaba al Estado muerto y decapitado.

No era el primer emperador que moría luchando contra los bárbaros, aun dentro de mis años de vida, pero era el primero que recordaba. Juliano había muerto en medio de una campaña contra los persas, cuando yo era muy pequeña. Pero él no había dejado una diócesis romana entera invadida por hordas bárbaras, ni un ejército aniquilado o bien disperso por todas las provincias. Quedaba por supuesto el Augusto occidental, Graciano, avanzando en aquel momento con las legiones galas, y había además otras tropas en el este, en la frontera persa, en Egipto y en Palestina. Era poco probable que los bárbaros llegasen a conquistar algo más que Tracia, aunque podrían invadir más territorio. Constantinopla, radiante reina del Bósforo, la ciudad más rica del Oriente, se encontraba en el extremo sudeste de la diócesis. No era seguro que los bárbaros la conquistaran, pero sin duda lo intentarían.

La guerra continuaría, probablemente durante años, y no se limitaría a Tracia. También sufrirían otras provincias. No podíamos pasarlo por alto.

Con un suspiro, me senté en la cama cuando me di cuenta de que no sabía dónde estaba la lámpara.

—¡Redagunda! —llamé, cubriéndome con las sábanas.

—¿Señor? —dijo, nerviosamente, pero se corrigió en seguida y preguntó—: ¿Señora?

—No te preocupes por el título —le corregí sonriendo—. ¿Cuánto he dormido?

—Sólo un par de horas.

—¿Está el noble Atanarico todavía en la comandancia?

—No ha vuelto aún. Oí que lo invitabas a comer y he preparado algo, pero no ha venido. Además he puesto a calentar agua por si quieres bañarte.

—Qué bendición —dije agradecida, y miré a mi alrededor buscando mi ropa—. ¿Dónde está mi ropa? —pregunté.

Redagunda dejó la lámpara y se acercó al arcón que había en un rincón.

—He llevado a lavar tu ropa mojada —se disculpó—, pero la señora Irene y yo te hemos preparado algunas túnicas largas. No ha sido posible comprarlas nuevas porque no podíamos contarle a nadie que habías llegado. Pero la señora Irene ha dicho que necesitabas algo y que estas prendas servirían. —Sacó dos túnicas, probablemente de Irene, que tenían un borde añadido para dar una mayor longitud, dada la diferencia de estatura.

—Se lo agradezco a la señora Irene —dije conmovida. Había ido a desalojarla de la casa después de haber hecho que su marido arriesgara su vida por mí y ella me había preparado ropa—. ¿Dónde está?

—Ella y el amo… quiero decir, Arbecio, han vuelto a la vieja casa, la de ellos, y tú te quedas en ésta.

—¿Han vuelto? Será mejor que los invite también a comer.

Atanarico quería, naturalmente, una cena formal y respetable.

—Envía a Suerido para que los invite… y agradece a Irene las túnicas —dije.

Redagunda titubeó.

—Generalmente mandamos a Alarico con los mensajes —aventuró.

—Mándalo a él entonces. ¿Está preparado el baño?

—Te lo prepararé ahora.

Cuando se retiraba, la llamé para que encendiese la lámpara del cuarto. Obedeció y se quedó allí con su propia lámpara en la mano.

—Bienvenido, amo —dijo.

Sonreí con paciencia.

—Gracias, Redagunda. Pero debes saber que no me quedaré aquí.

Ella permanecía allí, muda y tensa. Aquella tensión tenía una causa. Evidentemente yo no sería ya médica del ejército. Me iría y vendería a mis esclavos.

—Cuando me vaya —precisé— pienso dar la libertad a todos mis esclavos. Tú y los demás debéis pensar en lo que haréis con vuestra libertad y yo os ayudaré en la tarea. Pienso devolver a Gudrun y Alarico a sus familias, pero por ahora pienso estar lo más lejos posible de los tervingos, de modo que tendréis que pensar en vuestra vida futura hasta que termine la guerra.

Redagunda me miró, sonrió, se arrodilló y me besó la mano.

—¡Gracias, señor! —exclamó.

—Señora —la corregí sonriendo a mi vez—. Debes pensar, pues. Y ahora prepara ese baño. He cabalgado tres días sin detenerme y me duele todo.

Cuando pasé por la cocina para llegar a la sala de baños, cubierta sólo con una bata asegurada con una mano, encontré a todos los esclavos reunidos, bromeando y hablando animadamente. Corrieron todos, Alarico incluido, a besarme la mano.

—¿Realmente piensas darnos la libertad a todos? —preguntó Suerido, con el rostro inflamado de entusiasmo. Cuando hice un gesto afirmativo, siguió hablando—. ¡Nobilísimo y generoso amo! ¿Puedo pedirte prestado algún dinero? En las cuadras Valentino quiere instalar una caballeriza, y si yo contase con veinte sólidos podría comprar un par de yeguas de cría. ¡Trabajaría para él, por un salario, y vendería las crías, y ganaría mucho dinero, y podría pagarte en menos de diez años, seguramente!

—Bien —repliqué riendo—. Veinte sólidos para que gastes en caballos. Redagunda, te daré siete para que os instaléis en una casa. Gudrun, ¿sabes qué quieres hacer con tu libertad?

Gudrun se ruborizó. También había cambiado durante mi ausencia; estaba crecida y más desarrollada. Recordé sorprendida que tenía la misma edad que yo cuando habían querido casarme con Festino. Cuando habló lo hizo en un griego impecable.

—Por favor, señor… quiero decir, señora, me gustaría quedarme aquí en Noviduno hasta que haya paz. La señora Irene dice que me pagará un salario como servidora, si me quedo con ella. Pero no me interesa el sueldo. Me gustaría aprender el oficio de comadrona, si Arbecio quiere enseñármelo. Me gustan los niños y me gusta curar. Y Alarico puede estudiar conmigo, al menos por ahora.

No podía creerlo y sonreí.

—Por supuesto. Mañana hablaré con Arbecio de tu parte. Y te daré además diez sólidos como dote o para lo que quieras hacer con ellos.

—¡Pagaste menos de esa suma por mí cuando me compraste! —dijo Gudrun, sorprendida.

—Pero pagaría más por que otra mujer estudiase medicina. Ahora iré a tomar mi baño.

Cuando llegó Atanarico, estaba otra vez en mi cuarto, mirando los tratados que había echado de menos tanto como a cualquiera de las personas de Noviduno, mis gastados textos de Hipócrates, las versiones buenas y claras hechas en Alejandría, de Herófilo y Erasístrato, con los bordes de su papiro gastados por el uso, y mis hermosos códices de Galeno en pergamino. Maldito Edico, tenía aún mi Dioscórides, pero seguramente podría obtener otro ejemplar. Era una versión común.

Estaba hojeando el Galeno cuando oí a Atanarico golpear la puerta. De inmediato dejó de interesarme la función de la vesícula biliar y lamenté no tener un espejo. Me había puesto la mejor de las dos túnicas y mi mejor capa, presa de un tonto deseo de que Atanarico me encontrase hermosa. Me había enjuagado el debilitado pelo con cedro y romero, y me lo até con un lazo de oro adornado con perlas que había pertenecido a mi madre. No había necesitado venderlo y armonizaba con las perlas que me había regalado Amalberga. Sin embargo, sospechaba que las alhajas aumentarían mi aspecto desnutrido y enfermizo. Bien, era demasiado tarde para quitármelas. Redagunda llamó a mi puerta y anunció al «Excelentísimo Atanarico». Le di las gracias y salí.

Aquella casa tenía un confortable comedor, pequeño pero acogedor, con un suelo de baldosas rojas y blancas y cortinas rojas. Durante el día estaba bien iluminado por una gran ventana que daba al jardín y de noche había en la pared opuesta una hilera de lámparas. Atanarico estaba de espaldas a ellas, mirando la lluvia por la ventana, pero cuando entré se volvió.

—¡Ah! —dijo—. Has podido conseguir otro vestido. Me preguntaba qué harías.

Resuelto el problema de la belleza de esa manera, respondí:

—La mujer de Arbecio me arregló dos de sus túnicas. Ha de llegar con su marido. Los he invitado.

Gudrun, que estaba colocando el vino bajo la hilera de lámparas, movió la cabeza y dijo:

—No, señora. Alarico dice que esta noche el amo quiere quedarse con su mujer en su casa. Os invita a comer mañana.

—Ah —respondí, y miré a Atanarico.

Recé para que Arbecio e Irene tuviesen toda la dicha y prosperidad que merecían por su tacto, bondad, consideración y generosidad. Una velada a solas con Atanarico, la ocasión de conversar, todo con la respetable excusa de que mis invitados no habían venido.

Atanarico sonrió apenas. Parecía cansado y era evidente que venía directamente después de haber hablado con Valerio, sin tomarse tiempo para bañarse y ponerse ropa limpia.

—Cuando hablas de «amo», ¿te refieres a Arbecio? —le preguntó a Gudrun.

—Perdón, señora —contestó la chica ruborizándose.

—No importa —la tranquilicé—. ¿Tenemos vino blanco con miel? Bien. Atanarico, por favor, trata de relajarte. Siéntate.

Atanarico se reclinó en uno de los triclinios y yo en otro, con la mesa entre nosotros. Gudrun nos trajo el vino blanco y unos panecillos con comino.

—Bien —dije—. ¿Qué gravedad tienen las noticias?

Atanarico me miró un instante sin verme.

—Tan malas como se temía —respondió por fin—. Dicen que dos tercios del ejército fueron aniquilados y se cree que el emperador ha muerto; muchos de los generales más importantes han muerto, con toda certeza. Murió el padre de Sebastián, y también Trajano, Valeriano, Equicio (chambelán del palacio), Barzimeres y docenas de tribunos. Es la peor derrota en la historia del imperio. Y parece que hasta el último minuto Fritigerno pedía la paz y ofrecía romper con sus aliados y luchar contra ellos si el emperador le concedía un Estado protegido en Tracia. Nunca ha habido una guerra más tonta, más costosa y más innecesaria que ésta.

—¿Y Sebastián? —pregunté pasado un instante.

—Nadie sabe nada de él. Su nombre no figuraba entre los muertos. Pero tendría que haber estado luchando junto a su padre. Puede tratarse de una omisión.

Me hallaba con las manos entrelazadas, tratando de comprender qué significaba todo aquello. Había sabido siempre, por supuesto, que era posible una derrota de los romanos. Sin embargo, la que yo había imaginado era una batalla entre iguales, o tal vez una retirada forzada, no una matanza general.

Atanarico suspiró y comenzó a frotarse la nuca como si le doliese la cabeza.

—Dicen que el Augusto occidental, Graciano, ha sido ya informado del desastre. Enviará cartas a las tropas de Siria, al duque del Oriente y al duque de Egipto, tratando de reunir más fuerzas. Y nombrará un nuevo maestro de armas que probablemente terminará como su colega y Augusto de Oriente, Teodosio, el amigo de Sebastián. Tiene la edad de Graciano y parece que son amigos, a pesar de lo que le sucedió al padre de Teodosio. No sería una mala elección. Teodosio es un general fuerte y enérgico y se desempeñó muy bien contra los sármatas cuando era duque de la Mesia dacia. Tal vez pueda detener el diluvio que amenaza destruir el imperio.

Recordé el oráculo ominoso y me estremecí.

—¡De modo que TEOD sucederá a Valente después de todo!

Atanarico dejó de frotarse la nuca y sonrió amargamente.

—Así será. Y parece que la llanura del sur de Adrianópolis se llama llanura de Mimas, por un héroe antiguo enterrado allí. Los demonios suelen decir la verdad, aunque no para ayudarnos. Caris, es nuestro fin. No creo que el imperio se recupere nunca de este golpe.

—Estás cansado —le dije—. Está oscuro, llueve y tienes la capa mojada. El imperio es algo muy grande y hace falta más de una derrota, aunque sea tan enorme como la de Adrianópolis, para destruirlo. Bebe tu vino, mi amor, y descansa. Mañana estarás mejor. El enemigo no sabe aún nada de guerra de sitios. —Era uno de los temas predilectos de Fritigerno, quien siempre aconsejaba a sus colegas contra la práctica de «destruir nuestras vidas contra una muralla de piedra».

—Eso es verdad —respondió Atanarico, si bien no parecía menos deprimido—. Y ahora están sitiando Adrianópolis. Harán que se maten unos cuantos. Quizá se postergue el desastre. Pero no se impedirá.

Permanecimos en silencio unos minutos. Gudrun sirvió el primer plato, puerros con salsa de vino.

—Esta noche estás cansado —repetí—. Te sentirás mejor por la mañana.

Atanarico bebió un poco de vino mientras me miraba.

—Estar sentado aquí contigo casi me fuerza a creerlo. Sin embargo… el imperio es demasiado vasto. He visto más territorio que la mayoría. Por el oeste he llegado a Mediolano; por el este, hasta Amida; y por el sur, hasta Egipto. En todas partes hay dificultades: bárbaros en el norte, persas en el este, en el sur los sarracenos y los africanos. Y no tenemos fuerzas para impedirles entrar. Demasiadas tierras están desiertas y hay conflictos de la Iglesia con el Estado, los funcionarios y los gobernadores se llenan los bolsillos, a menudo para la ruina del bien público, y los que están lejos de las fronteras desprecian a los soldados que los protegen. Ha empezado a desmoronarse. No caerá con rapidez… puede durar más que nuestras propias vidas, pero caerá y seremos testigos de la caída. «Desinas ineptire et quod vides perisse, perditum ducas. Fulsere quondam candidi tibí soles…» —Aquí calló, mirándome con ternura.

—«Deja de hacer tonterías —traduje— y lo que has visto morir, déjalo muerto. Los radiantes astros brillaron para ti antaño…» Algunos poetas latinos escribían versos realmente extraños.

Y Atanarico continuó:

«Nobis cum semel occidit brevis lux, nox est perpetua una dormienda». «Una vez que la breve luz se nos fue, dormimos una sola noche eterna».

Sentí que me agitaba.

—Atanasio me dijo que nada humano dura eternamente, ni siquiera el imperio. No obstante, afirmaba que cuando lo humano se ha gastado, queda lo eterno, y que la vida humana está tachonada de eternidad.

—¿Cuándo dijo eso?

—Fue en Carragines. Cuando estaba enferma. Quizá fue un sueño. Pero aparte de las circunstancias en que lo haya oído, me parece una verdad. Aun cuando el imperio esté terminando en este momento, algo de lo que fue mejor en él puede perdurar. Y tal vez no sea el fin todavía. Los casos más desesperados a veces se restablecen y sobreviven muchos años más.

—Pero a ti te parece viejo y con perspectivas de morir pronto.

Miré mi copa de vino y luego a Atanarico. Éste me observaba con atención.

—La muerte es triste —dije—. Incluso la muerte de un animal. Y estamos hablando de un gran imperio. Sin embargo, puede ser que viva, pero, aun cuando no viva, todas las cosas en la tierra deben morir y hemos de resignarnos y apreciar la vida mientras la tenemos.

Entró Gudrun, se llevó el primer plato, que apenas habíamos probado, y trajo el segundo: jabalí con salsa a la pimienta.

—¿Qué haremos ahora? —pregunté cuando empezamos a comer.

Atanarico se encogió de hombros.

—Lo mismo, supongo. Vamos a Bitinia. Preparamos todo para la boda, a toda prisa, y decidimos dónde viviremos. Pero tendré que dejarte allí, pues tendré trabajo. En una emergencia como ésta no puedo abandonar mis obligaciones. Faltarán correos en la corte y no debemos perder el contacto con el oeste. Tú puedes partir a donde vayamos a vivir y fundar tu hospital.

Lo sabía y lo comprendía, pero el caso es que no quería acceder a que me dejasen soltera en casa de mi hermano.

—Atanarico —le dije—. No vayas a la comandancia esta noche.

Me dirigió una mirada maravillosa, profunda a la luz de las lámparas, y tenía la boca entreabierta. Sabía lo que quise decir.

—Debe ser oficial —replicó vacilando.

—Te necesito. Yo no quiero casarme con otro hombre, ni que nadie me haga preguntas tontas e impertinentes acerca de si soy virgen y complaciente. La ley de matrimonio no es tan formal. Estamos casados si vivimos juntos. Y mi hermano no va a intentar despojarme de mi dote.

—¿Vivir juntos? Ninguno de los dos vive en ninguna parte por ahora. Alciones rozando las aguas antes de la tormenta, eso es lo que somos. No puedes establecer un contrato sobre esta base. —Pero su mirada era intensa, llena de deseo.

—Haz un contrato, entonces, cuando lleguemos a Bitinia. Te prometo que Torión no creará dificultades, por lo menos después de que haya hablado conmigo.

Se levantó rápidamente y se sentó a mi lado en el triclinio.

—Tienes razón —dijo, y me besó.

Finalmente terminamos la comida, pero en buena parte porque yo insistí en que los dos necesitábamos alimentarnos. Llamé luego a todos mis esclavos y les dije que Atanarico era mi marido y que pasaría la noche en mi casa. Dieron vivas y nos felicitaron. Estaban medio ebrios de todos modos, festejando su inminente libertad, y no encontraban sorprendente nada que hiciera su excéntrica ama.

Fuimos a acostarnos. El amor es lo más dulce en la vida, como afirman los poetas, lo bastante dulce para que en comparación la miel sea amarga, para borrar la imagen de los romanos muertos en combate y la púrpura imperial empapada en sangre. Siempre había admirado la sabiduría del cuerpo, pero en aquel momento sentía que nunca había comprendido ni apreciado su misterio, capaz de hacer de un simple acto, de algún modo, una imagen de la eternidad.

Después permanecimos inmóviles y abrazados, escuchando el rumor de la lluvia sobre el tejado de paja.

—¿Qué dijiste que éramos? —le pregunté a Atanarico, pasado un largo rato de felicidad total—. ¿Alciones?

—Los alciones ponen sus huevos en la superficie del mar, en la calma del solsticio de mitad de invierno. Los rodea la tormenta y crían en paz.

—Así es —dije, y lo besé.

—Pero yo amo el imperio —exclamó. La nota de dolor apareció de nuevo en su voz.

—Lo sé. Lo amas tanto como yo amo la medicina. Pero no es el fin aún, mi amor. Ahora dejemos las tormentas para mañana. Es la noche del solsticio y de la calma invernal.

Me besó una vez más. Fuera, la lluvia golpeaba el tejado y a lo lejos, en el río, resonó el lejano rumor del trueno.