Volví a Noviduno una semana más tarde, completamente extenuada. Torión y Maia por sí solos me encantaban. Torión me admiraba mucho por mi habilidad como médica y por mis contactos con ciertos sectores del poder. Me comentó que el ilustrísimo maestro de los oficios tenía muy buena opinión de Atanarico. La opinión de éste tenía la validez de un edicto cuando se trataba de asuntos de los godos. Estaba muy satisfecho de haber hecho amistad con él. Pero Torión, cuando estaba con otras personas, me producía una gran ansiedad. Nunca pronunciaba mi nombre, y de todos modos siempre me había llamado Caritón, pero solía referirse a mí en femenino. Sin duda, muchos hacen lo mismo al referirse a los eunucos, pero sólo para ofender. No sucedía a menudo y no siempre había seguridad sobre lo que decía, pero bastaba para ponerme muy nerviosa. Atanarico advirtió el desliz y me preguntó a solas si Torión era «el hombre que habías mencionado». No llegué a comprender qué había querido decir hasta que recordé mi confesión sobre los tormentos del deseo.

—¡No, por el amor de Dios! —exclamé—. Es sólo un viejo amigo.

Atanarico me miró con aire pensativo y yo traté de fingir despreocupación. Sabía, sin embargo, que estaba capacitado para percibir cosas como aquélla y me pregunté si ahora adivinaría la verdad. Me preocupaba lo que sentiría yo si descubría mi secreto, pero Atanarico no habló más del asunto. La verdad era que partió a todo galope a «hacer una inspección de las postas» dos días después del juicio. Sebastián permaneció en Tomi, donde pensaba pasar aproximadamente un mes clasificando las provisiones para sus hombres. Yo me vi obligada a volver al hospital lo más pronto posible porque mediados de verano es una época de enfermedades contagiosas. Antes de partir, conversé con Sebastián sobre Janto.

—Ahora que ha visto rechazada su demanda, no es necesario despedirlo —dije—. No me importa que siga trabajando bajo mis órdenes, siempre que no se entrometa con mis pacientes.

Sebastián se quedó mirándome y luego me dirigió una sonrisa irónica.

—¿Por qué esa condescendencia cristiana? —preguntó—. El hombre es tu enemigo. Quería hacerte torturar y matarte. Además, ya lo he despedido.

Me encogí de hombros. A menudo recordaba la forma en que lo arrastraron llorando fuera de la corte. Me pregunté si tendría dinero suficiente para pagar sus multas.

—En parte tuve la culpa —dije a Sebastián—. Obré mal, lo suplanté, lo traté con arrogancia, lo humillé y critiqué sus métodos. No tiene la culpa de ser tan mal médico, pues no es responsable de su propia formación. Además, creía verdaderamente que yo era un hechicero y que maté a su amigo. No quiero que lo tortures porque no pueda pagar.

Sebastián rio.

O integer vitae scelerisque pure![5] Bien, si lo pides, puede volver contigo. Le enviaré una carta con esa noticia. En este momento está en Noviduno, recogiendo sus cosas. Pero le diré que fuiste tú quien intercedió por él y quizá no quiera volver. He visto antes odios como éstos. Es un veneno mortal, y no mata a su objeto sino a quien lo siente. Aunque tú no sabes nada de estas cosas, ¿no?

Me dirigió una mirada llena de afecto y escribió la carta. La cogí, monté mi caballo y volví a casa.

No cubrí toda la distancia al galope. El caballo no lo habría soportado, pero lo hice correr más que durante el viaje a Tomi, acompañado por Sebastián, y llegué a la fortaleza hacia el mediodía del segundo día después de abandonar Tomi. Cuando atravesé el fuerte, varios de los soldados me dirigieron vivas y me saludaron, encantados de verme regresar, satisfechos de que estuviese en libertad. Tal vez fuese un hechicero, pero, como médico, me preferían a mí antes que a Janto. Devolví los saludos, pero no me detuve hasta que llegué al hospital. Arbecio y Edico salieron corriendo a mi encuentro con grandes sonrisas y felicitaciones. Sentí que volvía a casa.

El hospital estaba tranquilo. No había casos de peste, al menos por el momento. Examiné a un par de pacientes que habían llegado durante mi ausencia y también a algunos de los que estaban enfermos cuando partí. Sólo uno había muerto. Arbecio y Edico habían hecho un trabajo impecable, como siempre, y los felicité. Ellos me elogiaron por mis enseñanzas y Edico abrió una botella de vino de Quíos.

—Lo compré para celebrar tu triunfo —me dijo.

Lo llevamos al jardín del hospital y nos sentamos junto a la fuente a beberlo. El sol era cálido, el quinquefolio, la genciana y mis amapolas florecían, y los mosquitos no eran demasiados. Conté a los otros algo sobre el juicio y se rieron.

—Janto volvió hace tres días —me dijo Arbecio—. Afirmó que le habías lanzado un maleficio al gobernador. Y vino aquí e intentó robar algunos de nuestros medicamentos. Le dije que se fuera o lo denunciaría ante Valerio. Vociferó improperios horrorosos.

—Le impusieron una multa por falso testimonio —expliqué a mis colegas—. Probablemente necesita el dinero. Le pedí a Sebastián que le devolviese el cargo.

—¿Qué? —soltó Edico mirándome con asombro.

Se lo aclaré.

Arbecio y Edico parecían contrariados.

—Es un hombre peligroso —precisó Edico—. Yo preferiría tenerlo lejos. Es tu enemigo.

—No me gusta tener enemigos —dije—. Estoy dispuesto a olvidar la acusación si él lo desea, y seguramente lo deseará si le restituyen el puesto.

No parecían muy convencidos, pero callaron. Terminé mi vino y me levanté, diciéndoles que tenía que llevarme el caballo y dejarlo en la cuadra.

En casa, Suerido y Redagunda estaban tan contentos de verme como Edico y Arbecio. Alguien les había dicho que estaba de regreso y ambos me esperaban junto a la puerta. Suerido llevó el caballo a la cuadra y empezó a almohazarlo.

—He puesto agua a calentar por si quieres un baño, amo —me dijo Redagunda con una sonrisa tímida—, y además hice tortas de vino dulce y compré vino de Quíos para ti por habernos librado de los tribunales.

—Qué buena eres —le contesté.

No había advertido que hubiera tanta gente que observaba mis preferencias hasta el punto de preparar golosinas y comprarme vino de Quíos. Durante todo el tiempo que pasé en Tomi no me había bañado normalmente, pues era difícil estar sola, y después del viaje a caballo estaba muy sucia. Me sentía agradecida, era yo misma otra vez. En Tomi había avanzado por una cuerda floja entre Caris y Caritón, pero ahora estaba de nuevo en tierra firme. Con una sonrisa dirigida a Redagunda entré en mi casa. Ésta me siguió, pero ya no sonreía.

—Esta mañana ha venido el malvado de Janto —me dijo.

—¿Qué quería?

—Quería saber cuándo volvías.

Tal vez pensase en pedirme que intercediese por él ante Sebastián. En otras ocasiones se había tragado ya el orgullo. En ese caso, bastaría entregarle la carta para acordar la paz. La idea me agradaba y sonreí.

—Bien, avísame si vuelve. Estoy dispuesto a hablar con él.

Después de dejar la carta sobre la mesa me dirigí al cuarto de baño. Constaba de un único cuarto, pequeño, pero aislado. Redagunda puso el agua para mi baño en una pila detrás del horno. Esta pila se apoyaba contra la pared de la cocina, de manera que era posible hacer correr el agua caliente desde el interior del cuarto de baño. Redagunda llenaba siempre un ánfora con agua fría de la fuente y la dejaba junto a la pila para que yo pudiese mezclarla a solas. El cuarto tenía dos puertas: una era la entrada desde la cocina y la otra era la que Redagunda utilizaba para vaciar el agua sucia en el jardín. Yo cerraba ambas con cerrojo. Había además un taburete, un estante para el aceite y la estrígila, y un par de ánforas vacías en un rincón. Aquel día mi toalla estaba colgada encima de ellas, lo cual me sorprendió, ya que Redagunda solía dejarla junto a la pared opuesta para que se calentase. Pero el día era caluroso. Derramé agua caliente en la pila y oí a Redagunda al otro lado de la pared abandonar la cocina para buscar más agua fría del pozo. Me quité las botas de montar, dejé caer mi capa sobre el ánfora vacía, me aflojé el cinto, me quité los pantalones que olían a sudor de caballo y metí las manos bajo mi túnica para abrir el corsé. Comprobé la temperatura del agua, le añadí más agua fría y me quité la túnica.

Estaba entrando en la pila cuando oí un ruido a mis espaldas, un grito ahogado de sorpresa. Al volverme, vi a Janto de pie detrás del ánfora. En una mano sostenía la toalla que lo había ocultado, y en la otra, un cuchillo de larga hoja.

«Dios mío», pensé y por un instante no pude moverme, paralizada de sorpresa. Retrocedí entonces hasta el borde de la pila y cogí mi túnica, tratando de cubrirme con ella. Sentía náuseas.

—Es demasiado tarde —susurró Janto y exhibió su desagradable sonrisa—. He visto ya bastante. Nunca he oído hablar de ningún eunuco con todo cortado y además con un agujero. ¡Pareces mucho más interesante de lo que imaginaba!… Caritón.

—¿Cómo has entrado? —murmuré. Tenía que hablar bajo, pues temía que me oyesen mis esclavos.

—Por la puerta trasera. Tu esclava la dejó abierta mientras preparaba el baño. Pensaba esperar hasta que estuvieses en el agua y matarte entonces. Pero no creo que te mate ahora. Sería un despilfarro.

—Vete —dije alzando algo la voz. Suerido estaba en la cuadra, y Redagunda había ido al pozo. Sólo podrían oírme si gritaba—. Le he pedido ya a Sebastián que te restituya tu cargo y accedió. Te pagaré lo que quieras para que guardes este secreto. Sabes que recibo dinero de los godos. Te lo daré todo si callas.

—Ah, pagarás… —dijo Janto, sonriendo siempre—. ¿Quién eres en realidad? ¿Una de las amantes del duque?

—No. No está enterado. Nadie debe enterarse.

—Sería el fin de tu carrera como médico de la fortaleza, ¿no? Te devolverían a tu familia cubierta de oprobio, o a tu amo, tal vez. ¿No eres esclava de nadie? Probablemente no tenga importancia. Bájate la túnica. Quiero mirarte. —Empujando con una rodilla el ánfora se adelantó y se detuvo delante de mí, mirándome. Yo estaba inmóvil, aferrando mi túnica, paralizada. Janto apartó la túnica con la punta de su cuchillo, miró mi pubis y levantó muy despacio el cuchillo, reuniendo los bordes de la túnica hasta que la punta del arma quedó apoyada en mi garganta. Me puse a temblar y sentí que se me enrojecía el rostro—. Eres bonita —dijo—, algo delgada, pero con buenas formas. Tendría que haberme dado cuenta de que eras demasiado hermosa para ser un eunuco. Esos ojos grandes y hermosos… —Janto hizo un gesto de desprecio—. Me pagarás todo lo que ganes con los godos. —Su voz era implacable—. Me restituirás en el cargo. Y dormirás conmigo.

—No.

—Sí. ¿Qué harías si te poseyese ahora y aquí? ¿Gritar? Entonces se enterarán todos, aun si no te mato. Si te ven así, toda la guarnición sabrá que eres mujer. Y aquí termina todo para ti. —Janto lanzó una carcajada—. Por todos los dioses. Jamás soñé con algo como esto. ¡La forma perfecta de ponerte en tu lugar! —Janto introdujo las manos entre mis muslos.

Podría haber razonado con él. Podría haberle dicho que era de familia noble, que lo pagaría caro si descubrían la violación. Después de todo, a un verdugo que había conducido desnuda a la muerte a una mujer acusada de adulterio lo quemaron vivo por su insolencia. Podría haberle dicho que el gobernador era mi hermano y que era fácil imaginar lo que le sucedería a un hombre que violase a la hermana del gobernador. La verdad era que no sabía con certeza si quería razonar con él o simplemente verlo muerto, pues no podía soportar que me tocase. Al moverse él, me moví yo. Arrojé mi túnica sobre su cabeza, envolviendo el cuchillo entre sus pliegues y al mismo tiempo le puse la zancadilla y lo golpeé en la cara. Tenía la fuerza de mi desesperación y él estaba desprevenido por su lujuria y su deseo, de modo que cayó al suelo de espaldas con un grito ahogado. Le di unos puntapiés en los genitales y le arranqué la túnica. Gimiendo de dolor, se incorporó sobre las rodillas… aunque con mis pies desnudos no podía haberle causado tanto daño. Con su mirada de basilisco, llena de odio, se levantó lentamente. De nuevo salté sobre él y lo derribé. Le hundí el cuchillo exactamente debajo de la axila, llegué a la gran arteria que pasa al brazo, y tras un leve giro saqué el arma. Janto dio un alarido y su sangre brotó sobre mí. Di un salto hacia atrás y Janto se volvió de bruces. Quedé allí, desnuda, temblorosa, con el cuchillo en una mano.

Alguien llamaba a la puerta.

—¡Amo!

Era la voz de Redagunda, seguida de la de Suerido, gritando «Amo».

—Sí —respondí vagamente.

Ellos dejaron de golpear y me hicieron preguntas a gritos, qué había sucedido, si estaba herido. Tenía que vestirme. Cogí mi túnica, pero estaba empapada en sangre, como todo lo próximo a mí. Me metí en la bañera, me quité algo de la sangre con agua y me cubrí con mi capa. Por fin abrí la puerta. Suerido y Redagunda entraron rápidamente en el cuarto y Redagunda lanzó un grito.

—Estaba oculto ahí —les dije—. Trató de matarme. Se había escondido detrás del ánfora.

A los ojos del campamento, yo era un héroe. Me habían absuelto del cargo de asesinato por magia y había intercedido con toda magnanimidad por mi acusador. Janto me había odiado y había regresado con sed de venganza. Lo que era peor, Janto no me había atacado abiertamente, sino que preparó una celada con la mayor cobardía. Yo, valientemente, le había quitado el cuchillo para matarlo. Hasta Valerio estaba impresionado. Cuando Sebastián recibió la noticia, me escribió una carta elogiosa e hizo chistes sobre mi superioridad sobre Janto, que no logró salvarse de su último baño. Janto, todos estaban de acuerdo, había tenido su merecido.

Tal vez fuese así. Pero yo también me sentía culpable. No sabía si lo había matado para defenderme o bien para preservar mi secreto. Si hubiese sido un eunuco, por supuesto que Janto me habría matado. Hubiese sido muy sencillo esperar hasta verme lavándome el pelo o algo parecido y saltar sobre mí, matarme, abrir la puerta trasera y huir fuera del campamento. Venganza y huida. La violación reemplaza bien el asesinato, menos definitiva, pero más humillante para la víctima, y además Janto no era inmune a la codicia. Quizá podía haberlo disuadido de su ataque. Y si me hubiese negado a la extorsión, si hubiese gritado pidiendo socorro, no habría terminado todo en un hecho sangriento.

No me gustaba pensar en todo aquel episodio. No volví a utilizar aquel cuarto de baño y quemé la túnica empapada en sangre. Valerio ordenó quemar el cuerpo de Janto y arrojarlo al Danubio, para alejar lo más posible el fantasma. Pero estaba casi segura de que nunca dejaría de atormentarme.

Aproximadamente un mes después de matar a Janto, decidí comprar un esclavo más.

Para entonces mi trabajo había disminuido algo. Hacía tiempo ya que los godos habían remontado el río para atravesarlo frente a Mesia, y no había casos de peste entre nuestras propias tropas. Tenía poco que hacer y disponía de tiempo para pensar en mi casa. Redagunda llevaba el embarazo ya muy avanzado y esperaba el hijo para dos meses después. No podía cumplir muchas tareas de las que hacía antes, como ir a buscar agua y lavar, a pesar de que, por suerte, no tenía demasiados problemas de mareos y demás. Pensé en comprar una adolescente de unos doce años que la ayudase a hacer las compras y a cuidar del bebé una vez que éste hubiera nacido, lo cual requeriría una casa más amplia. En todo caso, me alegraba deshacerme de aquélla, pues nunca había podido volver a entrar en el cuarto de baño, que mantenía cerrado como una tumba.

Muchos traficantes recorrían el río con esclavos. Inferí que los godos de Mesia estaban vendiendo algunos de sus hijos para reunir el dinero necesario para instalarse. Siempre me pareció algo trágico que un padre vendiese a su hijo, pero solía ocurrir y había ocurrido antes, como la enfermedad y la guerra, de modo que no me preocupaba demasiado. Una hermosa mañana de principios de agosto partí de la fortaleza hacia el mercado cercano a los muelles y busqué algo conveniente. Un barco cargado de esclavos estaba amarrado junto a la orilla. Estaba techado con junco y lo vigilaban algunos guardias. El traficante había bajado al mercado, y estaba comprando alimentos para su mercancía. Cuando le dije a un guardia lo que quería, corrió a avisar a su amo. Al cabo de un instante apareció un hombre rubio y corpulento, y de cara sonrosada. Su sonrisa era zalamera, pero no dejaba de observarme como si quisiese calcular los medios de que disponía. Los eunucos tienen mucho valor como esclavos, pero yo llevaba uniforme militar y no era probable que pensase secuestrarme en los muelles de Noviduno.

—¿El prudentísimo desea comprar un esclavo? —me preguntó.

—Sí —respondí—. Una muchacha, preferentemente de unos doce años, obediente y capaz de cuidar niños.

—¡Claro, claro! Tengo muchas como lo que pides, aunque yo estaba… pensando en llevarlos a Istrópolis. Hay mayor ganancia allí. Habrás de tener esto en cuenta, ¿eh? Si deseas subir a bordo…

Subí a bordo y el traficante me condujo debajo del sector techado con paja. Estaba repleto de niños, demasiados para el espacio disponible. Su edad oscilaba entre los cuatro y los quince años, y todos estaban sentados en el suelo, los mayores encadenados en grupos de tres; los pequeños, sin ataduras. El olor era nauseabundo. No se veía un solo manto y muchos de los varones tampoco tenían túnicas, sino sus harapientas prendas de godos. Sus pechos delgados permitían contarles las costillas. Su salud era deficiente, como si durante largo tiempo hubiesen pasado hambre y necesidades. Recordé los niños de los campamentos del otro lado del río. Sin duda parecían más sanos que los del barco, aunque éstos procedían de Mesia, donde las condiciones tendrían que haber sido mejores. Al acercarnos el traficante y yo, nos miraron con aire esperanzado. Uno o dos sonrieron nerviosamente. Debajo de aquel tejado de paja hacía mucho calor. Las moscas zumbaban y el barco se mecía en el agua, pero el silencio de los niños era estremecedor. Una niña jugaba con un muñeco de paja y otra algo mayor mecía a un niño de unos cuatro años sobre su falda. El resto estaba inmóvil, esperando. Esperando, tal vez, que terminase la pesadilla y sus padres los llevasen a casa.

—Aquí hay una que podría gustarte —dijo el mercader, señalando a la niña que tenía el niño en brazos. Era un ser delgado, pálido, con un pelo rubio casi blanco y muy sucio. Tenía los ojos muy abiertos—. Le gustan los niños, como ves, y es muy comedida y obediente. Tiene trece años. La vendo por seis sólidos. —En seguida dijo a la niña—: ¡Vamos, picara, siéntate bien! ¡El señor quiere comprarte!

Entonces entendía yo bastante del idioma como para saber lo que decía, a pesar de que lo hablaba mal. La niña se irguió y me miró horrorizada. El niño la miró y se echó a llorar.

—¿Es tu hermano? —le pregunté.

Me miró como si no comprendiese y repetí la pregunta en lengua gótica. Con los ojos muy abiertos de terror, negó con la cabeza, pero seguía aferrando al niño y él la abrazaba a su vez, llorando sin consuelo.

—El chico le ha cogido cariño —dijo el traficante—. No tienes por qué preocuparte por deshacer una familia.

—Te daré cinco sólidos por los dos —propuse.

Aunque no tenía la menor necesidad de un niño de cuatro años, ni contaba tampoco con espacio para él, en un instante decidí comprarlos a ambos. Habían perdido a su familia y se aferraban el uno al otro en su estado de esclavitud, y yo no quería separarlos.

—Ocho —dijo el traficante—. Es un chico sano y muy guapo. ¡Mira sus rizos rubios! Crecerá y será un hombre fuerte. Puedes enseñarle lo que quieras.

Tomando al niño lo sostuvo erguido para darme a entender lo sano que estaba. El niño gritó aterrado y pataleó en el aire con unas piernas delgadas como palillos. El hombre lo devolvió a la chica, a la que se aferró como una sanguijuela.

—Tengo ya un hombre —dije, decidida a no pagar a aquel cuervo más de lo necesario, ni un solo dracma más—. Lo compro por compasión. Ninguno de los dos habla una sola palabra de griego y creo que tienen parásitos. Cinco.

Después de regatear un poco el traficante me vendió los dos niños por cinco sólidos, suma inesperada para mí, pues sus precios de partida habían sido muy bajos. Había pensado pagar más que esa cantidad por una sola esclava. Pero el hombre tenía una carga mayor de lo que soportaba su barco y le preocupaba seguramente que el resto pudiese enfermar.

Nos estrechamos la mano para sellar el trato, el mercader hizo limar las cadenas de la niña y sus guardias los retiraron a esperar en el muelle. Acto seguido, pagué el precio: cinco pequeñas monedas de oro con la efigie de su sacra majestad, el Augusto Valente. De pie en el muelle, con el niño siempre en brazos de ella, los ojos de ambos reflejaban su temor y confusión. El traficante me preguntó si necesitaba ayuda para llevarlos a casa y le contesté que podía arreglármelas por mis propios medios.

—Os he comprado a ese hombre —dije a mis nuevos esclavos en mi gótico torpe—. Tengo una esclava que pronto tendrá un hijo y necesita… ayuda. Vosotros vendréis a casa conmigo.

—¿Compraste también a Alarico? —preguntó tímidamente la chica.

—Sí. Si lo prefieres, es tu hermano. Vamos ya —dije señalando la colina.

La chica la observó con aprensión, miró una vez más el barco y echó a andar. Después de avanzar varios pasos, depositó al niño en el suelo. Éste le cogió una mano y comenzó a caminar con ella.

Cuando llegamos a casa encontramos a Suerido y Redagunda en la cocina. Antes de abrir la puerta los oí ya reír. Encontré a Redagunda sentada junto a la mesa de la cocina amasando pan. Suerido estaba haciendo un molde de cuna con la masa sobrante. Cuando me vieron entrar con mis compras se irguieron, muy serios. Les había dicho que pensaba comprar a alguien más, pero al ver al pequeño se quedaron sorprendidos.

—Ésta es mi casa —dije a la niña, siempre en mi mal gótico—. Aquí está Suerido y ésta es Redagunda. Tú eres…

—Gudrun.

Primero miró toda la cocina y luego dirigió su mirada sucesivamente a Suerido, a Redagunda y a mí.

—¿Eres hombre o mujer? —me preguntó por fin.

Suerido se echó a reír.

—Es una mujer vestida de hombre —declaró el niño, Alarico, con aplomo. Eran las primeras palabras que le oía decir.

Suerido y Redagunda reían ante la ingenuidad de la criatura. Redagunda se levantó rápidamente y se le acercó, poniéndose de rodillas frente a él.

—No es una mujer —le dijo—. ¡Es un mago muy sabio y poderoso! Tienes suerte de que te haya comprado. ¿Quieres pan de sésamo?

La boca del niño era un círculo de sorpresa. Me miró fijamente antes de volverse hacia Gudrun.

—Me gustaría un bollo de sésamo —dijo dirigiéndose a Gudrun en lugar de a Redagunda.

Ésta rio y cogió dos bollos, uno para Alarico y otro para Gudrun. El niño mordió el suyo con fruición, pero Gudrun se quedó con su bollo en la mano, mirándome con recelo, lo cual no era raro, puesto que acababa de descubrir que su nuevo amo era un mago.

—Soy un eunuco —le expliqué. Tuve que usar el término griego, pues no existe en gótico—. ¿Sabes lo que quiere decir?

Ante su negativa, Suerido se lo explicó y ella pareció horrorizarse.

—No le harán eso a Alarico —dijo en un tono que sonaba como una orden.

—Yo no hago esas cosas —le dije, pensando que me habría gustado poder hablar mejor—. He hecho un juramento. Yo curo. —Decidí renunciar a balbucear en gótico y hablar en griego—. Redagunda. Dile que ésta es su casa y que no le haremos ningún daño a ella ni a su hermano. Dales comida. Suerido, cómprales ropa limpia. Aquí tienes cinco sólidos. Si te sobra algo, cómprales ropa de cama. Y también unas botas —añadí. Ambos estaban descalzos.

—No tienes por qué comprarles botas —dijo Suerido—. Conseguiré el cuero y se las haré yo mismo.

—Muy bien. Ahora vete —dije.

Redagunda dio a los niños leche y más pan con queso, que comieron como si hiciese mucho tiempo que ayunaban. Luego la ayudé a lavarlos. Los godos no se bañan con frecuencia y ambos se asustaron al ver el agua caliente, pero cedieron. Yo estaba tan ocupada que ni siquiera pensé en nada al entrar en la sala de baño. Tenían piojos y los traté con una mezcla de hiedra y vinagre. El baño les quitó las pulgas. Ambos llevaban encima montones de parásitos, para los que prescribí el consumo de grandes cantidades de ajo y la aplicación de un ungüento de genciana. Gudrun tenía llagas causadas por las cadenas; además, le habían pegado. Traté esas heridas mientras Redagunda les repetía que yo era el médico más inteligente de toda Tracia. Suerido volvió con la ropa, y los niños no tardaron en estar sentados a la mesa con aspecto presentable, limpios y cómodos, mientras comían su ajo.

—Había un médico en el campamento del señor Fritigerno —dijo Gudrun—. También él decía que comer ajo curaba las lombrices.

—Tal vez fuera yo —dije, pasando a otro asunto—: ¿Por qué te vendieron tus padres?

Tenía mucho interés en conocer su historia. Es verdad que los traficantes siempre han vendido esclavos godos. Pero una embarcación como aquélla, repleta hasta la borda de niños muy baratos para vender, casi por el precio que se paga por vestirlos, es algo inusual. Y no era la única que había en el río. Creía haber visto mayor cantidad de barcos de lo habitual dirigiéndose a Istrópolis y a puertos del mar Negro, pero hasta aquel momento no había pensado mucho en ello.

—Necesitábamos comida, señor —respondió la niña, dejando de comer su ajo—. No teníamos nada. Mi madre dijo que por lo menos los romanos no nos dejarían morir de hambre. Los romanos me cambiaron por un perro, para que mi madre pudiese comérselo.

—¡Dios misericordioso! —exclamé, mirándola para ver si bromeaba. ¿Cambiar un ser humano por un perro?

Redagunda estaba también asombrada.

—Mis padres me vendieron por un novillo de arado más una tremissis de oro —dijo.

—Eso fue antes de que la gente atravesase el río —declaró Gudrun.

—Vuelve a empezar —le dije—. ¿Eres del norte? ¿Huíais de los hunos?

Gudrun hizo un gesto afirmativo.

—Vinieron los hunos y nos quemaron la casa —dijo con voz apagada, y luego me miró con curiosidad. Al cabo de una pausa prosiguió—: Mataron a mi padre. Mi madre nos llevó a mí y a mi hermano antes de que llegasen los hunos y nos ocultamos en el bosque. Los hunos nos buscaron durante un tiempo, pero luego se alejaron a caballo. Caminamos hacia el sur. Habíamos oído que el señor Fritigerno había acordado con los romanos que podíamos cruzar el río y encontrar tierras allí, donde no hay hunos. Recorrimos una larga distancia hacia el sur. Mi madre vendió sus pulseras, compramos comida y yo recogí moras. Llegamos al río y las cosas mejoraron. Mi madre encontró otro padre para nosotros. Los hunos se habían llevado a su esposa. El señor Fritigerno nos dio trigo para amasar pan. Yo recogí bellotas y juncos e intenté pescar. Mi hermano y yo atrapamos muchas ranas. Teníamos mucho alimento. Luego el señor Fritigerno dijo que podíamos cruzar el río y llevó carros para trasladar a los niños más pequeños, a los enfermos y todas nuestras pertenencias. Durante muchos días marchamos por la orilla del río, junto con muchos más, hasta que llegamos al lugar donde estaban los botes. Estábamos muy felices cuando llegamos. Embarcamos en un botecito que nos llevó a las tierras romanas de la orilla opuesta. Mas cuando llegamos no había comida. Mi nuevo padre trató de buscar algo, pero los romanos no se lo permitieron. Tenían muchos soldados allí y no permitían avanzar a nadie, y nos dijeron que teníamos que esperar hasta que nos asignasen tierras. Esperamos, pero no teníamos nada que comer. No encontrábamos ni bellotas ni ranas. La gente que llegó antes que nosotros se las había comido todas. Los romanos tenían mucha comida, pero pedían dinero por ella, mucho dinero. Mi madre vendió su capa y sus pendientes. Mi nuevo padre tenía una cota de malla y también la vendió. Tras cruzar, los romanos le habían quitado su espada. Después quisimos volver a cruzar el río, pero los romanos tampoco lo permitieron. Mi madre vendió mi collar y mi capa, y nuestros zapatos. Dijo entonces que moriríamos todos de hambre si no nos vendía a los romanos por comida. Me vendió a mí primero, pero todo lo que le dieron fue un perro, y cuando protestó se burlaron de ella. Me entregaron al hombre que nos vendió a ti; él me ató con cadenas y me metió en el barco. Le dije que no las necesitaba, pero me las puso de todos modos. Traté de escapar y me azotó. Alarico estaba ya en el bote cuando llegué, en el suelo y llorando. Lo había visto antes en el campamento y traté de consolarlo. Se parece muchísimo al hermanito que tenía. Gracias por habernos comprado a los dos.

No dije nada. De repente sentí que mis cinco sólidos eran sangre que me hacía culpable junto a los que habían ofrecido perros a cambio de seres humanos. La gente muy necesitada siempre ha vendido a sus hijos, pero la necesidad no la provocan los hombres sin escrúpulos simplemente para adquirir esclavos. Las tierras estaban prometidas a los godos si llegaban a cruzar el Danubio. Estaba segura de haber oído mencionar a Atanarico que ciertas partes de Tracia estaban ya destinadas a la colonización por parte de los tervingos. Traté de imaginar los campamentos que había junto al río en Mesia: peores que los vistos aquella primavera. Masas de gente hacinada, viviendo en carromatos y refugios improvisados hechos de ramas y hojas, con unos cueros tendidos como tejados, alimentándose de gusanos y bellotas y lo que pudiesen obtener a precios escandalosos de la bien provista fuerza romana situada detrás de ellos. Gente muriendo de enfermedades, sin protección, sin prevención, con disentería, fiebre tifoidea, hidropesía. Gente sin agua potable para beber, sin intimidad; niños llorando de hambre; los muertos enterrados entre los vivos o bien arrojados al río. Y los romanos apoderándose de joyas, cotas de malla, ropa, y… gente.

—¿Quiénes eran los romanos que hicieron esto? —pregunté por fin—. ¿Oísteis sus nombres?

Gudrun asintió con los ojos muy abiertos.

—Los jefes de los soldados se llamaban Lupicino y Máximo. Y había un jefe llamado Festino, que no tenía soldados pero tenía que haber enviado alimentos… es lo que dijo mi nuevo padre.

Festino. En efecto, Torión me había dicho que ejercía como gobernador de Mesia. Era un hombre capaz de hacer aquello. Recordé asimismo lo que había dicho Sebastián sobre su codicia como jefe militar. Máximo era el duque de Mesia y yo no tenía datos sobre él, pero tenía que ser de la misma especie, pues de lo contrario Lupicino no habría podido causar tantos sufrimientos.

Quedé muy impresionada por lo que contó aquella niña. Además, me daba miedo. No creía que Fritigerno pudiera soportar mucho más aquel trato. Sospechaba que debía de estar ya disponiéndose a organizar a su gente. Cuando atravesaron el río habían tenido que entregar las armas, pero seguramente no todos lo habían hecho. Serían más débiles que la fuerza opositora de los romanos, pero seguían armados y eran peligrosos. ¿O serían quizá mucho más débiles? ¿Cuántos habían cruzado? Sabía, por Atanarico, que había millares de tervingos.

Alguien tenía que impedir aquello. Era evidente que las autoridades de Mesia conspiraban, pero Sebastián y Torión podrían tal vez hacer algo. ¿Y Atanarico? No podía creer ni por un instante que formase parte de aquel plan corrupto o que ya lo conociera. No lo había visto desde el juicio. Seguramente había descubierto cómo trataban a los godos los jefes romanos y había volado a la corte de Antioquía para denunciarlos. Puede que en la corte ya hubieran promulgado leyes para poner fin a aquellas medidas vergonzosas de Festino y Lupicino.

Sin embargo, la corrupción forma parte de la manera de gobernar un imperio, y puede resultar difícil obtener la atención de alguien en la corte. Además, yo sabía que Festino tenía amigos poderosos. Sería difícil dominar la situación. Sin embargo, a decir verdad, yo estaba en una posición tan buena como la de cualquiera para mover influencias. Era amiga del duque y hermana del gobernador de Escitia. Hablaría con ambos.

—Gudrun —dije, y callé en seguida, dada mi ignorancia de su idioma—. Te quedarás aquí ahora. Te devolveré a tus padres más tarde, cuando… Redagunda, dile que no pienso aprovecharme de este trueque de personas por perros y que los devolveré a ella y a Alarico a sus padres tan pronto todos los tervingos estén instalados en sus propias tierras. Y dile que no todos los romanos son como Lupicino y Festino, y que pienso contar su historia al duque y al gobernador, a los que pediré que envíen alimentos a su gente.

Redagunda me miró sorprendida un instante y luego, con una sonrisa radiante, hizo la traducción. Gudrun me miró a su vez, y su rostro se iluminó de esperanza. Cayó de rodillas y me besó las manos.

—¿Me mandarás a casa? —preguntó—. ¿Mandarás comida río arriba?

Alarico la miró también y luego corrió y me abrazó las rodillas, como si quisiera imitarla.

—Haré todo lo que pueda —les prometí en el idioma que ellos no comprendían, pero pude añadir en gótico—: Todo lo que pueda hacer, lo haré.

Tan sólo esperaba que eso no fuese demasiado poco.

Sebastián estaba aún en Tomi, ordenando las provisiones para el invierno, y desde luego Torión nunca se había ido de allí, por lo que decidí ir a la ciudad y conversar con ambos personalmente. Dije a Valerio que me tomaba un permiso por tiempo indeterminado, pero que, de todos modos, trataría de volver al cabo de una semana. A continuación, ordené los asuntos del hospital y lo dejé a cargo de Arbecio y Edico. Cuando les anuncié mi partida se quedaron encantados. Edico se había enterado por su familia de lo que sucedía en Mesia, y por las miradas que intercambiaron deduje que se lo había contado a Arbecio con toda la crudeza. Al principio no comprendí por qué no me decían nada. Después me di cuenta de que creían que la cruel explotación de los tervingos era lo que siempre había planeado Roma y que mis amigos Sebastián y Torión eran parte de este plan. Habían desconfiado de mí. Más aún, desconfiaban todavía de Sebastián y Torión y no estaban seguros de mi éxito, pero a pesar de todo me desearon suerte. Pedí a Arbecio que controlase de vez en cuando a mis nuevos esclavos, así como a Redagunda. Hecho esto, monté a caballo y partí. Llevaba una túnica más y mi bolsa de médico, y además veinte sólidos y algunas joyas godas por si se hacía necesario sobornar a alguien. Redagunda se quedó con una buena cantidad de monedas de cobre para las compras. Si no le alcanzaba, siempre podría recurrir al crédito para adquirir lo que necesitase.

Llegué a Tomi en mitad de la tarde al segundo día de mi partida de Noviduno y me dirigí directamente a la prefectura. Allí los esclavos me dijeron que el gobernador no recibía a nadie. Les ofrecí dinero, pero se incomodaron y repitieron que en verdad era cierto que el gobernador había dispuesto no conceder audiencias a nadie. Les aseguré que yo sí sería recibido. Después de murmurar entre ellos, un esclavo desapareció para verificar si aquello era exacto, mientras yo permanecía de pie en la sala de espera común, y mi caballo estaba atado fuera, en la calle. Una persona más esperaba conmigo: un anciano que me miraba con atención, sin duda porque me reconocía como el hechicero absuelto por Torión.

Pasados unos minutos, la puerta se abrió de par en par y apareció Torión corriendo, con la guarda de su manto torcida y el pelo revuelto como una escoba.

—¡Caritón! —me saludó a gritos, abrazándome—. Gracias a Dios que has venido. ¿Cómo has llegado tan pronto? ¡Te mandé a buscar esta misma mañana!

Tragué saliva sin comprender y Torión lanzó una carcajada a la vez que me arrastraba fuera del recinto. Mi compañero de espera intentó entregarle su petición, pero Torión lo rechazó irritado y le espetó:

—Mi concubina está de parto y éste es el médico que viene para atenderla. ¿Y quieres que lea un papelito? ¡Apártate!

—Ah —atiné a decir mientras seguía a Torión. La situación de los godos tendría que esperar.

En realidad, no necesitaba haberme llamado y, de haber llegado respondiendo a su mensaje, habría sido demasiado tarde, aun recurriendo a la posta imperial, como había planeado Torión al enviarme un correo autorizado a traerme. Melisa, una muchacha muy dulce, como había comentado Maia, aunque no excesivamente lista, dio a luz un varón lleno de salud unas dos horas después de mi llegada. Contaba ya con una comadrona perfectamente capacitada y el nacimiento se produjo sin ningún contratiempo. No tuve que hacer nada, excepto mezclar unas soluciones para la higienización y unas bebidas calmantes para más tarde. Así pues, me sentía satisfecha por haber estado presente en el nacimiento de mi sobrino. Era un niño hermoso, con el pelo oscuro y rizado en todo el cráneo, y gritó indignado tan pronto como emergió al mundo, amamantándose con gran energía una hora después. Evidentemente no era prematuro, como yo había temido. Torión y Melisa habían hecho mal los cálculos. A veces pienso que los diez meses estimados por Hipócrates para la gestación son erróneos. A menudo puede ser menos prolongada.

Maia había estado ocupada ayudando a la comadrona, llevando agua y otras cosas, y cuando Melisa quedó cómodamente instalada después del parto, corrió a buscar a Torión. Éste esperaba en su habitación y llegó a toda carrera. Al ver a Melisa con el bebé en brazos sonrió, temblando de alegría, y acarició la cabeza de su hijo. Besó a Melisa, besó a Maia, besó a la comadrona, me besó a mí y luego a Melisa otra vez. Finalmente besó al bebé, y cualquiera habría supuesto que nadie había tenido un hijo antes. Cuando la comadrona logró persuadirlo de que su mujer necesitaba descansar, salió conmigo y con Maia para solicitar otra vez nuestra opinión sobre la salud, el vigor y la evidente inteligencia de su hijo.

—¿Cómo has podido llegar aquí tan pronto? —volvió a preguntarme, cuando ya habíamos hablado de lo que quería oír—. ¡Te mandé a buscar esta misma mañana!

—En realidad he venido a hablar contigo de otro asunto —le dije—. Pero dejémoslo para más tarde. ¡Hablemos sólo de cosas buenas en el día del nacimiento de tu hijo!

Torión sonrió.

—¡Sí, bebamos a su salud!

Bebió copiosamente por la salud de su hijo, por lo que a la mañana siguiente tuvo que levantarse tarde, quejándose de su cabeza y de su estómago. Le di un poco de vino muy aguado con miel y anís, examiné a Melisa y al bebé, ambos en perfecto estado de salud, y fui a ver a Sebastián.

Cuando llegué, el duque estaba ocupado con unos mercaderes, pero me hizo entrar de inmediato en su despacho. Con una sonrisa, me invitó a sentarme mientras él discutía con ellos. Quería determinada cantidad de toneladas de trigo para enviar a Noviduno, otras tantas para Salices, una cantidad de vino y otra de lentejas, y todo debía ser entregado antes del comienzo de octubre. Los mercaderes dijeron que en Egipto había dificultades, pues los alejandrinos estaban agitados de nuevo por culpa de un obispo, el puerto estaba cerrado la mitad del tiempo, los embarques de grano eran irregulares y no podían prometer que el cereal llegara a Tracia en la fecha propuesta.

—Tu amigo Atanasio sigue causando dificultades aun después de muerto —dijo Sebastián después de amenazar a los mercaderes con multas si no entregaban lo adquirido a tiempo y de haberlos despedido.

—La culpa es de mi enemigo Lucio —repliqué—. No había dificultades cuando vivía Atanasio. Y no las habría ahora si los alejandrinos tuviesen el arzobispo que eligieron.

—Los alejandrinos siempre se rebelan con cualquier pretexto —dijo Sebastián con aspereza—. Pero ¿qué te trae por aquí? ¿O ha tenido ya su hijo maravilloso la amante de tu amigo?

—¡Ah! ¿Te has enterado?

—Cené con el excelentísimo Teodoro la semana pasada. Al verlo tan encantado con la idea de ser padre casi deseé que Dafne estuviese también encinta. Infiero que debo enviarle un hermoso presente de bautismo, ¿no?

—Lo apreciarán. El niño es varón. Nació anoche y su padre cree que Aquiles era menos valeroso y Adonis menos bello. Pero en realidad he venido a hablar contigo de otra cuestión, honorable.

Sebastián soltó la carcajada.

—Habla —dijo.

Le conté la historia de Gudrun y la sonrisa se borró de su rostro. Cuando terminé, permaneció en silencio un minuto, jugando con su pluma.

—¿Y qué crees que debo hacer yo? —preguntó por fin.

—Detenerlo.

—¿Detener a Lupicino? ¿Mi jefe militar? No tengo autoridad en Mesia.

—Denúncialo entonces al maestro de armas. O a tu propio padre. El debe de tener influencia frente a cualquiera.

Sebastián apoyó la pluma y se levantó bruscamente.

—He oído algo de esto —soltó de repente. Se acercó entonces a la ventana y miró hacia el patio—. Atanarico pasó por aquí hace cerca de un mes y me habló a gritos durante una hora. Le escribí a Lupicino y a mi padre, despachando la carta con un correo veloz, y Atanarico se fue a caballo a Antioquía a exponer la situación al maestro de armas. Puede que ya haya logrado convencer a alguien de que detenga esto. —El tono de Sebastián no indicaba que ello fuera muy probable.

—¿Puedes hacer algo más, excelentísimo?

—No. —Sebastián se volvió de la ventana—. Mi padre me escribió. No quiere intervenir frente a Lupicino y su comando, ni tampoco cree que yo deba hacerlo. Dice que no es un asunto militar, sino que está dentro de la jurisdicción del gobernador.

—¿No es asunto militar? ¿Supones que Fritigerno tolerará este tratamiento sin rebelarse?

Mis palabras afectaron a Sebastián.

—Mi padre dice que si los godos causan dificultades, siempre podemos vencerlos. Los romanos nunca fueron vencidos por los bárbaros.

—¡De modo que los tervingos serán aplastados por las armas romanas, y centenares de los nuestros morirán sin duda en este proceso, todo por satisfacer la codicia de unos pocos hombres corruptos! ¿Crees que está bien que obliguen a la gente a cambiar a sus hijos por perros?

—¡Claro que no! —replicó Sebastián—, pero la solución no está en mis manos. ¿Por qué no le pides a tu amigo Teodoro que haga algo?

—A eso vine a Tomi, ni más ni menos. Pero ¿no puedes hacer algo tú también? ¿Denunciar a Lupicino ante el emperador?

Sebastián suspiró profundamente.

Caritón, tengo más respeto por ti que por muchos otros. Estoy seguro de que te mueve el más puro y noble sentimiento filantrópico de Hipócrates, pero no puedo inmiscuirme en el mando de un camarada. Tampoco puedo denunciar a mi jefe ante el emperador. Es contrario al honor de las armas romanas.

—¡Maldito sea el honor de las armas romanas! ¿No puedes, al menos, hablar tú mismo con Lupicino? Señálale que si Fritigerno y su gente se rebelan y es necesario exterminarlos, el emperador se enojará. La colonización de los godos en Tracia se contempla con gran entusiasmo entre los funcionarios de la corte. No les gustará que fracase.

—Lupicino gana lo bastante en este negocio como para comprar media Italia. ¿Crees que me escucharía?

Sin embargo, sus palabras fueron acompañadas por una sonrisa, como si no tuviese la certeza de lo que decía.

—Te respeta, ¿no? —insistí—. ¿No te escuchará si le dices que debe cuidar su retaguardia?

—Quizá. —Sebastián suspiró otra vez y me miró con aire pensativo—. Quizá. Muy bien, iré a verlo a Marcianópolis. No quiero dificultades con los godos en este lado del río. Y tú puedes acompañarme.

—¿Yo?

—El duque de Mesia quiere conocerte. Mejor dicho, quiere que sus médicos te conozcan. Máximo puede ser codicioso y carente de escrúpulos, pero le preocupa que los malditos godos puedan contraer una epidemia y que ésta se propague a sus tropas. Ha visto que aquí no hay dificultades gracias a tu sistema, y quiere que instruyas a sus médicos. Bien, puedes venir y discutir todo tú mismo. Veamos… podemos partir pasado mañana.

Sebastián volvió inmediatamente a ocuparse de los papiros que había sobre su escritorio, examinando compras de provisiones y de caballos, licencias para el uso de las postas…

—Le dije a Valerio que estaría ausente una semana —le expliqué, al pensar en todas mis tareas en Noviduno, en el bebé de Redagunda, en Melisa.

—Puedes escribirles y anunciar un cambio de planes. —Sebastián dejó de mirar sus papeles y me dijo sonriendo—: Tú iniciaste esto, no yo. ¿Por qué no vas a ver a tu amigo Teodoro y lo convences también?

—Si continúo así, terminaré en Antioquía —dije, deseando haber llevado otra túnica y otra capa—. Iré, entonces. Y muchas gracias.

Muy sonriente, Sebastián respondió:

—Gracias a ti. Estoy contento de hacer algo. Atanarico se fue furioso porque no quise hacer más. Debo encontrar la manera de apaciguarlo.

Volví a la Prefectura. Torión estaba levantado, trabajando en su despacho. Una horda de decuriones y magistrados lo esperaban con peticiones —y sobornos— para ser excusados de ciertas obligaciones. Esta vez los escribas me reconocieron y uno me hizo entrar inmediatamente. Al verme, Torión me dirigió una sonrisa.

—¿Has visto a Melisa? —me preguntó en seguida—. ¿Cómo está? Cuando me he levantado, la he encontrado perfectamente. En cambio, tú me hiciste pillar una buena borrachera.

Le dije que había encontrado bien a Melisa, pero que tenía que descansar, mantenerse muy limpia y beber muchos líquidos, vino bien aguado y tal vez algo de leche. Las primeras dos semanas después del parto son una época peligrosa. Torión asintió con aire de experto.

—Maia se hace cargo del bebé, de modo que Melisa no necesita levantarse. Pero me alegro de que tú también estés. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

—Parto para Marcianópolis pasado mañana.

—¿Qué? Acabas de decir que las dos primeras semanas pueden ser peligrosas.

—En Tomi tienen una comadrona perfectamente capacitada y no hay motivo para temer ningún riesgo con Melisa. Además, dejaré algunos preparados para los problemas más comunes. Tengo que viajar, Torión. El duque Sebastián quiere que hable con algunos de los médicos de Mesia sobre métodos para prevenir la propagación de pestes.

—¡Vaya con el duque Sebastián! Debe de imaginar que le perteneces.

—Es mi superior. He hablado con él antes de venir aquí. Te manda felicitaciones por el nacimiento de tu hijo.

Torión estaba contrariado e irritado.

—No veo por qué una mujer debe tener un jefe militar. ¿Por qué lo has visto? ¿Por las epidemias?

—No. Por los godos.

—¿Habló contigo también el conde Atanarico? Vino aquí hace más o menos un mes, solicitando que enviase la mitad de nuestras reservas de grano de Tomi y de Istrópolis río arriba, a los bárbaros en Mesia. Le respondí que eso era responsabilidad del gobernador de Mesia y que me ahorcaría antes de ayudar a Festino, ante lo cual me insultó.

Empezaba a sentirme bastante orgullosa de Atanarico.

—Tienes que enviar el grano —dije.

Seguidamente le conté la historia de Gudrun. Aunque se impresionó, terminó por encogerse de hombros.

—He oído algo sobre esto —admitió—. En realidad he tomado notas de historias como ésta, y las he enviado a la corte. Puede ser que alguien las escuche. Y puede que no. Todo el mundo sabe que odio a Festino y por ese motivo no creen nada de lo que diga sobre él. Se lo comenté a Atanarico cuando pasó por aquí.

—¿No podrías enviar además alimentos? Esa gente se muere de hambre.

—¡Dios Eterno! ¿Cómo hacerlo? En los graneros públicos apenas tenemos suficiente para el invierno, y Sebastián se llevará una parte si no llegan cargamentos de Alejandría para sus tropas. Además, ¿por qué habría yo de socorrer a Festino? Cuantas más dificultades tenga, mejor, eso es todo.

—Torión —insistí—. Esos que se mueren de hambre no son romanos. Los romanos entienden de corrupción oficial, la aceptan, se dedican a sobornar a otros funcionarios y recurren a influencias para obtener lo que quieren. Los godos no saben nada de eso. Creían que el imperio era perfecto y que los funcionarios imperiales eran justos y sabios. Dejarán de creerlo y no intentarán sobornar a nadie para denunciar a Festino ante el emperador. Lucharán. Morirán muchos. Sebastián cree que si se llega a la lucha será el fin de los tervingos y de todo el conflicto, pero… hay muchos godos. Y si se produce una revuelta cerca del río, tendremos más tribus de ellos cruzándolo, los que no fueron invitados. Y detrás están los alanos y los hunos. Sí, sé que al final siempre gana el imperio, pero el «final» puede estar muy lejos. Si esta situación crea verdaderas dificultades, no se limitarán a Mesia. Te encontrarás frente a un ejército godo fuera de las murallas de Tomi.

Torión me miraba muy preocupado.

—¡Y piensa en lo que sucedería si lo impidieses! —proseguí—. Sé que aspiras a gobernar de una forma excelente. ¡Impide una guerra y podrás volver a la corte cubierto de gloria para ocupar la función que prefieras!

—Sí, pero esa clase de gloria es costosa —dijo Torión, deprimido—. Si perdono a mucha gente en el pago de impuestos, no sólo puedo obtener dinero de sobornos, sino que además me elogian ante el emperador, comentando lo justo y moderado que soy. Sin embargo, tener cereales suficientes para hacer llegar río arriba, tendría que arrancarle la última moneda a los habitantes locales, y no les gustaría. Es mucho más probable que en lugar de cubrirme de gloria me cubrieran de quejas. Y cuando terminara mi período de gobierno, me vería obligado a vagar por la corte ocupándome de juicios y esperando algo en las antesalas del chambelán. Tampoco allí podría ganar un solo dracma de cobre. ¡Por la gran Artemis! No pongas esa cara de reproche. Tú sabes por qué quiero el dinero. Festino nos costó muy caro. Durante su último año de vida nuestro padre tuvo que vender una de las granjas con todo su ganado, además de veinte esclavos. Esperaba volver a comprarlos con lo que ganara en este cargo de gobernador.

—Torión, ¿cuánto producen nuestros bienes anualmente?

—El año pasado la producción alcanzó un valor de trescientas catorce libras en oro —respondió Torión sin vacilar—. Veintidós mil seiscientos sólidos. Es una disminución de cuarenta libras en oro respecto a lo que era hace cinco años. ¿Qué crees que debo hacer si aspiro a un consulado en Constantinopla? Los juegos cuestan más que eso aun fuera de temporada.

—¿Gastamos veintidós mil seiscientos sólidos al año?

Torión estaba incómodo.

—Mira… no. Pero debo mantener mi posición, y la casa de Constantinopla además de la de Éfeso y todas las propiedades. Y ese maldito puerto de Éfeso siempre requiere dragado y la gente exige siempre mi contribución. Hasta me escriben aquí para requerirme el pago. Y el mayordomo Juan dice que… ¡Vaya, Caritón! ¡Muy bien, enviaré grano para tus malditos godos! ¡Pero vigila! ¡No quiero que Festino se atribuya todo el mérito!

Le di un beso.

—Eres el orgullo de la gobernación y un digno padre para tu hijo.

—Bien, bien. Me gustaría que ese Sebastián no te llevara a Marcianópolis. ¿Para qué sirve tener una hermana que es un buen médico si se va cuando más la necesitas? Está bien, está bien, extenderé las órdenes para que te las puedas llevar a Marcianópolis. Pero allí tendrás que persuadir a alguien de que reciba los cargamentos de grano. Ah, supongo que tendré que escribir a ese bruto de Festino por este asunto. Sólo espero que tengas razón y que reconozcan lo que hago. Es triste ser virtuoso y recibir un castigo como recompensa.

Desde Tomi hasta Marcianópolis hay casi cien millas. Las recorrimos en cinco días. Sebastián dijo que solía tardar sólo tres, pero no había una necesidad especial de darse prisa, con que fuimos por la carretera de la costa. Las facilidades para detenerse y descansar no eran malas. Sebastián llevaba a Dafne y a algunos esclavos domésticos.

—A ella le gusta cambiar de escenario —me dijo—, y no sabemos cuánto tiempo durará esto. Así que más vale que me ponga cómodo en Marcianópolis.

Dafne viajaba en un carro rodeada de tropas, las pertenencias de Sebastián se sacudían sobre las mulas y nos desplazábamos despacio a lo largo de la costa bajo un sol radiante. Hacía calor, y cuando la carretera tocaba el mar los hombres dejaban las armas y se internaban en el oleaje, arrojándose agua y riendo. En una ocasión, el cochero de Dafne fue detrás de ellos y ella bajó y se mojó con agua salada. Sebastián la persiguió a caballo, pero cayó; después la atrapó y la llevó de nuevo al carro con su lujoso interior. Dafne tenía las cortinas corridas todo el tiempo e intercambiaba bromas y cantaba marchas militares con los soldados. Se burlaba de mí porque no me había metido en el agua y le respondí que a Afrodita, diosa del amor, no le agradaban en absoluto los eunucos. Fue un viaje extraordinariamente alegre, y no creo que la tarde que llegamos hubiese ni uno solo de los miembros del grupo que se alegrase de ver Marcianópolis, recortado como una mole negra contra las montañas.

Era extraño recordar lo bárbara que me había sonado siempre aquella ciudad. En aquel momento, en cambio, la vi como una ciudad común. Sebastián envió su escolta a los cuarteles y me invitó a alojarme en un ala de su casa. Había enviado un mensajero de antemano para anunciar su llegada, y tenía preparadas sus habitaciones habituales. Me había ofrecido además un esclavo para que me atendiera durante la visita, pero lo rechacé dándole las gracias. Así pude estar a solas. Me lavé, me puse una túnica sin perfume de caballo y resolví comprarme otro par de pantalones. El soldado de Sebastián que golpeó la puerta traía una invitación a cenar de su amo. Se la agradecí y bajé al salón donde había comido por primera vez con el duque. Y la primera persona que vi allí fue Atanarico.

No lo esperaba y me cogió desprevenida. Sentí el calor de mis mejillas, pero afortunadamente no había lámparas junto a la puerta, de modo que nadie advirtió mi rubor. Tan pronto como advirtió mi presencia, Atanarico me dirigió una sonrisa de alegría, se acercó y me estrechó la mano.

—¡Bienvenido, Caritón! —dijo—. Deduzco que debo a Sebastián tu presencia aquí. ¡Me alegro!

No respondí. Trataba de dominarme. La presencia de Atanarico me turbaba mucho, como si estuviese suspendida en un vacío inmenso.

—Además, consiguió que Teodoro accediese a enviar grano —le informó Sebastián.

—¡Dios Inmortal! —exclamó Atanarico—. ¿Cómo te las arreglaste?

Yo intenté discutir con él, pero no llegué a ninguna parte. Insistió en que no podía obtener los cereales.

Conseguí estornudar y así justificar mi silencio.

—Cualquier gobernador puede obtener más cereales si quiere apretar a los terratenientes —dije—. Todo se redujo a convencer a Torión de que el envío era necesario. Es un hombre bondadoso y no le agrada ver sufrir. Y yo había ayudado a traer al mundo a su primogénito.

—¡Las ventajas del método hipocrático! —comentó Atanarico jocosamente—. Bien, me alegro de contar con un aliado tan poderoso.

—Pensaba que estabas en Antioquía.

—Acabo de llegar de allí. —Ya no sonreía y noté que parecía fatigado y agobiado por las inquietudes—. Los aliados de allí son poco competentes. El ilustrísimo Euterio me escucha, pero Festino, el gobernador de aquí, es amigo del prefecto pretoriano. Euterio puede decir una cosa a su sacra majestad, pero Modesto le quita importancia y el emperador escucha a Modesto. Y todo el mundo está preocupado por Persia. Nadie quiere saber lo que está ocurriendo aquí. Nadie quiere hacer nada. Y así continuarán las cosas hasta que los tervingos se rebelen, a menos que logres convencer al mismo Lupicino de que impida lo que está sucediendo.

—Lo intentaré —dijo Sebastián—. Pero ¿no podemos olvidar a los tervingos por esta noche? Bastante tendré con hablar de sus problemas mañana.

Nos reclinamos en nuestros triclinios junto a la mesa, Sebastián y Dafne se instalaron juntos en uno, y Atanarico y yo separados, cada uno en el suyo. Fatigada por el viaje y por haber nadado, Dafne bostezaba. Cuando apoyó su cabeza rubia en el brazo de Sebastián ambos formaron un bonito cuadro. Atanarico los miró con una expresión áspera y antes de que hubiésemos terminado el primer plato había abordado ya los problemas de los tervingos.

—¿Enviará efectivamente el grano Teodoro? —me preguntó—. Es de dominio público que él y Festino se odian. Ninguno hará nada que pueda beneficiar al otro. Además, es responsabilidad de Festino proporcionar alimentos a la gente de Fritigerno.

—Tengo cartas de Teodoro en las que solicita a Festino que disponga la distribución de granos cuando llegue a Escitia —dije.

—¿Por qué son enemigos? —preguntó Sebastián, bebiendo pequeños sorbos de vino y mirando con afecto a Atanarico por encima de la cabeza de Dafne.

—Es una cuestión personal —respondió Atanarico—. La hermana de Teodoro tenía que casarse con Festino, pero desapareció un mes antes de la boda, dejando en ridículo al novio. Hubo un escándalo en Asia hace varios años. Se cree que Teodoro organizó la desaparición por no querer llamar «hermano» al hijo de un subastador. Entonces Festino se puso furioso y utilizó toda su influencia para perjudicar a Teodoro y a su familia.

—¿Qué sucedió con la hermana? —preguntó Dafne.

Atanarico se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe. Algo debió de suceder, pues tendría que haber reaparecido ya. Quizá su naturaleza delicada fue vencida por el escándalo y la ocultación y murió de pena. O acaso huyó con un auriga. Éstos son dos de los rumores. Elige el que prefieras.

—¡Yo elijo el del auriga! —soltó Dafne riendo—. Me gustan las carreras.

Sebastián lanzó una carcajada y la besó.

—Lo tendré presente. Ningún auriga podrá entrar en esta casa. Más vino, esclavo. ¡Y deja ya de hablar de los godos, Atanarico!

Al día siguiente, Sebastián fue a ver a Lupicino y yo le entregué a Atanarico las cartas de Torión sobre el envío de cereales para que las llevara al despacho del gobernador. A Atanarico le sorprendió que yo no lo hiciera personalmente. Le expliqué que un curiosus de los agentes in rebus sería atendido con más rapidez que un médico del ejército.

—¿No tienes, entonces, mensajes conciliadores de Teodoro a Festino? —preguntó con aire preocupado—. Existe el peligro de que Festino se niegue a recibir el grano, especialmente si es Teodoro quien lo envía. Los dos se detestan abiertamente. Además, es posible que por ahora Festino quiera continuar su negocio y no le interese recibir provisiones para los godos, aunque las pague otra persona.

—Aun cuando Teodoro accediese a enviar un mensaje conciliador, no soy la persona que debe llevarlo. Prefiero no ver al gobernador —repliqué.

Atanarico me observaba con atención.

—¿Te conoce?

Me encogí de hombros. Había pensado mucho sobre eso y me parecía muy poco probable que Festino me reconociese. Me había visto sólo unas pocas veces, años atrás, y mi propio hermano no me había reconocido como la joven perfumada y con pelo rizado que recordaba. Con todo, no me entusiasmaba la idea de ver al gobernador.

—Es probable que me haya olvidado —contesté a Atanarico—. Nos hemos conocido, pero no hay razón para que me recuerde. En todo caso, yo sí. Como la mayoría de la gente de Éfeso. ¿O no estás enterado de su forma de gobernarnos?

—Estoy enterado. Vaya, vaya. Tuviste dificultades no sólo en Egipto y Tracia, sino también en Asia. Al parecer, sirves tanto para meterte en líos como para ser médico. ¿Qué pasó esta vez? ¿Ayudaste a Teodoro a organizar la desaparición de su hermana?

Me reí y entregué a Atanarico las cartas de Torión.

—«Suficiente hasta el día de dicho mal» —cité—. Que duerman los viejos agravios. Suerte con Festino.

Sebastián había notificado al duque Máximo de Mesia nuestra llegada. En consecuencia, me presenté como el médico competente que había solicitado. El duque era un hombre alto y bronceado, y tenía el aspecto, los modales y la moral de un bandido. Había convocado a dos de sus médicos a Marcianópolis tan pronto como supo que yo iba. Me llevó a los cuarteles, me presentó a sus hombres y nos dejó discutiendo sobre pestes. En ciertos aspectos, los médicos eran mejores que Janto y Diocles, pero por lo demás no había gran diferencia. Pedí información sobre las fuentes de agua potable de los campamentos que había junto al río. Respondieron que la gente ya tenía el río. Al hablarles de sanidad, dijeron que los romanos tenían las facilidades habituales, pero los bárbaros recorrían la ribera buscando alimento y lo ensuciaban todo. En cuanto a la asistencia de los enfermos, me señalaron que las tropas trataban a los suyos en el lugar y enviaban los casos graves al hospital. No se había previsto nada para la asistencia de bárbaros. Sentían un intenso rencor hacia los tervingos, azotados por diversas enfermedades que transmitían a las tropas romanas. Los médicos parecían creer que actuaban así deliberadamente.

Les di una extensa conferencia sobre la forma en que el contagio afecta el aire y el agua, la importancia de asegurarse fuentes de agua limpia para todos, la cuarentena y el uso del azufre para purificar el aire. Terminé insistiendo en la necesidad de instalar a los godos en sus propias tierras. Después de mi partida, los médicos quedaron descontentos conmigo porque no les ofrecí una cura mágica para la peste, y también con su jefe, por tener a aquellos tervingos apestados tan cerca de nuestras tropas. Tampoco yo estaba satisfecha. Si los médicos seguían cuidadosamente mis instrucciones, lograrían tal vez controlar la propagación de la peste entre las tropas romanas. En cambio, yo no había hecho nada por los godos. Volví malhumorada al centro de Marcianópolis, maldiciendo la codicia de los romanos.

Cuando llegué al edificio de la jefatura encontré a Sebastián y a Atanarico también enfadados.

—Ese Festino es una sanguijuela gorda e insaciable —dijo Atanarico en voz baja—. Le he entregado las cartas de Teodoro, a las que añadí unos cuantos elogios más, pero no ha dicho qué pensaba hacer, ni siquiera si haría algo. Me ha invitado a un festín esta noche. Ha decorado el palacio de la Prefectura como la mansión de un sibarita y lo ha llenado de esclavos tervingos para que lo sirvan. Está profundamente implicado en este asunto.

—Lupicino no le atribuye una gran inteligencia —dijo fríamente Sebastián—. Cuando he abordado el asunto, ha tratado de descargar toda la culpa sobre el gobernador, aunque está claro que la idea básica ha sido suya. Bien, han tenido varios meses ya para dedicarse a sus negocios. Lupicino podría estar de acuerdo en poner fin a estas actividades. Ha oído ciertos rumores de que los godos pueden rebelarse y empieza a preocuparse. Festino lo ha invitado a él además de nosotros tres y me ha prometido mencionar la cuestión de los godos.

—¿A mí también? —pregunté.

—Ha invitado a todos los jefes militares con su personal, y tu nombre está específicamente incluido. No cabe sorprenderse. Eres un hombre sabio y no podía olvidarte. Oye, ¿qué te sucede?

—Tuvo dificultades en Éfeso cuando Festino era gobernador —precisó Atanarico con una sonrisa maliciosa—, pero no quiere explicar el motivo.

—¿Dificultades serias? —preguntó Sebastián.

—Nunca me acusaron de nada —respondí, molesta por las deducciones de Atanarico y deseosa de impedir que adivinase algo más—. Dudo mucho que Festino me recuerde en lo más mínimo. Iré. De todos modos, me asignarán un lugar en los triclinios más alejados.

Fui a lavarme a mi cuarto y sentada en la cama sin haberme quitado mi mejor capa, me quedé pensando.

No tenía por qué. El banquete fue todo un acontecimiento social. Sebastián fue acompañado por uno de sus oficiales y por mí, y cuando llegamos descubrimos que el duque de Mesia tenía un grupo de siete invitados en los que no estaban incluidos sus médicos y que Lupicino tenía otro de diez personas. Festino recibía a los invitados en el gran vestíbulo, junto a la puerta. Estaba más grueso de lo que yo recordaba y su cara ostentaba mayor cantidad de venas reventadas, como si hubiese explotado dejándola manchada y roja, pero los ojos azules y vidriosos eran los mismos. Con una sonrisa estrechó la mano de Sebastián. Recordé los dientes y el grito de fiera. Sebastián me presentó:

—Caritón de Éfeso, mi médico principal.

Los ojos se detuvieron en mí un instante, una mano húmeda retuvo la mía y a continuación enseñó los dientes a Atanarico, y un esclavo me condujo a mi lugar para la comida, en uno de los triclinios más apartados, junto a un oficial joven. Me senté, algo lánguida del susto. Uno de los esclavos me dio una copa de vino blanco con miel.

La sala de banquetes era enorme y de gran magnificencia, hacía poco que había sido revocada y pintada con escenas de caza, y lucía cortinas de brocado. Estaba iluminada por tres hileras de lámparas de aceite, en las que ardía el líquido perfumado con incienso, que derramaban su intensa luz por todo el recinto. La mesa lustrada era de cidro y arce, y resplandecía gracias a sus cubiertos de plata y su cerámica de Corinto. En un costado del salón estaban sentadas tres muchachas rubias, tocando flautas y liras. La que tocaba la lira parecía asustada y no era muy diestra. Otros esclavos, varones y mujeres, se desplazaban llenando copas y repartiendo panecillos blancos. Eran todos jóvenes, atractivos y sin duda godos.

Se sentaron los invitados y comenzó el banquete. Lupicino compartía el triclinio del anfitrión, pero Atanarico y Sebastián ocupaban el lugar de honor, a la derecha de Festino. Llegaron los esclavos con un plato de ostras. Tres muchachas muy esbeltas, que vestían finas túnicas rojas, atendían el sector central de la mesa, mientras unos niños servían la comida en mi extremo. Los oficiales que me rodeaban comenzaron a hablar de sus campañas, y ya no me fue posible oír nada de lo que se decía en el otro lado.

A las ostras les siguieron unos lirones rellenos y pescado asado con puerros, pollo con salsa blanca, jabalí con miel y asafétida y un faisán asado que presentaron cubierto por su espléndido plumaje. Lupicino tuvo el honor de elegir el vino y lo pidió fuerte y de la última cosecha, con el cual no estaba familiarizado: tinto, añejo, muy perfumado, con una dulzura equilibrada por el sabor ácido de la edad. Más tarde me enteré de que era de una cepa italiana llamada falernia, que los occidentales aprecian mucho y cuyo precio está de acuerdo con su fama. En el último triclinio, el mío, no abundó esa clase de vino, pero en el centro de la mesa los esclavos no cesaban de llenar las copas, y no se tardó demasiado en que los invitados mostrasen caras inflamadas y una tendencia a gritar.

Los oficiales siguieron hablando de sitios y fortificaciones hasta finalizado el segundo grupo de platos, interrumpiéndose sólo para pellizcar a la muchacha que nos servía. En un punto en que el ruido de la conversación pareció disminuir, Festino habló en un tono muy alto y claro:

—El insolente Teodoro quiere enviar cereales a los godos. —Al pronunciar esas palabras fijó la vista en Atanarico.

Lupicino hizo un gesto despectivo y algunos de sus oficiales hicieron comentarios burlones.

—El prudentísimo Teodoro oyó decir que el honorable Festino no podía abastecer las necesidades básicas de los tervingos —replicó Atanarico, muy sereno—, y con una gran generosidad acordó enviar grano del excedente de la provincia que gobierna, para ayudarte en tu tarea de asistirlos, excelencia. Así lo explica en las cartas que te ha entregado esta mañana.

—¡Lo que yo hago en mi provincia no incumbe a Teodoro! —afirmó con desprecio—. He pensado en su sugerencia, y cuanto más lo hago, más insolente la encuentro. ¡Su único propósito ha sido insultarme! Es sólo una forma de señalar que me considera incompetente. Gobierno provincias desde que él era un tonto adolescente. Lo conocí en la casa de su padre, en Éfeso, enfurruñado con sus lecciones. Que arroje su grano al Danubio, antes de que yo acceda a despacharlo.

—De todos modos —dijo Atanarico con el mismo tono sereno, pero con cierta irritación—, es indiscutible que los godos han pasado mucha hambre desde que se han trasladado a tierras romanas. Y es posible que los bárbaros, por ser demasiado ignorantes para comprender tus excelentes razones y las de Lupicino para mantenerlos junto al río y sin nada que comer, puedan intentar buscar alimentos recurriendo a las armas… a menos que se les dé algo que comer.

Festino expresó su desprecio con un gruñido y Lupicino miró indignado a Atanarico.

—Hemos ordenado a los bárbaros que abandonen el río y vengan aquí a hablar con nosotros, en Marcianópolis —dijo de malos modos.

Atanarico lo miró sorprendido un instante y luego se inclinó hacia delante, con el rostro encendido.

—¿Para recibir sus tierras? —preguntó.

—Para recibir las tierras que les asignó su sacra majestad —puntualizó Lupicino.

—Doy gracias a Dios —exclamó Atanarico, reclinándose en el triclinio como si le venciese el peso del alivio y del cansancio. Miró entonces a Sebastián, quien arqueó una ceja y se encogió de hombros.

—Me han informado de que hay más godos en Tracia de los que corresponde recibir —dijo Lupicino, sin dirigirse a nadie en particular—. Los greutungos han hecho peticiones para que los autoricen también a cruzar y sospecho que algunos de ellos pueden haberlo hecho con la ayuda de ese zorro de Fritigerno. Quiero traer a ese bandido aquí para que dé explicaciones.

Los oficiales comenzaron a hablar todos a la vez, como lebreles que olfatean una presa, diciendo que pronto pondrían fin a la intrusión no autorizada de los greutungos. Atanarico estaba preocupado de nuevo. Los tervingos eran una gran tribu, aun vencidos y divididos como estaban. Los greutungos eran también poderosos. Si habían unido fuerzas y estaban todos en el lado del cruce del río, había que temerlos como enemigos.

—Por lo tanto, Teodoro puede guardarse su grano —añadió Festino cuando los «lebreles» dejaron de aullar. Estaba absolutamente claro que odiaba a Torión más aún de lo que éste lo odiaba a él, y que no pensaba perder una sola ocasión de insultar a su enemigo—. ¡Que Dios lo pudra junto con sus cereales! Es un patán arrogante y lleno de prejuicios. Y no le corresponde intervenir en mi provincia.

—Especialmente después de haber intervenido en tu matrimonio —comentó Lupicino con una sonrisa maliciosa.

Festino profirió una maldición. Había bebido ya demasiado.

—Todos cuentan esa historia para ridiculizarme —soltó furioso—. Pero es a Teodoro a quien debería deshonrar. Yo pensaba radicarme en Éfeso. Como había adquirido unas tierras, empecé a buscar esposa. Entonces el padre de Teodoro me arroja a su hija a mis pies, una virgencita frígida de quince años, puro ojos y con aire de «no me toques». Acepto a la chica y el padre está encantado. De repente desaparece. El padre está desesperado. Teodoro hijo prácticamente admite haberla ocultado en algún lugar, por arrogancia y vanidad, por considerarme indigno de una alianza con su familia, por la sola razón de que su abuelo se encaramó al poder y le ahorró el trabajo de hacerlo él mismo. ¿Es así como se comporta un caballero? Aunque en realidad me hizo un favor. Salí ganando al no casarme. He oído decir que la chica se escapó con un gladiador.

—¿Con un gladiador? —dijo Sebastián con ironía—. Qué extraño. No sabía que tenían gladiadores en Asia. Creía que era una actividad occidental.

Festino lo miró con desprecio.

—Quise decir un auriga.

Lupicino lo miró y pidió más vino. Aparecieron más muchachas godas vestidas con túnicas más cortas y transparentes y empezaron a bailar con el aplauso de los oficiales.

No me había agradado el festín ya desde el comienzo, y en aquel punto estaba ya impaciente por irme. No me importaba haberme escapado con un auriga. Sin embargo, soportar que Festino hablase de mí me producía malestar. Además, el espectáculo de aquellos oficiales que comían y se embriagaban con las ganancias obtenidas a costa de gente como Gudrun, y estaban dispuestos a acostarse con jóvenes vendidas para no morir de hambre, me causaba una profunda indignación. Afortunadamente, Sebastián se retiró a una hora temprana, invocando cansancio por su viaje, lo cual significó que sus colaboradores podían partir con él. Volvimos a la jefatura en silencio. El oficial se fue a dormir, pero Sebastián nos invitó a Atanarico y a mí a beber algo.

—Pero no será Falerno —señaló.

—¿Convenciste a Lupicino de que trajera aquí a los godos? —preguntó Atanarico cuando le sirvieron el vino… de Quíos, mezclado con agua tibia y bastante rebajado.

—Le hablé de los riesgos de una rebelión —respondió Sebastián, agitando el vino en su copa—. No sabía que los greutungos también quisieran cruzar. Creo que esto lo ha hecho decidirse. Bien, espero que todo haya terminado ya.

—Yo también lo espero —dijo Atanarico lentamente.

—Pero temes que Fritigerno haya iniciado ya algún tipo de revuelta.

Atanarico hizo un gesto displicente.

—Si Fritigerno selló una alianza con los greutungos… sí, pero aunque ocurra, probablemente no llegue a una guerra.

No obstante, seguía serio.

—Siempre están las legiones —advirtió Sebastián.

—Confías demasiado en la superioridad militar de los romanos —dijo Atanarico con vehemencia—. Mi padre condujo tropas armadas y adiestradas exactamente como las de Fritigerno, y no son mucho peores que las regulares cuando se trata de lanzar el grito de guerra.

—Los tervingos serán peores ahora, ¿no? —observó Sebastián—, teniendo en cuenta que han sido vencidos por los hunos, han estado pasando hambre todos estos meses y la mayoría ha sido desarmada al cruzar. Espero que no lleguemos a esto. No tiene por qué suceder.

—Es verdad —convino Atanarico.

—¿Dónde están ahora las tropas veteranas de tu padre? —preguntó Sebastián aparentando serenidad.

—Aquí en Tracia, en Adrianópolis —contestó Atanarico—. Bajo el mando de mis primos Bessas y Colias.

—Podrías recomendarle a alguien que los desplace a otra parte. No, no pongo en duda su lealtad, pero son godos tervingos y al mismo tiempo todavía tropas federadas, no regulares. No me gustaría conducirlas contra su propio pueblo.

—No te seguirían, por lo menos en una causa como ésta —aclaró Atanarico, siempre en tono sereno—. Recomendaré en mi informe al ilustrísimo Festino que los trasladen a otra diócesis. Pero me gustaría que Festino hubiera aceptado ese grano. No se puede pretender que vayan a Marcianópolis con el estómago vacío.

Sebastián rio ásperamente y dijo:

—Aquí ves el resultado del deseo frustrado.

—Del orgullo, diría yo. Caritón, ¿cuál es la verdad de esa historia sobre el matrimonio que no fue?

Me miré las manos, satisfecha de que los esclavos de Festino hubieran sido poco generosos con el vino para los triclinios alejados. Tenía que mantener la cabeza fría.

—Poco después de haber llegado a Éfeso como gobernador, Festino acusó al padre de Teodoro de traición, basándose sólo en su nombre. Fue poco después de aquella conspiración relacionada con el oráculo, e hizo un gran alarde de celo para impresionar a su sacra majestad. No había evidencia alguna para acusarlo de nada de este género, pero Festino hizo torturar a algunos de sus esclavos y allanar toda la casa, obligando al cabeza de familia a prosternarse y suplicar misericordia. Cuando el padre de Teodoro accedió a que su hija se casara con el gobernador, lo hizo por temor. Mi amigo Teodoro estaba furioso, como creo que cualquiera lo habría estado, dadas las circunstancias. Trató de disuadir a su padre de llevar a cabo la unión, pero en aquella época no era adulto y no fue capaz de hacer nada desde el punto de vista legal. Bien, la muchacha desapareció. No puedo decir nada más.

—Verdaderamente, no puedo culpar a Teodoro —dijo Sebastián en tono pensativo—. Aunque es algo vergonzoso para un caballero quedarse con la guirnalda de novia y sin la novia. A pesar de todo, me cuesta imaginarme a la muchacha muy entusiasmada por casarse con Festino, aunque no la hubiese esperado un auriga en la puerta trasera. Pero es difícil estar seguro de qué piensa una joven noble. Sólo sé que nunca parecen deseosas de casarse con nadie.

—¿Te ha presentado tu padre a alguna muchacha? —preguntó Atanarico sonriendo.

—A alguna. Pero nunca veo de ellas más que la coronilla. Siempre miran al suelo. Consciente de mi responsabilidad de casarme y de engendrar romanos, trato de conversar con la muchacha. ¿Le gusta la literatura? Si es griega, admite que Homero es un gran poeta; si es latina, admira a Virgilio. Si insisto, puede recitar unos versos. ¿Le gustan ciertas tareas, por ejemplo cuidar el jardín? Reconoce que los jardines son bonitos. ¿No es agradable el tiempo para esta época del año?, pregunto, ya desesperado. Sí, responde, y mira al suelo. Cuando vuelvo a casa, creo descubrir que estoy locamente enamorado de ella. Afortunadamente, los acuerdos financieros han fracasado siempre y mi padre no ha encontrado aún el matrimonio que le satisfaga. No sé qué haría si tuviese que llevar a la cama a alguna de estas jóvenes.

—Siempre he pensado que tendré que pasar mi noche de bodas leyéndole a Virgilio, ya que parece ser el único tema de conversación aceptable. Con todo, benditas sean sus finanzas. Mi padre puede encontrar unas pocas muchachas cuyas dotes le satisfagan —dijo Atanarico riendo—. ¿Qué harás con Dafne cuando tu padre llegue a formalizar tu unión con alguien?

—No te hagas ilusiones. No pienso pasártela. Le daré la libertad, le compraré una casa y además le daré una suma satisfactoria para vivir. Si opta por casarse, es asunto suyo, pero puede suceder que yo necesite volver con ella. En tal caso, no pienso compartirla con nadie. Es una mujer espléndida.

—Tienes razón —dijo Atanarico, y reclinado en el triclinio consideró sus virtudes, olvidados por fin los tervingos—. Y tiene sentido del humor.

—Y sabe cantar, no lo olvides —añadió Sebastián—. No, no es mi mujer ideal, y no soy un Caireas ni un Caricles que juran amor eterno, pero es bonita, me divierte y se puede hablar con ella. Es más o menos lo que cabe esperar de cualquier mujer y mucho más de lo que sueles ver en las candidatas a esposas.

—Verdad, verdad —dijo Atanarico suspirando—. ¿Cuál es, entonces, tu idea de la mujer ideal?

—Ah —respondió Sebastián dejando su copa de vino—. Bien, he pensado mucho en esto y he llegado a la conclusión de que aceptaría sin vacilar una como la Lesbia de Catulo. «Nimis elegante lingua»[6], «dulce ridentem»[7]. No me disgustaría que respondiese al resto de la descripción: alta y esbelta, con tobillos finos y ojos grandes, si bien para mí es más importante que sepa conversar y reír. Me gustaría casarme con una mujer inteligente de mi misma clase, que conozca su propio valor y con quien pueda hablar. Catulo tuvo suerte. Si ella lo engañó después, estoy seguro de que la culpa fue de él por escribir esa poesía dulzona sobre ella: «Lingua sed turpi, tenuis sub artusflamma dimanat…»[8]

—¡Eso es de Safo!

—Adaptado por Catulo —respondió Sebastián—. Vosotros, los griegos, nunca leéis nada que no esté escrito en vuestro propio idioma.

—¿Por qué habríamos de molestarnos, si lo único que hacen los latinos es adaptar poemas griegos? —dijo Atanarico riendo—. ¿Alguna vez has oído poesía latina, aparte de la que cita Sebastián?

—Una vez oí a Festino en Éfeso recitando no sé qué —dije sin reflexionar—. Algo como «vitas inuleo me similis, Caris», y no me pareció muy bueno.

—Cloe, no Caris —me corrigió Sebastián en el acto—. Pero estoy de acuerdo: es uno de los poemas más mediocres de Horacio. Además, supongo que no encuentras sentido a ninguna poesía sobre el amor. Estás dispensado de leer a Catulo. ¿Y tú, Atanarico? ¿Cuál es tu mujer ideal?

—En contraste contigo, nunca lo he pensado mucho. Diría que… vamos, una mujer honrada. Honorable.

—¡Imposible! —soltó Sebastián, y lanzó una carcajada.

—No me refiero a una mujer que diga la verdad —precisó Atanarico, riendo también—. ¿Para qué puede servir eso? Utilizando tus propias palabras, pienso en una que conozca su propio valor. Que no sea corrupta, ni cobarde. Noble y generosa, una mujer capaz de llevar su propia casa y además defenderse en el mundo.

—Una princesa goda —dijo Sebastián sonriendo—. Es el tipo de mujer que has descrito.

Atanarico parecía desconcertado. Pensé en su prima Amalberga.

—Como la mujer de Fritigerno —dije, procurando no parecer resentida. Era necio e inútil hablar así, pero no pude menos de desear que fuese Atanarico quien expresara su gusto por mujeres inteligentes, altas, esbeltas y de ojos oscuros.

—¿Cómo es? —preguntó Sebastián, interesado.

—Valerosa —dije—. Y no pierde la cabeza. La asistí en una complicación puerperal. Sentía dolor, pero a pesar de ello pude prescribir todo a sus asistentes y vencer sus reparos hacia mí. Además es hermosa, muy rubia y delicada.

—Sí, así es ella —dijo Atanarico—. Sí, supongo que estaba pensando en alguien como ella.

—¿Qué opina tu padre? —preguntó Sebastián—. La última vez que lo vi estaba muy empeñado en casarte con una heredera romana.

—Ese plan fracasó —respondió Atanarico con indiferencia—. Pero sí, es cierto, mi padre quiere que me case con una romana. En todo caso, espero que haya romanas que no se pasen todo el tiempo mirando el suelo.

Sebastián movió la cabeza lentamente, con aire de duda.

—Creo que las han criado así. ¿No has oído a las ayas gritar a sus niñas? «Pórtate bien, no te ensucies la túnica, no hables con ese desconocido». A veces cambian cuando llegan a la edad madura. De vez en cuando te encuentras con algunas mujeres maduras inteligentes. Mas olvida las perspectivas de casarte con una Lesbia o con una reina tervinga. No, tú y yo estamos condenados a casarnos con una virgen muda y con una gran dote, y ajustarnos a un estado matrimonial de un tedio mortal. Si tenemos algo de suerte, al cabo de diez o quince años las niñas pueden transformarse en mujeres interesantes. No podemos saber si ocurrirá eso o no. Sólo cabe esperar y ver. —Al mirar a cada uno de nosotros, me dirigió una mirada de pesar—. Perdona —dijo—. No tuve tacto al hablar de matrimonio delante de un eunuco.

—No me molesta —repliqué—. No haces que parezca un futuro demasiado interesante. —Entonces me levanté y me desperecé. Era tarde y estaba cansada—. Te recito poesía de amor: «La luna ha descendido y las pléyades están fijas. Ha pasado la medianoche, y pronto vendrá el alba».

Sebastián rio.

—¡Y vas a acostarte solo!

—Con tu permiso, excelentísimo, me gustaría volver a Noviduno mañana. Hablé con los médicos del duque Máximo y no hay motivo para que me quede aquí más tiempo. Esta ciudad me resulta desagradable.

—A mí también —dijo Atanarico—. Estaba planeando llevar las órdenes de Lupicino a Fritigerno. Podemos ir por la misma carretera de salida de la ciudad.

—Está bien —dijo Sebastián—. Pero no pensarás llevarlo por la fuerza a curar a los godos.

Atanarico lo miró irritado.

—¿Por qué no?

—Porque si Fritigerno está preparando una rebelión, no quiero que capture a mi médico principal. Si hay guerra, quiero que Caritón trate a romanos, no a godos.

—Probablemente no habrá guerra —señaló Atanarico—. Y los tervingos necesitan médicos.

—En tal caso, Lupicino debe proporcionarlos. No veo por qué no lo hace, cuando por su propio interés le conviene mantener sanos a los godos. Se lo mencionaré mañana. Yo no me iré. Ya que estoy en Marcianópolis, discutiré algunos asuntos más con el duque. Y tengo aquí a Dafne como compañía.

—No seas frívolo —dijo Atanarico—. Buenas noches.

Atanarico me acompañó hasta la primera posta que había después de Marcianópolis. Seguía enfadado con Sebastián porque me había prohibido visitar a los godos.

—Tú habrías ido, ¿no? —me preguntó.

Le dije que sí. No me esperaba mucho trabajo en Escitia y estaba segura de que los tervingos de Mesia realmente necesitaban asistencia médica. La idea de que Fritigerno me secuestrase era ridícula y así se lo dije.

—Exacto —dijo Atanarico—. No creo que haya guerra ahora a menos que Lupicino cometa alguna atrocidad, y de cualquier manera tú eres huésped y amigo de Fritigerno, inmune a la violencia. Los godos toman la amistad mucho más en serio que los romanos. No obstante, Sebastián juzga a todos por lo que un jefe militar romano haría en su lugar.

—Creía que admirabas a los jefes militares romanos.

—Roma implica mucho más que todos los Lupicinos del imperio, más de lo que habrá jamás en un pequeño reino de los godos. Por otra parte, es verdad que los godos son menos corruptos. —Atanarico avanzó en silencio durante varios minutos y de repente frunció el entrecejo y preguntó inesperadamente—: ¿Cuál es la verdad de esa historia sobre Teodoro y su hermana?

—¿Por qué necesitas saberlo?

—Simple curiosidad. Hay algo inexplicable en alguna parte, algo que intuyo. Algo que tenía que advertir se me ha escapado en alguna parte, algo que es evidente. ¿Me ayudarás?

—A decir verdad, no veo por qué tiene que interesarte tanto. No hay traición de por medio, ni tampoco ningún aspecto que concierna al Estado.

—No he dicho que lo hubiera. El motivo por el que quiero saber lo que sucedió es personal. Me gusta saber la verdad de las cosas. Me gusta comprender lo que sucede a mi alrededor.

—¡Por la gran Artemis! Entiendo tu ansia de comprensión, pero estás hablando de desentrañar secretos ajenos. Podría perjudicar a los interesados. ¿No has pensado en eso? En un caso como éste, la curiosidad es una ofensa.

—No pensaba revelar la identidad de nadie. Sólo quiero saber toda la historia. Si tuviste algo que ver en la desaparición de la muchacha, no debes temer que vaya a decírselo a Festino. Es algo… algo que me zumba en el oído, y como no sé qué hacer trato de rascarme, sin poder llegar al lugar que pica. Tal vez no sea una curiosidad justificada, pero no puedo evitarla. Y tú, especialmente tú, podrías ser más comprensivo y solidario. Has hurgado el cuerpo de la gente después de muerta, algo que no habría tenido la aprobación de ellos y que además es peligroso para ti. Esa curiosidad es también reprobable, ¿o no?

—Cuando yo hago una disección es para comprender cómo asistir mejor a los enfermos —respondí muy satisfecha de mí misma, aunque consciente de que había un fuerte elemento de curiosidad malsana en mis objetivos. Pero también era verdad que mi curiosidad no hacía mal a nadie, mientras que la de Atanarico podría significar mi ruina—. Deja este asunto —le supliqué.

Me miró sorprendido, pero con la misma curiosidad obstinada.

—Tienes miedo de que te haga daño, ¿no? ¿Y si prometo guardar silencio? ¿No? Bien, tal vez Teodoro me cuente algo más. Se lo preguntaré la próxima vez que esté en Tomi. —Con un suspiro añadió—: Cosa que no tardará mucho tiempo en ocurrir.

Esperaba que fuese un tiempo lo suficientemente largo para que lo olvidase todo. No abrí la boca.

En la primera posta, Atanarico cambió de cabalgadura y partió directamente hacia el norte a todo galope. Lo vi alejarse levantando nubes de polvo con los cascos del caballo; su capa corta se veía flotar desde la carretera y el fuerte viento agitaba su pelo. Recordé otro poema de amor. «Sin saberlo, impulsas mi alma». Pero Atanarico era un peligro para mí. Estaba mal desear que descubriese mi secreto. Estaba mal simplemente desearlo. Tenía que detenerme en Tomi antes de regresar a Noviduno para comunicar a Torión el fracaso de mi misión y para examinar a Melisa y a mi sobrino. Además, aprovecharía la visita para decirle a Torión que tuviese cuidado con cuanto le dijese a Atanarico.

A finales de septiembre regresé por fin a Noviduno. Torión y Maia querían que permaneciese mucho más tiempo en Tomi, pero acepté quedarme sólo hasta que no hubiera dudas de que Melisa y el bebé estarían fuera de peligro. De todas formas, no es que lo hubieran estado en ningún momento. Melisa era una mujer muy sana y el niño se parecía a su padre y tenía la constitución de un roble.

Torión había adquirido ya un excedente de grano, a pesar de que yo sólo había estado fuera poco más de una semana. Había decidido permitir que algunos de los terratenientes del sur de la provincia —que antes habían pagado impuestos en especie— hicieran lo propio en esa ocasión, lo que les había permitido deshacerse del excedente de cereal y a la vez ahorrar dinero. Esa medida había gustado a todos. Para autorizarlo, Torión había llegado incluso a dejarse sobornar. Sin duda, era muy costoso trasladar el grano a las regiones del interior, motivo inicial por el que al principio los terratenientes habían pagado en especie, y causa también por la cual los ejércitos traían sus provisiones desde lugares tan lejanos como Egipto, puesto que era más barato transportar grano por mar desde Egipto a Tomi y al Danubio que trasladarlo en carros cien millas tierra adentro. Torión, no obstante, se esforzó mucho por localizar nuevas rutas marítimas usando canales y ríos, compró algunos barcos por cuenta del imperio, descontando una vez más los impuestos, y desplegó una gran energía para acumular cereales, dinero y buena voluntad. El único que podía desaprobar el sistema era el tesorero imperial, pero Torión utilizaba como pretexto las dificultades que había para recibir envíos de Alejandría y la necesidad de asegurar un abastecimiento del ejército. Estaba indignado al saber que Festino se negaba a recibir el grano. Sin embargo, en aquel momento estaba tan satisfecho con su sistema impositivo que seguía aplicándolo, almacenando el excedente de grano en los graneros públicos y buscando la mejor manera de hacer uso de él.

La puesta en marcha de aquellos planes hizo que todo terminara de forma afortunada para él y para Escitia, porque aquel invierno el mundo se derrumbó.

Por mi parte, al menos, cuando volví a la fortaleza no tenía la menor sospecha. Era un día de otoño soleado y tibio y una vez más me alegraba de volver a casa. Todos me recibieron con alegría, Arbecio y Edico, los ayudantes del hospital y los pacientes, las tropas, mis propios servidores. Gudrun y Alarico estaban instalados en la casa, muy felices, y me recibieron como si fuese un dios menor. Les dije que los devolvería a su familia tan pronto como hubiera viviendas para alojarlos, y ambos se arrodillaron y me besaron las manos. Redagunda no había tenido su hijo todavía; llegó dos días despues que yo. Era una niña, y muy sana. Gudrun la adoraba y Alarico la detestaba. Suerido y Redagunda me pidieron permiso para darle el nombre de Caritona. Les dije que no podía admitir que le pusieran un nombre tan bárbaro como aquél, pero que podían llamarla Caris si querían. Me puse a buscar una casa más grande.

Entonces —exactamente al terminar octubre— Edico, mi ayudante godo del hospital, desapareció. La noche anterior había recibido una visita, otro godo al que la guardia de las puertas de la fortaleza había identificado como su primo, y por la mañana tanto éste como Edico habían desaparecido. Me sentí sorprendida y perpleja. Edico sabía leer por fin y lo aprendía todo con rapidez. Tenía verdaderas aptitudes para el arte y yo lamentaba, aparte de sentirme dolida, perderlo como ayudante. Se había llevado la mitad de mis reservas de opio y algo de cicuta y mandrágora, así como mi copia de la obra de Dioscórides, Materia médica, que yo le había prestado hacía poco tiempo. Era como si se hubiese rebajado a la categoría de un ladrón común y sentía vergüenza por él. Tal vez algunos miembros de su familia se habían puesto enfermos, pero no comprendía por qué no me lo había dicho. Le habría concedido todo el tiempo de ausencia que necesitase.

Dos días más tarde, a principios de noviembre, tuvimos las malas noticias que Edico debía de conocer ya sobre Mesia. Los tervingos se habían rebelado.

Habían marchado hacia Marcianópolis, pero habían tardado mucho tiempo en llegar allí. Habían construido algunos carros para trasladar a los niños y los bienes que aún tenían, y luego habían marchado lentamente hacia la ciudad, deteniéndose para pedir, tomar como préstamo o robar alimentos a lo largo del camino. Cuando finalmente llegaron a la capital, Lupicino invitó a los jefes godos a un festín. Fritigerno y un noble llamado Alavivo aceptaron, acompañados por la guardia habitual de hombres armados, que esperaron fuera del cuartel de los jefes mientras éstos comían. El resto de los tervingos quedó fuera de las murallas de la ciudad. Aún tenían hambre, y un numeroso grupo de ellos se aproximó a la ciudad con el objeto de adquirir alimentos mediante el trueque. Los soldados de la guardia se burlaron de ellos e intentaron rechazarlos, los godos se enfadaron y profirieron insultos. Los romanos se reunieron y lanzaron piedras. Los godos devolvieron las piedras, además de lanzas y cualquier cosa que encontrasen. Los guardias corrieron a avisar a Lupicino que había lucha en las puertas. El mayor temor de éste era por su propia seguridad y por la de la ciudad. Miró más allá de las puertas y vio a los compañeros de Fritigerno esperando a su jefe. Hizo matar a todos y prender a los dos jefes de tribu.

La noticia de lo ocurrido llegó rápidamente a oídos de los godos que permanecían fuera de las murallas, de modo que el resto de los tervingos avanzó en masa para sitiar la ciudad. A pesar de que estaban debilitados por el hambre y las enfermedades, eran muchos, y al cruzar el río algunos habían conservado sus armas. Batiendo sus escudos con sus espadas exigieron la libertad de su rey a los romanos. Fritigerno habló inmediatamente con Lupicino, aduciendo que se trataba de un malentendido y que se evitaría un derramamiento de sangre si lo liberaban a él y a su camarada Alavivo y les permitían salir a calmar a sus hombres. Lupicino les permitió salir pasando junto a sus compañeros muertos y, como cabía esperar, ambos huyeron. Las hordas comenzaron a saquear los alrededores de Marcianópolis y se apoderaron de alimentos, caballos, ganado y todo lo que caía en sus manos.

Las noticias que siguieron fueron peores y llegaron pocos días más tarde. Lupicino y el duque Máximo habían organizado sus tropas para lanzarlas contra los godos, y fueron derrotados. La mayoría de las legiones fueron totalmente aniquiladas, así como los oficiales superiores que habían hablado de las fortificaciones en forma tan aburrida en el banquete de Festino. Los estandartes de las legiones estaban en manos de los bárbaros. Además, los godos se habían equipado con las armas de los romanos caídos y se habían hecho más fuertes que nunca; se sabía que los greutungos habían cruzado también el Danubio y Fritigerno había concertado una alianza con ellos. Lupicino vivía aún. Al ver que estaba perdiendo la batalla había abandonado a su ejército, y después de atrincherarse en Marcianópolis pidió ayuda. Los godos se encontraban ya libres de todas las restricciones que les imponía el temor a los romanos. Desesperados, cuando ya habían conocido el sabor de la sangre, tenían ansias de vengarse. Atacaron las ciudades y las viviendas rurales de todas las provincias de Tracia, incendiando, saqueando y violando. Mataron a todos los hombres aptos para llevar armas y tomaron a las mujeres y a los niños mayores como esclavos. A los que eran demasiado jóvenes para poder marchar los arrancaban del seno de sus madres y los mataban. Los funcionarios, incluidos los magistrados municipales inocentes, morían bajo la tortura. Uno de los oficiales de Lupicino fue azotado, quemado y cegado antes de morir despedazado.

Sin embargo, la arrogancia de Roma, causa de la guerra, no había terminado de causar dificultades al Estado. El emperador mismo envió una carta a Adrianópolis en la que ordenaba a las tropas godas abandonar inmediatamente Tracia y dirigirse al Helesponto, en Asia. Estas tropas eran las que comandaba el padre de Atanarico y estaban en sus cuarteles de invierno. Habían dejado por lo tanto sus armas para esa estación invernal, y los jefes godos no tenían muchas ganas de involucrarse en una guerra. Se limitaron simplemente a pedir dos días para preparar el viaje, proveerse de alimentos y disponer el dinero para el traslado. El magistrado principal de la ciudad no tenía fondos y el emperador no los había enviado. La gente de Fritigerno había saqueado la casa de campo del magistrado y éste estaba furioso con los godos. Armó a los ciudadanos y dijo a los soldados godos que a menos que se retirasen inmediatamente, los haría matar a todos. Los jefes militares trataron en vano de razonar con él, y el populacho gritaba y arrojaba proyectiles. Por fin, los godos se rebelaron abiertamente, mataron a un gran número de ciudadanos, se apoderaron de armas, pues había una fábrica de artículos bélicos en Adrianópolis, y abandonaron la ciudad. Se unieron entonces a las fuerzas de Fritigerno; y Adrianópolis se encontró sitiada por un vasto y bien pertrechado ejército godo.

Sebastián había vuelto a Escitia antes del comienzo de la rebelión. Las tropas estaban en estado de alerta y se efectuaron preparativos para unirse a las fuerzas imperiales, pero luego no sucedió nada. Sebastián no tenía suficientes hombres para medirse con aquel enorme ejército godo sin recibir ayuda. Envió cartas al emperador, esta vez por vía marítima para que llegasen a destino, pidiendo instrucciones.

Torión también envió cartas, algunas para el emperador y otras para mí. «Vuelve a Tomi inmediatamente —me decía—. Enviaré a Melisa, a mi hijo y a ti a Constantinopla. Una provincia en guerra no es lugar para mujeres».

«En todas las guerras hay mujeres en todas partes —le respondí—. Soy responsable de este hospital y no puedo abandonar sin más a mis pacientes. No te preocupes. Estoy tan segura aquí en Noviduno como tú en Tomi».

Envié la carta por el correo oficial. Cuando subí a la muralla de la fortaleza observé al hombre que se alejaba por la llanura, blanca ya a causa de las primeras nevadas. El cielo que había sobre el delta estaba gris y encapotado, con una franja de luminosidad en el horizonte, la especial transparencia que tiene el aire sobre el mar. El correo cabalgaba sobre la nieve y bajo nubes espesas, como una hormiga diminuta que avanzara sobre una gran extensión de arena. Nada más se movía. Miré el delta y luego regresé caminando lentamente por el circuito de murallas. Al este vi unas pocas casas, vacas en un prado, una mujer recogiendo leña. Después, la marea parda del río oscuro y cubierto de vapor bajo el aire frío, unida al resplandor del mar lejano e invisible. Más allá eran apenas perceptibles los muros de la población goda abandonada al otro lado, además de los campos y árboles, sin movimiento, sin vida. Allí no había godos, pero pronto podrían llegar otros bárbaros, alanos, hunos… Cerré los ojos y pensé en el imperio, un gran círculo de ciudades que rodeaba el mar Mediterráneo; extendiéndose hacia el mar Negro; Nilo arriba, hasta el interior desierto; desde la remota Britania hasta la frontera persa; desde el Rin y el Danubio hacia el sur, hasta los desiertos de África y las tierras de los etíopes. Alejandría, con su torre y su faro, Cesárea, Tiro, Antioquía imperial, Rodas, Éfeso, mi ciudad natal, con su espléndido templo de Artemis. La radiante Constantinopla, Atenas, madre de todos nosotros y todavía hoy una ciudad de sabiduría, a pesar de su prolongada decadencia. Y las ciudades del oeste, que conocía solamente por referencias: Roma, Cartago, Masilia, y las lejanas capitales interiores, como Tréveris y Mediolano. Gentes de Britania, la Galia, África, Egipto, Siria, Asia. Una Babel de lenguas, historias, religiones, razas; un imperio, dos lenguas francas y cerca de mil años de civilización. Por primera vez en mi vida, allí, en las murallas de Noviduno, traté de imaginar el mundo sin el Imperio romano y comprendí por qué Atanarico lo amaba.

Tan pronto hube bajado, reemprendí mi trabajo en el hospital. Tenía que haber comprendido antes que yo era enteramente una hija del imperio, formada en él por vía de la educación, alimentada por su cultura, nutrida por su paz. Sin embargo, en Éfeso, como ciudad antigua, tendemos a dar las cosas por sentadas, suponiendo que algo es un estado natural cuando en realidad se trata de un privilegio conseguido con mucho esfuerzo. Nunca había encontrado extraño que sólo los soldados llevasen armas, que las leyes fuesen las mismas en todas partes, que la gente pudiese vivir de su profesión —independiente de cualquier tirano local—, que fuese posible comprar mercancías provenientes de lugares situados a miles de millas. Pero todo esto dependía del imperio, que sostenía la estructura del mundo como Atlas cuando sostenía el firmamento. Todo ello era superfluo para los godos. A veces yo había odiado a las autoridades imperiales por su corrupción, su brutalidad, su ávido afán de tener todo el poder del mundo. En cambio, en aquel momento se desafiaba al gobierno imperial de Tracia y yo me sentía romana. Estaba dispuesta a hacer lo que fuese necesario para servir al Estado en aquel momento. Otros podrían abandonar sus puestos, pero yo estaba resuelta a no abandonar el mío.

Sebastián estuvo en Noviduno a la semana siguiente, pasando revista a sus tropas, prestas a partir río arriba. Le entregué mi informe sobre el estado de salud de las legiones, más o menos satisfactorio, y le comuniqué la deserción de Edico. Debido a que por esa causa había quedado sin ayuda, le pedí dos cosas. La primera, ascender al más hábil de los ayudantes al rango de médico, y la segunda, liberar legalmente a Arbecio y asignarle un salario. No era la primera vez que lo solicitaba, pero en aquella ocasión mi petición fue más firme que nunca. No quería que desapareciera mi otro ayudante y estaba segura de que Sebastián comprendía mi sospecha de que Edico le había prometido la libertad si se unía a los godos. Esta vez Sebastián no postergó la medida como antes. Indicó a su escriba que redactase los documentos de inmediato e hizo llamar a Arbecio para comunicarle que era libre. Arbecio lo miró boquiabierto y Sebastián le entregó un contrato como médico del ejército que tenía que firmar. Cuando lo miró con mano temblorosa, se la estreché con la mía. Él me miró a la cara y me abrazó.

—Gracias —dijo.

—Haces muy bien en ser agradecido con el autor más que con el ejecutor de tu liberación —le indicó Sebastián sonriendo.

—También te lo agradezco a ti, generoso señor —añadió Arbecio, volviéndose hacia él.

Sebastián no dio importancia al gesto y dijo:

—Tendría que haberlo hecho la primera vez que me lo pidió Caritón. Sólo que andamos escasos de dinero. Pero es un placer ver a alguien alegre en estos tiempos. Ven a comer conmigo esta noche. Desde luego que tú también, Caritón.

—¿Por qué no me habías dicho que le habías pedido antes mi libertad? —me dijo Arbecio cuando nos retiramos del despacho.

—No quería crear falsas esperanzas —respondí—. Me alegro de que hayas obtenido algo que te correspondía desde hace mucho tiempo. Felicitaciones.

Arbecio me estrechó la mano otra vez.

—Eres un dios para mí —exclamó emocionado—. Lo has transformado todo. Primero me enseñaste el arte y ahora me das mi libertad. No tengo palabras, pero daría la vida para darte las gracias. —Me apretó la mano y comenzó a llorar—. Me muero de felicidad. ¡La libertad!

Me sentía avergonzada. No había hecho nada extraordinario y Arbecio no tenía motivo para mostrar aquel torrente de gratitud. Evidentemente, yo no había advertido cuánto significaba para él la libertad.

—No tienes nada que agradecerme. Has recibido algo que es justo y que habrías obtenido con sólo pedirlo si te hubieses unido a los godos. Y no te mueras, querido amigo. Tenemos mucho que hacer.

Arbecio soltó una carcajada, y lanzó el alarido prolongado con que los godos anuncian una victoria. Quienes lo oyeron se volvieron para mirarlo, asombrados. Agitando los brazos en el aire Arbecio gritó:

—¡Soy libre!

—¿Piensas comprarte una casa? —le preguntó aquella noche Sebastián.

—Sí. Es lo que quiero. Si consigo un préstamo.

—Podrías quedarte con la mía —le sugerí—. Pensaba deshacerme de ella. Y puedes pagarme cuando tengas dinero.

—Pensaba pedírtelo para otra cosa —dijo Arbecio un poco nervioso. Sebastián lo miró atentamente.

—¿Para qué? ¿Otra esclava? Apuesto diez contra uno a que es mujer.

Arbecio se ruborizó y respondió sonriendo:

—Sí.

—Es la mejor forma de gastar el dinero —le dijo Sebastián. Haciendo chascar los dedos indicó a su esclavo que sirviese más vino a Arbecio.

—Necesitaré alguien que se ocupe de mi casa —aclaró Arbecio.

—Yo te prestaré el dinero —añadí—, y también la casa. La verdad es que estaré encantado de quitármela de encima. Valerio ha encontrado una más grande para mí, que sólo requiere reparaciones en el tejado de paja.

Sebastián me sonrió a su vez.

—Así habla un hombre rico. Atanarico dice que descubrió algo sobre ti.

No pude evitar un sobresalto. Al derramar vino de mi copa sobre la túnica me erguí con rapidez y traté de limpiármela.

—¡Dios Eterno! —soltó Sebastián riendo—. ¡No será tan grave!

Me quedé inmóvil y traté de dominarme. Aun si Atanarico había averiguado la verdad, estaba claro que no había dicho nada a Sebastián. Nada en la actitud del duque indicaba que conociera mi condición de mujer.

—Atanarico ha estado metiendo la nariz en asuntos que no le conciernen —dije por fin, indignada—. Algunos de ellos me afectan en cierto modo. Los considero estrictamente privados y si Atanarico ha descubierto algo, espero que tenga la nobleza de callar.

Sebastián estaba bastante sorprendido.

—Al final de una carta me dijo simplemente que había reflexionado sobre ciertos acontecimientos de Asia y que había descubierto algo sobre ti que pensaba contarme la próxima vez que nos viéramos.

—Tengo que pedirte que no lo escuches, excelencia.

—¡Por el amor de Dios, Caritón, no puede ser tan importante! No me importaría que Festino te hubiera acusado de traición, ni aunque fueses un esclavo fugitivo. Sea lo que fuere, estoy seguro, igual que lo estará Atanarico, de que eres totalmente inocente. En ningún momento me dio a entender que se tratara de algo que te desacredite, sino más bien de algo que yo debería saber. Si piensa confiarme algo, será sólo por el deseo de esclarecer cualquier dificultad.

Me recosté en el triclinio, pero estaba demasiado tensa y enfadada para hacerlo del todo, algo que Sebastián tenía que notar. No se me ocurría nada, salvo mi secreto. Pero si lo había descubierto, ¿por qué no se lo había contado a Sebastián en la carta? ¿Temía acaso que ésta cayese en manos de otro? ¿O había llegado a una conclusión falsa? Quizás aún podía salvarme. Sin embargo, seguía enfadada y asustada.

—¿No tiene Atanarico bastante con las últimas calamidades y tiene que meter las narices en antiguas historias de otra diócesis —pregunté con amargura—, sobre todo las que pueden perjudicar a sus amigos?

—Si puedo ayudarte de algún modo… —dijo Arbecio con tono vacilante.

Negué con la cabeza.

Sebastián suspiró.

—Lamento haber hablado. No creí que te lo tomaras de esta manera… —Al chascar los dedos indicó a un esclavo que llenasen mi copa—. Me sorprendió que Atanarico tuviese tiempo de pensar en nada que no fuese su trabajo, ahora que lo mencionas. Fue y volvió de Antioquía, estuvo hablando con Fritigerno bajo una bandera de tregua y en su última carta decía que debía dirigirse a Sirmio.

—¿Qué noticias hay? —pregunté, algo reanimada.

—Los godos levantaron el sitio de Adrianópolis. Al parecer, Fritigerno comprendió que no tenían experiencia en sitios, no conseguían nada y no hacían más que perder hombres. Dejaron una fuerza reducida custodiando la ciudad, pero el resto se disgregó en bandas menores que recorren la región dedicadas al saqueo. Tal vez encontremos a algunas en Escitia.

—¿Qué hay de nuestras tropas? —preguntó Arbecio.

Sebastián se encogió de hombros.

—No vendrá nadie del este antes de la llegada de la primavera. Le han arrebatado el mando a Lupicino y la gobernación a Festino, y los han enviado de vuelta a casa deshonrados, pero ello no significa que nadie vaya a asumir el mando. Y su sacra majestad no se atreve a desplazar a nadie de la frontera persa sin haber firmado previamente un tratado de paz con el Gran Rey. Acaba de enviar al conde Víctor con esa misión fundamental. Es muy probable que haya una partición de Armenia. Después enviará aquí a Profuturo y a Trajano con algunas de las legiones armenias. Creo que Atanarico lleva un mensaje al Occidente solicitando tropas a Graciano Augusto, aunque no lo haya mencionado. Sin embargo, creo que tendremos que arreglárnoslas nosotros solos hasta la primavera y tal vez todo el verano. —Al levantar su copa me miró por encima del borde—. Bebe —dijo—. Dentro de poco no tendremos mucho tiempo para beber.

Sebastián no se equivocaba en ninguna de sus suposiciones. No llegaron refuerzos hasta el verano y en cambio vimos muchos más godos. El grueso de los tervingos retrocedió hasta Escitia. En una ancha llanura próxima a la frontera entre Escitia y Mesia, donde el Danubio se acerca a las primeras estribaciones de los Hemimontos, levantaron un campamento permanente. Avanzaron en sus carromatos en un gran círculo para formar una especie de ciudad en la que quedaron las mujeres y los niños. Los hombres salían en grupos que merodeaban por amplias áreas de Tracia robando y saqueando. Algunos de ellos pasaron cerca de Noviduno. No intentaban atacar los campamentos ni sitiar ninguna de las ciudades fortificadas, sino que se concentraban en apoderarse de provisiones y botín. En esta empresa tenían mucho éxito. Muchos esclavos godos, en particular los capturados merced a las prácticas de Lupicino, escapaban de sus amos, volvían a sus casas y contaban a los demás dónde habían visto las casas más suntuosas y el ganado más gordo. Así amasaron riquezas con una rapidez mayor que la de los gobernadores cuando acumulan el fruto de sus sobornos. Asaltaron las minas de oro del sur, saquearon las granjas, robaron en las aldeas y residencias. Se llevaron todos los artículos romanos que siempre habían codiciado: cerámica fina, hierro forjado, platería, vidrio, buena ropa importada de lino, seda y lana, muebles con incrustaciones, cuadros, cortinas y papiros que no podían leer… Y se llevaban romanos como esclavos. Muchos hombres que habían sido esclavos ellos mismos pocos meses atrás capturaban a las mujeres y los niños de sus antiguos amos sin que las tropas romanas pudiesen hacer mucho por impedirlo. Sebastián organizó algunos grupos propios de protección con el fin de apresar a grupos reducidos de godos en sus incursiones y castigarlos, pero tampoco contaba con tropas suficientes para conseguir grandes éxitos.

La mayor parte de la población buscaba refugio en las ciudades fortificadas como Tomi e Istrópolis, y en número menor, en los campamentos del ejército, como el de Noviduno. Gracias a la recolección de grano hecha por Torión, había suficiente en las ciudades para alimentar a todos, pero Torión no tardó en organizar un sistema de racionamiento. Por lo menos tuvimos esa impresión: las vías de comunicación estaban interrumpidas. No siempre era fácil enviar mensajes por tierra a causa de la presencia de los godos, pero el Danubio estaba ya congelado y las embarcaciones no se aventuraban en el mar Negro en pleno invierno. Los correos cabalgaban junto a cualquier unidad de tropas que se desplazase por el río en ambas direcciones, pero durante semanas enteras pareció como si Noviduno fuese la única ciudad en el mundo que permanecía aislada en aquel promontorio que se alzaba sobre el campo nevado. De vez en cuando se aproximaba un grupo de tropas por el río para dejar una carga de heridos en el hospital, pero no llegó nadie por mar entre diciembre y la primavera.

A pesar del silencio del campamento, en el hospital estábamos bastante ocupados. Además de los heridos de nuestra propia legión, teníamos rezagados de Mesia que desertaban o escapaban de los godos, así como refugiados enfermos o heridos, entre los campesinos. Me preocupaba por nuestras reservas de medicamentos, reñía con Valerio por el dinero, lo reprendía hasta conseguir más ayudantes y luego discutía con éstos.

Arbecio trabajaba animosamente y con extraordinario buen humor. Yo me había mudado a una casa nueva y amplia, dejándole la de antes a Arbecio, y éste obtuvo un préstamo de quince sólidos con los que compró a la amiga que viviría con él. Era una joven baja y regordeta llamada Irene, una de las cocineras de Valerio, de la que al parecer Arbecio estaba enamorado desde hacía años. Cuando le dio la libertad, ambos se instalaron a vivir como marido y mujer, aparentemente felices con el nuevo estado.

—No te imaginas lo maravilloso que es —me dijo—, volver del hospital a mi propia casa y encontrar a Irene allí, esperándome e hilando. Nadie que le grite dándole órdenes, nadie que me diga que en este momento está ocupada… la noche entera para nosotros, juntos los dos, toda la noche y todas las noches, todas nuestras. ¡Teniendo esto, no me importa que aquí haya demasiada gente! —Y con un gesto de la mano expresaba su indiferencia ante la sala repleta.

—Me alegro —repliqué sonriendo—. Uno de nosotros debe mantener la calma.

En aquel momento me di cuenta de que uno de los nuevos ayudantes trataba de suministrar a un paciente vino puro, «para que sude, doctor», como decía, y tuve que apresurarme a detenerlo.

A finales de febrero recibí un carta de Sebastián en la que me pedía que remontase el río hasta el campamento llamado Ad Salices, «En los sauces», cerca de la frontera mesia. Uno de sus grupos de defensa había sido destrozado por los godos y era más fácil llevarme allí a tratar a los heridos que enviarlos al hospital. Preparé una buena provisión de medicamentos y partí con una escolta de veinte hombres a caballo. La nieve se había fundido la semana anterior, pero se había congelado de nuevo. Cuando atravesamos el portón nevaba copiosamente y el deshielo parcial había dejado una capa de hielo que lastimaba las patas de los caballos. Tuve que atender a los animales, y uno de ellos, el de un miembro de mi escolta, cayó sobre éste y le fracturó la clavícula. Tuve que fijársela y hacerlo regresar a Noviduno. Yo estaba en la mitad de mi período menstrual y desde la partida me daba trabajo ocultarlo. Era una gran molestia viajar así.

Al cabo de tres días de marchar en condiciones espantosas llegamos a la cima de una colina y vimos Sauces a nuestros pies, con sus murallas que se recortaban en negro sobre la nieve y el río congelado. Mi escolta lanzó un fatigado hurra y comenzamos a descender. El tribuno que los comandaba se levantó sobre la montura y señaló la fortaleza. Luego se inclinó hacia un costado y cayó. Me pregunté qué estaría haciendo, cuando de repente estuve lo bastante cerca para ver el cuerpo: tenía el cráneo hundido, roto como una nuez por un proyectil de plomo lanzado con una honda.

Los demás lo vieron al mismo tiempo. Dejaron de dar gritos de júbilo y avanzaron a galope tendido colina abajo, retirando sus escudos del brazo y colocándoselos sobre la cabeza. En medio de esta maniobra cayó otro hombre. Yo no tenía escudo. Apoyé la cabeza en el pescuezo del caballo y le clavé los talones. El animal estaba agotado, pero había olido la sangre, el terror, y galopó tras el resto. Oí silbar algo sobre mi cabeza y rogué desesperada a Dios y a su Hijo que me protegiesen. A mi izquierda, un caballo tropezó y cayó. Su jinete se incorporó gritando, agitando su espada. No podría haberme detenido para socorrerlo aunque hubiera querido. Mi caballo tropezó y se encabritó. Abrí los ojos e intenté detenerlo. La escolta se había dado la vuelta y se dirigía hacia los atacantes. Al tirar de las riendas de mi caballo no tenía ya noción de lo que ocurría. ¡Aquellos locos no estarían pensando en luchar! Sin embargo, los hombres se habían detenido y habían formado una fila, con las espadas desenvainadas y los escudos levantados. Un grupo de godos voló colina abajo con sus capas de piel agitándose y la luz del crepúsculo reflejada en sus lanzas. El hombre derribado del caballo lanzó un grito de guerra que comenzó muy bajo y luego se hizo más fuerte hasta convertirse en un alarido y los godos lo rodearon. Más bárbaros aparecían entre los árboles. El romano cayó y su rival le hundió su puñal en el pecho una y otra vez con gritos desaforados y rugidos de furia; luego avanzó hacia nosotros. A mis espaldas oí trompetas.

—¿Por qué no vamos hacia la fortaleza? —pregunté al hombre que me precedía.

—¡No te preocupes! —dijo el jinete que estaba junto a mí—. Vienen de allí a socorrernos.

—¿Por qué no podemos retroceder, entonces? —insistí desesperada.

El hombre gruñó.

—El enemigo nos mataría en plena huida. No podemos proteger nuestra retaguardia. Luchando tenemos alguna esperanza. ¡Uuurraiii!

Me sentía horriblemente desprotegida. Era verdad que los otros cabalgaban delante de mí, pero tenían cascos, escudos y cotas de malla, mientras que yo llevaba sólo la chaqueta de piel y mi bolsa de médico. Bien inclinada sobre mi caballo, apretando la bolsa contra mi cabeza y pensando en fracturas, tratamientos para heridas, compresas para lesiones, métodos de amputación y dosis de mandrágora. «Tal vez —pensé—, debería tomar un poco ahora para no sentir dolor cuando me hieran».

Los bárbaros se aproximaban cada vez más, siempre gritando. Mi escolta arrojó lanzas y uno de los enemigos cayó. Sonaron las trompetas detrás de nosotros, cada vez más cerca. Mi escolta repitió su grito de guerra y cargó contra el enemigo. No me moví, sino que permanecí allí, aferrada a mi bolsa de médico. Cayeron algunos godos y el resto se replegó colina arriba. Los soldados no los persiguieron, sino que volvieron al galope. A ello siguió una lluvia de proyectiles. Cayó otro hombre, trató de levantarse y se desplomó de nuevo. Una vez más, la escolta se volvió para hacer frente al enemigo. Detrás de nosotros resonaron cascos. Por fin llegaba la caballería de la fortaleza. Giré el caballo para unirme a ella y se me escapó un grito de alarma. Más allá de la fortaleza se veían algunos bárbaros, y un grupo de ellos galopaba hacia la retaguardia de la caballería romana.

El jefe de la fuerza romana también los vio y ordenó a sus hombres que formasen un círculo y luego una cuña. Había caballos y hombres armados por todas partes, mi escolta se apiñó junto al nuevo contingente, y las lanzas resplandecían al sol cuando los soldados las levantaban. Más trompetas, más hombres enviados de Salices, esta vez infantes. Gritos, confusión.

—Tú eres el médico Caritón, ¿no? Dirígete al centro.

Obedecí y la cuña inició el regreso hacia la fortaleza. La caballería bárbara se dividió en dos grupos, desplazándose sobre cada costado nuestro. Detrás, los godos que habían tendido la emboscada contra mi grupo, avanzaban velozmente colina abajo.

—¡Por el sol invicto! —gritó el jefe—. ¡Deteneos, deteneos! ¡Formad un círculo! ¡Rápido! ¡Levantad los escudos y contenedlos! —En tono más bajo añadió para sí—: ¡Dios mío, qué situación!

La caballería de los godos formó un círculo frente a los romanos, bloqueando el camino de regreso a la fortaleza. Los caballos corcoveaban y los hombres golpeaban sus escudos con las espadas y gritaban. La fuerza romana era superada en número y comprobé que no teníamos demasiadas probabilidades de llegar a Salices abriéndonos paso. Conseguí avanzar hasta el jefe.

—¿Tenemos que luchar? —pregunté—. ¿Qué quieren?

—Quieren matarnos —respondió el jefe con un tono muy serio—. Nosotros matamos a algunos de sus amigos hace dos días. ¡Dios mío, no sabía que había tantos de ellos todavía aquí!

—Si luchamos ahora —precisé—, ellos también perderán otros hombres, ¿no? Inútilmente, además. Escucha, soy amigo y huésped del señor Fritigerno. Curé a su esposa antes de que comenzara todo esto. Déjame ir a pedirles una tregua. Nosotros volvemos a la fortaleza, ellos se van y saquean un poco. ¿Crees que accederán?

El jefe me miró asombrado por un momento y observó a los godos.

—¡Si estás dispuesto a hablar con esos demonios, ve, desde luego! Oye, Valentino, danos unas ramas verdes. El doctor irá a pedir una tregua.

Los hombres me miraron sorprendidos y luego gritaron hurras. Valentino, un tribuno, cortó un arbusto y me entregó las ramas, con hojas frescas y diminutas, curvadas como manos cerradas. Yo esperaba que los godos comprendieran su significado. En cada mano tomé una de estas ramas y los hombres me abrieron paso hasta la primera fila. Los godos estaban congregados frente a nosotros, no muy lejos, esperando. Respiré hondo, levanté en alto las dos ramas y cabalgué hacia ellos.

El proyectil lanzado con una honda golpeó la parte izquierda del camino. Me detuve y permanecí inmóvil, sosteniendo las ramas.

—¡Tregua! —grité.

Veía a los godos señalándome y hablando entre ellos, y advirtiendo que iba desarmada y sin malla de metal. Volví a avanzar hacia ellos y esta vez no me lanzaron pedradas.

Cuando estuve cerca de la línea de los godos, uno de ellos avanzó hacia mí. Por la cantidad de joyas que llevaba, deduje que era el jefe.

—¡Tregua! —volví a gritar, y añadí «amigo» en gótico.

—¡Amigo! —replicó el jefe godo en su propio idioma, y acercando su caballo hasta detenerlo junto al mío, me miró ferozmente—. ¡Ningún romano es amigo de los godos! ¿Quién eres y qué deseas?

—Soy Caritón de Éfeso, médico, amigo y huésped del señor Fritigerno. He venido a pedir que dejéis volver a los romanos en paz a Salices. Si nos atacáis, moriremos, igual que muchos de vosotros, y nadie ganará nada. —El temor hacía que hablara en lengua gótica con una fuerza especial.

—¿Caritón de Éfeso? —repitió el jefe, y uno de los otros godos, cubierto de adornos y con una piel de lobo lanzó un grito y se aproximó. Después de llamar aparte al jefe, ambos hablaron, mirándome de vez en cuando. El jefe volvió a aproximarse.

—Doy la bienvenida al amigo de Fritigerno —dijo con más suavidad—. Quédate aquí. Entrega a Trivane los símbolos de la tregua. Tus hombres pueden volver a Salices.

Trivane, que al parecer había hablado de mí al jefe, cogió las ramas y, sosteniéndolas en el aire, se alejó lentamente hacia los romanos. El jefe dictó órdenes a sus soldados y la hilera de los godos se dividió otra vez en dos, y ambas se alejaron del río. Los romanos iniciaron la marcha conducidos por Trivane, que sostenía las dos ramas en alto. Tragué saliva. Había terminado, gracias a todos los dioses.

—Te lo agradezco, señor —dije, volviéndome hacia el jefe—. ¿Puedo ir ya con mi gente?

Me miró con gesto pensativo, mordiéndose el bigote, y luego se inclinó hacia mí y cogió las riendas de mi cabalgadura.

—El señor Fritigerno quiere hablar contigo.

Lo miré un instante, sin comprender. Fritigerno quería verme. Recordé entonces que sin duda necesitaba médicos.

—No —dije—. Soy huésped y amigo de Fritigerno. Le salvé la vida a su mujer cuando estaba enferma después de dar a luz. En este caso, no iría por mi propia voluntad. Y Fritigerno es un noble y no te agradecerá que mates a su huésped amigo intentando llevarlo por la fuerza.

Hundí los talones en los flancos de mi caballo, y éste, sorprendido, me apartó del lado del jefe. Volví, pues, hacia la fuerza romana que pasaba en aquel momento y avancé a galope tendido. Alguien detrás de mí arrojó algo pero el jefe le ordenó que se detuviera. En lugar de ello, advertí que otros caballos me perseguían. Delante de mí vi detenerse a su vez al tribuno, el cual también indicó a sus hombres que se detuvieran. Mi extenuado caballo tropezó y cayó. Al golpear el suelo, rodé unos metros y me quedé tendida un momento, sin aliento. Los godos se acercaron galopando, y uno se apeó y tomó las riendas de mi caballo. Me levanté utilizando manos y rodillas, pues la nieve era muy húmeda y comenzaba a oscurecer. Pero por un instante no fui capaz de moverme. Atrapada entre las dos facciones, tenía la sensación de haber sido despojada de mi nombre y estaba aterrada. No tanto por la violencia que me rodeaba, aunque me había afectado profundamente, como por algo más, la oscuridad, ser descubierta, no ser nadie.

Más tronar de cascos y el tribuno romano se aproximó a caballo. Sentada sobre los talones, trataba de dominarme. Los godos gritaban y uno había desenvainado su espada.

—¿Qué sucede? —preguntó el romano—. ¡Creí que había una tregua!

El jefe godo ordenó a gritos al hombre que envainase su espada y se enfrentó con el romano.

—Tenemos una tregua —dijo en perfecto latín—, pero el médico viene con nosotros.

El jefe romano bajó la vista para mirarme y tocó el pomo de su propia espada.

—Es un romano —replicó—, y el duque tiene un elevado concepto de él. No tienes derecho a hacerlo prisionero.

—¿Lo valora el duque más que a ti y a todos tus hombres? —preguntó el godo—. Aún hay tiempo de cancelar la tregua, ¿sabes? Entonces, luchemos. El señor Fritigerno ha mencionado a este hombre como un médico con cuyos servicios quiere contar. Lo llevaré ante el rey. Lo haré, aunque tenga que matar a varios romanos para conseguirlo.

Me levanté despacio, sintiéndome débil y entumecida. El tribuno seguía montado y me observaba. Miró al jefe godo, a las tropas de éste, y por último a las suyas propias. Con un suspiro agitó la cabeza.

—Lo lamento —me dijo—, pero tendrás que ir con él.

Miré a mis espaldas la línea de los godos. Por un momento temí perder el decoro y ponerme a llorar. Sabía que Fritigerno no me trataría mal, pero sentía que era romana, que debía estar en el interior de la fortaleza con Sebastián y las tropas, no fuera, con los bárbaros y la nieve. Si me privaban de todos los que me conocían, era como si dejase de existir, al menos como Caritón.

De todos modos, llorar era inútil y tanto godos como romanos lo encontrarían despreciable.

—Muy bien —contesté al tribuno. El soldado godo sostenía aún mis riendas. Me acerqué a la montura y agarré la silla. El soldado seguía junto a mi caballo, sin soltar las riendas—. Dile a Sebastián que me siento como Ifigenia en Áulide —dije al tribuno, tratando de hablar en un tono normal—. «Parto, cediendo la victoriosa salvación a los griegos». Eso le gustará.

No parecía que el tribuno hubiera comprendido, pero asintió con la cabeza.

—Lo lamento —repitió—. Tal vez alguien pague rescate por ti. Buena suerte. Adiós.

Volviéndose hacia su caballo, montó y fue a reunirse con sus propios hombres; acto seguido, las tropas romanas pasaron al trote bajo la luz del atardecer. En las puertas de Salices brillaban las lámparas, y la infantería se amontonaba frente a las murallas. Distinguí un brillo dorado bajo las luces, tal vez el casco dorado de Sebastián, o bien su pelo. «Día de lámparas y rayos de luz de Zeus, me han dado otra edad, otro destino. Amada luz, adiós». En efecto, el drama de Eurípides me pareció apto, aunque quizá Sebastián no lo considerase así.

Los godos dieron la vuelta a sus caballos, tirando también del mío. No podía demorarme más. Monté y partimos para internarnos en la noche.

Los godos habían montado el campamento cerca de la fortaleza de Salices, de modo que no tuvimos que recorrer mucho trecho. Era un campamento de grandes dimensiones, que albergaba unos ochocientos godos, además de aproximadamente un centenar de romanos hechos prisioneros como parte de diversos botines. El jefe godo, Valimir, cuyo nombre me resultaba difícil de pronunciar, me puso a trabajar inmediatamente para asistir a los heridos. Se comportó de forma muy cortés y formuló sus indicaciones como quien pide un favor, pero en realidad eran órdenes. Los godos tenían heridas, algunas de ellas infectadas, debido en gran parte por su afición a los torniquetes y los amuletos mágicos. Los romanos presentaban lesiones y también llagas causadas por las cadenas. Algunos de los romanos me ayudaron a preparar vendajes y soluciones para limpiar heridas, pero, a pesar de esta colaboración, llevó horas tratar a todos los que lo necesitaban, y para entonces estaba ya demasiado fatigada para intentar huir. Valimir no me tenía sujeta con ligaduras por ser yo huésped y amiga del rey, pero indicó a un par de hombres de la caballería que me vigilasen. Dudo que pudiese haber escapado aunque no hubiera estado cansada. Aquellos guardianes me amargaban la vida. Bastante complicado era ya mantener mi intimidad viajando junto a romanos, si bien siempre me era posible estar a solas unos minutos. Ahora ya no contaba siquiera con esos breves períodos y antes de que hubiera pasado un día ya tenía la sensación de estar perdiendo el juicio. No podía lavarme, y hacer uso de una letrina era un tormento. Los godos tenían mucha curiosidad por saber qué era en realidad un eunuco y miraban con interés, a pesar de que yo tenía bajada la túnica. Me alegraba de no tener ya menstruación porque eso me daba un mes de tranquilidad. Para entonces esperaba haber alcanzado, ya que no mi libertad, por lo menos un espacio privado antes de tener otro período.

Los godos levantaron el campamento a la mañana siguiente y partieron hacia su ciudad de carromatos en la que se hallaba Fritigerno. Habían estado saqueando la región del este y habían enviado un grupo menos numeroso hacia el norte, al que los hombres de Sebastián habían interceptado y aniquilado. Como había dicho el tribuno, el ataque a Salices era una medida punitiva. Habían acampado sigilosamente y preparado una emboscada en el camino de abastecimiento del campamento, esperando matar a unos cuantos romanos y poder alejarse después. Sin embargo, no habían planeado hacer nada más, y en aquel momento querían volver con el botín junto a sus mujeres y sus familias. Así pues, marchamos hacia el sudoeste, primero un sector de la caballería, luego los infantes con los esclavos y los carros del botín, y a continuación las vacas y el resto de la caballería, avanzando lentamente por una llanura blanca y desierta.

A pesar de aquel lento avance, tardamos sólo un día y medio en llegar a la ciudad de carromatos… No me había dado cuenta de que estaba tan próxima. Desde lejos parecía una ciudad de verdad con murallas de madera, y sólo al estar más cerca comprobé que los muros eran los propios carromatos, dispuestos uno detrás de otro, y empalizadas de madera apoyadas contra ellos. Cuando estuvimos más próximos, algunos de los godos se adelantaron, gritando y agitando objetos saqueados, y un cierto número de ellos salió de la ciudad también vociferando. Los niños corrían por la nieve y acompañaban a las columnas, haciendo preguntas a gritos, arrojando bolas de nieve e insultando a los prisioneros, corriendo para alcanzar a padres, hermanos, tíos o primos. Las columnas se detuvieron completamente antes de llegar a las puertas. Esperé montada, con los hombros caídos, pues me sentía mal. La gente me miraba y me señalaba, pero nadie me arrojó nada.

Después de lo que me pareció una eternidad, Valimir entró en la ciudad con sus subordinados y conmigo. Había allí más carromatos dispuestos en círculos concéntricos y algo desparejos. En todas partes había animales y gente. El humo de las fogatas para cocinar se mezclaba con el hedor de las letrinas. Había aves de corral escarbando en montones de estiércol donde los niños jugaban. Las mujeres colgaban ropa a secar en los cercos de zarzo o sobre los recipientes para los caballos, junto a pozos primitivos. Me pregunté cuántos godos habría en Tracia en aquel momento. A juzgar por su aspecto, aquella ciudad de carromatos era mucho más grande que cualquiera de las ciudades romanas de aquella diócesis.

En el centro de la ciudad había una casa. Era una villa romana amplia, espléndida, con un frente de columnas, un tejado de tejas y un pabellón de baños. En la parte trasera se había añadido una construcción de madera, mimbre y paja para ampliar la casa. El humo que se elevaba en el centro indicaba que se calentaba sólo con el fuego de una chimenea. La villa tenía sólo un hipocausto. Valimir desmontó y me indicó que hiciera lo mismo. Frente a la casa había guardias con armaduras romanas y con capas de piel de oso. Dos de ellos se acercaron para preguntar a Valimir el motivo que lo traía.

—He vuelto —respondió—. Traigo mucho botín y muchos prisioneros. Maté a muchos romanos en Salices, he capturado al famoso mago y médico Caritón, y se lo he traído al rey Fritigerno.

Los guardias lo miraron con respeto y luego se fijaron en mí, fascinados. Nos hicieron entrar en el gran vestíbulo de la villa y un guardia se adelantó para anunciarnos a Fritigerno. Después volvió, nos saludó en nombre de Fritigerno y le pidió a Valimir que esperase un momento mientras el rey terminaba su tarea. Esperamos. Al cabo de media hora apareció otra persona en el recinto, un godo alto con una capa forrada de armiño. Con profunda sorpresa reconocí en él a mi antiguo ayudante Edico.

—¡Caritón, amado maestro! —exclamó, dirigiéndome una enorme sonrisa y estrechándome la mano—. ¡Cuánto me alegro de verte sano y salvo y entre mi propio pueblo!

Retiré mi mano. Me alegré de ver a Edico otra vez, era grato toparme con una cara familiar y maravilloso oír hablar griego de nuevo, pero estaba enfadada.

—No vine por mi propia voluntad —dije con tono hostil.

La sonrisa se borró del rostro de Edico.

—Sí, me contaron que te habían capturado, pero no te preocupes, no sufrirás daño. Tienes muchos amigos aquí, el rey Fritigerno entre ellos. Te trataremos en todo sentido como nuestro invitado.

—Un invitado tiene el derecho de irse cuando quiera —repliqué—. ¿Debo entender que esto me incluye? En tal caso, me iré ahora mismo.

Edico movió la cabeza.

—Lo siento —dijo—. Nos hace falta mucha ayuda aquí. No tenemos muchos médicos y hay muchos enfermos. He tratado de hacerles usar el agua de los pozos para beber y he aplicado todo lo que tú me enseñaste, pero seguimos sufriendo mucho por las enfermedades. La gente estaba muy debilitada por culpa de esos demonios que nos retuvieron junto al río, y los heridos sufren mucho porque no tenemos lo necesario para tratarlos como es debido. Me he quedado sin opio y hace semanas que mandé a algunos niños a recorrer los campos en busca de mandrágora.

—¿Te quedaste sin opio? Qué lástima. Me temo que tampoco tengo mucho. Un ladrón nos robó la mitad de nuestras reservas de Noviduno.

Edico tuvo la decencia de ruborizarse.

—Lo necesitábamos —me contestó avergonzado—. Sé que te preocupaste por nosotros, Caritón. Intentaste resolver ese asunto de Lupicino. Pero nunca viste cuánto sufríamos y no pertenecías a nuestro propio pueblo.

—Puedo comprender que hayas cogido los medicamentos —admití—. Sólo con que me los hubieses pedido antes de que estallara la rebelión, te los habría dado y te habría enviado a ayudar a los tuyos.

—¡Habría venido antes, pero me ordenaron esperar! —exclamó Edico con gran ansiedad.

—… pero no sé por qué te llevaste ese tratado mío. Era de mi propiedad personal, y además de gran valor.

El rubor de Edico se intensificó.

—Pensaba copiarlo y devolverte el original —dijo—; pero no tuve tiempo. Somos muy pocos los médicos y menos aún los concienzudos. Me llenó de alegría saber que te habíamos capturado. Podrás salvar muchas vidas.

—Yo no siento tanta alegría. También puedo salvar vidas romanas y prefiero estar con mi propia gente. Te enseñé el arte, Edico; y en tu juramento habrías prometido considerarme como tu padre. Intercede por mí. Trata de persuadir al rey de que me envíe de regreso a mi país. Escúchame, si temes que vaya a curar a tus enemigos, prometo irme lejos de Tracia, volver a Alejandría, o quizás a Constantinopla. No soy de aquí. Lo sabes bien.

Edico seguía allí, con el rostro sonrojado y su capa de armiño.

—Lo siento mucho —dijo—. Nos falta gente y necesitamos ayuda.

—Maldito seas —solté con tono tranquilo.

No había tenido muchas esperanzas de que me ayudase, pero tampoco las había perdido del todo. Detrás se abrió una puerta, los guardias se cuadraron y otro noble godo nos hizo entrar a ver al rey.

Valimir entró primero, seguido por sus subordinados, por mí y por el guardia. Edico entró el último, con una expresión de desventura. El salón era amplio y suntuoso. Tenía un mosaico del zodíaco en el suelo y ventanas con vidrios. Las cortinas eran de brocado verde y dorado, y los paneles verdes y amarillos de las paredes estaban decorados con pinturas. En un sector, los godos habían instalado una plataforma recubierta también de brocado, sobre la que estaban dispuestos varios triclinios. En el triclinio del centro estaba sentado Fritigerno. Vestía un manto púrpura, que había conseguido quién sabe dónde, y lucía una diadema de oro. Otro jefe vestido con el mismo estilo ocupaba el triclinio de al lado. Me pareció que era el otro dirigente godo, Alavivo, o tal vez uno de los nobles greutungos.

Valimir se prosternó delante del rey y luego se incorporó. Para un verdadero emperador, el gesto no habría sido lo bastante solemne.

—¡Salud, Fritigerno, rey de los godos! —exclamó.

Al verlo, el otro jefe se mostró algo contrariado, pero no hizo ningún comentario. Fritigerno se levantó y se acercó a Valimir para estrecharle la mano.

—¡Salud, Valimir! ¡Muy bien! Toda la ciudad celebra la noticia de tus victorias. —Valimir sonrió satisfecho—. Espero que se distribuya el botín de conformidad con tus deseos y con las costumbres del pueblo. Bien. Y felicitaciones por haber capturado a Caritón. El señor Edico ha lamentado su ausencia durante meses.

—Y a mí me toca lamentar mi presencia —declaré—. ¿O debo considerarme ahora un esclavo y guardar silencio mientras los demás disponen de mí?

—Eres nuestro invitado —dijo Fritigerno en griego, y me ofreció la mano.

Al cabo de un instante le estreché la mano.

—Señor Fritigerno —señalé—. Sé que el pueblo que gobiernas ha sufrido una gran injusticia. Traté de impedirla.

—Estoy enterado. Te doy las gracias.

—Sin embargo, no puedo servirte contra mi propia gente. Te ruego que me permitas irme. Te he ayudado en el pasado y me debes algo más que este cautiverio.

Fritigerno negó con la cabeza.

—Lo siento —replicó—. No te pido que luches contra tu propio pueblo. Creo que como médico no te negarás a asistir a los enfermos y heridos. Y aquí tenemos muchísimos; enfermos por haber confiado en los romanos y en mí, y heridos porque lucharon por mí. No puedo dejarte partir.

—Entonces, por muy bellos discursos que pronuncies sobre tus invitados, me conviertes en un esclavo.

—Si optas por usar esa palabra, puedes hacerlo. Yo te llamaré mi invitado. Te doy la bienvenida a esta casa. ¿Has comido? Entonces podrás acompañarme a cenar, junto con mi estimado Valimir. Supongo que por ser griego querrás bañarte antes. Mis propios esclavos te servirán.

—No, gracias —respondí.

Me preguntaba cuánto tiempo tendría que quedarme entre los godos, tratando a sus heridos. También si los romanos me verían como un traidor cuando al final venciesen a los bárbaros. Probablemente no. Sebastián sabía que me habían llevado por la fuerza.

—Bien. ¿Un cambio de ropa, quizá? —me preguntó Fritigerno, mirándome con una expresión indescifrable dibujada en sus ojos claros—. Has cabalgado mucho y me apena ver a un huésped tan agotado por el viaje.

Suspiré.

—Si puedo contar con un cuarto para mí solo. Quiero estar solo y descansar.

—Mis esclavos te atenderán.

—Si no tienes inconveniente, preferiría estar solo.

Los ojos semejantes a dos vidrios azules se fijaron en mi persona, apareciendo además un ceño fruncido.

—Me disculpo por insistir ante ti, sapientísimo. Pero sería mejor que los esclavos te vieran e informaran a sus amigos de que eres en verdad un hombre. La gente se quedaría tranquila. Se ha comentado que eres un demonio… Lo siento, pero muchos aquí son muy supersticiosos y no hacen otra cosa que chismorrear. Aparte de que mi mujer y sus servidoras creen que en realidad eres mujer. Entre nosotros no hay eunucos. Deja que mis esclavos te atiendan como atienden a cualquier persona de rango, y así se acallarán todos esos estúpidos rumores.

—No me gusta que me miren —repliqué de inmediato, tratando de encontrar una buena excusa para mi recato—. Vamos, me has hecho esclavo. Déjame al menos mi dignidad.

Fritigerno seguía mirándome con el ceño fruncido. A mis espaldas, Edico se agitó.

—¿Cómo puede ofender la dignidad de un caballero tener esclavos que lo sirvan? —preguntó.

—Quiero que todos sepan claramente quién eres, ahora que me sirves a mí —dijo Fritigerno—. Mi mujer dice que eres mujer, y que vas disfrazada porque los romanos no permiten estudiar medicina a las mujeres. ¿Cómo vas a servirme bien si comentan todas esas cosas sobre ti? Tienes que aceptar mi juicio en cuestiones como ésta.

Edico rio, divertido.

—Las mujeres dicen cualquier cosa. Si no quieres que la gente piense tales cosas de ti, debes olvidar ese absurdo recato.

Maldita Amalberga. Había visto demasiado y con demasiada rapidez. Y ni siquiera me había interrogado. Había sospechado, había descubierto que tenía un motivo para disfrazarme y había llegado a su propia conclusión. Traté de pensar en algo más que decir, pero sentía la lengua paralizada, tenía las mejillas calientes y Fritigerno seguía mirándome.

—Tengo por costumbre estar solo —solté cuando el silencio era ya insoportable—. Encuentro indecente esta curiosidad.

Fritigerno hizo un gesto de incredulidad.

—Casi me haces pensar que las sospechas de mi mujer son fundadas.

—Majestad, yo no me preocuparía por eso —dijo Edico—. Trabajé cerca de dos años con Caritón. Sé que esos rumores son falsos.

—¿Sí? —exclamó Fritigerno volviendo a mirarme después de escuchar a Edico—. Júralo —dijo.

Sentía los latidos de mi corazón en las orejas. Dejé de mirar al rey para fijar la vista en el mosaico del suelo: el Toro que rugía frente a los Gemelos Celestiales. No había salida. Hecha la pregunta, sólo quedaba una respuesta. Todo mi disfraz había dependido siempre de que nadie la formulase. Mentir era inútil, una vez presente la sospecha.

—Es verdad —murmuré—. Soy mujer.

Edico me miró como si dudase de que estaba cuerda. Valimir me miró atónito. Todos me miraban estupefactos. Me llevé las manos a la espalda para aferrármelas e impedir que temblaran.

—Nunca escucho lo suficiente a mi mujer —dijo Fritigerno pensativo—. Por lo general, tiene razón.

Al mirarlo le dije:

—Nadie ha puesto nunca en duda mi conocimiento de la medicina.

—Yo tampoco lo hago —respondió Fritigerno—. No hay ninguna diferencia en cuanto a tu capacidad, cualquiera que sea tu sexo, pues es tu capacidad lo que necesitamos. Sólo que no puedo permitirte salir del campamento. En una batalla no podría protegerte, y sería un gran agravio para mí que te insultasen durante tu servicio. Me ocuparé de que te traten como a una gran dama.

Tuve la misma sensación que en el sueño en el que mi padre se transformó en Festino. Si me trataban como a una dama, el secreto quedaría desvelado para siempre. Tendría que vivir entre los godos toda mi vida si quería practicar la medicina, o bien volver a mi tierra y vivir mi solitaria deshonra en casa de mi hermano. En ninguno de los dos casos tenía poder de decisión sobre lo que sucediese, pues sería propiedad de Fritigerno o bien de mi hermano. Perdí todo el dominio de mí misma y exclamé:

—¡No, por favor! Si se divulgara la noticia, todo se echaría completamente a perder. No podría volver junto con los romanos, y yo…

Fritigerno sonrió. Desde luego, si yo no podía volver junto a los romanos, tanto mejor para él.

—No —atiné a decir—. Por favor, he hecho bien a tu casa y a ti. No me lo pagues así.

—Serás tratada como huésped y como una dama. Dispondré que te alojes con mi mujer.

—¡Si hubiese querido que me tratasen como una dama, me habría quedado en la casa de mi padre en Éfeso!

Fritigerno agitó la cabeza.

—No puedo dejar que te traten como a un hombre ni que te alojes con la tropa. Te quedarás con mi mujer. La gente sabrá quién eres y qué eres. Me sentiría agraviado si alguien te insultase.

—¡Pero me destruyes! —grité—. ¿No lo ves? ¡Dios del Cielo! Perderé mi nombre, mi carrera, todo. ¡Existiré sólo como servidora tuya! Y si intento volver a mi casa, no seré nada, nadie… un simple escándalo. Mis amigos y mi familia se avergonzarán de mí… No, por favor… ¡Te lo suplico! —Empezaba a llorar y no debía hacerlo. Me cubrí la cara con las manos, mientras Fritigerno me miraba sin inmutarse.

—Te enviaré ahora junto a mi mujer —dijo con firmeza—. Puedes descansar.

Me condujeron fuera de la sala deshecha en lágrimas.