Llegué a Tracia a principios de octubre del año en que murió Atanasio. Tuvimos un viaje sin incidentes desde Alejandría. Como reinaba un tiempo inusitadamente benigno y la temporada estaba llegando a su fin, el capitán no costeó la orilla siria sino que tomó rumbo directamente hacia Creta. Allí nos aprovisionamos de agua potable y luego, cogiendo velocidad para aprovechar el buen tiempo, nos dirigimos hacia las islas y entramos en el Bósforo. Llegamos a Constantinopla el 25 de septiembre. La bahía resplandecía en la mañana tibia y la ciudad parecía surgir del agua como la visión de una Jerusalén Celestial, con sus cúpulas y palacios convertidos en oro por la luz matinal. En los muelles, los vendedores ambulantes pregonaban su mercancía: «¡Higos frescos, melones maduros, tortas de sésamo calientes!». Las gaviotas agitaban sus blancas alas sobre el agua reluciente, buscando alimento entre los desperdicios arrojados a las playas.
El barco tenía que trasladar parte de su carga de grano a una embarcación menor que la llevaría, y me llevaría a mí, al mar Negro. Se depositaría la carga en Istrópolis y desde allí se transportaría río arriba. Cuando la nave alejandrina hizo su entrada, el barco más pequeño ya nos esperaba y su capitán vino inmediatamente.
—¡Quiero partir mañana! —anunció a la tripulación reunida—. ¿Quién sabe cuánto tiempo seguirá soplando este viento? El viaje debe terminar antes del invierno. ¡No se gana nada permaneciendo fondeados en los muelles de Constantinopla!
En consecuencia, abrieron las bodegas y subieron los sacos de grano, los pusieron en carretillas y los llevaron al otro barco. Cuando hubo un momento libre y pude hablar con el capitán, le pregunté si tendría tiempo de ir a la ciudad a ver a alguien.
—¿Vas a Escitia? —preguntó, mirándome con suspicacia. Estaba claro que Escitia le parecía un lugar muy raro como punto de destino de un eunuco asiático.
Le expliqué quién era, con lo cual aumentó su desconfianza.
—Tengo un amigo en la ciudad —expliqué—. ¿Tendré tiempo de verlo?
—Si estás de regreso en el barco mañana, antes de que amanezca. Ésa es mi hora de zarpar.
Accedí y bajé.
Constantinopla es una ciudad nueva en la que poco queda de la vieja Bizancio, reconstruida por el glorioso emperador como su capital y heredera de su nombre. Sin embargo, en los cincuenta años transcurridos desde esa reconstrucción, parte del brillo había desaparecido. Muchos de los edificios se habían construido deprisa y con negligencia y ya amenazaban ruina. Comprobé que los carpinteros y yeseros tenían bastante trabajo y las calles estaban cubiertas de trozos de yeso y tejas rotas. Sin embargo, con sus calles anchas y sus numerosos parques públicos, la ciudad seguía siendo bella. En una plaza vi una estatua del gran Alejandro, retirada de su mausoleo en Alejandría y ahora levantada entre los plátanos típicos de la ciudad de Constantino. Una fuente pública brotaba del pedestal, y los ojos de vidrio que había bajo el pelo de mármol dorado parecían mirar con tristeza el mundo conquistado y perdido por él. Constantinopla está llena de tesoros artísticos robados en el saqueo de las ciudades más grandes del imperio. Su piadosa majestad imperial aspiraba a una magnificencia sin rival para la ciudad que llevaba su nombre. Emprendí mi camino hacia la prefectura y luego me detuve. Se aproximaba el mediodía y antes de la noche tenía que estar de vuelta en el barco. ¿Valía la pena molestar a Torión por tan poco tiempo?
Volví a la plaza pública de Alejandro y me senté junto a un muro. Quería ver a Torión. Habían pasado tres años, quizá más, y lo echaba de menos. También anhelaba ver a Maia. El deseo de verlos me producía un dolor casi físico, pero era peligroso. Conocía el deseo de Torión de que renunciase a mi engaño. En aquel momento él tenía un cargo de asesor: consejero legal del gobernador provincial. Ganaba bien y doblaba su sueldo con los sobornos y las prebendas, por lo que no dependía ya de nuestro padre ni le preocupaba tanto Festino. Lo sabía todo por sus cartas. Sólo hasta allí había confiado en la palabra escrita, pero era fácil adivinar el resto de sus planes. Pensaba llevarme a mí, su hermana, «rescatada» de Festino y «ocultada» durante tres años, de regreso a la sociedad respetable, y proyectaba casarme con uno de sus amigos para llevar una vida normal. Y yo no sabía cómo empezar a decirle que no pensaba hacer tal cosa. La distancia entre nosotros se había hecho demasiado grande y Torión la ignoraba. Aparecer en Constantinopla en aquel momento sólo causaría pesar a mi familia. Y estando por zarpar mi barco a la madrugada, tampoco disponía del tiempo necesario para conversar extensamente.
Suspiré. Unas mujeres del barrio sacaban agua de la fuente y me miraron con desconfianza. Me disculpé con una sonrisa, me levanté y me encaminé de nuevo hacia los muelles. El capitán me dirigió una mirada suspicaz, pero nadie me hizo preguntas.
Desde Constantinopla navegamos hacia el noroeste bordeando la orilla del mar Negro. Se mantenía el buen tiempo y aquellas costas no nos enviaron ninguna de sus traicioneras tormentas. El capitán se mostró menos preocupado e hizo varias escalas en pequeños puertos para cargar agua y comprar fruta fresca. En uno de ellos, Odeso, nos enteramos de que Sebastián, duque de la provincia tracia de Escitia, celebraba consultas con el conde de Tracia en Marcianópolis. Como yo quedaría bajo el mando de Sebastián, no tenía sentido proseguir hacia su cuartel general en Tomi y esperarlo, de modo que desembarqué en Odeso y me dirigí a Marcianópolis, a unas veinte millas río arriba del puerto marítimo.
Había un buen número de barcos que remontaban el río entre Odeso y Marcianópolis llevando cargas de pescado y de mercancías importadas además de pasajeros, y pagué unas monedas de cobre para instalarme con mi baúl en una de aquellas embarcaciones. Me siguieron dos personas más, una mujer que arrastraba un fardo de tela de lana importada y un hombre que llevaba una carga de pescado y dos grandes ánforas de vino. Ambos me miraron de reojo, pero no dijeron nada. Los tripulantes se apartaron del muelle y cogieron sus remos, y yo me senté en la popa, sobre mi baúl, y vi desfilar el paisaje. Desde el barco, no había tenido muchas oportunidades de contemplarlo: sólo playas y costas rocosas contra un fondo de montañas, muchos bosques de pino negro y de roble, unas pocas aldeas replegadas en las bocas de ríos pantanosos y rodeadas de campos abiertos, una o dos ciudades. Al navegar río arriba, comprobé que Tracia era más agreste y más desolada aún de lo que había imaginado. Odeso era una ciudad mucho más pequeña que las que me eran familiares, y cuando llegamos a Marcianópolis descubrí que ésta tampoco era mucho más grande. Entre las dos poblaciones, el río serpenteaba a través de un sector estrecho de tierra cultivada, en la dirección de los Hemimontos. En las fértiles tierras de pastoreo se apacentaban unas vacas, y unos campesinos recogían lo que quedaba de la cosecha, inclinándose y cortando rítmicamente el rico grano dorado. Durante la primera milla, el paisaje me resultó extraño por algo que no lograba determinar, hasta que descubrí lo que le faltaba: los olivos. En Tracia no crecen, pues hace demasiado frío. Los habitantes siguen la costumbre de los bárbaros godos y preparan una pasta con leche que llaman manteca y que utilizan para cocinar y para untar el pan en lugar del aceite de oliva. También es difícil cultivar la vid en Tracia, por lo que el vino tiene poco cuerpo y es agrio.
Me estremecí, incómoda, y levanté la vista de las tierras cultivadas. Al fondo estaban las formas sombrías y oscuras de las montañas, distantes y vírgenes, y millas de planicie desierta y bosque desconocido y salvaje. Había en aquella región poco poblada mucha tierra sin cultivar, algo habitual ya en la antigüedad, salvo en las inmediaciones de la costa. Una tierra maltratada por las guerras antes de que ascendiera al trono el ilustrísimo emperador Diocleciano. Por otra parte, es una diócesis de gran extensión, formada por seis provincias. La limita al sur el Egeo; al este, el mar Negro, y al norte el río llamado Ister o Danubio, frontera de la diócesis imperial de Dacia, de lengua latina y que se hallaba bajo el control del emperador occidental. Las cuatro provincias del sur de Tracia hablan una variedad de griego, pero las dos del norte, Mesia y Escitia, son bilingües (griego y latín), eso sin contar el gótico hablado por muchos de los soldados y el tracio de los campesinos.
Llegamos a la ciudad de Marcianópolis por la noche. Aunque, según el modelo asiático, no era más que un pueblo grande, estaba sólidamente fortificada. Las murallas de piedra se perfilaban contra la luz del crepúsculo, de modo que los Hemimontos del fondo reducían la luminosidad cuando nuestro barco se aproximaba. Hasta el paso del río tenía puertas fortificadas, aunque estaban abiertas cuando entrarnos en la ciudad. Amarramos junto a un muelle de piedra cuando ya era casi oscuro, y los pasajeros desembarcamos entumecidos por las largas horas que habíamos permanecido sentados en el reducido espacio de la embarcación. Durante el viaje ninguno de los otros dos me había dirigido la palabra, aunque me miraban con insistencia antes de hablarse en susurros. Apenas comprendía lo que decían, incluso cuando hablaban en un tono normal, ya que su griego era muy peculiar y su acento, muy poco corriente. Me sentía cansada y llena de desaliento. Después de encomendar mi baúl a un mozo de cuerda, encontré un cuarto en la fonda más próxima.
A la mañana siguiente fui a presentarme al duque Sebastián. Estaba hecha un manojo de nervios a causa de la entrevista, así que me vestí con esmero, con mi túnica más nueva y mi mejor capa, la que había comprado para el examen de medicina en Alejandría. No tenía espejo, pero había un recipiente de barro de gran tamaño lleno de agua que aproveché para mirarme.
Hacía tiempo que no veía reflejado mi rostro. Observé allí una cara más delgada que la que recordaba, y también de más edad. La mirada objetiva y escrutadora era más profunda y cautelosa, y posiblemente también desconfiada. Sonreí a aquella imagen, recetándole mentalmente descanso y comidas a horas regulares. La imagen me sonrió a su vez y se volvió profesional y firme, la de un médico formado en Alejandría. Recobrada en parte mi confianza, partí a ver al duque Sebastián.
Sabía que me alojaría con el conde, jefe militar de la totalidad de Tracia, cuyo cuartel general estaba en Marcianópolis. No tuve dificultad en encontrar el edificio, el más grande de la ciudad. Estaba frente al mercado, humillando las proporciones de la residencia del gobernador y la iglesia contiguas. Dos estandartes dorados aparecían cruzados sobre las puertas: uno con el dragón y el otro con el labarum, monograma de Cristo. Los custodiaba un pelotón de guardia que lucía el uniforme completo, cascos y botas, escudos colgados a la espalda y lanzas en las manos. Bajo las túnicas llevaban una prenda alargada, y sus largas espadas colgaban de cinturones cruzados en la espalda. Muchos de ellos tenían el pelo y la barba rubios y, además del uniforme romano reglamentario, lucían una gran variedad de joyas. Uno tenía una piel de lobo sujeta a los hombros de modo que los dientes del animal colgaban salvajemente sobre sus ojos y las patas se ataban bajo el mentón. Otro llevaba un collar de dientes de jabalí; y otro, una piel de oso en lugar de capa, echada hacia atrás desde los hombros, a los que estaba sujeta. Su aspecto era de bárbaros godos, no de romanos. En aquel momento reparé en que todos los hombres del mercado llevaban también largas prendas y que muchas mujeres llevaban calzas debajo de las sandalias. Presumiblemente tal era la vestimenta adecuada, pues en invierno debía de hacer mucho frío. Con todo, la escena era la de un grupo de bárbaros, a pesar de las columnas corintias en los edificios públicos. Permanecí un momento en el mercado con una sensación horrible de estar fuera de lugar. Ya no me veía bien vestida ni segura de mí misma: me sentía extranjera. Caritón el eunuco, con su educación alejandrina, era completamente ajeno a aquel mundo de bárbaros y campamentos, y en cuanto a Caris, la mente no podía concebir un lugar menos «apropiado» para una muchacha. Llegué a preguntarme por un instante si no habría sido mejor abandonar el barco en Constantinopla y volar hacia Torión, renunciando a mi farsa.
No obstante, la verdad era que jamás podría renunciar a la medicina. Me dije que también me había destacado en Alejandría como eunuco y extranjero. Al principio fue difícil. Todo se ve ajeno cuando se llega por primera vez a un lugar. Así pues, tenía que armarme de valor e ir a ver al duque Sebastián.
Me aproximé a los guardias, les dije quién era y me condujeron a la jefatura, indicándome que esperase.
En la sala de espera no había nadie, pero tuve que permanecer allí más de una hora antes de que llegase uno de los escribas del palacio y me llamase.
—El prudentísimo duque está con el conde Lupicino —explicó mientras me guiaba—. Estaban disponiendo los movimientos de tropas, pero han terminado ya. Ambos te recibirán —dijo, y golpeó la puerta antes de abrirla—. Caritón de Éfeso, médico —anunció.
Había en el cuarto dos hombres sentados a una mesa cubierta de papeles. La luz de una ventana alta se derramaba sobre el centro del montón, dejando a la sombra el resto del recinto. Los emblemas legionarios estaban grabados en la pared y recubiertos de oro. Desde un rincón, junto a un triclinio, una alfombra de piel de oso enseñaba los dientes con furia. Uno de los hombres, joven y de pelo rubio, era tontamente guapo. Llevaba una coraza dorada y una capa roja, y un casco de oro con un penacho rojo descansaba en medio de la mancha de luz solar y relucía. El otro hombre había pasado ya su edad madura y era grueso y algo canoso, y tenía las mandíbulas firmes. También lucía una capa roja, pero sus armas eran de cuero común y hierro. El hombre de mayor edad estaba repantigado en su silla y tenía una expresión malhumorada. El más joven estaba clasificando los papeles, pero cuando me anunciaron los dejó, se levantó de un salto y se acercó.
—Salud —dijo, me estrechó la mano y sonrió, como para enseñarme su dentadura blanca y pareja—. Soy Sebastián, duque de Escitia, y he recibido una carta sobre ti de mi viejo amigo Atanarico hace sólo dos días. ¡Has viajado con rapidez! —Su griego tenía el mismo acento claro y cortante que el de Atanarico. Yo había supuesto que era un acento gótico, pero más tarde supe que era simplemente ilirio.
—¿Quién es? —preguntó el hombre mayor.
Debía de ser Lupicino, jefe supremo de las tropas en Tracia. Tenía una voz baja y ronca, y un acento cuya familiaridad me inquietaba. Por un momento no pude identificarlo y luego recordé a Festino. Entonces, ¿era Lupicino también de la Galia?
—Un médico de Alejandría —le informó Sebastián, y volviendo a la mesa reunió los papeles—. Paladio, el prefecto de Augustámnica de Egipto y el agente Atanarico han dispuesto que venga a trabajar a uno de los hospitales de aquí. Necesito que alguien competente ponga en orden Noviduno.
Lupicino me miró con desconfianza.
—Un eunuco de Éfeso —dijo por fin—. Si es tan buen médico, ¿qué está haciendo aquí? Habla, eunuco.
—Era el médico privado de su santidad el obispo Atanasio —expliqué.
Atanasio tenía fama, o mejor dicho notoriedad. Llevó unos instantes, pero ambos hombres comprendieron. Por la expresión de Sebastián, juzgué que la carta de Atanarico no había mencionado aquel detalle. Me pregunté qué habría escrito.
Lupicino se echó a reír.
—¡Conque metías lavativas en las tripas de ese agitador de la chusma! ¿Eres uno de los malditos fanáticos nicenos?
—No, excelencia —respondí, agradecido por la paciencia aprendida de Filón—. Soy cristiano y niceno, pero no fanático.
Lupicino murmuró algo.
—Bien. He conocido ya bastante en materia de discordias teológicas. La administración del Estado está siempre repleta de obispos que corren a sus sínodos y se gritan mutuamente. Y ese Atanasio era el peor del grupo, calentando las orejas del populacho con su prédica sediciosa. Si bien me informan de que ha muerto ya, los alejandrinos satisfacen su afición por las revueltas. Habría que azotarlos.
—En este momento azotan a un buen número —dije, pero con tono sereno, pues no deseaba ofender a un hombre que me tendría bajo su mando.
—Temo que encuentres tus tareas en un hospital militar una gran pérdida de categoría después de haber servido a un ilustre obispo. —Sebastián intentaba apresuradamente mantener el nivel de cortesía.
Para indicar que la apreciaba le sonreí.
—«Se trata de salvarme. ¿Qué me importa el escudo?» —le dije.
Lupicino parecía no comprender. Sebastián esbozó una sonrisa, pero la contuvo en seguida.
—¿Qué escudo? —preguntó Lupicino con recelo.
—Estaba citando poesía —respondió Sebastián—. El poema de Arquíloco en el que se ha deshecho de su escudo.
Lupicino me dirigió una mirada de profundo desdén.
—Estos malditos griegos con su excesiva educación —comentó—. No veo por qué es necesario traer a un eunuco que cecea a tratar a los hombres, a un castrado con rostro de niña y manos de lirio, y seguramente el hígado pálido de un cobarde. ¿Qué piensas hacer, Caritón de Éfeso, eh? —Al hablar imitó el acento fuertemente ceceante de un payaso de la pantomima—. ¿Tratarlos con baños calientes y perfumes? Yo estoy satisfecho con la medicina antigua. Aquí, cuando un hombre no mejora, muere y nos libramos así de una carga.
—Excelentísimo Lupicino —dije, manteniendo mi tono sereno—. En cualquier parte es verdad que si un hombre no mejora, muere. El problema es hacer que mejore. No sé qué es la medicina antigua. Posiblemente sea tan eficaz como todo lo que aprendí en Alejandría, pero creía entender que necesitaban médicos en la frontera y me satisface ser uno de ellos.
—Y yo estoy encantado de tener un médico experto para mi hospital en Noviduno —dijo Sebastián antes de que el otro pudiera replicar—. Al parecer, la mayoría de los hombres que llegan allí mueren y los demás quedan lisiados. Espero que tú obtengas mejores resultados. Acompáñame y te entregaré unas cartas para el tribuno del campamento y autorizaciones que te permitan hacer uso de la posta oficial para trasladarte allí. —Después de recoger los papeles y su casco, se inclinó frente a Lupicino—. ¡Salud, excelentísimo conde! —dijo, y me invitó a seguirlo.
Habíamos recorrido parte del corredor cuando inesperadamente se detuvo y lanzó una carcajada.
—¡Por favor! —exclamó—. ¡Me conformo con la medicina antigua! ¡Nunca sorprenderás a Lupicino haciendo uso de un hospital militar!
—¿Lo he ofendido? —pregunté, nerviosa, al intuir el poder del hombre.
—¿A él? ¡Es difícil no ofenderlo! Es más ignorante que una piedra. No le ha gustado que le citases poesía. Cree que Arquíloco es una variedad de pez.
—Creía que todos conocían esa cita.
—Cualquiera con una educación mediana, sí. Cualquier caballero. Pero él no sólo ignora las letras griegas, sino que apenas conoce las latinas. Sin embargo, admito que es un jefe experimentado. No te preocupes, te ha olvidado ya del todo. Te recordará sólo si él mismo cae enfermo, pues en ese caso tendré que mandar a buscarte al hospital para curarlo. Me considera un amante del lujo demasiado bien vestido y se da los aires de un virtuoso ciudadano romano, pero al mismo tiempo manipula las cuentas y su casa recuerda la mansión de un sibarita. ¡«Medicina antigua»… Baños calientes y perfumes es lo que desearía para sí, te lo aseguro!
—No hago uso de ellos —dije—. A menos que se refiriese a baños de vapor y drogas como la mirra. Lo que aprendí en Alejandría son los medicamentos y la anatomía.
Su mirada fue fugaz, pero inquisitiva.
—Atanarico dice que lo curaste de una fiebre mortal y que eres el único eunuco honrado que hay en el mundo. Debo admitir que no veo a Atanarico inclinado a los perfumes. Bien, espero que puedas hacer algo en Noviduno. Te daré autoridad para reorganizar el hospital en todo lo que sea necesario. Más hacia el oeste hay peste entre los soldados acampados junto al Danubio, y no quiero que llegue aquí. Los bárbaros están guerreando entre ellos y esto les inquieta. Si nuestras tropas se debilitan, podrían atravesar el río.
Murmuré algo sobre mi intención de hacer todo lo posible y Sebastián sonrió.
—¿Podrías quizá cenar conmigo esta noche? Aquí en Tracia no trato a muchos hombres educados y cuando los encuentro me agrada su compañía.
Aquella noche cené con Sebastián. Tenía varias habitaciones en el edificio y había llevado consigo un cierto número de esclavos desde su cuartel central de Tomi. Así, fui invitado a disfrutar de la comida más refinada que había saboreado desde mi partida de Éfeso. Nos reclinamos en nuestros triclinios a beber nuestro vino, un mosto de Quíos, dicho sea de paso, el favorito de mi padre, y lentamente consumimos los tres platos, desde huevos hasta manzanas. Ahondé en mi conocimiento de los clásicos respondiendo a las frecuentes citas poéticas del duque, de tal manera que continuó considerándome una persona culta. Lo único diferente de las cenas de mi padre era la muchacha que cantaba acompañándose con su lira mientras comíamos. En las fiestas de Éfeso a las que concurría no había intérpretes de música sino recitadores de poesía. Era una muchacha de excepcional belleza, de cabellera dorada como la de Sebastián, y vestía la más fina de las túnicas de seda, componiendo una imagen de la que Sebastián seguramente disfrutaba.
La compañía de Sebastián era muy grata, por ser él locuaz y divertido. No tardé en saber por qué se atribuía tanta libertad como para ofender a su superior. Su padre era el jefe de las legiones de Iliria e Italia y uno de los generales más destacados del oeste.
—Aunque no soy el único que tiene un padre al cual emular —me dijo—. Está mi amigo Teodosio, en la Mesia dacia. Su padre es conde, el que acaba de vencer al rebelde Firmus en África, el que recuperó Britania después de que Lupicino representara un pésimo papel. Además, está a la altura de su padre y no cesa de causar dificultades a los sármatas. Dafne querida —dijo dirigiéndose a la muchacha que tocaba la lira—. ¡Toca otra canción! ¡Ésa es más aburrida que las cuentas de Lupicino! —La muchacha rio y entonó otra canción—. La mayoría de los duques de aquí son totalmente ignorantes —prosiguió Sebastián con tristeza—. Godos, la gran mayoría, unos pocos panonios e ilirios; son soldados profesionales, hombres honrados, pero aburridos. Al principio tuve la esperanza de que enviasen aquí a Atanarico, pero su padre prefería que entrase en el servicio administrativo. Quiere que termine siendo cónsul en Roma. Es una lástima, pues es buena compañía y, desde luego, los godos hacen todo lo que él quiere.
—¿Ha tenido, entonces, una buena educación? No tuve ocasión de hablar con él en Alejandría, salvo para brindar por su salud o por la mía.
Sebastián se encogió de hombros.
—Tiene un tolerable nivel de educación. No excesivo, diría yo. Pero desde luego pertenece a una buena familia. Y nunca fatiga.
—¿Es noble? ¡Creí que su nombre era godo!
—Desde luego que es godo. Es el sobrino del rey de los teruingos. ¿No lo sabías?
—¿Los qué? —pregunté como una tonta.
Sebastián rio.
—Ya ves. Atrapado en esta región, tiendo a olvidar que nadie ha oído hablar nunca del rey Atanarico, de los teruingos. Algunos los llaman visigodos. Son los godos que viven en la otra orilla del río, una tribu poderosa, aunque no tanto como antes. Causaron muchas dificultades hace años, al prestar apoyo al pretendiente Procopio. Su sacra majestad invadió su territorio para darles una lección. Incendió varias ciudades y algunos campos y persiguió al rey Atanarico y su gente por las montañas. Pero no pudieron capturar al rey y la campaña era costosa, de manera que pasado algún tiempo nuestro ilustrísimo señor decidió proponer a Atanarico otro tratado de paz. El rey se negó a trasladarse a Escitia, a firmar el tratado, alegando que le producía aprensión pisar suelo romano. El ilustrísimo señor Valente, dueño del mundo, tuvo que firmarlo en un barco, en aguas del Danubio, para disipar los recelos de un rey bárbaro. Se comenta que hasta el día de hoy lamenta haberlo hecho. El motivo por el cual el rey Atanarico tenía tales escrúpulos era que su hermano, padre de nuestro amigo Atanarico, hace años cruzó el río con un ejército de confederados, luchó durante mucho tiempo en el ejército romano, se casó con una muchacha romana y se instaló en Sárdica para introducir a su hijo en la administración civil y, según era su deseo, para casarlo con una rica heredera romana. El rey Atanarico nunca aprobó esto.
—Debe de ser algo extraño ser un jefe godo que lucha contra los godos —comenté pensativamente.
—No parece preocuparles —dijo Sebastián con aire desenfadado—. Pelean entre sí todo el tiempo, con o sin ayuda de los romanos. En este momento los teruingos se preparan para una guerra con los alanos en el noreste. Y los greutungos, que se hallan al este de nosotros, también están en guerra. Y dicen que los cuados, al oeste de ellos, están por invadir Panonia, y nuestro señor Valentiniano, Augusto de Occidente, se ve obligado a luchar contra los alamanes en la Galia. Hay dificultades en toda la frontera.
Su alegría se disipó poco a poco y permaneció en silencio un momento, con una expresión seria. Al fondo, Dafne seguía cantando una alegre canción sobre una pastora, pero Sebastián me recordó súbitamente a los alejandrinos que esperaban temerosos la muerte del arzobispo y el regreso de las tropas.
Un momento antes de hablar, Sebastián se mostró agitado.
—A pesar de todo, los bárbaros son los bárbaros y los romanos son los romanos, y éstos siempre ganan cuando guerrean con los primeros. Aunque siempre es bueno estar preparados. Espero que puedas hacer algo con el hospital de Noviduno.
—No soy Esculapio —respondí—, pero haré lo que esté en mi mano.
Noviduno es una de las fortalezas más grandes del curso inferior del Danubio, en el delta, a unas cincuenta millas de Istrópolis y noventa de Tomi, junto al mar Negro. El campamento se levanta en un promontorio desde el que se puede observar la campiña llana en muchas millas a la redonda. Los muros de la fortaleza se yerguen amenazantes sobre la corriente fangosa del río e impiden a los bárbaros cualquier incursión dentro de las tierras romanas, pero en realidad Noviduno tiene tanto de fortaleza como de centro de intercambio. Su actividad más importante es la recaudación de impuestos sobre el comercio. Muchos barcos cruzan el río transportando oro, especias, seda y trabajos de artesanía hacia la Dacia goda, llevándose de allí esclavos y unas pocas baratijas. Tiene también un hospital que debe asistir a todas las tropas de Escitia.
Llegué a Noviduno en un carro de dos ruedas que llevaba una carga heterogénea de documentos y vino enviada desde Marcianópolis. Era mi primera experiencia en un puesto imperial, pero no me impresionó demasiado eso de viajar sentada sobre mi baúl soportando sacudidas. El carro reponía los caballos cada doce millas, pero los pasajeros no podían bajar, estirar las piernas ni buscar algo para comer. Llegué a la fortaleza muy fatigada y hambrienta. Bajé del baúl y pisé aquella bendita tierra firme, con una mano aún apoyada en él. Miré a mi alrededor. Si Marcianópolis había sido bárbara, Noviduno parecía señalar el fin del mundo. Las murallas de piedra encerraban una aldea goda, cuyas casas eran de paja y piedra, revoque y madera, y cuyas vacas nos observaban desde los establos próximos. Incluso los barracones de los soldados parecían antirromanos, a pesar de su distribución en forma cuadrangular Estaban techados con paja en lugar de tejas, y sus puertas presentaban la habitual decoración de los emblemas militares, además de armas capturadas a los godos, y pieles y cabezas de animales salvajes. En el centro del campamento había un edificio más alto construido enteramente de piedra y que tenía tejas en lugar de paja. Se me ocurrió que allí estaría la comandancia militar. ¿Dónde estaría el hospital?
—Noviduno —me informó el carretero, por si aún no me había dado cuenta—. Más allá no hay nada, excepto bárbaros.
—Tengo que ver al tribuno del campamento —dije pensando en voz alta—. ¿Dónde puedo dejar mi baúl?
El conductor escupió. No tenía muy buena opinión de los eunucos extranjeros que ocupaban un sitio en su carro y no había hablado mucho durante el viaje.
—¿Dónde te alojas? —preguntó.
—En el hospital.
—Te dejaré tu caja allí. No te preocupes, pues no es probable que alguien te robe nada allí. Nadie entra en ese lugar a menos que no pueda evitarlo.
Dicho esto, agitó las riendas y se alejó, haciéndome trastabillar al desaparecer el apoyo del baúl.
Varios soldados libres de servicio en aquel momento se habían aproximado para mirarme con curiosidad. Respondí con una sonrisa forzada y les dije que tenía que ver al tribuno del campamento, lo cual hizo que me mirasen con mayor insistencia. Uno de ellos se ofreció a conducirme a la comandancia.
El tribuno se llamaba Valerio. Era un hombre mayor, un ilirio perteneciente a una familia de soldados profesionales. Su escribiente me condujo hasta él tan pronto como llegué, y cuando le dije quién era se quedó mirándome absorto.
—Me comunicaron que tendríamos un nuevo jefe médico, un alejandrino muy preparado —señaló—, pero creía que serías mayor y además… —en ese punto calló.
—No esperabas un eunuco —precisé—. Bien, tampoco yo habría elegido serlo, de haber sido consultado.
No rio y seguía manifestando sorpresa.
—Sí… Bien… el médico jefe actual, es decir, el antiguo jefe, debe de doblarte la edad. Es… embarazoso. No está a gusto. No obstante, imagino que nuestro muy distinguido Sebastián sabe lo que hace. ¿Cuándo has dicho que vuelve al norte el noble duque?
Le entregué unas cartas de Sebastián, que examinó antes de volverse hacia mí, inseguro, sin saber qué decir. Por fin se decidió a continuar.
—¿Entonces estás realmente a cargo del hospital? Su excelencia dice que… que estás realmente a cargo. Bien. Mmm… Me imagino que necesitarás una casa.
—No necesito una casa entera. Puedo arreglarme con una habitación, siempre que sea privada. Si no, podría alojarme en el hospital.
—Yo diría que necesitas una casa —insistió Valerio, pero al mismo tiempo se encogió de hombros—. Bien, dejémoslo por ahora. Será mejor que te lleve al hospital.
Éste estaba en la ciudad, fuera del perímetro del campamento. Era un edificio atrayente, un cuadrado abierto de piedra revocada, con el tejado de paja y una columnata cubierta en el interior. El centro del patio abierto así formado contenía un jardín de plantas medicinales. Cuando Valerio y yo llegamos, encontramos a tres hombres de pie en aquel jardín, mirando mi baúl, depositado en solitario esplendor junto al pozo. Los tres nos examinaron detenidamente a medida que nos acercábamos. Dos de ellos, de edad madura, pudieran ser hermanos, ambos morenos y canosos, delgados y musculosos, y exhibían unas cejas espesas y una mala dentadura. El tercero era más joven, unos dos años mayor que yo, tenía el pelo y la barba de color castaño claro, y al vernos llegar nos sonrió. Los otros dos nos dirigieron miradas hostiles.
—Mi querido Janto —dijo Valerio muy nervioso a uno de los hombres morenos; «estimado Diocles», al otro; y «Arbecio», al último—, éste es… mm… vuestro nuevo colega, Caritón de Alejandría.
—En realidad, de Éfeso —señalé, sonriendo a los tres—. Pero estudié en Alejandría. Estoy encantado de conoceros.
Hubo un momento de silencio glacial. Los dos hombres mayores me miraban con verdadera furia. Valerio tosió, dijo que tenía que leer mejor las cartas de Sebastián y se retiró hacia la comandancia.
—Bien —dije—. ¿Podría visitar, tal vez, el hospital?
El doctor de mayor rango, Janto, dejó escapar un gruñido. El más joven, Arbecio, sonrió con aire aprensivo.
—¿Qué hacemos con esto, sabio doctor? —preguntó señalando el baúl.
—¿Hay alguna habitación que pueda ocupar aquí, al menos por ahora?
—Desde luego. Hay mucho espacio. Yo lo llevaré. ¡Por los teutones, qué pesado es!
—Contiene todos mis papiros. Si aquí está seguro, más tarde podemos pedir a dos esclavos que lo transporten.
—Arbecio es un esclavo —aclaró Janto. Tenía una voz áspera y más profunda de lo que podría suponerse en un hombre tan delgado—. El puede llevarlo.
—Necesitará ayuda. Tengo muchos papiros.
Cogí un extremo del baúl, ya que los otros dos hombres se limitaban a mirarse con un gesto de desdén. Arbecio asió el otro extremo y entre los dos lo llevamos al hospital.
Había allí una gran sala común a lo largo de la parte posterior del patio cuadrado, la parte oriental, en la que había camas para cuarenta pacientes. En el lado norte había otras veinte, además de una cocina. En el lado sur advertí varias salas de operaciones, depósitos y dependencias de ese tipo. Sin embargo, había sólo seis pacientes. Dos se recuperaban de amputaciones, y uno de ellos tenía una herida de puñal en el hombro que se había infectado. Otro era un caso de viruela y estaba aislado en un extremo. Los dos restantes tenían fiebres. Todos estaban en malas condiciones. Los de las fiebres estaban especialmente pálidos y aletargados, y cuando los examiné supe la causa. Los habían sangrado hasta la última gota.
Nunca había llegado a apreciar realmente la sabiduría de Hipócrates hasta que vi cómo se ejercía la medicina en Noviduno. Hipócrates dice que, para efectuar una cura, el médico debe trabajar con la naturaleza, limitándose a ayudar al cuerpo en su propio esfuerzo por sanar, sin probar jamás remedios extremos y violentos a menos que todo haya fracasado. Janto y Diocles eran ignorantes, brutales y carniceros incompetentes, y el sufrimiento que infligían a sus pacientes bastaba para producirle náuseas a cualquiera. No tenían la menor noción de la higiene. El agua para la limpieza del hospital provenía de un recipiente de piedra situado junto a la pared del edificio, en el que se conservaba la lluvia. Estaba verde de algas y los caballos del campamento bebían también allí. Janto y Diocles utilizaban aquella agua para lavar las heridas infectadas de los pacientes y éstas se llenaban de gusanos.
—¡Pero esta agua es pura! —me dijo Janto cuando me quejé.
—Es pura cuando cae, pero se pudre al quedar estancada —le expliqué—. ¡Hay que usar agua hervida y una solución de vinagre para las heridas, y agua pura o de manantial para limpiar las salas!
—Hemos utilizado esa agua desde que se construyó el hospital —soltó Janto con desdén—, pero, por supuesto, tú sabes más que todos los médicos militares que te doblan la edad.
—No se trata de una idea mía. ¡La recomienda Hipócrates! —señalé.
—¡La sabiduría de los tratados! —comentó Janto con profundo desprecio.
Además de no saber nada de higiene, Janto y Diocles hacían un uso muy liberal del bisturí y sangraban a los enfermos cualquier mal, desde enteritis hasta tétanos, en forma repetida hasta que los dejaban enteramente blancos y morían. Además, suministraban purgas de eléboro después de las sangrías, forma de tratamiento ideal para matar a cualquiera, ya que el eléboro elimina todo lo que queda de la sangría y deja al paciente desecado como una cascara. Cuando les comenté lo peligroso que consideraba aquel tratamiento, repitieron sus palabras de desprecio hacia mi formación teórica. Ambos habían aprendido el arte de curar del padre de Janto, jefe médico anterior a ellos. Hacían las cosas como se habían hecho siempre; era la forma debida, y si el paciente moría, ello simplemente servía para demostrar que estaba débil y que de todos modos habría muerto en poco tiempo. Desde el primer día renuncié a una actitud conciliadora con ellos. Me despreciaban porque era un extranjero, un eunuco, joven y excesivamente educado; y yo los despreciaba a ellos por aquella farsa de su arte de curar. Janto era especialmente difícil: era brutal y supersticioso, y siempre se entrometía en todo. En realidad, Diocles no pasaba mucho tiempo en Noviduno, pues tenía pacientes en Istrópolis y se quedaba en el campamento sólo alguna que otra semana.
Las cosas eran diferentes en el caso de Arbecio. Era un cirujano muy hábil. Los otros dos lo habían adquirido para contar con su ayuda después de haberlo visto practicar la odontología con su amo anterior, un vendedor ambulante. Lo hacían trabajar duramente y le asignaban todas las intervenciones difíciles, de modo que comía, dormía y vivía en el hospital sin contar con nada de tiempo libre para sí. No era esclavo personal de ellos, pues lo habían comprado con fondos del hospital. Mas ello no les impedía encargarle tareas particulares o tratarlo como si fuese un servidor más del campamento, nacido para cortar leña y cocinar. La situación era más deplorable por ser él mucho mejor médico que ellos y amar verdaderamente el oficio. Sabía leer y escribir y era inteligente, tenía manos diestras y un finísimo instinto para tratar al enfermo, algo que ni siquiera Diocles y Janto podían pasar por alto; en contraste con estos dos, mostraba gran entusiasmo por aprender. Tan pronto como comprobó que verdaderamente yo sabía más que Janto y Diocles, se convirtió en mi firme amigo y aliado. Que yo lo tratase con más respeto tenía poco que ver. Me agradaba su apoyo y necesitaba un aliado, aunque fuese joven y servil. Hice muchos cambios en aquel hospital.
En menos de una semana comprendí que mi plan de residir allí no era factible. Carecía de toda vida privada. No había lugar a donde ir a lavarme donde no me espiasen, y todo el tiempo entraba gente en mi cuarto, solicitando distintas cosas, aun cuando dormía. En vista de ello entregué a Valerio otra joya de mi madre, un collar de perlas por el que me pagaron sesenta y cinco sólidos, y compré una casa barata, por ser de Valerio. Era una construcción grata a la vista, más o menos común en el campamento, lo que significaba que era una mezcla de estilo romano y bárbaro que habría llamado la atención en cualquier otra parte. La cocina, de gran tamaño, estaba en el centro, y en su parte superior había un altillo en el que dormían los esclavos; la casa tenía también dos cuartos más, uno en cada lado del recinto principal. La cocina contenía un horno que proporcionaba calor durante el invierno. El edificio estaba próximo al hospital, y en él había además una cuadra y un jardín. (Pasado el primer invierno, añadí un cuarto de baño que me permitiese lavarme tranquila y cómodamente en lugar de utilizar una palangana en mi habitación.)
También tuve que comprar dos esclavos para que llevasen la casa. En la frontera, los esclavos son baratos. Pagué doce sólidos por Suerido, un hombre aproximadamente de mi edad, godo teruingio de nacimiento, bueno con los caballos, competente en jardinería y bastante fuerte para realizar todo el trabajo pesado; por Redagunda pagué diez sólidos menos de lo que pagué más tarde por un caballo. Era mi ama de llaves y cocinera, y tenía entonces quince años. En Éfeso o en Alejandría habría pagado tres veces más por ella. Pero la mayoría de los esclavos de las grandes ciudades lo son de nacimiento, y muy pocos son vendidos alguna vez. En la frontera es diferente. Suerido había sido capturado a los doce años en la campaña de Valente contra los teruingos. Redagunda fue vendida por sus padres a un mercader cuando tenía siete años porque necesitaban un nuevo arado y dinero para restaurar lo que habían perdido en la campaña. Hay millares de esclavos godos con historias parecidas. Seguramente el padre de mi Maia había sido alguna vez como Suerido, pues también él provenía de Escitia.
Me llevaba muy bien con mis esclavos, salvo que ellos creían que yo era una bruja. Comenzaron a creerlo porque era eunuco y atribuían a esa mutilación sexual una magia muy poderosa. En segundo lugar, yo preparaba pociones en la cocina, plantaba hierbas en el jardín y hacía una disección de vez en cuando en la cuadra: todas ellas, claramente, prácticas mágicas. Creían, en fin, que tenía ciertas características de bruja, tal vez un rabo que no quería que ellos viesen, ello debido a mi insistencia en desnudarme y bañarme con la puerta cerrada. Por lo que sé, nunca intentaron observar la supuesta cola, quizá por temor a que los maldijese. Sin embargo, los godos no desprecian a los magos, como los romanos, de modo que en mi casa predominaba una actitud amistosa hacia mí, e incluso, según descubrí, en el mercado mis servidores se jactaban de mis poderes mágicos. Todo esto no venía mal, pues demasiadas dificultades tenía ya en el hospital para tener que preocuparme por las cosas de mi casa.
El hospital tenía otros problemas además del de la falta de idoneidad de los médicos. Debido tal vez a sus sistemas de tratamiento, las tropas le tenían terror. Cuando un hombre enfermaba, sus amigos lo ayudaban a mantenerlo en secreto tanto tiempo como fuese posible. Así, uno tenía fiebre y en lugar de recibir tratamiento seguía trabajando mientras podía hasta que lo encontraban en la cama ardiendo y vomitando. Entonces lo trasladaban a un pequeño bote de abastecimientos con unas raciones de pollo y de trigo, sin recibir cuidados de enfermería, y lo enviaban río abajo en un viaje de dos o tres días. Si todavía estaba con vida al llegar a Noviduno, Janto y Diocles lo mataban. Los soldados trataban asimismo de curar heridas recibidas en la lucha contra los bárbaros o peleando entre ellos, y esto era peor que el tratamiento de las fiebres. Aplicaban torniquetes muy apretados en la parte afectada para detener la hemorragia y cubrían las heridas con musgo, telarañas y amuletos médicos hechos con tejido animal, con lo que el resultado inevitable era la gangrena. Cuando llegaban a Noviduno tenían suerte si sólo había que amputarles un brazo o una pierna; si no la tenían, morían, generalmente de heridas que habría sido posible curar con el tratamiento adecuado.
El tercer tipo de problema tenía que ver con el dinero. Las tropas regionales no recibían fondos, paga o privilegios como las de campaña, y faltaban fondos para algo que no fuese la paga, fondos con los que había que cubrir los gastos del hospital. Cuando llegaban los enfermos o heridos, nadie los atendía. Por el contrario, las tropas apostadas en la fortaleza trabajaban en el hospital bajo un sistema de turnos. Todos detestaban aquel trabajo, pues lo consideraban digno de esclavos y temían contraer alguna dolencia. Por esta razón, se consideraba justo que todos los hombres participasen en los turnos. No se me ocurre un modo mejor de asegurar que todos contraigan cualquier enfermedad grave que amenace con propagarse. También significaba que la calidad de la atención era bajísima, pues nadie se preocupaba por establecer ciertas normas generales para un turno de una semana. Por último, no había dinero para medicinas. Janto y Diocles cultivaban algunas en el jardín del hospital, como eléboro, desde luego, y ajenjo, cicuta, digital y otras hierbas semejantes, pero aparte de éstas no había nada. Nunca habían oído hablar del opio, por no mencionar otras plantas exóticas de la India de las que yo había hecho uso en Alejandría. Arbecio tenía que efectuar sus amputaciones con el paciente completamente despierto, pues sus expertos jefes no conocían siquiera el uso de la mandrágora como anestésico general. Volví a leer mi ejemplar de Dioscórides y elaboré una serie de sustitutos de las hierbas a las que estaba habituada, como jugo de hiedra en lugar de aceite de cedro, como antiséptico; solano en lugar de meliloto para el dolor de oídos, pero no encontré nada que reemplazase el opio excepto el eléboro. Ahora bien, el eléboro es un poderoso narcótico, y disminuye el dolor, pero también es un poderoso laxante, por lo que puede ser fatal administrarlo a los viejos y a los muy jóvenes o a quienes están debilitados por la enfermedad. Por otra parte, tratar a un paciente y no darle nada para el dolor también puede ser nefasto, ya que éste lo agota y lo hace enfermar. El opio, narcótico sin efectos purgantes, es la solución perfecta, y en Egipto es tan barato y común que algunos campesinos lo consumen por placer, como nosotros bebemos vino. El hecho era que no había autoridades con atribuciones para adquirir opio en cantidad en Egipto y para pagar por su transporte.
Cuando habían pasado un par de semanas desde mi llegada a Noviduno, una noche me senté a la mesa de la cocina de mi casa para pensar en lo que tenía que hacer. Había discutido a gritos con Janto un par de veces aquel día y con Diocles una vez. Había visto morir a alguien que tenía que haber vivido y estaba enfadada. Sebastián me había puesto a cargo del hospital, confiado en las recomendaciones de Atanarico y en mis antecedentes en Alejandría. A pesar de ello, Valerio se negaba a apoyarme siempre que proponía algún cambio. Cuando indicaba a Janto que no sangrase a un paciente, respondía con su sonrisa desdeñosa y lo sangraba a espaldas mías. Si me quejaba, Valerio respondía con evasivas y llegaba a la conclusión de que Janto y yo teníamos métodos diferentes. «Tú tienes una forma de tratar a los pacientes. El tiene otra. Podemos aquí… mm… juzgar los valores de ambos». Desconfiaba de los cambios y Janto era un viejo amigo. Si yo aspiraba a conseguir la menor modificación, tenía que poner a prueba el apoyo de Sebastián y obtener una declaración sin ambigüedades que señalara mi condición de jefe y mi derecho a organizar todo como me pareciera mejor. Esto iba a provocar mucho resentimiento, pero no era posible continuar así. El sistema en vigor estaba matando y mutilando a las tropas a las que tenía que ayudar. La reforma gradual desde el interior no era posible: las deficiencias eran demasiadas. Presentaría a Sebastián una lista de recomendaciones y solicitaría su ayuda en la implantación de una serie de normas. Si me ayudaba, bien. Si no… ya veríamos. Siempre podría recurrir a Constantinopla.
La primera medida que tenía que adoptar era la de establecer un buen sistema de higiene. Agua de manantial para el lavado de suelos y ropa blanca, soluciones desinfectantes y agua hervida para el de heridas, y limpieza general por lo menos una vez al día. Hacer esto sin la colaboración de Janto significaría cambiar el sistema que existía para los ayudantes de enfermería, cambio que en cualquier caso yo también deseaba. El mejor sistema para hacer todo esto sería emplear a antiguos pacientes, discapacitados y amputados. Esos hombres tenían una situación incierta y lamentable en el ejército. Los tribunos de algunas fortalezas consideraban de máxima importancia mantener la fuerza de las tropas de primera línea y despedían a los lisiados, condenándolos a mendigar. Algunas otras fortalezas los retenían con media paga, obligándolos a hacer las tareas más bajas mientras sus oficiales se guardaban la otra mitad de dicha paga a cambio del favor acordado. Utilizar sus servicios en el hospital no le costaría nada al gobierno y me permitiría contar con un número de ayudantes que podría formar según mis expectativas.
El segundo problema era contener la sed de sangre de Janto y Diocles. Habría preferido deshacerme de los dos, en especial de Janto, pero no tenía autoridad para hacerlo. Bastaría obtener una declaración de Sebastián y del tribuno Valerio por la que se prohibían las sangrías y las purgas efectuadas sin mi consentimiento. Era una medida humillante, tal vez, pero no había alternativa. Si no obedecían, quizá Sebastián los trasladaría. No podía seguir permitiendo aquella carnicería ante mis propios ojos. Dentro del mismo terreno, debía establecer una regla bajo la cual Arbecio tenía que cumplir exclusivamente tareas médicas. No sería difícil, pues con ese fin lo habían comprado.
Mi tercera resolución tendría que reservarse para el fin del invierno. Era necesario que fuese personalmente a hablar con las tropas acampadas río arriba. Tenía que convencerlas del peligro de aplicar torniquetes, darles instrucciones para tratar fiebres leves sin trasladar a los enfermos e indicarles cuándo enviar a alguien a Noviduno. Si, como había dicho Sebastián, había peste hacia el oeste, sería una buena medida crear un mecanismo para aislar los casos y desinfectar algunos campamentos.
Tenía que encontrar a alguien que pudiese proporcionarme opio y unas pocas drogas más… Quizá Torión pudiese obtenerlas en la capital, siempre que estuviese dispuesto a comprarlas. Sin embargo, por el momento podía permitirme postergar este paso.
Me dirigí, por tanto, a mi cuarto de la parte trasera de la casa, pues había permanecido en la cocina por estar a principios de noviembre y hacer frío en el resto del edificio, y llevé conmigo unos trozos de papiro y unas plumas. «De Caritón de Éfeso al excelentísimo señor duque Sebastián —escribí—, salud». Me quedé mirando los papiros mientras me preguntaba cómo convencer al duque de que accediese a mis requerimientos. Lo imaginé tendido en su triclinio en Marcianópolis, gozando de su concubina y de su vino de Quíos. Pero la verdad es que esa imagen no era muy adecuada: en Noviduno se admiraba a Sebastián por su energía y eficacia en el mando. Era mejor conducirse también con energía y eficacia, y no perderse en rodeos.
Le escribí una larga carta que sellé y despaché en el primer correo. Una semana más tarde, Sebastián apareció de visita en la fortaleza. Cuando llegó, yo estaba en el hospital cauterizando una herida. Era la segunda vez que hacía aquella cura al mismo paciente. La herida en el hombro del soldado tenía señales de gangrena cuando llegué a atenderlo. Había purgado al paciente con mandrágora, droga de la que tenía una buena cantidad y de la que podía obtener mucho más, pues la había encontrado creciendo como planta silvestre no lejos del fuerte. Después de cauterizar la parte gangrenada, había limpiado y vendado la herida. Permaneció limpia unos pocos días, pero luego reapareció la gangrena. Esto me sorprendió e interrogué al paciente. Me dijo que Janto se la había limpiado una vez con aquella agua putrefacta mientras yo estaba ocupada. Le dije que si Janto intentaba hacerle otra limpieza, tenía que pedir ayuda a gritos y, si no la obtenía, matar a Janto como quien mata una víbora venenosa. Volví a purgarlo y calenté los hierros con la esperanza de detener la infección. Si ésta se intensificaba lo mataría, sin duda, pero si el hombre seguía en las condiciones en que estaba en aquel momento, perdería la fuerza del brazo casi totalmente. Fue necesario hacer un uso muy moderado de la mandrágora por su estado de debilidad, y en plena operación despertó y comenzó a gemir de dolor en forma conmovedora. Tuve que detenerme y ordenar que lo mantuviesen inmóvil. Detesto la cauterización, pues aplicar un útil de hierro calentado al rojo me hace sentir como una torturadora.
Estaba en la mitad de la operación cuando uno de nuestros mensajeros entró y me dijo:
—Su excelencia el duque Sebastián desea hablar con todos los médicos.
Envié a Arbecio, mi ayudante en aquel momento, a la jefatura, mientras yo terminaba la tarea. No sabía dónde estaba Janto y Diocles estaba en Istrópolis llenándose los bolsillos.
Cuando pude dejar a mi paciente instalado cómodamente otra vez, me quité el delantal de carnicero que usaba para estas tareas y fui directamente a la comandancia. Entonces ya conocía de memoria el camino al despacho de Valerio. Lo había visitado con bastante frecuencia para formular mis quejas. La polvorienta sala de recepción, los emblemas legionarios sobre la puerta, la oficina con su escritorio de pino, y la alfombra, la piel de oso y el triclinio tapizado en rojo con sus patas en forma de garra de dragón… pero Sebastián no estaba sentado en él, sino junto al escritorio del tribuno, golpeando con dedos impacientes la superficie. Janto estaba de pie cerca del duque, como satisfecho de mi tardanza y de la espera de aquél. Arbecio y el tribuno Valerio parecían incómodos. Yo estaba lo bastante enfadada para que nada me importase. El enfado que sentía, sostenido e intenso, de los que producen una sensación agitada en el estómago, era un sentimiento con el que no estaba muy familiarizada. Tenía un fuerte deseo de dominarlo.
—Excelencia —dije—. Lamento haberte hecho esperar. Estaba con un paciente.
—Me lo han dicho —respondió Sebastián mirando a los otros.
—Sí, y la operación no tendría que haber sido necesaria —precisé, sin dar al duque la oportunidad de abrir el encuentro en términos amistosos—. La herida volvió a infectarse porque la lavaron con medios que yo había prohibido expresamente. Le dije al paciente mismo que si cualquiera intentaba lavar de nuevo la herida de esa manera, lo matase como quien mata a un reptil.
Janto se irguió bruscamente.
—¡Castrado miserable! ¡Tú y tu cultura de tratados! ¿Crees que…?
—¡Silencio! —ordenó Sebastián, y Janto calló, pero sin perder su expresión de furia. Sebastián suspiró y me miró—. Vamos —dijo—, parece que has alborotado el avispero, ¿no?
Me incliné un poco antes de hablar de nuevo:
—Me ordenaste reorganizar el hospital.
Al oír mi respuesta Sebastián se echó a reír.
—¡Dios Eterno! —dijo—. Es verdad. Y contaba con que lo hicieras. Sin embargo, suponía que lo conseguirías sin degollar a tus colegas. Tampoco veo por qué tenías que mandarme esa carta tan vehemente. Creía haberte dado ya el poder que pides.
—Por el momento, excelencia, mi poder no llega muy lejos. Ni siquiera consigo que se cumpla una orden mía sobre tratamiento.
Janto se indignó.
—¡Excelencia! —protestó—. ¡Toda mi vida he ejercido la medicina! ¡No veo por qué a este… este ser se le deba permitir que cambie todas las tradiciones y procedimientos que siempre hemos usado, y todo porque ha leído algún papiro!
Valerio asentía con la cabeza.
—De hecho, excelencia, pienso que te has precipitado. Que Caritón trate a sus pacientes a su manera, pero que deje a Janto seguir tratando a los suyos según las normas tradicionales. Así podremos ver las ventajas e inconvenientes de ambos métodos.
—No hay ninguna ventaja en los métodos de Janto —afirmé muy agitada—. ¡Si tuviese medio sólido por cada paciente que deben de haber matado él y su padre podría comprar todo Noviduno! Y practica sus métodos de carnicero a espaldas mías y en mis pacientes. ¡No lo permitiré! ¡Es una vergüenza para la tradición hipocrática!
Sebastián me miró riendo.
—¡He aquí la gran pasión! —dijo—. Muy bien, tendrás lo que solicitas. Lo lamento, Valerio, pero di a Caritón la dirección de este hospital y la conservará. ¿Para qué sirven los hombres sabios si no escuchamos sus consejos? Además, la escuela hipocrática de Alejandría es la mejor del mundo, y tiene más peso que los viejos métodos usados aquí. Me gustan estas ideas, Caritón. —Cogió entonces mi carta y la agitó en el aire—. Especialmente las disposiciones para los ayudantes. No quiero tener más apestados de lo inevitable. Trasladarse río arriba y hablar con los hombres es una idea excelente. Me ocuparé de conseguirte un caballo para que comiences este invierno.
Tenella kalinike! ¡Victoria! Apenas pude contener los gritos de alegría y la sonrisa que dirigí a Sebastián fue de oreja a oreja.
—Gracias, excelencia. Tengo además otra petición.
Sebastián suspiró, miró con aire pensativo a Valerio y a Janto y dijo:
—Si lo crees inevitable, aunque las medidas de este tipo causan tantos problemas como los que resuelven.
—No quiero que nadie se entrometa en el tratamiento de mis pacientes.
Con un gesto resignado Sebastián respondió:
—Muy bien, Janto. Tú y tus colegas deberéis obedecer al estimado Caritón y seguir sus instrucciones en todo lo referente a sangrías y purgas con drogas poderosas.
Janto enrojeció y en seguida palideció.
—No pienso obedecer —dijo categóricamente.
—En ese caso, te pido que abandones tu puesto —replicó Sebastián sin inmutarse.
Janto contuvo la respiración e intentó responder algo, sin lograrlo.
—Si quieres, puedes pensarlo. Tienes tiempo hasta mañana a primera hora para decidirte. O sigues las directivas de Caritón o dejas el ejército. No te doy otra alternativa. ¿Y tú, chico? ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Arbecio, prudentísimo señor —respondió éste encantado—. Un esclavo de la legión. Estaré muy orgulloso de seguir los consejos de Caritón, pues tengo un alto concepto de ellos.
—Bien. ¿Tú eres el esclavo, entonces, que Caritón quiere emplear exclusivamente en tareas médicas? Otra buena idea. Tenemos gran cantidad de esclavos idóneos para realizar el trabajo doméstico. En lo sucesivo, si alguien te ordena hacer cualquier cosa que exceda tus obligaciones, te ordeno que no obedezcas.
Arbecio tragó saliva, sorprendido, y luego sonrió y se inclinó. Sebastián sonrió a su vez.
—¿No había otro médico? —preguntó.
—Está en Istrópolis, excelencia —contestó Valerio.
—¿En Istrópolis? ¿Qué está haciendo allí?
Hubo una pausa embarazosa. Yo callé.
—Atiende a sus pacientes privados —dijo Valerio después de titubear.
—¡Pacientes privados en Istrópolis! ¡Queda muy lejos para visitarlos! Comunícale de mi parte que los pacientes privados que acepte atender de ahora en adelante no pueden residir a más de medio día de viaje desde Noviduno. No le pagamos su salario para que se pase la vida en Istrópolis. Bien, creo que todo está arreglado, Valerio. Caritón, tal vez puedas acompañarme a comer. Aunque me agradaría que fueras a lavarte primero.
Al mirarme las manos advertí que tenían aún sangre de mi paciente.
—Desde luego, duque Sebastián —dije, y a mi vez le sonreí—. Gracias.
Desde entonces, las cosas marcharon mucho mejor. Janto se tragó su orgullo y se quedó, y aunque su odio hacia mí era manifiesto, no tuve más dificultades con él en cuanto a los pacientes. Diocles estaba igualmente enfadado cuando regresó de Istrópolis, pero no me causó molestias, aunque juró que volvería a atender pacientes privados cuando quisiera aunque el duque se opusiera. La gratitud de Arbecio era conmovedora.
Reuní a mis ayudantes y los instruí en procedimientos de limpieza y enfermería básica, y tuve la satisfacción de comprobar que los cambios fueron inmediatos y notables al ver aumentar la proporción de pacientes recuperados. Mandé asimismo una carta a Torión, que pude despachar por correo oficial, ya que como médico del ejército que escribía a un funcionario imperial tenía aquel privilegio. Le había escrito poco antes de abandonar Alejandría contándole algo de lo sucedido. En esta ocasión, le describí el fuerte militar y le pedí que comprase opio y lo enviase por el correo oficial, a lo cual también tenía derecho.
En mitad de diciembre, cuando quedaban pocos pacientes por los cuales preocuparse, fui a visitar las cuadras para elegir el caballo que me llevaría en mi primer viaje río arriba. Cuando aparecí, los mozos de cuadra me miraron con desdén. Las tropas me despreciaban porque era un eunuco y un miembro del personal civil de una provincia pusilánime, y los cambios efectuados en el hospital pasaban por el momento inadvertidos. A pesar de todo, el caballerizo principal fue amable y me enseñó los caballos disponibles. Me recomendó especialmente una yegua menuda y esbelta. Me bastó mirarla para decirle:
—Ésta no me servirá. Se fatiga con facilidad.
—Es verdad —asintió el hombre al cabo de un silencio—. Tal vez prefieras este animal —propuso señalando un caballo bayo.
Le repliqué que debía de haberse quebrado un casco recientemente y que tampoco servía para un viaje prolongado.
Otra cabalgadura que recomendó a continuación era demasiado vieja, a juzgar por sus dientes. Otro animal, en fin, sufría de un tumor en una pata. Los rechacé todos y sugerí una medicina para el tumor. Alguien lanzó una carcajada.
—¿Pero tú entiendes algo de caballos? —preguntó con tono incrédulo el jefe de las cuadras.
—Crecí en la casa de un hombre rico que era un entusiasta aficionado a las carreras —repliqué—. La mayoría de mis primeros pacientes fueron caballos.
Mi prestigio aumentó notablemente. Los mozos se pusieron a hablar de lombrices, llagas en los cascos, cólicos. El jefe me facilitó una buena cabalgadura y el veterinario apareció como por arte de magia y empezó a hablar de tumores y del muermo, y finalmente nos fuimos todos a la taberna del campamento y hablamos de las enfermedades de los caballos y también de carreras hípicas. Los soldados de Noviduno tendían a creer que nadie capaz de curar caballos podía ser del todo malo.
Cabalgar, en cambio, era otro problema. Nunca en mi vida había montado a caballo. No sabía controlarlo. Cuando inicié la marcha río arriba acompañada por un grupo de soldados y llevando vituallas, los soldados tuvieron que rescatarme varias veces de los montículos de nieve cada vez que mi cabalgadura intentaba volver a su confortable y tibia cuadra. Aun cuando me proporcionaron una rienda larga, como si fuese un niño, tuve dificultades. La equitación hace uso de músculos de cuya existencia yo ni siquiera sospechaba, y los golpea como un cocinero ablandando carne. Y el frío era intenso: nunca soñé que pudiera serlo tanto. El delta del Danubio empezaba a congelarse y por el río negruzco flotaban témpanos de hielo, girando lentamente. El cielo estaba blanco y la tierra estaba cubierta de nieve, la cual envolvía los macizos del bosque. La gente del lugar permanecía sensatamente junto a sus cálidas chimeneas, y de noche los lobos llegaban hasta a olfatear las puertas mismas, dejando sus huellas en la nieve. En Éfeso había nevado a veces, pero aquella nieve se derretía en dos o tres días. En Escitia la nieve se amontonaba hasta que el mundo entero parecía estar hecho exclusivamente de esa sustancia. Me había tragado mis prejuicios de persona civilizada y había adquirido dos pares de pantalones a un mercader del fuerte; también compré calzas y las botas holgadas que usan en la frontera, y tuve que volver y comprar además una capa de piel, pues las viejas, aunque muy apropiadas para Egipto, eran demasiado ligeras para el invierno escita. Incluso con ella, tiritaba de frío cuando comencé a cabalgar río arriba. Antes de recorrer una milla estaba casi congelada. Llegué al siguiente campamento extenuada, medio muerta de frío, con un aspecto lamentable y además dolorida.
Con todo, di mi conferencia a las tropas, exhibiendo a dos o tres de sus lisiados y explicando los perjuicios que causa el torniquete. Establecí de inmediato un sistema para tratar sin demora las fiebres más benignas. Inspeccioné la organización sanitaria, perfectamente adecuada pues el ejército siempre hace esto bien para el consumo de agua potable, y di al tribuno local instrucciones para el caso de enfermedades contagiosas. Cuando partí al fuerte siguiente estaba orgullosa de mi desempeño.
No me fue posible visitar todos los fuertes aquel invierno. Esa tarea terminó sólo durante el siguiente. Sin embargo, hacia la primavera las tropas habían oído ya hablar de mí y me escuchaban. A juzgar por la atención que me prestaron al principio, era como hablar al vacío, pero mis cambios en el hospital dieron resultados notables… Janto vaticinó que los pacientes morirían uno tras otro por culpa de mis métodos, pero uno tras otro se recuperaron. No todos, es verdad, ya que la enfermedad es un enemigo más implacable que los bárbaros y el mejor de los médicos no puede curar el tétanos y la infección de la sangre. En realidad las tropas constituían un grupo ideal de pacientes, desde los jóvenes hasta los de edad madura, ya que eran hombres bien alimentados y activos, y tenían mayor capacidad de recuperarse de una enfermedad que el conjunto de alejandrinos pobres y de cierta edad que había atendido en otro tiempo. Por primera vez en la historia del lamentable hospital, se curaban más de los que morían. Con tono sombrío, Janto comenzó a hablar de brujería. Sebastián estaba encantado.
Torión, no. Aquel primer mes de enero, cuando volví de mi viaje por el río, descubrí que mi hermano había utilizado el correo imperial para enviarme una carta que me esperaba sobre el escritorio. Estaba cerrada por varios sellos y sólo podía esperar que estuviesen tan intactos como parecían, porque si bien la dirección exterior era «Caritón el médico, Noviduno», el interior comenzaba con «Teodoro a su hermana Caris, salud».
«¿Estás loca?», me preguntaba Torión.
Lamento haber aceptado antes tus planes. Ir a Alejandría y estudiar medicina unos cuantos años quizá no fuera lo más adecuado, pero te salvó de las garras de Festino y ya sabías que disfrutarías de ese estudio. Pero dijiste que volverías, Caritón, y han pasado cerca de cuatro años. Ahora tengo mi propia residencia, puedo presentarte gente civilizada sin avergonzarme de lo que hice. Hoy ostento el poder suficiente como para que Festino no pueda tocarnos. Mi amigo Cirilo está aquí en Constantinopla como asesor, y parece que le irá bien. Estaría encantado si pudiera casarse contigo. A veces me pregunta por ti, y le doy respuestas ambiguas en cuanto a la forma de comunicarme contigo ya que sé que estás bien. Pero ¡por Artemis!, nadie estaría dispuesto a casarse contigo si se enterase de que has sido médica del ejército. Cuanto más se prolongue esto, más difícil será explicar dónde has estado todos estos años. Y pronto habrá pasado la edad de casarte. Ven a Constantinopla ahora mismo. No puedo creer que estés haciendo esto. Nunca vi a una mujer comportarse con tan poco recato. ¿Piensas ser un eunuco toda tu vida? ¿Sin hijos, sin hombre? Eso es vivir sólo a medias. Es antinatural.
La lectura de esta carta me hizo mucho daño. Como no sabía qué contestarle, la quemé y esparcí las cenizas, temerosa de que alguien la leyese, pero las palabras persistían en mi memoria y dolían. Por fin, Torión sabía ahora lo sucedido y veía la brecha entre lo que yo había sido y lo que era, y la distancia entre ambos… tan grande como el Danubio. Pero él creía que aún podía volverla a cruzar y regresar. ¿Cómo? Había sido médico privado de dos arzobispos de Alejandría, era jefe médico de la fortaleza de Noviduno, había luchado y triunfado en mi carrera. Desde luego que las mujeres casadas tienen más libertad que las jóvenes, pero a pesar de ello una joven noble está condenada por una férrea tradición a no dedicarse a nada serio en el mundo.
Una semana después de recibir la carta soñé que estaba en Éfeso. Vestía mis ropas de médico de Tracia, incluidos los pantalones, pero estaba de pie frente a la casa de mi padre. Intuía que tenía que ver a un paciente allí. Entré y atravesé el primer patio y la sala de los aurigas. No había nadie, pero oí gemidos. Entré en el cuarto de mi padre, y allí yacía pálido, desencajado e inmóvil. Le toqué la frente y estaba fría. «Mala señal», pensé, y busqué en el interior de mi bolsa un poco de opio. «No lo quiero —dijo mi padre—. No quiero vivir. Cambio este mundo por el cielo. Mi hijo me odia y mi hija se fue». «No me he ido —repliqué—. Aquí estoy. Puedo curarte». Al oír estas palabras cambió súbitamente de color. Sonrió y me abrazó. Por un instante sentí una alegría desbordante: como Esculapio, podía hacer volver a los muertos. Entonces sus brazos se apretaron en torno a mi cuerpo. No podía respirar. Empecé a luchar. Cuando eché la cabeza hacia atrás y le miré la cara, no era ya mi padre. Era Festino, que enseñaba los dientes esbozando una sonrisa cruel. Intenté gritar, pero me cubrió la boca con la suya. Sentía que me sofocaba y estaba indefensa. Me bajó de los hombros mi túnica corta mientras me arrastraba hacia la cama. Luego me tapó la cara con una almohada para asfixiarme. Oí a lo lejos a la gente que cantaba un himno nupcial. Desperté gritando.
Alguien golpeó mi puerta.
—¿Quién es? —pregunté temblorosa, sentándome en la cama sin saber dónde estaba. El frío era intenso y el alféizar de la ventana estaba blanco de escarcha. La luna trataba de introducirse entre las persianas.
—Soy yo, amo. —Era la voz de mi esclava Redagunda—. ¿Te sientes bien, amo?
—Sí, sí. Ha sido sólo una pesadilla.
Oí alejarse los pasos de Redagunda que regresaba al altillo donde dormía. El temblor continuaba y, como me era imposible dormir, me levanté y me vestí, cubriéndome con mi capa de piel. Por último, me senté al escritorio a contestar la carta de Torión.
«A mi amado hermano Teodoro, salud», escribí.
Sí, pienso seguir siendo un eunuco toda la vida. Torión querido, trata de comprender. Amo el arte de curar más que nada en este mundo. Y lo practico bien. Ceñirme a la idea general de lo que es bueno y justo me mataría, o haría que yo misma me quitara la vida. No podría soportarlo, me asfixiaría. Tal vez mi vida es sólo la mitad de una, pero es la mitad que prefiero. No me delates. Ya sabes que si lo haces me tendrás en tus manos el resto de mi vida. Dijiste que si se enteraran, nadie se casaría conmigo; entonces ¿para qué serviría vivir sentada en tu casa, deshonrada, soltera y sin profesión? Si no puedes perdonarme, dile a la gente que he muerto y olvídame como si de verdad ya no existiera.
Sellé la carta con cuidado, aterrada ante la idea de que alguien pudiese leerla, y volví a la cama. Antes de dormirme comprendí que tenía que encontrar otro medio de obtener el opio.
Por fin decidí escribirle a Atanarico para conseguir los medicamentos. Se había interesado por el bienestar de sus tropas fronterizas y yo creía que me apreciaba, de modo que tal vez accedería a hacerme llegar medicinas desde Alejandría. Sin duda, podía conceder a Filón una autorización para enviarlas por el correo oficial. Le escribí una carta muy respetuosa, en la que le rogaba que encomendase a Filón la compra del opio y de otras sustancias básicas, y además adjuntaba un anillo de ónice para pagarlo todo. Incluí asimismo una carta para Filón en la que le explicaba la situación. Esta carta y la escrita a Torión fueron despachadas por correo imperial a Constantinopla. Finalmente me sumergí en mi trabajo y traté de alejar de mi cabeza tocias las preocupaciones.
Pasó el primer invierno, interminable, y la tierra se remozó y se pobló de flores. Todo el delta parecía una masa púrpura, blanca y dorada. En cada piedra florecían las violetas, los espinos estaban blancos de flores y cada terreno despejado relucía de ranúnculos. Nunca había visto yo tantos pájaros: patos y garzas, abubillas, golondrinas, cucos, cisnes, cuervos y centenares de otros muchos cuyos nombres desconocía. Las cigüeñas construían sus nidos en las chimeneas de la comandancia. Las tierras más templadas tienen una primavera suave, pero la estación, en Tracia, ofrecía un espectáculo de bacanal. Era imposible no estar alegre. Y una mañana radiante de finales de mayo, se presentó Atanarico en el pabellón principal del hospital cuando yo estaba haciendo mi recorrido de costumbre.
Avanzaba con gran aplomo, cargado con dos bolsas colgadas del hombro.
—¡Caritón de Éfeso! —saludó a gritos atronando el edificio, y cuando me volví desde donde estaba examinando a un paciente, agitó las bolsas y me las arrojó—. ¡Aquí están los medicamentos que pediste, excelencia!
Al atraparlas, el peso me hizo trastabillar. Las miré y luego hice lo propio con Atanarico, que permanecía con el pulgar enganchado en el cinto de su espada, esbozando una sonrisa.
—¡Que Dios te bendiga! —exclamé con fervor, y empecé a desatar los cordones.
Allí estaban, en verdad, todos los medicamentos que había pedido; además, había semillas de amapola listas para ser plantadas y una gruesa carta de Filón. Habría besado a Atanarico. En aquel momento, allí ante él, me sentía feliz.
—Tu amigo Filón lo embaló todo —me explicó Atanarico—. Dice que aún sobra algo del dinero que le dieron por esa alhaja. Le sugerí que lo guardara y le dejé una autorización para enviarte más medicamentos por correo.
—Bendito seas —repetí y le sonreí otra vez.
Tenía muy buen aspecto. Los pantalones no parecían ya el atuendo de un bárbaro ahora que también yo los llevaba, y su rostro, expuesto al viento, estaba radiante. Como siempre, sonreía.
—¿Qué haces aquí… excelencia? —me apresuré a añadir a la pregunta. Después del gran favor que me había hecho, lo último que deseaba hacer era ofenderlo—. ¿Tienes tiempo para quedarte a cenar conmigo?
Sin dejar de sonreír, me respondió:
—Para cenar, no. Llevo un despacho de la corte para Sirmio. Decidí pasar por Noviduno para entregar esas cosas. ¿En otra ocasión, quizá? Tengo que quedarme en Tracia algún tiempo. Me han enviado a redistribuir los puestos que se extienden a lo largo de la frontera.
—¿Puedo invitarte a beber algo, entonces?
—Buena idea. No pareces muy ocupado. —La mayoría de las camas estaban vacías.
—Es la época —le dije—. Quienes van a morir lo hacen en invierno, y no los culpo. Sería doloroso abandonar el mundo cuando tiene este aspecto.
Nos dirigimos a la taberna del campamento y compré una botella del mejor vino que tenían, tinto, espeso y algo pegajoso, traído a la costa desde la provincia de Europa. Era media mañana y había una buena cantidad de hombres fuera de servicio allí bebiendo. No teníamos dónde sentarnos. Atanarico silbó y todos lo miraron.
—Soy Atanarico, hijo de Ermanerico de Sárdica —anunció—. Necesito un lugar para sentarme con mi amigo.
Inmediatamente los godos presentes se levantaron, murmurando y haciendo reverencias. Atanarico se sentó junto a la mejor mesa. Dejé en ella la botella y me dispuse a ir en busca del agua; pero no fue necesario. El tabernero se acercó presuroso con una botella de agua fresca y su mejor recipiente para mezclar. En un segundo viaje volvió con dos de sus mejores copas de vidrio egipcio. Hizo entonces una profunda reverencia a Atanarico y dijo algo en gótico. Atanarico respondió en el mismo idioma y lo despidió con un gesto. Luego me miró riendo.
—La realeza bárbara —declaró.
—Oí hablar de tu tío —le dije.
En efecto, desde mi llegada a Noviduno había oído muchas cosas sobre él. Muchos de los soldados eran godos tervingos y el resto había luchado contra el rey Atanarico y su pueblo.
—Todos han oído hablar de él en esta parte del mundo. —Atanarico vertió vino en el cuenco y yo serví la mezcla en su copa—. Es una de las razones por las que me gusta visitar la región. ¿Qué opinas de Tracia, Caritón?
—Me gusta —respondí, con la consiguiente sorpresa de descubrir que era verdad.
En parte se debía a que en aquel momento, en plena primavera, la campiña era muy hermosa, pero también me agradaban los espacios abiertos que me rodeaban, después de la suciedad y el hacinamiento de Alejandría. Me gustaba mi responsabilidad en el hospital, y sentía placer y orgullo cada vez que pensaba en la obra que estaba realizando.
Me gustaba también tener mi propia casa y gozar del respeto del fuerte. Más aún, comenzaba a disfrutar de la equitación a medida que mis músculos se fortalecían y que disminuía el frío.
—En muchos aspectos me gusta tanto como Alejandría —dije.
—¿En serio? La verdad es que pareces haberte adaptado muy bien. Los caballerizos de la posta me dijeron que eres el médico más listo de Tracia y que sabes curar el cólico y la sarna. Nunca lo hubiera imaginado en un perfecto alejandrino. Además, estás cumpliendo realmente tu misión. Sebastián cree que eres un descendiente directo de Esculapio y afirma que curas a los enfermos como por milagro.
—No es así —respondí—. No podemos curar a todo el mundo, y cuando lo conseguimos es gracias a la medicina hipocrática, no a los milagros.
Atanarico sonrió.
—Desde luego. ¿Cómo he podido olvidar al inmortal Hipócrates? —Aquí levantó la copa en un brindis—. Me alegro de que todo haya marchado tan bien. Mi amigo Sebastián está satisfecho, las tropas están atendidas y ni siquiera tú estás descontento. ¡Salud!
—Salud —repliqué—. Pero necesito contar con una provisión continuada de opio. Las semillas pueden no crecer aquí, y aunque crezcan, llevará algún tiempo organizar reservas de la sustancia.
—Envía dinero a tu amigo y yo me ocuparé de que el correo las traiga.
—La próxima vez que vengas a Noviduno, tendrás que venir a comer conmigo —le propuse, llena de alegría.
—Para que puedas estar seguro de que yo, como invitado tuyo, tendré que ayudarte, ¿no? Muy bien. Pero de todos modos lo habría hecho. Quiero que se trate bien a mis hombres.
—Además, podrás darme las noticias —le insté.
Me contó unas cuantas antes de partir. Al parecer, el arzobispo Pedro estaba sano y salvo en Roma, disfrutando de la hospitalidad del arzobispo romano Dámaso. La Iglesia occidental se inclinaba hacia la teología nicena y el emperador de Occidente no quería intervenir. Pedro estaba tan seguro como no lo habría estado en ningún punto del Oriente. Su rival arriano, Lucio, se había cansado de perseguir a los nicenos alejandrinos y había partido hacia el desierto de Nitria para azotar monjes. Filón y su familia estaban bien. Sí, Atanarico los había visitado, dándoles mi carta después de entregar varios mensajes al prefecto.
Teógenes había aprobado sus exámenes y había regresado a Antioquía con Teófila, pero Filón tenía otro estudiante.
—Me gusta tu Filón —dijo Atanarico después de apurar su vino—. Es un médico brillante, ¿no?
—El mejor de Alejandría —contesté con entusiasmo.
—Si te ha enseñado a ti, tiene que serlo. —Atanarico dejó su copa y se levantó—. Me voy a Sirmio, entonces: Ave atque vale,[4] como suele decirse. Te veré la próxima vez que pase por Noviduno.
Se dirigió directamente desde la taberna hasta la posta, donde montó su caballo. El animal lo esperaba ensillado ya con un par más de bolsas sobre el lomo. Atanarico se volvió, saludó y se alejó con gran elegancia, lanzándose a todo galope y espantando palomas y gallinas. Colina abajo, fuera del portón y luego a la calzada. Sólo los correos cabalgan así: galope, galope, galope, doce millas por hora hasta la próxima posta, cambio de cabalgadura y galope, galope, otra vez. Había probablemente unas cuatrocientas millas de Noviduno a Sirmio, al oeste, y Atanarico cubriría esa distancia en unos pocos días.
Suspiré al verlo alejarse y volví a mi trabajo. Mi corazón deseaba que volviese pronto a Noviduno.
La semana siguiente recibí dos cartas más de Torión. La primera había sido escrita algún tiempo antes, pero enviada por barco y demorada por el mal tiempo. Era indiscreta, si bien no contenía la confesión abierta en la dirección que tanto me alarmó en la anterior. «¿Qué quieres decir, que estás muerta?», me preguntaba. «Me gustaría que te alejaras de ese páramo del fin del mundo, pero no puedo hacer nada si no quieres venir y no voy a volverte la espalda. ¡Pero por favor, Caritón, recobra la cordura! No puedes continuar como ahora. Al fin, alguien se enterará. ¿Qué tiene de malo una vida normal, qué significa “asfixiarse”? No te comprendo. Mi casa será la tuya cuando cambies de parecer».
La otra había sido escrita en abril y era mucho más melancólica. «Acabo de saber que papá ha muerto —decía Torión—. Murió de pleuresía este invierno. Acabo de enterarme. Juan está administrando la propiedad hasta que yo pueda volver a vivir de ella. Pero por ahora no puedo hacerlo y no tiene objeto. Me siento mal. Tendría que haber vuelto antes. Durante estos últimos años sufrió mucho porque tú habías desaparecido, yo estaba en Constantinopla y la mitad de sus caballos habían sido vendidos. Mataría a ese Festino, él tiene la culpa de todo. Papá era bueno, pero no podía evitar ser cobarde. Me gustaría que estuvieses a mi lado, Caritón».
Recordé mi sueño. Pero imaginar a mi padre muerto era como aprovecharme del dolor. Busqué otro recuerdo y lo vi arrastrándose por el suelo, murmurando que era inocente de la traición a Festino. Sin embargo, como decía Torión, mi padre no podía por menos de ser un cobarde: y no era justo recordarlo así. Nunca habíamos tenido una relación estrecha, pero había sido siempre tierno y afectuoso. Por fin me vino a la memoria cuando llegaba a casa después de asistir a alguna fiesta pública, quitándose su corona de laureles dorados y arrojándola al aire, gritando de alegría porque su carro había ganado la carrera, abrazándonos a Torión, a mí y a Maia y entregando regalos a todos los de la casa. Lloré un poco, me corté el pelo y me puse la túnica negra en señal de duelo. Cuando me preguntaron el motivo respondí que había muerto un viejo amigo y protector, pero no mencioné el nombre de mi padre. En Alejandría había sido necesario urdir una historia que explicase mi presencia, pero en Noviduno ya no, y era mejor enterrar el pasado. Había abandonado a mi padre, pero si no hubiese huido, tampoco habría estado con él cuando se puso enfermo. Habría estado con Festino, soportando quién sabe cuántas vejaciones mientras él gobernaba alguna provincia lejana. A pesar de lo que creía Sebastián, yo no era Esculapio. Ni siquiera en mis sueños había podido jamás curar a los muertos.
Sólo un mes más tarde, volví a ver a Atanarico. Yo me hallaba en un campamento que estaba a dos días de marcha a caballo río arriba, dando mi charla sobre torniquetes. Era un destacamento pequeño: una torre de vigilancia y media docena de hombres que la custodiaban. Estos estaban sentados al pie de la torre, al aire libre, bostezando mientras yo hablaba. Era todavía temprano, pero el sol era ya intenso. A la sombra de los bosques, había muchísimos mosquitos y nadie prestaba mucha atención. Inesperadamente, uno de los soldados lanzó un grito y Atanarico apareció al galope, con su capa sobre un hombro y el sol reflejado en el pomo de su espada. Detuvo el caballo casi junto a nosotros y se apeó de un salto.
—¡Conque estás aquí! ¿Son pacientes todos éstos, o puedes dejarlos solos? —preguntó.
—¿Cómo te llamas? —preguntó respetuosamente el decurión que estaba junto a la torre, avergonzado de verse sorprendido descuidando la vigilancia.
—Atanarico, hijo de Ermanerico de Sárdica, curiosus de los agentes in rebus.
Esto produjo el efecto habitual de hacer que los hombres se pusieran de pie y murmuraran palabras de respeto.
—¿Tienes un paciente para mí? —pregunté.
Atanarico sonrió.
—Sí, un paciente privado, si quieres. La mujer de un hombre rico y poderoso que te pagará bien si la curas.
—No me está permitido tener pacientes a más de medio día de viaje de Noviduno —puntualicé, indecisa.
¿Por qué había galopado Atanarico a tal velocidad para conducirme junto a la mujer de otro? ¿Mujer de quién? ¿De un gobernador?
—En este caso Sebastián no se opondrá —declaró, rechazando mi objeción—. Y está a menos de un día de viaje de Noviduno.
No era la mujer de un gobernador. El de Escitia tenía su base en Tomi, en la costa, veinte millas al sur de Istrópolis. Era un viaje de más de un día, a menos que se hiciese uso de las postas imperiales.
—¿Dónde es? —pregunté sin rodeos, al no poder identificar el lugar.
—En la margen opuesta del río. —Atanarico agitó la mano para señalar la corriente pardusca del Danubio y los bosques de la margen opuesta. Lo miré sorprendida, pero él continuó—: Probablemente lo más rápido sea cruzar por Noviduno. Pero tenemos que darnos prisa. Coge tu propio caballo aquí, pero déjalo en la próxima posta. Quiero estar allí para mañana por la noche. Calculo que la mujer está enferma desde hace ya una semana. ¿Tienes tu bolsa de médico? Bien, pues vamos.
Casi de inmediato me encontré en la silla de montar y galopando detrás de Atanarico. No pegaba tantas sacudidas como antes, pero no era un correo y el esfuerzo que me costaba mantener su ritmo no me dejaba tiempo de pensar en mucho más.
Galope, galope, galope, cambio de caballos, galope, galope, galope. Y así hasta Noviduno al caer la tarde, aunque para mí quedaba a dos días a una velocidad normal y con un solo caballo. Me sentía hecha trizas. Pero Atanarico no me concedió ni un momento para descansar. Me arrastró hasta la orilla del río y allí me metió en un bote, gritando a los hombres en lengua gótica para que se diesen prisa. Durante la mitad inicial de la travesía permanecí atontada en la popa. Luego me moví para preguntar:
—¿Es la mujer de quién?
Atanarico se sobresaltó como si hubiese estado pensando en otra cosa.
—Del señor Fritigerno —respondió—. Se llama Amalberga. Dicen que dio a luz un hijo hace apenas una semana, después de un parto difícil, y está enferma desde entonces… a menos que haya muerto ya. Si no ha muerto y puedes curarla, Fritigerno quedará muy agradecido.
—¿Es tu primo?
Me miró sonriendo.
—Más o menos —respondió—. Es su esposa quien es mi prima. Es una mujer notable y espero que puedas ayudarla. Sin embargo, él es uno de los hombres principales entre los tervingos, inmediatamente después del rey. Tiende a simpatizar con los romanos. Es cristiano y admira el derecho romano. Me gustaría conservar esta actitud amistosa. Y quiero obtener cierta información de él.
—De modo que ahora estás «inspeccionando» los destacamentos en la Dacia goda —dije con acritud—. ¿Hay alguno allí?
Atanarico se echó a reír.
—No, ninguno. Me mueve un puro sentido de familia para ayudar a mi noble pariente en esta situación de necesidad. Pero no lo perjudicará conversar conmigo. En realidad, oí decir que solicitaba un encuentro. La gente se desplaza como en un hormiguero inundado por toda la longitud del Danubio. Dicen que ha surgido de la tierra una nueva raza de hombres que avanza como una tormenta desde las altas cumbres, matando todo a su paso. El rey ha estado reforzando los pasos a través de las montañas del noreste. El ilustrísimo maestro de los oficios de su sacra majestad quiere saber qué sucede. Así es como llego hasta Fritigerno con un médico griego competente para tratar a su mujer, y espero que se muestre cordial y locuaz. ¿Quedan satisfechos tus escrúpulos?
—En realidad, no. No me gusta que me hagan participar en una misión de espionaje. Sin embargo, asistiré a la paciente, si me lo permiten.
—¿Por qué no te lo iban a permitir?
—Soy un extranjero y un eunuco. He venido a espiarlos y ni siquiera hablo su idioma.
—Hablas algo de latín, ¿no?
—Un poco. —Había tenido que practicarlo desde mi llegada a Escitia, pues algunos soldados no hablaban otra cosa.
—Bien. Quien quiera ser alguien entre los godos habla latín, y Fritigerno y Amalberga conocen también el griego. Además, tú eres un poderoso brujo, cuya fama ha llegado ya a sus oídos. Estarán encantados.
—¡Por la gran Artemis!
Atanarico dejó de sonreír y me miró con cierta seriedad.
—La mitad de Noviduno cree que eres un hechicero. Más de la mitad. A unos les gusta, pero otros tienen miedo. En tu lugar, yo tendría mucho cuidado, Caritón. La hechicería es un grave crimen. Hace sólo un mes ejecutaron a un hombre en Carnunto por haber despedazado un asno. Dijo haberlo hecho para que dejara de caérsele el pelo, pero nadie lo creyó. A pesar de que era sobrino del prefecto de la guardia pretoriana. Se rumorea, en fin, que tú despedazaste a un hombre.
Me mordí el labio.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Uno de tus colegas del hospital. Un hombre mayor, moreno, al que le falta media oreja. Era la primera vez que fui a buscarte a Noviduno, y el hombre se empeñó en contarme todo lo referente a tus prácticas de brujería.
—Es Janto —solté con alivio—. Me odia porque lo suplanté. Todo el mundo lo sabe y nadie lo toma en serio.
¡Caritón, tus propios servidores creen que eres un brujo! No sé si es verdad o no que descuartizaste un cadáver. Sé que en Alejandría hacen disecciones. Ahora no estás en Alejandría y la gente de la frontera no comprende estas cosas.
No repliqué. La verdad es que había hecho una disección de un paciente muerto de tétanos. La enfermedad es bastante común en la frontera, y creí que tal vez la conocería mejor si descubría sus efectos en el cuerpo. La había hecho durante la noche en un cuarto vacío, y después de suturar los cortes del cadáver lo había vestido y enterrado. Creí que nadie se había enterado, pero Janto debía de estar espiándome. Seguramente Atanarico tenía razón. Convenía dejar las investigaciones a los expertos del templo. De todos modos, mi disección no me había proporcionado mayores conocimientos.
Atanarico seguía observándome fijamente.
—Sería una verdadera lástima haberte salvado del potro en Egipto para que mueras en Tracia —dijo.
Asentí con un suspiro. El bote llegó a la margen opuesta y desembarcamos. Estuve a punto de tropezar, pues después del viaje a caballo tenía las piernas rígidas. Atanarico, como cabía esperar, subió por la orilla pidiendo caballos a gritos. Cogí mi bolsa y miré alrededor, estremeciéndome al advertir que estaba fuera del territorio imperial.
No parecía muy diferente de Noviduno: el mismo tipo de casas de piedra y madera, los mismos godos andando en pantalones. Pero había menos muros al tratarse sólo de un centro de intercambio y no de una fortaleza. Los bárbaros no levantaban muros contra los romanos. Nunca había pensado en esto antes y me parecía raro: tenían verdaderos motivos para temer a los romanos, pero por otra parte éstos sólo los invadían para castigarlos. No estaban interesados en poseer las tierras de los bárbaros, mientras que éstos sí codiciaban las romanas.
Atanarico volvió con dos caballos arrancados a algún mercader godo o quizás a un noble. Antes de que pudiese seguir pensando nos encontramos internados en las tierras de los tervingos. Comenzaba a anochecer.
Aquella noche finalmente descansamos, a pesar de mis dudas de que fuéramos a hacerlo. Atanarico, se detuvo en una pequeña aldea aproximadamente una hora después de ponerse el sol (galope, galope, galope) y nos dirigimos a la casa más grande. Nos recibieron los esclavos, hubo una ruidosa discusión en lengua gótica y seguidamente el señor de la casa nos ofreció su hospitalidad. Al parecer conocía a Atanarico. La cama estaba llena de pulgas, pero yo estaba demasiado fatigada para que me importase.
Al día siguiente avanzamos a un paso más moderado porque utilizamos las mismas cabalgaduras, y aun así llegamos al emplazamiento de Fritigerno antes de anochecer. Era una ciudad de una extensión más o menos semejante a la de Noviduno, situada en el centro de un amplio terreno de tierras cultivadas. En el centro del pueblo, el conjunto habitual de rústicas casas de paja, piedra y madera, había una amplia villa romana con tejado de tejas y columnas corintias. Parecía bastante antigua y el tejado hundido parcialmente en una de las alas había sido reparado con paja. En otra época, la Dacia goda había sido una provincia romana, en los días lejanos de dos buenos emperadores. Tal vez la villa era una reliquia de aquella breve ocupación.
En el momento en que entramos en la ciudad nos rodeó una gran cantidad de gente, pero Atanarico no pareció preocuparse por ello. Se dirigió directamente a la villa, se detuvo y pronunció un pequeño discurso en lengua gótica. Oí su nombre y el mío, pero poco más. Salieron de la villa algunas personas, pero volvieron a entrar. Montado en su caballo, Atanarico esperaba.
—Hay algo que no te he dicho —me anunció de repente, volviéndose en la montura—. La señora Amalberga tiene unas servidoras que han estado atendiéndola, unas mujeres. No las desprecies demasiado. Aquí no hay médicos y todo el trabajo de enfermería, de comadronas y curanderas está a cargo de mujeres. Algunas de las curanderas tienen origen noble y son respetadas. No pienses que son esclavas.
Me sorprendí. Antes de que se me ocurriese contestar, las puertas de la villa se abrieron de nuevo y apareció un hombre seguido por un grupo de acompañantes armados. Era alto y delgado, muy rubio, con una barba casi blanca. Su nariz maciza estaba quemada por el sol y tenía unos ojos azul celeste que parecían de vidrio. Vestía un manto suntuoso bordeado de púrpura importada y alrededor del cuello lucía una cadena de oro. Con lo que costarían las piedras preciosas del pomo de su espada podría haberse mantenido toda la vida a una familia entera.
Atanarico se apeó de un salto.
—¡Mi excelente Fritigerno! —exclamó, y cuando se aproximaron, ambos hombres se abrazaron.
Fritigerno estaba contento de vernos. Cuando fui presentada me estrechó la mano y en un griego impecable me agradeció que hubiese acudido. Su querida esposa, dijo, estaba muy enferma. Sus servidoras pensaron al principio que se recuperaría, pero ya no estaban tan seguras. No imaginaba mayor dicha que contar con un médico romano para ella. Mi fama había llegado desde la orilla opuesta del río, había pensado en llamarme, pero no estaba seguro del modo en que lo tomarían los romanos. Y estaba muy agradecido porque su noble primo hubiera encontrado conveniente llevarme. ¿Me gustaría comer o beber algo antes de ver a la paciente, o prefería visitarla en seguida? Por un instante fijó la mirada en mí. Su expresión era inescrutable.
—Preferiría ver a la señora ahora mismo —respondí. Ya tendría tiempo de comer una vez iniciado el tratamiento.
Los ojos de Fritigerno parecieron oscurecerse, y me sonrió. Al parecer mi respuesta había sido la indicada. Con un gesto dirigido a dos de sus servidores, dio una brusca orden en gótico. Al retirarme, vi que Atanarico lo cogía del brazo y empezaba a hacerle preguntas.
La señora Amalberga estaba en una de las habitaciones más espaciosas de la parte trasera de la casa. Mi acompañante se detuvo frente a la puerta y llamó; desde el interior llegaban voces de mujeres que discutían en voz alta en lengua gótica. Al segundo golpe, una de las mujeres dijo algo y siguió discutiendo. Entramos.
Era un recinto magnífico, pero sucio. Había juncos sobre el mosaico del suelo, la colcha de brocado estaba manchada de sangre y junto a un recipiente lleno de vómito había una bacinilla, ambos cubiertos de moscas. En un rincón el bebé estaba en la cuna, dormido. Las dos mujeres que discutían se encontraban en el centro del recinto. Ambas eran de edad madura: una, menuda y morena, lucía un vestido sencillo de lana gris; la otra, alta y rubia, llevaba una hermosa capa azul y muchas alhajas. Amalberga yacía inmóvil en la gran cama, despierta pero extenuada. Era uno o dos años menor que yo, muy bella y muy rubia, y tenía una expresión suave. Estaba muy pálida y sus ojos brillaban de fiebre. Tenía los brazos pálidos cubiertos de sanguijuelas que le chupaban la sangre.
La mujer menuda y morena se dirigió a gritos a mis acompañantes y ellas gritaron a su vez, señalándome. Hice una vaga reverencia a la mujer morena.
—Soy Caritón de Éfeso —dije lentamente en latín—, médico del campamento de Noviduno. Me ha traído el excelente Atanarico para asistir a la señora Amalberga.
Se produjo una gran conmoción. La mujer menuda y morena gritó a los hombres, y éstos respondieron en su lenguaje bárbaro. La mujer enjoyada me miró atónita, se ruborizó y luego me preguntó, excusándose en latín, si era verdad que yo era un eunuco (pues no hay eunucos entre los godos). Cuando respondí afirmativamente, dijo que era impropio que un hombre tocase a la señora Amalberga. Más tarde supe que la idea de un eunuco le parecía totalmente ridícula, y que desde el primer momento estuvo convencida de que yo era una mujer.
Inesperadamente, Amalberga intervino.
—Si puedes ayudarme —dijo con voz firme y en un griego impecable—, te lo agradeceré.
—Haré lo que pueda —contesté.
Pasé a examinarla. La mujer menuda hizo el ademán de detenerme, pero Amalberga se lo impidió con dos palabras bruscas. Tuvo que conformarse con empujar a mi acompañante fuera del cuarto. Proseguí con el examen.
Con gran alivio comprobé que no estaba gravemente enferma. De haberlo estado, no podría haber hecho mucho. Tenía fiebre y algo de dolor, pero no tenía nada de lo cual no pudiese reponerse. Había perdido mucha sangre, y la curandera, la que llevaba tantas joyas, había insistido en imitar a los romanos y hacerle una sangría, con lo cual la había debilitado más aún. La mujer morena, una comadrona, tenía el sentido común de rechazar aquel procedimiento, y la disputa entre ambas tenía su origen en este desacuerdo.
Saqué todas las sanguijuelas, y le expliqué a la curandera que los romanos que sangraban mucho al paciente eran charlatanes ignorantes. Con todo, traté de obrar con tacto y elogié su moderación al emplear las sanguijuelas en lugar del cuchillo.
Me escuchó atentamente, adoptando una actitud más avergonzada que enfadada. Más tarde descubrí que, como muchos godos de buena cuna, tenía una profunda admiración por todo lo romano. Probablemente no habría probado las sangrías para reducir la fiebre si no hubiese creído que era una práctica romana. Era exagerado el respeto que mostraba ante mis palabras por ser yo un médico romano, más aún, importado del otro extremo del imperio. La comadrona hablaba solamente en gótico, pero le agradó ver que se quitaban las sanguijuelas.
Suministré a mi enferma agua con miel y opio: una cantidad mínima en una esponja, pues había tenido vómitos. Después indiqué a las otras dos mujeres que la moviesen y la limpiasen con agua hervida y una solución especial. No permitieron que lo hiciera yo misma. ¡Ningún hombre, aunque fuese eunuco, podía tocar las partes íntimas de la esposa del señor Fritigerno! Le apliqué algunas compresas tibias para aliviar el dolor e indiqué a las esclavas que limpiasen el cuarto. En aquel momento, el opio comenzaba ya a surtir algún efecto y le di el resto de la dosis mezclada con oximiel. Por efecto de la dosis anterior, las compresas y las sábanas limpias, Amalberga pudo retener la medicación y a los pocos minutos se durmió. Estaba muy cansada, pues como el dolor la mantenía despierta no había podido descansar desde el parto, hacía de eso una semana.
Las otras mujeres estaban encantadas de verla sumida en un reposo tan apacible y me elogiaron efusivamente. Descubrieron que yo no había comido y ordenaron a las esclavas que trajeran algo. En seguida, la curandera me interrogó acerca del opio y el resto de mis elementos médicos. Estábamos hablando de ellos y del uso de hierbas cuando Fritigerno y Atanarico llamaron a la puerta. Estaba yo con un trozo de pan en una mano y una caja de brionia seca en la otra, pero los dejé a un lado y me levanté de un salto, cosa que también hicieron las demás mujeres. Acto seguido, abrieron la puerta, mientras hablaban nerviosamente en gótico y a la vez se instaban a callar unas a otras.
Fritigerno entró sin hacer ruido y se detuvo a contemplar a su esposa, plácidamente dormida, con el pelo rubio esparcido sobre la almohada. Junto a la cama le tomó una mano y la besó, acariciando luego su cabello. Luego fue a mirar al bebé, que acababa de despertar y hacía ruidos contra el colchón. Por último, me miró. Sin decir una palabra, cogió la cadena de oro que le rodeaba el cuello y me la entregó. Volvió a mirar a su mujer un instante y se fue en silencio.
—Ama muchísimo a la señora Amalberga —me dijo Atanarico cuando volvíamos a caballo tres días más tarde—. Por lo que a él respecta, te has ganado no sólo esa alhaja de oro, sino además su amistad para el resto de su vida. Supongo que ella seguirá mejorando.
—Con toda certeza —dije.
Todo lo que necesitaba Amalberga era reposo y una alimentación sensata con muchos líquidos. No se lo había dicho a Fritigerno, pero la verdadera causa de su enfermedad eran sus servidoras. Cuando me despidió, estaba ya sentada y con ganas de amamantar a su hijo. También ella había preguntado si era verdad que yo era un eunuco. Cuando le contesté de manera afirmativa, me contó que, según opinión de la comadrona, en realidad yo era mujer.
—No —precisé—. Entre los romanos, las mujeres no estudian medicina.
Al oír esto, Amalberga frunció el ceño y me miró algo sorprendida; luego sonrió.
—De modo que hay un aspecto en el que nuestras costumbres son superiores a las vuestras.
Me reí y repuse que muchos lo considerarían así.
—En ese caso, Caritón, agradezco tu asistencia a una extranjera como yo. Te ruego que aceptes esto como expresión de mi gratitud —dijo, y me dio un anillo con perlas. Le señalé que su marido había sido ya muy generoso—. Déjame, entonces, ser generosa a mi vez —insistió con una sonrisa.
Le puntualicé que me sentía recompensada ya por su recuperación, pero acepté el anillo.
—No es necesario preocuparse por ella —dije a Atanarico—, y esa curandera, Areagni, tiene bastante sentido común cuando no trata de imitar a Janto. No creo que vuelva a hacer sangrías. Es una lástima que no sepa leer. Me gustaría prestarle mi Hipócrates.
Atanarico rio de buena gana.
—Pensé que te ofendería la sola idea de que las mujeres estudiasen medicina.
—¿Cómo has llegado a pensar eso? —respondí antes de darme cuenta de que estaba aventurándome en terreno peligroso—. Hay muchas comadronas en territorios romanos y gran parte de ellas son mujeres sensatas y competentes —me apresuré a señalar—. En conjunto, hacen menos daño que los charlatanes como Janto. Con la debida formación hipocrática podrían ser tan diestras como cualquier otro médico.
—En otros términos, ¿el poder de Hipócrates es tal que podría llegar a hacer un médico de una mujer?
—Algo así —respondí—. Sí.
—Idólatra —comentó Atanarico—. Bien, es bueno que hayas conocido a la curandera. Es más probable que vuelvan a llamarte si cuentas con la simpatía de Areagni.
—¿Todavía tienes que espiar?
Atanarico se pasó una mano por el pelo.
—No estaba espiando —aclaró—, sino celebrando una consulta con Fritigerno. No necesitaré ya de excusas cuando vuelva otra vez. —Al dejar caer la mano me miró atentamente por unos instantes a la vez que sonreía—. Si te cuento de qué hablamos, ¿me prometes que guardarás silencio?
—Desde luego —respondí, sorprendida de que me hablara de aquello.
—Hay una nueva raza de hombres llegados del noreste, más allá de las tierras de los alanos. No construyen casas ni ponen la mano sobre un arado, pero viven en carromatos como los alanos y pasan la mayor parte de su vida montados a caballo. No tienen ley ni religión, son inconstantes con sus aliados, pero tienen mucha avidez de oro y de los bienes de sus vecinos y en la lucha son muy crueles. Los llaman los hunos, y hay miles y miles de ellos. Han derrotado ya a los godos greutungos y el rey Atanarico ha conducido a los tervingos contra ellos, y… ha sido derrotado. Han devastado el sector norte de la Dacia goda y causan la ruina de mucha gente. Dicen que es inútil oponerse a ellos y que el único recurso es… huir. El problema es hacia dónde deben ir los fugitivos. Están atrapados entre el río y los hunos, con los sármatas al oeste y el mar Negro al este. El rey Atanarico ha fortificado sus fronteras, pero incluso él habla abiertamente de invadir Sarmacia y apoderarse de la tierra si fallan las defensas. En cambio, Fritigerno tiene otra idea. —Atanarico sonrió y sus manos tiraron tanto de las riendas que su caballo corveteó nerviosamente. Era evidente que la idea lo entusiasmaba—. Fritigerno quiere llevar a los tervingos a Tracia.
Contuve el aliento.
—¿Invadir? ¿Él te dijo eso?
Atanarico negó con la cabeza y luego la echó hacia atrás, lanzando una carcajada.
—¿Fritigerno luchar contra Roma? ¡Ama a Roma! Tienes que haberlo notado. No, quiere suplicar a su sacra majestad que reciba a los tervingos como estado federado dentro del imperio y que les dé algunas de las tierras de Tracia actualmente desiertas. De esta manera, el emperador podría cobrar impuestos sobre estas tierras y contar con una fuente de reclutas godos para sus ejércitos. —Atanarico volvió a sonreírme—. Fritigerno me preguntó si creía que al emperador le agradaría ese plan, a lo que no contesté abiertamente que lo acogería con júbilo sino que me limité a decirle que lo presentaría al maestro de los oficios y que le haría llegar la respuesta en cuanto pudiera. En todo caso, estoy seguro de que el emperador estará encantado.
—¿Y qué hay del rey Atanarico? —pregunté—. ¿Estaría de acuerdo en ser vasallo de Roma?
—Ni soñarlo —respondió Atanarico riendo y haciendo un gesto displicente con la mano—. Esto es idea de Fritigerno, quien va a tratar por todos los medios de mantenerla en secreto, ya que quiere dirigir a la mayor parte de gente a la hora de cruzar el Danubio y convertirse en rey del estado vasallo. Mirando su casa, no creerías que tiene tanto poder, ¿verdad? Parece más bien un terrateniente común. Pues bien, es capaz de reunir hasta mil hombres armados en el plazo de unos pocos días. Es muy probable que cruce el río el año próximo por estas fechas.
Nos quedamos un rato en silencio. La boca de Atanarico dibujaba una sonrisa y sus ojos brillaban. Imaginé a los godos cruzando el río, acampando en los eriales de Tracia, pagando impuestos a los emperadores, y de pronto esa idea me inquietó. No podía haber dos poderes en el Estado; y si el emperador representaba uno, ¿qué lugar quedaba para un rey godo?
—¿Querrán vivir como godos? —pregunté a Atanarico—. Ya sé que admiran a Roma, pero es más fácil hacerlo a distancia que cuando se está bajo el dominio de las águilas imperiales.
—¡Claro que quieren vivir como romanos! —exclamó Atanarico visiblemente molesto.
Sólo entonces caí en la cuenta de que la intención de los godos de trasladarse a Tracia le encantaba. Estaba claro; era lo que había hecho su padre y aquello para lo que él mismo había sido educado. Quizás Atanarico sentía que cuando llegaran los otros, él estaría como en casa.
—Los miras desde este otro lado del Danubio y piensas «nobles bárbaros», ¿verdad? Pues no hay nada noble en la forma que tienen de vivir. Casi siempre están en guerra (los nobles entre ellos, los tervingos contra los greutungos, los godos contra los sarmacios, y todos ellos contra nosotros). Viven con la espada en la mano y siguen la ley del más fuerte. Sebastián llama ignorante a Lupicino por no haber leído a Homero; Fritigerno no sabe leer siquiera su propio nombre. ¿Dónde estaría tu Hipócrates si no hubiera libros? Totalmente olvidado, y tú trabajarías como Janto, a partir de lo que hubieras aprendido de tu padre. Tú miras a Roma y ves una fuerza que mató a tus amigos de Alejandría; ellos miran a Roma y ven una potencia que gobierna el mundo mediante la ley, la paz y el conocimiento. Desde Armenia a Bretaña, desde África al Rin, dos lenguas comunes y mil años de civilización. Y aquí estamos, un eunuco griego de Amida y Éfeso, y el hijo de un príncipe godo y una señora de Iliria, con distintos idiomas, costumbres, religiones… y ambos romanos. Esto es más fuerte que todas nuestras diferencias. Esto mantiene la paz. ¿Por qué no habrían de amar a Roma los tervingos y vivir felices bajo el dominio romano?
Fui incapaz de responder. Estaba contemplando su cara y escuchando su voz, y las palabras no parecían importar ya. Un brillo extraordinario refulgía en sus ojos y hablaba rápidamente con ese ritmo cortante del griego, lanzando sus palabras con el mismo brillante aplomo con que cabalgaba sus animales. Sentí un nudo en la garganta.
—¿Qué sucede? —preguntó Atanarico de repente, interrumpiendo su entusiasmo con un tono de preocupación.
—Nada —respondí—. Espero que estés en lo cierto. ¿Cuándo llegaremos al Danubio? No soy un huno y no estoy habituado a vivir a caballo.
Atanarico se echó a reír y yo me concentré en cabalgar. No era verdad, desde luego, que no sucediera nada. Podría haber examinado mis síntomas uno por uno, pero siguiendo una autoridad distinta de Hipócrates.
Pero las palabras se me quiebran en la lengua,
sobre mi piel corren dulces llamaradas.
No veo nada, y me zumban los oídos.
Con violencia me agita un sudor frío.
Más pálido que la hierba me vuelve mi fiebre.
Junto a la muerte me lleva tu presencia.
¡Ay, Jesús Santo! ¿Por qué habría de pasarme esto ahora? ¿Por qué tenía que sucederme? No debo permitirlo. No puede llegar a nada y ni siquiera confío en Atanarico. No del todo. Y no renunciaría a la medicina por él, aunque me quisiera, pero no me querría, ya que en todo este tiempo me ha conocido como Caritón. Dios mío, ¿cuándo comenzó a suceder esto? Sabía que crecía en mí desde hacía mucho, pero fue sólo al sentir en todo mi cuerpo la fuerza de aquel sentimiento cuando tuve que admitirlo ante mí misma, en un instante. Estaba enamorada.
Con toda inocencia me había creído enamorada de Teógenes y había creído que la mezcla de afecto y pesar que había sentido por él era lo peor que me cabía temer del «deseo, tirano de los dioses y los hombres». Descubrí mi error. No había soñado con él para despertarme bañada en sudor y pasar el resto de la noche ardiendo y mordiéndome las uñas y sintiendo que me ruborizaba sólo con oír sus pasos. Claro que tendría que haber rehuido a Atanarico como a una serpiente venenosa. Nada podría surgir de aquella pasión sino el descubrimiento de mi identidad y la deshonra. No podía pensar en el matrimonio. Su padre aspiraba a casarlo con una rica heredera y nadie se casaría con una médica del ejército. Mi anhelo me producía vahídos y llegaba a imaginar que me aproximaba a Atanarico en secreto para decirle: «En realidad, no soy un eunuco. Me llamo Caris, no Caritón. Soy joven aún, y solían encontrarme bonita. ¡Ven a mi cama y guarda el secreto, por favor!». Pero ¿a qué conduciría esto? Atanarico en particular no se inclinaría a guardarlo. Formularía un número cada vez mayor de preguntas, lo descubriría todo y seguramente me enviaría de regreso junto a Torión. Y aun cuando no lo hiciera, ¿se consumiría la pasión al satisfacerse el deseo o bien aumentaría para encadenarme a Atanarico con ataduras invisibles? O, lo que era peor, con lazos visibles. Suponía que era capaz de quedarme embarazada como cualquier otra mujer. Hipócrates afirma que las mujeres sanas y acostumbradas a trabajar duramente conciben con más facilidad que las de físico delicado. Yo conocía ciertas drogas con propiedades que impedían la concepción, pero dudaba que fuesen eficaces durante mucho tiempo. Como los afrodisíacos, esas sustancias tienden a ser poco fiables. Esto podría colocarme en una situación difícil: quedar deshonrada frente a todo el mundo si tenía un hijo, o administrarme algún purgante para provocarme un aborto, quebrantando mi juramento y arriesgando mi vida. No, era imposible. Tenía que rehuirlo, simplemente, y hacer todo lo posible por quitármelo de la cabeza.
No tenía fuerzas. Quería verlo. Hablaba conmigo misma para disuadirme de esta pasión. ¿Por qué, después de todo, habría de amar a Atanarico? En verdad era bien nacido e inteligente, y tenía un espléndido aspecto como jinete, pero ¿era todo esto tan inusual? Sebastián era más apuesto y más culto, pero, aunque lo encontraba realmente atractivo, era evidente que no me quitaba el sueño. ¿Por qué habría de quitármelo Atanarico?
No funcionó. Sólo descubrí más motivos para amarlo: haciéndome reír, poniéndose de lo más jactancioso cuando era objeto de antipatía, quedándose con el pulgar metido en el cinto de la espada y el sol brillando en su pelo rubio, con su amplia sonrisa. Pero aparte de esto había algo más fuerte. Diría que una pasión tan intensa como la mía debía de tener raíces más profundas. Nacimiento y educación, rango y responsabilidades, no lo eran todo en él, como ocurre en casi todos nosotros. Yo intuía que las normas que regían su vida eran de su propia elección y que la elección era la acertada, que era libre, que el mundo podría desintegrarse en pedazos en torno de él mientras galopaba a través del caos, siempre él mismo, único, indefinible. Me maldije por razonar de aquel modo y traté de desecharlo. Pero fui incapaz de desechar estos pensamientos.
En realidad, insistía en invitarlo cada vez que visitaba el fuerte, diciéndole, como había hecho Sebastián, que echaba de menos la compañía de hombres educados y que estaba ansioso por recibir noticias. Habitualmente aceptaba mis invitaciones. Como a la sazón estaba la mayor parte del tiempo en nuestra región, lo veía muy a menudo. Sabía que me apreciaba, y que mi destreza le inspiraba respeto a pesar de sus muchas burlas, y respetaba asimismo lo que llamaba mi honradez. Naturalmente yo tenía que actuar con prudencia para que no se me notase lo que sentía. Si él llegaba a sospechar algo, sabía que no volvería a verlo. No era el tipo de hombre al que le atrajesen los jóvenes ni los eunucos. De haberlo sido, no estaría yo enamorada de él.
Así, yo le decía: «Ven a comer si dispones de tiempo la próxima vez que cruces el río». Iba y me encontraba aún en el hospital, fingiendo haber olvidado la invitación. Entonces me disculpaba, me lavaba y lo llevaba a mi casa a una cena civilizada en la que recibía noticias del imperio y yo le daba por lo menos una clase hipocrática. Por último, se retiraba para volver a cruzar el río, o bien para dirigirse a la comandancia, mientras yo me daba mi baño frío y me mordía las uñas, a punto de llorar de frustración. Mi único consuelo, bien pobre, era que semejante pasión se desvaneciera con el tiempo, y llegara a convertirse en un sentimiento común de amistad.
Algo que facilitó las cosas fue que aquel año hubiese tantas noticias para analizar. El Augusto Valentiniano, emperador de Occidente, murió al finalizar el otoño, en Brigetio, en la diócesis de Iliria, donde había estado preparando una campaña contra los bárbaros cuados. Había gobernado el mundo durante cerca de doce años, y era mayor que su hermano, a quien había hecho nombrar. La noticia cayó sobre las tropas como un rayo. Al parecer, murió de apoplejía, indignado ante la insolencia de algunos enviados de los cuados, y no contó con un médico que lo asistiese sin pérdida de tiempo. Tuve que hablar de la apoplejía con todo Noviduno. Mucho tiempo antes había nombrado a su hijo Graciano en calidad de Augusto, pero el muchacho tenía sólo dieciocho años y estaba lejos, en la Galia, cuando murió su padre. Se temía que uno de los generales ilirios tratase de reclamar el purpurado inmediatamente. El que estaba en particular bajo sospecha era el padre de Sebastián, conde de Iliria, que gozaba de gran popularidad entre los soldados. El jefe de las tropas del interior, Merobaudes, mantuvo en secreto la noticia de la muerte tanto tiempo como pudo y envió a Sebastián padre en una falsa misión a Mursa, a centenares de millas de distancia. Luego reclamó al otro hijo del emperador y allí mismo lo proclamó Augusto para asegurar la sucesión en la casa de Valentiniano. El niño tenía sólo cuatro años y vivía en la región con su madre. Sebastián se indignó muchísimo.
—¡Mi padre es un hombre leal y honrado y ahora es como si Merobaudes lo hubiese acusado de traición! —nos dijo a Atanarico y a mí una noche.
Ambos estaban de visita en Noviduno, Atanarico en su camino hacia el río y Sebastián en una inspección de las tropas. Sebastián nos había invitado a comer. Habitualmente, me invitaba cuando estaba en el campamento, y también a Atanarico siempre que se encontraban. Era muy sociable.
—Hay quienes han sido nombrados emperadores contra su voluntad —dijo Atanarico, tratando de calmarlo—. A las tropas les gusta la presencia de un emperador, como todos sabemos. ¿Y si hubiesen aclamado a tu padre? ¿Qué habrías hecho? No habría podido convencer a Graciano Augusto de que no lo planeó. Se habría visto obligado a retener el título sólo para conservar la vida y, de todas maneras, es más que probable que la hubiera perdido al finalizar una costosa guerra.
Sebastián murmuró algo y luego dijo:
—Merobaudes podría haberle dicho que le preocupaba algo como esto. Mi padre habría tomado sus propias medidas para evitarlo, habría ido a alguna parte por su propia iniciativa. De este modo no tendría ahora una mancha en su reputación. ¡Y nombrar Augusto a ese niño! ¡Valentiniano Segundo! ¿Qué hará?, ¿declarar la guerra a los alamanes a menos que le entreguen todos sus juguetes? ¡Ése es el caballito de balancín de su sacra majestad!
Atanarico suspiró.
—Ahora él es el Augusto y tenemos que callarnos la boca. Nunca da buen resultado mofarse de un emperador. Amigo mío, nadie ha acusado de nada a tu amadísimo padre. Conserva su cargo, la confianza del nuevo emperador y su prestigio entre las tropas.
—¡Lo merece! —dijo Sebastián, aunque ya recobraba la calma.
Aquella primavera estalló otra revuelta a lo largo de la frontera que enfureció a Sebastián. En forma repentina se le arrebató al padre de su amigo Teodosio el mando en África, donde se había destacado al precio de mucha sangre; lo ejecutaron sin juicio previo en Cartago. Nadie conocía el motivo. No se formuló oficialmente ningún cargo y Teodosio hijo fue autorizado a conservar sus bienes, aunque también lo relevaron del mando. Los hombres decían que lo habían condenado por brujería, pero Sebastián rechazaba tal teoría.
—Sí, es verdad que el conde era sanguinario —me dijo cuando volvió a Noviduno—, pero era un hombre honrado y nunca habría consultado los oráculos.
—Tal vez se haya debido a su nombre —comenté.
—¿Su nombre? —repitió Sebastián, irritado—. ¿Qué quieres decir?
—Hace unos años, un grupo de conspiradores recibió un oráculo en el que se predecía quién habría de suceder al Augusto.
—Decía que lo sucedería un Teodoro. Todo el mundo lo sabe.
Negué con la cabeza.
—Los conspiradores preguntaron quién sucedería a Valente y se leyó como respuesta TEOD. Dijeron entonces Teodoro y no preguntaron nada más. Podía interpretarse como Teodoro, o Teodoto, o Teódulo… o Teodosio. Quizá no le agradó a Valente ver a alguien con un nombre así en una posición tan eminente y envió entonces a Graciano un mensaje sobre él.
Sebastián se inquietó, pero agitó la cabeza a su vez.
—No puedo creer que se ejecute a un hombre como el conde Teodosio por un motivo como éste. A pesar de que ese maldito oráculo haya matado a mucha gente. Dicen que nuestro señor Augusto Valente lo toma muy en serio. También predecía la ruina para él.
—¿Qué? —No conocía esa parte del oráculo y me quedé mirando sorprendida a Sebastián.
—«La profunda ira de Tisífono provoca un sino maligno cuando Ares se enfurece en el valle de Mimas». Eso es lo que se supone que dijo, de todos modos. Dicen que su sacra majestad tiene miedo de visitar cualquier lugar de Asia. Creo que hay allí una montaña llamada Mimas.
—Sí, cerca de Eritrea. Pero yo no confiaría en un oráculo. Aun cuando contenga algo de verdad, con toda certeza lo han presentado en términos engañosos. Como el hombre al que predijeron su muerte en Alejandría y pasó el resto de su vida evitando la gran ciudad, sólo para morir en un puesto de avanzada en una aldea minúscula del mismo nombre.
—Los oráculos son engañosos, es verdad. ¡Dios Inmortal, ojalá no hubiesen formulado nunca éste! Espero que ya lo hayan olvidado.
Aquella primavera recibí también noticias de Torión. Me enviaba cartas llenas de júbilo desde su nuevo puesto como asesor del conde de Antioquía. Tenía esperanzas de conseguir un nuevo ascenso, esta vez como gobernador.
El prefecto Modesto me odia, pero el maestro de los oficios es mi amigo. He cumplido ahora dos términos como asesor y la semana pasada vi a su ilustrísima en el hipódromo. Nunca imaginé que los carros de papá sirviesen para algo, pero cuando conversé con Euterio descubrí que le entusiasman las carreras. No quise perder la oportunidad y le regalé los mejores caballos bayos de papá. Se quedó encantado y me invitó a comer. Durante la cena me preguntó con gran interés cuáles eran mis perspectivas y comentó que le parecía un joven capaz y que estaba perdiendo el tiempo en asesorías, que debería tener una provincia. Le expliqué que me sentía muy capaz de gobernar una, siempre que no fuese demasiado extensa. Entonces se rio y me dijo que vería lo que podría hacer. Nombré una provincia en particular, pero no te diré cuál por si acaso no la obtengo, aunque tengo fe. Es posible ganar dinero con las asesorías, pero para reparar los daños de nuestras propiedades necesito ser gobernador. Hablando de daños, ¿te has enterado de que el bruto de Festino va a obtener una provincia en Tracia? Mesia, creo. Espero que se muera allá.
Guardé la carta en el fondo de mi mesa de escribir. No tenía tiempo de responder en aquel momento. Estaba trabajando mucho. La peste que asolaba el oeste amenazaba con propagarse entre nuestras tropas y siempre me llamaban a la región que estaba río arriba o bien a la orilla opuesta. Fritigerno había decidido enviar a por mí a sus colaboradores cada vez que enfermaba alguien gravemente en su casa o en la de algún amigo. Generalmente acudía. En aquel momento contaba con varios asistentes más o menos fiables. Podía entonces estar segura de que mis pacientes del hospital estarían bien atendidos en mi ausencia. Había autorizado a Arbecio a copiar todos mis tratados, y su inteligencia natural le había permitido absorberlos todos y dirigir el hospital tan bien como yo. Tenía además un estudiante, un godo llamado Edico. Era el sobrino de la curandera Areagni y había atravesado el río expresamente para hacer su aprendizaje conmigo. Era un joven alto y rubio, muy listo y capaz, pero desgraciadamente analfabeto, de modo que era inútil indicarle que buscase algo en Dioscórides. Tenía que explicárselo todo yo misma. Dispuse que uno de mis asistentes le enseñase las letras, pero Edico lo encontraba una tarea lenta, aunque tenía inteligencia suficiente para preparar un medicamento o entablillar un brazo.
Además de esos dos colegas, varios de mis asistentes podían ya suministrar las medicinas básicas. Janto estaba aún presente, pero tenía poco que hacer, salvo dirigirme miradas furiosas. Diocles, a pesar de las prohibiciones de Sebastián, continuaba viajando cada vez más a menudo a Istrópolis. Sin embargo, no me gustaba la idea de pasar mucho tiempo entre los godos. Había ido a tratar romanos y nunca me agradó que Diocles tuviera tantos pacientes privados. Me preocupaba que se creyese que yo obraba así por codicia, ya que los nobles godos eran muy generosos por considerar las dádivas grandes como prueba de alto rango, y yo las recibía en cantidades que a veces sumaban varias veces el monto de mi salario. El dinero era bienvenido. No es fácil mantener a dos esclavos, una vaca, varios pollos y un caballo con un salario de médico, pero era más de lo que yo necesitaba y no quería dar un mal ejemplo a mis colegas. Comencé a negarme a atender a pacientes godos cuando estaban a más de medio día de viaje, a menos que se tratase de un caso verdaderamente excepcional, y con la intervención de Atanarico.
Aun así, a medida que avanzaba la primavera acabé cruzando el río al menos una vez cada quince días, y normalmente cada semana. Por entonces, muchos godos del norte del país se habían trasladado al sur, siguiendo el curso del río, y se disponían ansiosamente a pasar a Tracia tan pronto los romanos se lo permitieran. Huían de los hunos. Muchos no tenían dinero, ya que habían perdido todas sus posesiones a manos de los invasores; algunos estaban heridos o presentaban viejas heridas infectadas. Acampaban cerca del río, donde pescaban, buscaban bayas silvestres o recorrían el territorio pidiendo comida. Fritigerno intentó distribuir alimentos que había recogido de los godos del sur que no habían sido afectados por las invasiones, pero no había suficiente para todos. Debilitados como estaban por el largo viaje y el hambre, entre esos refugiados procedentes del norte las enfermedades eran moneda corriente. Fritigerno quería que le aconsejara sobre cómo controlar la propagación de las plagas, y Sebastián estaba dispuesto a ayudarme: no deseaba que las enfermedades cruzaran el río. Así que fui y volví con bastante frecuencia al tiempo que trataba de que mis esclavos me enseñaran algo de gótico.
Hacia finales de mayo, cuando Diocles regresaba de Istrópolis remontando el delta, su embarcación chocó con un tronco sumergido y se destrozó. Otro barco rescató a los pasajeros, pero Diocles volvió a Noviduno con el pecho congestionado y tiritando. Cayó en cama y nunca volvió a levantarse. El agua, o bien algo que contrajo en el río, se había depositado en sus pulmones. Cuando sucedió esto, yo estaba en la orilla opuesta disponiendo el tratamiento de casos de peste. A mi regreso encontré a Diocles asistido en su casa por Janto. Nunca había sentido simpatía por él, pero lo visité para interesarme por su estado de salud y ofrecer mi ayuda en su tratamiento. Ambos clavaron sus ojos cargados de odio y Janto me ordenó que me retirase.
Obedecí, no sin pedirle antes que no abusara de las sangrías y del eléboro. Pensaba, equivocadamente quizá, que en este caso no cabía otra cosa que suplicar. No podía imponerle a un colega un tratamiento que detestaba ni retirar un paciente de manos de un amigo para ponerlo en las del enemigo.
Naturalmente, Janto hizo caso omiso de mi consejo. Cuando Diocles murió, una semana más tarde, lo habían sangrado hasta la última gota. Janto era por lo menos consecuente, pues aplicaba los mismos métodos abominables sobre sus amigos y sobre los pacientes que no conocía. Supongo que unos pocos sobrevivieron a dichos métodos por lo que Janto estaba convencido de que eran válidos. Sin embargo, de la muerte de Diocles me culpó a mí.
Apenas me había enterado de la muerte de Diocles, Valerio requirió mi presencia en la comandancia. Seguía sin caerle bien, pero le impresionaba profundamente mi labor en el hospital, y me trataba con sumo respeto.
—Mm… estimadísimo Caritón —me dijo desde el escritorio ante el que estaba sentado con un papel en la mano—. Lo siento muchísimo, pero mm… tu colega, el muy respetado Janto te ha acusado de hechicería.
Me quedé mirándolo. Fue por la disección, pensé, pero ¿por qué ha esperado tanto?
—¿Qué dice que he hecho? —pregunté con cautela.
Valerio frunció los labios en un gesto desdeñoso y levantó el papel.
—Dice aquí que en una ocasión viniste a visitar al infortunado Diocles y empeoró inmediatamente después de esa visita. Añade que, después de la muerte de Diocles, una inspección de tu cuarto reveló que tenías una pata de conejo envuelta en una tela debajo del arcón de la ropa. Dice que recurriendo a la hechicería has mutilado el cuerpo de varios animales y aun el de un hombre, y que es de conocimiento común que eres un brujo y efectúas tus curas recurriendo a la hechicería. Manifiesta que presentará el caso a las cortes provinciales de Tomi, y solicita que te detenga y allane tu morada en busca de pruebas de tus prácticas. Espero que no te importe que vayamos a hacer este allanamiento. Estoy seguro, estimado Caritón, que todo esto es un disparate, pero no quiero que me acusen de negligencia en el cumplimiento de mi deber frente al gobernador.
Me bastó observar el nerviosismo reflejado en el rostro de Valerio para saber que no estaba completamente seguro de que fuera un disparate, y que esperaba que me negase al allanamiento, por lo menos hasta que tuviese tiempo de retirar cualquier prueba de mis prácticas de hechicería. Durante un minuto no dije nada, mientras trataba de dominar mi consternación y pensaba en algo.
—¿Puede acusarme Janto ante el gobernador? —pregunté por fin—. Yo creía que se requería un tribunal militar.
—¡Ah! Janto no es militar y tú tampoco. Podría recurrir a un tribunal militar, pero no está obligado a hacerlo.
Sebastián habría formado parte de un posible tribunal militar, y por lo tanto estaba claro que Janto haría todo lo posible para evitar comparecer ante él.
—Puedes registrar mi casa. —Estoy segura de que mi voz expresaba mi enfado, porque Valerio se inquietó—. Permíteme controlar el allanamiento para asegurarme de que no destruyes nada. Pero primero quiero hablar con Janto.
Janto estaba en su casa. Cuando llamé a la puerta, un esclavo la abrió y al verme allí volvió a cerrarla. Llamé otra vez, y al cabo de un minuto se abrió y apareció Janto. Después de hacer la señal contra el mal de ojo permaneció allí, mirando con odio el borde de la puerta.
—¡No seas ridículo! Ábrela y habla conmigo —dije—. Me cuentan que me acusas de hechicería. No tienes ninguna prueba. Sé que me odias, pero no soy culpable y no podrás probar que lo soy. ¿Por qué no te ahorras y me ahorras a mí los gastos y las molestias de un tribunal provincial?
Janto escupió.
—¿Crees que puedes engañarme? Sé que mataste a Diocles con tus fórmulas mágicas y quiero que mueras antes de que me mates a mí también. Y todo Noviduno sabe que eres un brujo. No me costará nada probarlo.
—¡Eres tú quien asesinó a Diocles con tus sangrías y tu eléboro! —exclamé con furia—. ¡Hacerme comparecer ante el tribunal sólo servirá para probar tu propia ineptitud!
Janto exhibió una sonrisa hostil y agitó la cabeza.
—No lo creo —replicó—. ¡Te veré en el potro, Caritón! Y ahora, ¡vete de mi casa! —exclamó, y cerró la puerta.
Di algunos golpes más, pero nadie respondió.
Cuando volví a casa me esperaban algunos soldados y el escriba de Valerio para registrarla, y Suerido y Redagunda estaban junto a la puerta, muy nerviosos. Redagunda estaba embarazada. Tanto ella como Suerido daban por sentado que viviendo en la casa bajo el mismo amo, tenían que dormir juntos. Sus susurros y sus risitas me habían molestado especialmente por estar yo misma enamorada, pero cuando los vi acurrucados juntos en el zaguán, me sentí conmovida. Si se daba crédito a la acusación de Janto, los torturarían.
Las tropas examinaron mis pertenencias con grandes muestras de respeto y el escriba confeccionó una lista de todo lo que encontraron. Mi corsé despertó cierta curiosidad.
—¿Qué es esto? —preguntó el soldado que lo encontró.
—Es un vendaje para costillas rotas —respondí sin parpadear y el escriba anotó: «vendaje tam. gr.» en su tablilla, donde había incluido ya otros vendajes más pequeños.
Desde luego, no había nada directamente comprometedor. Me había preocupado la posibilidad de que Janto ocultase algún objeto extraño, pero habría sido difícil, pues uno u otro de mis esclavos estaba siempre en casa. Sin embargo, a medida que avanzaba la inspección me di cuenta con malestar de la gran cantidad de drogas tóxicas que guardaba en mi casa. El envenenamiento es el acompañamiento natural de la hechicería. Y era verdad que mis papiros eran textos médicos, pero recordé la reacción de un soldado en Alejandría al ver la ilustración en mi Galeno. Un gobernador o asesor que examinase la lista del escriba pensaría tal vez que había allí algo que exigía una investigación más detenida, sobre todo si Janto recitaba muchas de sus anécdotas sobre magia y convocaba a testigos para probar la creencia de que yo hacía hechicería. Era bastante probable que torturasen a mis esclavos e incluso que me torturasen a mí cuando ellos declarasen. «¡Jesús Santo! —pensé—. ¿Otra vez?»
Pero Tracia no era lo mismo que Alejandría. Aquí tenía poderosos amigos. Seguramente Sebastián podría arreglar las cosas con el gobernador, aparte de la influencia que pudiera también tener Atanarico. Lo esencial era conseguir el rechazo de los cargos en la audiencia preliminar antes de que se pusiese en marcha la investigación judicial y se intentara arrancar confesiones a todos. En aquel momento, Sebastián estaba en la costa opuesta. Atanarico no tardaría en regresar desde allí. Hablaría con ambos para conseguir su ayuda.
Los hombres se fueron tras disculparse por la intromisión. Suerido y Redagunda me miraban con angustia. Les habían informado del objeto del allanamiento y temían por lo que pudiera significar para ellos. Con una sonrisa les dije:
—No temáis. Soy inocente, y el gobernador lo comprobará en la primera audiencia. El duque y el señor Atanarico nos protegerán.
Los dos respiraron aliviados. El duque era la autoridad máxima en Escitia en cuanto a ellos se refería, y Atanarico era un hombre de incomparable prestigio, como godo y como romano. Con su protección teníamos que sentirnos seguros. Llenos de confianza se retiraron a proseguir sus tareas. Yo me fui a mi cuarto. Ojalá me hubiese sentido tan tranquila como ellos.
Inmediatamente después del funeral de Diocles, Janto partió hacia Tomi para presentar su acusación al tribunal provincial. Seguramente había gastado mucho en sobornos, pues la audiencia preliminar estaba fijada para finales de junio, es decir, dos meses después. Desde el punto de vista legal, para entonces deberían ya haberme detenido y encarcelado, por ser el asesinato mediante artes mágicas un hecho criminal grave, pero los tribunales civiles no tienen autoridad para hacer cumplir una medida dentro de una jurisdicción militar. Llegaron dos funcionarios de Tomi y conversaron con Valerio y conmigo. Cuando les prometí presentarme a la audiencia, partieron llenos de alivio por haber obtenido esa colaboración.
Sebastián se puso furioso cuando le conté lo sucedido. Lo primero que hizo fue hacer comparecer a Janto y amenazarlo con expulsarlo de inmediato a menos que retirase la acusación. Janto se negó a hacerlo. Yo había asesinado a Diocles, según él, y lo mataría a él también si no me hacía ejecutar antes.
—¡Maldito hombre! —me dijo Sebastián—. Tendría que haberlo despedido tan pronto como llegaste aquí.
Me había invitado a comer en la comandancia para analizar el caso, pero estaba demasiado enfadado para comer. Por unos instantes permaneció de pie junto a la ventana, con aire malhumorado. Luego apuró su copa de vino y se quedó mirando el fondo vacío.
—Nunca creí que su maldad y su envidia lo llevasen tan lejos. Creí que actuaría movido por el propio interés.
—Está realmente convencido de lo que dice —manifesté con desaliento—. Puede ser, incluso, que tema por su vida. Me odia lo suficiente para creer cualquier cosa. Con él he obrado muy torpemente.
Sebastián gruñó algo.
—Es un carnicero y un incompetente. Si me hace perder tus servicios lo azotaré yo mismo. ¡Perder al mejor médico de la frontera por culpa del delirio de un matasanos loco!
—No me has perdido —le dije. Cada palabra suya aumentaba mi temor—. Al menos por ahora. ¿No puedes hacer algo para protegerme?
Sebastián se encogió de hombros.
—Tendrás que ir a Tomi. Me gustaría poder sugerirte que no hagas caso de la acusación, pero la hechicería es un delito muy grave. Si no te absuelven públicamente, te verás perjudicado más tarde y eso podría afectarme a mí también si te protegiese. Sería diferente si hubieses degollado a Diocles. Podría ordenar al gobernador que agarrara la acusación y la arrojara al fondo del mar Negro, ya que no toleraría que uno de mis hombres fuera juzgado por un civil ignorante. No, tendrás que ir a Tomi.
Cuando volvió a la mesa, Sebastián se sirvió más vino, y cuando levantó la mirada, vi la aflicción que sentía.
—Creo que te salvarás —dijo—. Esta noche escribiré al gobernador y le diré que el cargo es frívolo, malicioso e infundado. Además te acompañaré a Tomi, lo que tendría que ser suficiente para que el gobernador no te encuentre culpable. Si dependiese del gobernador actual, podría garantizarte un fallo enteramente a tu favor en la primera audiencia, pero se espera que su sucesor llegue aproximadamente en la fecha de esta primera audiencia y no sé quién será. Aun en ese caso, te absolverán. A los gobernadores no les agrada ofender a un duque del ejército, especialmente cuando tiene un padre poderoso. El único peligro es que el nuevo gobernador sea un ambicioso con ganas de hacerse un nombre atacando a los enemigos del emperador. A los hombres de esta clase les encantan los casos de hechicería. ¿Sabes algo sobre el amuleto mágico que, según dicen, Janto encontró en el cuarto de Diocles?
Negué con un movimiento de cabeza.
—Ni siquiera sé si tiene por fin maldecir a alguien o bien darle buena suerte. Tampoco sé si pertenecía a Diocles o alguien lo puso allí, o Janto lo urdió en apoyo de su acusación. En los escritos de Hipócrates no figura nada sobre amuletos mágicos.
—Entonces, no podemos probar nada. Bien, tenemos que conformarnos con amedrentar al gobernador con la majestad de las fuerzas escitas.
Finalmente tanto Sebastián como Atanarico me acompañaron a Tomi. Por entonces se había cumplido la predicción del segundo: los godos comenzaban a atravesar el río en dirección a Tracia. Sin embargo, no entrarían en Escitia. Las autoridades imperiales habían decidido desplazarlos río arriba, hacia la provincia vecina de Mesia. Los campamentos repletos de gente de la margen opuesta del río que se hallaban frente a Noviduno se habían vaciado, y sus ocupantes se alejaron para cruzar hacia Mesia, desde donde los llevarían a las tierras no cultivadas del centro de la diócesis. Al emperador y su corte les entusiasmaba la idea de establecer una colonia goda en Tracia. La idea de que los godos pagasen impuestos por tierras hasta entonces áridas y proveyesen de hombres el ejército imperial era tan irresistible para el tesoro como para las fuerzas armadas. Atanarico había desempeñado un delicado papel en las negociaciones que tuvieron lugar entre el emperador y los tervingos, pero en aquel momento las cosas ya no estaban en sus manos y contaba con tiempo para echar una mano a un amigo en su juicio. Aunque señaló que me lo había advertido, estaba ansioso por ayudarme.
Por otra parte, cada día resultaba más claro que necesitaría esa ayuda. El nuevo gobernador no parecía ser el hombre que me convenía.
—Es joven, es todo lo que he oído —dijo Atanarico—. Obtuvo la gobernación en el último minuto maniobrando contra el otro candidato. Al parecer tiene mucho interés en ganar fama pronto.
—Haría bien en no apresurarse a ofender a nadie —terció Sebastián, aunque a pesar de todo se sentía tan aprensivo como yo.
Por entonces estaba tan acostumbrada a vivir cabalgando que ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de ir en barco a Tomi. Nos dirigimos a la capital provincial y Sebastián, como siempre, montó a la cabeza de una tropa de caballería, cosa que me alegró: es difícil sentirse débil y aterrada cuando se marcha a la cabeza de un grupo de soldados a caballo. Me alegré de esto. Pensábamos estar en Tomi unos pocos días antes de la audiencia para que Sebastián tuviese tiempo de influir sobre el gobernador. Nos llevó dos días enteros llegar allí. El segundo día, Atanarico se separó de nosotros y avanzó a la carrera utilizando el sistema de postas, para avisar a la gente de Sebastián que había en Tomi de que tuviese lista la residencia de éste. Al menos, fue el pretexto que dio. Yo sospecho que simplemente no sabía ya cómo cabalgar al trote.
Tomi, la capital provincial, es una ciudad grande para el nivel de otras de Tracia, aunque para el de las asiáticas o las egipcias es apenas una aldea. Goza de un buen emplazamiento sobre el mar Negro y mira al este, hacia el sol cuando nace, tiene una playa arenosa y un buen puerto. Como todas las ciudades de Tracia, está muy fortificada, y dispone de murallas hechas de la piedra clara de los alrededores. Al atardecer, cuando nos aproximamos a ella, tenía un aspecto alegre y espacioso. El mercado era bastante amplio y lo rodeaban la residencia del gobernador, los cuarteles de Sebastián, un templo pagano y un pórtico lleno de comercios. Salvo la iglesia, en la ciudad no había mucho más.
Atanarico estaba ya en su centro de operaciones, pues había llegado hacia mediodía. El personal tenía todo preparado para nosotros y nos fue posible desmontar e ir directamente a comer. Si bien la base de Sebastián era Tomi, no pasaba mucho tiempo allí. Era un jefe muy activo, y prefería supervisar sus tropas acampadas, y solucionar los problemas allá donde ocurrían. Conservaba, no obstante, sus esclavos personales y su amante, la muchacha que tocaba la flauta. Los tres nos instalamos a disfrutar de una comida excelente, a pesar de que yo estaba demasiado nerviosa para tener mucho apetito. Recordaba todo el tiempo la prisión de Alejandría. Llegó la muchacha con la flauta, pero Sebastián le indicó que se retirara.
—¡No es momento para divertirse, querida! —le dijo—. Más tarde, tal vez.
—Hicimos bien en venir ahora —señaló Atanarico cuando terminábamos la cena—. El gobernador ha llegado y ha adelantado tres días la fecha de la audiencia. Ahora está fijada para mañana.
—Sacra Majestas! —exclamó Sebastián—. ¿Por qué? ¡Ni siquiera hemos buscado un abogado! ¿Quién es? Quiero saberlo.
—No sé por qué lo ha hecho —dijo Atanarico—. Es compatriota tuyo, Caritón, como tú, de Éfeso. Se llama Teodoro.
Había estado bebiendo mi vino y al oír el nombre me atraganté. Tuve tal acceso de tos que casi derramé el resto de la copa sobre mi ropa.
—¿Lo conoces? —me preguntó Sebastián con curiosidad.
—¿Cuál es su nombre completo? —pregunté a Atanarico—. ¿Lo has conocido?
—Teodoro, hijo de Teodoro. Sí, me ha recibido en la prefectura. Es un hombre joven, moreno, de hombros anchos y dientes torcidos. Dijo que lamentaba que me desagradara el cambio de fecha, pero no creía que tuviese importancia.
Estallé en una carcajada y me llevó unos instantes callar. Los dos hombres me miraron con suspicacia.
—Tenía razón —dije por fin—. No habría sido necesario molestarse en venir a Tomi. Yo podría entrar mañana en esa corte vistiendo un manto bordado con símbolos mágicos y cantando un himno a Hermes Trismegisto y el gobernador me habría absuelto. ¡Dios Eterno! ¡Torión gobernador de Escitia! ¡Ay, Señor!
La expresión intrigada de Atanarico se disipó.
—Entre tus cosas en Alejandría había una carta de un tal Teodoro.
—Es el mismo Teodoro —dije.
Con una sonrisa, Atanarico dio una explicación a Sebastián.
—«Querido Caritón, deja de tratar a ese arzobispo peligroso y ven conmigo a Constantinopla. Maia estará encantada de verte». ¿De qué lo conoces? —Haciendo chascar los dedos se dio la propia respuesta—. Ahora lo recuerdo. Dijiste que eras el protegido de un tal Teodoro de Éfeso. Pero él escribía como si fueses miembro de su familia.
—Así es. En cierto modo, dependía de su preceptor. Crecimos juntos, estudiamos a Homero juntos. Me hizo aprender algo de latín para que lo ayudase con el plural de magister militum. Me escribió diciendo que esperaba obtener pronto una gobernación, pero no dijo dónde, por temor de no conseguirla. Supongo que quería sorprenderme.
—Pues lo ha conseguido —dijo Sebastián, sonriendo a su vez—. ¿Estás seguro de que te absolverá?
—Siento lástima por Janto —respondí.
—Bien. ¿Creéis que traería mala suerte llamar a Dafne para celebrar una fiesta antes del evento?
Llamó a Dafne y pidió otra jarra de vino, de modo que tuvimos la fiesta. En realidad fue bastante decorosa, pues estábamos sólo los cuatro, pero bebimos demasiado. Dafne cantó unas canciones cómicas y procaces, y finalmente Sebastián, dando traspiés, se retiró a la cama con ella, dejándonos a Atanarico y a mí el resto del vino.
—Tiene suerte —dijo Atanarico al ver a Sebastián.
No abrí la boca. Mi júbilo inicial se había disipado y comenzaba a preocuparme por mi entrevista con Torión. Escitia debía de ser la provincia que había mencionado al maestro de los oficios. Tampoco era raro que se la hubiesen concedido, pues es una provincia poco solicitada, no rica como las de Asia o las egipcias, ni prestigiosa como Siria o Bitinia. Torión la había solicitado pensando en mí, para tener la ocasión de discutir mi situación y persuadirme de que volviese a casa. ¿Qué pensaría cuando me viese?
—Me gustaría tener una muchacha como ésa —dijo Atanarico, mirando aún a Dafne—. Pero probablemente no podría quedarme con ella. Viajo demasiado. ¡Ah, las durezas de la vida de un agente! Supongo que no te has fijado en ella.
—He notado que canta bien —atiné a decir. Torión se borró de mis pensamientos como una piedra que cae al fondo del mar sin dejar el menor rastro. Mi mente era un espejo que no reflejaba nada, salvo a Atanarico—. Y es bonita.
—Sí que es bonita —replicó Atanarico. Apartó la mirada de la puerta y la fijó en mí un instante. Sus ojos azules brillaban a la luz de la lámpara—. Hay algo que siempre me he preguntado, Caritón. Vosotros los eunucos… Quiero decir… ¿Nunca has deseado a una mujer?
—No —respondí. Estaba agitada y me zumbaban los oídos—. A otros les sucede, a veces, quizá. No lo sé.
—Probablemente sea mejor así. —Atanarico se desperezó, listo para irse a dormir—. El deseo es un tormento.
—Sí —asentí vivamente, sin pensarlo.
Atanarico volvió a mirarme, sorprendido.
—¿Crees eso? ¿Caritón el médico, el perfecto filósofo, el dueño del desapego de los estoicos? Y acabas de decir… —Aquí calló, inesperadamente receloso—. Mujeres no. ¿Hombres, entonces?
—Uno —dije, y me mordí los labios.
—Probablemente un eunuco no puede evitarlo —comentó, pero con una expresión de rechazo—. Y seguramente eras un joven hermoso.
—No fue así. No sucedió nada.
Ante esta respuesta, la expresión de rechazo se transformó en otra, mezcla de regocijo y de comprensión.
—¿No te gustaban los muchachos? ¿Qué hiciste?
—Nada —respondí—. No dije una palabra, y él tampoco. Al final uno se repone de estas cosas. Ésa fue toda mi experiencia del deseo. No es mucha ¿verdad?
Atanarico rio.
—Pobre Caritón —dijo.
Agité la cabeza y repuse:
—Siempre queda Hipócrates.
Al día siguiente fuimos temprano al tribunal. Me puse mi mejor manto, el bordeado en rojo y verde. Sebastián invocó «la majestad de las armas escritas» y apareció ataviado con su armadura dorada y su manto corto carmesí, seguido por una escolta de doce hombres. Atanarico, por participar del espíritu de la ocasión, se puso una túnica limpia con un hermoso ribete, colgó el sello que representaba su licencia para utilizar las postas de una cadena de oro que le rodeaba el cuello, y marchó con su aire insolente y un pulgar enganchado como siempre en el cinto de su espada. Se me ocurrió que aunque el gobernador no quisiera favorecernos, aquel despliegue había influido en él.
La sala de audiencias estaba en la planta baja de la prefectura, directamente sobre el primero de los patios. La embellecían unas estatuas de la Justicia. Un altar para esta diosa había sido arrancado de una pared, condenado por ser demasiado pagano, dejando manchones desconchados de yeso. Los ujieres nos permitieron el acceso a Sebastián, a Atanarico y a mí, pero no a la guardia de Sebastián, excepto a dos de sus miembros, disculpándose por la falta de espacio. El edificio estaba ya lleno de ciudadanos de Tomi. Un juicio por hechicería siempre despierta interés, y además el pueblo tenía curiosidad por ver al nuevo gobernador.
Janto estaba ya allí vistiendo sus mejores ropas, acompañado por un grupo de personas de Noviduno, presumiblemente dispuestas a declarar que yo era un hechicero. Los ujieres me condujeron a un sector situado a la izquierda del estrado, detrás de una reja. Mis amigos se sentaron frente al tribunal. En los bancos no había sitio, pero los ujieres trajeron sillas y trataron de conseguir almohadones.
Torión entró puntualmente a la hora fijada en la clepsidra. Apenas había cambiado. Estaba algo más gordo, tenía la cara más redondeada y vestía con mayor esmero. Recordé que nunca conseguía alinear las rayas de su manto, mientras que ahora se desplegaban con la precisión que hubiese marcado una plomada. Antes de sentarse, sus ojos recorrían ya ansiosamente el recinto. Dos veces me miró y en seguida desvió la atención hacia otro lado. Al sentarse me miró de nuevo y yo le sonreí. Tenía los ojos muy abiertos y advertí que maldecía para sí.
Comenzó la audiencia. Janto había contratado a un abogado, un retórico gordo y viejo que pronunció un largo discurso sobre los méritos de su cliente y sobre mi maldad, depravación, impiedad, hipocresía y astucia. Torión me miraba todo el tiempo y agitaba la cabeza con asombro. Los ciudadanos murmuraban entre ellos y me observaban primero con curiosidad y luego, a medida que el abogado describía los cargos, con fascinada repugnancia. El viejo abogado formuló su lista de acusaciones y terminó exhibiendo la comprometedora pata de conejo con un gesto teatral. Susurros y aliento contenido por el horror. Janto sonreía. Sebastián parecía preocupado. El abogado terminó de hablar, hizo una reverencia al juez y se sentó.
—Bien —dijo Torión—. ¿Qué tiene que decir el acusado a todo esto? ¿Tienes aquí un protector, Caritón de Éfeso? —Pronunció mi nombre supuesto con cierta repugnancia y un aire de altivo desdén, como si no me hubiese visto nunca.
—Hablaré por mí mismo, señoría —respondí, y después de levantarme comencé a hablar. Describí el accidente de Diocles y el tratamiento que recibió de Janto, e insistí en mi total ignorancia de las artes mágicas—. Me formé en Alejandría y soy hipocrático tanto por educación como por inclinación. —Finalmente añadí—: Nosotros creemos que las enfermedades tienen causas naturales y curas naturales y estamos demasiado ocupados en su estudio como para prestar mucha atención a la magia. Además, juramos aplicar nuestro conocimiento para curar, no para hacer daño. Soy enteramente inocente de lo que se me acusa. —Volví a sentarme.
La gente de Tomi murmuraba, no del todo convencida, lanzándome miradas de horror y suspicacia.
Torión hizo un gesto afirmativo y se inclinó hacia delante.
—Según entiendo —dijo—, el acusador era el jefe médico de la fortaleza en Noviduno hasta la llegada del acusado. ¿Puede decirme alguien en qué consistía su tarea?
—¡Mi cliente ha practicado el arte de Apolo toda su vida! —dijo el abogado serenamente—. Como su padre antes que él, trataba sin temor a los enfermos, aliviando sus dolores, calmando…
—Sí, sí. Pero ¿qué tipo de trabajo hacía? —preguntó Torión—. ¿Hay testigos?
Sebastián se levantó lentamente.
—¡Su excelencia el nobilísimo Sebastián, duque de Escitia! —anunció el ujier.
—Excelencia —dijo Torión, dedicándole la sonrisa de sus dientes torcidos—, estoy encantado de conocer a una persona tan eminente. Me honra que hayas considerado apropiado venir a este tribunal.
Sebastián hizo un gesto displicente.
—¿Puedo declarar en nombre del acusado? —preguntó.
—Un caballero de tu alcurnia puede declarar en favor del diablo.
Sebastián comenzó a vituperar violentamente a Janto por torpe e incompetente y a elogiarme a mí.
—El año anterior a la llegada del estimadísimo Caritón, el hospital de Noviduno trató a ochenta y tres pacientes, de los cuales setenta y dos murieron. El año pasado trató a ciento cuarenta y ocho, de los cuales ciento dos se recuperaron. Además, el número de hombres enfermos de mis tropas ha disminuido en forma considerable. Valoro enormemente los servicios de Caritón. Es un médico excepcionalmente hábil y dedicado, y la cháchara sobre hechicería es un disparate. —Sebastián se sentó.
Torión asintió varias veces con un gesto a las palabras de Sebastián.
—Tuviste la bondad de decir lo mismo en una carta que escribiste a mi predecesor, excelencia —dijo cuando Sebastián terminó de hablar—. Bien, Janto, como jefe médico, efectuó un trabajo deficiente. Llega Caritón, lo reemplaza, y hace un buen trabajo. Este señor Diocles cae al Danubio, tiene neumonía, Janto lo trata y muere en seguida. Janto culpa al enemigo que lo suplantó.
—¡Eminencia! —exclamó el abogado. Janto se irguió boquiabierto, agitado.
—¡Calla! —le gritó Torión con impaciencia—. No puedes ocultar el hecho de que tu cliente tiene animadversión contra el acusado. ¿Tienes alguna prueba que relacione a Caritón con la muerte?
—Es un brujo —afirmó Janto, levantándose de un salto antes de que el abogado pudiese hablar. Aferrado a la reja como si fuese un arma que pensaba arrojarme, habló escupiendo las palabras, mirando a todos airadamente, desafiándolos a que lo llamasen embustero—. En la fortaleza todo el mundo lo sabe. Sus propios esclavos se jactan de ello. Obtiene sus curas por hechicería. Mutila cuerpos de animales, ¡y también de hombres! —Un murmullo exaltado recorrió los bancos—. ¡Tengo testigos que pueden corroborarlo! —La voz de Janto se elevaba a pesar de los esfuerzos del abogado por calmarlo y lograr que presentase sus pruebas con mayor eficacia—. ¡Alarico y Ursacio, aquí presentes, examinaron el cuerpo de un hombre, un soldado cortado por este mago castrado con algún fin de nigromancia! ¡Lo vi hacerlo con mis propios ojos y ellos pueden jurar que lo hizo!
Exclamaciones de horror. Ignoraba que Janto había conseguido algunos testigos de mi disección. Imaginaba que el encuentro sería entre él y yo. La evidencia no me favorecía.
Torión hizo caso omiso de ella.
—Pueden jurar, quizás, haber visto un cadáver con señales de haber sido objeto de cortes. Jurarás, como has dicho, que viste a tu colega diseccionando el cuerpo. ¿Era el cuerpo del muerto, Diocles? ¿No? ¿Cómo sabes, entonces, que los cortes no se efectuaron como parte de un procedimiento quirúrgico habitual? El acusado es un cirujano, supongo. ¡Muy bien, entonces! ¿Están dispuestos a jurar tus testigos que las señales de cortes que vieron eran nigrománticas, no efectuadas antes de la muerte en un intento de salvar la vida del paciente? —Los testigos dieron muestras de nerviosismo e incertidumbre y agitaron la cabeza.
—¡Yo lo vi cortar el cuerpo después de morir! —exclamó Janto—. ¡Lo cortó en un cuarto trasero del hospital de Noviduno, durante la noche, cuando pensaba que nadie lo vería! ¡Pero miré por el ojo de la cerradura y lo vi!
Más murmullos entre los bancos. Torión ordenó silencio levantando una mano.
—Aun cuando aceptase tu declaración de que los cortes tuvieron lugar después de la muerte y dado tu manifiesto odio contra el acusado, no veo por qué debo… ¿Puedes presentar alguna evidencia de que fue parte de una actividad nigromántica y no una disección médica de rutina? ¡Desde luego que estas disecciones existen! Cualquier hombre educado sabe que los médicos expertos suelen realizar esas operaciones para determinar cómo tratar enfermedades semejantes en el futuro. ¿Has leído a Galeno, o a Herófilo? ¿Qué? ¡Y eres médico! Puedo ver con claridad que eres tan inepto como afirma nuestro respetado duque. ¿Tienes alguna otra prueba?
—Todo el mundo sabe que es un brujo. Puedo llamar a testigos…
—Lo que dice todo el mundo no es evidencia. ¿Tienes pruebas de que haya hecho amuletos mágicos para alguien, o maldecido a alguien para que se ponga enfermo, o de que haya practicado la astrología? ¿No? Muy bien, queda cerrado el caso.
Tumulto en la sala. Torión levantó la voz y prosiguió:
—Y pido indemnización por daños a Janto, hijo de Policles, por formular un cargo malicioso y sin fundamento contra el excelentísimo Caritón. Asesor, ¿hay algún otro asunto para esta mañana? Bien, se levanta la audiencia hasta esta tarde.
Janto y su abogado empezaron a protestar. Janto lloraba, golpeando la reja con los puños. La multa impuesta por calumnias era considerable, y llevaba gastado ya mucho dinero en sobornos y en abogados. Las pérdidas lo arruinarían. Además, había perdido su puesto y era poco probable que obtuviese otro después de quedar marcado como inepto. Corrió hacia el estrado, dispuesto a pedir misericordia, pero Torión hizo una señal a los ujieres, que lo detuvieron. Lo siguió el abogado, mirando a Torión por encima del hombro. La concurrencia se levantó sin dejar de discutir ruidosamente. Torión, sentado en su sillón, con los dedos hundidos en su cinto, silbaba en voz baja. Al cruzarse nuestras miradas me dirigió una sonrisa.
El público se había retirado y Sebastián y Atanarico se levantaron para acercarse a Torión. Yo fui tras ellos.
—Estimado Teodoro —le dijo Sebastián estrechándole la mano—. No pierdes el tiempo.
Torión estrechó la mano de Sebastián con una amplia sonrisa.
—Bastantes discursos sin sentido tuve que escuchar cuando era asesor. No veo por qué tener que soportarlos ahora que soy gobernador. Además, creo que habría identificado a ese hombre como un embustero y un tramposo aun sin conocer el caso de antemano. Bien, supongo que Caritón les ha dicho que es un viejo amigo mío. Permítanme un instante —dijo.
Torión se acercó a mí y se detuvo, mirándome fijamente y agitando la cabeza con asombro.
—¡Por la gran Artemis! No te reconocía, Caritón. Eres tú, ¿verdad?
—Desde luego —respondí, y lo abracé. Después de responder con un abrazo fraternal, retrocedió un paso para volver a mirarme.
—¡Y con esas prendas, además! ¡Por el amor de Dios, pareces un bárbaro!
—Aquí hace frío durante el invierno.
—¡Tendrá que helar para que yo me decida a usar esa ropa! Sin dejar de pediros excusas, excelencias —dijo, mirando a Sebastián y a Atanarico, ambos con las mismas prendas—. Hay que acostumbrarse a ellas. Aunque lo diga yo, creo que el juicio ha ido bastante bien. No quería que fuese demasiado evidente mi amistad con Caritón. Ahora todo el mundo pensará que soy un hombre muy instruido. Eran Herófilo y Galeno quienes hicieron disecciones, ¿no, Caritón? ¿Realmente hiciste una disección, o ese tipo lo inventó? Si es cierto, fue algo muy estúpido. Nunca me he sorprendido tanto en mi vida como cuando supe que vendrías aquí por un juicio por brujería. Justamente estaba a punto de enviarte una carta, invitándote a visitarme, cuando el asesor me dice: «Pero señor, este mismo Caritón debe venir aquí la semana que viene». De todos modos, nos hemos librado del problema. Tendrás que venir a comer conmigo, así podemos hablar… si los eminentísimos nos disculpan. —Se volvió hacia Atanarico y Sebastián, aún sonriendo—: No he visto a mi amigo en cuatro años. Crecimos juntos.
—Eso nos ha dicho —dijo Sebastián. Parecía un poco desconcertado.
—Entonces nos disculparéis. No obstante, estoy encantado de conocerte, excelencia, y a ti, nobilísimo Atanarico. Tendrás que perdonarme: anoche no reconocí tu nombre. Lo recordé después de que hubieras partido. El ilustrísimo Euterio te mencionó, diciendo que podía confiar en tu ayuda si tenía algún problema con los godos. Tengo entendido que ahora se están desplazando a través del río, aunque no en esta provincia. Me complacería que me honraseis con vuestra estimadísima compañía en la cena, excelencias. Tengo mucho que aprender si he de hacer un buen trabajo aquí.
Sebastián y Atanarico se inclinaron y murmuraron que estarían encantados de acompañarnos en la cena. Torión respondió con una inclinación y se lo agradeció. Luego me arrastró afuera rápidamente, a la parte de atrás de la Prefectura, donde tenía su residencia. Uno de los escribas del tribunal nos seguía, pero tan pronto como cruzamos hacia la casa, Torión lo miró fijamente.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó. El escriba lo miró atónito y le alcanzó algunos papeles. Torión se los arrebató—. ¿Por qué me los muestras? —dijo, echándoles un vistazo—. Los miraré más tarde. —Se los devolvió bruscamente—. Quiero hablar con mi amigo y no quiero que me molesten —anunció en voz alta, mirando al escriba y a dos o tres esclavos de la Prefectura que habían ido tras él. Se inclinaron y se retiraron rápidamente—. Pero he invitado al duque Sebastián y al agente Atanarico a cenar. ¡Ocupaos de eso! —gritó a los esclavos que se alejaban, y éstos volvieron a inclinarse.
Torión me cogió del brazo.
—Aquí nunca respetan tu intimidad —me dijo, arrastrándome hacia el edificio—. ¡Por los Santos Apóstoles, Caritón, no sabía que tuvieras amigos tan poderosos! ¡Deberías haber visto la carta de Sebastián… y la del agente Atanarico! Según ellos, eres la reencarnación de Hipócrates. ¡No sabía qué pensar!
Subimos un piso por una escalera tallada cuyas paredes de yeso reflejaban paisajes marinos. Otro tramo más empinado con paredes y barandilla lisas nos condujo al sector de los criados.
—Comeremos con Maia. Nos espera —explicó Torión cuando llegó al final y se detuvo, un poco agitado—. Abajo es imposible tener intimidad, con gente entrando sin cesar. ¿Puedes mirar esto, mirar este otro documento, excelencia? ¡Su excelencia no verá a nadie hasta la tarde!
El último comentario se dirigió a una de las esclavas que salió de su cuarto para ver quién hablaba, tragó saliva, hizo una reverencia y entró de nuevo. Torión recorrió el corredor, se detuvo de forma tan brusca que choqué con él, y golpeó una puerta. Ésta se abrió al instante.
Torión era el mismo. Mi Maia había cambiado mucho. El pelo que recordaba rojizo era gris, y parecía más menuda y reseca como un trozo de cuero. Sus ojos pasaron por Torión para fijarse, muy abiertos, en los míos. Se fue hacia atrás para que pudiéramos pasar, cerró la puerta y echó el cerrojo.
—¡Querida mía! —murmuró mientras seguía mirándome.
—No la reconocí —le dijo Torión.
—¡Ay, mí pobre querida! —exclamó Maia, y me abrazó poniéndose de puntillas. ¿Había crecido yo tanto? ¿O ella había encogido?
—El juicio marchó perfectamente —le explicó Torión, y entró en el cuarto sin esperar a que Maia me soltase. Era bastante amplio, las paredes estaban pintadas de color anaranjado y había una cama, un triclinio y un taburete junto a una mesita cargada de golosinas. Torión se sentó en un extremo del triclinio y cogió un racimo de uvas de la mesita—. El hombre que formuló el cargo era la expresión misma del despecho y la envidia, y todos vieron cómo odiaba a Cantón. Y el honorable duque se presentó en persona con ese hombre, Atanarico, habló de lo maravillosa que es Caritón y de toda la gente a la que ha curado, y dijo que es el médico más inteligente a este otro lado de Alejandría. Debo reconocer algo, Caritón, y es que has hecho un trabajo magnífico con tu medicina. ¡Yo no sabía qué pensar!
Maia aún me tenía abrazada. Había apoyado una mano sobre mi mejilla y me miraba detenidamente. Entonces agitó la cabeza.
—¡Mi pobre querida! —volvió a decir—. ¡Y eras una muchacha tan bonita!
—¡Déjala tranquila ahora! —le dijo Torión—. Que busque su camino sola. Ven a sentarte. ¡Dios Eterno! ¡Lirones rellenos! ¡Realmente estás celebrando algún acontecimiento!
—Es por el reencuentro —dijo Maia apartándose de mí—. No tengo mucho en que gastar mi dinero, ¿no? Y no te gusta que lo dé todo a la Iglesia.
Me senté en el otro extremo del triclinio y Maia ocupó el taburete.
—¿Qué es esto del dinero? —pregunté.
—Es el sueldo de Maia —explicó Torión—. Como ama de llaves.
Miré a los dos.
—¡No me dijiste que la habías liberado!
—¿No? Pues la liberé. La heredé cuando papá murió e hice redactar los papeles de inmediato. Aunque no hay mucha diferencia. También liberé a Filoxeno y lo nombré capataz de la granja. ¿Te acuerdas de Filoxeno?
—Por supuesto. ¡Maia, qué alegría me da beber por tu libertad! Déjame brindar ya.
Maia sonrió sin parecer muy convencida, sirvió un poco del vino que había en una jarra, ya mezclado, y dijo:
—Aunque, como bien dice su excelencia el señor Teodoro, no hay mucha diferencia.
Me eché a reír. Había olvidado la afición de Maia por los títulos.
—Por mi Maia —brindé levantando mi copa—. ¡Por Elpis de Éfeso, una mujer libre!
Con una nueva sonrisa, Maia sirvió vino para ella y luego para Torión, con quien brindó.
Mientras comíamos los lirones rellenos, Torión conversaba, informándome sobre las propiedades en Éfeso, y sobre todos los esclavos y servidores de la casa, así como sobre sus amigos y sobre Constantinopla. Sabía que tarde o temprano el diálogo se centraría en mí. Intuí que sería difícil.
Maia me miraba en silencio, sin comer mucho. Tenía los ojos envejecidos, uno más que el otro. Parecían estar húmedos y advertí que se los frotaba de vez en cuando, como si le ardiesen. Hubo una pausa en la conversación, cuando Torión engulló otro lirón relleno y Maia notó que yo le miraba el ojo. Con una sonrisa me preguntó:
—¿Podrás darme un remedio?
—Estaba pensando en algo —le contesté, y era verdad.
—Estoy segura de que será eficaz —dijo serenamente—. Creo que debes de ser muy buena médica. ¿Y eres feliz, querida?
—Sí.
Me miró suspirando hondamente, sin dejar de examinarme con nostalgia.
—Quería que volvieras a casa. Quería verte casada.
—Lo sé. Ojalá… ojalá pudiese casarme y seguir ejerciendo mi arte. Pero no puedo. He tenido que elegir entre las dos cosas.
Maia asintió.
—Nunca creí que volverías. ¡Cuando abandonaste Éfeso le advertí a Torión que era para siempre! Me dijo que no fuese tonta.
—Y ahora me parecéis tontas las dos —intervino Torión—. No sé qué tiene de maravilloso este arte, pero en cierto modo estoy orgulloso de que haya ido tan bien, Caritón. Pero lo has aprendido, lo has practicado, y hace más de cinco años que te fuiste. No veo por qué no puedes volver ahora y casarte. Y no mantengas esa terquedad de mula. Has perdido un poco de tu belleza, pero no hay nada que unos meses de cuidados y un poco de maquillaje no puedan curar. Eres todavía bonita y bastante joven. Yo me ocuparé de que recibas la mitad de nuestra herencia como dote. Puedes casarte con quien quieras y poner tus propias condiciones. Hasta podrás jugar a médicos en tu casa. Sé que lo tenías planeado así. Bien, ¿qué problema hay? No está bien vivir sin una familia, fingiendo ante todo el mundo ser algo que no eres. ¿Lo saben tus propios esclavos? No, lo sospechaba. Es inútil. Y tienes dificultades, primero por el maldito arzobispo hereje, y ahora por esto.
—No era hereje —respondí con viveza.
—Entonces era un demagogo, primero agitando a la plebe y luego desafiando a las autoridades. Serás inteligente, pero nunca has tenido sentido común. No tendrías que haberlo asistido. ¡Y haber hecho disecciones! Era buscarse dificultades. Pensé en hacerte detener por este cargo y luego dejarte escapar de la prisión. Creí que entonces entrarías en razón, pero no quería que torturasen a tus esclavos. No me gusta. Por lo menos, desde que Festino torturó a Maia.
—Me moriría si tuviera que volver a ser una dama —dije—. No lo haré, Deja las cosas como están, por favor, Torión. No quiero discutir.
—¡Simplemente, no te comprendo!
—¿Cómo te sentirías si alguien te dijese que no es propio aceptar una gobernación, o una asesoría, o cualquier cargo, que no pudieses presentarte a un tribunal para asumir tu propia defensa, o que no fuese necesario tu consentimiento para tu matrimonio? ¿Que todo fuese dispuesto por otros y no por ti? ¿No harías todo lo posible por evitar semejante esclavitud?
—Sí, ¡pero yo soy hombre!
—¡Bien, ante los ojos del mundo ahora también yo lo soy! Tú estás acostumbrado a tu libertad y yo a la mía. Y te aseguro que amo el arte quizá más que tú el cargo de gobernador.
—Te dije, excelentísimo, que no sería bueno —dijo Maia.
Torión suspiró y me miró con preocupación.
—Estoy seguro de que no hay nadie en el mundo que tenga una hermana como tú. Muy bien, dejémoslo por ahora. Puede ser que un día te enamores y cambies de parecer. No hay nada como el amor para cambiar las ideas. Sólo espero que entonces no sea demasiado tarde.
Inclinada sobre su copa Maia sonrió.
—Caris querida —dijo—. Come algo más. No has comido como Dios manda.
—Estás delgada como un palo —dijo Torión con aspereza—. Chata y huesuda. ¿Qué haces en el hospital?
Me invadió una ola de alivio. Me había zafado de aquello con bastante facilidad. Además, nunca había esperado el apoyo tácito de Maia. Nunca había aprobado mi medicina en Éfeso. Les hablé a ambos del hospital.
—Hay algo que quiero saber —dijo Torión interrumpiendo mi relato sobre las dificultades con los medicamentos—. ¿Puedes saber de qué sexo será un bebé antes de que nazca?
La pregunta me desconcertó. Maia sonreía otra vez.
—Hipócrates dice que te lo indica la forma en que se coloca en el vientre. Pero en general los bebés se mueven mucho, de modo que no puedes estar del todo seguro. —Maia seguía sonriendo. Los miré a ambos con recelo—. ¿De quién es el bebé? —pregunté.
—Mío —respondió Torión con orgullo—. Espero que sea un varón. Podría nacer una mujer parecida a ti y crearme infinidad de dificultades.
Me quedé mirándolo atónita, preguntándome si había olvidado decirme que se había casado. No, yo lo habría advertido. Seguramente se trataba de una amante o concubina.
—Te felicito —le dije—. ¿Tiene madre esclava o libre?
—Libre —respondió muy satisfecho—. Es hija de un panadero de Nicomedia. La conocí en los tribunales. Le he dado una buena dote en propiedades, de modo que si alguna vez me caso, quedará en buena situación. Pero de momento no pienso casarme. Me costaría mucho tener que separarme de Melisa. —Torión calló, y su expresión era de alegría al pensar en su concubina, olvidando por un momento el mal comportamiento de su hermana—. Creemos que el bebé llegará en septiembre —dijo. No podía dejar de sonreír al pensar en él.
—Melisa es una muchacha dulce —añadió Maia, más entusiasmada aún que Torión ante la perspectiva del nacimiento de aquel niño. Siempre había ansiado ser como la abuela de los hijos que yo tuviese, pero uno de Torión, aunque fuese ilegítimo, era totalmente aceptable.
Bendije para mis adentros a aquella desconocida, Melisa, pues gracias a ella mi familia me daría menos trabajo.
—Espero, por ti, que sea varón. Si me presentas a Melisa haré lo que pueda para ver si puedo predecir el sexo del bebé, pero ninguno de los métodos es realmente fiable. Con todo, puedo recomendar otras cosas que la hagan sentirse más cómoda, si lo necesita. Si quieres, trataré de trasladarme desde Noviduno para asistirla en el parto.
Torión asintió sonriendo.
—Le dije a Melisa que acudiría a la mejor partera o al mejor médico de la provincia. Al parecer, eres el mejor médico. Y ya he pensado en llamar a mi hijo Caritón.