Una noche de aquella misma primavera, cuando acabábamos de volver de nuestras visitas y las mujeres preparaban la cena, llamaron a la puerta. Harpocratión fue a abrirla. Filón escuchaba, sentado a la mesa frente a mí. Había sido un largo día de trabajo. Nos habíamos separado porque yo tenía que asistir a otra disección en el museo. Cuando volví a reunirme con él, después de la comida, lo encontré curando las quemaduras y huesos rotos provocados por un incendio: demasiado ocupado para comer o beber. Toda la tarde había seguido al mismo ritmo. Su rostro tenía un color grisáceo. Sin embargo, los golpes en la puerta por la noche solían significar que alguien se había puesto enfermo inesperadamente.

—Lo atiendo yo. ¿Te fías de mí? —pregunté cuando Harpocratión hizo entrar al desconocido.

Filón murmuró algo y sonrió.

—Fiarme, sí —contestó—; pero veamos primero qué es.

Era una mujer con fiebre puerperal. El visitante era su marido, un hombre menudo, moreno y velludo, que llevaba una túnica de lino rota y muy sucia y una capa de pelo de camello. Recitó su historia en un tono monocorde muy rápido, moviendo los pies, eludiendo nuestra mirada, muy nervioso. Era arriero de mulas, según dijo. Muy pobre, tenía que partir de la ciudad al día siguiente con una reata de mulas, pues de lo contrario no tendría dinero para comprar alimentos. Hacía poco tiempo que vivía en la ciudad, razón por la cual no tenía ningún vale para recibir pan de la asistencia pública. Su mujer había dado a luz su primer hijo la semana anterior y al principio estaba muy bien, pero se había puesto muy, muy enferma. Después de haber entregado la mayor parte de sus ahorros a un sacerdote y el resto a un mago para que la sanase, la cura no había dado resultado. Ni él ni su mujer tenían familiares en la ciudad. Eran más o menos cristianos, es decir, miembros de alguna secta de gnósticos, y lo que realmente quería el hombre era internar a su mujer en el hospital. Desconfiaba de los médicos judíos y tenía menos fe en la tradición hipocrática que en las oraciones y recetas mágicas, pero había oído decir que Filón trataba a los enfermos por caridad y quería probar suerte.

Las complicaciones del parto son muy variadas y era imposible deducir del relato incoherente del hombre qué era lo que afligía a su mujer. «Está muy mal, está ardiendo», decía solamente, cuando le preguntábamos acerca de los síntomas. Filón hizo un gesto, sonrió y suspiró.

—Harán falta dos opiniones —dijo.

Fuimos juntos a visitarla. Por lo menos vivía bastante cerca: enfrente de los astilleros, después de cruzar la Vía de los Toldos.

Encontramos a la mujer tendida en una cama sucia, en una habitación muy pequeña del último piso de una casa de vecindad. Hacía calor y el lugar debía de haber sido un horno durante el día, pues estaba directamente bajo el tejado. El revoque de las paredes estaba resquebrajado y el suelo cubierto de un polvo blanquecino que también cubría los colores chillones de las figuras de terracota que representaban a Cristo y a la Sabiduría y que estaban detrás de la lámpara, en una pared. Cuando entramos, la mujer tenía a su hijo en brazos, que daba fuertes gritos y cuyos pañales estaban cubiertos de materia fecal. La madre lo mecía y le decía en voz muy alta algo incoherente, alternando las palabras con partes de canciones de cuna e himnos gnósticos que se entremezclaban con sus discursos en el vacío.

Filón levantó el bebé y me lo pasó. La mujer gritó e intentó quitármelo.

—Cálmate —le susurró Filón al tomarle el pulso—. Vamos a cambiarle los pañales. Ya verás… —dijo, y le entregó una almohada. Abrazada a ella, la mujer se reclinó en la cama.

Filón continuó su examen mientras yo me ocupaba del bebé. Estaba desesperadamente hambriento, además de extenuado, y lloraba porque la suciedad le había causado úlceras en las nalgas. Lo limpié, lo froté con lanolina y aceite de cedro y se lo entregué al padre, indicándole que lo meciese y le permitiese chuparse el dedo. No tardó en dormirse.

Con la madre no fue tan fácil. Tenía mucha fiebre, delirios y escalofríos. Había tenido vómitos, y en la orina había pequeñas cantidades de sangre. Se quejaba de tener mucha sed. Tenía unos diecisiete años. No había mucho que hacer y ambos estábamos seguros de que moriría, aunque nunca hay una certeza total. Como era joven y bastante fuerte, tal vez sobreviviría con un buen tratamiento y mucho reposo. La familia no tenía ropa limpia, pero hervimos agua y la lavamos, conviniendo con el marido en que intentaríamos internar a la mujer en un hospital. Por último, Filón indicó al padre que buscase a alguien para cuidar al niño.

—Seguramente tienes una vecina que está criando niños —le dijo—. Explícale la situación. No puede negarse a amamantarlo hasta que vuelvas a la ciudad.

El hombre murmuró algo y miró inquieto a su mujer. Filón le soltó con cierto tono de impaciencia:

—¡Tendrá más probabilidades de curarse si le permitimos descansar! Ahora no tiene leche. También morirá el bebé si no encuentras quien lo cuide.

Con un gesto obediente, el arriero se llevó al niño. En Éfeso casi seguro que un niño en estas condiciones habría corrido peligro de morir, pero los egipcios aman a los niños. Aun en su condición de forastero, el hombre encontraría seguramente alguien que amamantase a su hijo.

Filón se quedó para probar algunos medicamentos que bajaran la fiebre y mejoraran el estado general de la enferma y yo partí hacia el hospital. También decidí comprar pan y vino para Filón. Es difícil trabajar bien con el estómago vacío al cabo de un largo día.

La estrecha calle estaba oscura y desierta cuando me interné en ella. El hospital al que íbamos habitualmente estaba al oeste, cerca del promontorio de los faros que divide el Gran Puerto del de Eunostos. Me detuve en la puerta de la casa, dudando entre ir por la Vía de los Toldos o cortar camino por las calles secundarias que llevaban al puerto. En aquel momento, una fuerte ráfaga me trajo el rumor de algo que sonaba como una riña en el extremo este de los astilleros, cerca de la ciudad amurallada: cantos confusos, gritos, ruido de algo que caía. Me pregunté qué significaba. ¿Disputas religiosas o una simple riña callejera? Fuera lo que fuese, me permitió elegir mi camino para mantenerme alejada, es decir, de regreso por la Vía de los Toldos.

Corría por la calle, tratando de no mirar hacia atrás. Mi conocimiento de la ciudad sólo servía para que en las calles secundarias aumentase mi nerviosismo, especialmente de noche. En cambio, la Vía de los Toldos era segura. Podían robarte durante el día, pero no era probable una agresión física ni siquiera por la noche. Era una calle demasiado concurrida. Llegué a ella con un suspiro de alivio y reduje la velocidad, empezando a caminar a buen paso. En el lado opuesto de la calle, un grupo de juerguistas se desplazaba dando tumbos en busca de un prostíbulo, pero aparte de esto la calle estaba inusitadamente vacía, ocupada sólo por unos pocos gatos callejeros. Seguramente el alboroto retenía a la gente en su casa. Corrí hasta la plaza Soma, para a continuación coger la calle Soma en dirección al puerto. Desde los muelles llegaba algo más de ruido, pero no distinguí a nadie, salvo el reflejo de las antorchas en el agua y la luz de lámparas en las habitaciones de la parte alta de los muros de la fortaleza, que despedían un intenso brillo dorado en contraste con el cielo nocturno envuelto en neblina.

El hospital era un gran edificio de ladrillo grisáceo con tejas. Se extendía en torno de un patio abierto. El jardín tenía una fuente en el centro y tres largos corredores donde estaban los pacientes. En el cuarto lado del patio, la entrada, había un gran recinto utilizado por el personal. Era una habitación amplia cuyas paredes eran lisas y estaban enjalbegadas. Se abría sobre el jardín y siempre se podía entrar por allí. Los monjes comían, oraban y dormían allí, en esteras que arrollaban de noche contra las paredes. Cuando llegué, estaba brillantemente iluminado y repleto de gente; al parecer, había todos los colaboradores y sus hermanos; se hallaban de pie formando un círculo, conversando y rezando ruidosamente en copto. Nadie había respondido a mis golpes en la puerta, de modo que esperé allí tratando de atraer la atención de alguien. Poco después, un monje al que nunca había visto reparó en mi presencia, dejó de rezar y me lanzó una mirada furiosa mientras los otros me miraban a su vez con inquietud.

—¿Quién es ese idólatra? —preguntó el monje desconocido. Vestía una burda túnica de lana que le llegaba a los pies, y no tenía capa. Estaba descalzo, sin afeitar y muy sucio.

—Señor —le dije cortésmente—. Soy Caritón, ayudante de Filón el médico. He venido por un paciente. Los hermanos me conocen.

—Eres un eunuco —replicó el monje. Hablaba con el tono nasal y monótono característico del Alto Nilo—. ¡La herejía arriana, que niega al Hijo de Dios y recibe el apoyo de eunucos que por tener cuerpos estériles y almas vacías de virtud no pueden soportar la palabra hijo! ¿Qué vienes a hacer aquí entre los virtuosos, hijo de perdición?

«¡Dios mío! —pensé—. ¿Habrá muerto el arzobispo?»

—Señor —dije, al recordar que Filón recomendaba paciencia—. No soy arriano. Respeto la verdad tanto como tú. No soy eunuco por propia elección. Y he venido en nombre de una paciente, una mujer con fiebre puerperal. No tiene familia aquí, su esposo tiene que dejar la ciudad mañana para ganarse el pan y queríamos encomendarla al cuidado de vuestra caridad.

—No es arriano —dijo uno de los monjes que me conocían y llevaba el nombre de Marcos, como el evangelista—. Es ayudante del judío Filón, pero es un buen cristiano niceno.

—¿Un eunuco ayudando a un judío? —vociferó el monje—. ¡Un demonio ayudando al diablo! ¿Qué beneficio puede traer semejante asociación? ¡Viene a espiar a los fieles y les miente para ganarse su confianza y traicionarlos frente al gobernador o el duque de Egipto!

En ese punto hubo una gran conmoción. Todos los monjes se irguieron de un salto y me clavaron las miradas con los ojos fuera de las órbitas. De repente vi que el asunto era serio, no simple algarabía. Sentí miedo.

—Señor —repetí lentamente, tratando de no apartar las manos de mis costados—. He acudido en nombre de una paciente. Los hermanos de aquí me conocen. He venido otras veces a traer pacientes. Nunca por ningún otro motivo. Estás en un error, señor.

La furia se borró de los ojos de algunos monjes. Marcos hizo un gesto afirmativo.

—Es un buen médico —dijo el desconocido—. Él y su amo tratan a los enfermos sin cobrarles nada. No tenemos razones para creer que es nuestro enemigo.

—¡Es la sutileza del diablo! —gritó el monje desconocido—. Acabamos de oír que ese falso dios, el emperador de los herejes, quiere derrocar y exiliar a nuestro amo y señor, el obispo Atanasio, y nos reunimos para orar y decidir qué medidas tomar, y ¿qué sucede? ¡Un eunuco, un eunuco de la corte viene y se detiene a escucharnos, sin duda para regresar y contar todo lo que ha oído! ¡Es un espía!

No me moví. Sabía que por lo menos algunos me atacarían de inmediato. Como pude comprobar, estaban muy asustados. Me pregunté qué habrían estado discutiendo con tanta vehemencia en su idioma nativo, tal vez algo que podría significarles la pena de muerte. ¿Era verdad que el arzobispo iba a ser exiliado de nuevo? Recordé la lucha que había oído en los muelles. Cabía presumir que tenía que ver con el mismo rumor. Sin embargo, tenía que ser sólo un rumor. No había habido una proclama, pues, de haber sido así, me habría enterado por la mañana en el templo.

—No he oído nada —expliqué—, y no tengo la menor noticia de un destierro. Dudo, amigos, de que sea verdad. No soy espía. Y ni siquiera entiendo el copto. —Entonces callé, pero buscando desesperadamente algo más que decir.

El monje forastero escupió y gritó:

—¡Mentiras!

—No me creas entonces —repliqué, olvidando la paciencia que debía tener—. De todos modos es verdad. Y creo que estos hermanos sabrán más que tú, que eres forastero, ¿no?

Se oyó un rumor de pies en todo el recinto. Los monjes se miraron entre sí, a continuación al monje y por último a mí. Con todo, nadie se movió para agredirme. Aun así, dudaba que me matasen aunque me atacaran. Descubrir que en realidad era mujer, algo inevitable, los dejaría atónitos. La idea aumentó mi confianza.

—¿Dónde te has enterado de este destierro? —pregunté al monje, aprovechando el silencio antes de que volviese a acusarme—. En la ciudad no lo ha proclamado nadie.

—Hay movimientos de tropas en el Bajo Nilo —respondió el forastero dirigiéndome una mirada hostil—, pues dicen que tienen que mantener el orden en la ciudad porque se prevén tumultos. Como tú sabes, hijo de la perdición, he venido del Nilo para prevenir a mis hermanos sobre estas cosas. Verás, yo no temo nada de ti. ¡Soy Arcaf, servidor de Dios y del arzobispo, y cumpliré mi servicio hasta la muerte!

—Y estos hermanos presentes aquí —le dije con energía— también están al servicio de Dios y del arzobispo, y su cometido consiste en cuidar de los enfermos, tarea de la cual creo, Arcaf, que estás apartándolos con rumores no confirmados sobre movimientos de tropas. Mi paciente está verdaderamente enferma. Es muy joven, sufre, está sola y tiene un hijo que nadie cuida. ¿Y qué sucede con los demás enfermos que hay aquí, mientras nosotros nos dedicamos a gritar? ¡Pueden estar agonizando, sin que nadie se ocupe de ellos!

Al oír mis palabras, Marcos y algunos de los otros monjes manifestaron preocupación, pero Arcaf dijo:

—Si triunfan los herejes, morirán todos. Nos encarcelarán a todos, nos perseguirán a causa de nuestro ministerio, y los dejarán morir a todos. No escuchéis a esta criatura, hermanos, a este espía semihombre cuyas palabras quieren despertar la discordia entre nosotros. Un paciente de un judío y un eunuco tienen que ser herejes. No debéis aceptar pacientes de gente como ellos, pues se volverán, como perros, a morder las manos de quienes los curaron.

Al levantar el monje sus brazos escuálidos al cielo exhibió las cicatrices del látigo en sus hombros y antebrazos, y por primera vez advertí también los callos que las cadenas habían formado en sus muñecas. Los otros monjes que también las vieron lanzaron un suspiro quejumbroso.

—¡Recordad los castigos de Gregorio con haces de espinas! —gritó Arcaf—. ¡Recordad cómo Georgos torturó y azotó a los fieles! ¡Recordad las listas del prefecto Filagrio, hechas con los informes de sus espías, y los tormentos a que nos sometió cuando exiliaron a nuestro señor Atanasio!

Los monjes recordaron y comenzaron a desplazarse hacia mí.

—¡Apelo al arzobispo! —grité, levantando la voz para hacerme oír sobre el coro con que habían recibido las palabras de Arcaf. Obtuve resultados. Ante la mención de su venerado Atanasio, callaron todos—. Si realmente creéis que soy un espía —proseguí—, podéis informar a su santidad y hacerme expulsar de la ciudad. Entretanto, ¿habrá alguien, por favor, que cuide a los enfermos?

Durante un momento reinó el silencio. Todos me observaban con ojos que brillaban intensamente a la luz de las lámparas. Entonces oí una voz.

—Es una buena idea —declaró Marcos con tono firme—. Vayamos a ver a nuestro señor el arzobispo. Él nos dirá qué debemos hacer y si este rumor es cierto. Además, podrá indicarnos si está bien aceptar pacientes de un eunuco y un judío.

La aprobación general se manifestó mediante gritos y exclamaciones, y de repente todos me rodearon como si fuese su cautivo de guerra a quien quisieran conducir triunfalmente ante su jefe. Algunos encendieron antorchas, y Arcaf y unos cuantos entusiastas comenzaron a entonar un salmo. De modo que conocería al arzobispo. Por lo menos, pensé, era un hombre con poder y experiencia. Eso debía de significar que sería menos excitable que sus seguidores. Estaba segura de que me encontraría inocente en seguida y ordenaría a todos que se calmaran. Me habría gustado poder enviar un mensaje a Filón para contarle lo que sucedía. Temía que viniera al hospital si yo no regresaba pronto; y un judío correría peor suerte que un eunuco. No había nadie para llevar tal mensaje y tuve que conformarme con insistir en que alguien se quedase a atender a los enfermos. Unos cuantos monjes aceptaron la tarea y el resto partió después de empujarme al centro del grupo, agitando sus antorchas y cantando.

El palacio episcopal estaba junto al puerto de Eunostos, en el sector oeste de la ciudad, cerca de la Puerta de la Luna. Marchamos junto al borde del agua, dejando atrás la gran iglesia de Atanasio, atravesamos el canal de los barcos, por delante de la iglesia de Theonas, y en todas partes la gente salía para unirse a los monjes. El rumor se había difundido ya por la ciudad, y había un ambiente cargado de expectativas sangrientas. Trabajadores del puerto, empleados y campesinos sin tierra que subsistían con tareas esporádicas o asistencia pública se incorporaban a las filas agitando garrotes y cuchillos, batiendo palmas, cantando y gritando.

—¡Demos gracias al Señor, porque es bueno! —cantaban los monjes y la multitud respondía:

—¡Pues su misericordia es eterna!

—¡Más vale confiar en el Señor que confiar en el hombre!

—¡Pues su misericordia es eterna!

—¡Todas las naciones me atacaron, las destruiré!

—¡Pues su misericordia es eterna!

—¡Cayeron sobre mí como abejas y se apagaron como el fuego de los espinos, pues en el nombre del Señor las destruiré! ¡El Señor es mi fuerza y mi canto y mi salvación!

—¡Pues su misericordia es eterna!

Llegamos al palacio episcopal encabezando una multitud, una turba que bailaba junto al limite del puerto, cuyas antorchas se reflejaban en las pequeñas olas del mar. Allí, en el extremo más distante, había una explanada de barro maloliente donde estaban los barcos pesqueros, masas negras contra el resplandor oscuro del agua. El palacio episcopal era en realidad un edificio mucho más pequeño que la casa de mi padre, en el que casi no había nada que indicara la identidad de su propietario. Podría haber pasado frente a él sin advertir nada, pero la multitud sabía quién residía allí. Todos se detuvieron frente al palacio, saltando el muro bajo que separa la calle del mar, sacudiendo los pies en la explanada, golpeando los cascos de los barcos pesqueros, cantando y repitiendo estribillos.

Unos hombres con capas oscuras, sacerdotes o monjes, se acercaron a la puerta y nos observaron antes de volver a alejarse. Al cabo de un rato, un anciano menudo y moreno se acercó otra vez y se detuvo junto a la puerta, mientras la multitud gritaba «¡Atanasio!», «¡Atanasio!», hasta hacer temblar el suelo.

El arzobispo levantó las manos y todos callaron. Por unos instantes aquel silencio fue tan absoluto que podía oír el crepitar de las antorchas y el rumor de las olas en el puerto detrás de nosotros, el gran suspiro de aquella masa de gente y los latidos de mi propio corazón. Los monjes me empujaban y me sentí mareada. Además, llegaba el olor de las cloacas del puerto, de los cuerpos sucios, del sudor.

—Amados hermanos —dijo el arzobispo—. ¿Qué significa este tumulto?

Reinó otra vez el silencio y luego muchos se pusieron a gritar a la vez. El arzobispo volvió a levantar los brazos y fijó la mirada en los monjes del hospital.

Arcaf se adelantó de un salto y se prosternó delante de Atanasio.

—¡Santo Padre! —exclamó—. ¡Hemos oído que los impíos piensan privarnos de tu presencia y tenemos miedo!

—No temas —suspiró el arzobispo Atanasio. Su voz era clara y fuerte, de una potencia extraordinaria para un hombre tan pequeño y viejo. No titubeó ni perdió su claridad, como suele sucederle a muchos ancianos. Si uno hubiese cerrado los ojos, habría imaginado estar escuchando a un joven—. También yo he oído esos rumores, pero son falsos. El duque de Egipto trajo sus tropas a Alejandría para las fiestas de Pascua por temor a que hubiese desórdenes en el pueblo, pero no sucede nada más que esto. Le he preguntado al duque y tengo garantías de que no ocurrirá nada, pues según él, sus tropas no harán nada a menos que las turbas causen disturbios. Por lo tanto, os pido, hermanos míos, que volváis a casa y me dejéis descansar, ya que desórdenes como éstos no harán otra cosa que causar júbilo entre los impíos, que nos acusarán de crearlos.

La multitud gritó entonces a voz en cuello:

—¡Atanasio! ¡Señor de Egipto! ¡Generoso Nilo!

El canto se reanudó; esta vez, un salmo de victoria. Alguien comenzó los aplausos. Atanasio los saludó con un gesto y los despidió con una bendición. La mayoría de la gente empezó a dispersarse. Mi guardia de monjes iba de uno a otro lado, sin saber si insistir sobre el problema de atender pacientes tratados por un judío.

El arzobispo les resolvió el problema.

—¿Hay algo más, hermanos míos? —preguntó—. ¡Arcaf de Tebaida! No sabía que estabas en Alejandría.

El monje manifestó gran placer por ser reconocido.

—Encontramos a este eunuco en el hospital —dijo—. Creo que es un espía. Intenta introducir a sus pacientes entre los fieles.

Atanasio me miró y yo sostuve su mirada. Era un hombre pequeño, más bajo que yo y algo encorvado por la edad. Muy delgado, había perdido muchos dientes y vestía con sencillez la túnica gris del asceta. Si no hubiese existido la reacción de la multitud frente a él, nunca habría sospechado quién era. Tenía la barba rala y el pelo blanco, aunque sus ojos eran perfectamente claros: grandes y oscuros, como los de un ave, pero muy expresivos. Daba la sensación de que miraban profundamente y atravesaban la superficie llegando al corazón.

—¿Eres médico? —me preguntó.

—Estudiante, santidad —respondí—. Soy el ayudante de Filón el Judio. Tenemos una paciente, una mujer cristiana, a quien queríamos llevar a que la atendieran porque es pobre y su marido tiene que salir de la ciudad para ganarse el pan. Fui al hospital a solicitar esta ayuda, pero al parecer era un mal momento.

—¿Qué puede surgir de bueno de un judío y un eunuco? —preguntó Arcaf con vehemencia—. ¡Son espías que pretenden infiltrar a otros espías y herejes para vigilarnos!

—¿Hay algo que puedan espiar? —le preguntó Atanasio con una sonrisa seguida por un encogimiento de hombros—. Es difícil resolver estas cuestiones en el umbral de la puerta. Entrad, tú, Arcaf, y tú, Marcos… y tú, eunuco. El resto puede volver a su trabajo y orar por la paz. Esta primavera hay malestar en la ciudad, y necesitamos las oraciones de todos los hombres de bien.

Los monjes se dispersaron a regañadientes y yo entré con Arcaf y Marcos en el palacio episcopal.

Atanasio nos condujo por un vestíbulo y un pequeño patio hasta una sala de recepción, iluminada por varias lámparas de aceite. En una esquina había una mesa de escribir cubierta de rollos, y en la otra, un brasero. El suelo estaba teselado, pero sin configurar ningún mosaico; por lo demás, la habitación era totalmente insulsa.

El arzobispo se sentó con dificultad detrás de la mesa, volviendo la silla para mirarnos. Detrás de él se hallaban varios diáconos y otro monje. Aunque nos indicó con un gesto que nos pusiésemos cómodos, nadie se sentó. Todos permanecimos frente a él, muy atentos.

—Bien —dijo—. Os ruego, hermanos, que os expliquéis. Vosotros no estáis a favor de aceptar pacientes de un médico judío en el hospital, y creéis que el eunuco os espía.

Arcaf y Marcos comenzaron a hablar a la vez y luego callaron.

—Yo no confío en un eunuco que afirma ser estudiante de medicina —señaló Arcaf—. Son gente amante del lujo, como tú habrás observado, santidad. Y éste es extranjero y trabaja con un judío, aunque afirma ser cristiano. He llegado a la ciudad hace muy poco. Sólo sé lo que he dicho. Pero tú sabes, santidad, cuánto nos odian y cómo conspiran contra nosotros nuestros enemigos.

—Dios nos ha protegido y seguirá protegiéndonos —dijo Atanasio serenamente—. No creo que el emperador se mueva contra nosotros ahora, antes de mi muerte. Sin embargo, es verdad que ha enviado a hombres para vigilar a aquellos que como vosotros me apoyáis. Marcos, ¿conoces al eunuco?

Marcos vaciló.

—Es el ayudante de un tal Filón, médico judío. El año pasado aceptamos a varios pacientes recomendados por él. Algunos murieron, otros vivieron. Tanto Filón como él los han visitado con la mayor asiduidad, a pesar de que los atienden gratis. En verdad, si no fuese porque uno es judío y el otro un eunuco, yo diría que estos doctores son ambos hombres virtuosos.

—¿Tienes motivos para sospechar que los pacientes han sido espías?

—¿Los pacientes? No, seguro que no, santidad. Eran gente común de Alejandría, gente pobre.

—¿Ni judíos ni eunucos? Bien, bien. No veo mal alguno en recibir pacientes del diablo, siempre que sean cristianos y necesiten de la caridad. Mi hermano Arcaf es celoso y leal, pero en verdad me parece que su empeño lo ha llevado a exagerar un poco, ¿no? Eunuco… ¿Cómo te llamas? ¿Eres cristiano?

—Sí, santidad —respondí con sensación de alivio. Teníamos la palabra del mismo arzobispo para internar a nuestros pacientes en el hospital—. Soy Caritón, señor, de Éfeso, y cristiano niceno.

—¿Por qué estás trabajando con un judío? —Sus vivaces ojos de ave volvieron a clavarse en mí—. Por virtuoso que sea tu maestro, sorprende un poco ver a un eunuco de Éfeso, que además es un caballero cultivado, estudiando medicina con un judío de Alejandría. Se trata de algo que no puede menos que despertar sospechas a muchos que como Arcaf tienen razones para desconfiar.

Sonreí y me encogí de hombros, mientras en mi interior registraba la perspicacia del anciano. Sólo las pocas palabras que le dirigí habían bastado para que me identificase como un caballero. ¡Aquel acento cultivado con tanta diligencia por Isquiras y Maia!

—Cuando llegué a Alejandría traté de estudiar con varios médicos, pero no querían trabajar con un eunuco. Mi maestro Filón es un hombre generoso, señor, un auténtico hipocrático, y estoy muy satisfecho con la instrucción que recibo de él.

—¡Un auténtico hipocrático! ¡Y esto te importa más que el hecho de que no sea cristiano! Espero que su instrucción se limite al dominio médico y que tu fe cristiana no corra peligro.

No se me ocurrió una respuesta lo bastante rápida. Atanasio me miraba con expresión de burla contenida.

—Filón es un hombre virtuoso —dije por fin—. Jamás impondría su fe a nadie. Además, mantiene el juramento de Hipócrates hasta en sus menores detalles.

—Me alegro de saberlo —replicó Atanasio sin inmutarse—. ¿Qué jura exactamente en ese voto? ¿No espiar?

—«Sea lo que sea aquello que yo descubra y no deba revelar, no será revelado». Diría que en ello está incluido el espionaje.

—¿Y sus pacientes cristianos confían en él? Has hablado de un paciente que queréis internar en el hospital, ¿no?

—Los pacientes cristianos pueden confiar en él, santidad. En efecto, hay una mujer con fiebre puerperal que no tiene quien la cuide.

Atanasio calló un instante. Me miraba fijamente y de repente frunció el ceño. Arcaf lo notó, se movió y me dirigió una mirada de suspicacia y antipatía que fue advertida por Atanasio.

—No —dijo dirigiéndose al monje—. Estas completamente equivocado, hermano. No es nuestro enemigo. Mas Dios me ha revelado algo. Joven, tengo que hablar contigo a solas. Marcos, Arcaf, os ruego que desechéis el temor y la cólera y vayáis a ocuparos del paciente del muchacho. Rogad por nosotros, hermanos, como nosotros rogaremos por vosotros. —Ante el gesto con que los bendijo, los dos hombres lo miraron sorprendidos y, después de observarme con manifiesta curiosidad, se retiraron. Atanasio se dirigió a los otros presentes—. Dejadnos solos un momento —les ordenó—. Tengo que hablar a solas con este eunuco.

Los hombres salieron, pero no manifestaban sorpresa sino curiosidad, como si una revelación divina no tuviese nada de extraño, salvo su contenido, que los llevaba a muchas conjeturas. Yo me sentía incómoda. ¿Qué podía haberle revelado Dios? Habría preferido que Dios no interviniese. Atanasio tenía ya bastante poder sin la ayuda de nadie.

—Bien —dijo cuando quedamos solos—. ¿Cuál es tu verdadero nombre, muchacha?

—¿Qué? No comprendo.

Atanasio hizo un gesto de impaciencia.

—Comprendes perfectamente. Caritón… Es Caris, quizá. ¿Por qué estás vestida así y te haces pasar por eunuco?

Se me aflojaron las rodillas y se me resecó la boca. Por segunda vez, no atiné a decir nada. ¿Negarlo? ¿O bien admitirlo y suplicarle que no lo revelara?

—No tienes por qué temer —me advirtió—. Yo tengo mi propio juramento hipocrático. Lo que descubra y no deba revelar permanecerá en secreto.

—Sí —respondí tragando saliva—. Sí, es Caris. ¿Cómo lo sabías?

—Me lo ha revelado Dios. —Atanasio me miraba fijamente—. Es sorprendente ver a un eunuco bien educado estudiando medicina con un judío, pero más sorprendente todavía es encontrar a una mujer noble. ¿Por qué?

Volví a tragar saliva. ¿Le revelaba realmente Dios aquellas cosas, o todo provenía más bien de sus ojos agudos y objetivos?

—No quería casarme, pero sí estudiar medicina.

Más tarde habría de comprobar que ésta era una de las mejores cosas que podía haber dicho. El arzobispo Atanasio era un asceta. Consideraba el matrimonio un modo de vida inferior. La perfección era la castidad y la disciplina espiritual. Con frecuencia había apoyado a las mujeres contra sus propias familias, aunque ello le había acarreado una gran hostilidad. Sin embargo, no pensaba en tal cosa cuando hablé.

—Medicina —dijo, frunciendo levemente las cejas—. Vaya. Con todo, puede conducir a cosas más elevadas… ¿Está enterado alguien más?

—En Alejandría, nadie. Me ayudó mi hermano —respondí.

—¿Te ayudó a abandonar a tus padres, pero no a obtener un puesto de antemano con un médico prestigioso? Ya lo veo. Todas las circunstancias sospechosas tienen ahora explicación. Es una lástima que hayas tenido que participar en semejante farsa. He pensado a veces que se debería permitir a las monjas estudiar medicina… Pero no cabe ni mencionarlo entre los hombres doctos del museo. De vez en cuando admiten que una mujer pueda estudiar filosofía, pero ciencias, nunca. Aunque he conocido a varias monjas que habrían sido excelentes médicas. Y hubo una que… bien. ¿Eres realmente una cristiana nicena?

—Santidad, soy ignorante en materia de teología. Te respeto y creeré lo que tú creas.

—No me dirías esto si estuviera interrogándote sobre un tema de medicina. Quisiste decir que no te interesa la filosofía, ¿no? Bien, puede ser que te acerques a ella más adelante. Constituye el fondo de todo, de lo que uno cree acerca de Dios. Estudia el arte de curar, entonces, Caris de Éfeso. Te agradezco que hayas sido sincera conmigo.

Me quedé allí, consciente de mi tonto rubor. Minutos antes me había sentido como una estudiante del arte de curar. Ahora era una joven necia.

—¿No se lo dirás a nadie? —pregunté torpemente.

Atanasio se echó a reír.

—¿Por qué habría de hacerlo? No veo que hayas hecho nada que esté mal. Es la vanidad del mundo y la ambición de los hombres lo que obliga a las mujeres a casarse contra su voluntad. Además, el arte de curar es un arte noble, practicado por el mismo Jesús Nuestro Señor. Por último, son muy pocos los médicos que hoy en día toman sus votos con seriedad. Tal vez te pida ayuda algún día, Caris.

Nuestras miradas se cruzaron. La suya era directa, inquisidora. No, no había en ella nada que se pareciera a una amenaza de chantaje. A pesar de ello, Atanasio sabía que tenía poder sobre mí por saber quién era yo cuando los demás lo ignoraban. De modo que sabía que podía confiar en mí.

Le hice una profunda reverencia antes de hablar.

—Santidad, si llegaras a necesitar mi ayuda alguna vez, debes saber que soy tu servidora.

Atanasio rio otra vez.

—Lo sé perfectamente. Que Dios te bendiga, hija mía. —Después de hacer la señal de la Cruz añadió—: Dispondré que uno de mis sacerdotes te acompañe de regreso al hospital. Hay todavía agitación en la ciudad e incluso como eunuco podrías tener dificultades.

Cuando volví al hospital encontré a Filón instalando adecuadamente a nuestra enferma. Los monjes, incluido Arcaf, me miraron con gran respeto, como el protagonista de una revelación divina, y aquel respeto parecía afectar también a Filón. Al verme se sintió muy aliviado, pero al principio hablé sólo de la paciente. Le había dado una pequeña dosis de cicuta para bajar la fiebre, y genciana para cortar la hemorragia; por el momento dormía. Se había encontrado una nodriza que amamantara al bebé, pero Filón quería que se lo llevase a la madre por lo menos una vez al día para que le diera de mamar, evitando así el riesgo de contraer una mastitis además de la fiebre puerperal. Todos los monjes se mostraban bien dispuestos y con espíritu de colaboración, lo que nos permitió abandonar pronto el hospital y volver a casa.

—Gracias a Dios que estás a salvo —me dijo cuando íbamos por la calle—. Había un tumulto y gritos en los muelles; y el marido de aquella mujer llegó diciendo que volverían a desterrar al arzobispo y que reinaba el desorden en la ciudad. Lo envié a buscarte para mantenerte alejado del hospital, pues preveía que habría dificultades con esos monjes. Fue demasiado tarde. ¿Te llevaron a ver al arzobispo en persona?

Asentí con la cabeza.

—El arzobispo les dijo que el rumor era falso y que debían aceptar a nuestros pacientes.

—Eres una maravilla, Caritón —declaró Filón admirado—. A cualquier otro lo habrían ejecutado… Me dijeron que el arzobispo quiso hablar a solas contigo.

Le expliqué que así era. Filón me miró un minuto, pero evadí su mirada.

—¿Y qué sucedió? —preguntó por fin.

—Creo que sería mejor emperador que Valente el Augusto —respondí—. No permitiría que torturaran a la gente. No sería necesario.

Filón se detuvo y me cogió del brazo.

—Caritón —me dijo—, no puede… Yo sé que no has hecho nada malo, pero también sé que hay cosas que no me has contado. Es evidente. A menos que suceda algo, un eunuco de buena familia no llega inesperadamente a una ciudad como Alejandría sin dinero y sin haber dispuesto lo que va a estudiar. Cualesquiera que sean tus razones… el arzobispo no puede utilizarlas contra ti, ¿verdad?

Me conmovió su interés.

—No lo creo —respondí—. De todos modos, no le hará falta.

Filón me dirigió una mirada escrutadora. Le sonreí; él sonrió a su vez y me soltó el brazo. Nos fuimos a casa.

Pero ¿cómo es realmente el arzobispo? —volvió a preguntarme Teógenes.

Era la noche que seguía al Sabbath y estábamos sentados en la taberna de Callas con algunos estudiantes de medicina. Al principio yo no había mencionado mi encuentro con Atanasio, pero la víspera Teógenes se había enterado de toda la historia en casa de Filón, y desde entonces yo no oía otra cosa que preguntas sobre el episodio.

—¿Cómo voy a saberlo? —respondí irritada—. Lo vi sólo diez minutos. Me dio la impresión de ser un hombre muy inteligente y perspicaz, pero más que esto no puedo deciros.

—Pero ¿cómo conocía este aspecto personal sobre ti, cuando ni siquiera nos lo has contado a nosotros? —quiso saber Nicias.

—No sé cómo lo sabe. Tal vez se lo haya revelado Dios. O simplemente hizo una conjetura acertada.

—Dicen que es un brujo —comentó aprensivamente Nicias. Aun cuando, como pagano, tendía a burlarse de las revelaciones divinas a los cristianos, creía en la magia de cualquiera tanto como en las curas milagrosas atribuidas a Esculapio.

—No lo creo —solté con firmeza—. Las acusaciones sobre brujería son tan comunes como el agua. Pero a los únicos egipcios que no he visto nunca practicándola es a los clérigos.

—Atanasio puede predecir el futuro —dijo Nicias en un tono muy serio—. Una vez que recorría la calle Soma en su litera pasó por la esquina del templo. Se había posado un cuervo en la columna votiva que hay allí, y un grupo de gente discutía sobre lo que ello significaba. Atanasio hizo detener su litera y les explicó que el cuervo estaba diciendo cras, que en latín quiere decir…

—Significa «mañana» —dije para ayudarlo—, pero muéstrame un cuervo que no diga algo idéntico.

—¡Pero este cuervo estaba posado en la columna votiva de Serapis! Y Atanasio declaró que significaba la cancelación de la procesión de aquel dios planeada para el día siguiente. Y es ni más ni menos lo que sucedió. Al día siguiente, el prefecto publicó un edicto declarando ilegal la procesión pagana.

Al pensar en la mirada divertida de Atanasio me eché a reír.

—Creo que bromeaba —dije a Nicias—. Seguramente supo que se cancelaba la procesión por boca de alguien en el despacho del prefecto. —Mi copa de vino estaba vacía y me serví del cuenco grande que había sobre la mesa.

—Siempre crees que sabes más que nadie —dijo Nicias enfadado.

—¡Por favor! Hay una explicación perfecta de tu pequeña historia para que tengas que hacer intervenir la brujería, los presagios y no sé cuántas cosas. Creo que Atanasio estaba burlándose de gente como tú. Por lo que observé, sería muy característico de él.

—¡Tienes tantos prejuicios contra los milagros que no los admites ni aun cuando tienen que ver contigo! —replicó Nicias—. Cada vez que te hablo de una cura milagrosa concedida por el glorioso dios Esculapio, dices que no tuvo lugar, o bien que tuvo una causa natural, y ahora…

—¡Volveré a decirlo! —afirmé con vehemencia—. Hipócrates dice que las enfermedades tienen causas naturales y que nada sucede sin una causa natural. Y tu gran dios Esculapio era sólo un hombre. Homero no habla de él como si fuese un dios, y sabía por qué. ¡Esculapio no era más dios que el amigo de Adriano, Antínoo, al que deificaron mediante un decreto del Senado romano!

Muy ruborizado, Nicias se movió para levantarse, pero Teógenes lo retuvo de un brazo.

—Cálmate —le dijo—. Caritón está exaltado por lo que sucedió. Paga el vino, Caritón; ya sabes que está prohibido hablar de religión.

Me ruboricé también y dejé caer unas monedas sobre la mesa.

—Perdona —dije a Nicias—. Me arrepiento de haber dicho eso. Tú venera tu idea de la divinidad y yo veneraré la mía. —Nicias se inclinó, algo rígido. Yo me puse de pie—. Tengo que irme a casa a preparar unos medicamentos. —Dicho esto, salí. Teógenes hizo lo mismo al instante.

—Tengo que releer el texto de Hipócrates sobre fracturas —anunció—. Adamancio dice que compongo huesos como quien hace un injerto de ramas de higuera, y quiere que vuelva a las nociones básicas. Vamos, Caritón, te acompañaré hasta el barrio del Bruquión.

Fuera estaba oscuro y la única luz provenía de las ventanas de las casas próximas y de la luna en cuarto creciente en un cielo nublado. Nos detuvimos para acostumbrar la vista después de abandonar la luz de la taberna.

—Últimamente has estado de pésimo humor —me dijo Teógenes—. No es costumbre tuya participar en discusiones sobre religión. Aunque Nicias lo tenga bien merecido.

Me encogí de hombros. La curiosidad que le inspiraba a mi amigo me producía una cierta incomodidad. La salida más fácil era enfadarme, pero en ese momento me sentía avergonzada. Además, Teófila me había pedido que hablase discretamente con Teógenes para conocer sus intenciones, misión que me provocaba todavía más malestar y tristeza.

—Ha sido culpa mía —precisé—. Ya he dicho que lo lamentaba.

Salí a la calle, sorteando los montones de estiércol y basura. Teógenes corría a mi lado, pero pisó estiércol y maldijo en voz baja. Lo esperé mientras se limpiaba la sandalia en las piedras.

—El arzobispo supo algo que te preocupa, ¿no? —me preguntó—. ¿Eres realmente un esclavo? ¿Fue eso lo que descubrió?

—¡No! Soy libre y me criaron como un ser libre. Dejemos eso, ¿quieres?

—Perdona. —Teógenes volvió a emprender la marcha—. Sólo quería decirte que no me importa si es verdad. Sigues siendo el mejor médico de todos nosotros.

—¡Amigo mío! —Otra vez sentía vergüenza—. No debes afirmar tales cosas cuando he obrado tan mal. De todos modos, gracias por tu generosidad.

Marchamos en silencio un minuto y luego dije:

—Teófila ha estado hablando de ti esta tarde.

No vi su sonrisa pero la intuí.

—¿Qué te ha dicho? —me preguntó lleno de ansiedad.

Yo miraba la calle oscura que había abajo. Teófila también se había sentido incómoda cuando me lo había pedido mientras se retorcía las manos, hasta que por fin habló con unos titubeos que no recordaban su habitual espontaneidad.

—Le gustaría saber si la cortejas en serio. Cree que está enamorándose de ti, enamorándose de verdad, y está asustada.

—¡Ah! —murmuró Teógenes. Su tono había cambiado. Después de un minuto de silencio exclamó—: ¡Querida Teófila! No debería visitarla tan a menudo. —Entonces le pegó una patada a un montón de estiércol de burro.

—¿No vas en serio, entonces? —pregunté con una mezcla de sorpresa e irritación—. Pues tendría que saberlo.

—¡Claro que voy en serio! La persona a quien hay que convencer es a mi padre. Le escribí en otoño, cuando sentí que estaba enamorándome. Verás, Caritón, él quería que me casase con una muchacha de Antioquía. Creo que había llegado a hablar con su padre. Le escribí acerca de Teófila y le hablé extensamente de la sabiduría y la bondad de Filón, señalando que no cabía contar con una gran dote, pero que la joven era dulce como ninguna otra, además de devota e hija de un médico, y por lo tanto sabe qué puede esperar de su marido. En fin, que me había enamorado de ella. Desde entonces estoy esperando una respuesta. Supongo que la demora se debe al invierno, pero te juro que he esperado cuanto barco ha llegado de Antioquía, con la esperanza de que alguien me traiga una carta. Si mi padre se opone frontalmente al matrimonio, no podré casarme con Teófila. Tengo que obedecerle, ¿no? Lo establece la Ley. Sin embargo, creo (mejor dicho, espero) que consentirá. Sólo aguardo esto antes de hablar con Filón.

—¡Ah! —respondí.

Llegamos a la Vía de los Toldos. Estábamos cerca del Tetrapilón y era aún bastante temprano para que los comercios estuviesen aún abiertos. La calle resplandecía de luz y había mucha gente.

—¿Puedo decirle a Filón que estás esperando el consentimiento de tu padre? —inquirí a Teógenes—. Empiezan a hacerse preguntas, ¿sabes? No tiene por qué darse por enterado, pero así todos se sentirían más cómodos. Y si tu padre no da su consentimiento, sabrán que no estabas jugando con ellos.

—¡Sí! ¡Sí! Habla con Filón y con Teófila. No obstante, tengo la esperanza de que mi padre accederá. Esta primavera hace buen tiempo y pronto he de recibir una carta.

Nos separamos muy amistosamente cerca de la iglesia de Alejandro. Recorrí el resto del camino pensando en Teógenes y en Teófila. Ya no estaba resentida ni enfadada con ellos. Estaban realmente enamorados y sólo me cabía esperar que su amor tuviese un desenlace feliz.

En mayo Teógenes recibió la carta de su padre y me la enseñó. Era cautelosa y no aprobaba la unión, pero terminaba diciendo: «Si crees que debes casarte con esa muchacha, hazlo. Avísame para que hable con su padre en tu nombre. Pero espero que hayas considerado tu rango y tu dignidad y en la fecha que recibas la presente no sientas ya tanto entusiasmo por ella».

Teógenes estaba lleno de júbilo. Por la mañana me hizo salir de una clase para contármelo todo y apareció a cenar en casa de Filón con un presente, un collar de ámbar, para Teófila. Con expresión sonriente, pidió hablar con Filón y ambos fueron unos minutos al dormitorio principal de arriba y después bajaron muy alegres. Filón llamó a todos los miembros de la familia al salón principal y luego cogió las manos de Teógenes y Teófila y las unió.

—Querida —dijo a su hija—. Teógenes me ha pedido permiso para casarse contigo y he dado mi consentimiento.

Teófila se ruborizó intensamente, mirando primero a Filón con una expresión radiante y luego a Teógenes con alegría. Teógenes volvió a sonreír y la besó.

Desde luego, se requirió algún tiempo para disponer los detalles de la boda. Teógenes escribió a su padre y éste respondió dirigiéndose a su hijo y a Filón, quien hizo redactar un contrato, mientras Débora, llena de regocijo al ver la unión que haría su hija, se ponía a hilar y a preparar el ajuar. Finalmente se fijó una fecha: la luna nueva anterior al ayuno de Ester, momento propicio por ser el comienzo de la primavera.

—¡Cuánto tiempo hay que esperar! —se lamentó Teógenes—. Pero por lo menos sé que vale la pena. —Una vez más se había aplicado al estudio del arte de curar—. Después de todo —me dijo—, pronto tendré una mujer que mantener.

Aquella primavera tampoco se registraron revueltas, ni siquiera durante las Pascuas, cuando el duque de Egipto fue a la catedral dejando la mitad de sus tropas fuera para montar guardia y mantener el orden. Yo asistí a ese servicio religioso. Había comenzado a ir a la catedral cuando podía, para escuchar los discursos de Atanasio. Por primera vez comprendí por qué estaban tan asustados los monjes. Las tropas estaban congregadas, con armas y bagajes, prontas a castigar a la población si surgían dificultades. Había antecedentes de gente a la que habían matado. Desde que Atanasio ocupaba el trono episcopal se habían producido largos episodios de violencia en diversas ocasiones. Por supuesto que el arzobispo había sido un joven arrojado en su juventud, pero estaba lejos de ser así ahora, a pesar de lo cual las autoridades seguían considerándolo un enemigo. Durante aquellas Pascuas, predicó sobre la paz, abogando por ella ante la congregación con tanta pasión y vehemencia que todos abandonaron la catedral casi dispuestos a abrazar a la guardia de soldados, los cuales no comprendían lo ocurrido. Predicó mucho acerca de la paz, pero también en favor de la lucha, y sobre la necesidad de valor y resolución. Era evidente que preveía dificultades.

Me compré además la obra teológica del arzobispo, De la encarnación, y la leía cuando disponía de tiempo. Como estaba casi siempre ocupada, la lectura era lenta. «La vida es corta y el arte largo». Me imagino que este aforismo de Hipócrates se refiere, en realidad, a la cantidad de tiempo necesario para que un remedio surta efecto, pero me pareció que era asimismo aplicable a la cantidad de tiempo que se requiere para aprender algo. El médico debe conocer los síntomas de todas las enfermedades y saber cuál es el momento oportuno para aplicar los remedios. Ha de tener algún conocimiento acerca de los aires y las aguas que pueden propagarlos, así como la mejor manera de proteger la salud pública. Tiene que saber anatomía y cirugía, y ser capaz de reconocer las distintas hierbas medicinales y preparar extractos básicos con ellas y calcular la dosis que corresponde.

Cuanto más aprendía, más ignorante me veía a mí misma. En seguida me daba cuenta de que los médicos más ilustrados son ignorantes, y discuten entre ellos no sólo sobre teorías, sino sobre cosas sobre las que sería fácil llegar a una conclusión, como la función del hígado o la eficacia de las sangrías y del eléboro negro. Así, sucede a menudo que todo el arte es inútil y más le valdría al médico arrojar a la alcantarilla sus tratados y sus medicamentos. ¡Para el uso que les dan!

—¿No podemos hacer nada? —pregunté a Filón una noche de agosto cuando volvíamos a casa después de que una paciente hubiera muerto—. ¡En verdad no somos mucho mejores que esos charlatanes que tratan de curar con hechizos y conjuros!

—Bien, por lo menos nos abstenemos de hacer el mal cuando no podemos hacer el bien —contestó Filón—. Además, tratamos de apoyar a la naturaleza. Y a veces conseguimos curaciones. Pero es verdad, es dificil a veces determinar si un paciente ha sobrevivido gracias a nosotros o si habría sanado de todos modos. Más mueren sin médico que con médico, digo yo, y eso no es verdad en el caso de las fórmulas y las invocaciones.

Aunque traté de sonreír, me sentía deprimida. La enferma era una mujer joven que tenía fiebre intestinal y una infección en la vejiga. Era aproximadamente de mi edad y al parecer había sido fuerte. El esposo y la familia la querían mucho. Había dejado un niño pequeño llorándola. A pesar de todo, había sufrido y había muerto.

—No sabemos nada —dije con amargura.

—No —repuso Filón—. Sabemos algo. Hay una gran diferencia entre no saber nada y saber algo. Cuando sabemos algo, no adivinamos ciegamente nada ni recurrimos a las invocaciones. Estamos siempre en manos de Dios, pero conocemos hasta cierto punto nuestras limitaciones.

—Esta noche siento que mis limitaciones tendrían que ser las paredes de mi propia casa. ¿Para qué sirve estudiar el arte si no podemos ayudar a nadie con nuestro estudio?

—Podemos ayudar, pero no prometer una cura.

Con un suspiro, Filón cambió de tema.

—¿Cuándo vas a hacer el examen, Caritón? ¿O no piensas en ello?

La pregunta me sacó de mi depresión.

—¿Qué quieres decir? Hace muy poco que estoy estudiando el arte.

—¿Cuánto hace que empezaste a trabajar conmigo? ¿Cerca de dos años y medio? Tienes razón, no es mucho tiempo, pero lo has tomado siempre como un perro hambriento en un banquete y tienes buena memoria. Podrías aprobar el examen mañana. No te alarmes, pues no te piden que cures a nadie. Te presentas simplemente ante un jurado que te interroga a propósito de los autores de la medicina y los diferentes tratamientos y enfermedades. Ahora conoces todo aquello en que la mayoría está de acuerdo, y no pueden examinarte sobre teorías en discusión ni acerca de tu experiencia. En el templo no pueden enseñarte mucho más. Tienes fama ya de poner en duda teorías ajenas y el otro día Adamancio me confesó que, si sigues así, llegarán a la conclusión de que nadie sabe nada, lo cual sería un gran derroche de sabiduría. Aunque le gustaría que permanecieras en Alejandría; afirma que tu compañía lo estimula.

Me reí. Cuando alguien en Alejandría comenta que la compañía de alguien «es estimulante», quiere decir que discute todo el tiempo.

Filón sonrió también al notar mi reacción jocosa, pero luego habló en tono serio.

—No deberías seguir pagándoles, y ahora que lo menciono, tampoco deberías pagarme a mí. —Caminamos unos cuantos pasos más y Filón añadió en voz baja—: Aunque lamentaría mucho perderte.

—Yo también estaría perdido sin ti. No tengo experiencia. Me asustaría encarar cualquier cosa sin haberla discutido contigo antes. Podría matar a alguien.

Filón se echó a reír.

—No es verdad —dijo—. Has tratado ya a gente sin mi ayuda. Además, cualquier médico puede matar a alguien equivocándose en la dosificación. Aunque… —Otra vez calló, detenido en el medio de la calle, mirándome y tirándose del labio. Finalmente se encogió de hombros—. Escucha lo que te propongo, y quedas en libertad de rechazarlo. Tal vez sería lo mejor para ti. Tienes grandes dotes y es probable que te aguarde una carrera brillante, de la que no quiero apartarte. Pero si quieres quedarte conmigo, aunque sea por unos pocos años más y como socio mío, estaría encantado.

Dejé escapar una exclamación vulgar, como una vulgar lavandera que recibe un pellizco. Sentía vergüenza y a la vez la oferta me abrumaba.

—No digas esas cosas —solté por fin—. Tú eres un médico diestro y experimentado, uno de los mejores de Alejandría, y yo soy un estudiante ignorante que nunca ha sido del todo veraz contigo. No tengo la intención de presentarme al examen hasta que sepa algo más de medicina.

Cuando llegamos a casa encontramos a Débora y a los esclavos muy agitados. Teófila miraba desde lo alto de la escalera y había un desconocido sentado a la mesa, golpeándola con los dedos con impaciencia. Ese gesto atraía la atención sobre el sello oficial que llevaban los anillos. Parecía unos años menor que Filón, tenía el pelo oscuro y llevaba la cara rasurada. Vestía bien: una túnica amarilla y una lujosa capa de color anaranjado. Cuando entramos se puso de pie al instante.

—¿Caritón de Éfeso? —me preguntó mirándome atentamente. Hablaba como un alejandrino culto y con un acento cuidadosamente modulado, pero con el consabido tono monocorde de Egipto.

—Sí —repuse con creciente nerviosismo. No imaginaba aquella súbita visita de un funcionario, a menos que Festino hubiese descubierto algo—. ¿Qué quieres?

—Soy Teófilo, diácono de la iglesia de los alejandrinos. Nuestro padre, el piadoso Atanasio, quiere verte inmediatamente —dijo el forastero—. Tienes que venir ahora mismo. Y date prisa.

—¿Por qué quiere verlo el arzobispo? —preguntó Filón ansioso e irritado—. ¿Qué obligación tiene frente a él? Caritón ha trabajado duramente todo el día y está…

El hombre golpeó la mesa.

—¡Deja de hablar! Su santidad está enfermo. Necesitamos a cualquier médico que él esté dispuesto a ver, y quiere que le atienda sólo este eunuco. Vámonos. En cuanto a ti, judío, esta noticia no debe propagarse por la ciudad. No queremos dificultades y, si esto se sabe, correrá la sangre.

Todos quedaron boquiabiertos y yo corrí a buscar mi bolsa. Teófilo me indicó que lo siguiese con un gesto impaciente y salió corriendo por la puerta. Alcancé a ver a Filón y su familia de pie allí, en el comedor, también estupefactos. Los saludé desde lejos y seguí a Teófilo. «Divino Señor —pensé al correr calle abajo—. ¿Empezaré mi carrera como el médico que mató al arzobispo de Alejandría?»

Atanasio tenía neumonía. Cuando me llamaron hacía ya varios días que estaba enfermo, pero había ocultado la noticia por temor a que se produjesen revueltas. Al llegar a su lado comprobé que estaba muy débil, lúcido aún, pero con un aspecto rígido y extenuado, la nariz afilada, los ojos y las sienes hundidos, la piel reseca: todo malas señales. Sin embargo, sonrió al verme. Tenía los pulmones muy congestionados y le costaba un gran esfuerzo respirar. No hablaba.

Yacía en una gran cama con dosel, en un dormitorio grande, debidamente impersonal, y su cuerpo lánguido y consumido parecía el de un muñeco enorme, abandonado en medio del lujo de la cama. Lo rodeaba una gran multitud de gente: monjes, sacerdotes, diáconos, un par de monjas, todos los esclavos del palacio episcopal y uno o dos obispos de otros puntos de Egipto. Algunos de los hombres estaban sentados en una esquina de la habitación, rezando y lamentándose. Los demás rodeaban al arzobispo y discutían acerca del modo en que podrían ayudarlo, cuando no insistían en que se ocupase de varios asuntos de la Iglesia. Los hice salir a todos en seguida. Pedí entonces a los que quedaban que cerrasen las ventanas y trajesen braseros y agua para llenar de vapor el cuarto. Conseguí algunas copas para utilizar como ventosas, se las apliqué a Atanasio en el pecho para facilitarle las secreciones y le di oximel, marrubio y raíz de lirio, elementos apropiados para los pulmones. Empezó a toser y a expectorar flemas liquidas hasta que vomitó una cantidad de oximel y algo de bilis verde y tosió de nuevo. Aumentó la fiebre y el pulso se volvió irregular, pero tuve la impresión de que respiraba mejor, de modo que aumenté la vaporización, aunque le retiré las ventosas. Los servidores querían que lo sangrase o le diese purgantes, pero no es bueno sangrar a enfermos ancianos o debilitados. La sangría es beneficiosa para gente más joven, sobre todo si tienen una disposición colérica, y las sanguijuelas en las sienes curan el dolor de cabeza, pero en otras situaciones considero que se efectúan sangrías para impresionar a los legos y demostrarles que el médico tiene iniciativa. Los purgantes, en fin, no ayudan a respirar.

Después de toser mucho, Atanasio se durmió agotado. Sus extremidades estaban calientes, un buen signo. Era un hombre fuerte, pero estaba en malas condiciones físicas, viejo y además desnutrido por años de penitencia. Cuando los ayudantes vieron que se había dormido se alarmaron muchísimo por temor de que muriese sin nombrar a su sucesor. Los que yo había expulsado volvieron a entrar con la intención de despertarlo para que inmediatamente nombrase a alguien. Les dije que se recuperaría sólo si lo dejaban tranquilo y volví a expulsarlos. Esta vez no dejé a nadie en el cuarto para evitar ofendidos. Por último, me dispuse a velar al enfermo.

Tan pronto como quedé a solas con él comenzaron a temblarme las manos y tuve que sentarme y luchar por dominarme. Era fácil manifestar aplomo mientras hacía cosas. El médico se habitúa a fingir más de lo que siente; no tiene otra alternativa, si quiere tranquilizar a su paciente. Además, hay un sentimiento auténtico, por lo menos en una parte de lo que hacemos. En aquel momento, sola como estaba, me aterraba no tener aún veinte años, no tener diploma y ser responsable de atender al hombre más poderoso de la ciudad, simplemente porque, al conocer mi secreto, creía que podía confiar en mí. «¿Y si se muere?», me preguntaba, y me retorcía las manos para detener el temblor.

La verdad es que la gente se muere. «El hombre nacido de mujer es de pocos días y está lleno de pesares, florece como un capullo y luego lo cortan. Sus días están determinados y el número de sus meses está en Dios», como dijo Timón. «Pero la neumonía no es tan grave como la de Timón —pensé—, y no hay pleuresía. Tiene una posibilidad de salvarse y, sea como sea, ahora es mi paciente y tengo que hacer todo lo posible por él, como habría hecho por cualquier otro. Ni siquiera los monjes pueden castigarme por ello».

Me levanté y verifiqué el agua caliente de los braseros.

Atanasio durmió casi toda la noche sin agitarse demasiado. Al principio su respiración era ruidosa y cargada, pero fue haciéndose más regular. Después se despertó diciendo que tenía sed. La fiebre había subido mucho. Le di un poco de miel con agua y una pequeña cantidad de cicuta, mínima, pues no quería suprimir la tos que contribuía a despejarle los pulmones. Su reacción fue buena. La fiebre descendió y el pulso se volvió regular. Seguía tosiendo algo, pero eran accesos que le limpiaban el pecho. Volvió a dormirse, apoyado en varias almohadas, y la respiración era dificultosa. ¿Había pasado la crisis? Demasiado pronto para saberlo. No había nada que pudiese hacer en aquel momento. Arrimé un triclinio a la cama para estar atenta a cualquier cambio en la respiración y me quedé dormida pensando en eso.

Desperté en mitad de la mañana siguiente y sorprendí a Atanasio mirándome. La luz entraba en rayas quebradas entre los postigos, y los braseros se habían apagado.

Me incorporé y comprobé que tenía dormido el brazo por haber apoyado la cabeza en él. Sentía la lengua hinchada dentro de la boca.

—Santidad —dije—. ¿Cómo te sientes ahora?

Atanasio trató de responder, pero tuvo un acceso de tos. Me levanté, y lo cogí de los hombros, le limpié el rostro y lo apoyé de nuevo en las almohadas. Parecía extenuado, pero no tan demacrado como antes. Había desaparecido la fiebre.

—No trates de hablar —le dije—. Mueve la cabeza. ¿Te apetece algo de comer? ¿Un poco de sopa de cebada?

Su gesto fue afirmativo. Me dirigí a la puerta y moví el cerrojo. Todo el personal de Atanasio parecía estar concentrado fuera, en el corredor, incluidos los otros obispos.

—Está mucho mejor —anuncié—. Que alguien le traiga sopa de cebada.

Varios de los monjes comenzaron a entonar un salmo de loas. Otros, con más espíritu práctico, corrieron a buscar la sopa. Los sacerdotes y los diáconos se pusieron de acuerdo para entrar, pero no se lo permití.

—Su estado es todavía grave —les dije con firmeza—. No dejaré que lo pongáis nervioso, pues la fiebre puede volver. Lo veréis después de la comida.

La sopa de cebada que trajeron pasó de mano en mano como una reliquia sagrada. Entré con ella en el cuarto y volví a echar el cerrojo. Atanasio seguía mirándome con la misma expresión de regocijo contenido.

—Bien —susurró—. Está claro que las mujeres trabajan como médicos excelentes.

Me reí y me senté en el triclinio.

—No te fatigues hablando —le dije—. Descansa. Vamos, te daré esto.

—Como un aya alimentando al bebé —susurró y tosió.

Le limpié la cara, le recliné en las almohadas y seguí dándole la sopa a cucharadas. La temperatura seguía baja y la respiración era sibilante, pero no expectoraba. Le di más marrubio y raíz de lirio y fui a buscar una bacinilla; examiné su orina: era más o menos limpia, con algo de sedimento. Otro buen signo.

—Tus seguidores quieren verte después de la comida —le advertí—; pero no intentes conversar. Bastará un gesto de saludo, para que vean que no te vas a morir. Lo importante es que reposes hasta que hayas recobrado las fuerzas.

Con un gesto de asentimiento, susurró:

—Esta vez no moriré. Léeme algo. Las Escrituras. El Evangelio de Mateo.

Se me ocurrió que era un buen medio para mantenerlo quieto, así que busqué y, en un estante que había junto a la pared, encontré un ejemplar de los Evangelios entre diversos volúmenes de las Escrituras. Mientras leía el cuarto capítulo sobre la tentación del desierto, Atanasio se sentó, escuchando atentamente, aunque sin duda conocía el texto de memoria.

Otra vez lo llevó el diablo a un monte muy alto, y le enseñó todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: Todo esto te daré si postrándote me adorares. Entonces Jesús le dijo: Vete, Satanás, porque está escrito: adorarás al Señor tu Dios y a él sólo servirás.

El arzobispo me indicó que me detuviera levantando una mano. Al levantar la vista vi su sonrisa extraña, torcida.

—La última tentación —susurró—. Todas las otras eran fáciles —dijo, y tosió.

—No debes hablar, santidad.

—Déjame hablar, muchacha. Hará que me sienta mejor. Mis seguidores esperan sentados fuera a que nombre mi sucesor, ¿no?

Admití que así era.

—Sí, tienen miedo —dijo con aire pensativo—. Aun cuando viva esta vez, desean que todo quede dispuesto. Pero es difícil condenar a un amigo al exilio y a una posible muerte.

Fijé la vista en mi texto.

—¿Y le sucederá esto a cualquiera que nombres?

—Estoy seguro. Aun cuando el resto del mundo se volviera niceno. El emperador desea reducir el poder de la Iglesia de Egipto. Lo único que puedo hacer yo es tratar de amortiguar el golpe. —Después de toser de nuevo, Atanasio se apoyó en las almohadas fijando los ojos oscuros y penetrantes en el techo—. Será fácil mientras esté con vida —dijo al cabo de un minuto—. Soy demasiado viejo para que Valente vuelva a desterrarme y él no ha olvidado lo que sucedió la última vez. ¡Por Jesucristo Nuestro Señor! Volverá a comenzar cuando yo haya muerto. Las revueltas, los destierros, la gente encerrada en prisión. La tortura. Lleva años y años. Sí, y mi propia gente es también culpable. —Con su sonrisa torcida, continuó hablando—: Por lo menos, algunos de nosotros. Egipcios apasionados, turbulentos, arrogantes, violentos. Mas siempre sufrimos más de lo que hacemos sufrir. —Permaneció inmóvil un instante. Sus dedos huesudos tocaban la sábana—. Tendré que nombrar dos sucesores —dijo—. Uno al que exilien y otro que se haga cargo de todo aquí en Alejandría. Para contener el daño y tratar de calmar al pueblo. Tendré que arreglar las cosas primero con el despacho del prefecto. Sin embargo, es tanto lo que depende de ese despacho, y a los prefectos los cambian tan rápido… ¿Cuál es la situación en Persia?

—¡En Persia, santidad! —Me quedé mirándolo. Él me miró a su vez sonriendo. Me encogí de hombros y decidí complacerlo respondiendo—: El Gran Rey vuelve a reclamar Armenia y dicen que habrá otra guerra.

Atanasio suspiró.

—Hace años que dicen lo mismo. Creo que antes de pelear. ¿Y la frontera del Danubio?

Me intrigaba su interés por las guerras extranjeras.

—Todo está tranquilo en el Oriente, santidad. Pero he oído que hay una guerra en África.

—Los problemas de Valentiniano Augusto no ayudan mucho. El emperador de Occidente no interviene mucho en los asuntos de la Iglesia… En verdad, mi sucesor tendrá que trasladarse a Occidente para estar seguro. Pero si hubiese una guerra en el Oriente, tal vez Valente nos dejaría tranquilos. Bien, no podemos esperar ayuda de los bárbaros. Tendré que fortalecer la Iglesia para que sea capaz de soportar lo peor. Caris, hija de Teodoro, no pensaba hacerte llamar.

—¿Te reveló Dios el nombre de mi padre? —pregunté con sarcasmo y cerré el libro.

Atanasio echó la cabeza hacia atrás, sonriendo siempre.

—Lo deduje. Lástima ¿verdad? Pero espero poder aún confiar en ti.

—Puedes confiar en mí. Y sabes además quien soy. Tienes poder sobre mí.

—Me temo que no. Si revelase al mundo que no eres un eunuco, tendría que revelar además que acabo de pasar la noche con una mujer, lo cual me haría mucho más daño a mí que a ti.

—¡Pero estabas gravemente enfermo de neumonía y además eres un anciano!

Atanasio lanzó una carcajada seguida por un acceso de tos.

—Si soy lo bastante hipócrita como para hacerme pasar por asceta todos estos años, también lo soy para fingir una neumonía. En otro tiempo me acusaron de violación y me juzgaron por ello. Violación, asesinato, sedición, sacrilegio y brujería. No te preocupes, me declararon inocente. Y las acusaciones eran falsas salvo la de sedición.

—No es muy probable que yo te acuse de violación —le dije—, y me considero sujeta al juramento de Hipócrates: «Siempre que entre en una casa, entraré para ayudar a los enfermos, nunca con la intención de hacer el mal». Si no puedes confiar en mí, ¿por qué me hiciste venir?

—No te hice venir. Algunos de mis auxiliares querían llamar a un médico y no se me ocurrió ninguno, por lo menos en el que confiara plenamente. Entonces Teófilo recordó que yo había hablado contigo. Me preguntó si podía confiar en ti y respondí afirmativamente, de modo que supongo que todo fue para bien. ¿Puedo beber un poco de agua?

—El agua pura no es buena en las enfermedades agudas —precisé, y le ofrecí agua mezclada con miel. Le tomé el pulso, que seguía perfectamente regular, y noté que la temperatura parecía aumentar otra vez—. No debes excitarte. Puedes sufrir una recaída.

Atanasio levantó la cabeza otra vez.

—Nombraré a Pedro mi sucesor oficial —dijo al cabo de una pausa—. Otro arzobispo llamado Pedro de Alejandría. Al anterior lo martirizaron durante la gran persecución. Lo recuerdo. Lo oí predicar cuando yo era joven. Nunca se sentaba en el trono oficial de San Marcos, sino en el escabel que tenía delante. Yo pensaba hacer lo mismo cuando me consagrase, pero comenzaron las ovaciones y lo olvidé. ¿Sabes lo que sucede cuando te aclaman? Te embriaga la voluntad. —Cuando me miró, los ojos no eran ya brillantes, sino febriles.

—Por favor, no hables —le dije.

—Déjame hablar con alguien. Debo entregar a alguien el trono de San Marcos, que hoy es más incómodo aún que la púrpura imperial. Y además, peligroso.

—Acabas de decir que se lo darás a Pedro.

—Es casi tan viejo como yo. Es un hombre valiente y con experiencia, pero tengo que pensar en otro, aunque es difícil. Tengo que elegir a alguien capaz de gestionar los intereses de la Iglesia, de ser un juez ecuánime en los tribunales y de enfrentarse a las autoridades. Por otra parte, no puedo elegir a nadie que sea ambicioso. «Los reinos de este mundo y toda su gloria»… el hombre que aspira a eso puede conducir mal a la Iglesia. Es difícil, cuando se lucha contra emperadores y gobernadores, recordar que nuestro reino no es de este mundo. —Después de mirar al techo, cerró los ojos un instante y volvió a abrirlos. Parecía mirar más arriba del techo, hacia un punto lejano y silencioso—. No tendría que haber sido arzobispo —susurró con claridad—. Deseaba demasiado el poder. Bien, está en manos de Dios. —Atanasio intentó sentarse de nuevo.

—¡Quieto! —le dije—. ¡No quiero hacerte tomar medicamentos, pero lo haré si es necesario!

Atanasio sonrió, pero me obedeció.

—No deliro. Sólo soy un anciano charlatán. —Su mano, delgada y cubierta de venas azules, se extendió hacia el agua; se la acerqué a la boca y le enjugué los labios.

—Sé que eres el conductor de una gran Iglesia —le dije con más suavidad—, y un hombre de gran poder. Pero antes de intentar ordenar asuntos eclesiásticos sería mejor esperar. Por hoy recházalos con un gesto. Deja la sucesión para mañana.

—Nunca puedo dejar nada para mañana —replicó—. Mañana la ciudad entera sabrá que estoy enfermo y habrá dificultades a menos que alguien se ocupe de impedirlo. Ve a buscar a Pedro y a Teófilo. Quiero rezar con ellos.

Traté de disuadirlo, pero permaneció firme, por lo que finalmente tuve que ir a buscarlos. Pedro era otro asceta de hábito gris, pero Teófilo era el joven que había ido a buscarme. Cuando salí en busca de ellos, el primero estaba sentado en el suelo leyendo las Escrituras y Teófilo ocupaba una silla en el cuarto contiguo, manteniendo una discusión en voz baja con otros diáconos acerca de lo que contarían a la gente. Al decirle que el arzobispo quería verlo se mostró sorprendido y alarmado. Cuando ya les hube franqueado la puerta de la habitación del enfermo, les advertí severamente que no le pusieran nervioso, o de lo contrario yo no respondería de las consecuencias. Al oírme, Atanasio se echó a reír, tuvo otro acceso de tos y me ordenó que me retirara.

Durante largo tiempo rezó a solas con ellos. Yo me senté en el corredor junto a los otros hombres. Querían saber cuánto tiempo viviría el arzobispo.

—Años, si es sensato y descansa —respondí con vehemencia—. Si no lo hace, poco tiempo.

Reanudaron las diversas oraciones por su salud y discutieron en un murmullo qué harían cuando muriese y llegasen las tropas imperiales. Yo me sentía muy fatigada y permanecí con la cabeza apoyada en las rodillas tratando de calcular la dosis de cicuta y de digital.

Al cabo de una hora, más o menos, Pedro y Teófilo aparecieron junto a la puerta y llamaron a toda la gente que estaba allí congregada. Entraron en una larga fila y el recinto se llenó hasta tal punto que era dificil respirar, mientras muchos seguían esperando en el corredor. Atanasio estaba sentado en la cama, con aspecto febril, pero tranquilo. Los bendijo a todos.

—Amados hermanos —dijo con aquella voz clara y enérgica con la que aquel día había calmado a la multitud. La verdad es que no sé cómo lo logró, teniendo en cuenta la infección pulmonar—. No os inquietéis. Dios me ha librado de «la pestilencia que marcha en las tinieblas», así como de «la destrucción que carcome en mitad del día». Y confío en que el Poder Divino nos protegerá a todos. Pero estoy cansado y necesito fuerzas para recuperarme. Por lo tanto, nombro a Pedro y a Teófilo para el cuidado de vosotros y para que asuman la carga de mis responsabilidades durante la convalecencia.

Atanasio habría continuado, pero sus pulmones no se lo permitieron y tuvo un nuevo acceso de tos. Ante esto, se produjo una gran conmoción, con oraciones y canto de salmos y apremiantes preguntas de los diáconos, aunque esta vez Pedro y Teófilo estaban prestos para controlar la situación y me ayudaron a sacar a la gente del aposento. Después, el arzobispo accedió a descansar.

Permanecí una semana en el palacio episcopal con la sensación permanente de haber perdido el rumbo, en medio de la gente que cantaba detrás de la puerta y de los funcionarios de la Iglesia que me consultaban sobre lo que correspondía comunicar a su santidad de la situación en la ciudad, aparte de los funcionarios imperiales que me ofrecían sobornos a cambio de información sobre lo que habían dicho los funcionarios eclesiásticos. Me habitué a colocarme junto a la puerta para informar a todos sobre el estado de salud de su santidad e incluso aprendí varias tretas para distraer a los funcionarios, si bien me sentía fuera de mi ambiente habitual. Además, Atanasio era un paciente difícil que siempre trataba de hacer demasiado y se enfadaba cuando el cuerpo no le respondía. Por otra parte, tenía pocas ocasiones de estar sola. El palacio estaba, en el mejor de los casos, lleno de gente y nadie tenía habitación propia. Permanecía junto a mi paciente, pero no había donde lavarse. Me preocupaba la aparición de mi periodo menstrual. En casa de Filón no había dificultad. Que un médico tuviese toallas manchadas de sangre remojándose en un recipiente no llamaba la atención. El caso era que yo me había negado a hacerle una sangría a Atanasio, y cualquier cosa que hiciese daría lugar a interminables discusiones, y nunca habría podido ocultar nada.

El arzobispo era un hombre vigoroso y estaba decidido a aferrarse un tiempo más a la vida, por lo menos hasta dejar en orden todos los asuntos de la Iglesia. Se recuperaba sin recaídas, y al cabo de unos días consideré que ya no había peligro. Le aconsejé que abandonara la ciudad unas semanas y se fuera al campo, donde pudiese descansar más. Con un suspiro, negó con la cabeza.

—Me gustara ir a Nitria —admitió—. Me gustara morir allí, en un monasterio. Hay mucho silencio en el desierto, y lo único que se mueve es la luz. Allí se puede pensar y orar. Aquí, en la ciudad, no cesan la charla, las intrigas, las venganzas. No, tengo que ver lo que hace Teófilo.

—Es muy competente —dije.

En verdad era más competente que el viejo Pedro, que era incapaz de tener más de una idea al mismo tiempo en la cabeza.

Así, el arzobispo permaneció en la ciudad y yo volví a casa de Filón. Seguía yendo a diario al palacio para observar a mi ilustre paciente, aunque con la esperanza de que todo volviese a la normalidad. Desde luego, todo había cambiado. Yo era, hecho increíble, el médico que había curado al arzobispo de Alejandro, y gozaba de prestigio. Aun antes de abandonar el palacio, me llamaron para tratar otros casos, monjes y monjas, sacerdotes y diáconos enfermos y unos cuantos personajes laicos. Tan pronto como el arzobispo se levantó, me asediaron nuevos pacientes, todos cristianos y algunos muy distinguidos. Mis condiscípulos me hacían tantas preguntas que dejé de ir a la taberna para no tener que contestarlas. También dejé de asistir a las clases. Estaba demasiado ocupada.

—Será mejor que hagas ese examen —me dijo Filón una vez que volví después de medianoche, con la cabeza llena de intrigas y ansiedades eclesiásticas—. Los médicos del templo están contrariados contigo. Creen que los menosprecias al no presentarte al examen para no tener que reconocer que fueron ellos quienes te enseñaron. El mismo Adamancio me lo reprochó hoy, cuando fui a la biblioteca para comprobar una prescripción. Cree que te has vuelto una especie de fanático religioso.

—¡Por la gran Artemis! —exclamé.

Filón me miró con una expresión extraña y se echó a reír. El juramento era bastante tonto en boca de un médico cristiano, pero común en Éfeso.

—¿No será olvidado así como así? —le pregunté con aire suplicante—. No tengo edad para eso. Ya no sé ni dónde estoy.

—Harás a tus pacientes tanto bien como cualquier otro médico de la ciudad —me dijo—. Y no será algo que se olvide fácilmente.

Cuando llegué, me había recibido en la sala principal. El resto de la familia dormía. Era una tibia noche de otoño. La calle traía el olor del puerto. Había sólo una lámpara encendida, la que estaba colgada sobre la mesa de escribir de Filón. Me senté junto a la mesa de comer y contemplé la madera gastada. Cuando llegué a Alejandría nunca había pensado realmente en seguir una carrera de médica. Estaba claro que pensaba volver algún día a Éfeso. Me había bastado estudiar el arte y practicarlo. Pero Filón tenía razón. Aquello no terminaría gradualmente. Era, aunque en forma extraoficial por el momento, el médico privado del hombre más poderoso de la ciudad. Por lo demás, no sabía lo que debía pensar de Atanasio. Lo admiraba, sin duda, y comenzaba a sentir un afecto excesivo por un paciente tan rebelde. Con todo, habría preferido que no me hubiese descubierto y que Teófilo no se lo hubiese recordado. Me encantaba trabajar con Filón y vivir en su casa. Me gustaba su generosidad con sus pacientes, y también me gustaban muchos de aquellos pacientes. Los judíos de Alejandría eran más bondadosos y menos exaltados que sus vecinos egipcios. Me era más fácil entenderme con ellos que con los monjes de Atanasio.

Sin embargo, el destino me arrastraba inexorablemente lejos de la clientela de Filón y hacia el arzobispo. Sin embargo, no me agradaba el lugar al que me veía empujada. Al pensar en ello, suponía que era tan buena o mejor que muchos de los médicos del templo. Filón era un buen maestro. Pero todavía me sentía ignorante e impotente, y cuando pensaba en la Iglesia era peor. Atanasio había desafiado a los emperadores durante toda su vida, y a mí me asustaba pensar que la paz inestable que en aquel momento se vivía en la ciudad no duraría más allá de su muerte. Tenía miedo.

Con temor de que me descubrieran, tuve que reconocer que, si había estallado un escándalo cuando huí de Éfeso, el que se produciría ahora sería peor. Y si llegaba a ser conocida, alguien podría decirle a Isquiras: «Le ha ido muy bien a tu joven primo en Alejandría», y él preguntaría: «¿Qué primo?», y le responderían «el eunuco Caritón», con lo cual alguien podría empezar a atar cabos.

Por otra parte, no tenía intención de volver a Éfeso. También era totalmente imposible vivir tranquila durante más tiempo como ayudante de Filón. Me había visto obligada a asistir a Atanasio y no podía rechazar a mis nuevos pacientes. No quedaba otra alternativa que mi propia carrera como médica.

—Muy bien —dije lentamente—. Me presentaré al examen.

En realidad no fue un suplicio tan grande. Me compré una nueva capa y una túnica para la ocasión. Las viejas prendas adquiridas de segunda mano por Torión en el mercado de Éfeso estaban ya muy manchadas y raídas. Teófila me regaló un galón para el borde de la capa, con un motivo de aves y árboles en rojo y verde; cuando estuvo cosido al borde y tras haberme hecho yo cortar el pelo, todos convinieron en que estaba hecho un perfecto caballero.

Toda la familia fue al templo a presenciar mi examen, que tendría lugar en uno de los anexos. Era uno de los más amplios, debido a la presencia de numerosos observadores: la mayoría de mis condiscípulos y varios de mis ex pacientes. Los pacientes judíos y Filón, por un lado, y los monjes y eclesiásticos, por otro, se observaban con suspicacia. Había un grupo de seis jueces del museo, cuatro médicos y otros dos estudiosos, sentados detrás de una mesa situada en el centro del recinto, vestidos con sus mejores ropas y adoptando expresiones de sabios. Sin embargo, percibí cierto placer por debajo de la severidad oficial, lo cual me hizo sentir menos aprensiva. La mayoría de los jueces daban importancia a la ocasión. No querían que los médicos procedentes de otros sistemas de formación se apoderasen de los pacientes importantes, y el hecho de que yo estuviese allí con expresión respetuosa y con mi capa nueva, preparándome para responder a sus preguntas, daba mayor prestigio al museo. El médico de Atanasio no era un egipcio ascético, ni tampoco un monje del desierto, sino un hipocrático formado en el templo. La nueva filosofía debía aún ceder el dominio de ciertas áreas a las ciencias tradicionales.

Ocupé mi lugar, de pie delante del jurado, y después de los consabidos movimientos y rumores por parte de la audiencia y las toses y carraspeos del jurado, comenzó el examen.

Como había pronosticado Filón, las preguntas se formulaban de modo que todos pudiesen estar de acuerdo con la respuesta, lo cual quería decir que eran fáciles, que no se prestaban a la controversia y que provenían de autores médicos y de herbarios conocidos: describir la estructura del corazón, cómo preparar melancio y enumerar sus usos, cómo tratar un hombro dislocado… Sólo uno de los componentes del jurado parecía dispuesto a crear dificultades. Era uno de los miembros no médicos del grupo, un filósofo, astrólogo y pagano entusiasta, que estaba empeñado en demostrar que los médicos cristianos eran inferiores a la vieja escuela pagana. Le tocó interrogarme en último término, y dirigiéndome una sonrisa maliciosa me preguntó:

—¿Qué efecto tienen los astros sobre la salud?

Por un instante me sentí desorientada y advertí que Adamancio fruncía el ceño.

—Hipócrates señala que los solsticios, el ascenso de Sirio, Arturo y las pléyades son momentos críticos para la salud —respondí—. Pero, aparte de esto, entre las autoridades médicas no hay consenso respecto a qué astros son útiles y cuáles no.

—¡Exactamente lo que habría dicho Hipócrates! —gritó uno de mis compañeros, y el resto prorrumpió en carcajadas.

Adamancio sonrió. El filósofo, sin comprender la broma, se puso serio y empezó a citar a Arato y a otros autores astrológicos. Adamancio lo interrumpió.

—No son autores médicos, sapientísimo Teón. ¡Su autoridad en materia médica debe considerarse poco fiable y no puedes pretender que el estimadísimo Caritón los haya leído!

Teón calló, pero conservaba la expresión satisfecha de quien ha conseguido lo que se proponía.

—Mi hija, a pesar de ser mujer, ha leído tan extensamente estas materias como Plotino —anunció—. No veo por qué no habríamos de esperar otro tanto de este médico tan fervorosamente cristiano.

—Excelente señor —repliqué—. Aplaudo los conocimientos de tu hija y le deseo éxito en filosofía, pero dudo que haya leído a Cratevas, de modo que no veo por qué tendría que haber leído yo a Arato y a Plotino.

En este punto, algunos de los hipocráticos aplaudieron. Adamando volvió a sonreír, luego tosió e intercambió miradas con los miembros del jurado. Hicieron todos un gesto de aprobación y se me declaró versado en todas las cuestiones médicas y médico del cuerpo profesional del Museo de Alejandría. Después, a iniciativa propia, me invitaron a pronunciar el juramento de Hipócrates. No todos los médicos lo quieren hacer, pues las reglas son muy estrictas. Por mi parte, hacía años que lo admiraba y habría cumplido sus preceptos aunque no hubiese jurado en presencia de tantos testigos que me obligasen a cumplirlo. Teón comentó con desprecio que había jurado «en nombre de la sagrada y gloriosa Trinidad en lugar de hacerlo por Apolo y Esculapio», pero el juramento era el mismo. Hacía siete siglos que los médicos juraban por él. Me tocaba a mí prometer que respetaría a mi maestro en el arte como a mi propio padre, ayudaría a los enfermos y no haría mal a nadie, no suministraría drogas causantes de muerte o de aborto, sería casto y religioso toda mi vida, y en la práctica, nunca haría de un hombre un eunuco —punto en que se oyeron algunos murmullos en la sala—, no abusaría nunca de mi posición en una casa para obtener ventajas sexuales —más murmullos—, y mantendría secreto aquello que me confiasen y no debiera divulgar. «Si, por lo tanto, observo este juramento y no lo violo, que me sea permitido prosperar en esta vida y en mi profesión —dije por fin—. Si lo violo y cometo perjurio, que mi destino sea el contrario».

Adamancio se levantó, pasó al frente de la mesa y me estrechó la mano.

—Estoy seguro de que prosperarás —dijo sonriendo, y fue a conversar con Filón.

Todo había terminado. Los otros jueces se aproximaron y me felicitaron, como si cuando llegué no me hubiesen recibido con frialdad, y a ellos les siguieron mis condiscípulos, que me estrechaban la mano, me daban palmaditas en la espalda y me invitaban a beber. A continuación, en medio de una gran algarabía, nos fuimos todos colina abajo, hacia la taberna, donde gasté una suma considerable en vino. Cuando el grupo se hizo muy ruidoso escapé con Teógenes y fuimos a casa de Filón y su familia. No me agradaba ese tipo de festejo. «Hay verdad en el vino», afirma el dicho, y la verdad era algo que quería mantener en secreto a causa de mis circunstancias. Débora y los esclavos habían preparado una cena como agasajo, con la que disfruté mucho más que si me hubiese embriagado y me hubiesen arrojado a la fuente del templo, una de las formas más comunes de festejar el fin de los estudios.

—¿Qué harás ahora, Caritón? —me preguntó Teófila con timidez, cuando se acercaba el final de la cena.

La hija de Filón tenía las mejillas sonrosadas por el vino, que había consumido en cantidad mucho mayor de lo habitual. A mí me ocurría lo mismo, a pesar de haber sido moderada. Gracias a la luz de las lámparas y a la felicidad que yo experimentaba, el comedor de Filón parecía irradiar claridad.

Miré a Filón y él me miró a su vez. «Dios mío —pensé—, ¡si fuese mi padre y no solamente mi maestro en el arte!» Me habría gustado confiarme a él, decirle la verdad y preguntarle si todavía deseaba que fuese su socia.

Sin embargo, no habría permitido a su propia hija que estudiara medicina. En verdad, Teófila no estaba muy interesada en este arte, pero si en alguna ocasión formulaba preguntas sobre cuestiones médicas, su padre se las arreglaba para desviar la conversación con mucha suavidad. No era algo que les debiera resultar interesante a las muchachas bonitas.

—No sé —respondí—. Al parecer, mi clientela será en gran parte de cristianos, aunque los pacientes que pagan son todos judíos. Los dos grupos perderán confianza en mí si intento establecer un puente entre ambos.

Con un suspiro, Filón estuvo de acuerdo.

—Desconfían de ti ya. No tienes por qué disculparte, Caritón. Sé que deberás instalarte por tu propia cuenta.

—No es lo que quería —observé—. Estaba muy bien donde estaba.

—¡No te pongas triste! Espero que continuemos viéndonos como hasta ahora. —Levantando su copa de vino, brindó—. ¡Por tu éxito y por una larga vida!

Todos brindaron y me desearon éxito.

Una semana después de hacer el examen me trasladé a una casa del barrio de Rhakotis. El diácono Teófilo, que se ocupó de todo, estaba satisfecho de verme instalada cerca del arzobispo, donde fuese posible llegar rápidamente hasta mí si éste se ponía enfermo.

—Y es mejor que vivas entre cristianos, no entre judíos —manifestó—. No tengo intención de hablar contra tu maestro, pero no es apropiado tener que buscar al médico de su santidad en la casa de un judío. —Y eso sin mencionar el modo en que se inquietaban los pacientes judíos de Filón al ver entrar y salir a todos esos monjes.

Dije a Teófilo que por el momento preferiría sólo un cuarto, para evitar las preocupaciones de dirigir una casa. Tampoco podía tener esclavos, y quería vivir con sencillez. Teófilo encontró una casa perteneciente a una monja alejandrina de gran fortuna, donde me permitiría el uso de un cuarto en forma gratuita, sorprendida por mi insistencia en tener sólo un aposento. Una estaba en el último piso de la casa, y las otras eran ocupadas por otras monjas. A la dueña de la casa le preocupaba un poco cederme aquel cuarto. No estaba segura de que a las monjas les agradase la presencia de un hombre en la casa, aunque se tratase de un eunuco que no ponía en peligro su virtud, pero aquéllas convinieron en que un médico personal del arzobispo era un huésped aceptable y accedieron a asumir las tareas de limpiar mis pertenencias, traerme agua y cocinar por una pequeña suma, a pesar de que vivían con sencillez, comían sólo una vez al día —en general pan y legumbres— y se abstenían de carne y de vino. Yo adquiría muchas de mis comidas en el mercado, cenaba en casa de Filón por lo menos una vez a la semana a fin de discutir mis casos con él, y a veces me citaba con Teógenes en la taberna para comer juntos.

La verdad es que las monjas me gustaban mucho más de lo que había pensado. Eran tres: Anastasia, Ágata y Amundora. Todas de origen humilde (en contraste con la dueña de la casa, cuyo abolengo habría hecho a mi padre avergonzarse del suyo) y de una devoción fanática, aunque las tres tenían un sentido del humor sorprendentemente vulgar. Tampoco eran elegantes ni reservadas. «¡Ah, Caritón! —me dijo Amundora, después de haberle dado una vez un remedio para sus callos—. Yo creía que un eunuco no serviría para nada, pero tú ya has hecho más por mí que una semana de oraciones de los monjes. Lo cual demuestra que los huevos valen menos que los sesos, ¿no? Y no es que los monjes tengan ni unos ni otros, los pobres». Cerró el comentario con una fuerte carcajada, como siempre que se le ocurría hablar mal de los monjes. Acerca de éstos tenía mucho que decir, tal vez porque los consideraba como hermanos, hermanos menores charlatanes y arrogantes que necesitaban de alguien que los pusiera en su lugar. Las monjas recorrían la ciudad cuidando de los pobres, tejían telas y las vendían para mantenerse y realizaban trabajos en la iglesia. Tenían una independencia que las llenaba de orgullo y les desagradaba que se atribuyera a los monjes una categoría superior. Apenas me instalé cerca de ellas me señalaron que en las tareas de enfermería eran tan capaces como los monjes del hospital y me sugirieron que informase del hecho a su santidad.

—Estoy seguro de que es verdad —dijo Atanasio cuando lo mencioné—, pero si pongo juntos monjas y monjes en los hospitales, los paganos hablarán. Tal vez debería fundar otro y permitir que las monjas lo administraran.

Aún tosía de vez en cuando y se fatigaba más de lo normal, a pesar de que había pasado más de un mes desde su enfermedad. En realidad, nunca descansó lo suficiente. Estaba ya ejerciendo la dirección total de la Iglesia, escuchando juicios en las cortes eclesiásticas, distribuyendo los fondos, nombrando obispos y clérigos, predicando, organizando y escribiendo largas cartas a los obispos de la facción nicena de todo el Oriente. Cabe destacar que los funcionarios imperiales tenían gran curiosidad por el destino y el contenido de aquellas cartas, y trataron de sobornarme varias veces para conseguir esa información. Les dije que aquella correspondencia era privada y desde entonces siempre evitaba verla. Atanasio trabajaba con entusiasmo, se levantaba muy temprano y se dirigía a la iglesia como un torbellino. Además, practicaba el ascetismo, comiendo con la misma austeridad que las monjas y permaneciendo horas postrado en el suelo del templo y orando. Esto no me gustaba nada y así se lo hice saber.

—Volverás a ponerte enfermo. Si tienes que trabajar así, trata mejor tu pobre cuerpo. Come dos veces al día, no una sola, y bebe un poco de vino. El agua no te va bien.

Echó la cabeza hacia atrás, pero sin dejar de sonreír.

Hay demasiado que hacer. Debo fortalecer la Iglesia todo lo posible para que no se desintegre cuando yo muera.

—No me refería a tu trabajo en relación con la Iglesia, sino al ascetismo.

—Querido Caritón —dijo usando mi nombre oficial por haber un secretario presente—. Eres tú quien trabaja demasiado. ¡Un joven delicado como tú por la educación que recibiste, atendiendo a pacientes con diarreas y enteritis, y a la mayoría de la escoria de la población que ni siquiera puede pagarte! ¿Por qué no te tratas mejor, como esos excelentes médicos del templo que con gran elegancia visitan a uno o dos pacientes al día, leen a Oribasios y admiran las constelaciones?

—¿Qué me quieres decir con todo eso? —pregunté. Por entonces, su cortante sarcasmo me era ya familiar.

—Tú eres médico por amor al arte, no por dinero ni fama. Bien, yo soy asceta por amor. El resto de lo que hago es por la Iglesia. Esto, en cambio, lo hago por Dios y por mí. Si debo morir pronto, que pueda buscar a Dios con más fervor, aunque me haga daño. Eres como el médico que se dirige al atleta poco antes del comienzo de la gran carrera y le dice que evite el esfuerzo y el ejercicio excesivos. Mi alma está sedienta de Dios, el Dios eterno. ¿Crees que deseo pasar mi tiempo preocupado por los persas, o por el duque de Egipto, o por una disputa entre los monjes de Nitria y el obispo de Karanis sobre si los monjes deben vender tapices? No dedico mucho tiempo a la plegaria. No me des la lata sobre el objeto de mi dedicación.

—¿Por qué es necesario maltratarse para amar a Dios? Tú no crees que la carne es pecado. He leído tu obra. En ella hablas extensamente del mundo material creado por Dios y de los cuerpos humanos santificados por la encarnación. ¿Por qué, entonces, tienes que castigarte de esta manera?

Atanasio suspiró y miró a su alrededor. Los tratados y las cartas llenaban la mesa hasta el borde, mientras el secretario esperaba con su tablilla y su pluma. Un manto bordado en oro, que se utilizaba para predicar sermones, estaba extendido sobre un triclinio.

—Nuestras vidas están sobrecargadas —dijo, rechazando todo con un gesto como quien borra el contenido de una tablilla—. Necesitamos simplicidad, quietud, pero inventamos necesidades prescindibles para fines triviales, y éstas se amontonan para distraernos de la Verdad. El ermitaño Antonio me dijo un día que un monje es como un pez. Lo sacamos de su elemento y muere. Su elemento es el silencio. En el silencio puedes cambiar este mundo sucio por el Cielo.

No comprendí muy bien, pero era inconfundible el anhelo de su voz por la vida monástica. Callé y luego pedí a Pedro que tratase de alejar del arzobispo la mayor cantidad posible de asuntos eclesiásticos.

—¿Crees que no lo intento? —preguntó—. Pero nadie puede convencer a Tanasi de hacer algo, sobre todo si es algo que redunda en su propio beneficio.

—¿Tanasi? —repetí. No había oído antes ese mote.

Pedro sonrió algo avergonzado. Empezaba a conocer mejor al anciano y me agradaba. Por lo menos era un creyente más profundo que apasionado y tenía una bondad auténtica, dispuesta a servir a todo el mundo.

—Le pusimos ese apodo cuando era diácono. Entonces nadie podía decirle nada sensato, como nadie puede hacerlo ahora. ¿Sabes que una vez tuve que darle unos golpes en la cabeza para arrastrarlo fuera de la iglesia y salvarlo de los soldados? El duque Siriano llegó con sus hombres hasta el mismo altar para arrestarlo, golpeando a todos los que se interponían en su camino, y allí estaba Tanasi, de pie en el trono episcopal, gritando que no se retiraría hasta que hubiesen salido todos sin sufrir daño. Lo golpeé con uno de los candelabros del altar y lo retiramos por la puerta del fondo. Cuando recobró el conocimiento, creyó que Dios había hecho un milagro para hacerlo escapar y no le quitamos la ilusión, ya que gracias a ésta se convenció de que no debía entregarse. No es posible razonar con él cuando obra así. Y la verdad es que te escucha a ti más que a la mayoría de la gente. —Después de reír en voz baja se puso serio—. Si no descansa, no se recuperará, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—No más de lo que se ha recuperado ya. En el estado en que está ahora, la primera enfermedad que contraiga puede matarlo.

Pedro se mordió el labio.

—Bien, Teófilo y yo haremos lo que podamos. Y confiamos en ti, doctor.

No me sentí muy tranquila. Menos tranquilizadora aún fue la carta que recibí de Torión sobre el arzobispo. Le había escrito informándole de lo sucedido por lo menos en parte, y su respuesta fue la última carta que recibí de él antes del invierno.

Leo con sorpresa tu noticia de que has curado al arzobispo Atanasio de una neumonía. Haciendo averiguaciones, me he enterado de que este arzobispo es profundamente odiado en la corte. El prefecto pretoriano lo describe como un demagogo charlatán y el jefe de los funcionarios dice que es depravado y peligroso. Me dijeron que en una ocasión lo acusaron de asesinato y violación, y también de brujería, pero Maia afirma que esos cargos no tenían fundamento. Sea como fuere, existe la certeza de que su sacra majestad piensa aplastar la corriente nicena de Alejandría, para lo cual sólo espera a la muerte de Atanasio. Ha elegido ya un sucesor para Atanasio, un tal Lucio, un buen arriano, y los espías desplegados en la ciudad le informan de lo que hace el arzobispo, ya que se teme que Atanasio intente llevar la rebelión a Alejandría y a Egipto y suspenda los embarques de grano a Constantinopla, lo que naturalmente nos traería innumerables dificultades. Yo en tu lugar, Caritón, me apartaría de un alborotador como él.

—¿Lucio? —dijo Atanasio cuando le dije lo que me había escrito Torión. (También yo era, en cierto modo, una espía)—. Sí, sabía que se proponían ascenderlo. Unos pocos obispos de Antioquía lo consagraron en el trono de San Marcos, a una distancia prudente; cuando Valente me exilió por primera vez trataron de nombrarlo en mi lugar. Tuvieron que alejarlo de la ciudad bajo escolta, y es un milagro que no lo asesinaran después de haber llegado aquí de esa manera, con unos pocos miembros de su séquito. Si vuelve, primero buscará seguramente la protección de las tropas.

—¿Qué hará si viene? —pregunté llena de aprensión.

Atanasio suspiró y luego dijo con aire fatigado:

—No es probable que muestre moderación, si es lo que deseas saber. Es un hombre soberbio, de genio irascible, y un fervoroso arriano. No se tomará el trabajo de buscar la conciliación y estará encantado de hacer uso de la fuerza. —Al mirarme un instante, su expresión se hizo menos severa, sus ojos adoptaron un brillo malicioso y prosiguió—: Pero no creo que debas temer por ti. No tendrá ningún interés en perseguir médicos mientras tenga monjes para hacer azotar, a menos, claro está, que hayas logrado atraer la atención de sus espías.

No había reparado en los espías cuando llegué por primera vez al palacio, pero aquella conversación y la carta de Torión me permitieron ver que estaban en todas partes. Siempre circulaban algunos clérigos, gente de fuera de Egipto, algunos portadores de cartas de obispos extranjeros, otros con misiones menos concretas, y todos formulaban gran cantidad de preguntas. Había también gente que estaba al servicio del prefecto, el gobernador Paladio. Además estaban los agentes. Agentes in rebus, «agentes en cosas», una expresión latina de maravillosa vaguedad. Son correos que llevan mensajes oficiales e información de las diferentes partes del imperio a la corte de sus sacras majestades. Pero ellos, y en particular sus inspectores, o curiosi, son también espías. Pueden alojarse en casa de cualquier hombre rico y envían informes sobre lo que oyen allí, revelando todos los chismes y rumores al maestro de los oficios. Un agente abandonó el palacio poco después de que resultase obvio que por el momento Atanasio no moriría, y su sustituto apareció sólo seis semanas más tarde.

Una mañana de noviembre, cuando terminaba de examinar al arzobispo, oí que llamaban a la puerta. Sin esperar respuesta, entró un hombre joven y alto que lucía una chaqueta militar corta y exhibía un aire desdeñoso, precediendo al compungido Teófilo.

—Atanarico de Sárdica, curiosus de los agentes in rebus, a ver al arzobispo Atanasio —anunció.

Atanasio lo miró con disgusto y me indicó con una seña que cogiese su capa. Se la había quitado para permitirme admirar su rostro. Atanarico, a pesar de que comenzaba como el nombre del arzobispo, no era un nombre griego, ni siquiera romano. Era godo puro. Sin embargo, las funciones de los agentes se aproximaban más a las militares que al servicio civil, y los godos son habituales en el ejército. El hombre, además, tenía aspecto de godo. Tenía el pelo castaño claro, bastante largo, y una barba recortada; llevaba espada en un costado. Además de la capa militar usaba pantalones. Estos estaban sucios, y el hombre despedía el olor de los caballos. Era evidente que acababa de llegar a la ciudad. Estaba junto a la puerta con el pulgar hundido en el cinturón de su espada. Irritado, Teófilo volvió la cabeza para mirarlo.

—Salud, excelentísimo Atanarico —dijo Atanasio, levantándose. El agente era notablemente más alto que él—. ¿Puedo ver tu autorización?

Atanarico le entregó un sello suspendido de una cadena y una carta firmada. Atanasio examinó el sello, leyó la carta y devolvió ambas cosas.

—¿Las autoridades requieren que te alojes aquí? —preguntó con tono resignado—. ¿Cuánto tiempo te llevará inspeccionar los puestos? —Ésta era, a decir verdad, una de las funciones de un curiosus.

—¡Hasta la primavera, más o menos! —respondió alegremente el godo. Tenía un acento extraño, áspero y entrecortado, y pronunciaba cada palabra por separado en lugar de arrastrarlas como hacen los griegos—. Tal vez más. Nunca se sabe. —Al mirarme arqueó las cejas—. ¿Tienes ahora chambelanes eunucos personales, santidad?

Yo estaba habituada a tales miradas y también al disgusto que muestra un hombre normal frente a un eunuco, por lo que me concentré en guardar mi instrumental médico.

—Es mi médico, Caritón de Éfeso. Teófilo, ¿puede tu piedad encontrar una habitación para el excelentísimo correo?

Atanarico gruñó algo y se retiró con Teófilo. Pero al día siguiente, en el patio, cuando salía del palacio, me agarró de un brazo y me llamó aparte.

—¡Caritón de Éfeso! —exclamó con cordialidad, cogiendo el borde de mi capa—. ¿Cómo está su santidad esta mañana?

—Tal como ha estado en el último mes —respondí—. ¿Puedes soltar mi capa, excelencia? Tengo que ver a un paciente.

—¡Cómo! ¿Otros además del arzobispo? ¿Te pagan bien? Estaba cerca la oferta de un soborno.

—Algunos, sí. Otros no pagan nada. Tengo todo el dinero que necesito.

—A nadie le sucede eso. Mira, eunuco…, ilustre doctor, pues…, la salud del arzobispo es un asunto que despierta muchísimo interés en Antioquía y en Constantinopla, además de Alejandría. A mis amos les agradaría mucho saber qué está haciendo la Iglesia alejandrina por la salud del obispo Atanasio. Estaríamos dispuestos a pagar por cualquier dato, desde luego. ¿Qué opinas de unos honorarios de… diez sólidos por consulta, eh? Es más de lo que te paga el viejo niceno.

Sin duda era así. Nadie paga tan bien a los médicos como los espías.

—Lo lamento, perfectísimo —dije—. He hecho un juramento y no puedo aceptar tu gentil oferta.

—¿Qué juramento? —preguntó, intrigado y con cierta suspicacia.

—El juramento de Hipócrates. Soy hipocrático por formación y por inclinación.

El hombre se echó a reír.

—Pensé que querías decir que el arzobispo te había hecho jurar para guardar secreto. Muy bien, quince sólidos. ¿Es menos estricto ahora el juramento?

—El juramento no deja de ser como es bajo ninguna circunstancia —le repliqué—. Déjame partir. Como ya te he dicho, tengo un paciente.

—¡No pongas esa cara de malhumor! —exclamó. Su rostro se había congestionado un poco—. Ahora resultará que un eunuco se toma en serio el juramento hipocrático. ¿En qué gastas tu dinero? ¿Cómo haces para que te alcance? ¿No necesitas a las mujeres? ¿Y el vino, las obras de arte, la ropa lujosa?

Me pareció especialmente tonta la mención de la ropa, ya que yo vestía mi vieja túnica azul para el trabajo y en aquel momento tenía muy mal aspecto. En realidad, el dinero no podría haberme tentado, aunque hubiese estado libre de toda relación con el arzobispo. Ganaba ya muchísimo más de lo que gastaba. Lo único que necesitaba era conocer el arte.

—Los rollos de papiro, sí. Pero me sobra el dinero para comprarlos.

—Estoy seguro de que tienes bastante dinero, pero siempre es bueno tener más. Veinte sólidos entonces. Bien, veinticinco. Te advierto que es mi última oferta.

—Mi paciente me espera —insistí con rabia—. Por favor, suelta mi capa.

Obedeció, a la vez que me preguntaba:

—¿Qué poder tiene sobre ti el arzobispo?

—Es mi paciente. Salud, excelencia.

Con esto me aparté y lo dejé allí, de pie, mirándome con expresión de sorpresa.

—Unos bárbaros estaban hablando de ti en el templo esta mañana —me dijo Teógenes cuando nos encontramos días más tarde en la taberna de Calias.

—¿Un bárbaro? —pregunté sorprendida y alarmada—. ¿Te refieres al agente Atanarico de Sárdica?

—Así se llamaba. —Teógenes cogió el recipiente que había en la mesa, llenó de vino las copas y agitó la suya—. Llamó bastante la atención por venir al templo vistiendo pantalones, con una espada y agitando su autorización para el puesto. Todo el mundo se preguntaba qué habías hecho.

—Me quiso sobornar y lo rechacé —dije con amargura—. ¿Qué quería saber?

—Si eras un buen médico, si eras honrado, si te interesa el dinero. «Sí», «sí», y «no» fueron las tres respuestas que obtuvo. Bueno, Nicias le comentó que además eras un tonto presuntuoso y un enemigo de los dioses, pero en otros aspectos estuvo de acuerdo con nosotros. El agente dijo que un amigo suyo estaba pensando en ofrecerte un puesto, pero no pidió referencias tuyas, de modo que nadie le creyó. Sospecho que buscaba algo para someterte a algún tipo de chantaje. No te preocupes, no habrá obtenido el secreto de tus negros y turbios motivos para alejarte de Éfeso, fuesen los que fueran. La gente no cuenta lo que ignora.

Me restregué el rostro al tiempo que suspiraba.

—Tal vez tendría que haber aceptado el soborno —solté—. Le sorprendió tanto descubrir a un eunuco rechazando dinero que probablemente sospecha algo. Sólo que no podría darle información fidedigna, y decir mentiras da mucho trabajo y crea dificultades.

Teógenes soltó una carcajada.

—Has sorprendido a muchos con esa actitud, ¿verdad? ¡Vamos, no te preocupes! Sólo sabe de ti que eres un buen médico y que no tienes el más mínimo interés en el dinero. —La esclava nos trajo el almuerzo: una fuente de anguilas asadas con remolachas. Teógenes metió un pedazo de pan en el plato y comió—. Ahora que está enterado de que no puede sobornarte, no tienes por qué tener tratos con él.

A pesar de ello, una noche me despertó un golpe en mi puerta poco después de haberme acostado. Me levanté. El brasero se había apagado y el cuarto estaba frío. Había dormido con la túnica puesta sin el corsé.

—¿Quién es? —pregunté tiritando y buscando las sandalias al tiempo que me vestía.

Era uno de los esclavos del palacio episcopal. Alguien se había puesto enfermo y tenía que acudir de inmediato. Le dije que esperase mientras me vestía, me puse el corsé, la túnica y la capa, y cogí mi maleta médica al salir.

Era una noche fría. La calle estaba llena de niebla húmeda del puerto. A la derecha, el Faro proyectaba sus rayos hacia el mar, reflejando la luz, mediante sus espejos, lejos de la ciudad. No había otra iluminación y la calle estaba desierta. Una rata chilló cuando uno de los gatos vagabundos la atrapó en un callejón. Tropecé en la oscuridad con desperdicios amontonados en la calle y el hombre del palacio comentó que era una noche horrible. De repente me acordé de Éfeso como hacía años que no lo hacía. Allí podía dormir cuanto quisiese, y no trabajaba en las noches frías ni en las tardes calurosas. Había jardines donde reposar, comodidad en todas partes, limpieza, paz. Me imaginé en el pequeño dormitorio blanco compartido con Maia, tendida en la cama después de un baño (desde mi llegada a Alejandría nunca me había bañado debidamente), escuchando cantar a mi nodriza y preguntándome qué sucedería cuando me casase. «Mira —me dije—, podrías volver, o ir a Constantinopla y reunirte con Torión. ¿Piensas ir?»

Desde luego que no. Erguí la espalda y seguimos marchando y dando traspiés hacia el palacio episcopal.

Atanasio y Teófilo me esperaban en la sala de recepción del palacio. Estaban sentados en el suelo a la manera de los escribas y susurraban absortos. Teófilo agitaba la cabeza. Me agradó ver al arzobispo. El esclavo no había dicho quién estaba enfermo y yo estaba demasiado dormida para preguntar.

—Caritón —dijo Atanasio al abrirme la puerta—. ¿Es común la enteritis en esta época del año?

—Estamos próximos al solsticio —le dije sin comprender muy bien—. Es una mala época para la salud. Sí, he visto unos cuantos casos recientemente. Pero la situación es mejor ahora que en el otoño.

—No sería muy bueno que la ciudad entera muriese por culpa de este mal. Dirían siempre que nosotros lo envenenamos.

—¿A quién? —pregunté.

—A ese godo —replicó Teófilo con desdén—. Ese agente arriano.

Atanasio le dirigió un gesto de reproche.

—Haz todo lo que puedas por curarlo —me dijo—. No quiero dar ninguna excusa al prefecto para que inicie un juicio contra nosotros.

—Yo siempre hago lo que puedo por el paciente. ¿Puedes retirarte a la cama, por favor, santidad? No debieras estar levantado hasta tan tarde. Caerás enfermo de esto, sea lo que sea; y tienes menos probabilidades de sobrevivir que un hombre joven y fuerte. Te haré llamar si hay alguna novedad.

—¡Santo Dios! ¡Dios Eterno! —exclamó Atanasio—. ¡Los médicos! ¡Una vez que los dejamos entrar en nuestra casa se creen dueños de nosotros! En primer lugar, dime si el hombre vivirá.

Atanarico tenía su propio cuarto en el palacio, uno pequeño. Encontramos al agente acurrucado y tiritando. Toda su fuerza y su arrogancia habían desaparecido, y estaba extenuado, en estado casi comatoso. Me había resultado antipático, pero causa pena ver a una persona joven y fuerte doblada por la inminencia de la muerte. Habían deshecho su cama, pero flotaba en el aire el olor a vómito. Pulso débil e irregular, fiebre elevada. Los ojos estaban entrecerrados, dejando ver la córnea bajo los párpados, signo muy grave. Pregunté al hombre que lo cuidaba si además tenía diarrea, y me tranquilizó su respuesta afirmativa. Ese aspecto de los ojos podía significar la muerte, pero también podía haber sido producido por la diarrea. El estado del agente me sorprendió. O se había agravado con gran rapidez, o bien a nadie se le había ocurrido llamarme antes. Interrogué al personal y me dijeron que aquella mañana se había sentido mal, se había acostado y había comenzado a vomitar, y que los vómitos habían continuado hasta que cayó en aquel estado. Por otra parte, por lo que pude averiguar, no había segregado sangre ni pus por vía bucal ni intestinal, y no tenía partes del cuerpo más inflamadas que otras, hecho que me llevó a diagnosticar una fiebre intestinal aguda más que una infección, de modo que le dije al arzobispo que tenía buenas probabilidades de vivir. Al oír esto, Atanasio accedió a retirarse a su cama. A los otros les advertí que no le permitiesen volver a entrar.

El cuidado del agente debía ser muy minucioso. Aquella primera mañana tuve casi la certeza de que moriría, pues no retenía nada en el estómago y se estaba deshidratando rápidamente. Le administré supositorios y mantuve el cuarto relativamente fresco. Le lavé el cuerpo varias veces, y le di agua con miel y áloe embebida en una esponja, y ordené a los cuidadores que quemaran opio bajo su nariz para aliviar el dolor. A pesar de todo, la tarea era muy difícil. La suma de vómitos, diarrea y fiebre alta es peligrosa y se requiere un físico vigoroso para vencerla. Afortunadamente, Atanarico era fuerte, un hombre sano y bien alimentado; y por lo tanto se repuso. Logré hacerle retener más agua con miel, una buena dosis de opio y por último más agua con miel, hasta que por la noche comenzó por fin a sudar, con lo cual bajó la fiebre. Entonces consideré que se debía simplemente alimentarlo con sensatez y mantenerlo en reposo hasta que mejorase. A pesar de ello y para estar segura, pasé aquella noche a su lado. En mitad de la noche se despertó, murmurando palabras en latín, la lengua de su Sárdica natal. Había vuelto a aumentar la fiebre y deliraba. Cuando intenté darle una dosis de cicuta, la rechazó y me llamó envenenador, o por lo menos, eso es lo que yo entendí. Yo tenía apenas unas nociones de latín jurídico de Torión y no lo había usado desde hacía años. Tartamudeando algunas de las palabras que conocía le dije que la poción era medicina.

Medicus sum[2] —le dije, a lo que respondió:

Non medicus, mulier venefica[3]!

Insistí.

Medicus.

Por fin conseguí hacer que bebiese y se durmiese otra vez, sin dejar antes de agitarse y murmurar. La cicuta hizo bajar la fiebre.

Por la mañana estaba lúcido. Uno de los servidores me despertó sacudiéndome tan pronto como vio que el paciente se movía. Me acerqué y le tomé el pulso. Él me miraba sin comprender. El sol de la mañana daba reflejos dorados a su pelo. Tenía de nuevo la mirada normal de sus ojos, de un intenso color azul. Por primera vez advertí que era muy apuesto.

—Caritón de Éfeso —susurré por fin. Estaba desilusionado.

—Tu médico —le dije—. ¿Cómo te sientes? —El pulso era normal y la fiebre estaba en niveles aceptables.

—Me envenenaron —dijo frunciendo el ceño.

—Tuviste un acceso agudo de enteritis —indiqué—. Probablemente causado por beber agua a la que no estabas habituado. Su santidad me dijo que hiciese todo lo posible por curarte y así lo he hecho.

Seguía con el ceño fruncido y miraba a su alrededor sin comprender.

—Anoche había una mujer aquí —dijo.

—Anoche estaba yo. Delirabas y decías que una mujer trataba de envenenarte cuando yo trataba de darte una dosis de cicuta.

—¿No es eso un veneno?

—Claro. La mayoría de las drogas lo son. Todo depende de la dosis. ¿Quieres comer algo?

La sopa de cebada, según Hipócrates, es el alimento más adecuado para los convalecientes, de modo que me ocupé de dar sopa de cebada a Atanarico, reemplazándola gradualmente por pan, y luego vino y el resto de una dieta normal. De hecho, el agente se restableció con la misma rapidez con que había enfermado y en seguida quiso levantarse y caminar. Además, cumplía con su trabajo. Aun antes de que le permitiera levantarse ya estaba interrogando a los servidores y tratando otra vez de sobornarme.

—Me dicen que el arzobispo Atanasio tuvo una revelación divina relacionada contigo —me dijo durante una de mis visitas. No cabía sorprenderse de que se hubiese enterado si toda la servidumbre lo sabía y lo divulgaba con orgullo. Al parecer, durante nuestra conversación me habían convertido de arriano a niceno.

—Su santidad lo describió así —repuse—. ¿Moviste el vientre hoy?

—No cambies de tema —me reconvino—. ¿Qué descubrió?

—Nada que pueda perjudicarme —dije con aire distraído—. ¿Tienes calambres, flatulencias, náuseas?

Atanarico gruñó algo en latín.

—¿Eres tú realmente un fervoroso niceno? —inquirió.

—¿Cómo puedo tratarte si no respondes a mis preguntas? ¿Eres tú realmente un fervoroso arriano?

—A decir verdad —respondió encogiéndose de hombros—, no me interesa mucho la teología, pero soy leal a sus sacras majestades. Y es peligroso tener este tipo de inestabilidad en la diócesis más rica del imperio, con un predicador viejo y demagogo que pone su noción de la divinidad por encima del bien común, exponiendo a los ejércitos romanos al peligro de los persas por no estar de acuerdo con el emperador acerca de la relación entre las tres partes de la Trinidad. ¡Cualquiera diría que él es el emperador, a juzgar por sus actos! Y todo su poder no tiene justificación. Claro que los oficios no le dieron derecho a gobernar Egipto. No puedes tener dos poderes diferentes en el Estado, pues pones en peligro la seguridad pública. Aparte del fanatismo, no sé por qué lo apoyan.

No dije nada y empecé a guardar mi instrumental. Pensé que en materia de teología era nicena. La obra de Atanasio me había impresionado lo suficiente como para estar de acuerdo con él en ese punto, pero en realidad el asunto no me apasionaba. Con todo, no sentía lealtad hacia sus sacras majestades. Tampoco me agradaba imaginarme a los soldados romanos corriendo el riesgo de ser vencidos por los persas, pero esta gran tiranía que rige el mundo, el omnipotente poder imperial, frente al cual no hay apelación, que gobierna por la fuerza e impone sus edictos bajo pena de tortura y de muerte, no me inspiraba mucho amor. Creía que debía permitirse a la Iglesia determinar su propio destino, elegir su propia teología, seleccionar sus propios obispos, en lugar de que les fuesen impuestos por Constantinopla. Aparte de la Iglesia, no había poder en el mundo capaz de oponerse a los emperadores; salvo Atanasio, ningún hombre habría podido luchar contra ellos como un igual sin reclamar la púrpura para sí. Razón fundamental por la que todos los egipcios, y no sólo los cristianos, apoyaban al arzobispo. Razón, en fin, para prestarle mi propio apoyo.

Era evidente que no podía decirle tal cosa a Atanarico.

—Debes descansar —le aconsejé—. Y comer solamente sopa de cebada. Te veré mañana.

De nuevo juró en latín.

—De todos los eunucos del mundo —rezongó—, ¿por qué tuvo que tocarme un eunuco virtuoso que está al servicio del arzobispo?

—No conoces a todos los eunucos del mundo —repliqué, y al volverme añadí—: ¿Cómo sabes que todos los demás carecen de virtud?

Dos días después de este episodio desperté sintiéndome mareada y acalorada. Era un día húmedo y fresco de finales de diciembre y habitualmente yo sentía frío por la mañana, pero comprobé que había apartado las mantas de la cama y que estaba sudando.

Tenía pacientes que visitar aquel día, cinco que no habían llegado aún al momento de crisis y una docena de convalecientes. Cuando me levanté, advertí que me dolían los músculos y que tenía el estómago revuelto. Me sería imposible cumplir con mi trabajo como cualquier otro día. Además, sería una gran irresponsabilidad hacer las visitas y correr el riesgo de contagiar la fiebre a mis enfermos; con su estado de debilidad, podría ser fatal. Así pues, di a Ágata, una de las monjas, dos o tres dracmas para que fuera a ver a los pacientes y les dijera que yo estaba enferma. Envié indicaciones de tratamiento para cada uno y preparé algunos remedios, dando además el nombre de otros médicos por si requerían atención personal. Hecho esto, me acosté. Amundora subió y me ofreció un poco de pan con comino y vino caliente con miel, dos manjares, que seguramente tuvo que comprar, pues ella no los consumía. Pero para entonces ya me sentía muy mal y no soportaba siquiera el olor de aquellos alimentos. Le di las gracias y le dije que sólo necesitaba reposo. La monja permaneció indecisa junto a la puerta.

—¡Ay, pareces enfermo! —me dijo—. Bien, estaré en casa todo el día. Si necesitas algo, no tienes más que gritar.

Le prometí que la llamaría y, apenas se retiró, vomité en la bacinilla.

Nunca en mi vida me había puesto verdaderamente enferma. Había tenido resfriados, desde luego, pero nada parecido a aquello. Me sentía fatal y en mitad de la tarde estaba además extenuada. Evidentemente, tenía la misma fiebre que Atanarico, pero era imposible determinar si me la había contagiado él u otro paciente. Me preparé una esponja con opio y agua con miel, que chupaba después de vomitar, con la esperanza de dormir y calmar las arcadas, pero no apreciaba alivio alguno. No toleraba nada en el estómago, a pesar de que había probado cicuta para la fiebre y nardo y áloe para las náuseas.

Amundora vino a media tarde y al verme dejó escapar un gemido. Estaba consternada. Retiró la bacinilla llena, lavó el suelo y trató de lavarme a mí.

—Déjame tranquilo —le dije—. Voy a mejorar. Conozco esta fiebre. Estalla de repente y se va al poco tiempo.

Se retiró de mala gana y volvió con más agua. Le pedí que mojase la esponja, y lo hizo y me la dio, si bien con aire muy preocupado. «El agua pura no sirve para una enfermedad aguda —pensé instintivamente—. Por lo menos debía combinarse con miel o quizás una mezcla de miel y salmuera. Y además, opio».

Exigía demasiado esfuerzo explicar todo esto a Amundora. Cogí la esponja mojada y me la llevé a la boca, tiritando. La cara de la monja, sombría y preocupada, parecía flotar muy lejos de mí. Me habría gustado que estuviese Maia a mi lado.

—Estás demasiado enfermo para atenderte tú mismo —dijo Amundora—. Te voy a mandar llamar otro médico.

—¡No! —le solté muy inquieta—. Nadie me hará nada que no esté haciendo yo. Todo lo que necesito es reposo. Déjame tranquilo.

Me apoyé en la almohada y oí alejarse sus pasos hacia la puerta y bajar luego las escaleras. Me eché a llorar sin poder contenerme. Hacía mucho calor y estaba oscuro; y echaba de menos a Maia. Vomité otra vez, pero no necesité la bacinilla.

Tenía el estómago contraído y vacío, en el que sólo había aire y dolor. Las arcadas duraron una eternidad.

Oscureció más aún. Entró alguien y gritó sacudiéndome.

Murmurando y sollozando, pedí que se fuese, aunque no me di cuenta de cuándo se fue. Cuando volví a tener conciencia, alguien había encendido una lámpara de aceite y estaba de pie, mirándome.

—¿Maia? —pregunté, y traté de sentarme, pero el movimiento me hizo vomitar de nuevo.

El visitante se acercó, me tocó la frente y me tomó el pulso. Era Filón.

—¿Cuándo empezó esto? —me preguntó, mirándome por encima del hombro.

—Esta mañana —contestó Amundora—. Lo encontré muy mal, pero no me permitió enviar por nadie. Cuando subí, después de las oraciones de la tarde, estaba aletargado y no me oyó. Recordé entonces que tú eras su maestro, ilustrísimo, y corrí a buscarte.

Filón estaba examinándome los ojos.

—Es una fiebre muy peligrosa —dijo—. He visto dos o tres casos como éste en los últimos meses y todos murieron. Tendría que haber pedido ayuda antes. Me alegro de que me hayas llamado esta noche. Vamos, Caritón, por lo menos ya estás consciente. Voy a examinarte.

—No. Vete. Déjame en paz.

—¿Quieres traer un brasero? —dijo a Amundora—. Este cuarto está muy frío. Además, quiero hervir agua.

—¡Déjame en paz! —supliqué.

—No seas tonto —respondió y comenzó a abrirme la túnica, cuyo hedor era como para asfixiar a cualquiera. De repente se detuvo—. ¿Y esto? ¿Qué es? —preguntó.

Me puse a llorar. Filón me miraba atónito. Su cara parecía suspendida e inmóvil: la barba cuadrada, los familiares ojos castaños, muy abiertos por el asombro de aquel momento. Las pupilas parecieron llenarse de oscuridad y la cara flotaba como un reflejo en el agua, temblorosa, borrándose en el calor y las tinieblas, dejándome sola.

Cuando volví a despertar, las náuseas terribles habían desaparecido y tenía mucha sed. Traté de sentarme y alguien me sostuvo la cabeza y acercó una copa a mis labios. Era una mezcla de agua con miel y salmuera a la que habían añadido nardo y otro ingrediente amargo, cicuta. Bebí unos sorbos y levanté la vista para ver quién me sostenía. Era Filón.

—Termínatelo —me ordenó. Obedecí y él dejó la copa encima de la mesa—. ¿Cómo te sientes ahora? —me preguntó.

—Mucho mejor. —No reconocía mi propia voz: era un susurro ronco. Había oído aquel tono en otros y había visto la debilidad de la convalecencia. Era extraño reconocerla en mí misma—. Cansado… Tú… has…

—¿Si he descubierto que eres mujer? Era imposible no verlo. Nunca en mi vida me había sentido tan tonto. Mi propio asistente; que vivió más de dos años en mi casa… y yo aceptando que eras un eunuco cuando tenía que haber visto que no lo eras. Que ella no era nada de eso. Quédate quieta. Es una fiebre cruel y tienes que recuperar las fuerzas.

Me quedé inmóvil.

—Lo siento —dije, tratando de no llorar—. ¿Lo has…? ¿Se lo has dicho a alguien?

Filón murmuró algo y me dio una palmadita en el brazo con mucha suavidad.

—No, a nadie. Las monjas de tu casa no lo saben y yo ni siquiera se lo he confiado a Débora. Lo incluyo en mi juramento. ¿Fue eso lo que descubrió el arzobispo?

Asentí con un gesto.

—¡Un anciano, y obispo, y lo advirtió de inmediato! ¡Y yo, médico, no lo descubrí en dos años!

—Creo que cualquiera que lo notara lo haría en seguida —dije. Había pensado mucho sobre ello—. Una vez que te acostumbras á una idea de lo que soy, es mucho más difícil verme como alguien diferente.

Filón suspiró.

—Nunca en mi vida me he sentido tan estúpido. Supongo, entonces, que eres la hija de Teodoro de Éfeso.

—Sí.

—Yo creía que… Bien, no importa.

—Sé lo que pensabas. Te oí una noche cuando hablabas sobre esto con Débora. Lo lamento, Filón.

—¿Por qué lo hiciste?

—Quería aprender el arte de curar. Probablemente no habría escapado si mi padre no hubiese aceptado casarme con Festino, pero, una vez que pude huir, tenía que venir aquí. ¿Puedes comprenderlo? Sé que fue un acto indecente, deshonesto, pero toda mi vida había querido estudiar aquí.

La sonrisa de Filón era extraña.

—En realidad, lo comprendo —dijo, y con un suspiro me tomó el pulso—. Te repondrás —me aseguró—. Esta enfermedad es grave, pero tú te recuperarás con rapidez.

—El paciente que yo traté se repuso muy pronto —observé.

—¡Ah! ¿La conoces, entonces? Pues eres la primera persona que veo sobrevivir. Seguramente atendiste muy bien a tu enfermo.

—Era un hombre joven y fuerte.

—Y tú eres una mujer joven y fuerte. Nunca me habituaré a esto. Nunca te habría empleado de haberlo sabido. No te alteres. No podría aconsejarte que dieras la espalda a la medicina, pues yo mismo sería incapaz de hacerlo. ¿Sabes que yo también tuve que luchar para estudiar? Mis padres eran muy devotos y me criaron para que estudiara la Torá. Cuando terminé mis estudios en Alejandría me enviaron a Tiberíades a estudiar en las cortes patriarcales. Pasé un año allí estudiando la Ley de Moisés y una mañana, al despertar, me di cuenta de que tenía veinte años y no me interesaba nada la Ley de Moisés, sino que quería ejercer el arte de curar. Entonces estaba ya casado y teníamos nuestro hijo, y no había leído un solo capítulo de Hipócrates. Escapé de Tiberíades y vine a Alejandría. Mi padre estaba furioso, y se negó a mantenerme a menos que volviese. Por ello me fui de casa. Mi suegro deseaba que Débora se divorciase de mí para casarla con otro, pero ella, bendita sea, se quedó conmigo. Había entonces en el museo un médico judío, un hombre llamado Temistión. Adamancio era también su discípulo. Me dirigí a él y le rogué que fuese mi maestro. Vaciló, pues yo no conocía otra cosa que la Torá y él era, como Adamancio, un hombre cultivado y un platonista. Consideraba que sería mejor que obedeciese a mi padre, Finalmente me ofrecí como su servidor para llevar a cabo tareas suyas si accedía a enseñarme. Al ver lo desesperado que estaba, accedió. Yo acepté tomarte como ayudante porque veía en ti mi mismo entusiasmo. Si hubiese sabido que eras mujer habría vacilado y te habría sugerido que volvieras a casa con tu familia. Sin embargo, habría estado mal, porque tú y yo nos parecemos. Por el Sagrado Nombre, muchacha, no llores. ¿Quieres un poco de sopa de cebada?

Como dijo Filón, me recuperé muy pronto. Aunque todavía un poco débil, me levanté al día siguiente, pero Filón me aconsejó que no me fatigara. Me quedé a reposar en casa y leí la Materia médica de Dioscórides. Uno de los esclavos del arzobispo fue a preguntar cómo estaba y volvió más tranquilo. (Deduje más tarde que Atanasio había pensado ir personalmente, pero que Teófilo lo había disuadido. «Dijo que te enfadarías si yo contraía la enfermedad», dijo Atanasio días más tarde. «Estaba en lo cierto —repliqué—. Y me habría enfadado y tú habrías muerto. No te cuidas como debes y una enfermedad más leve que ésa podría haberte sido fatal». Atanasio se rio.)

A la mañana siguiente llamaron otra vez a la puerta y apareció Atanarico.

—Tenga salud tu gracia —me dijo, un juego de palabras sobre mi nombre mucho mejor de lo que él imaginaba, puesto que mi nombre es Caris, no Caritón, que significa «gracia» en griego—. Se me ocurrió venir y ver cómo estabas después del regalo que te hice. Lo siento mucho.

—Tengo otros pacientes además de ti —repliqué—. Pude contraer eso en cualquier parte. ¿No quieres sentarte, excelentísimo? Perdona, pero no estoy preparado para recibir visitas.

—No te preocupes —dijo, y se sentó en la mesa de escribir—. ¡Por el cielo! ¡Cuántos papiros tienes!

Era verdad. Alejandría es una ciudad única para adquirir toda clase de obras. En Egipto el papiro es barato y los escribas pueden ganar una fortuna copiando obras y vendiéndolas a la biblioteca. A mi Hipócrates y mi Galeno se habían añadido Herófilo y Erasístrato, Dioscórides y Celso, Cratevas, Nicandro y Oribasios, todas las autoridades de la medicina. Tenía repleta la estantería y la mesa de escribir enteramente cubierta.

—Veo que dijiste la verdad al hablar sobre cómo gastas tu dinero —comentó—. Papiros. Ciertamente, ni en ropa ni en vivienda ni en lujos. ¿No sería útil, no obstante, tener una vivienda más amplia y un esclavo que se ocupe de ella?

Lo miré con recelo. ¿Otro intento de soborno?

—No me gusta complicarme la vida con todo eso —respondí—. Vivir como vivo me da libertad para concentrarme en las cosas que me interesan.

—Es el desinterés del perfecto filósofo. ¿Y quién soy yo para ponerlo en duda? Dime, Caritón. ¿Te has preguntado alguna vez hacia dónde quiere conducirte el arzobispo?

Muchas veces, claro. Pero no quería discutirlo con Atanarico.

—Su santidad el obispo Atanasio es mi paciente —respondí—. Mi función es cuidar de su salud. Lo que haga en su propio dominio no me interesa.

—¿Tampoco cuando podría costarte la vida? Lo que ha hecho es oponerse al emperador. Oponerse a cuatro emperadores, uno tras otro. Su sacra majestad lo tolera ahora por la paz de la ciudad, pero debes prever lo que sucederá cuando muera.

—Excelencia, preferiría no hablar de ello.

—Creo que será mejor que hables. Cuando Atanasio muera, correrá la sangre, y, si estas comprometido, ser médico no te salvará. Pueden detenerte con la misma facilidad que a un fanático loco del desierto de Nitria.

Suspiré. Nada de sobornos. Amenazas.

—Ni pienso derramar sangre, salvo quizás en cirugía, ni el arriano más exaltado puede arrestarme por tratar a mis pacientes.

—¿Y si tus pacientes son fugitivos o criminales? Sería mejor que estuvieses al margen de todo esto. Mira, yo puedo darte una recomendación para el puesto de médico oficial de alguna otra ciudad. Nuestro piadoso y Augusto señor Valentiniano ha nombrado en Roma un grupo de médicos, uno para cada barrio de la ciudad. Tratan de forma gratuita a los pobres y el Estado les paga un buen salario. Estarán encantados de contar con tus servicios y te iría muy bien. Podrías atender a la plebe hasta hartarte y esperar una recompensa mejor que la prisión. Y si no te gusta Roma, hay otras ciudades. No me agradaría nada ver a un buen médico como tú en dificultades.

—¿Has terminado?

Me miró con irritación antes de responder.

—¡Muy bien, no prestes oídos al sentido común!

Había terminado. Yo esperaba una amenaza personal, algo como «Si no abandonas la ciudad y a tu paciente, tendré que dar tu nombre a las autoridades». Quizá su intención era sólo dármelo a entender.

—Agradezco tu consejo, prudentísimo —dije—. Por el momento estoy contenta de estar en esta ciudad con mis amigos. No quiero retenerte. Estoy seguro de que tienes mucho trabajo que hacer.

—¡Malditos sean tus amigos! —exclamó—. Sólo quería ayudarte. Adiós entonces, Caritón, y buena suerte.

Dicho esto, salió, dando un portazo. Sentada en la cama, me pregunté si no debía haberle prestado más atención.

La semana siguiente seguía preocupada, cuando me encontré con Filón. Me había invitado a cenar y debíamos encontrarnos en la plaza Soma después del trabajo del día, ya que mis pacientes vivían en su mayor parte en el sector occidental de la ciudad y los suyos, en el sector oriental. Llegué a la plaza y encontré a Filón sentado en los escombros del viejo mausoleo, al abrigo del viento. De inmediato partimos por la Vía de los Toldos. Unos niños jugaban en las ruinas del viejo museo, una cabra que revolvía las piedras baló cuando llegó su dueña con un cuenco de ordeño, dos prostitutas sonreían entre las sombras junto a las tabernas, y en la iglesia de Alejandro se encendieron las lámparas, con lo que la penumbra recibió sus reflejos de oro y plata. Se oyó entonces un grito y el ruido de muchos pasos marchando al compás de un tambor. Los soldados se aproximaron desfilando, mientras sus botas con clavos sonaban en el pavimento. Todos se apartaron y los miraron. Los niños dejaron de jugar, la mujer se sentó con la cabeza de la cabra apretada contra el pecho para que no balase. Los que encendían las lámparas dentro de la iglesia, y hasta las prostitutas, lo observaban todo con expresión hosca y seria. Las tropas pasaron, doblaron a la izquierda y se alejaron en dirección a la plaza fuerte.

—¿Cómo crees que será la rebelión? —pregunté a Filón.

Cuando los perdimos de vista reanudamos la marcha. No necesité decir nada más. Filón sabía que yo habría querido añadir: «… cuando muera Atanasio».

—Tú sabes más que yo —dijo suspirando—. Estás en el centro de todo. ¿Qué crees tú que sucederá?

Durante un minuto no abrí la boca.

—Las autoridades enviarán a su propio obispo, ese individuo, Lucio —admití por fin—, y la Iglesia no lo aceptará. Habrá desórdenes y arrestos. Tal vez lo que yo realmente quería preguntar era si sería posible cuidar de mis pacientes y mantenerme alejada de los disturbios.

—No lo sé —respondió Filón y me dirigió una mirada comprensiva—. Seguramente, eso depende más de las autoridades que de tus pacientes. Lo mejor sería que te mantuvieras alejado de los disturbios y fueras discreto en tu tratamiento de los fugitivos. ¿Qué otra cosa planeabas hacer?

Le hablé de la oferta de Atanarico.

—¿Médico oficial en Roma? —repitió—. ¡Qué generoso! Seguramente le impresionó todo lo que aprendió de ti. No te sorprendas tanto… desde luego que me interrogó. Quería sacarte información, ¿no? También inquirió en el templo y me hizo preguntas en casa. No creo que haya descubierto nada. Y no creo que pudiese adivinar… eso, entre lo poco que averiguó. ¿De modo que consideras la posibilidad de aceptar la oferta?

—No. No confío en Atanarico. Puede decir lo que quiera cuando se dirige a mí. Las promesas no cuestan nada. Pero no me prometía un empleo, sino unas pocas palabras de recomendación. ¿Y por qué habrían de escucharlo en Roma? No es romano ni médico. Y es probable que allí tengan empleada ya a toda la gente que hace falta. Por último, no me agrada la idea de dejar a mis pacientes precisamente cuando más me necesitan.

Filón se pellizcó el labio e hizo un gesto de aprobación, como sucedía cada vez que yo decía algo comprensible para él dentro de su propia experiencia.

—No —proseguí—, es sólo que me pone nerviosa.

—¿Y quién te lo va a recriminar? ¿Qué sucedería si las autoridades de… bueno, si lo descubriesen?

Me encogí de hombros antes de responder.

—Supongo que me harían volver a mi país en medio de una nube de oprobio. Y una vez que volviese a casa… —Titubeé, mirando distraída las pocas figuras que marchaban deprisa por la ancha calle y los postigos cerrados de las casas. No había nadie cerca, pero yo seguía hablando en un susurro—. Me quedaría sentada allí sin hacer nada el resto de mi vida. No tendría que preocuparme por la boda. Y si alguien se casase conmigo, sería alguien de clase inferior que codiciase el dinero lo suficiente como para soportar la vergüenza; Pero incluso un hombre así exigiría una conducta respetable. Nunca volvería a ser yo misma.

Continuamos caminando en silencio unos minutos más. Filón tenía el ceño fruncido.

—Bien —dijo por fin—. Espero que no tengas dificultades. —Estábamos cerca de su casa y al llegar a la esquina Filón se detuvo. Ya no fruncía el entrecejo—. Me he olvidado de decirte algo. Teógenes vendrá… ¡Si, otra vez! Y ha llegado mi nuevo ayudante. Lo conocerás en la cena.

Había oído hablar de aquel asistente nuevo unas dos semanas atrás e hice un gran esfuerzo por aceptar la idea, aunque no podía dejar de sentir celos. Logré sonreír.

—Me alegro. Con tantos pacientes, necesitas ayuda. Nunca he llegado a comprender por qué no tenías a nadie cuando empecé a trabajar contigo.

Filón rio.

—¿En serio? Te lo explicaré. Yo no gano mucho. La mayoría de los ayudantes se interesan mucho por el dinero. Y aun los que no muestran tanto interés aspiran a formarse con alguien conocido dando como hecho que alguien así ganará dinero, o que por lo menos tendrá algunos pacientes ricos y distinguidos.

—Lo sé —precisé con una sonrisa—. Pero tú eres tan buen médico como Adamancio, o mejor. Podrías haber enseñado en el templo también y también podrías haber encontrado unos cuantos pacientes ricos y distinguidos.

Filón se rascó la barba.

—Tal vez sea verdad. Pero cuando huí de Tiberíades hice un contrato con Dios. «Déjame ser médico —le dije—, y yo trataré a cualquiera que lo necesite y no me preocuparé de que me paguen o no. Usaré el arte para servirte y no buscaré riqueza ni fama para mí». Por ello nunca he tenido tiempo para los pacientes ricos e importantes y nunca ha venido nadie corriendo a arrastrarme a través de la ciudad para tratar a alguien contra mi voluntad. Con todo, quizá por fin gane una cierta reputación. —Con una ancha sonrisa, añadió—: El hombre que enseñó a Caritón de Éfeso.

—No digas cosas absurdas.

—¡Nada de eso! ¿Por qué crees que Critias quiere trabajar conmigo y no con Adamancio? Pues porque oyó que me mencionaban como tu maestro. Y es un joven trabajador y bueno que seguramente será un buen médico, aunque no tan bueno como tú. Pobre muchacho, está cansado ya de oír hablar de ti. ¡Ven, te presentaré!

Avanzó deprisa hacia la casa, sonriente otra vez, y yo lo seguí, deseando ser digna de semejante maestro.

Teógenes y Teófila se casaron al comenzar la época de la vendimia, cuando los jardines del templo estaban todavía cargados de eléboro en plena floración. Se casaron en la sinagoga de Teógenes, en el barrio del Bruquión, un hermoso edificio que por algún motivo se había salvado de la destrucción general. La rodeaba un jardín y tenía columnas, y el interior resplandecía de pinturas y mosaicos. El hermano de Teógenes había recorrido todo el camino en camello desde Antioquía y el hijo de Filón, Alfaios, había llegado de Tiberíades sólo dos días antes. Yo sentía mucha impaciencia por conocerlo, pero no nos caímos bien. Era un joven brillante, apasionado y estrecho de miras, de aproximadamente mi misma edad, y no le interesaba nada salvo la Ley. Lo primero que hizo cuando nos conocimos fue intentar convertirme. Resultó bochornoso para todos y lo hallé muy desconsiderado de su parte. Si hubiese tenido éxito, se habrían creado dificultades para su familia, ya que los monjes de Atanasio no habrían aprobado el proselitismo judío dirigido al médico de su arzobispo. Seguramente, Alfaios creía que era un precio bastante pequeño por la salvación de un alma de la herejía galilea, como la llamaba él. Cuando vio que no podía convertirme y que yo era incapaz de discutir con él sobre la Ley, me dejó tranquila. Sin embargo, era obvio que no confiaba en mí. Sabía algo de mi vida por las cartas de su padre, pero esto no equivale a conocer a alguien y era comprensible su extrañeza al comprobar que un extranjero cristiano, amigo del arzobispo y además eunuco se mezclara tanto en los asuntos de su familia. Tampoco le gustaba Teógenes, pues lo hallaba demasiado mundano.

La boda fue muy lucida. La pareja avanzó bajo el palio nupcial y formuló sus promesas, se entonaron salmos e himnos festivos y al fin hubo una gran fiesta en el jardín. Por fortuna era un día despejado y la temperatura era inusitadamente alta para la estación. Aquel día perfecto, lleno de sol, parecía que todos debían estar alegres al contemplar la dicha de Teógenes y Teófila. Se comió, se bebió y se bailó. Comenzó a oscurecer y se encendieron antorchas fijadas a estacas que comenzaron a parpadear entre los árboles. Todos entregaron presentes a los novios y prosiguió la comida, la bebida y los bailes.

Le regalé a Teófila una de las alhajas de mi madre, un anillo con zafiros y amatistas. Al recibirlo se quedó atónita y lo levantó para admirar las piedras preciosas bajo la luz.

—¡Caritón! —exclamó al verme—. ¡Este anillo era de tu madre! ¡No deberías haberte desprendido de él!

—Úsalo —le dije—. Es mejor usarlo que venderlo. Y no tengo a nadie a quien ofrecérselo.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Después de ponerse el anillo me besó. Teógenes me apretó el hombro y me estrechó la mano. Yo hacía gestos, sin hablar, y luego me perdí entre la gente. La sinagoga estaba desierta y entré en ella a sentarme. Las lámparas situadas frente a la mesa de la Ley estaban encendidas, pero el resto del templo estaba oscuro y en las paredes pintadas se veían formas vagas de animales y hombres. Sentada en el fondo, lloré. Ya no estaba enamorada de Teógenes, pero… ¡eran tan felices! Y yo nunca podría serlo como ellos. No casarse nunca, no ser amada por un hombre guapo, no tener hijos. Por lo menos si aspiraba a practicar el arte. O si continuaba siendo quien era. Y si continuaba siendo quien era, estaría cavando mi propia sepultura, sin una salida al mundo hasta que la muerte viniese a buscarme.

Oí unos pasos cautelosos que entraban a la sinagoga. Me apresuré a contener mis sollozos. Un paso más y una voz que me dijo «¿Caritón?» en un susurro. Era la voz de Filón. Me levanté, enjugué mis lágrimas y Filón se acercó rápidamente.

—Perdona —dije—. Sé que trae mala suerte escapar de una boda, pero era más fuerte que yo.

Filón movió la cabeza.

—Todos lo han comprendido. Es decir, comprenden que un eunuco pueda entristecerse al ver tanta dicha, de la que no puede participar.

Traté de reír.

—Comprendieron bien. Es lo mismo que ser un eunuco.

Filón suspiró y me miró con atención en la penumbra.

—No sé qué responderte —soltó por fin—. Debería decirte «Vuelve a casa, cásate, es natural y sensato, y evidentemente lo deseas». Pero yo estoy habituado a ti como eunuco. No me imagino… —Aquí cayó y extendiendo una mano me acarició la mejilla—. Pobre Caritón —dijo al sentir las lágrimas.

Me eché a llorar de nuevo y me senté.

—Se me pasará —afirmé—. No volveré a casa. Tampoco puedo imaginarlo. Sólo que en este momento me siento desdichada.

—Quizás algún día sea más fácil revelar a todos lo que eres —dijo Filón, sentándose en el suelo junto a mí—. Eres muy buena. Si tu reputación estuviese sólidamente establecida, podría soportar una revelación como la tuya. Podrías dictar tus propias reglas y establecer que las mujeres pueden estudiar medicina.

—Si sucede alguna vez —dije, tragándome un sollozo—, será cuando sea demasiado vieja para casarme.

—Tienes amigos —replicó Filón—, y podrás tener discípulos. Los estudiantes pueden llegar a ser como tus propios hijos, eso es algo que te puedo asegurar.

Le eché los brazos al cuello y lloré apoyada en su hombro.

Después de las amenazas y la oferta Atanarico rehuía mi presencia, aunque permanecía en el palacio formulando preguntas y partiendo de vez en cuando a ver al prefecto o al duque de Egipto, presumiblemente a contrastar información. No tenía mucho tiempo para ocuparme de él. Estaba tan ocupada con mis pacientes que a veces me preguntaba si no sería conveniente pensar en tener un ayudante. Para alguien llegado a la ciudad sólo tres años antes, que no había cumplido aún veinte Y trabajaba solo desde hacía unos pocos meses, era algo extraordinario pensar ya en tomar un ayudante. El hecho era que trabajaba tanto que apenas tenía tiempo para dormir, y cuando surgía una crisis, deseaba contar con alguien que me reemplazase en las visitas, como había hecho Filón conmigo. Sin embargo, no busqué empleo en ninguna otra parte. Estaba orgullosa de mi carrera. Además, el aliento que me había dado Filón era un motivo de esperanza para el futuro. Un día, en un futuro lejano, podría llamarme abiertamente Caris de Éfeso, médica de Alejandría, tal vez maestra de unos pocos estudiantes, incluyendo una o dos mujeres. Era algo para pensar, en todo caso.

Aquel año, la Pascua llegó en abril, es decir, el quinto día del mes de Farmuti, según el sistema egipcio. Los egipcios lo hacen todo en forma diferente de los demás, y tienen su propio calendario. El arzobispo observaba la Cuaresma con mucho rigor, sin comer nada salvo pan duro y sin beber otra cosa que agua, y se trasladaba además por toda la ciudad y sus inmediaciones, predicando y ordenando los asuntos de la Iglesia. Ponía mucho empeño en tener reservas de dinero en lugares ocultos que fuesen útiles a sus partidarios después de su muerte. La Iglesia alejandrina era muy rica y poseía extensas propiedades de tierras en la región. Atanasio y Teófilo revisaban las cuentas minuciosamente, tratando de vincular esos fondos y tierras a sus seguidores para que ningún obispo codicioso pudiese apoderarse de ellos. En este aspecto, Teófilo era muy eficiente, pero a Atanasio le preocupaba su gestión.

—Ama a la Iglesia —me dijo una vez—, pero todavía no sé cuánto ama a Dios.

Y yo me preocupaba por Atanasio. Tosía más y con mayor frecuencia, y de vez en cuando tenía períodos febriles. Estaba extenuado por el ayuno y el trabajo duro, pero si lo reprendía, se limitaba a sonreír, sin molestarse ya en discutir.

La víspera de Pascua se mantuvo en estado de vigilia con la mitad de la población de Alejandría. Comenzaron la celebración en el diminuto santuario del arzobispo Pedro el Mártir, próximo al mar fuera de las murallas de la ciudad. Había una multitud, millares de personas, y me encontré en el centro con mis compañeras de vivienda, las monjas. Al caer la tarde se oían muchos cánticos, los músicos tocaban la lira, la flauta y el címbalo, y algunos bailaban. Cuando oscureció, el Faro se encendió: al principio, un pequeño foco de luz cuando comenzó a arder la leña; luego, una fuerte llamarada de color azafrán y, por último, el gran abanico de luz que cubría el mar oscuro cada vez más lejos a medida que el fuego se danzaba. Se veía la silueta de la misma ciudad, una red de pequeñas luces surcadas por las grandes avenidas de la Vía de los Toldos y la calle Soma. En el otro lado estaba el gran promontorio de Loquias, la plaza fuerte del gobierno, con sus fortificaciones dibujadas en negro contra el mar. Los músicos dejaron de tocar y todo el mundo calló. Se oía el rumor nocturno de los pájaros y el murmullo del mar. Entonces alguien comenzó a cantar.

Era un himno de júbilo con loas al momento en que se hizo toda la luz, cuando el Señor condujo a su gente de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida, de las tinieblas al día. Inició el canto una sola voz, creo que la de un diácono, pero pronto se le unió el resto de los religiosos y todo el mundo se encontró cantando por fin, elevándose la música en grandes oleadas a través de la oscuridad. Me sentí arrastrada por ella y quedé allí, frente al santuario, cantando con todas mis fuerzas. Alguien encendió la hoguera ya preparada y repentinamente vi a Atanasio de pie contra el resplandor del fuego, que se reflejaba en su mejor vestimenta dorada. El pelo blanco enmarcaba su cara y sus ojos contemplaban la luz, muy abiertos e infinitamente regocijados, fijos en un punto situado más allá de las llamas. Supe entonces algo que tendría que haber advertido mucho antes. Estaba ansioso por morir. Había tratado de permanecer con vida mientras fuese absolutamente necesario, por amor a la Iglesia, pero hacía mucho tiempo que tenía la mente fija en la muerte. No viviría otra Pascua y quería que aquella celebración fuese perfecta.

Atanasio encendió su antorcha en la fogata y la gente gritó entusiasmada, con el aplauso alejandrino hondo y rítmico, que no se parece al de otros lugares. Los religiosos encendieron sus antorchas y la gente avanzó con lámparas y velas y todo lo que pudiese arder e iluminar. Los músicos volvieron a tocar y la procesión empezó a retirarse, serpenteando calle abajo hacia la ciudad a través de la Puerta de la Luna y gritando los fuertes hurras con que suelen darse ánimos en las carreras del hipódromo. Yo ya no cantaba. Marchaba en silencio, preguntándome si estarían todos tan contentos si sospechasen que antes de que pasara un año tendrían otro arzobispo, uno apoyado por las tropas.

El servicio de vísperas de Pascua era muy prolongado. Comenzaba con plegarias y cánticos en la catedral. Después llevaban al baptisterio y sumergían en el agua a todos los que había que bautizar. Seguían a esto más cánticos y la procesión de regreso a la iglesia. La congregación se preparaba para escuchar. Se amontonaban millares de caras en la enorme catedral, que se asemejaba a un granero; luz de mil lámparas se reflejaba sobre los austeros mosaicos con imágenes de santos de las paredes, y el olor del incienso y de la gran multitud acalorada lo llenaba todo a nuestro alrededor. Y Atanasio predicaba. Era un sermón violento, apasionado, jubiloso, basado en el texto «La muerte tragada por la victoria». «Ésta es la estación de muerte —dijo—, y es la ocasión de regocijarse. Pues si lo humano tiene un término, lo divino no. Así, cuando hemos muerto, agota nuestra pobre naturaleza, Dios mismo nos eleva, y lleva al Cielo lo que ha nacido en la tierra. Pues Dios nos ha devuelto en Cristo imagen de Su propia eternidad. La muerte, amados, no tiene poder sobre nosotros. El señor de este mundo no tiene poder. ¡La muerte ha sido engullida! ¡Al consumir nuestra mortalidad, se consume a si misma y la victoria queda para nosotros!»

—¡Atanasio! —rugió la congregación.

Recordé el significado de su nombre: «inmortal». Atanasio ocupaba el trono episcopal con los leones de San Marcos tallados, una imagen en verdad inmortal, y su mirada lo abarcaba todo en el recinto. Después de depositar el Evangelio que sostenía, se levantó y extendió los brazos, y la multitud gritó su nombre una y otra vez hasta que su propia voz los hizo callar. Recordé lo que me había dicho, que la aclamación embriaga la voluntad. En aquel momento parecía estar poseído, y habló durante una hora, mientras la multitud lo aclamaba a cada pausa. Acto seguido, celebró la Eucaristía hubo más canto, comida, bebida y baile en la calle, hasta que llegó el día. Entonces, Atanasio predicó y celebró de nuevo la Eucaristía, hasta que por fin, en la mañana diáfana y primaveral, despidió a la gente con una bendición.

No volví a casa. Me dirigí directamente al palacio episcopal y al llegar tropecé con el esclavo que enviaban en mi busca poco después del regreso del arzobispo. Atanasio se había desmayado cuando volvía de la iglesia. Cuando entré en su cuarto, lo encontré doblado en la cama, tosiendo y expectorando sangre. Hice lo que pude: vapor, ventosas, compresas calientes y diversos medicamentos, incluido el eléboro negro, cuyo uso evitaba normalmente. Mas mientras le asistía, el «inmortal» Atanasio parecía flotar con una sonrisa, sin responder a nada, con los ojos fijos en lo que veía detrás del fuego. Estaba enteramente lúcido e insistió en interrumpir el tratamiento para hablar a todo su clero.

El segundo día me hizo salir del cuarto y sostuvo una larga sesión con Pedro y Teófilo. Pedro reapareció llorando. Teófilo, pálido y conmovido, se alejó hacia un lugar apartado. Volví a entrar en el cuarto y contemplé al arzobispo. Por primera vez desde su crisis estábamos a solas. No me había permitido mantener fuera a los demás. Aprovechando la ocasión, eché el cerrojo de la puerta. No había mucha esperanza de que se recobrase, aun cuando se le permitiese descansar, pero siempre seguía existiendo la posibilidad.

Había estado inmóvil, mirando el techo, y cuando oyó el ruido del cerrojo me miró.

—Caris —dijo, y sonrió.

Me acerqué para sentarme a su lado.

—¿Sigues enfadada? —me preguntó sin dejar de sonreír.

—Podrías haber vivido años —le dije.

—Si hubiese escuchado a mi médico —replicó completando la frase—. Bien, he vivido muchos años ya. Más tiempo del que habría esperado. Y, como dijo mi maestro Antonio el Ermitaño, cambiar el mundo por el cielo es como cambiar un dracma de cobre por cien sólidos de oro. —Durante unos instantes me miró con aquellos ojos hundidos, profundos y penetrantes—. La fe continúa sin tener significado para ti, ¿eh? —preguntó—. No es comparable a Hipócrates.

—¡Por el amor de Dios! ¡No querrás pasar tus últimas horas convirtiéndome! —Intenté darle de beber agua con miel, pero la rechazó.

—Se me ocurren formas peores de pasar el tiempo. Pero no todo el mundo está llamado a ser asceta y al servicio divino. Tu forma es buena, aunque no excelente. —Esta vez me miró con tristeza—. Te casarás.

—¿Qué? No tengo intención de casarme. Estoy casada con Hipócrates.

—Sin embargo, tendrás un marido —dijo con voz pausada—, además de tu Hipócrates. Amas demasiado a la gente, Caritón. Mira, yo nunca pensé en ser arzobispo. Quería ser monje, pero era demasiado aficionado al poder y al aplauso y me aprisionaron. El mundo nos atrapa con lo que amamos. Pero todo eso ha terminado. No más batallas ya. —Atanasio calló y luego sonrió; en su cara apareció aquella expresión de embriagadora alegría.

Me sentía impotente, furiosa, profundamente apenada.

—¡Tendrías que haber vivido! ¡Piensa en lo que nos sucederá sin ti! ¡Tu muerte extinguirá toda la luz en Alejandría!

Atanasio trató de echar la cabeza hacia atrás, pero no… La movió con gran dificultad.

—No toda la luz —dijo—. Un hombre no tiene tanta importancia. Y nadie puede vivir eternamente, aun con los mejores médicos. —Sonriendo una vez más, prosiguió—: No debes cerrar la puerta, hija mía. La gente quiere verme. Di a los otros que pueden entrar ahora.

Murió el 2 de mayo, después de medianoche. Conservó la lucidez hasta el fin, alegre, contento de esperar a la muerte cara a cara. La mayoría de la ciudad también esperaba. Muchos grupos rodeaban el palacio aguardando noticias. Yo trataba de medicarlo a pesar de que llegó a ser evidente que pronto dejaría de respirar. Cuando todo terminó, me arrodillé junto a la cama con el resto y lloré con amargura. Era un hombre orgulloso. Se podía creer que hubiera sido arbitrario y violento en su juventud, pero la mente se había elevado por encima de la edad como un águila, y no había nadie como él. Cuando anunciamos su muerte, se hubiera dicho que Alejandría entera vivió el duelo. Se cerraron todos los comercios y en la iglesia se pusieron las colgaduras negras. También se colocaron en el Faro. Se había extinguido una luz, y la ciudad entera aguardaba a sus invasores.

Me corté el pelo en señal de duelo, y traté de comprar una túnica negra, pero el comerciante me dijo que no le quedaba ninguna. Cuando fui al palacio con mi vieja túnica azul (tuve que darle una dosis de opio a Pedro, enfermo de pesar), Teófilo me preguntó por qué no vestía de luto, y al oír mi explicación me dio una vieja capa suya. Sólo Atanarico parecía totalmente indiferente a todo. Antes de que se hubiera enfriado el cuerpo del arzobispo, cogió su autorización y unas cartas del prefecto, montó en su caballo y partió hacia Antioquía y la corte.

El obispo arriano, Lucio, llegó a la ciudad a mediados de junio, muchísimo antes de lo esperado. Había viajado directamente desde Antioquía, llevando consigo al tesorero imperial, Magnus, y algunas cartas que le concedían el mando de la guardia ciudadana, y, como había pronosticado Atanasio, se aseguró de contar con las tropas antes de aventurarse en la ciudad. El duque de Egipto estaba ya en Alejandría con tropas de las cinco provincias del país. Tan pronto como Lucio desembarcó, se clausuró el puerto y cada barco que partía debía tener un pase del prefecto. Las puertas estaban cerradas y custodiadas, y las tropas bajaron desde la plaza fuerte y vigilaron la costa del lago. Y entonces los arrianos empezaron a recorrer la ciudad buscando atanasianos.

Encontraron al arzobispo Pedro. Elegido por el clero y el pueblo de Alejandría, de acuerdo con los cánones de la Iglesia, había ocupado el trono de San Marcos dos días después del funeral de Atanasio aunque desde entonces había estado a menudo enfermo, seguramente debido a los sobresaltos y al miedo que pasó los meses siguientes más que a una enfermedad grave. En cualquier caso, a la súbita presencia de arrianos reaccionó con confusión e incertidumbre. Los soldados le detuvieron en el palacio episcopal y lo encarcelaron. Lucio tomó posesión del trono de San Marcos y fustigó a la Iglesia que él mismo presidía.

Naturalmente, se produjeron desórdenes. Durante todo aquel tiempo yo había vivido en Alejandría sin ver nunca uno. Empezó a haber motines todos los días y estallaban continuamente en todos los sectores de la ciudad, y siempre los sofocaban las tropas con derramamiento de sangre. Era en general una tarde tranquila y calurosa, con las calles vacías bajo el sol egipcio, y de pronto, de algún lugar, se oían los gritos. El ruido se convertía en una verdadera algarabía y un aullido, un sonido inhumano que se elevaba y bajaba, acercándose o alejándose. Aparecía gente corriendo hacia el ruido o huyendo de él, pero moviéndose de forma frenética por el duro empedrado de las calles. Yo, si podía, me quedaba encerrada en casa, o bien en la de algún paciente. Las tropas pasaban marchando, con ruido metálico de armaduras y con los escudos en el brazo, atacando a cualquiera que viesen. El ruido se convertía entonces en alaridos, se cortaba y desaparecía en el sofocante silencio. Salía yo entonces a asistir a los heridos. Lo peor tuvo lugar cuando la plebe intentó liberar a Pedro de los soldados que se lo llevaban. En aquella ocasión, las tropas habían dejado en la calle más de ciento cincuenta cadáveres y no sé cuántos heridos, a pesar de que atendí a muchos de ellos. Tuve que olvidar allí enfermedades y remedios complejos para dedicarme a entablillar fracturas, tratar traumatismos y contusiones y suturar cortes de espada y cuchilladas. Se me agotó el opio y no era posible comprar más. La mayor parte del tiempo los comercios permanecían cerrados. Recetaba eléboro y medicamentos que me facilitaba Filón, pues sus pacientes no participaban mucho en aquella convulsión. Las autoridades comenzaron a interrogar a los detenidos. Ejecutaron a algunos, pero a la mayoría los torturaron y los dejaron en libertad. Músculos y tendones desgarrados, huesos dislocados en el potro, marcas del látigo, el garrote y el fuego, dientes arrancados, cuencas vaciadas… tenía que atenderlos a todos. Todos los hospitales estaban cerrados, todos los monjes arrestados o en fuga. Hasta que algunas tiendas abrieron y pude adquirir más opio.

No cogieron a Teófilo. El diácono había desaparecido en silencio durante la primera ronda de arrestos y se había ocultado en uno los escondites previamente dispuestos. Desde allí trabajaba activamente, sacando de la ciudad a algunos más de los partidarios de Atanasio. A veces me enviaba a buscar para tratar a los pacientes, pero su mayor motivo de preocupación era el arzobispo Pedro.

—Si lo matan —me dijo—, no tendremos un arzobispo canónicamente consagrado, como no lo tienen los lucianos, y nuestra causa se verá mucho más debilitada cuando pidamos apoyo en Occidente. Y no es factible que nos permitan reunirnos y elegir a alguien.

El hecho era que Pedro estaba encarcelado en la plaza fuerte situada en el promontorio de Loquias y aislada por una muralla del resto de la ciudad. No se había permitido a nadie visitarlo. Creíamos que estaba con vida. Tenía un rango bastante elevado y no era posible torturarlo y ejecutarlo sin juicio previo, de modo que cabía esperar que estuviese a salvo. Sin embargo, Teófilo estaba melancólico.

—Asesinaron al obispo Pablo de Constantinopla —dijo—. Lo encerraron en una celda oscura durante seis días sin darle comida ni bebida. Cuando volvieron y comprobaron que aún vivía lo estrangularon. Pero no creo que necesiten estrangular a Pedro, pues no duraría seis días. Y si muere, pueden decir que de todos modos estaba ya enfermo y fingir que no tuvieron la culpa. —En aquel punto se irguió y me dirigió una mirada pensativa y alerta—. Podrían permitir que lo vea su médico, no obstante. Sólo para probar que ellos no tienen culpa alguna.

—Me registrarían —manifesté.

—No tendrías que llevar nada —dijo Teófilo, más animado—; por lo menos la primera vez. Sería útil saber exactamente dónde lo tienen prisionero.

No dije nada. Pedro era mi paciente y me sentía responsable de él. Apreciaba al anciano y me dolía imaginarlo encadenado en una cárcel y tal vez muerto de hambre. Pero si me registraban, me descubrirían. Sería mi ruina, ya que sin duda me devolverían directamente a Éfeso.

—¿Qué sucede? —preguntó Teófilo en tono impaciente—. ¿Tienes miedo?

—Sí —respondí—. Detesto la tortura.

—Después te sacaremos de la ciudad —me tranquilizó—. No dejaremos que te atrapen.

Teófilo dio un golpe sobre la mesa de trabajo con los ojos brillantes de ira.

—¿Es ésta tu lealtad a tu Iglesia y tu arzobispo? —preguntó—. ¿Qué importa que tengas que huir de la ciudad? ¡El arzobispo Pedro tiene derecho a esperar que lo ayudes! Es tu padre espiritual, el amigo que te ha dado hospitalidad no sé cuántas veces y además es tu paciente, y eso, según creo, significa algo para ti ¿no? ¿Valoras tu carrera más que su vida?

Me estremecí. Estaba muy cansada. Era muy tarde y todo el día había estado atendiendo pacientes. Dos habían muerto de envenenamiento de la sangre aquella mañana y temía que otro muriera aquella noche. Me sentía culpable y avergonzada de estar a salvo en medio de tanto sufrimiento. No había participado en la revuelta ni había intentado liberar al arzobispo, ni siquiera había luchado. Me había encerrado en mi cuarto a esperar que todo volviera a calmarse. Las palabras de Teófilo me dolían.

—¿Qué hacen cuando te registran? —le pregunté.

Cuando un prisionero noble recibe la visita de su médico, apenas lo examinan. Había imaginado que me desnudarían o por lo menos registrarían mis ropas en busca de un mensaje o de cuchillos fijados a ellas. Además, me había hecho un falo y lo llevaba en el lugar apropiado para engañar a cualquier mano curiosa. La verdad es que los carceleros observan al prisionero todo el tiempo y cuentan con ello para sorprender cualquier cosa que los amigos puedan pasarle sin ser vistos.

Pedí permiso al prefecto para asistir a Pedro y me enviaron una carta autorizando la visita. La plaza fuerte estaba muy custodiada. Cuando me presenté en la puerta, estudiaron minuciosamente la carta antes de autorizarme a entrar. Luego tuve que permanecer en la sala de guardia hasta que llegó una escolta. Nunca había estado en aquella plaza fuerte. Por la ventana de la sala de guardia veía las anchas calles, las columnas de mármol y pórfiro de los edificios públicos y las altas y verdes palmeras datileras que había detrás de los muros de los jardines privados. Era un sector mucho más tranquilo que la ciudad.

Uno de los carceleros de Pedro, un soldado gordo que lucía una capa negra sobre su armadura de bronce y cuero apareció por fin, me miró con recelo antes de estudiar mi carta de autorización. Acto seguido asintió y me precedió por la calle silenciosa. Descubrí que tenían al arzobispo en una de las torres de centinelas que miran hacia el Gran Puerto. Mi acompañante me llevó allí y me dejó en manos de otro guardia que examinó también mi carta. Una vez comprobado su sello, registró mi bolsa de médico y me condujo a ver a Pedro.

El arzobispo estaba alojado en una habitación relativamente amplia. Si bien la ventana tenía barrotes, podría haber formado parte de una casa privada, pintada de blanco y con un suelo de mosaicos blancos y rojos, una cama, un banco, una bacinilla y una mesa para escribir en la que no había ningún papiro. Cuando entré vi a Pedro tendido en la cama y a dos carceleros más jugando a los dados en el banco. Las manos del arzobispo estaban atadas con cadenas, de forma que cada uno de los extremos estaba fijado a la pared, pero eran muy largas y finas, con eslabones sueltos. Me alegré, pues había curado muchas heridas causadas por cadenas ajustadas.

—¡Caritón! —exclamó Pedro al verme, y se sentó en la cama para dirigirme una amistosa sonrisa—. ¡Que Dios te bendiga, querido hermano! ¡Comenzaba a creer que me habían olvidado del todo!

—Nadie te ha olvidado, santidad —dije después de saludarlo—. ¿Cómo estás?

No demasiado bien. Tenía algo de fiebre y disentería, y parecía deprimido. Lo examiné y le recomendé sopa de cebada para la disentería. No podía hablar mucho porque los carceleros escuchaban, pero le aseguré que todos sus amigos pensaban en él y rezaban por él.

—Y yo rezo por ellos —me dijo—. He oído hablar de lo que está sucediendo. —Por un instante calló y miró sus cadenas con lágrimas en los ojos—. Ojalá Tanasi no me hubiese propuesto para el trono. No soy digno de él. Toda esta gente sufriendo martirio por mí, y no he podido responder adecuadamente.

—Has estado enfermo —le respondí—. Es demasiado pronto para hablar de fracaso. Por otra parte, recuerdo que Atanasio repetía que él no era merecedor del trono; de modo que si te lamentas, lo haces en buena compañía.

—Tanasi era diferente —replicó, moviendo la cabeza—. Temía lo que podría hacerle el poder, y lo que él podría hacer con él, pero siempre supo cómo obtenerlo y utilizarlo. Trató de eludir el trono. Llegó a hacerse enviar a Constantinopla cuando el arzobispo Alejandro agonizaba… pero nadie dudó nunca que él era el candidato elegido. ¡Pero yo! Nunca puedo retener las cosas con claridad en mi mente, por no hablar de dirigir a otros en una emergencia. El trono debería haberle correspondido a Teófilo.

Advertí que los miembros de la custodia tomaban nota del comentario, pero me limité a sonreír y decir:

—Su santidad te nombró a ti, y tú admites que, en la mayoría de las ocasiones, sabía lo que hacía. ¡Valor! Haremos todo lo que podamos para darte mayor bienestar.

—¿Puedes obtenerme algunas copias de las Escrituras? Aquí no hay nada que leer, y es difícil mantenerse fiel cuando dejamos vagar la mente.

Le prometí pedírselas a las autoridades en su nombre; luego, los guardias me acompañaron fuera de la habitación.

Antes de abandonar la plaza fuerte me condujeron a un pequeño recinto que había en la residencia del prefecto, donde durante largo tiempo me interrogaron dos funcionarios; uno de ellos, un notario que escribía notas taquigráficas de todo lo que yo decía. Querían saber algo de Teófilo y de algunos clérigos más. Fingí tener entendido que habían huido de la ciudad. Me ofrecieron un soborno que rechacé disculpándome, aduciendo que era sólo un médico y que nadie confiaba en mí para recibir confidencias. Les di todos los pormenores de la enfermedad de Atanasio y sobre la disentería de Pedro, suministrándoles una infinidad de detalles médicos inútiles. Les pasé entonces la solicitud de lectura hecha por Pedro, manifestando un leve desdén hacia ellos y representando mi papel de médico del mejor modo posible. Después de enviar a alguien a consultar al prefecto, éste envió una nota por la que me autorizaba a llevarle a Pedro las Escrituras. Finalmente me dejaron ir. Mi acompañante me llevó hasta las puertas de la plaza fuerte, las pesadas hojas se abrieron y volví a la ciudad calurosa, ruidosa, libre. Dejé escapar un largo suspiro y tuve que sentarme un rato para recobrar la calma; Sólo una vez pasada la prueba fui capaz de admitir hasta qué punto me había asustado.

Cuando me aseguré de que nadie me seguía, fui a ver a Teófilo y le relaté mi entrevista. Se alegró mucho.

—¡Una atalaya! Si pudiésemos sacarlo de allí, sería fácil ponerlo en una embarcación y alejarlo de la plaza fuerte. Y si de alguna manera fuese posible hacerle llegar dinero, y sobornar a la guardia… Sí… Has actuado muy bien, Caritón. Gracias.

—¿Quieres que abandone la ciudad ahora? —pregunté, inquieta.

—No, no hagas eso. Ahora deben de estar ya vigilándote. Sospecharán algo si desapareces. Debes trabajar en tus tareas habituales. Te haré saber si descubro algún medio de liberar al arzobispo.

—¿Y las Escrituras?

—¡Ah, sí! Haré que te las envíen para que se las lleves mañana. O tal vez… ¿Puedo ver tu carta de autorización?

Se la entregué, la leyó, la dobló y la guardó en la faltriquera con una sonrisa.

—La carta autoriza al portador sólo a entregar las Escrituras en la casa donde tienen a Pedro. Se la pasaré a uno de los amigos del arzobispo, el cual podrá enviar a un emisario a entregarlas esta noche. —Se quedó inmóvil unos instantes, mirando uno de sus anillos de sello y haciéndolo girar una y otra vez. Luego me miró y sonrió otra vez con una expresión extraña—. ¿Cómo puedo comunicarme rápidamente contigo si debo avisarte de algo?

Respondí que dejaría una lista de mis pacientes en casa, y después de que me hubo dado las gracias nos separamos.

Dos días después llegué a casa tarde y no encontré a nadie. La puerta no tenía el cerrojo puesto. Cuando entré y llamé, nadie respondió. Comencé a subir las escaleras. Llegaba al segundo tramo cuando la puerta de mi cuarto se abrió y vi allí a un soldado esperándome. Me detuve y él corrió escaleras abajo y me cogió de la capa.

—¿Caritón de Éfeso? —preguntó, acercando mucho su cara a la mía. Tenía el blanco de los ojos amarillento y bajo la visera de su casco de bronce vi que tenía la nariz fracturada.

—Sí —respondí—. ¿Qué sucede?

El hombre gruñó y me empujó escaleras arriba sin responder. Mi cuarto estaba iluminado por mis propias lámparas de aceite y por una antorcha encendida. Dos soldados más estaban examinando mis pertenencias. El que me tenía agarrado me hizo entrar de un empellón y cerró la puerta a mis espaldas.

—Aquí está —dijo a sus camaradas—. No ha huido, después de todo.

—He estado atendiendo a mis pacientes —dije tratando de erguirme—. ¿Quiénes sois y qué queréis? No he hecho nada.

Si bien traté de no perder el aplomo, estaba muy asustada. No creía que pudiesen castigarme sólo por ser médico de alguien, pero el obispo Lucio era capaz de cualquier cosa.

—Pedro de Alejandría —dijo el soldado que me había cogido—. ¿Dónde está?

Lo miré sorprendida. Teófilo había dicho que me sacaría de la ciudad, que no dejaría que me prendiesen. ¡Era imposible que ya hubiera logrado sacar a Pedro de la ciudad! ¡Era imposible que no me hubiera avisado antes de hacer tal cosa!

—Está… está en prisión —contesté—. En la plaza fuerte. Lo vi allí anteayer.

—Sabemos que lo viste —dijo uno de los soldados con sarcasmo—. Eres el único miembro de su facción que lo vio allí. ¿Dónde está él ahora?

—No sé de qué me hablas.

Otro de los soldados me cogió de los brazos y me los retorció tras la espalda y el otro me abofeteó dos veces. Me sentí atontada y estaba por caer, pero el dolor de mis brazos me lo impidió.

—¡Por el amor de Dios! —exclamé.

—Deja de rezar —ordenó el soldado, y me golpeó en el estómago.

Me doblé hacia delante y, cuando el otro me soltó, caí al suelo. El Primer soldado me dio dos puntapiés, uno en las costillas y otro en la entrepierna. El dolor habría sido intensísimo de haber sido realmente un hombre, si bien era ya bastante horrible. Lancé un grito y el otro soldado volvió a tomarme de los brazos y me levantó, retorciéndomelos.

—Soy un caballero —exclamé cuando pude hablar—. No podéis hacerme esto. —Temblaba intensamente y sentía que algo corría por mi barbilla, seguramente sangre de un corte en el labio.

—¿Tú? Los eunucos sois esclavos.

—Nací libre y de una buena familia.

—¡Eres un asqueroso esclavo lameculos de Atanasio! —espetó uno de los soldados, pero ninguno volvió a pegarme. Es ilegal golpear a los caballeros, y la «buena familia» de la víctima podría buscarle la ruina a un soldado.

—Veremos quién es cuando lleguemos a la prisión —dijo uno e indicó a otro—: Átalo.

Me ataron las manos a la espalda con una tira de cuero, dejando un extremo suelto para sujetarla. Luego me empujaron hacia la esquina más alejada del cuarto y continuaron el examen de mis cosas.

—¡Por Cibeles! —comentó uno de los soldados—. ¡Cuántos tratados!

El jefe de los soldados levantó el tratado de Atanasio sobre la Encarnación y murmuró algo ofensivo. Otro abrió la obra de Galeno. Vio una ilustración del corazón y los pulmones y el hombre se quedó boquiabierto.

—¿Es magia? —preguntó a su superior, muy nervioso.

—Es un texto médico —me apresuré a responder—. Sobre anatomía.

El soldado me dirigió una mirada sombría y acercó el papiro a la antorcha para ver si ardía.

—¡No! —exclamé—. ¡No, por favor! ¡Es muy valioso!

Al oírme miraron el papiro con más respeto.

—Será mejor llevarlo como prueba —comentó el jefe—. Y las cartas.

Así pues, empaquetaron todos mis textos de estudio y las pocas cartas que había sobre la mesa de escribir y lo metieron todo en el baúl de la ropa. Cogieron la bolsa de médico y hurgaron en ella. Buscaban dinero, pero en la habitación no había mucho. Seguía guardando mis objetos de valor en el banco. Vieron el cambio en monedas y se lo guardaron. Luego, mientras dos cargaban el baúl y se quejaban del peso de los papiros y el otro tiraba de la correa que me ataba las muñecas, me llevaron escaleras abajo, por la casa vacía y por las calles, hacia la prisión de la plaza fuerte.

El médico del arzobispo no puede aspirar a una celda individual. Me encerraron en una celda colectiva con unos veinte más. Mis guardianes me condujeron al interior a la luz de sus antorchas y se detuvieron un instante, buscando un lugar donde atarme. La prisión estaba a oscuras, las paredes eran de piedra desnuda y el suelo estaba cubierto de paja sucia y llena de pulgas. Unos ojos desorbitados miraban las antorchas y algunos cuerpos muy sucios se levantaron del suelo para ponerse en cuclillas y mirarnos con recelo, mientras otros continuaban su sueño extenuado. Se oía el ruido de las cadenas, algunos gemidos. Todo el recinto apestaba. Había sólo una zanja a lo largo de la pared que se usaba como letrina y estaba repleta de moscas soñolientas. Era demasiado tarde para que los carceleros preparasen cadenas para mí. Encontraron un soporte libre en una pared, alejaron de un puntapié al hombre que dormía bajo él y me arrastraron para atarme con la tira de cuero.

—Mañana te interrogarán —me dijo el carcelero—. Además, irás al potro de tormento, si lo mereces. Después ya nos ocuparemos de las cadenas. Que duermas bien.

Dicho esto, condujo a los guardianes con las antorchas y la prisión quedó a oscuras.

No tuve tiempo de quedarme allí preguntándome qué había sucedido, ya que tan pronto como se fueron los guardianes los prisioneros empezaron a hacerme preguntas. ¿Quién era yo? ¿Estaba preso también por motivos religiosos? ¿Era verdad que el arzobispo Pedro había escapado? Uno de ellos empezó entonces a gritar muy excitado. Fue una conmoción reconocer, con un horror paralizante, la voz de la monja Amundora.

—¡Han rescatado a nuestro señor, el arzobispo Pedro! —dijo a los otros.

Les contó todo lo que sabía de mí. Que era un eunuco extranjero convertido a la fe nicena después de una revelación divina del arzobispo Atanasio. Que había seguido el camino de la verdadera religión y el ascetismo, tratando a los pobres sin cobrarles nada y honrando a los santos de la Iglesia. Que había visitado al arzobispo Pedro y lo había ayudado a escapar. A ella la habían arrestado aquel mismo día que fueron a buscarme a mí, y estaba sentada en aquella inmunda mazmorra por mi causa, sin saber dónde estaban sus hermanas, si bien a esto no le daba importancia. Pronunció un discurso apasionado lleno de admiración por mí. Todos los prisioneros comenzaron a elogiar mi espíritu resuelto, me dieron ánimos, y también se animaron entre ellos, cantando las loas del martirio. Y yo me sentía enferma, por los castigos y el temor. Si las autoridades creían las historias de Amundora, quizá me torturarían, aun cuando hubiesen descubierto que era mujer.

Me preocupaba lo que sucedería con mis manos al tenerlas atadas toda la noche. Había tratado demasiados dedos con gangrena por haber sufrido ligaduras apretadas para no tener conciencia del peligro. Le pedí al prisionero que estaba a mi lado que me ayudara a aflojar la tira. Estaba encadenado a la pared, pero se las ingenió para tomar la tira de cuero con la pierna y torcerla cerca de mis dedos para que yo pudiera aflojar el nudo. No pude hacer mucho, pero conseguí destensarlo un poco y luego tirar y torcer hacia fuera con las muñecas hasta que la sangre fluyó con fuerza por mis manos.

Aun después de que los prisioneros se hubieron calmado y reinara el silencio en la celda, excepto por algún que otro gemido o ruido de cadenas, yo permanecía sentada en la paja sucia, agotada y completamente despierta. Pensé en llamar a los carceleros y decirles que no era Caritón, médico de la fe nicena, sino Caris, hija de Teodoro de Éfeso, cuyo padre los recompensaría si la enviaban a casa.

Pero me avergonzaba huir, y ni siquiera parecía verdad. Yo no era aquella doncella noble y en realidad no lo había sido nunca. La idea de volver a la casa de mi padre era como la de ser quemada viva, o, mejor dicho, la de sentirme ahogada como un bebé entre almohadones. Parte de ello, o más bien la mayor parte, estribaba en el arte. Cuanto más lo estudiaba, más lo amaba. Nada podía ser más apasionante o más conmovedor que las complejidades y los misterios del cuerpo, nada más maravilloso que comprobar que se había salvado una vida. Además de esto, estaba ya tan acostumbrada a disciplinarme y a controlar mis propios actos que depender de un hombre para que lo hiciese todo era como hacerse cortar la lengua. No, mantendría la farsa tanto como fuese posible hasta que realmente me desnudasen para colocarme en el potro de tormento. Y tal vez no llegasen a este extremo. Tal vez pudiese convencer a las autoridades de que sabía tan poco como ellos sobre la desaparición de Pedro.

Me preguntaba si Teófilo había intentado comunicarse conmigo para decirme que abandonase la ciudad y simplemente no había llegado a tiempo el aviso. Probablemente había surgido una buena oportunidad de rescatar al arzobispo y la había aprovechado, y decidió ayudarme más tarde en cuanto pudiese. Desde luego, yo no tenía tanta importancia para Teófilo. Pedro tampoco la tenía como individuo. Eramos sólo instrumentos para la construcción de la Iglesia de Egipto. Atanasio lo había advertido y por este motivo no confiaba en el diácono. Atanasio nunca había visto a las personas como instrumentos. A él le fascinaba la gente tanto como a mí el arte de curar. Y sin duda había amado realmente a Dios, mucho más de lo que amaba el poder.

Ante esta idea me puse a rezar. Era ni más ni menos lo que un fanático como Amundora hubiera hecho, pero dio sus frutos. Me dormí.

Desperté cuando la luz grisácea del amanecer se filtraba por las finas rendijas en la pared opuesta. Me dolían mucho los cardenales, tenía muchísima sed y mi nueva colección de pulgas me picaba. Las manos, atadas por la correa cuando me hundí en el sueño, estaban de nuevo acalambradas y me agazapé en el suelo para mover los dedos hasta volver a sentir que me dolían. La luz me indicó que habían interrogado ya a varios compañeros, que ostentaban las marcas del látigo y del potro. Al sentir que los miraba, despertaron y me dijeron que los torturadores querían conocer el paradero de algunos de los jefes de la Iglesia y que confesaran diversos crímenes para tener así la excusa necesaria para ejecutarlos. Ninguno de ellos había colaborado. Yo no podía hacer nada por ellos.

Una hora después del alba se oyó el entrechocar de cadenas y entraron los guardianes, eligieron a unos cuantos para el interrogatorio, distribuyeron vasos de agua y después de separarlos de sus cadenas fijas a las paredes se los llevaron en un silencio total. Los otros prisioneros empezaron a rezar por las víctimas y los guardianes los maldijeron, dieron varios puntapiés a dos y salieron, echando el cerrojo de la puerta.

Ni siquiera me era posible llegar al agua que me habían dejado. La tira de cuero era demasiado corta. Traté de imaginar alguna forma eficaz de ayudar a los prisioneros torturados, pero no se me ocurrió nada. Era inútil indicarles que mantuviesen limpias sus heridas y descansasen. En aquella celda sucia y húmeda era imposible. Me senté, pues, a esperar que los guardianes viniesen a buscarme, imaginando las indicaciones que habría dado si hubiera estado libre y hubiera tenido mi bolsa de médico. Me aterraba pensar en mi propia situación. Finalmente, se me agotaron los tratamientos imaginarios y tuve que afrontar el problema. ¿Qué podría decir a las autoridades?

Sentí una oleada de rencor contra Teófilo, un inesperado deseo de hacerle lamentar su traición. No, habría sido un acto injustificado de venganza. Además, me di cuenta en el acto de que seguramente había pensado en avisarme. Nadie puede permanecer mudo bajo la tortura y yo conocía demasiados secretos de la Iglesia. Ahora que yo estaba arrestada, seguramente Teófilo no se hallaba en su escondite, aunque estuviesen allí otros. Mi único camino era negar haber visto al diácono desde su desaparición y mantener mi papel de médico competente pero no muy inteligente, obsesionado con los detalles médicos y objeto de desconfianza por parte de las autoridades eclesiásticas para darme cualquier información.

¿Pero creería esto el prefecto? ¿Me creería sin hacerme torturar primero? ¿Qué le había revelado Atanarico de mí?

Recordé todas las víctimas de la tortura que había visto en mi vida y me sentí tan asustada que olvidé casi todo lo demás. Evitar el pánico, me dije, no dejarse dominar por él. Si no lo hago, todo terminará. Desesperada, empecé a recorrer mentalmente todos los aforismos de Hipócrates. A pesar de todo, acudían con facilidad a la memoria. «La vida es corta y el arte largo». No me dejé dominar por el pánico.

Hacia mediodía volvieron los carceleros, arrastrando a los prisioneros que no podían caminar, y volvieron a encadenarlos. Luego miraron a su alrededor, me descubrieron, cortaron la cuerda que me ataba a la pared y me arrastraron hacia fuera. Tenía las piernas entumecidas y me tambaleaba. Al vernos salir, los otros prisioneros comenzaron a rezar a gritos por mí y los carceleros les ordenaron que callaran o se quedarían sin comida aquel día. Nadie obedeció.

—Cerdos egipcios obstinados —soltó uno de ellos, y me dio un puntapié en la pierna para desahogar sus propios sentimientos.

Ya fuera de la celda, me condujeron por las calles silenciosas de la ciudadela a la prefectura, un hermoso edificio con columnas de mármol en la entrada y rodeado de jardines. Los guardianes me llevaron por el atrio, en cuyo suelo se veían mosaicos de las estaciones, y a través de un patio lleno de melocotoneros me condujeron al interior de un despacho. Era una habitación muy grande, con un bello mosaico de delfines, escenas de la ciudad pintadas en las paredes y cortinas. Después de los disturbios, los soldados y la prisión, creí estar soñando. El prefecto Paladio estaba reclinado en un triclinio de cedro, apurando una copa de vino. Acababa de bañarse y llevaba un manto verde con una raya púrpura. Era un hombre de edad mediana, de Iliria. Lo había visto varias veces en el palacio episcopal, adonde había ido a visitar a Atanasio en primer término y más tarde a Pedro. En el triclinio próximo estaba otro funcionario, un hombre delgado e inquieto, con bocio, pelo castaño rizado y manos grandes que no cesaban de moverse. Su manto tenía el borde de púrpura. Lucía en el dedo un anillo de sello con la talla del león del apóstol San Marcos. Lo había usado Atanasio y luego Pedro. Con que aquél era Lucio.

Detrás de ambos hombres, sentado a una mesa de escribir, estaba el escribano que había anotado mis palabras cuando vi a Pedro. Tenía sus tablillas listas y la pluma en la mano. Cuando hizo un gesto de saludo a los soldados, éstos respondieron con un saludo militar.

—El eunuco Caritón de Éfeso —dijeron.

Todos fijaron la mirada en mí. Estaba segura de tener aspecto de criminal. Llevaba la vieja capa negra que había pertenecido a Teófilo, en la que habían sangrado o vomitado varios pacientes, y mi vieja túnica azul muy manchada y ahora inmunda después de la prisión, y yo estaba cubierta de sangre seca y suciedad. Sabía que apestaba. El prefecto arrugó la nariz con asco. No podía abrir del todo uno de mis ojos pues estaba inflamado por los golpes de la víspera. Estaba entre mis dos carceleros, con las manos atadas a la espalda, mirando el suelo.

—Mmm… sí —dijo el prefecto—. Bien, eunuco. ¿Tienes alguna idea del paradero de ese falso obispo, Pedro de Alejandría?

—Estaba encarcelado aquí, en la plaza fuerte —dije—. Lo vi hace tres días. Debía verlo más adelante durante la semana.

—¿Dónde pensabas verlo? —dijo Lucio, exasperado.

—En la prisión, en la plaza fuerte —respondí con calma—. Si no está allí ahora, no sé nada.

—¡Hereje y mentiroso! —exclamó Lucio irguiéndose y con un tinte sonrosado en las flacas mejillas—. ¡Le ayudaste a recibir dinero con las Escrituras! ¡Le enviaste las Escrituras para que pudiese sobornar a sus guardianes y escapar!

—¿Qué? —dije, mirándolo con sorpresa.

El escribano tosió y consultó unas notas.

—El prisionero requirió, en nombre del falso obispo, unas Escrituras. Su excelencia el señor Paladio accedió a esta piadosa solicitud y envió una carta autorizando el envío al prisionero.

—Sí, es verdad que pedí las Escrituras para el arzobispo Pedro, pero…

—¡Lo confiesa! —dijo Lucio, satisfecho.

—¡Pero Pedro me las pidió! Supuse que quería algo para leer. No sé nada de ellas. Yo no se las llevé, sólo transmití su solicitud a sus amigos.

—¿Qué amigos? —preguntó con tono paciente el prefecto.

Titubeé y luego mencioné a un par de hombres ricos que apoyaban a la Iglesia, pero a quienes los soldados no habían molestado.

El prefecto movió la cabeza.

—¿Dónde está el diácono Teófilo? —preguntó.

—No lo sé. Suponía que había huido de la ciudad.

—Joven —dijo el prefecto con aire solemne a la vez que bajaba su copa de vino—. Esto no te llevará a ninguna parte. Comprendemos que estás buscando librarte de la tortura invocando tu origen noble, pero la situación de un eunuco es siempre muy dudosa. Tienes que haber sido esclavo en algún momento. No vacilaré en ponerte en el potro si te niegas a colaborar con nosotros y decirnos todo lo que sabes.

—No sé nada —afirmé, y me estremecí—. Soy sólo un médico.

—¡Un fanático de Atanasio! —gritó Lucio con violencia—. Te haremos azotar y ya veremos si después no hablas. ¡Es inútil tratar de razonar con esta gente! —De repente, la puerta se abrió de par en par y por ella entró el agente Atanarico, seguido por un esclavo muy nervioso.

—Excelencia —dijo, saludando con un gesto al prefecto—. Santísimo —dijo a Lucio, y por último se dirigió a mí—: Salud, Caritón.

Nos miramos un momento hasta que Atanarico volvió a dirigirse al prefecto.

—Excelencia, espero que perdones mi intromisión, pero tengo interés en este prisionero. ¿Puedo estar presente?

El prefecto asintió y Atanarico se sentó en otro triclinio próximo, ocupando un solo extremo para apoyar su espada.

—No sabía que estabas en Alejandría —dije. No había pensado que sonaría como un reproche, pero daba tal impresión.

—Vine con un mensaje para su excelencia —respondió Atanarico muy tranquilo—. ¿Tienes algo que ver con esta fuga?

—Era el médico del arzobispo Pedro —señalé, contenta de poder fijar mi posición con exactitud—. Fui a examinarlo cuando estaba en la prisión. Mas no tuve nada que ver con la entrega de dinero, y todo lo que hice fue recomendar que tomara sopa de cebada, además de haber informado de que solicitaba las Escrituras.

—¡Ya lo ves! —dijo Atanarico al prefecto—. ¿Hay pruebas de que las llevó personalmente?

El prefecto frunció el ceño y el escribano consultó sus notas.

—Las Escrituras fueron entregadas al carcelero por un ciudadano no identificado, junto con la carta de autorización de su excelencia. Después de la fuga, el magistrado Apolodoro, amigo del falso obispo, envió otro juego de Escrituras a la prisión junto con otra carta de autorización que, tras ser examinada, resultó ser una falsificación de la primera. Los esclavos han negado, bajo tortura, que supieran nada.

Apolodoro había sido uno de los hombres que yo había mencionado. Me pregunté si conocía el plan y había enviado las Escrituras para protegerse, o si Teófilo también lo había engañado.

—Entonces —dijo Atanarico— Caritón dijo a Apolodoro que Pedro quería tener unas Escrituras y le dio una carta de autorización. Apolodoro se enteró, robó la carta y envió otros ejemplares de las Escrituras con dinero oculto en ellos. No veo por qué haya que considerar culpable a Caritón.

Todos miramos a Atanarico algo sorprendidos; yo, más que nadie. Pensaba que había venido a presentar pruebas contra mí, a decir al prefecto los términos en que había rechazado los sobornos. En lugar de ello, parecía empeñado en defenderme… y estaba haciéndolo muy bien. El prefecto Paladio había perdido ya algo de su aplomo.

—Es uno de esos malditos fanáticos —objetó Lucio—. Haría cualquier cosa para apoyar a su facción hereje.

Atanarico murmuró algo.

—¡Sí es fanático! El verdadero verbo de la Salud le fue revelado por el profeta Hipócrates, único hijo de Curación Divina, cuya palabra es ley, salvo quizás en lo de purgar con eléboro, sobre lo que Caritón tiene su propia herejía. Vamos, vosotros registrasteis el cuarto. ¿Encontrasteis Evangelios, salterios, tratados teológicos?

El escribano consultó una lista.

—El tratado de Atanasio De la encarnación; todo el resto —dijo, recorriendo con la vista el papel— son textos médicos. Sesenta y dos de ellos.

—¿Ni siquiera una epístola? —preguntó Atanarico.

El escribano negó meneando la cabeza y esbozó una sonrisa seca.

—Excelencia —dijo el prefecto—, me inclino a estar de acuerdo con el agente en cuanto al prisionero. Yo estuve presente después del encuentro con el prisionero fugitivo, y de lo único que hablaron fue del estado de los intestinos del obispo Pedro. En cuanto a la correspondencia personal, los efectos del prisionero contenían sólo esto, que está muy lejos de ser incriminatorio.

El escribano cogió una hoja de papiro y se la pasó a Atanarico.

—¿Qué es esto? —preguntó éste—. ¿Una carta? —Vi que era de Torión, la más reciente que respondía la que yo le envié con respecto a la muerte de Atanasio, pero anterior a la llegada de Lucio a la ciudad—. «Teodoro hijo de Teodoro a Caritón de Éfeso —leyó Atanarico—, salud», etcétera, etcétera. «Entiendo que el obispo Atanasio era tu paciente y que no podías abandonarlo, pero como ha muerto ya, por la gran Artemis, harás bien en buscarte otros pacientes menos conflictivos, incluso abstenerte de tener ninguno, aunque no ganes mucho con ello. Es seguro que habrá disturbios en Alejandría ahora, Caritón, y no quiero que te enredes en ellos. Sabes bien que no te interesa esa maldita teología, de modo que ¿por qué no dejar todo y venir a quedarte conmigo en Constantinopla? Maia estaría encantada de verte». —Atanarico bajó la carta y me miró con aire calculador—. Hombre sensato, tu amigo. ¿Por qué no lo escuchaste?

—Pedro era también mi paciente —respondí—. Así como muchos otros. Y aquí los hospitales estaban cerrados y no había nadie que los atendiese.

Atanarico devolvió la carta al escribano.

—Este hombre que ven —dijo—, es un buen médico y nada más. Cuando le ofrecí un soborno a cambio de información, mucho antes de la muerte del obispo Atanasio, no se le ocurrió nada en que pudiese gastar el dinero. Hice averiguaciones, y no pude descubrir que hiciese nada, salvo practicar la medicina, leer sobre medicina, ir a conferencias sobre medicina y hablar de medicina con su antiguo maestro, que ni siquiera es cristiano. Por lo que yo sé, pasa el resto del tiempo pensando en la medicina y soñando con la medicina. No es uno de tus fanáticos, santidad. Si uno de los amigos del arzobispo Pedro utilizó lo que él dijo sobre la petición del anciano, no tuvo la culpa y no creo que haya sabido nada.

—Estaba sumergido hasta el cuello en ese nido de víboras, de herejía —dijo Lucio con tono obstinado—. Conocía a todos los hombres que buscamos. Aunque no haya formado parte de la conspiración para liberar al falso obispo, y creo que estaba involucrado, tiene que saber dónde se ocultan Teófilo y el resto de los reptiles. Apuesto la vida a que trató a la mayoría de los fugitivos de la justicia que abandonaron la ciudad, y tampoco me sorprendería que haya visto y tratado al falso obispo Pedro desde que escapó. ¡Llevadlo al potro!

Paladio titubeó y luego asintió de mala gana, volviéndose hacia mí.

—¿Hablarás, eunuco, o tengo que hacer lo que sugiere el piadoso arzobispo?

Una vez más, Atanarico lo interrumpió.

—Lo que pudiera saber acerca de los fugitivos, lo callará por el juramento hipocrático —dijo—. Para él vale más que un edicto imperial. No creo que os diga nada, a menos que lo destrocéis del todo. Y yo, excelente Paladio, te pido que no hagas tal cosa. Como un favor personal.

—¿Por qué defiendes a… a este hereje castrado? —preguntó Lucio, furioso.

—Porque me salvó la vida —dijo Atanarico lacónicamente—. Habría muerto de fiebre si él no me hubiese atendido. En la tierra de donde yo provengo, esto crea una deuda para nosotros.

—¡Deuda de sangre! —exclamó Lucio levantándose para mirar con desprecio a Atanarico—. Ideas paganas, ideas bárbaras. ¡Sentimentalismo godo y sin valor!

Atanarico se ruborizó.

—Puede ser. Pero lo prefiero a tu salvajismo romano, muy cristiano obispo. —Volviéndose al prefecto, añadió—: Además, excelencia, este Caritón sería de gran utilidad para el Estado si le perdonamos la vida. Si lo matas en el potro, podrá daros algunos nombres de poca importancia que habrán desaparecido ya cuando los busquéis. En cambio si vive, podría ser el medio de fortalecer a los ejércitos de sus sacras majestades, y también podrá servir para favorecer a vuestros colegas en Tracia.

—¿Qué? —preguntó Paladio prestando atención en forma visible—. ¿Qué dices?

—Ponlo a trabajar en un hospital militar —dijo Atanarico—. ¿No has visto los de la frontera con el Danubio? Hay también algunos en Nórica, tu provincia natal, excelencia. Los médicos que hay allí son incompetentes y charlatanes. Nunca supe lo malos que son hasta que conocí a un auténtico hipocrático como este prisionero. Matan a más gente de la que curan. Pero los hipocráticos auténticos no quieren trabajar en hospitales militares en los confines de la tierra. Prefieren vivir calmándoles los nervios a las mujeres y aun tratando a la ralea alejandrina, y dejar a nuestros soldados librados a los carniceros y a las brujas. Bien, yo conozco al duque con mando militar en Escitia. Estaría encantado de tener un verdadero médico alejandrino graduado en el museo, para dirigir su hospital. Si ordenas que se elabore un contrato y Caritón acepta firmarlo, podrá tener el placer de hacer del duque Sebastián su deudor, servir a los intereses del Estado y alejar de su ciudad a un partidario de la facción atanasiana, todo con una firma.

Paladio suspiró ruidosamente y me miró pensativo.

—¿Por qué dejarlo en libertad? —preguntó Lucio, que se mostraba más vehemente aún al ver que perdía el pulso—. Debe de saber algo sobre nuestros enemigos. Ponlo en el potro y verás si no habla.

—Torturar, azotar, matar —dijo Paladio volviéndose hacia el arzobispo—. No hablas de otra cosa. Por todos los dioses, juro que vosotros los arzobispos sois más sanguinarios que un bárbaro antropófago. ¿Para qué matar a un médico? El nobilísimo Atanarico tiene razón. El eunuco sería más útil a todos cosiendo soldados en Tracia. Bien, Caritón de Éfeso —dijo finalmente mirándonos a Lucio y a mí y mordiéndose las uñas con exasperación—, ¿consentirás en firmar ese contrato?

Sentía las rodillas flojas y tuve que tragar saliva varias veces antes de responder. No había tenido conciencia de mi terror hasta que comencé a creer que podría escapar.

—Con el mayor gusto —dije por fin.

No estaba del todo claro quién tenía que redactar el contrato para incorporarme al ejército como médico. Entonces se envió al escribano al despacho del duque de Egipto para que dispusiese los trámites con su asesor. Yo tenía que esperar a que llegara el contrato y Atanarico me hizo compañía, como si temiera que Lucio me atase al potro durante la espera.

La sala de espera era un recinto muy pequeño que había en el fondo de la prefectura. Tenía un banco a cada lado y una ventana que daba a los jardines. Los guardianes me escoltaron hasta allí, esta vez sin tratarme groseramente, pero cuando llegamos, Atanarico los despidió. Era sorprendente, pero no pusieron en duda su derecho a hacerlo, sino que se limitaron a irse. Me senté bruscamente, un poco temblorosa. Tenía que inclinarme hacia delante porque tenía aún las manos atadas. Cuando volvió Atanarico, tenía una ancha sonrisa y al ver la atadura sacó su cuchillo y cortó el cuero.

—Gracias —dije mirándome las manos con la piel lastimada en varios puntos. Además temblaban—. Muchas gracias —repetí.

Según noté al levantar la vista, Atanarico se encogió de hombros.

—¿Queda ahora cancelada la deuda? —me preguntó.

—No había ninguna deuda —le dije—. Un médico no se niega a asistir a un paciente. Y quizá podrías haberte curado de esa fiebre sin mí.

—¿Tú crees? ¿Quieres que vaya y les diga eso? —Al advertir mi alarma se echó a reír—. Además, me agrada la gente que rechaza sobornos. No es una actitud profesional, dado lo mucho que dependo de su aceptación, pero no puedo evitarlo. Tampoco me agrada ver a hombres honrados soportar el tormento por su lealtad hacia sus amigos, sobre todo cuando proviene de obispos sanguinarios. Crees que he venido a apoyarlos, ¿no?

—Sabía que los ayudaste en el pasado.

—Mi trabajo consiste en llevar información a la corte y usarla como base de los edictos. No creo en la política y no miento al maestro de los oficios de su sacra majestad. Del mismo modo que tampoco tiene por qué gustarme todo lo que se le ocurre hacer.

Imaginé su partida como portador de la noticia de la muerte de Atanasio. Si no hubiese corrido tanto en su viaje a caballo, Lucio no estaría aún allí y no habrían capturado a Pedro. Con todo, se podía creer que no le gustaba la crueldad. Y me había salvado la vida, o por lo menos mi vida como médico, algo que me importaba bastante.

—¿Cómo son los hospitales militares? —pregunté—. ¿Debo firmar un contrato por veinte años?

—¡Nada de eso! —dijo Atanarico respondiendo a la segunda pregunta—. Los contratos de trabajo varían y los médicos no se incorporan al ejército. Probablemente te contratemos por unos diez años para mantenerte lejos de las garras de Lucio. Dentro de lo que cabe, los hospitales muestran uniformidad y una organización más reglamentada que la de los eclesiásticos. Pienso que te enviarán a Noviduno. Es una gran fortaleza que se halla sobre el Danubio, y su hospital es particularmente malo. Las tropas dicen siempre que es mejor ser degollado de una vez que ir a Noviduno. Tendrás bastante que hacer. —Después de una pausa, prosiguió—: Es probable que te vea allí de vez en cuando. Mi misión aquí ha terminado y tengo muchas conexiones en Tracia, además de algunos familiares. Generalmente me destinan allí, de modo que verás por qué me interesa la salud de la gente de la región.

Sonreí al oírlo.

—Si puedo, intentaré mejorarla —dije.

Permanecimos callados unos instantes y luego Atanarico preguntó:

—Como tú has terminado tu trabajo y yo también, tal vez puedas decirme cuál fue la revelación divina que tuvo el arzobispo Atanasio sobre ti.

—Fue algo personal.

—Que no piensas decirme. Muy bien, tendré que sospechar lo peor. Tu conciencia está agobiada por un crimen horroroso y el arzobispo te ordenó atender a monjes como penitencia. Todo lo que tengo que hacer ahora es imaginar ese crimen. ¿Atribuíste a Hipócrates la obra de Herófilo?

Estaba tan divertido con esta perspectiva que a pesar de todo no pude menos que sonreír.

—Imagina lo que quieras —repuse—. Y gracias otra vez.

Abandoné Alejandría una semana más tarde, a bordo de un barco de provisiones para el ejército que zarpó del Puerto Grande. No había visto a Teófilo ni a ninguno de los príncipes de la Iglesia. Pude, no obstante, sacar a mis tres monjas de la prisión, pero no me alojé en su casa. Filón había oído hablar de mi arresto. Cuando firmé el contrato y se me permitió salir de la prefectura lo encontré esperándome en el atrio. Había solicitado, sin éxito, permiso para verme. Cuando aparecí sucia y maloliente aún de la prisión, corrió a mi encuentro y me cogió de los hombros.

—¡Gracias a Dios! —exclamó, y me dio un abrazo.

Me llevó directamente a su casa, donde encontramos a Teógenes y a Teófila que habían venido desde el Bruquión, deseosos de tener noticias mías. Estaban todos tan contentos de verme libre y sin torturas que me costó dejarlos para tomar un baño.

Pasé mi última semana en la ciudad en casa de Filón, un error quizá, ya que se avivaron mis deseos de quedarme. Todo lo que amaba de Alejandría estaba allí: Filón y su familia, la medicina, los tratados, la libertad. La libertad de Alejandría es como la paz de Cristo, «no como la del mundo». La libertad en Alejandría es la libertad de buscar la verdad y definir nuestra propia ley. La ciudad tiene un centenar de leyes diferentes, todas en conflicto, todas tratando de imponerse sobre las otras, todas violentas y vitales. Aquella última semana que pasé en casa de Filón supe que si me quedaba en Alejandría, algún día se cumpliría mi sueño: poder decir sin rodeos «soy mujer, pero seguiré practicando la medicina», y haré que lo acepten, una ley propia no más extraña, en efecto, que la Torá o las jerarquías de Plotino. Pero nunca podría sobrevivir bajo Lucio. Y Alejandría se había vuelto un lugar triste para mí. Demasiada gente muerta o prisionera. Era mucho lo que había muerto con Atanasio.

La verdad es que no estaba tremendamente aterrada por ir a trabajar a Tracia. De todos modos, como había dicho Filón, mi gran maestra en el futuro sería la experiencia. Y el gran Dioscórides había sido médico del ejército. No me preocupaba la idea de trabajar. Sabía que echaría de menos el efecto estimulante de las conferencias del templo y la cantidad de papiros de sus anexos. Echaría de menos mis consultas con Filón y la «estimulante compañía» de los otros colegas del museo. Entendía que en la frontera tendría dificultades para encontrar los medicamentos comunes. Tenía la certeza, además, de que los médicos militares y los demás hombres me despreciarían, por lo menos al principio, por encontrarme afeminado, un eunuco asiático. Sin embargo, todo en su conjunto era preferible al potro del tormento, o incluso a que me enviasen otra vez a Éfeso, donde me obligarían a vivir como una mujer joven caída en desgracia. Me pagarían una vez en raciones y otra en dinero por el valor de dichas raciones. Además, tendría libertad para atender a pacientes privados. Vería algo del mundo, sobre todo si conseguía formar parte de una unidad móvil durante una campaña.

Había llegado a Alejandría casi sin dinero, con un baúl con mis joyas, tres tratados, tres túnicas, dos capas, una serie completa de productos médicos y cerca de cincuenta sólidos. Lo dejé en un estado algo mejor, ya que contenía la mayor parte de las joyas, sesenta y tres libros, tres túnicas, dos capas, un juego completo de medicamentos y casi cincuenta sólidos. Además, tenía mi diploma del museo y la dudosa distinción de haber sido médico privado del arzobispo. En resumen, no me había ido tan mal. Me decía, además, que unos cuantos años de experiencia en el Danubio serían muy útiles. Según los comentarios de Atanarico, había allí escasez de buenos médicos. Aún tenía tiempo de hacer carrera. Al pensar en ello, fui capaz de adoptar una expresión valerosa cuando me despedí de Filón y su familia.

A pesar de mis buenos propósitos, cuando el barco pasó frente al Faro y sus velas se hincharon con la brisa de la costa, miré la ciudad que dejaba, resplandeciente en torno de su puerto, y lloré. Alejandría, la ciudad más turbulenta del imperio, sucia, peligrosa, violenta… lloré al separarme de ella como no había llorado cuando dejé mi propio hogar. No está encerrada en los límites de su nación o su pueblo. Como el Faro, surge de la sólida roca y proyecta su luz muy lejos, a través de un desierto de tinieblas.