El Alción llegó a Alejandría el primer día de mayo. Tuvimos una travesía tranquila, navegamos por la vía de Chipre, pero sin detenernos ni hacer otras escalas hasta que avistamos el haz de luz del Faro frente a nuestra proa. El capitán navegó toda la noche; yo no me acosté porque estaba demasiado agitada para dormir. Por la mañana vimos elevarse el humo negro y espeso que salía al extinguirse el fuego. La torre se levantaba sobre un promontorio, blanca y alta, decorada con estatuas de bronce de dioses marinos y delfines. Al reflejar el sol de la mañana, los espejos de su parte alta eran cegadores. Más allá, tras el intenso azul del mar, se extendía la ciudad, un conjunto abigarrado de tejados rojos, cúpulas y jardines con muros y portones, todo de proporciones grandiosas. De una colina central llegaba el resplandor del oro al reflejarse la luz sobre algún monumento dorado. Era como el botín de un cofre de tesoros.
Alejandría tiene dos puertos divididos por el promontorio del Faro: el del este, o Puerto Grande, y el llamado Eunostos, el «feliz regreso». Al aproximarnos supuse que entraríamos en el Puerto Grande, dominado por el Faro y por otro faro más pequeño rodeado por espléndidas fortificaciones de piedra, palacios y jardines. En lugar de ello el barco tomó a la derecha y entró en el puerto de Eunostos. Allí la edificación no era tan impresionante, pues se componía de cobertizos y muelles en los que había barcos de pesca en la playa y se advertía un hedor de putrefacción. Más allá de los muelles había calles cuyas casas eran estrechas y muy altas, todas construidas con sucios ladrillos grises. Más tarde me enteré de que todas las embarcaciones comerciales cargaban su mercancía en aquel puerto y que el Puerto Grande estaba reservado al gobierno.
Mientras esperaba que el Alción amarrara, pregunté al capitán dónde estaba el museo. Me respondió riendo:
—Bajo tres codos de tierra. Fue destruido en las antiguas guerras o en una rebelión. No se ha reconstruido.
Posteriormente me informaron de que había estado en el barrio del Bruquión, el mejor lugar de la ciudad. En él se encontraban los palacios imperiales, algunos de los templos, el museo y la biblioteca. Todo había desaparecido. Sólo quedaba un campo de mimbreras y de acantos entre las piedras rotas, en el que los niños cazaban ratas en las ruinas. Lo que había quedado de la biblioteca estaba ahora en el templo de Serapis, en el barrio de Rhakotis, que terminaba en el puerto de Eunostos. Se había vuelto a levantar la muralla, pero desde el final de las guerras rodeaba una ciudad más pequeña. El barrio del Delta, en otro tiempo barrio judío del interior de la ciudad, había desaparecido completamente. Los únicos edificios nuevos eran las iglesias.
Después de haber amarrado el Alción, el capitán me dio algunos consejos.
—Deja tus cosas de valor en un banco —me dijo—. Isidoro, el hijo de Herón, es de fiar, y no te pedirá demasiados intereses. Lo encontrarás en el segundo cobertizo de la izquierda que hay al salir del puerto. La ciudad está llena de rateros y ladrones, de modo que nunca lleves mucho dinero encima. No vayas a las calles alejadas, especialmente las del barrio de Rhakotis. A los egipcios no les gustan los extranjeros, en particular los eunucos. ¿Cuál es tu religión? Sí, dijiste cristiana, pero ¿eres arriano o niceno?
Dije que era homusiano moderado, ni arriano ni niceno; pero no entiendo mucho de teología. La disputa tiene que ver con la naturaleza de Cristo. Los arrianos dicen que fue creado por el Padre, mientras que los nicenos afirman que es «consustancial» con el Padre, término que desagrada a los otros cristianos. El arrianismo goza del favor de los emperadores, pero no de los obispos, que nunca lo han aceptado en ningún sínodo, y mi abuelo lo consideraba un poco arriesgado.
—Bien, di entonces que eres niceno —dijo el capitán del Alción—. Aquí es mejor ser maniqueo que arriano. La gente quiere con locura a su arzobispo y éste es un niceno furibundo. Por culpa de ello lo han desterrado cinco veces. Los arrianos no son muy queridos. Aléjate de los baños públicos. Los jóvenes guapos no están seguros en esta ciudad.
—Soy mayor de lo que parezco —objeté.
—Está bien, ¡pero para estos maricas lo que cuenta es el aspecto! Para ser un eunuco, pareces un joven agradable. Me apenaría saber que has terminado mal. ¡Buena suerte y cuídate!
La ciudad no era lo que había imaginado. Una vez hube desembarcado, caminé por las estrechas calles del barrio de Rhakotis, arrugando el entrecejo ante las casas lúgubres y estrechas y las dos iglesias, la antigua y pequeña de Theonas y la reciente y más grande del popular obispo Atanasio. Visité al banquero que me había recomendado el capitán y, después de dejarle mis alhajas, fui en busca de los estudiosos del templo de Serapis. Un canal conecta el puerto con el lago Mariotis, y anduve por la orilla hasta la Vía de los Toldos, evitando las calles interiores, como me habían aconsejado. La gente tenía un aspecto exótico, era más morena que la de Asia. «Color de miel», los califica siempre el censo. Algunos hablaban una lengua que no era griego. «Copto», pensé. Eran egipcios, huraños con los extranjeros. Todo resultaba muy extraño.
La Vía de los Toldos se asemejaba más a la Alejandría que había imaginado: una gran calle de anchura suficiente para permitir a cuatro carros pasar a la vez, una gran muchedumbre con asnos y camellos cargados, y con gatos, animales raros fuera de Egipto pero muy comunes en aquel país. A ambos lados había un doble pórtico comercial que los alejandrinos llaman Tetrapilón. Los vendedores ambulantes pregonaban a gritos cidra confitada, dátiles, pan fresco con comino, salchichas y tortas de sésamo. Pasé por comercios que vendían vinos de todo el país y exhibían ropas de lana y de lino, lana para tejer teñida de colores exóticos, amuletos mágicos, papiros, objetos de vidrio, oro de Nubla y perlas de Britania, muebles tallados e imágenes de barro cocido de un centenar de dioses diferentes. Los mendigos pedían limosna. Pasé por delante de un eunuco joven con un gorro frigio que tenía delante un cuenco para recoger monedas y cantaba con un hilillo de voz un himno a la diosa Cibeles. Me miró y apartó la vista con indiferencia. Un hombre con barba y vestido de negro, de pie sobre un muro, predicaba filosofía estoica delante de varios alumnos que lo escuchaban con atención. En el otro lado de la calle, un campesino hirsuto que lucía una tosca túnica predicaba alguna variedad de gnosticismo. «¡El mundo es obra del diablo!», vociferaba, la única forma de hacerse oír. Todos gritaban mientras comerciaban empujándose entre sí, cantaban y maldecían. Pasé frente a un local lleno de aves enjauladas que cantaban al unísono como un coro de bacantes. Y había una gran variedad de olores: miel, estiércol, cuerpos sucios, perfumes, pan caliente y vida; y todo ello me dejaba atónita.
Sin embargo, a pesar de ser forastera, veía que la ciudad ya no era lo que había sido. Cuando llegué a la plaza central, donde se encuentran la Vía de los Toldos y la otra gran avenida, la calle Soma, vi las primeras ruinas. El mausoleo del gran Alejandro, hijo de Filipo de Macedonia, el hombre que conquistó el mundo: un círculo de columnas rotas y restos de una pared. El cuerpo embalsamado había desaparecido, así como también, desde luego, el ataúd de oro y los tesoros que lo habían rodeado. La verdad es que el imperio fundado por él desapareció antes que su tumba; no creo que pueda quejarse. Doblé a la derecha por la calle Soma y me encaminé hacia el Templo de Serapis, donde todavía se conservaban algunos fragmentos de la biblioteca y el museo.
El templo se alza en una colina artificial del sector sudeste de la ciudad, cerca del estadio. No fue difícil encontrarlo. Tan pronto como salí de la plaza Soma lo vi flotar sobre los tejados de las casas cercanas. La columna dorada que había visto desde el barco seguía sobre sus cimientos. La dirección estaba bien señalada con una placa de mármol donde aparecía la imagen del dios. Seguí en dirección al templo por esa Vía Sacra que se curvaba colina arriba, flanqueada por palmeras datileras y arbustos cistáceos de flores moradas. El complejo del templo en sí estaba separado del resto de la ciudad por un muro, pero tenía el portón abierto y sin vigilancia, por el que entré en un patio pavimentado. Era casi mediodía y el sol brillaba con una intensidad deslumbrante sobre las baldosas blancas. Entre las palmeras datileras circulaba una fuente fresca y cristalina. Detrás de ella estaba el templo, con sus columnas pintadas y doradas, y su fachada decorada con imágenes de Serapis, Isis y su hijo Harpócrates, el dios más importante entre los antiguos de Egipto.
No entré en el templo. Como cristiana, no tenía nada que hacer allí. Pero advertí que estaba rodeado de construcciones: aulas, residencias, la biblioteca, claustros y jardines. La mayoría de todos aquellos edificios eran propiedad de lo que los alejandrinos llaman todavía hoy el museo. Tenía algunas cartas que me había dado Torión, dirigidas a algunos de los doctores más destacados del cuerpo de profesores de medicina, y busqué a alguien que las recibiese.
Llegué a una de las construcciones más grandes y abiertas al público. Era la biblioteca, cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías. Un alejandrino delgado y moreno ocupaba un escritorio en el centro del salón. Tenía una caja de escritura de bronce colgando del cuello, junto con un anillo de sellos de aspecto oficial, y escribía cuidadosamente en una hoja de papiro. Tenía que ser un escriba, un funcionario. Muy nerviosa, me acerqué y le pregunté si podía ver al muy respetado Adamancio. Era el director de la Escuela de Medicina.
—¿Para qué quieres verlo? —me preguntó el escriba con impaciencia a la vez que bajaba la pluma y me miraba de manera airada.
Acto seguido, me observó por segunda vez, notando mi aspecto y mi rostro lampiño. Su boca esbozó un gesto de antipatía, algo que yo habría de conocer bien, ya que solía seguir a la suposición de que yo era un eunuco. Hasta entonces no sabía cuánto detestaban a los eunucos. Los culpan de todos los males del imperio, y se afirma que no son más que esclavos importados a los que el emperador escucha y que no permiten a otros hombres honrados aproximarse al soberano. Semihombres codiciosos y corruptos, como los llaman, que se dejan sobornar a cambio del favor más insignificante. No importaba que yo no fuese un chambelán imperial. Me odiaban como si lo fuese y despreciaban mi falta de virilidad, como si hubiese elegido la castración simplemente para recibir sobornos.
Expliqué, siempre nerviosa, mi motivo para ver a Adamancio. El escriba dejó escapar unos gruñidos desdeñosos, pero me indicó el recinto de uno de los patios de la biblioteca. Era un cuarto pequeño y oscuro que tenía las paredes de piedra y donde se sentía una agradable frescura. Contra una pared había una mesa de trabajo, y a su lado, una biblioteca. No había nadie, de modo que me senté a esperar.
Al cabo de una hora apareció un hombre alto y moreno luciendo un manto bordeado de flecos y un sombrero pequeño, que hablaba en voz alta a dos ayudantes muy bien vestidos. Me levanté respetuosamente y el hombre quiso saber qué deseaba.
—Estimado señor, soy Caritón, un eunuco de Éfeso y estoy esperando para hablar con el excelentísimo Adamancio. He venido a solicitar permiso para hacer estudios de medicina aquí.
—Yo soy Adamancio —me dijo, mirándome suspicaz—. ¿He oído hablar de ti? No recuerdo el nombre…
—Tengo unas cartas —dije, y se las entregué.
Adamancio las cogió y las examinó frunciendo el ceño con expresión de recelo.
—¿Por qué el que te recomienda no lo arregló antes? —me preguntó—. Estamos muy ocupados esta temporada, muy ocupados. Además, no diría que tienes… mm… condiciones para ser médico. No es una vida de lujo, ¿sabes? Se me ocurre que… un eunuco estaría mejor en un puesto administrativo.
—No me importa trabajar duro —manifesté—. Y tengo mucho entusiasmo por aprender el arte de curar. Tengo dinero para pagar mi enseñanza.
—Pues… —murmuró Adamancio examinando de nuevo las cartas antes de devolvérmelas—. Desde luego, tendrás que tratar con uno de los médicos relacionados con el museo. Necesitarás alguien que te tome como ayudante. Después podrás asistir a todas las clases, pagando una cantidad al profesor, claro. En realidad, te corresponde a ti buscar un maestro.
—Se me ocurrió que tú, excelencia, quiero decir… que tal vez conozcas a alguien que necesite un ayudante.
—Ah —dijo, y me miró un instante antes de hablar—. No, no se me ocurre nadie. ¿Y a ti, Timias? —preguntó, volviéndose hacia uno de sus acompañantes.
El asistente se echó a reír.
—¡No un ayudante como éste!
Adamancio sonrió a su vez y dijo:
—No, no se me ocurre nadie. Pero por supuesto puedes preguntar por ahí. ¿Eso es todo?
Pasé mi primera semana en la ciudad alojándome en una casa de vecinos llena de pulgas, cerca del canal fluvial, y llamando a puertas próximas al templo de Serapis, siendo objeto de burlas en mi recorrido de una a otra. Mis cartas de recomendación, preparadas con tanto cuidado, eran inútiles. Hace falta enviarlas con antelación y es preferible que no las entregue un eunuco anónimo y pobremente vestido. Nadie me creía: no sería capaz de trabajar duro, parecía poco de fiar y a lo mejor era un esclavo fugitivo. Mi plan, tan ingenioso en Éfeso, parecía improvisado e imposible en Alejandría. No estaba preparada para los rechazos, el desdén y el odio ostensible que despertaba. Me sentía desgraciada.
Además, se suponía que buscaba hombres más viriles, ya que los eunucos constituyen una especie amante del lujo. Perdí la cuenta del número de veces en que se aproximaron a mí con ofertas de dinero, de las manos que tenía que eludir cuando intentaban palparme. Era aún demasiado inexperta y aquello me chocaba, aunque no era tan penoso como con Festino. Aquella gente no sabía quién era yo. De haber tenido éxito con sus manoseos, se habrían llevado una sorpresa. Sin embargo, nadie sospechaba que no era quien decía ser. Al principio me sentía nerviosa, preparada para responder a las acusaciones, pero finalmente me acostumbré. Hay una tendencia a juzgar por la ropa, en todos los signos del sexo y del rango que ella nos confiere. Podría haberme quitado el corsé, pues toda la diferenciación se basaba en el pelo y la túnica cortos. Cuando me miraban, me veían como «un joven afeminado», más un eunuco que una muchacha vestida de varón. Estaba claro que el viaje por mar me había permitido habituarme al cambio de sexo antes de lanzarme a la ciudad. No me costaba tanto ya referirme a mí misma como un hombre, y me resultaba inusitadamente fácil renunciar a los gestos de una doncella noble. Con todo, me costaba lo indecible no olvidar mi condición de varón, ponerme bien la ropa o pasear a pie por una ciudad grande y desconocida cuando siempre había tenido una litera o un carro. Me dolían los pies. No podía lavarme como es debido, pues en la casa no había la suficiente intimidad. Me alimentaba de bollos de pan barato comprado a los vendedores ambulantes. No tenía mucho dinero, pues hasta entonces no había podido vender ninguna de mis joyas. El banquero no quería comprármelas, de modo que las llevé a un comercio de la Vía de los Toldos. Allí el dueño fingió creer que eran sólo vidrios, y cuando insistí en que eran de mi madre y genuinas dijo que debía de haberlas robado y me amenazó con denunciarme ante los magistrados. Salí sin vender ninguna y pasé el día llena de miedo de que cumpliese su amenaza. Aunque no la cumplió, yo temía ofrecerlas en otra parte. Si hubiese conocido mejor la ciudad, habría comprendido que lo que quería el joyero era rebajar el precio. Los alejandrinos son gente agresiva e irritable, y cuando se juntan son turbulentos, violentos y peligrosos.
Al cabo de diez días empecé a preguntarme si no debía volver a Éfeso y casarme con Festino. Busqué a algunos médicos locales que no estaban vinculados al museo. La mayoría eran charlatanes supersticiosos, los clásicos curanderos que ordenan a sus pacientes que se revuelquen en el barro o que corran tres veces alrededor del templo invocando al dios y luego naden en el canal: recetas que matan a cualquiera, salvo a los más vigorosos. Entonces conocí a Filón.
Fue un encuentro casual en la biblioteca del templo. Estaba yo consolándome de mi último rechazo con la lectura del Herbario de Cratevas, cuando un cuarentón con barba se me acercó y me pidió permiso para mirar el rollo.
—Cuando hayas terminado con él, estimado señor.
Me agradó el título, después de tantos desaires como había recibido.
—Lo miraba solamente —dije—. Si quieres hacer una consulta, tómalo.
Filón sonrió. Ya llevaba en la ciudad bastante tiempo para identificar la barba, el manto con flecos y el solideo como indicios de que el hombre era judío. Tenía el pelo oscuro, y la piel, algo más clara que el tono ámbar común. Era alto y de anchas espaldas, y en cierto modo me recordaba a Torión.
—Gracias, señor —dijo, y seguidamente buscó la referencia a una indicación para tratar un trastorno ginecológico—. No servirá —dijo—. Aunque siempre podemos probar.
—¿Una paciente? —le pregunté, y él volvió a sonreír.
—¿Quién si no? Y es bastante poco lo que puedo hacer por la pobre mujer. Opio, eso es todo. Aliviar el dolor. La cura… está en manos de Dios.
—La vida es corta y el arte es largo —cité—. La oportunidad, esquiva; la experiencia, engañosa; el juicio, difícil.
—Pero el médico no sólo tiene que cumplir con su deber, sino que el paciente y los ayudantes tienen también su parte, si ha de llegarse a una curación —añadió, completando mi cita—. ¡Ah, Hipócrates! ¿Estudias aquí?
—No —fue mi lacónica respuesta. Como me recordaba algo a Torión, proseguí—. Me gustaría mucho hacerlo, pero al parecer no les agrado. Soy un eunuco y no tengo buenas recomendaciones.
El leve gruñido me recordó más aún a Torión. Filón me examinaba.
—¿De dónde vienes? Si puedo saberlo. Tu acento es de Asia.
—De Éfeso —respondí—. Es decir, Éfeso y Amida.
Procedí a contar mi pequeño cuento sobre los persas, mi primo Isquiras y su rescate, y la idea de Torión de enviarme a estudiar medicina.
—No has tenido suerte —comentó, aludiendo a la supuesta masacre de mi familia y a mi castración—. Además, tu benefactor tendría que haber sido más cuidadoso y disponerlo todo antes de que tú llegaras aquí para saber dónde estudiarías. Pero ¿por qué medicina? Hubiera dicho que…
—¿Que a un eunuco le iría mejor en la corte, aceptando sobornos? Yo quiero estudiar medicina. No me interesa el dinero, sino curar. Es la más noble de las artes y toda mi vida he querido estudiar. —Hablaba con vehemencia. La última semana me había vuelto susceptible.
—Ah… —dijo Filón—. Tal vez me permitas ver tus cartas de recomendación.
Las tenía conmigo, por supuesto, y se las enseñé. Después de leerlas detenidamente, se preguntó si ese Teodoro no era el que habían ejecutado.
—No, no claro que no… —se respondió él mismo.
A continuación me hizo algunas preguntas sobre medicina, en su mayoría tomadas de textos conocidos, como las obras de Hipócrates y de Galeno.
—Has leído mucho para ser tan joven —dijo por fin—. Y hablas con un acento culto. ¿Conoces los clásicos además de los autores médicos? ¿Sí? Me sorprende que nadie te haya tomado como alumno. Yo mismo… —Aquí se detuvo con aire indeciso, pero luego continuó con aplomo e hizo la oferta—. Yo mismo necesito un ayudante. Mi sobrino tendría que haber venido a estudiar conmigo, pero murió de fiebre el año pasado. Desde luego, también podrías arreglar tu asistencia a las clases. Tengo que ver con esta escuela… —Aquí tosió y carraspeó—. Claro está que no tengo una gran formación. Me educaron con la Ley y no con Homero y los clásicos, pero conozco a Hipócrates. ¡Que Dios me perdone, pero lo conozco mejor que la Torá! Si no te importa estudiar con un judío que sólo sabe citar «Háblame, oh diosa de la ira…», me gustará que estudies conmigo… —En ese punto se interrumpió, vacilando.
—Si conoces a Hipócrates, puedes arrojar a Homero al Puerto Grande. Pero yo soy cristiano. ¿Tienes alguna objeción?
—¡No, no! —Otra vez sonreía—. En realidad, podría ser muy útil.
Así, preguntándonos quizás en qué lío nos estábamos metiendo, fuimos a ver a Adamancio. Recibió a Filón con gran cordialidad, y cuando se enteró del objeto de nuestra visita se mostró primero sorprendido y luego divertido. Cuando me estrechó la mano y me felicitó, adoptó un tono condescendiente. Filón me aceptaba como ayudante y se comprometía a enseñarme el arte. Yo tendría libertad para asistir a las clases de otros médicos si pagaba la cantidad correspondiente. Cuando me considerase preparado, me examinarían los profesores del museo. Por último, accedí a pagar a Filón diez sólidos tan pronto pudiera vender mis joyas, y sellamos el trato con un apretón de manos.
Volví a mi alojamiento y empecé a preocuparme. No conocía a Filón. Había estado en la ciudad el tiempo suficiente para saber que los egipcios odian a los judíos y que los sabios del museo, en su mayoría paganos, desconfiaban de ellos y, hasta donde era posible, evitaban prestarles atención. El hecho podría justificar en buena parte mi ignorancia, pero ¿qué sucedería si el hombre no era honrado, o simplemente era inepto? Y Adamancio era también judío, y todos habían oído hablar de él, aunque en realidad era de clase alta y más versado en Homero que en la Ley. Cualquiera es capaz de citar a Hipócrates. Bien, me dije, ahora podré asistir a las clases y buscar otras opiniones. Aprendería otras cosas aunque Filón no me las enseñase.
Estos pensamientos sólo consiguieron aumentar mi preocupación por los profesores y, peor aún, por mis condiscípulos. Los había visto en diversos sitios, consultando tratados, discutiendo junto a la fuente frente al templo, estudiando hierbas en sus jardines. Todos eran jóvenes, aproximadamente de mi edad o mayores, y se comportaban como si conociesen ya los secretos de la naturaleza. Sin duda sabrían mucho más que yo. Sospechaba que me odiaban desde aquel mismo momento. Me dije que no tendría importancia, tratando de dominar mi temor. «Aquí estoy, en Alejandría, y mañana comenzaré mis estudios sobre el arte de curar. Aun cuando sea ignorante, aun cuando resulte ser una inútil, sigue siendo lo que siempre he querido hacer. Un sueño hecho realidad».
Me sentía mejor. Saqué mi copia de Galeno y la leí entera, asombrada de todo lo que tenía que aprender.
Al día siguiente me encontré con Filón en el templo, como habíamos convenido. Tampoco él parecía muy seguro de mí, pero me saludó cortésmente y fuimos a hacer nuestras visitas.
Los pacientes eran en su mayoría judíos, pero había unos pocos griegos y egipcios pobres. Recorrimos varias casas y viviendas colectivas, algunas de ellas situadas detrás de pequeños comercios, en el sector sudeste de la ciudad. Vimos a un carpintero que se reponía de una fiebre, a la hija de un escriba con dolor de oídos, a la mujer del empleado de la casa de baños públicos, que tenía una clavícula fracturada.
—Nadie muy distinguido —dijo Filón sonriendo—. No soy un médico de mucho prestigio. ¡Pero tampoco soy caro!
Me presentó a sus pacientes con gran cortesía y me indicó que apuntase los datos en un papiro, que me permitía ver para determinar qué había sufrido el enfermo y qué cuidados le había proporcionado hasta el momento. Era suave y delicado, empleaba prudentemente una gran variedad de medicamentos y evitaba el empleo de las sangrías y los purgantes. Se tomaba bastante tiempo con cada paciente, respondía a sus preguntas y les explicaba el tratamiento.
El cuarto o quinto paciente que visitamos aquella mañana era la mujer de un calderero que había dado a luz hacía poco. El umbral de la casa estaba cubierto de hojas de laurel y de trébol como amuletos contra el mal de ojo, y otro de poderes mágicos había sido fijado a la puerta junto al rollo judío de la Ley. Filón lo vio y murmuró con aire avergonzado:
—Esto lo conozco —y agitando la cabeza golpeó la puerta.
La esclava de la casa, una anciana arrugada, nos hizo pasar y, apenas Filón entró, le dijo:
—El ama está peor, mucho peor, y el bebé también está enfermo, pobrecito. Se ha puesto amarillo.
—Suele suceder uno o dos días después del nacimiento —señaló Filón, y comenzó a examinar a la enferma.
La casa olía a incienso, y bajo ese aroma había otro olor extrañó y acre. A pelo quemado y a alguna planta, pensé. El ama de casa estaba tendida en la cama, con la cara roja. Tenía un amuleto mágico alrededor del cuello y un cuchillo bajo la almohada para ahuyentar a los demonios.
Filón sonrió, me presentó y comenzó a examinar a la mujer. La limpió con una solución de vinagre y mirra y le dio de beber opio y díctamo con vino. Examinó al niño, un poco amarillo, que dormía con otro amuleto atado al cuello. Filón se lo quitó, retirando también el que tenía la madre.
—Esto no es bueno —dijo con una sonrisa—. Es un objeto pagano que no sirve para los judíos. No debes confiar en algo como esto, sino en la Ley. Los demonios judíos nunca hacen caso de cosas como tu amuleto. ¿Crees que el demonio Lilith escucha lo que dice Isis?, ¿eh? Lo que necesitas, buena mujer, es un rollo de la Ley. Átatelo al vientre con tiras de lino limpio y pide a tu marido que cante los salmos mientras vosotros quemáis incienso. El salmo número dieciocho es muy bueno. Conozco al hombre que te hizo este amuleto. Cree que puede apaciguar a cualquier demonio dándole sangre. Pero esto los vuelve cada vez más ávidos y vuelven a pedir más sin cesar. Y si los escuchas, tú y el bebé moriréis. Haz lo que te indico y no le permitas entrar nunca aquí: verás qué pronto te curas. Tampoco te preocupes por tu hija. Una ictericia leve como ésta es común. Amamántala a menudo; tal vez puedas darle además un poco de agua hervida para beber, y ese tinte amarillento desaparecerá si rezas las plegarias indicadas y quemas el incienso.
La mujer parecía satisfecha con la visita e hizo un gesto de conformidad. Filón salió llevándose los amuletos mágicos. Arrancó el que estaba en la puerta y luego arrojó los tres objetos a la cloaca.
—Allí es donde deben estar —dijo enfadado—. Ojalá el que los fabricó los acompañase. —Al ver mi sorpresa, su expresión fue de vergüenza—. Es uno de nuestros brujos alejandrinos —me explicó—. Tenemos muchos. Y éste se especializa en fiebres infantiles. ¿Has olido algo?
—Pelo quemado y… alguna otra cosa.
—El pelo era de la mujer y lo otro era un papiro escrito con su sangre. Es la primera parte del sortilegio. Si no da resultado, corta los dedos del bebé para apaciguar al demonio que amenaza su vida. Pero no tiene la menor idea de higiene. Los cortes se infectan y el niño termina siendo un lisiado. Además le agrada quemar cosas. ¡La gente que ha matado! —Filón suspiró—. La verdad es que los egipcios son aficionados a la magia y han pasado esa inclinación a algunos judíos. Sin embargo, espero que nuestra paciente renuncie ahora a ella.
—¿Qué le has indicado que hiciera?
La sonrisa melancólica se acentuó.
—Algo que me avergüenza como hipocrático. Pero ella quiere magia, y es muy poca la que puede ofrecerle la medicina hipocrática. Dejarlo todo a merced de la sabiduría del cuerpo, decimos. Nuestro cuerpo se recuperará si es capaz de hacerlo. No obstante, entretanto la mujer sufre dolor y está asustada. Y llega un mago y le dice: «Yo puedo curarte», y esto es más de lo que prometió el médico, de modo que ella escucha al mago. Bien, yo le doy una fórmula mágica para mantenerla contenta y calmarle la mente, lo cual es útil.
Filón emprendió el camino hacia la casa siguiente y yo lo seguí muy despacio, pensativa. Todo era muy diferente de los textos de Hipócrates que había leído. Filón se volvió y se detuvo para que lo alcanzase.
—La práctica es muy diferente de la teoría —observé, al tiempo que me disculpaba por mi lentitud.
Con una sonrisa, Filón respondió:
—Querido Caritón, has aprendido ya algo que la mitad de los doctores del templo parecen ignorar.
Sonreí antes de preguntarle:
—¿Tienes una teoría básica que aplicar?
Filón se puso serio y se encogió de hombros.
—En realidad, no —contestó—. No soy galenista, ni sistemático, ni alópata. En el templo tienen más teorías que pulgas un perro, y no las recuerdo todas ni puedo tampoco enseñártelas, por supuesto. Pero puedo ejercer. Algunas de ellas te dirán que atender a un paciente sin una teoría de la enfermedad, con un cuchillo en una mano y un medicamento en la otra, es como dar palos de ciego. Pero según mi punto de vista, ninguna de las teorías es del todo cierta, y el médico tiene que obrar entre tinieblas lo mejor que pueda. Sin embargo, no debe olvidar que trabaja entre tinieblas y debe tener cuidado. Yo intento tratar los síntomas, hacer que el paciente se sienta más cómodo y ayudar al cuerpo en lo que, al parecer, se propone. Puedo enseñarte algunas cosas que dan resultados, pero no grandes secretos.
—Hablas como Hipócrates.
—Hipócrates sabía menos que Galeno, pero comprendía más. Por lo menos así lo creo yo. —La sonrisa había vuelto a su rostro—. Tenemos que apresurarnos. Me espera otro paciente.
Al cabo de una semana de trabajar con Filón me alegré del rechazo de los otros médicos más prestigiosos, porque no habría podido encontrar un maestro mejor que él. Era mi ideal del científico verdaderamente hipocrático: objetivo, metódicamente observador, abnegado, generoso y lleno de bondad. Trataba a los pacientes más pobres por caridad, según decía, «por el amor de Dios», y como la mayor parte de los enfermos que aceptaba gratuitamente eran egipcios cristianos que por tradición detestaban a los judíos, su generosidad era sorprendente. Era un buen maestro: le gustaba explicar las cosas y me dedicaba tiempo, mostrándose complacido cuando le hacía una pregunta inteligente. También él parecía estar satisfecho conmigo. Su actitud reservada de antes cambió, y me llamaba Caritón en lugar de «mi estimado señor». De vez en cuando hacía algún comentario al azar lleno de ironía o bromas sobre sus pacientes, como «ése quiere que lo admiren por escupir bien», o «no te preocupes por sus síntomas. ¡Ha dicho eso sólo por los ojos que tienes, muchacho!». Me propuso que, para evitar el trayecto que tenía que hacer a diario desde el puerto para reunirme con él, viviera en algún lugar próximo a su casa.
Le pregunté si sabía de algún lugar sin pulgas.
—Un lugar donde pueda tomar un baño —añadí—. No puedo utilizar los baños públicos y me siento como un monje del desierto.
Filón se echó a reír y luego adoptó cierta timidez.
—Tenemos un cuarto en mi casa —dijo—. Es pequeño, en el tercer piso, y muy sencillo, pero si quieres…
—¿No te molesta? Quiero decir, que a tu esposa puede no gustarle aceptar a un extranjero, cristiano y eunuco.
—¡No, no! Es muy buena, y como dice el salmista «vale más que rubíes». Le he hablado de ti y de todos modos quiere conocerte.
Aquella tarde Filón me llevó a su casa y me presentó a su familia: su mujer, cuyo exótico nombre judío era Débora, su hija de catorce años, con el nombre griego más común de Teófila, y sus dos esclavos, Harpocratión y Apolonia. Ambos eran paganos y descubrí que ésta es una práctica bastante común entre los judíos, cuyas leyes exigen que se libere a todo esclavo judío al cabo de siete años. Filón tenía además un hijo, un joven que estaba estudiando la Ley judía en Tiberíades. Les anunció que yo viviría con ellos. Aunque se desconcertaron un poco, nadie puso objeciones, y Harpocratión, un hombre grueso de edad madura y devoto de Isis, me ayudó a llevar mis pertenencias.
La casa de Filón estaba cerca de la nueva muralla de la ciudad, al sur de la Vía de los Toldos. Era una vivienda estrecha, de un ancho no mayor de dos cuartos, a pesar de tener tres pisos. Mi cuarto estaba en el tercero, bajo el tejado, y la ventana miraba hacia la casa de al lado. Por ella veía una pared de ladrillo gris amarillento. Si giraba la cabeza atisbaba el interior por la ventana de mi vecina. Cuando me mudé, al principio ella solía cerrar las persianas, pero al cabo de varias semanas y después de haberle ofrecido yo un ungüento para las varices, dejaba la ventana abierta y enseñaba sus venas, y de vez en cuando me contaba chismes, burlándose de mi recato cuando yo insistía en cerrar las persianas.
El lago Mariotis tiene una pequeña isla que se extiende hasta la Puerta del Sol, y el Canal de los Toldos, que une el lago con el Nilo, corre en esta dirección. Los días cálidos y sin viento el mal olor del barro y las cloacas del puerto era verdaderamente insoportable. Hipócrates dice que el agua estancada es muy perjudicial para la salud y que quienes la beben sufren hidropesía y enfermedades gástricas. La verdad es que la gente de aquel barrio no bebía el agua del canal, y la del lago era de mal sabor e imposible de beber, pero a pesar de todo sufría fiebres e infecciones con mucha mayor frecuencia que la de otros barrios. En su conjunto, la casa se diferenciaba bastante de la de mi padre en Éfeso.
Sin embargo, se encontraba en un punto de la ciudad que en otros aspectos era bastante agradable. El antiguo parque dedicado al dios Pan quedaba a poca distancia, y había una fuente pública en la esquina con la Vía de los Toldos. Y la casa y la familia me gustaban muchísimo. Yo le pagaba a Filón cuatro sólidos anuales como alquiler, incluida el agua que Apolonia me traía de la fuente pública, un brasero para calentar el cuarto en invierno y aun la posibilidad de hacer que lavaran mi ropa con la del resto de la familia, con quien también compartía la mesa después de pagar otros dos sólidos por la comida.
Por entonces tenía ya bastante dinero, pues Filón había encontrado un comprador para mis joyas, un viejo mercader judío que vivía en lo que quedaba del barrio del Delta. El hombre no afirmó que se tratara de imitaciones de vidrio, pero quiso saber por qué quería venderlas si habían sido de mi madre.
—No tengo mujer ni hija que las use —dije—. Pensé que mi madre no se habría disgustado si las empleaba para pagar mi educación.
El hombre murmuró algo e hizo un gesto de conformidad, para luego ofrecerme un precio tan bueno que sentí algo de vergüenza al aceptarlo. En realidad, vendí sólo un par de pendientes de perlas y zafiros y el anciano me pagó sesenta y ocho sólidos por ellos, suma suficiente para vivir durante años, dado lo poco que me costaba vivir en Alejandría.
Tenía siempre la sensación de que, antes de llegar aquí, no había hecho nada en mi vida; era casi como si no hubiese existido. Sólo al principio echaba de menos el bienestar de mi casa, pero con tanta felicidad no tardé en olvidarlo. Todas las mañanas pensaba al despertar: «¡Estoy en Alejandría!» y era como si todo mi cuerpo comenzase a cantar.
Me levantaba al amanecer, hábito universal en los veranos calurosos de Egipto. Me lavaba bajo la luz gris que se deslizaba entre las persianas, inclinada sobre un gran recipiente, dejando caer el agua templada sobre mi cuerpo mientras desde la calle, abajo, llegaba el ruido de los carros, de las caravanas de camellos que llevaban mercancías al mercado y de las mujeres hablando a gritos mientras recogían la ración diaria de agua de las fuentes públicas. En nuestra casa, la tarea era responsabilidad de la esclava Apolonia, y generalmente estaba ya en la cocina cuando yo bajaba. Nos saludábamos y yo cogía un panecillo de comino de la cocina y me lo comía en mi camino al templo.
Cuando salía por la puerta de la casa de Filón, era todavía la hora gris que anuncia el alba, pero las calles ya estaban llenas de gente. Hombres y mujeres de aspecto respetable marchaban apresurados a su trabajo, los escolares se apresuraban por la calle gritando o bien caminaban con aire formal al lado de un esclavo de la familia, escoltados como caballeros en miniatura para recibir su ración diaria de Homero. En la Vía de los Toldos los comercios abrían sus puertas. Los panaderos amontonaban sus perfumados panes frescos, cocidos en las horas más frías de la noche, los carniceros ordenaban cabritos con las patas atadas, y jaulas de mimbre llenas de pollos se alineaban en la calzada. Los barberos afilaban sus navajas y esperaban a sus clientes, y los campesinos se instalaban a un lado de la calle, disponiendo la fruta madura o las hierbas verdes que traían para vender y que ofrecían a los transeúntes con voces nasales y monótonas. Las literas techadas y las sillas de mano de los ricos parecían flotar sobre las cabezas de la multitud, como barcos en un mar agitado. Me costaba recordar que siempre me había desplazado en ellas. Me solía abrir paso con los codos por la calle Soma, donde los pájaros cantaban en las ruinas, y me detenía para mirar a mis espaldas. El alba roja se volcaba por la ancha Vía de los Toldos desde la Puerta del Sol, esculpiendo las masas de edificios públicos con una luz espesa, perfilando las siluetas de hombres y animales con trazos definidos y claros, como las figuras de una pintura. Cuando llegaba al templo, el sol se había elevado ya por encima del Delta llano y verde, y desde la puerta veía la gran ciudad en toda su extensión, una masa de color vivo como el de una joya que rodeara el luminoso mar.
Pasaba la parte inicial de la mañana en el templo, asistiendo a clases y participando en discusiones con otros estudiantes. De medicina había alrededor de cien, que provenían de todo el Imperio oriental, aunque yo suponía que en su mayor parte eran alejandrinos. Durante las primeras dos semanas me abstuve de participar en las discusiones, impresionada como estaba aún por su aparente conocimiento. Por su parte, tanto estudiantes como profesores me miraban con desdén. Era evidente que me consideraban un eunuco asiático presuntuoso con ínfulas de médico, y todos creían que no tardaría en renunciar al estudio para volver a mi país, especialmente porque se atribuía a Filón el hábito de «trabajar como un esclavo». Sin embargo, al comenzar el mes de junio uno de los estudiantes, un joven muy locuaz de Antioquía, hizo un comentario público en el que confundía el modo de curar dislocaciones con el de curar torceduras. Nadie dijo nada, y con cierta vacilación yo sugerí que mi estimado condiscípulo se había equivocado y cité a Hipócrates. Mi estimado condiscípulo se mostró confuso, los otros estudiantes rieron y el profesor, con un gesto de sorpresa, me miró y me aplaudió. Me di cuenta de que ninguno de los estudiantes presentes había leído aquel texto. Por tanto, estaba en libertad de hablar tanto como cualquiera de ellos y el miedo a parecer tonta no tenía por qué hacerme callar. Desde aquel día comencé a hacer comentarios y a formular preguntas cada vez más frecuentes y mis compañeros me tomaron más en serio. Algunos me tenían más antipatía aún por ser un rival en lugar de un objeto de burlas, pero otros empezaron a observarme con cierto respeto. «¿Y qué habría dicho Hipócrates acerca de esto?», solía preguntar Adamancio, y al hacer la pregunta me miraba con expectación.
Avanzada ya la mañana, regresaba al centro de la ciudad para encontrarme con Filón. Generalmente lo hacíamos en la plaza Soma, junto a un pedestal que tenía el relieve de un delfín. Nos dirigíamos una sonrisa amistosa y un saludo, y partíamos a ver a sus pacientes, llevando yo su bolsa de médico y hablando de medicina por el camino. A veces los pacientes nos daban de comer; otras, comprábamos pan y vino o fruta a algún vendedor ambulante. Filón trabajaba toda la tarde, aun en las horas más calurosas en que la gente suele dormir. Según él, es entonces cuando los enfermos se sienten peor. Por otra parte, le agradaba pasar las veladas en casa con su familia, y siempre volvíamos antes de que se pusiera el sol. Comíamos algo ligero en la sala principal de la casa, que tenía el suelo de baldosas amarillas y la vieja mesa de roble, y hablábamos de medicina, de los pacientes o de los chismes de la vecindad. Después de la comida, Filón y su familia se sentaban a decir sus plegarias y a recitar su Ley. Yo, pasadas ya algunas semanas, me retiraba a mi cuarto y leía textos de medicina o preparaba los medicamentos que Filón usaría al día siguiente.
Al principio esta vida me pareció agotadora. Durante varias semanas fui incapaz de hacer otra cosa que no fuera llegar a mi cuarto, echar el cerrojo y caer rendida en la cama. Seguramente, Adamancio y los burlones del templo tenían razón. Era un trabajo duro, y quien no estaba acostumbrado a semejante esfuerzo haría mal en intentarlo. Pero no lo consideraba un trabajo. Pasar el día entero, de la mañana a la noche, sin practicar otra cosa que el arte de curar no era trabajo, sino la perfección y la dicha. A medida que me habituaba a mi nueva vida, la sensación de fatiga fue disipándose, pero no así mi felicidad. Nunca había advertido antes lo limitada que había sido mi antigua vida. Nunca había caminado sola por la calle, ni gastado mi propio dinero, o elegido por lo menos cosas simples, como mis lecturas, mis ropas o lo que comería. Antes, todo estaba previamente establecido. Aquel sabor de la libertad me deleitaba.
El verano pareció durar años. ¡Aprendí tanto, cambié tanto! Empecé a considerar natural pensar en mí misma como si fuese hombre, y perdí los últimos vestigios de femineidad en las aulas del templo. Compraba y leía tratados con desmedido entusiasmo. Algunos de ellos se ocupaban de las diferentes teorías en medicina, pero en su conjunto no me resultaron muy útiles. Un autor afirmaba que la enfermedad era un desequilibrio en las proporciones de los cuatro humores del cuerpo, y que éstos eran la sangre, la flema, la bilis negra y la bilis amarilla. Otro autor estaba de acuerdo en cuanto a la naturaleza de la enfermedad, pero no en cuanto a la de los cuatro humores. Un tercero rechazaba todo aquello y declaraba que la causa de las enfermedades es la desproporción entre lo que se come y lo que se expele. Nada en estas teorías era aplicable en presencia de un paciente de verdad, sudoroso y demacrado por una verdadera enfermedad. Estaba de acuerdo con Filón en que la práctica es mejor que las teorías y me concentraba en aprender a practicar la medicina.
Estudiaba las hierbas y formulaba preguntas sobre ellas. Era en el campo de los medicamentos donde más notaba mi ignorancia, pues no conocía nada sobre sus características, y una de mis responsabilidades como ayudante de Filón era preparar las medicinas, aunque la tarea era más fácil en Alejandría que en la mayoría de los otros lugares. Estudiaba además las hierbas de los jardines del templo, pero las que nosotros utilizábamos se adquirían en el mercado, envasadas y embotelladas, de modo que no era necesario esperar la estación indicada, ni recolectar la savia o hervir el jugo para reducirlo, o recorrer las montañas en busca de la raíz que queríamos. Bastaba mezclar los preparados con la cantidad requerida de vino, vinagre o aceite, y tratar de determinar la dosis indicada para el paciente. Genciana y cicuta, melationa y opio, ciclamen griego, aceite de cedro… en Alejandría era posible comprar cualquier hierba en la herboristería. La mayoría eran medicamentos de los que Hipócrates nunca había oído hablar. Nosotros sabemos más que él sobre el cuerpo y la naturaleza, pero, según Filón, él comprendía más de lo que sabía. Su método y su gran curiosidad eran, a mi juicio, más valiosos que las afirmaciones doctrinarias hechas mucho después por otros autores. Por último, la pregunta «¿Qué habría hecho Hipócrates?» siempre era válida, y, por supuesto, adquirí cierta fama por formularla. Mis condiscípulos del templo se burlaban de mí cada vez que la repetía, pero dejaron definitivamente de ser desdeñosos y consultaban mi opinión.
Al comenzar agosto, Adamancio hizo la disección de un cuerpo humano. Era algo poco frecuente incluso en Alejandría, donde existe una larga tradición en esas investigaciones. Las autoridades siempre sospechan que en las disecciones pueda intervenir la magia, aunque ciertas prácticas mágicas susceptibles de pena de muerte en Éfeso se realizaban abiertamente en Egipto. No sé, por lo tanto, por qué mostraban un interés tan exagerado por las disecciones médicas. La tradición hipocrática siempre se opuso a la magia. No obstante, las autoridades tendían a intervenir y era difícil encontrar un cadáver, por lo que las disecciones no eran tan frecuentes como se deseaba. Cuando algún profesor del museo conseguía hacer una, los estudiantes luchaban a empellones por obtener un lugar junto a la mesa para ver mejor. Adamancio tenía cinco ayudantes que naturalmente obtuvieron los mejores lugares, pero los más cercanos a éstos fueron causa de rivalidad y de codazos entre los demás. Terminé en el fondo, cerca de la pared, donde no veía absolutamente nada. Sin embargo, antes de hacer uso de su bisturí, Adamancio miró a su alrededor y al notar mi presencia me preguntó:
—Caritón. ¿Ves bien desde allí?
Tuve que responder que no.
—Ven al frente, entonces. Aún eres nuevo aquí y no has visto todavía un ejemplar como éste. Además, sacarás provecho de lo que veas mucho mejor que la mayoría de los presentes.
—La mayoría… —dijo alguien con cólera, pero a pesar de todo me abrieron paso.
Apenas me atrevía a respirar. No creía haber recibido nunca un elogio como aquél. Me puse junto a la mesa y observé la operación como si mi vida dependiese de ello. Cuando Adamancio hundió el cuchillo en el cadáver (el de una anciana esclava de un amigo, según suponía), creo que tuve una sensación de náusea, pero pronto la olvidé. El cuerpo humano es un acertijo, un misterio y un milagro, y yo estaba fascinada. Adamancio trabajaba despacio, exponiendo, haciendo preguntas y respondiendo a otras. El estómago y el aparato digestivo, el hígado, el diafragma, los pulmones, el corazón…
En aquel momento uno de los estudiantes de Adamancio, el joven de Antioquía, se desmayó. Adamancio bajó su bisturí con un gesto exasperado y, dando un rodeo a la mesa, ordenó a los demás estudiantes que se retiraran.
—¡Que respire! —nos ordenó, y levantando al estudiante hasta ponerlo en posición sentada, verificó que la garganta no estaba contraída y le puso la cabeza entre las rodillas. Al cabo de un instante el muchacho dejó oír un lamento y levantó la cabeza.
—Aquí hace mucho calor y hay demasiada gente —dijo Adamancio con delicadeza—. ¿Por qué no vas a sentarte junto a la fuente hasta que te sientas mejor? —le propuso.
El antioqueno, cuyo nombre —recordé— era Teógenes, parpadeó, se avergonzó, se levantó y salió. Adamancio volvió junto a la mesa y prosiguió con la disección.
Tuve que retirarme antes de que Adamancio hubiese terminado, pues tenía que encontrarme con Filón antes de la hora de la comida. Cuando atravesé el patio del templo, Teógenes estaba todavía sentado junto a la fuente, mirándola con aire pensativo. Al oír mis pasos rápidos en el patio desierto, en aquel mediodía caluroso, levantó la vista y me llamó:
—¡Hola, Caritón! ¿Han terminado ya?
—Casi —respondí y me detuve—. Estaba formulando preguntas generales cuando salí.
—Qué mal papel he hecho, ¿no? —dijo Teógenes, y sonrió.
Su expresión era simpática y la dentadura muy blanca, lo cual reflejaba su buen humor. Era alto y delgado, y tenía el pelo negro y rizado y los ojos castaños. Al hablar gesticulaba mucho y sonreía con facilidad.
—Es mi primera experiencia de una… pero también era la primera para ti, ¿no? Además, he oído hablar de esos temas desde que era muy pequeño, de modo que no tengo excusa. ¿No has sentido náuseas?
—Al principio, sí —admití—. Pero yo en tu lugar no me preocuparía. Hacía mucho calor y todos te atosigaban.
—¡Es verdad! Parecía una carrera de aurigas, todos luchando por atisbar algo. «¡Vamos, Verdes!» «¡Cortad del intestino al estómago!»
—¡Vamos, Azules! ¡Por la aorta a los pulmones! —dije a mi vez riendo. Generalmente, los caballos de mi padre corrían con el color azul y yo acostumbraba a gritar siempre para animarlos.
—Azules, jamás —replicó Teógenes—. ¿Han descubierto de qué murió?
Negué con la cabeza.
—No había nada visiblemente anormal.
—¡Pobre vieja! Dime entonces qué han encontrado. Te invito a comer.
Me sorprendió la invitación y me sentí halagada. Ni siquiera los estudiantes que habían comenzado a ser amables me habían dirigido la palabra fuera de las clases. Pero tenía que rechazarla.
—Lo siento, pero no puedo. Mi maestro me espera y ya llego tarde. Otra vez, quizá…
—¿Te hace trabajar por la tarde?
—Siempre trabaja por la tarde. Tiene muchos pacientes y le gusta pasar la noche con su familia.
Teógenes emitió un silbido de extrañeza.
—¡Es una tarde tórrida para trabajar! Bien, tal vez mañana por la noche, entonces… No, mañana empieza el Sabbath.
—¿Tú también eres judío?
—Sí, mi padre es primo segundo de Adamancio. Pero tú no eres judío. ¿O sí?
—No, soy cristiano, pero mi maestro es judío y yo respeto el Sabbath.
—¡Tu maestro parece ser un hombre original! —comentó sonriendo.
—Es uno de los mejores médicos de la ciudad —repliqué algo ofendida.
Teógenes se sorprendió ante mi tono.
—Sólo quería decir que no es frecuente que un médico judío tenga un único ayudante cristiano que respeta el Sabbath. Sobre todo… —Se sentía incómodo y calló.
—¿Sobre todo si el ayudante es un eunuco?
Bueno, sí. No quería ofenderte. Mira, Caritón, me gustaría saber qué piensas de la disección. Después del Sabbath algunos nos reunimos siempre en la taberna de Calias, cerca del Castillo, para conversar. ¿Quieres venir?
—¡Ah! —dije, mirando perpleja a Teógenes.
Por primera vez en semanas me sentía tímida y desconcertada. Había soportado bien los desaires porque no esperaba obtener nada de mis compañeros y porque, de todos modos, pasaba la mayor parte de mi tiempo con Filón. Sin embargo, Teógenes me ofrecía una especie de camaradería, y no sabía qué decir. Las mujeres no suelen frecuentar tabernas. Sólo que yo no era una muchacha, de manera que ¿por qué no?
—Desde luego —respondí con una sonrisa nerviosa—. Gracias.
Teógenes volvió a sonreír.
—Bien, entonces. Es una taberna grande, cuyo cartel muestra una cabeza de caballo. La encontrarás. ¡Nos veremos allí!
Llegué a la plaza Soma tan tarde que no encontré a Filón y tuve que correr tras el de paciente en paciente hasta que lo localicé; pero cuando le expliqué el motivo de mi tardanza se mostró complacido.
—Como un favor personal, le pedí a Adamancio que se ocupase de ti —dijo—. Ambos estudiamos con el mismo maestro y por ese motivo accedió. Sin embargo, no te habría pedido que te acercaras si no hubiera advertido que tenías capacidad. No me cabía la menor duda de que lo convencerías.
Me sentía la dueña del mundo.
Aquella tarde, cuando volvimos a casa, hablé con la familia, llena de entusiasmo, acerca de la invitación de Teógenes y luego describí toda la disección. Todos estaban habituados a hablar de asuntos como aquél durante la cena y nadie perdió el apetito.
—¡Qué bien! —comentó Débora con una sonrisa condescendiente—. ¿Está enterado tu protector de lo bien que te has integrado en esta casa?
La pregunta me sobresaltó y me hizo callar. Y ello fue al advertir que en muchas semanas no había pensado en mi propia casa. Murmuré una respuesta casi ininteligible —en definitiva, que pensaba escribirle pronto—, y me concentré de nuevo en la descripción del hígado disecado. Cuando volví a mi cuarto me sentí preocupada. Había tardado en escribirle a Torión porque no sabía con certeza si estaría en Éfeso o en Constantinopla. No podía arriesgarme a que la carta se perdiese al llegar a nuestra casa. En el mercado tuve algunas noticias de Asia, pues a Alejandría llegan todas las novedades del mundo. Mi desaparición un mes antes de la boda había sido un escándalo. Se comentaba que Festino estaba fuera de sí, y sospecho que a mi padre el miedo lo tenía paralizado. Si descubría mi paradero, enviaría de inmediato a alguien para llevarme a casa y, una vez allí, me encerrarían otra vez en mi tonto papel de doncella casta e incluso me obligarían a casarme. Acerca de dónde había estado, no se diría una palabra.
Sin embargo, tenía que escribir a Torión y a Maia, pues para entonces ya debían de estar preocupados. Sólo que no sabía qué contarles. «Hoy he presenciado una disección. Uno de mis condiscípulos me ha invitado a una taberna a hablar del asunto. Ayer ini maestro me permitió abrir y suturar el dedo de un carpintero en el que tenía un absceso». Se horrorizarían. Era inmensa la brecha abierta entre mi personalidad de antes y la nueva, y temía lo que podrían pensar.
Después de acercarme a la mesa y beber un trago de agua de la jarra, me senté frente al manuscrito que había sobre la mesa, uno de los tratados de anatomía de Herófilo. Lo cogí y lo miré con aire distraído, hasta que encontré algo relacionado con la disección y me puse a leer con atención, olvidando por el momento a mi familia y la necesidad de enviar una carta.
Dos días más tarde fui a la taberna donde estaban Teógenes y los demás. El edificio, como me habían anunciado, no podía pasar inadvertido. Era una construcción sólida situada en la plaza pública, frente a los caserones suplementarios del Castillo, y, además del cartel que exhibía la cabeza de caballo dorada, tenía el vestíbulo decorado con un friso de bacantes pintadas en vivos colores. En su interior se veía una gran cantidad de ánforas de vino. Me detuve fuera, en la cálida luz del crepúsculo, casi enferma de los nervios. Desde dentro llegaba el ruido de voces, no demasiadas ni demasiado ruidosas, pues aún era temprano. De todos modos, no era una taberna poco respetable, aunque eso era lo de menos. Lo que importaba era que allí estaba yo, la hija esmeradamente educada de un hombre de rango consular, dispuesta a entrar en una taberna popular. Más aún, me aterraba lo que pudiesen pensar los otros de mí, que se enfadaran porque Teógenes me hubiese invitado. Estuve a punto de volverme y correr a casa, pero la idea de tener que explicar a Filón y su familia lo sucedido me hizo detenerme. «Bien —me dije—, si se imaginan que eres un eunuco presuntuoso y lleno de pretensiones, se equivocan. Y piensen lo que piensen, no te ha de afectar». Entonces me erguí y entré.
En el interior había un salón principal de grandes dimensiones, iluminado por una serie de lámparas colgantes de bronce y lleno de mesas. Estaba todavía junto a la puerta mirando a mi alrededor, cuando Teógenes me llamó por mi nombre, me giré y lo vi sentado en un extremo. Me acerqué y, cuando Teógenes me presentó a sus compañeros, caí en la cuenta de que ya los había visto en el templo y sabía el nombre de casi todos. No eran, como había supuesto, todos judíos como Teógenes, sino que el grupo estaba formado por una mezcolanza de judíos, paganos y cristianos, alumnos de distintos médicos y procedentes de diversas ciudades. Cuando fui presentada, la mayoría de ellos sonrieron y saludaron, con aire de curiosidad, pero uno o dos reflejaron recelo, aunque ninguno manifestó sorpresa por mi presencia. Teógenes me hizo sitio en el banco y me senté.
—¡Una copa para nuestro amigo y más vino, querida! —dijo Teógenes a la camarera. Cuando la muchacha se alejó, la miró de arriba abajo—. ¡Es bonita! —comentó, sin dirigirse a nadie en particular. Luego se dirigió a mí—: En estas conversaciones mantenemos una regla, Caritón: no hablamos de religión. Cualquiera que lo haga, tiene que pagar una multa, el vino. Aparte de esto, compartimos el gasto y lo pasamos bien, aunque hablemos de medicina casi todo el tiempo. ¿Puedes decirme qué aprendiste de esa disección? Cada uno aquí me ha dado una interpretación diferente.
Cada uno de los presentes había hecho su propia descripción. Al encontrar la conversación tan interesante, dejé los nervios atrás. Cuando aquélla terminó, y después de haber bebido dos copas de vino, sentí que estaba entre amigos y me arrellané contra la pared, tranquila y a mis anchas.
—Tu amigo Hipócrates dice que los vasos que trasladan la semilla de la mujer a su útero son los mismos que van al pene en el hombre y que vienen de la cabeza por los riñones —me dijo uno de los estudiantes cuando nos disponíamos a partir—. Yo no vi nada de eso.
—No sabías qué buscar —señaló Teógenes con aire docto.
—Tú no viste nada —dijo su amigo—. Estabas fuera, en el patio.
—No estoy seguro de que hubiese algo que ver —opiné vacilando—. Creo que tal vez Hipócrates se equivocó en esto.
—¡Qué! —exclamó Teógenes con una ancha sonrisa—. ¿Equivocarse el inmortal Hipócrates?
—Nunca hizo disecciones, ¿no? —repliqué sonriendo también—. En su época tenían dificultades aun mayores que las nuestras. Hizo las mejores conjeturas que pudo sin cortar a nadie de arriba abajo.
—Hipócrates dijo, además, que en el hombre los vasos pasan por los testículos —prosiguió el otro estudiante con cierta vacilación, pero como si Teógenes no hubiera hablado—. Y por eso los eunucos no pueden tener hijos, porque el paso se destruye cuando les extirpan los testículos.
Me miraba con curiosidad y, al cabo de un silencio incómodo, el resto de los estudiantes me miró también. Teógenes parecía avergonzado.
—¿Cómo te lo hicieron? —preguntó mi interlocutor—. ¿Te dolió mucho?
Me sentía aislada otra vez, y completamente sobria.
—No recuerdo —dije por fin—. Era muy joven cuando me lo hicieron.
Mi compañero bajó la vista.
—Perdona —dijo—. Fue pura curiosidad.
Me di cuenta de que el muchacho estaba recordando todo lo desagradable que había oído comentar sobre los eunucos.
—Te criaste en Éfeso, ¿no? —preguntó otro, rompiendo un silencio embarazoso. Quizá fue una pregunta espontánea, pero en cierto modo sonaba indiscreta, suspicaz—. ¿Por qué viniste a Alejandría?
Un alejandrino pagano llamado Nicias salió en mi ayuda antes que yo tuviera que responder.
—No hacía falta que preguntases si era asiático —dijo con un tono forzadamente indiferente. Era uno de los estudiantes que habían recibido mi aparición con un gesto de disgusto, y me miraba ahora con una expresión maliciosa dibujada en su rostro gordo y lampiño—. En mi vida he oído un ceceo más fuerte que el suyo «Hipócrates dice…» No, no puedo imitarlo.
En apariencia, sus palabras sonaban a chiste inocente, pero yo sentía el fondo de rechazo, como antes había intuido la intención de probarme en la primera pregunta. Tenía la cara roja y empezaba a enfadarme. Después de todo, me habían invitado, y era tan buena estudiante como cualquiera de ellos. No tenían por qué hacerme preguntas indiscretas ni tomarme el pelo. Al mirarlos de frente uno por uno, vi que aguardaban a ver qué hacía yo. Teógenes estaba incómodo, como si fuese el único con bastante cortesía para avergonzarse de los modales de sus amigos. Su actitud mitigó mi enfado y me esforcé por sonreír.
—¿Nunca habéis oído un acento tan malo como el mío? Se nota que no conocéis Éfeso. Deberías oír a algunos amigos de mi padre…, de mi protector. Mi querido y muy «eztimado Nicias, la yegua que mencionabas es un tezoro tan grande, que correría con ella en cualquier momento, sólo que acaba de parir, mi querido amigo, pero no tengo la menor nozión de cómo lo conziguió».
La voz que imitaba era la que hacíamos Torión y yo, aunque en realidad imitaba la del viejo Pitión; sin embargo no hacía falta conocerlo para que lo encontrasen cómico.
—Excelente imitación —dijo Teógenes—. Entonces, tu patrón criaba caballos, ¿eh?
—En Éfeso lo llamaban maestro de carreras. Quizás hayáis hablar de él… Teodoro, el clarissimus.
Teógenes negó con la cabeza, pero uno de los otros, un sidonio, exclamó de inmediato que había visto ganar a algunos caballos de mi padre en unas carreras en Tiro. En seguida, el tema de conversación derivó hacia las carreras de carros y los aurigas más famosos del hipódromo local. Cuando el grupo se dispersó y nos retiramos, los otros bebieron a mi salud con el afecto de viejos amigos y yo respondí con la misma cordialidad.
En resumen, había pasado una velada excelente y tenía la sensación de haber superado una prueba difícil. De todos modos decidí actuar con cuidado frente al grupo y nunca beber demasiado en su compañía. Cuando estuviese con ellos tendría que mantenerme alerta.
Postergué un mes más el envío de mi carta a Torión. Cuando comenzó septiembre, no obstante, supe que tenía que escribir algo, cualquier cosa, para que él y Maia supiesen que estaba bien antes de iniciarse un largo invierno en el que sería imposible enviar cartas. Sabía con toda certeza que Torión estaría ya en Constantinopla. En vista de ello, una noche clara y templada me instalé en mi cuarto, cogí una hoja de papiro y varias plumas y escribí: «De Caritón de Éfeso a su protector Teodoro, hijo de Teodoro de Éfeso. Salud». Durante unos minutos permanecí sentada mirando el papiro. Por la ventana veía a mi vecina barrer su cuarto. Me saludó con la mano y le devolví el gesto. Tenía que ser muy cuidadosa con lo que dijese. Enviaría la carta en un barco cargado de cereales, y se sabía que muchos marineros solían abrir cartas para divertirse durante el viaje. Mordisqueaba la punta de la pluma, un hábito que Maia habría desaprobado. «¡Ya comes bastante cuando estás a la mesa! —me habría dicho—. ¡No necesitas roer las plumas de junco como un ratón!»
La idea me hizo sonreír. Mi querida Maia, tan discreta, tan preocupada; mi querido Torión, con su gesto de mal humor. Empecé a escribir sin detenerme.
Quería escribirte antes, excelentísimo, pero tenía dudas de que pudieses estar ya en Constantinopla. Espero que te encuentres bien y que ningún fastidioso te haya molestado con su enemistad. En cuanto a mí, estoy a gusto en Alejandría y no puedo imaginar una satisfacción más grande que vivir aquí en este momento. Los doctores del museo tienen un buen concepto de mí y dicen que estoy haciendo grandes progresos en mis estudios. Soy ayudante de Filón, un judío relacionado con el museo, y me alojo en su casa, cerca de la Puerta del Sol. Es un maestro hábil y generoso y le debo mucho. Saluda a Maia en mi nombre. Y acepta, querido Teodoro, mi gran estima. Como siempre, soy tu seguro servidor.
No valía mucho como carta, pero si la mandaba le haría saber que estaba bien y contenta, y así podría contestarme. Por otra parte, decir más, describirle cómo vivía, implicaría seguramente señalarle la brecha abierta entre nosotros, algo que temía hacer. Doblé, pues, la carta y la dirigí a Teodoro, hijo de su excelencia el señor Teodoro, en la oficina del prefecto pretoriano. Tenía que llegar a sus manos.
Me levanté, bebí agua y bajé con la carta. Era la víspera del Sabbath y el resto de la familia estaba distribuyendo velas. Filón observaba cuidadosamente las leyes judías, como le había comentado yo a Teógenes, y el Sabbath era observado por todos los de la casa, incluidos los esclavos paganos, si bien ni ellos ni yo asistíamos a las ceremonias. Filón no era el judío con sentido misionero que solemos encontrar predicando en el mercado y nunca intentó persuadirme de que participase en ninguno de los ritos. Sin embargo, por lo que podía juzgar, las ceremonias judías no eran tan diferentes de las cristianas que yo conocía. Los judíos leían las Escrituras en la misma traducción y cantaban algunos salmos con la misma melodía. Sus sinagogas estaban cubiertas de pinturas y mosaicos que representaban muchas de las escenas que yo conocía en mi iglesia, y rezaban con nuestro mismo estilo. Es cierto que los judíos alejandrinos son una raza aparte. Muchos de los más educados son platónicos, como muchos de los cristianos cultos. Como Adamancio, han leído mucho a los clásicos paganos e interpretan las Escrituras en términos alegóricos. Filón era otra clase de judío, perteneciente a una secta más estricta, en absoluto partidaria de los clásicos paganos en literatura y filosofía. Al parecer, le avergonzaba un poco esta posición, y, por supuesto, nunca trataba de imponérsela a otros.
Débora me sonrió.
—¿Vas a salir?
—Tengo una carta para mi protector. Pienso ir al puerto a despacharla —le dije—. ¿Hay algo que desees que te compre en el camino?
—¿Podrías comprarme aceitunas y queso fresco? Así no nos faltará para el Sabbath. Te daré el dinero. Toma. Y muchas gracias.
Miré a Filón, que estaba pellizcándose el labio.
—Hay ese preparado para el viejo Serapion…
—Aceitunas, queso fresco, brionia y opio —precisé—. Que paséis un buen Sabbath.
Partiendo de la Puerta del Sol, el puerto de Eunostos estaba en el lado opuesto de la ciudad. Por entonces yo estaba habituada ya a hacer largas caminatas y aprovechaba el tiempo para reflexionar sobre problemas de medicina. Las calles estaban de nuevo concurridas, pues con el fresco del atardecer la gente salía a comprar o a vender, o simplemente a pasear, chismorreando y observando. Las prostitutas de todo precio buscaban clientela. Estaban en los pórticos y sonreían mientras se levantaban la delgada túnica de lino para enseñar las piernas e invitar a los paseantes a beber un trago. De vez en cuando una cortesana de lujo pasaba luciendo ropa de seda en un palanquín dorado y miraba con desprecio a sus hermanas más pobres. Me gané también un admirador, un anciano muy nervioso que llevaba una chillona túnica de color naranja, me siguió desde la plaza Soma hasta el Tetrapilón, y terminó corriendo tras de mí para ofrecerme un frasco de alabastro con incienso si lo acompañaba a su casa.
—Eres un joven muy hermoso —dijo mirándome con ojos de carnero—. Seré bueno contigo.
—No, gracias —le repliqué—. Soy eunuco y, además, estudiante de medicina.
—¡No me importa! —insistió, cogiéndome del brazo.
—No estoy disponible —le solté con firmeza, apartando el brazo.
Parecía muy triste. Le sonreí, le saludé cortésmente y me alejé hacia el puerto con paso rápido. El hombre me siguió un trecho más y luego desistió. Lo vi volver hacia la plaza Soma en busca de otro candidato. Al recordar cuánto me habían alarmado ofertas semejantes cuatro meses antes, o en mi vida anterior, volví a sonreír.
Cuando llegué al puerto de Eunostos empezaban a iluminar el Faro. Los cargadores habían terminado la tarea de la tarde y marchaban ruidosamente hacia las tabernas o hacia sus casas. Los barcos mercantes de proas panzudas crujían contra los muelles, meciéndose con el suave oleaje. Encontré un barco de grano que tenía que llegar a Constantinopla al día siguiente y entregué mi carta al capitán, con la promesa de una recompensa de Torión cuando le fuese entregada. Luego regresé por la Vía de los Toldos. A aquella hora ya estaba oscuro. Los pórticos del Tetrapilón estaban todos iluminados con lámparas y la mercancía resplandecía, por lo que no tuve dificultad en conseguir las aceitunas y el queso. La tienda en que solía adquirir medicamentos estaba más allá de la calle Soma, no lejos de la plaza. Era un local pequeño y oscuro, tenía la fachada de yeso resquebrajado y no había ningún elemento que indicase lo que allí se vendía. Me lo había recomendado Filón. En el interior, las paredes estaban cubiertas de estantes llenos de cajas de madera de tilo que contenían hierbas desecadas, y ánforas de bronce llenas de ungüentos para los ojos, que brillaban bajo la luz de una única lámpara. Olía a mirra, áloe, casia; los olores más fragantes cubrían los menos agradables de otras hierbas.
Cuando entré, el dueño estaba preparando algo en el cuarto de atrás, pero apareció al oírme golpear el mostrador, me reconoció con una sonrisa y me entregó la brionia y el opio sin demasiados regateos. Acto seguido volví a casa.
Cerca de la Puerta del Sol estaba más oscuro. Allí los comerciantes habían cerrado sus locales y regresaban a sus casas. Anduve más deprisa, manteniéndome alejada del desolado barrio del Bruquión. Era como si mis pies conociesen ya el camino que conducía a la puerta de Filón. Era increíble que me sintiese allí como en mi casa. Al aproximarme, oí los cantos sabáticos de la familia y me detuve a escuchar. El que resonaba en la oscuridad era un cántico muy alegre, lleno del calor de la casa, de la felicidad de la familia.
Dejaron de cantar y Filón recitó la bendición. Oí que preguntaba a Harpocratión si yo había vuelto ya.
—Espero que no haya tenido dificultades para encontrar la brionia —dijo.
—No debería andar por ahí de noche —comentó Débora—. No es seguro, sobre todo para un forastero… y eunuco, además. ¡Y para despachar una carta para su protector! Vaya con el protector que le permite venir aquí sin nada dispuesto de antemano y sin dinero. Me pregunto cuál será la verdad.
Estaba a punto de llamar a la puerta y anunciarme, pero el comentario me hizo detener. ¿Hasta qué punto sospechaban ellos de mi historia? ¿Habían adivinado algo? Me quedé donde estaba, sintiendo latir la sangre en mis oídos, con la mano levantada aún para golpear la puerta.
—¿Estás preocupada por él? —preguntó Filón en tono jocoso—. ¡Qué cambio en sólo cuatro meses! ¡Antes te preocupaba que pudiese corromper a Teófila!
Era la primera vez que me enteraba. Débora había disimulado muy bien sus sentimientos; nunca había recibido de ella otro trato que la consideración y la cortesía.
—No te burles —dijo Débora—. Eso fue sólo al principio. Es un muchacho encantador, y lo único que podría aprender Teófila de él son buenos modales. Se nota que pertenece a una casa noble. Es tan educado, ¿eh, Teófila? A él no se le ocurriría masticar con la boca abierta. ¡Ciérrala, por favor! Pero sigo encontrando extraño que lo hayan enviado aquí sin nada preparado antes, y que se haya visto obligado a vender sus joyas heredadas para subsistir. Algo tiene que haber ido mal en aquella casa. Si no sucedió esto, te digo que la forma en que lo trató su protector es escandalosa.
Me apreté más contra el arco de la puerta para escuchar mejor. Tenía que saber qué sospechaban para ser capaz de protegerme. La calle estaba oscura y desierta y sentía contra mi mejilla la madera tosca de la puerta. Por un resquicio se filtraba un hilo de luz.
—Creo que en este asunto hay mucho más de lo que él ha contado —dijo Filón, pensativo—. Es un joven brillante y muy culto. Cita a Homero sin detenerse. Mi opinión es que su protector no quería que viniese aquí.
—¿Crees que es realmente un esclavo? —preguntó Débora—. ¿Crees que escapó?
—No… Eso es lo que cree Adamancio, pero me inclino a pensar que está equivocado. Caritón no se comporta como un esclavo. No creo que sea capaz ni siquiera de barrer el suelo. Con todo, no creo que su protector haya escrito esas cartas. Hice averiguaciones sobre Teodoro de Éfeso. Es un hombre rico, de categoría consular, y toda su fortuna familiar proviene de sus servicios al emperador. En este momento tiene un hijo en la corte, otro Teodoro. Probablemente no considera la medicina como una carrera, y no quería que su protegido la siguiera cuando podía hacer una carrera mucho más lucrativa.
—Entonces, ¿por qué venir aquí contra los deseos de su protector? —Quien hablaba era Teófila—. Le tengo lástima. Es horrible lo que le hicieron los persas. ¡Y es tan apuesto!
Filón se echó a reír.
—¿Y qué tiene que ver la belleza de Caritón con nuestro asunto?
—Nada, nada. Siento compasión por él, eso es todo; en particular si su protector no lo ayuda. Además, ha tenido ya bastante mala suerte. Y no veo por qué vino aquí cuando podía meterse en la corte y enriquecerse.
—«El primer requisito para el estudio del arte de curar —dijo Filón citando a nuestro común maestro Hipócrates— es una disposición natural». Desde luego, esto es algo que nuestro Caritón posee. Si de verdad huyó, hizo muy bien. No debe malgastarse un don como el suyo. Será un gran médico. De todas formas, he oído algo más acerca de ese Teodoro.
Hizo una pausa, e imaginé a Filón esperando ansiosamente las preguntas del resto de su familia. También yo esperaba, conteniendo el aliento.
—¿Qué? —preguntó Teófila con una risita, como cabía prever.
—Parece que tiene una hija —dijo Filón—, una muchacha muy hermosa, a la que le espera una gran dote. El gobernador de Asia quería casarse con ella. Tú eres demasiado joven para recordar cuando Galo gobernaba aquí, Teófila, pero habrás oído historias. Bien, este Festino es de la misma calaña, salvo que en lugar de ser noble tiene un origen muy bajo, y la familia de Teodoro se resistía mucho a casar a la muchacha con ese hombre brutal.
—¡Pobre muchacha! —dijo Teófila—. ¿Qué sucedió, entonces?
—Desapareció un mes antes de la boda. Eso sucedió en abril, poco antes de la llegada de Caritón a Alejandría. Estalló el escándalo en toda la provincia de Asia. El padre afirma no tener la menor idea de su paradero y el gobernador está furioso, pero tiene que creerle.
De nuevo retuve el aliento. Parecía inevitable la conclusión que alcanzarían sobre mí. Me pregunté si Filón me permitiría seguir estudiando con él. Quizá no, sobre todo si no estaba seguro de mi sexo. No sabía qué resolvería.
—¿Crees que Caritón tuvo algo que ver con la desaparición de la muchacha? —preguntó Débora.
—Mmm… Dice ser primo del preceptor de ella. Dicen que el hermano estaba implicado en su desaparición, pero para llevar a cabo semejante plan se necesita la participación de más de una persona. Mi idea es que Caritón intervino en la planificación o por lo menos coincido en la sospecha de que está implicado, y por ese motivo lo enviaron a Alejandría, para alejarlo del gobernador. Tal vez lo hiciera el hermano de la muchacha, y no su padre, el mayor de los Teodoros. Se explicaría así que Caritón llegara aquí de forma tan inesperada y sin dinero. ¿A cuál de los dos Teodoros le habrá escrito esa carta? No podría enviarla a Éfeso en esta época del año. Sospecho que la ha dirigido a su amigo, el hijo, en Constantinopla.
Dicen que los fisgones nunca oyen nada bueno de sí mismos, pero entonces tal afirmación me pareció falsa. Tuve que esperar un momento más, tratando de contener mi alegría. ¿Cómo no sospechaban la verdad? ¿Era yo tan buena en medicina que la verdad resultaba demasiado escandalosa para imaginarla? No tenía importancia: estaba a salvo.
Llamé a la puerta, Harpocratión la abrió para hacerme pasar y saludé a la familia antes de decirles:
—Aceitunas, queso fresco, brionia blanca y opio. Y aquí está el cambio.
—¿Has comido? —me preguntó Débora—. Ven, siéntate y come algo. Pareces contento.
—Estoy contento —les dije—. Estaba considerando hasta qué punto ha llegado esta ciudad a convertirse en mi hogar. Gracias a vosotros.
Aquel otoño descubrí por qué Filón había pensado que seria útil tener un ayudante cristiano. Empezamos a detectar un gran número de calenturas recurrentes, hidropesías y fiebres intestinales entre nuestros pacientes, y en particular entre los de clase más baja. Una persona que viviese en una familia bastante numerosa, incluso un esclavo dentro de una casa próspera, tenía grandes probabilidades de reponerse de esos males. En cambio, los hombres y mujeres que enfermaban a menudo no tenían a nadie que los cuidase o que al menos les diese de comer. Trataban de seguir trabajando, se agotaban y morían, a menos que fuese posible trasladarlos a un hospital.
Los hospitales de Alejandría eran grandes instituciones que se hallaban bajo el control de un arzobispo de gran popularidad, Atanasio. Su mantenimiento corría a cargo de la Iglesia, y en muchos de ellos se asistía y alimentaba a los enfermos hasta que se curaban o morían. Como tales, eran instituciones admirables, pero causaban a Filón infinidad de dificultades. El problema era que los asistentes de los hospitales eran casi todos monjes. No había conocido yo a monjes antes de vivir en Alejandría, pues en Asia no los había. Sí había oído hablar de ellos, aunque eran descritos como gente campesina ignorante y sucia u hombres escapados de sus tierras para eludir el pago de impuestos. Sin embargo, los egipcios los tenían en gran estima, ya que admiran a todos los ascetas, sean paganos o cristianos. Después de tratar a varios, tuve que admitir que no eran simples evasores de impuestos. Estaban hechos de la pasta de los mártires: apasionadamente devotos, perseverantes y abnegados, cuidaban sin temor y con infinita paciencia a las víctimas de las enfermedades más peligrosas y contagiosas. Sin embargo, también eran sucios, analfabetos, ignorantes y, lo peor de todo, fanáticos. No les gustaba tomar a su cargo pacientes recomendados por un médico judío.
Traté de explicar la situación a Teógenes y a los otros una noche en la taberna.
—Primero tuvimos a un pobre viejo, un aguador —dije—, con una intensa fiebre intestinal, cuya única familia era una hija que vivía en una aldea del Alto Nilo. Filón y yo fuimos al hospital que había junto a la iglesia de San Marcos e intentamos convencer a los monjes de que acogiesen al hombre. Encontramos a un monje en el portón y Filón comenzó a explicar la situación. Todo parecía marchar bien. En aquel momento apareció otro monje, reconoció a Filón y lo rechazó a gritos. Dijo que íbamos a espiarlos y que buscábamos cualquier pretexto para denunciarlos a las autoridades, tal como hicieron nuestros antepasados cuando entregaron a Cristo y a muchos monjes a los gobernadores para que muriesen en el circo. Entre otras cosas, nos acusó además de ser idólatras y de adorar a la Gran Bestia de Constantinopla, rey de los herejes. Me llevó un instante comprender que en realidad se refería al emperador. Nunca en mi vida había oído a nadie hablar con tanta vehemencia.
—Siempre hablan así —dijo Teógenes—. ¿Qué hizo tu maestro?
—Sonrió y explicó que había ido a ver si podían recibir a otro anciano enfermo. ¿Por qué no dejar tranquilos a los antepasados? La pregunta me asombró; en todo caso, el monje acabó calmándose y aceptó a nuestro paciente como si no hubiera pasado nada.
—¿Era judío el paciente? —preguntó el pagano Nicias.
—Por supuesto que no. Los judíos cuidan a los suyos. No, era cristiano. El problema era simplemente que Filón era judío. Una vez que el anciano quedó internado, Filón me dijo que quedaba a cargo de visitarlo y que la próxima vez sería yo quien hablase con los monjes. Según señaló, de un cristiano desconfiarán menos.
—¡Vaya suerte la tuya! —dijo Teógenes riendo—. ¿Es verdad eso? ¿O creen que estás totalmente corrompido por la influencia judía?
—De todos modos se me considera corrupto. No les gustan los eunucos más que los judíos. Teníamos una anciana con fiebre cuartana que queríamos llevar al hospital hoy, y he tenido que ser tan insistente como Filón. ¿Sabías que soy un amante del lujo y un ministro venal del emperador? —pregunté, bebiendo un sorbo de vino.
—Sí, pareces un fanático del lujo —observó Teógenes—. ¿Llevabas puesta esta capa? ¿O bien otra que no tenga cinco manchas diferentes?
—Llevaba ésta, con manchas y todo. He puntualizado que no era ni mucho menos «escarlata y fino lino», haciéndoles notar que los placeres de la carne están vedados para mí. Y que hay un eunuco en las Escrituras, bendito sea él, un hombre excelente convertido por el apóstol Felipe, ejemplo que ha decantado algo la balanza a mi favor. Además he señalado que era un devoto cristiano niceno y un apasionado admirador de su santidad el arzobispo Atanasio, insinuando que había venido a Alejandría por ese motivo, y que trabajaba día y noche para guiar a mi maestro hacia la Verdad de la Vía. Y por fin los monjes se han vuelto amistosos, han aceptado a mi paciente y se han ofrecido de antemano a asistir a cualquier otro enfermo que les mandase.
—¿Estás diciendo que puedes razonar con ellos? —preguntó Teófilo fingiendo sorpresa—. Siempre he creído que son como bestias salvajes. Jamás me acercaría siquiera a uno de sus hospitales.
—No tienes por qué —dije—. ¿Acaso tiene Adamancio enfermos pobres?
Hubo un estallido general de risa ante la idea de que el maestro de la Escuela de Medicina del Museo de Alejandría tratase a pacientes pobres.
—Ha tratado a algunos por caridad —aclaró Teógenes, defendiendo a su maestro—. Pero los visita en su propia casa y hace que sus esclavos los atiendan.
—Es lo mismo. Ahora no tienes necesidad de hablar con los monjes; pero si hiciera realmente falta, lo harías.
Teógenes hizo una mueca.
—Espero no tener que hacerlo nunca. Mi bisabuelo fue asesinado por hombres como ésos. Fue la causa de que mi familia se trasladase a Antioquía.
—¿Qué quieres decir, con «hombres como ésos»? En la época de tu bisabuelo no había monjes. El cristianismo no era ni siquiera legal.
—Entonces fueron campesinos egipcios ignorantes.
—No es lo mismo.
—Parece que ellos piensan que sí lo es.
—Me alegro de que no tengas que lidiar con ellos —dijo otro estudiante, Calístenes el sidonio—. Seguramente te enfadarías y habría un disturbio.
Teógenes se echó a reír, pero los alejandrinos del grupo se pusieron serios.
—Vosotros, los extranjeros, no sabéis bien lo que es un disturbio —dijo Nicias—. La próxima vez que haya uno los monjes estarán en el centro de todo y no habrá nada de qué reírse.
Dejamos de sonreír.
—¿Qué insinúas? —preguntó Calístenes.
—¿Por qué crees que esos monjes temen tanto que los traicionen? —preguntó Nicias en tono impaciente—. Recuerdan lo que sucedió en las pocas ocasiones anteriores en que el arzobispo tuvo que exiliarse. ¿O no os enterasteis allá en Sidón? Hubo azotes, tormentos y un sinfín de ejecuciones, pero los desórdenes no cesaron. El emperador y algunos de los obispos de la corte intentaron colocar a algunos obispos extranjeros en el trono de San Marcos, y los cristianos de aquí, especialmente los monjes, no lo aceptaron. La última revuelta se prolongó cuatro meses y consiguió interrumpir los embarques de grano a Constantinopla, de modo que el emperador tuvo que ceder y permitir el retorno del arzobispo. No obstante, todo el mundo sabe que tan pronto como muera su santidad Atanasio el conflicto volverá a estallar. La corte apoya a la facción arriana y los cristianos de aquí son en su mayoría nicenos. Más aún, los santos oficios no quieren que ningún otro obispo adquiera el poder del obispo Atanasio. Naturalmente, los monjes desconfían de los judíos y de los eunucos. Sospechan de cualquiera que pueda ser leal al emperador y, por tanto, enemigo de ellos.
—¿Hay alguna probabilidad de que Atanasio muera pronto? —preguntó Calístenes con aprensión.
Nicias emitió un ruido grosero y se sirvió más vino.
—No lo sé —respondió—. Es un hombre viejo. No cree en los médicos o desconfía de ellos. Podría morir en cualquier momento. Por otra parte, es discípulo de Antonio el Ermitaño, un anciano que vivió más de cien años.
—¿Cuántos cristianos hay en Alejandría? —preguntó Teógenes con aire pensativo.
—¡Sólo los dioses lo saben! —exclamó Nicias con desprecio—. La mitad de los habitantes de la ciudad son galileos de algún género, aunque no nicenos de ortodoxia tan estricta como quisiera creer su santidad. Pero no hay que pensar sólo en los alejandrinos. El arzobispo es metropolitano de toda la diócesis, no únicamente de la ciudad, y tampoco limita su autoridad a esta provincia. Lo conocen en todas partes. La verdad es que aquí, en Alejandría, no encontrarías a muchos, sea cual fuere su religión, que apoyaran a las autoridades y que se opusieran a él. Ocurra lo que ocurra cuando muera, los cristianos no tendrán otro obispo como él.
—¡Yo creía que era absolutamente mediocre! —dijo Calístenes, un neoplatónico de buena familia—. ¡Dicen que a veces llega a predicar en copto y que no es enteramente griego!
—No es griego —admitió Nicias—. Pero es alejandrino. Y si yo mismo tuviese un litigio relacionado con la ley, recurriría a la corte episcopal en lugar de apelar al gobernador. Allí no pagas una fortuna en sobornos, pierdes menos tiempo que en la corte provincial, no te golpea ningún guardia y el arzobispo es incorruptible. Y además Atanasio y sus monjes y monjas se ocupan de la plebe, con sus hospitales, sus dotes a las jóvenes pobres y las ropas para los pobres y la comida para los mendigos. Bien, la plebe está agradecida. Basta con que circule el rumor de que su santidad está enfermo para que todos se angustien. Ya lo verás. Seguramente habrá una revuelta este año.
—¿Cómo es el arzobispo? —pregunté mientras todos pensaban en el vaticinio.
—¡Tú eres cristiano! —dijo Nicias—. ¿No has ido a la catedral a escucharlo?
Moví la cabeza.
—Guardo ya el Sabbath con mi maestro. No podría permitirme otro día a la semana sin trabajar. He estado en la iglesia de San Marcos una o dos veces, cuando las clases no eran demasiado temprano, pero eso es todo. ¿Tú lo has visto alguna vez?
—He ido a escucharlo una o dos veces —admitió algo avergonzado—. Habla bien. No creo que desee más revueltas, pero es viejo. Para la primavera habrá una. Apostaría cualquier cosa.
Pero no hubo revueltas aquel otoño, ni tampoco en el invierno. El invierno alejandrino es frío y húmedo. Los barcos permanecen en puerto, amarrados a los muelles o guardados en las playas para protegerlos de las tormentas. La niebla se levanta del lago Mariotis y se mezcla con el humo de los innumerables braseros encendidos en la ciudad. Alejandría vive eternamente sumida en esa bruma húmeda. Nuestros pacientes sufrían fiebres que atacaban más los pulmones que el estómago. Había neumonías, pleuresías e innumerables resfriados que nos mantenían ocupados, además de las habituales fracturas de miembros y los partos difíciles. Revueltas, ninguna.
A finales de enero, Filón permitió que me hiciera cargo de la asistencia de uno de sus pacientes. Me había autorizado a hacerlo algunas veces en el pasado, pero cuando se trataba de casos de enfermedades menores o heridas leves. Esta vez el hombre estaba gravemente enfermo. Era el viejo comerciante que me había pagado tan atractiva suma por los pendientes de mi madre. Se llamaba Timón y era viudo, con un hijo y dos hijas. Tenía fiebre y una tos áspera y seca desde hacía algún tiempo, cuando su hijo acudió a Filón.
Filón le hizo el examen inicial y cuando terminó estaba muy serio.
—Tenías que haberme llamado antes —dijo al viejo.
Timón hizo un gesto de disculpa con las manos.
—No quería perder tiempo de trabajo —murmuró—. Ya me conoces.
Filón dijo algo entre dientes, le dio un poco de vino con raíz de lirio, y luego salió con el hijo al vestíbulo, donde el paciente no pudiese oírlos.
—Tu padre tiene una neumonía —dijo—. No me gusta cómo suena ni cómo se ve su pecho. La infección es ya muy severa. —Aquí titubeó unos instantes, mirando al anciano con tristeza, y luego preguntó—: ¿Se ha quejado de dolor al respirar?
El hombre hizo un gesto afirmativo. Su expresión era aprensiva y alarmada.
—Por eso te llamé —respondió—. Juraba todo el tiempo que se sentiría mejor tras dos o tres días de reposo.
Filón suspiró y movió la cabeza.
—Yo diría que tenía miedo de que le diera malas noticias. Lo siento, pero no creo que viva.
Me sentí sobresaltada y apenada. Me caía bien el viejo Timón.
—¿No crees que el vapor…? —empecé a decir, pero callé. El hijo me miró con ansiedad, con cierta esperanza. Filón me miró con aire calculador.
—¿Qué ibas a sugerir? —preguntó.
—Vapor, fomentos calientes, cocimiento de beleño y raíz de lirio, y líquidos en abundancia —precisé—. El tratamiento que diste a seguir a la hija de Flavio.
—Ella era mucho más joven y el mal no estaba tan avanzado —señaló Filón. Suspiró y se rascó la barba—. Pero es el tratamiento indicado. —Bajó la mano y volvió a mirarme antes de hablar—. ¿Por qué no te haces cargo tú, Caritón? Si ni tu padre ni tú os oponéis —añadió, dirigiéndose al hijo de Timón.
Accedieron. El hijo sabía que yo albergaba más esperanzas de curación que Filón, y cuando volvimos al cuarto del viejo Timón, éste dijo que se alegraba de verme progresar tanto en mis estudios. Por mi parte, estaba entusiasmada y a la vez temerosa. Esperaba que Filón estuviese equivocado y juré para mis adentros que no escatimaría esfuerzos para curar al anciano.
Inicié el tratamiento inmediatamente y me compré una nueva tablilla para anotar los síntomas de Timón y registrar todos los medios puestos en práctica para curarlo. Al principio todo parecía marchar bastante bien. El vapor y las compresas calientes contribuyeron a aliviar buena parte del dolor del pecho del anciano, y la tos se volvió húmeda y empezó a producir secreciones. Aunque la fiebre no disminuía, dormía mejor e incluso llegó a comer algo de cocimiento de cebada y no lo vomitó. Los familiares, que lo querían mucho, seguían celosamente las indicaciones. Las dos hijas dejaron a sus maridos mientras duró la enfermedad y se turnaban para levantarse en mitad de la noche a cambiarle las compresas calientes y hervir más agua para que el vapor suavizara el aire que respiraba. Todas las mañanas yo lo visitaba antes de ir a mis clases, y también por la tarde y por la noche. Al cabo de tres días creí que podría estar mejorando.
Entonces la fiebre subió y la tos se volvió otra vez áspera. El dolor reapareció, más intenso que nunca. Timón no soportaba que le golpease el pecho para determinar la extensión del mal.
—¡Si pudieses darme algo para dormir! decía con tono de disculpa.
Tenía que susurrar, ya que cuando respiraba hondo el dolor era intenso. Yo tenía miedo de darle opio porque podría impedirle toser, pero finalmente se lo suministré. Durmió, pero se debilitó y tenía que esforzarse mucho en cada inspiración.
La familia no me culpaba. Por el contrario, eran tan amables conmigo que me sentía avergonzada, y escuchaban todas mis sugerencias como si fuese un oráculo. Nunca discutieron la decisión de Filón de confiarme el caso. Yo, sí. Le consultaba, lo obligaba a acompañarme a casa de Timón, hasta que por fin me atreví a preguntarle sin rodeos si consideraba que me equivocaba en algo. Filón, lo negó con la cabeza.
—Si lo que haces estuviese mal, te lo habría dicho —respondió, y desde entonces no volvió a mencionarse el caso.
Revolvía toda la biblioteca del museo buscando ideas que pudiesen servirme. Discutía las neumonías con todos mis condiscípulos y también con la mayoría de los maestros. Le daba mil vueltas a la posibilidad de hacer una sangría a mi enfermo, o darle purgantes, o intentar una cirugía de cauterización. Mi intuición, las teorías que tenía y mis propias experiencias sugerían que cualquier medida drástica podría matarlo, pero también encontraba insoportable continuar con los mismos remedios cuando era evidente que no tenían ya ningún efecto. Por fin ensayé una sangría, muy corta y por el codo, para ver si causaba alguna mejoría. El paciente me dijo que sentía menos dolor, pero no percibí que realmente le ayudara en nada, de modo que no repetí la experiencia. Para entonces Timón estaba ya muy débil y no era cuestión de que perdiera más sangre.
Una tarde, una semana después de haberme hecho cargo del caso, llamó a sus hijos, susurró una bendición para todos, cruzó las manos sobre el pecho y se dispuso a morir.
—No tienes por qué preocuparte ya, hijo —me dijo con una voz quebrada cuando llegué aquella noche con unas hierbas exóticas que una autoridad en la materia había calificado como todopoderosas.
—Prueba esto con agua y miel, señor —le rogué—. Encontré un autor que jura que es eficaz en casos como el tuyo.
El anciano levantó la cabeza, extenuado pero sin perder la paciencia aún.
—El hombre nacido de mujer es de pocos días y está lleno de pesares —murmuró con esfuerzo—. No, amigo mío, he probado ya bastante. Nadie puede postergar indefinidamente la muerte.
Estaba de pie allí, con las hierbas en la mano mirando al anciano, cuando, sin poder evitarlo, me deshice en llanto. La noche anterior había pasado la mitad junto a él, era mi primer paciente y lo quería. E iba a morirse. Timón se sorprendió un poco.
—Has hecho todo lo que podías hacer —me dijo con suavidad—. Probaré tu hierba, para darte el gusto. ¿Puedo tomar algo más para aliviar también el dolor?
Le di la hierba y un poco de opio, pero no pudo beber mucho. Sus hijos pasaron la noche en torno a la cama y yo me senté junto a la pared, con una sensación de impotencia. Murió tranquilamente una hora antes del amanecer, cuando la ciudad despertaba a un nuevo día.
Volví a casa despacio, entre la multitud de la mañana, y al llegar encontré a Filón y su familia desayunando.
—Ha muerto —le informé.
Filón dijo algo con tono de pesar y me invitó a sentarme. Después me puse a llorar otra vez.
—No tenías que haberme encomendado ese caso —me lamenté entre sollozos.
—Nadie lo habría llevado mejor.
—¡Por Artemis! Alguien, alguien podría haberlo curado.
Filón volvió a mover la cabeza.
—Timón tenía una infección en el lóbulo izquierdo del pulmón y se le había iniciado una pleuresía. Nunca he conocido a ningún paciente que, en esas condiciones, se haya restablecido. No diré que no haya sucedido nunca, pero es raro, y cuando ocurre creo que se debe tanto al azar como a algún tipo de tratamiento. Esperaba que tuvieses más suerte con él que yo. Estabas dispuesto a tratarlo y lleno de ideas, cuando yo había renunciado ya. Pero nadie podía prometer en serio que llegaría a curarlo. La medicina tiene sus limitaciones. Hasta los paganos dicen que Esculapio tuvo el castigo de los dioses cuando intentó curar la muerte. —Contuve un último sollozo y Filón apoyó una mano en mi hombro—. Ve a acostarte —me dijo—. Necesitas descansar y esta tarde tenemos que visitar a más pacientes.
La familia de Timón no me culpó por la muerte. Pagaron con suma generosidad mis esfuerzos inútiles y me invitaron al velatorio, en el que me presentaron a muchos amigos como el «simpático estudiante de Filón que se esforzó tanto por curar a nuestro padre». Durante algunas semanas me sentí deprimida. Sin embargo, Filón seguía confiándome los pacientes que, a su juicio, yo podía tratar, y entre el estudio y el trabajo no tenía mucho tiempo para preocuparme por mi fracaso.
La primavera alejandrina llegó lentamente. Como las golondrinas no partían en invierno, no esperé su retorno. La tierra no se tiñó de verde, lo cual sucede hacia finales del verano, con las inundaciones del Nilo. En cambio, el aire se hizo cada vez más tibio y el cielo más luminoso, y las nieblas y las nubes asfixiantes del humo invernal se disiparon. Los días se alargaron y las ranas croaban en los pantanos sobre el lago Mariotis. Las higueras y vides de los huertos lucían sus brotes verdes y jugosos. Comencé a olvidar que había sido antaño una mujer llamada Caris, que mi vida había sido diferente de la que llevaba entonces y que hubo una época en que ignoraba la dosificación del eléboro en los escritos de Erasístrato.
Una tarde de marzo retiré las tablillas del brazo de una niña. Se trataba de una fractura grave de ambos huesos del antebrazo y se lo había inmovilizado yo misma. Cuando la traté, sabía que, a menos que mi obra fuese perfecta, la niña sería siempre inválida. Mientras quitaba las tablillas contuve la respiración. La niña movió la muñeca cuando se lo indiqué, levantó el brazo al mismo tiempo que el otro, sonrió conmigo y se puso a bailar levantando ambos brazos en arco y riendo de alegría. Tuve ganas de imitarla. Fuerza, salud, vida: curar. Y era obra mía, conspirando con la naturaleza para lograrlo. La medicina podía tener sus límites, pero era mucho mejor que nada. Y sólo entonces comprendí que nunca volvería a Éfeso ni me casaría con ninguno de los amigos de Torión. Quería vivir el resto de mi vida en Alejandría y practicar el arte de curar.
Un mes más tarde —un año después de mi partida de Éfeso— recibí la primera carta de Torión. Me la entregó Débora una noche, al volver Filón y yo de nuestras visitas. Se la había traído un marinero aquel día. Le devolví el dinero pagado al hombre y me senté a la mesa de la sala principal para leerla. Cuando rompí el sello sentía que me faltaba el aire y estaba tan nerviosa como si Torión estuviera allí, a punto de discutir conmigo por la forma en que vivía.
En realidad, Torión no sabía nada, salvo lo que le contaba en mi propia carta. Su respuesta era extensa, iniciada en el otoño antes de recibir mi carta y continuada con interrupciones durante todo el invierno hasta la partida del barco en la primavera, cuando pudo enviarla. Hablaba mucho de la capital, de sus estudios y de sus amigos. Su salud era buena, pero no trabajaba ya en la oficina del prefecto pretoriano. Festino y el prefecto, Modesto, eran «uña y carne» y lo habían despedido a poco de comenzar. A pesar de todo, en la oficina de uno de los consejeros provinciales había obtenido un empleo con perspectivas de ascenso. «Cuando me asciendan tendré medios para mantener una casa y podrás vivir conmigo —decía—. Pero hasta entonces no será posible». Festino se había puesto furioso por «la desaparición de mi hermana», como decía Torión con gran tacto, y a pesar de que había partido a gobernar Paflagonia, Éfeso era siempre un lugar peligroso para cualquier miembro de nuestra familia. Y en aquel momento sería igualmente arriesgado aparecer en Constantinopla. Mi padre había tenido que vender más tierras y algunos de sus caballos de carreras para compensar las pérdidas que le había ocasionado el gobernador, «pero la asesoría es el camino más indicado para alcanzar la gobernación, y podré recuperarme tan pronto como sea gobernador yo mismo». Maia estaba bien y con Torión en Constantinopla, pero seguía con las articulaciones doloridas. Me recomendaba que me cuidara y esperaba que no hubiese tenido que vender demasiadas de mis joyas, que me alimentase bien y que no me hubiese convertido al judaísmo.
Sonreí ante aquel comentario y advertí que Filón y Débora me observaban con intensa curiosidad.
—¿Buenas noticias? —me preguntó Filón.
Había estado leyendo en un murmullo, pero no era necesario. La carta no delataba nada. La deposité en la mesa, en un ángulo que permitiese a Filón ver la dirección y confirmar así sus sospechas.
—Son sólo consejos de mi vieja aya —respondí—. Que no gaste demasiado. ¿Qué buen remedio hay para el reumatismo que me sea posible mandarle?
Contesté la carta antes de una semana, enviando el remedio y contando a Torión algo de la ciudad y del museo. No podía decir nada de mi propia vida, ni por supuesto mencionar mi decisión de no regresar. Me dije que por el momento no hacía falta pensar en ello. Torión había dicho que no podría reunirme con ellos de momento, sino cuando él tuviese dinero para mantener una casa independiente. Para entonces podría haber sucedido cualquier cosa. Unos días más tarde, cuando acompañaba a Teófila al mercado, nos encontramos con Teógenes.
Yo solía salir mucho con Teófila. Por ser soltera, no se le permitía desplazarse sola y yo la comprendía muy bien. Así, cuando había tiempo antes de la cena, paseábamos por el mercado o por el parque. Era simpática, aunque no le interesaba la medicina. En verdad, era un modelo de muchacha mucho mejor que el que yo había sido antes. Le gustaba tejer, coser, la ropa; le encantaban los niños pequeños y chismorrear con unas pocas amigas, y también flirtear recatadamente con los jóvenes. Quería que le contase «de qué forma viven los ricos» y se llevó una desilusión al oír que no era tan extraordinaria, si bien le impresionó mucho la descripción de la casa de mi padre. Por su parte, me contaba lo que sucedía en la vecindad y una o dos veces, con cierta timidez, intentó convertirme.
En aquella ocasión habíamos recorrido todo el trayecto hasta el Tetrapilón, donde teníamos que conseguir un poco de lino teñido con azafrán para confeccionar una nueva túnica. Al regresar, yo quería detenerme a comprar medicamentos y en el comercio que los vendía encontramos a Teógenes.
Aunque nos veíamos muy a menudo en la taberna y en el templo, nunca había invitado a Teógenes a casa. Tenía cierta timidez de invitar a alguien a lo que era la casa de Filón, no la mía, y además me daba un poco de vergüenza que la casa no fuese más lujosa. Sabía que la mayor parte de los médicos del templo miraban con altivez a Filón por no ganar demasiado o por no tener pacientes más importantes. Atribuían el hecho a su ineptitud. Yo me preocupaba siempre de exigir que se reconocieran sus éxitos y mis amigos se guardaban de contestar con sarcasmo. De todos modos, no quería que vieran la casa. Sabía que Teógenes alquilaba varias habitaciones en el barrio del Bruquión y que lo atendían dos esclavos, razón por la cual me humillaba invitarlo a mi pobre habitación.
Con todo, cuando entramos en el pequeño comercio de la plaza Soma allí estaba él, apoyado en el mostrador y regateando el precio de una dosis de hiosina.
—¡Caritón! —exclamó al verme entrar, y de inmediato me incorporó al regateo—. ¿No dirías que esta sustancia ha perdido su poder?
—Indudablemente —respondí en tono muy serio.
Teógenes volvió a su discusión con el tendero, que en realidad no se impresionó mucho ante la segunda opinión.
Cuando por fin Teógenes cerró el trato e hizo una pausa para recobrar el aliento, reparó en Teófila, que estaba junto a la puerta y sujetaba con una mano la punta del manto contra la barbilla y con la otra su paquete de lino teñido con azafrán. Teógenes siempre se fijaba en las mujeres bonitas y le dirigió una mirada de aprobación antes de darse cuenta de que estaba conmigo.
—¡Caritón! —exclamó con una gran sonrisa—. ¡Eres la última persona a quien podría imaginar acompañando a una muchacha tan encantadora!
Sonreí a mi vez.
—Ésta es la hija de Filón, Teófila… Teófila, éste es Teógenes de Antioquía.
—Caritón me ha hablado de ti… —murmuró ella mirando al suelo con expresión modesta.
—¡Mentiras! —exclamó inmediatamente Teógenes, y Teófila dejó escapar una risita.
Me llegó el turno de regatear por mi compra y Teógenes y Teófila se pusieron a conversar. Cuando recogí mi propio paquete, Teófila estaba hablando.
—Estoy segura de que serías bienvenido en casa —decía—. Mi padre le ha dicho muchas veces a Caritón que le gustaría conocerte.
—También yo he dicho muchas veces a Caritón que quisiera conocerlo —dijo Teógenes sin faltar a la verdad—. Pero nunca fija una fecha.
—Nunca he sabido cuándo puede convenirle a Filón —mentí.
—Ahora sería oportuno —se apresuró a proponer Teófila con la mirada modestamente fija en el suelo y observándonos luego con los ojos entrecerrados. Se estaba divirtiendo.
Teógenes volvió con nosotros, fue presentado a Filón y se quedó a cenar. No miró la casa con desdén, y durante la comida sostuvimos una conversación sobre Galeno, seguida por otra entre ellos (yo me limité a escuchar) sobre la Ley judía, que Filón dominó sin esfuerzo. Teógenes estaba muy impresionado.
—Razonas como un especialista —dijo.
—Estudié en Tiberíades —replicó Filón.
El dato impresionó más aún a Teógenes. Cuando partió, Filón le extendió una invitación a comer «cuando quisiera» y Teógenes se la agradeció encantado.
—Tu maestro es un hombre notable —me dijo al día siguiente, mientras estábamos en el jardín de hierbas del templo después de una clase de botánica.
Teógenes me condujo bajo la sombra del cedro que había en el centro del jardín para hablar cómodamente protegidos del sol. Hacía fresco allí, había un arroyo artificial filtrándose entre las raíces y florecían las plantas.
—Nunca lo negaría —respondí—. Es lo que vengo diciendo desde que lo conozco.
—Sí, pero ¿te das cuenta de lo extraordinario que es? ¿Haber estudiado la Ley en Tiberíades y medicina en Alejandría? ¿Las dos cuestiones más grandes que puede estudiar un hombre, en los dos más grandes centros de estudio? Claro está que tú eres cristiano. Supongo que Tiberíades y la Ley no te dicen mucho.
—Es verdad. Ni siquiera sabía que Tiberíades era un lugar tan famoso. El hijo de Filón está estudiando allí. Hace un par de años que estudia tu Ley.
—No me sorprende. El amor por el estudio suele observarse en las familias. Me pregunto si el hijo continuará después con el estudio de la medicina. ¿Qué edad tiene?
—Más o menos nuestra edad, creo. Es por lo menos tres años mayor que Teófila.
Teógenes sonrió y sus ojos se iluminaron cuando preguntó:
—¿Ella tiene quince años? Bonita muchacha, ¿no? ¿Está prometida a alguien?
Me reí.
—¿Alguna vez has conocido a una muchacha que no te pareciera bonita? No, hasta ahora no está prometida a nadie. Hay un problema de dote.
Teógenes suspiró.
—Cabía esperarlo —dijo—. ¿Por qué no tienen más dinero? Yo habría supuesto que un hombre tan ilustrado como Filón podría ganar bastante, y por supuesto él y tú trabajáis duro.
—No ganamos mucho porque no tratamos a gente con mucho dinero. No es más que esto. Filón no es pobre, pero tampoco será rico nunca, y es una elección propia.
Teógenes pensó en eso mientras contemplaba el verde del jardín, el blanco y púrpura de los lirios, el ciclamen rosado.
—No creo que llegue nunca a ese nivel de conocimientos —dijo—. Cuando apruebe mi examen me dedicaré a ganar dinero.
Me eché a reír.
—Hablas exactamente como mi her… como mi protector «¡Pienso ir a la corte y ganar dinero!»
—¿Quería que tú fueses a la corte a ganar dinero? —preguntó de inmediato Teógenes, dejando de mirar las flores para mirarme con evidente curiosidad.
Aparté la mirada, pues no quería mentirle.
—No quería que estudiase medicina —dije después de vacilar.
—Entonces has descendido de nivel.
—No, la situación mía no es la de Filón. No es dificil renunciar a ser rico cuando nunca te ha faltado nada y sabes que no te faltará. ¿Para qué habría de desear dinero yo? Todo lo que he querido siempre es ahora mío.
—¡No todo!
—Todo aquello que pensaba tener.
—Debes de haber pensado en el asunto mucho más que yo. Lo que quiero yo es una buena casa en el centro de Antioquía, con mis propios esclavos y mis propios jardines… iguales a los de mi padre. Además, me gustaría tener un empleo como el suyo. El de médico estatal sería ideal para mí. Y me gustaría tener en la casa una mujercita dulce y bella que la dirija y me reciba todas las noches cuando vuelvo a casa seguida de dos o tres niños que corren a la puerta. Para todo esto hace falta dinero. —Con aire pensativo y los ojos fijos en el jardín unos instantes más, Teógenes arrojó un guijarro al arroyito. Luego prosiguió—: Y necesito estudiar más. ¿Dónde piensas que puedo recoger ciclamen?
Durante todo el verano fue a cenar a casa de Filón sin invitación expresa, trayendo casi siempre una botella de vino, o aceite perfumado, o flores. Permanecía hasta tarde, hablando sobre medicina o sobre la Ley. Todos lo apreciaban. Teófila me preguntaba con insistencia sobre él y le dirigía unos sutiles coqueteos, cosa que, por otra parte, hacía con todos los jóvenes.
Así transcurrió todo aquel verano, sin revueltas. Unas pocas riñas en los muelles, una escaramuza en el hipódromo después de una carrera de carros, pero ni una sola revuelta. En la taberna de Calias nos burlábamos de Nicias por sus vaticinios, y él se encogía de hombros.
—El arzobispo goza de buena salud. Y dicen que ora por la paz al final de todos sus sermones —nos decía—. Sus partidarios deben de habérselo tomado en serio. Y las autoridades esperarán su muerte antes de hacer nada. ¡Y verán cuando se ponga enfermo!
Aquí cambiaba de tema para aludir a alguna cura milagrosa, anunciada desde el templo de Esculapio en Cos. Siempre se explayaba hablando de las curas milagrosas de Esculapio. Como su otro tema recurrente era la descripción de sus hazañas entre las prostitutas, dejé de tomar en serio lo que contaba y llegué a la conclusión de que todo lo que decía acerca de una revuelta y una guerra civil a la muerte del arzobispo no tenía otro fin que inquietarnos.
A mitad del otoño, un día Filón me hizo unas preguntas bastante agudas sobre Teógenes. Era algo tarde cuando estábamos comiendo en el Paneión, el parque consagrado al viejo dios Pan. Ocupaba otra de las colinas artificiales de la ciudad, con un espeso bosque de cedros, palmeras datileras, cistos y rosales, y estábamos sentados a la sombra, junto a una orilla en que olía a tomillo, comiendo pan con comino, queso fresco y melocotones. Era la pausa entre dos visitas. Yo acababa de ver a uno de los que trataba más o menos sola y me había reunido con Filón en los portones del Paneión. Después de hablar de temas de medicina, recordé que Teógenes había preguntado si podría cenar con nosotros la semana siguiente, consulta que había comunicado a Filón.
—¿Otra vez? —preguntó Filón riendo, pero en seguida se puso serio y frunció el ceño—. Es la segunda vez en una semana. ¿No está…? Quiero decir… ¿Te ha hablado algo de Teófila?
—Un poco.
En realidad no le prestaba mucha atención, pues seguía pensando en mi enferma, con aquel bulto en su interior que estaba matándola lentamente. Le había suministrado vino con opio cuando los dolores eran más intensos, pero me preguntaba si no podríamos hacer por ella alguna otra cosa, o si nos atreveríamos a recurrir a la cirugía.
—¿Qué ha dicho?
—Lo de siempre. Que es bonita, que es encantadora, que es dulce. Todas las jóvenes le parecen dulces.
—Ah —exclamó Filón y guardó silencio un minuto, mirando la colina—. Seguramente no quiere decir nada. Sólo que a ella parece gustarle y en los últimos tiempos él ha venido muy a menudo. —Con un suspiro cogió un trozo de pan—. Quizá no debiera pensar más —dijo con la boca llena. Luego añadió—: Ahora descubro que soy como cualquier otro padre que quiere que su hija se case bien. Quisiera que tuviese bienestar, con algo más de dinero que su madre. Mi familia ha pagado mi forma de ejercer la medicina. Teófila no cuenta con una gran dote y esto tiene gran importancia. A un hijo puedes darle simplemente una buena educación y luego librarlo a sus propios recursos, pero para casarse una hija necesita dinero. Sería una gran suerte para nosotros que Teógenes estuviera enamorado de ella. —Filón suspiró—. Bien, es un muchacho muy agradable; y también es buena compañía aun cuando no esté enamorado de mi hija, de modo que bienvenido sea a cenar.
No dije nada. Lo que Filón esperaba era comprensible, pero no se me había ocurrido, y ahora que me lo había contado descubrí que estaba contrariada. Teógenes vivía admirando a las mujeres bonitas, haciendo comentarios y conjeturas sobre todas. Por su parte, Teófila coqueteaba, con recato, pero siempre. No tardé en llegar a la conclusión de que los dos eran presuntuosos, tontos e insoportables.
Filón suspiró una vez más y se lanzó a discutir sobre mi paciente y la posibilidad de cirugía, pero me costaba un verdadero esfuerzo prestar atención. Cuando terminamos nuestra comida y salimos del parque, me pregunté si en realidad la esperanza de Filón tenía algún fundamento. Era dificil saberlo. La verdad era que Teógenes iba a visitarnos cada vez con mayor frecuencia y se fijaba cada vez más en Teófila durante sus visitas. Admití como muy probable que por lo menos estuviese considerando una unión con ella. Era una buena noticia para la familia. ¿Por qué habría de molestarme?
«Porque —me dije— Teógenes era un hombre atractivo y a mí me gustaba».
Me mordí el labio y me quedé mirando el hombro de Filón delante de mí. Una vez admitido el hecho, me parecía absurdo. Yo no era el tipo de mujer para él. Nunca sería la «dulce esposa» que espera a alguien en el hogar, y como médica era mejor que él. Tampoco era él la clase de marido que me habrían permitido tener. Me imaginaba que su familia debía de ser más o menos tan rica como la de Cirilo, el amigo de Torión, a quien Maia no encontraba adecuado para mí. El dinero de Teógenes tenía origen en una profesión, no en las tierras, y por lo tanto era menos respetable. Y era judío. Sería mejor quitarme de la cabeza aquella tonta atracción y alegrarme de que Teófila hubiese conquistado su afecto. No podía aceptarse que Caritón el eunuco gustase de jóvenes encantadores; no se justificaba que Caris, la hija de Teodoro, estudiase medicina; y, por último, en lo que a ello respecta, yo quería estudiar medicina más de lo que deseaba a Teógenes o a otro joven cualquiera.
Sin embargo, todo el día siguiente estuve de pésimo humor y cuando fue Teógenes a la casa y dedicó la mayor parte del tiempo a divertir a Teófila, me quejé de dolor de cabeza y fui arriba a acostarme. Me tendí de bruces en la cama sin deshacerla, dejando los postigos cerrados, y me mordí las uñas, me embargaba la tristeza. Tenía todo lo que quería, como le había dicho a Teógenes, pero él tenía razón cuando señaló que no había pensado demasiado en ello. Yo pensé ahora. El amor, la compañía del matrimonio, los hijos… por supuesto que los deseaba. Habría sido inhumano no desear cosas tan buenas y naturales. Y me gustaba Teógenes, con sus ojos, su sonrisa y sus manos diestras. Sin embargo, era absolutamente imposible que surgiese algo de mis sentimientos mientras continuara estudiando medicina.
Me levanté, me acerqué a la biblioteca y acaricié mis textos de medicina. ¡Raros objetos, en comparación con un joven sonriente y lleno de vida, y con la posibilidad de un hogar e hijos! Cogí uno de los tratados de Hipócrates y me puse a leer al azar. Al principio los renglones de escritura aparecieron borrosos, pero luego los rasgos se hicieron nítidos y se transformaron en palabras, las de una historia clínica. Un hombre con fiebre y dolores abdominales. Al leer la historia hasta el fin comprobé que había muerto. Volví a poner el manuscrito en su sitio y me quedé mirándolo con los dedos apoyados en el papiro amarillo. Aquellas obras ofrecían equilibrio. Aspiraba a aprender el arte de curar, lo deseaba más que ninguna otra cosa. En pocas palabras, tenía que resignarme y aceptar que debía ser siempre un eunuco.
Llegó el invierno, el segundo desde mi llegada a Alejandría. Teógenes seguía visitándonos por lo menos una vez a la semana y dedicaba sus atenciones a Teófila, y, aunque no se hacían comentarios, Filón lo apoyaba sutilmente. Yo hacía los mayores esfuerzos por mostrarme complacida y a veces lo conseguía, pero ya no era tan feliz como antes.
Aquella primavera cumplí diecinueve años. Pasé el día atendiendo a un enfermo de fiebre tifoidea. Era un carretero casado, con tres hijos. Su mujer sintió pánico al ver que aquella mañana la fiebre subía y me pidió que me quedase todo el día. Accedí, logré bajar la fiebre mediante baños con una esponja empapada en vinagre e hice descansar al paciente con una poción de opio y quinquefolio, consiguiendo por último que bebiese un poco de caldo sin vomitarlo. Cuando me retiré, el hombre descansaba como hacía tiempo que no lo hacía, la fiebre parecía menos intensa y el pulso estaba sin duda más vigoroso y regular que desde hacía días. La esposa me cogió una mano, con los ojos llenos de lágrimas. La mujer me preguntó si se recuperaría.
—Creo que sí —le respondí—. Déjalo que duerma cuanto quiera. Si tiene sed, puedes darle agua con miel. Por la mañana, si le apetece, puede tomar agua de cebada; después vendré a visitarlo. Si su estado cambia durante la noche, llámame.
La mujer asintió con un gesto.
—No sé qué haríamos si muriese —me confió.
—Creo que a menos que tenga una recaída, vivirá —manifesté después de sopesar su necesidad de esperanza y el riesgo de crear falsas expectativas. En el fondo, estaba segura de que viviría. Era vigoroso y había pasado lo peor de la enfermedad.
Las lágrimas de la mujer recomenzaron cuando me volvió a apretar la mano.
—¡Gracias! ¡Ay, que Dios te bendiga!
—Ve a dormir mientras puedas hacerlo —le aconsejé, y me fui a casa.
Llegué cuando la familia estaba cenando, acompañada por Teógenes. Sentado junto a Teófila, se inclinaba hacia ella para sonreírle; ella respondía con sonrisas y bajaba los ojos. «Muy bien», pensé, y sentí alegría.
—¿Cómo está el paciente? —no tardó en preguntarme Filón.
—Creo que vivirá —repuse alegremente, y subí a lavarme.