El pájaro había muerto. Yacía de costado en el fondo de la cesta de mimbre, con los ojos vidriosos y hundidos. Las plumas estaban tibias aún cuando las toqué. Pero era un día caluroso.

Lo había encontrado donde terminaba la pared del jardín. Tenía un ala rota y estaba con el pico abierto, respirando con esfuerzo, y cuando lo levanté no se movió mucho. Supuse que algún muchacho desde el otro lado de la pared le había tirado una piedra.

Le entablillé el ala con gran cuidado, extendiéndola y envolviéndola con un vendaje de hilo y lana, apretando algo el material en el extremo, tal como aconseja Hipócrates. Según éste, es necesario ajustarse a una dieta ligera cuando se recupera uno de una fractura, y es posible medicarse con eléboro, pero no tenía aquella hierba y de todos modos no sabía cuál era la dosis apropiada para un pájaro. Le di un poco de agua y lo alimenté con pan mojado en leche. Después de ponerlo en una cesta le di de beber un poco más y lo dejé en el pajar de las cuadras, donde se guardaba el heno, y le di un regalo a Filoxeno, el caballerizo, para que no me delatase. A Maia, mi aya, no le gustaba que jugase a ser médica, sobre todo curando pájaros y animales. «Eres una dama, Caris —me decía—. ¡Eres la hija del clarisísimo Teodoro de Éfeso, y quiero que te comportes como corresponde!» Había querido decir clarissimus. Es un título latino que significa, según creo, «muy brillante», título absurdo para un hombre como mi padre, interesado tan sólo por las carreras de caballos y por Homero. Expresaba, no obstante, su rango consular y su importancia en la provincia. Maia jamás pronunciaba correctamente una palabra latina, ni siquiera los títulos, aunque le encantaban. «Mi amo es Su Excelencia Teodoro de Éfeso —decía a todos en el mercado—. Clarisísimo y consular. Fue gobernador de Siria y Galacia y tuvo el rango de cónsul en Constantinopla. ¿Y queréis cobrarme de más por una vara de tela de lana sin lavar? ¡Venga ya!»

Ser la hija de Teodoro de Éfeso implicaba usar túnicas largas con bandas de color púrpura en el dobladillo y bordados de oro en el manto, no ensuciar esas ropas jamás, hacerse rizar el pelo y recogérselo para seguir la moda y tratar de conservar este peinado, bajar la mirada en presencia de un hombre desconocido y no abrir la boca. Además, significaba no jugar a los médicos. Pero se me permitía leer a Hipócrates; digamos, en términos más exactos, que nadie se oponía a que leyese a Hipócrates. Maia no sabía leer y consideraba propio de una dama el hecho de leer, y mi padre nunca sabía lo que yo leía; no le importaba, con tal que supiera sobre Homero. A Isquiras, mi preceptor, le encantaba Hipócrates, y no es que le interesara la medicina.

—¡Jónico puro! —exclamaba cuando leíamos un pasaje sobre vómitos—. Es tan bueno como Heródoto. ¡Vó-mi-to! ¡Esas vocales hermosas, prolongadas, y tan musicales!

Al parecer, nunca se fijaba en lo que se decía, sólo en el estilo en que se expresaba. Una vez le propuse que leyésemos a Galeno, y se escandalizó.

—¡Galeno! ¡Ese charlatán de Alejandría! Escribe en lengua vulgar, como un mercader, no como un hombre culto. No, no, hija, dejemos la ciencia para los mercaderes. Leamos algo elevado, algo con un bello estilo.

Podría haberle señalado que Hipócrates había escrito usando el lenguaje común de su época y que era pura casualidad que éste fuese el bello dialecto jónico y no nuestra propia koiné. Como me consideraba afortunada por leerlo, no abrí la boca. Leíamos, pues, a Hipócrates, con sus benditas vocales jónicas, y yo jugaba a hurtadillas a médicos, con pájaros y perritos heridos, tratando de no ensuciarme la boca. Mi hermano Torión prometía siempre que me copiaría algo de Galeno en la Biblioteca Celsia, pero nunca lo hacía.

Había llevado otro platillo de pan para mi pájaro. Ahora tendría que dárselo al perro guardián, llevarlo de nuevo a casa daría origen a muchas preguntas. Me entristecía que hubiese muerto. La muerte, aun la de un pájaro, es triste, y me habría gustado no hacer sufrir a aquel pobre pájaro con mi vendaje. Pero ¿cómo iba a saber que se moriría? ¿Y por qué había muerto? Parecía estar mejor cuando lo dejé.

Lo levanté para examinarlo. No había hinchazón en el ala, de modo que no había apretado en exceso el vendaje, a menos que las aves no se hinchen como nosotros. Lo más probable era que la pedrada que le quebró el ala le hubiese producido también una herida interna. Vi un poco de sangre seca alrededor del pico. No había defecado, de modo que no podía decir nada sobre eso. Si le hacía una disección, sabría qué había sucedido, pero necesitaría unos cuchillos bien afilados, un lugar donde tuviese la seguridad de no ser interrumpida y algo para protegerme el vestido. Dicho de otro modo, necesitaba la ayuda de mi hermano.

Guardé otra vez el pájaro muerto en la cesta y bajé por la escalera que había en la parte superior del establo, donde no había más que los caballos. Me quité el manto para eliminar las briznas de paja y, tras ponérmelo otra vez, salí al patio. Filoxeno estaba allí, entrenando a un par de caballos de carreras de mi padre con ayuda de una correa larga. Al verme hizo un gesto.

—¿Ya le diste de comer a tu pajarito, señora? —me preguntó.

Sacudí la cabeza.

—Se murió —dije.

—Qué lástima —repuso en tono compasivo.

Le gustaban los animales, especialmente los caballos, pero en general todos los animales. Además, entendía mucho sobre ellos y conocía toda clase de remedios para las mataduras de las patas y las torceduras de las articulaciones. No encontraba nada de extraño en que le hubiese entablillado el ala, pero tenía un espíritu práctico.

—¿Quieres que te lo preparen? —preguntó—. Esos pájaros están muy buenos salteados con miel. Puede hacerlo mi mujer.

—No, gracias. Al menos por ahora no. Me gustaría que no lo tocaras hasta esta noche.

Asintió con la cabeza mientras sonreía. Seguramente creía que una sensibilidad exagerada me impedía comerme un pájaro que había tenido como mascota. No quería decirle que pensaba disecarlo, pues no entendería para qué y siempre le desagradaba que sus señores se comportaran de forma irrazonable.

Los caballos habían dejado de trotar y estaban parados con la cabeza gacha, buscando briznas de heno entre la grava. Filoxeno volvió a ocuparse de ellos, haciendo chascar el látigo y agitando las riendas. Los animales se movieron, pero en direcciones opuestas. Filoxeno los reprendió a gritos y volvió a juntarlos, con palabras persuasivas y agitando las riendas hasta que reanudaron su trote en círculo. Me alejé hacia la casa.

Ésta estaba junto al extremo nordoriental de Éfeso, donde el terreno se eleva en una colina llamada Pión. Parecía estar realmente a horcajadas sobre la muralla de la ciudad, que atravesaba el jardín trasero. Habíamos hecho abrir una puerta en la muralla para poder ir a las cuadras, situadas en el exterior. Cuando pienso en ello ahora, tantos años después y con el mundo tan cambiado, me parece extraordinario que un caballero particular hubiera abierto una puerta en la muralla a fin de no tener que dar un rodeo por las calles para ver a sus caballos. ¿Qué habría pasado si hubieran sitiado la ciudad? El Concejo y los duques del ejército habían visto con malos ojos nuestro portón, pero cada vez que se lo mencionaban a mi padre, éste se limitaba a sonreír y a señalar que no podía cuidar debidamente de sus caballos si no tenía acceso a las cuadras desde la casa.

—Y realmente, excelencia —añadía, cuando se dirigía a un duque—, ¿para qué sirve que Éfeso tenga una muralla? Aquí no va a estallar una guerra. Y aunque estallara, el enemigo nunca podría acercarse a la ciudad. ¡No, no! ¡Dejad tranquila mi puerta!

La casa estaba al final de la calle. Tenía una fachada de mármol, pero, vista desde la calle, en general no producía una gran impresión. En cambio, la parte posterior se extendía ostentosamente por la ladera. Me detuve un momento junto a la puerta para mirarla. Era un día de primavera radiante y soleado. A mi espalda, la colina se extendía verde y cálida, y el cielo tenía aún el azul intenso y húmedo propio de la estación. Los animales, un par de yeguas negras idénticas, recorrían trotando el picadero de grava que había detrás de mí; su piel brillaba bajo el sol, sus cascos trituraban las piedras, mientras Filoxeno canturreaba detrás. La entrada estaba oscura y fresca, y al tocar la piedra se notaba que ésta estaba húmeda. Delante de mí, la huerta, el yeso blanqueado y las tejas rojas de la parte trasera de la casa resplandecían con un verde intenso, un blanco deslumbrante, un rojo de sangre. Coronaba el conjunto la cúpula que se elevaba sobre el sector central de la casa, pintada de color verde claro, como un huevo de pájaro que pendía recortándose contra el cielo azul. Había sido un capricho de mi abuelo construir una casa con un salón de banquetes bajo la cúpula, como un palacio. Tenía una idea exagerada de su propia importancia. Pero era una casa bellísima. Tenía cinco patios, dos de ellos con columnatas y tres con fuentes. Los baños ocupaban un edificio separado, al igual que la panadería. Había cerca de un centenar de habitaciones, todas con suelos embaldosados y paredes decoradas, con hipocaustos para mantenerlos calientes en invierno y jardines que ayudaban a refrescarlos en verano.

No era una casa muy antigua. Mi bisabuelo había amasado una fortuna y con ella se construyó la casa. Hacia el este tenía una granja de mediana extensión y prosperó con la venta de la producción durante las guerras civiles; después acertó en apoyar al emperador que triunfaría y demostró ser un administrador de una capacidad excepcional, lo cual le permitió ganar más aún con la adjudicación de cargos imperiales. Mi abuelo terminó la casa y consolidó la fortuna: adquirió más fincas con viñedos y olivares, trigales y huertos frutales, pero sobre todo granjas para la cría de caballos de carreras. Dejó a mi padre una de las propiedades más grandes de la provincia, con lo que éste pasaba por ser un hombre de noble y arraigado linaje. La verdad es que tres generaciones de riqueza son más de las que pueden invocar los mismos emperadores. El padre de sus sacras majestades, nuestros Augustos Valente y Valentiniano, había sido un soldado raso de Panonia.

Me dirigí a la casa en busca de mi hermano.

Torión en realidad se llamaba Teodoro, como nuestro padre, pero cuando tenía cinco años y me llamaba Caritón, «pequeña Caris», con aire de superioridad, yo lo llamaba a él «Torión», porque era demasiado pequeña para pronunciar «Teodoro». Ahora tenía diecisiete años, y me llevaba algo más de uno. Lo trataban como a un adulto, mientras que a mí se me consideraba una niña. En cualquier caso, los varones gozaban de mayor libertad. Cuando ambos éramos pequeños, jugábamos juntos, espiando a los esclavos domésticos y hurtando alimentos de la cocina. Cuando nos tocó estudiar, yo ayudaba a Torión con su lectura. Nunca mostró una gran aptitud para ello, aunque había heredado de mi abuelo el sentido del dinero. Así, cuando terminó sus estudios y tuvo su propio cuarto, una paga, tres esclavos y su propio carro, fue como si yo también recibiese tales privilegios. Por lo menos yo veía las cosas así y Torión, tras algunas protestas, aceptaba casi siempre la situación.

Torión estaba en el patio azul, estudiando latín. El patio debía su nombre a la fuente, cubierta de baldosas azules y un mosaico de delfines. Había además un plátano para sentarse debajo, y así se estaba fresco y a la sombra en los días más cálidos. Torión estaba sentado en el suelo junto a la fuente, mirando con aire malhumorado su tablilla y mordiendo su estilete. Se había quitado el manto y su túnica verde estaba recogida hasta la mitad de los muslos. Si lo hubiera visto Maia, se habría puesto furiosa.

—¡Teodoro, hijo de Teodoro! —exclamé, imitando a Maia—. ¡Mírate, noble de antiquísima estirpe, estudiando sentado en el suelo con una túnica semejante a la de un campesino y chupando el punzón! Me das…

Torión me arrojó la tablilla y la cogí en el aire.

—Calla y ayúdame —dijo—. ¿Cuál es el plural de magister militum?

Magistri militum —respondí después de pensar un instante.

—¿Milita no?

—No. Ya está en plural. Jefe de tropa, jefes de tropa. ¿O quieres que sea jefes de tropas?

—No me lo preguntes —comentó.

Torión detestaba el latín, al igual que nuestro viejo preceptor, que solía lamentarse: «¡Que el mundo haya llegado a esto! ¡Un heleno de familia noble, estudiando una lengua de bárbaros!». Pero la ley utiliza el latín, y quien quería llegar a alguna parte en la administración imperial debía conocerlo.

Torión aspiraba a llegar a alguna parte en el gobierno. «Papá no hace otra cosa que gastar dinero —decía a veces, disgustado—. ¡Carreras de caballos y magistraturas! Tendré que hacer política de pasillo para conseguir algo. ¡Puedes ganar treinta libras de oro sólo por recomendar a alguien como notario!» Había convencido a nuestro padre de que le costease clases de latín y derecho con el profesor del lugar, y me había obligado a estudiar también para que se lo explicara todo. «Aprendes muy bien de los papiros», me decía.

—¿Me has copiado ese Galeno? —le pregunté.

Sabía que no pero, si lo admitía, tendría más posibilidades de obtener su ayuda en la disección. Sin dejar de morder el punzón me respondió negativamente con la cabeza. Era otro de los hábitos que Maia detestaba. Torión tenía mucho de campesino. Alto ya para su edad, ancho de espaldas, tenía manos grandes y dientes torcidos. Su pelo era tan negro como el mío, pero era de natural ondulado, mientras que yo tenía que usar las tenacillas y peinarlo todo el tiempo. ¡Qué injusticia! Decían que se parecía muchísimo a nuestro abuelo. Yo era como mi madre: alta, delgada y huesuda, con ojos grandes. «¡Era una señora! —decían todos los esclavos de la casa—. ¡Tan delicada, tan amable!» Pero como mi madre había muerto de fiebres puerperales una semana después de haber nacido yo, no podía juzgar tal parecido. Habría preferido parecerme a mi abuelo.

—¿Puedo usar tu cuarto un rato? —pregunté a mi hermano—. ¿Y tus cuchillos?

Torión frunció el ceño.

—¿Se ha muerto? —preguntó.

Estaba enterado de lo del pájaro, por supuesto. Le había enseñado el vendaje del ala, que lo había impresionado mucho, aunque en el fondo prefería los pájaros bañados en miel.

—No te pediría los cuchillos si viviese, ¿no?

—No lo sé. Podrías haber encontrado algo muerto.

—No he encontrado nada. Quiero saber por qué ha muerto.

Torión volvió a ponerse serio.

—¿Para qué? Comprendo que quieras curar a un animal, pero despedazarlo una vez muerto…

Habíamos discutido el asunto antes, pero con un suspiro, repetí los argumentos de siempre.

—Si descubro por qué ha muerto, podré ser más útil la próxima vez.

—¿Qué próxima vez? ¡El pájaro ha muerto!

—El próximo pájaro. O el próximo animal.

—¿O la próxima persona? ¿Piensas cortar a la gente para saber de qué ha muerto?

—Los cirujanos de la Escuela de Medicina de Alejandría lo hacen. Conocer las reacciones del cuerpo es algo que les sirve para, tratar enfermedades. Galeno lo hacía.

—Entonces no puedo copiarte ese pasaje de Galeno —dijo Torión—. Y lo que hagan los doctores de Alejandría no tiene nada que ver, Caritón. Tú no eres médica.

—Pero si quiero, puedo estudiar medicina.

—No debes. No es apropiado para una mujer. Para una dama.

—Sentarse en el suelo a estudiar latín tampoco es propio de un caballero. Pero tú lo haces.

—Es diferente. Soy un hombre. Puedo hacer lo que quiera.

Resoplando de indignación, repliqué:

—Bien. Cuando sea una mujer mayor y esté casada, podré hacer lo que quiera. Y seré el médico de mi propia familia. Así le ahorraré dinero a mi marido.

—¿Qué hombre querrá casarse con una médica? —preguntó Torión, no muy convencido. Para él ahorrar dinero era siempre una cuestión primordial—. Tendrás que hacer lo que diga él —añadió de mala gana.

—¿Me prestarás tu cuarto, por favor, Torión? —le pregunté—. Cuando haya terminado, lo limpiaré todo; te lo prometo.

—Me gustaría que usaras tu propio cuarto.

—Ojalá lo tuviese. Pero ya sabes que Maia descubriría lo que hubiera estado haciendo, aunque trabajara mientras ella estuviera ausente. Te juro que no encontrarás el menor rastro de nada, Torión.

—Bien, bien —dijo—. Los cuchillos están en el estuche que hay en el arcón de la ropa. —Con aire abatido empezó a raspar el cemento que unía dos azulejos de la fuente.

—Gracias —le dije. Luego me acerqué, le devolví su tablilla y le di un beso—. Sabía que me ayudarías.

Torión murmuró algo antes de responder.

—Ten cuidado. Temo que te sorprenda alguien y te acuse de practicar magia negra. O peor, que me acuse a mí.

—¿Es posible que entre alguien? —le pregunté.

Poco antes había circulado la alarma en Éfeso, al descubrirse que en el hipódromo un auriga había lanzado maleficios contra tres de sus rivales, uno de los cuales estaba al servicio de mi padre. Este hombre enfermó y no se recuperó hasta que encontraron a un sapo crucificado en el hipocausto que había bajo el suelo de su dormitorio. Personalmente, el hecho me sorprendió pues había supuesto que el hombre sufría de una fiebre intestinal. El caso es que los aurigas siempre se meten con la magia. El cochero de mi padre adoptaba una expresión astuta cuando se hablaba del asunto y se decía que él mismo había matado a varios rivales recurriendo a la magia o al veneno. Ciertamente, cualquiera que fuese sorprendido en mi casa mutilando el cuerpo de un animalito sería acusado de inmediato, aunque se tratase de la hija del amo.

Torión se encogió de hombros.

—Papá tiene una visita, alguien de importancia, creo. Todos los esclavos corren de un lado a otro en busca de lo que necesita su séquito. Sí, creo que mi cuarto es un lugar seguro para ti y tus cuitas. Pero echa el cerrojo, ¿quieres?

Asentí con la cabeza y me alejé corriendo por la casa. Tuve que apartarme de un salto para esquivar a dos esclavos que arrastraban una mesa por el corredor, y cuando pasé por la cocina, allí estaba congregada la mitad de nuestro personal, hablando de los visitantes y del tratamiento que correspondía a los miembros del séquito. Tal vez no fuese el momento oportuno para hacer una disección. Por otra parte, era probable que nadie se acercase al cuarto de Torión en aquel momento. Además tenía que darme prisa y disecar el pájaro antes de que se descompusiera. Después de desplumarlo se lo llevaría a Filoxeno para que lo preparase. Pensaría que sólo había querido colaborar con él.

Cuando volví al picadero, Filoxeno había dejado ya las yeguas en la cuadra y las estaba almohazando. Ni siquiera me vio cuando subí al pajar y recogí el pájaro. Lo guardé en la pequeña bolsa sujeta a la cintura que me había regalado mi padre. Era de cuero y bastante amplia, como para guardar en ella un juego de instrumentos de cosmética. Me la había dado durante las últimas carreras, cuando ganaron nuestros carros. Los pequeños utensilios de belleza, las pinzas, los palillos para pintarse los ojos, la pequeña navaja de afeitar, me servían igualmente para la cirugía. Sólo me faltaban los cuchillos de mayor tamaño. El único inconveniente era que tenía que usar de vez en cuando los pequeños utensilios para maquillarme.

Bajé por la escalera, me quité las briznas de paja otra vez, me arreglé el pelo y volví a la casa. Se respiraba un ambiente más tranquilo, el visitante y su séquito habían sido atendidos y en la casa podía reinar ya la paz. Me pregunté vagamente quién era el huésped: alguien importante, a juzgar por el movimiento. En verdad, mi padre tenía muchos amigos importantes que lo visitaban a menudo para hablar de quién iba a ser el ganador en las carreras de las fiestas. Por este motivo no sentía mayor curiosidad.

Estaba en el corredor al que daban las puertas del cuarto de Torión y del mío, cuando se abrió la puerta de éste para dar paso a Maia, que lo compartía conmigo.

—¡Estás aquí! —exclamó con aire de triunfo—. ¿Dónde te has metido esta última hora? Estaba buscándote.

Maldición.

—Estaba en las caballerizas —le dije sin faltar a la verdad—, observando a Filoxeno mientras trabajaba. Después he ayudado a Torión con su latín.

—¡Ayudando a Torión! No está bien que te ocupes de ese latín, esa lengua bárbara y absurda. Tienes paja en el pelo. ¿Qué has estado haciendo? ¿Mirando los caballos echada en la paja? ¡Muy mal! —declaró al quitarme la «paja», una brizna diminuta que sólo ella podría haber visto.

En realidad, Maia se llamaba Elpís, «Esperanza». Era una cristiana devota y se enorgullecía de su nombre. Pero todos los niños llamaban Maia a sus niñeras y yo no me la podía imaginar con otro nombre. Era una mujer delgada y huesuda, los brazos asemejaban correas de cuero y el pelo rojizo y lacio empezaba a encanecer. Su padre había sido un bárbaro escita capturado en alguna guerra, y su madre, la esclava doméstica de un comerciante de Éfeso. Su concepto de lo que era apropiado era bastante personal. Le gustaba hablarme de cuando mi padre la compró y del modo en que vino a parar a nuestra casa.

—Ahí estaba mi marido, murió de neumonía —me decía—, y estaba también mi hijo de sólo un mes, también muerto, y allí estaba yo, sentada en la cocina y llorando a mares, y ¿quién aparece sino mi amo, tu noble padre? «Ahí la tienes», dijo mi antiguo amo y yo me erguí y traté de dominarme, pues no es propio llorar y gemir en presencia de otros, especialmente de un caballero. Entonces veo que tu padre también está de duelo, vestido enteramente de negro. «El hijo de ella murió hace dos días», explicó mi antiguo amo, pero de fiebre, que ese verano había sido terrible, terrible, como bien lo sabe Dios. «Elpís era una buena madre y es una excelente servidora —siguió diciendo mi antiguo amo—, y no podría deshacerme de ella sin pensarlo dos veces, pero como te estimo tanto, excelencia, te la venderé». Y tu admirable padre me mira y me dice: «Mira, Elpís, necesito un aya para mi hija. ¿Cuidarás bien de la niña? Tiene solamente una semana. Ha pasado por muchos brazos entre los esclavos, pero necesita a alguien que la atienda exclusivamente. Mi querida esposa murió». Le dije entonces… no recuerdo bien qué, pero que haría todo lo posible, y tu noble padre me adquirió por sesenta sólidos. Precisó que no era cuestión de dinero y yo junté mis petates y volví con él, en su propio carro. Al fin y al cabo, nada me retenía donde estaba. Con todo, no dejaba de preguntarme cuál sería mi suerte. Y cuando vi esta gran casa, como un palacio imperial, y todos esos esclavos, centenares, imaginé… ¡Uf!, me asusté. Pero tu propio padre me llevó a nuestro cuarto, y cuando llegamos, allí estaba la vieja Melisa paseándote en brazos, y tú llorando a voz en grito. Conque nadie había tenido bastante leche para amamantarte, ¿eh? Más bien parecía que estuvieses llorando la muerte de tu madre. Eras diminuta, puros huesos, y roja como una guinda. Me llegaste al corazón. Siempre había querido tener una hija. Me acerqué, te arranqué de los brazos de Melisa y me senté a amamantarte, y cuando te calmaste y te aferraste a mí con tus manitas… ¡Bendita seas! Supe que éste era mi hogar.

Con el tiempo Maia fue también aya de Torión, pues la anterior bebía en exceso y mi padre se la llevó a la granja, donde su hábito pasaba más inadvertido. Maia disfrutaba de un gran poder en la casa por su posición como responsable de los hijos del amo, debido a su inteligencia natural, y a que era una mujer a la que nada se le escapaba. Una mujer menos honrada habría podido amasar una fortuna vendiendo su influencia o bien mediante robos menores; una mujer más frívola habría intentado labrarse un futuro convirtiéndose en concubina de mi padre; sin embargo, Maia admiraba la buena conducta y la observancia del decoro la hacía feliz. Ante el espectáculo de Torión y yo, limpios y con el pelo rizado y luciendo nuestros mantos con rayas de color púrpura, chascaba la lengua con orgullo. Le gustaba ir a la iglesia con nosotros y se sentaba entre los dos, justo delante, donde todos pudiesen vernos. Nuestra familia había sido cristiana, aunque no devota, desde la juventud de mi abuelo. Su conversión se produjo cuando advirtió que los cristianos tenían puestos privilegiados en la corte. Murió de furia cuando Juliano asumió el poder y se inclinó por los paganos. La posibilidad de exhibirnos delante de visitantes importantes y nobles hacía que los ojos de Maia brillaran de alegría. Cada vez que tenía aquella luz en los ojos, como en aquel momento, Torión y yo nos encogíamos, asustados.

—Tienes que ponerte otro vestido, querida —me dijo con una expresión radiante—. Tu nobilísimo padre tiene una visita, alguien muy distinguido y quiere presentaros a ti y al señor Teodoro.

Desde que Torión había cumplido la mayoría de edad, ella lo llamaba señor Teodoro. En la plaza pública añadía, incluso, los títulos de «Excelencia», «Nobilísimo» y otros semejantes, a pesar de que yo estaba convencida de que lo veía siempre como Torión.

No sabía qué hacer con el pájaro. Con un poco de suerte, Maia no abriría mi bolsa. ¿Tendría que renunciar a hacer la disección? Probablemente era lo más sensato. Podría arrojar el pájaro a uno de los patios. Si no conseguía volver a llevarlo a las cuadras, en un patio un pájaro muerto no sería tan sospechoso. Me habría gustado ver a aquel visitante, quienquiera que fuese, en el infierno, y que Maia no me arrastrase a la habitación para ponerme otro vestido, peinarme de nuevo y colgarme otro par de pendientes.

—¡Vamos! —dijo—. ¡La muchacha más bonita de Éfeso! —Cogió entonces un espejo y me lo entregó para que me mirase.

Nunca admiraba el resultado tanto como ella. Una cara delgada, unos ojos grandes, unos rizos negros muy rebuscados y unos pendientes de oro y perlas; lo más destacado de todo eran los pendientes, en realidad más notables que la cara. La verdad es que nunca pensé que la muchacha del espejo, la muñeca recatada, correcta y demasiado arreglada, fuese yo. Tenía quince años, estaba en plena pubertad y los cambios en mi cuerpo me hacían sentirme aún más ajena a él. Me imaginaba a los veinte años, casada con algún caballero, tratando de servir a mi familia. Aunque nunca llegaba a verme como una mujer casada. Sabía que iba a suceder, pero a la muchacha del espejo, no a mí. Sería necesario esperar algo más antes de vivir mi propia vida.

Los «caballeros» estaban en el salón de los aurigas. Era el recinto predilecto de mi padre para recibir visitas. Daba al primer patio, con su columnata y su fuente. Al entrar desde la calle, se atravesaba la columnata antes de llegar al salón, con lo cual se percibían las dimensiones y el lujo de la casa antes de conocer a su dueño. El salón debía su nombre al mosaico del suelo, en el que se podía ver una cuadriga de tamaño natural tirada por caballos en plena carrera, con el auriga coronado de laurel. Se suponía que era la imagen de Aquiles, pero se asemejaba mucho a Daniel, el primer auriga de mi padre, con sus mejores caballos bayos. Mi padre estaba muy orgulloso, pues lo había encargado personalmente en una de las contadas ocasiones en que había alterado el diseño de la casa hecho por mi abuelo.

El salón era amplio y recibía la luz de varias ventanas que daban al patio. Las paredes estaban decoradas con motivos de árboles y pájaros y adornadas con cortinas bordadas. También se veían algunos cuadros, en su mayoría de caballos. Había cuatro triclinios y una mesa grande para el vino, además de otras más pequeñas para las copas y recipientes, y por último un brasero para calentar el agua que se mezclaba con el vino.

Maia y yo no entramos por el patio sino por el corredor, desde la parte de atrás de la casa. Fuera, junto a la puerta del salón de los aurigas, estaban los soldados, hombres corpulentos que vestían pantalones, calzaban botas e iban cubiertos con capas militares. Llevaban espada, y cuando Maia se adelantó para abrir la puerta, uno puso la mano en la empuñadura del arma y le ordenó detenerse.

—¿Adónde crees que vas? —le preguntó con desdén.

Maia se irguió. Suponía, como yo, que la ilustre visita sería un conde o un oficial, y que su custodia personal adolecía de exceso de celo, como suele suceder con los soldados, arrogantes con los civiles y en especial con los asiáticos, a los que subestiman por creerlos pusilánimes.

—¡Cuida tu lengua! —le dijo Maia—. Ésta es mi señora Caris, hija del excelentísimo señor Teodoro. Su eminencia envió por ella para presentarla a tu amo. —Pronunció con énfasis la palabra amo. Ambas íbamos a ver a los caballeros y no pensábamos entretenernos esperando junto a los subordinados.

Con otro gesto impertinente, el soldado me miró con atención. No estaba acostumbrada a ser observada de ese modo, con aquella expresión hostil, curiosa, calculadora. Inesperadamente tuve una sensación de frío, de sorpresa. Levanté mi manto y lo sostuve delante de la cara. Esa vez me alegré del pudor que no me obligaba a soportar aquella mirada, sino que me permitía mirar hacia otro lado y pensar. Sucedía algo. Un guardia podía ser insolente, pero nunca mirar a la joven hija de un noble, a menos que a éste le sucediese algo.

—Preséntala a mi amo —dijo el soldado con sarcasmo—. Vaya, vaya, qué generoso es el tuyo, vieja zorra. Al gobernador le agradan regalos como éste.

Por un instante, Maia se sintió demasiado sorprendida para replicar, pero en seguida echó los flacos hombros hacia atrás y dio la impresión de estar a punto de escupir al soldado; lo amenazó con hacerlo azotar por su insolencia. Él se echó a reír y se apartó de la puerta.

—Entra —le dijo.

Con una mirada de furia, Maia abrió la puerta, se hizo a un lado para dejarme pasar, y, no sin antes dirigir otra mirada de furia al soldado, cerró. Me daba la impresión de que elevaría sus quejas tan pronto le fuera posible.

No tuvo esa oportunidad. Cuando entramos pudimos notar que sucedía algo serio. Mi padre estaba en el centro del salón, sobre el mosaico de la cuadriga, y se retorcía las manos. Torión estaba ya allí, junto a una de las ventanas y con expresión de alarma. Con él estaban Isquiras, nuestro tutor, y Juan, el mayordomo, ambos igualmente agitados. El resto de los presentes en el salón eran desconocidos para mí: la mitad de ellos parecían soldados o militares y los demás tenían el aspecto de los funcionarios de la corte. Por la ventana abierta advertí la presencia de más soldados y funcionarios.

—Pero ¿por qué? —exclamó mi padre, sin mirarnos a Maia y a mí. La pregunta iba dirigida a un hombre muy alto que ocupaba el mejor triclinio mientras bebía el vino de mi padre.

—Porque tu nombre es Teodoro —respondió el hombre—. Si eres inocente, no tienes nada que temer. Pero se ha de hacer justicia. Tenemos que hacer una investigación. Los cargos son extremadamente graves.

El hombre vestía el manto con rayas púrpura de los senadores. Era de brocado verde ricamente entretejido en un diseño de hojas, y su túnica verde era larga y le llegaba casi a los pies: el atavío de un hombre de alto rango. Alto y grueso, tenía aproximadamente la misma edad que mi padre y su tez era sonrosada. Una barba incipiente le sombreaba el mentón, aunque el pelo era inusitadamente rubio, casi blanco, y tenía los ojos azules. Hablaba con un acento que yo desconocía, con palabras lentas y nasales, y a veces vacilaba antes de pronunciar ciertas palabras, como si el griego no fuese su lengua materna. Le rodeaba el cuello una cadena de la que colgaban diversos sellos oficiales.

—Pero… —dijo mi padre, y tuvo que detenerse porque de su garganta había surgido un lamento chillón.

El visitante lo miraba divertido. En situaciones normales mi padre era persona bien educada, refinada y desenvuelta. Era un hombre alto, muy delgado; el pelo castaño empezaba a ponerse ralo en la coronilla, y las manos destacaban por su gran tamaño. En aquel momento su aspecto recordaba el de un patético payaso. Al tragar saliva varias veces se le movió la nuez, pero él se esforzó por controlar su voz. Vestía el mejor de sus mantos, blanco y dorado, con sus propias bandas de púrpura, pero estaba tan agitado que se le deslizó de uno de sus delgados hombros y se le arrugó en el otro, de modo que dejó ver las pantorrillas flacas debajo de la túnica azul. Al advertir que sus manos temblaban las juntó y comenzó a retorcérselas. Nunca hubiese creído que la desesperación pudiera poner en ridículo a un hombre.

—¡Pero no he hecho nada para que se sospeche de mí! —dijo por fin—. ¡Nadie ha sido más leal que yo a sus sacras majestades! He cumplido todas mis obligaciones como ciudadano y como súbdito fiel. He sido cinco veces magistrado de Éfeso en los últimos ocho años. He pagado por no sé cuántas carreras. He contribuido con dinero a la reparación de los baños públicos y del acueducto, por el dragado del puerto. He…

—Has hecho muchísimo por ganarte el afecto de tus conciudadanos —dijo sin inmutarse el forastero—. Pero su sacra majestad, nuestro ilustre, ilustrísimo señor, Valente Augusto —las palabras brotaban de su lengua al mencionar los títulos como los trozos de una golosina— tiene curiosidad por saber por qué hiciste todo esto.

Mi padre estaba inmóvil y cerraba y abría la boca como un pez. Sus gastos en las magistraturas y en las carreras habían sido siempre su gran defensa cuando alguien ponía en duda, por ejemplo, su derecho a tener una puerta en la muralla. Nunca podría haber imaginado que alguien interpretase aquello como un intento deliberado y calculado de conseguir popularidad. Sin duda la tenía, y pocos señores efesios estaban interesados por el puesto de magistrado municipal, ya que comportaba mantener los baños públicos y divertir al pueblo con las carreras de carros los días de fiesta. Les satisfacía mucho que mi padre les evitase tales gastos. Era lógico que brindasen copiosamente por su salud e irrumpieran en aplausos al verlo: el excelentísimo Teodoro, campeón de las carreras. Tenían tanta afición por las carreras hípicas como mi padre.

—Sólo soy… un simple ciudadano ansioso de servir —dijo mi padre con tono patético— que busca la felicidad de su ciudad. Además, me gustan las carreras.

—Puede ser. —El forastero se levantó del triclinio y dejó su vaso—. Puede ser. Veremos. ¿Cómo reaccionaste cuando el pretendiente Procopio intentó acceder al trono imperial?

—¿Yo? ¿Qué podía hacer? Me quedé en mi casa como cualquier hombre honrado.

Hasta allí era verdad, pero siguiendo así, no llegaría demasiado lejos. Se había inclinado hacia el pretendiente, un hombre de gran linaje noble, y mi padre se consideraba un aristócrata. Cuando Procopio obtuvo el control de la provincia, la verdad era que mi padre discutió con sus amigos la posibilidad de ir a la corte y desear al pretendiente la mejor suerte. Luego decidieron esperar a ver hacia dónde soplaba el viento, lo cual fue una decisión afortunada, pues meses más tarde el emperador Valente venció a Procopio.

—¿En serio? ¿No brindaste por la salud del pretendiente y juraste que él, primo del emperador Constancio, sería mejor emperador que el hijo de un campesino de Panonia?

—No. Por supuesto que no. —Mi padre tragó saliva otra vez. Quizá lo había hecho, pensé. Pero estaba claro que un emperador no podía acusar a un hombre importante solamente por ese motivo. La mayoría de los hombres de fortuna de las provincias orientales del imperio habían hecho lo mismo. Además, todo el asunto había acabado. Es inútil castigar a un caballo muerto.

El forastero no había terminado.

—Tú eras amigo de Euserio, ex-gobernador de esta provincia —declaró. No «su excelencia el señor Euserio», ni el «distinguidísimo y claríssimus Euserio». Era evidente que Euserio estaba en dificultades.

—Sí. Es decir, lo conocía. Por supuesto que lo conocía, excelencia. Vivió en Éfeso hace dos años. ¿Cómo podía yo, como ex gobernador y como ciudadano destacado de la metrópoli, no conocerlo? Desde entonces no he vuelto a verlo, excelencia. No teníamos gran amistad.

—Has mantenido correspondencia con él.

—No. Nada que merezca mencionarse, exceptuando algunas cartas de recomendación para varios jóvenes que querían trabajar a su servicio. Espero que no haya hecho nada malo. Estoy seguro de que no abrigaba malas intenciones.

Mi padre calló. Estaba sudando. Entonces me vino a la memoria la imagen de Euserio, un hombre grueso y alegre, y un gobernador competente, brindando por el último triunfo de mi padre en el hipódromo.

—Murió —dijo el otro—. Estrangulado. Después de haber sido torturado.

Mi padre palideció y se sentó pesadamente en el triclinio más próximo. Maia se apartó de mí rápidamente, cogió una copa de vino y le sirvió a mi padre algo de beber. Luego le acomodó la túnica y le dio aire agitando las manos. Me sentí mal. Antes de aquel episodio nunca me había sentido muy alarmada. Sabía que el forastero hacía todo lo posible por ser cordial y que mi padre estaba afligido. Creía, no obstante, que no podía sucederle nada, no a mi padre, no a Teodoro de Éfeso, organizador de las carreras. Pero si le había sucedido algo a Euserio, lo mismo podía sucederle a cualquiera. Torturado. En general no era posible torturar a hombres como Euserio. La suspensión de la ley que los protegía implicaba la existencia de una conspiración de vasto alcance contra el emperador. Además, era legendaria la crueldad de sus sacras majestades. El más mínimo indicio de traición sería perseguido con la mayor severidad.

—Conociste también a mi predecesor Eutropio —siguió hablando el forastero.

Eutropio había sido gobernador el año anterior, de modo que aquel hombre debía de tener el mismo cargo. El soldado había usado el término «gobernador» en un sentido literal. ¿Cómo se llamaba? Festino, recordé. Un hombre del Occidente, un latino, procedente de una provincia tan lejana como la Galia, increíblemente lejana. Había sido objeto de muchas habladurías. «Casi tan poco distinguido como yo en materia de familia. Un don nadie», le había dicho Maia a Isquiras llena de disgusto. «Pero tuvo la suerte de ir a la escuela con amigos poderosos y ahora ha venido aquí desde el Occidente, como una plaga».

Mi padre se levantó de un salto.

—Sí. Sí, es verdad, pero ¿cómo podía dejar de tratar al gobernador de Asia si éste vivía aquí, en Éfeso? Espero que Eutropio…

—Está bajo sospecha —informó Festino; al parecer, le parecía insuficiente que se tratase tan sólo de sospecha—. Sin embargo, Euserio estaba muy comprometido. —Dicho esto se levantó y se sirvió un poco más de vino—. Excelente vino —dijo antes de volver a sentarse—. Tengo que felicitarte por tus viñedos.

Mi padre lo miró lleno de angustia, y Festino sonrió. Maia volvió a abanicarlo, sin mirar al gobernador, y éste preguntó señalándola con un gesto.

—¿Quién es la esclava? ¿Cuándo ha entrado?

Antes de responder, mi padre bebió un gran trago de vino.

—Es el aya de mis hijos, Caris y Teodoro.

La mano con la que nos señaló estaba flácida. Festino nos saludó sucesivamente con una sonrisa. En el rostro enrojecido destacaba la blancura de sus dientes.

—Excelencia —dijo Torión con cierta osadía—. Mi padre no es ningún traidor.

—Espero que no —repuso Festino—. ¿Han salido de aquí la esclava y la muchacha después de haber entrado?

—No, excelencia —respondió Maia, bajando la cabeza y sin mirar a Festino. Su tono era respetuoso, pero su voz no sonaba como de costumbre—. Acabamos de entrar y no hemos salido. Creo que sus guardias no lo habrían permitido si lo hubiésemos intentado.

El gobernador hizo un gesto de aprobación.

—Está bien. A nadie se le ha pedido que oculte nada. —Con un nuevo gesto hacia otro de los funcionarios añadió—: Diles que empiecen a registrar la casa. Entrega todas las llaves —ordenó a mi padre.

—Juan —dijo mi padre al mayordomo, con la voz quebrada—. Tú tienes las llaves. Acompaña al caballero y haz lo que te diga.

—Tus llaves también —dijo Festino.

Mi padre lo miró con angustia, y muy despacio desató de su túnica la correa de cuero donde guardaba las llaves de su cofre individual y de su mesa de escribir. Durante un segundo se quedó mirándolas. El mayordomo Juan dio unos pasos y extendió una mano para recibirlas con una expresión tan apenada como la de mi padre. Después de recibirlas, Juan se acercó al funcionario, como le había ordenado el gobernador.

El hombre se despidió con una reverencia a mi padre y a Festino y, llamando a algunos soldados, salió al patio. El grupo allí congregado comenzó a dispersarse para registrar toda la casa en busca de elementos con los que probar la traición. Cuando terminasen, torturarían a los esclavos. Después, si aparecían pruebas, o alguien hablaba y decía la verdad o bien una mentira en el potro de tormento, torturarían a mi padre, lo ejecutarían si confesaba —y bajo tortura confesaría cualquier cosa—, y le confiscarían sus bienes. Tuve conciencia de estar temblando y levantando el borde de mi manto, comencé a morderlo. Torión se acercó a mí y me abrazó. Me murmuró al oído palabras que sonaban como de consuelo, pero lo que dijo en realidad fue:

—¿Qué has hecho con el pájaro?

Mi pánico se disipó. Si los hombres descubrían el cuerpo mutilado de un pajarito en su cuarto, con toda certeza lo acusarían de magia negra, y la magia negra y la traición se complementan como la sal y el vinagre. Di dos o tres palmaditas a los cosméticos de mi bolsa y Torión dejó escapar un profundo suspiro de alivio.

—Qué disparate —dijo en voz más alta, sin que pareciera importarle el que Festino lo oyese—. No encontrarán nada y se irán otra vez. No se puede condenar a alguien por traición porque haya tenido tratos con un hombre hace dos años.

Festino oyó, en efecto, y nos miró con una sonrisa.

—Ah —dijo—. En el asunto hay otros aspectos además de éste. —Al parecer, la situación le divertía. Estaba bebiendo otro sorbo de vino. Mi padre hizo un movimiento y lo miró—. Dije que la razón era que tu nombre es Teodoro —prosiguió, dirigiéndole otra mirada—. La conspiración que la misericordia del cielo descubrió habría convertido a Teodoro en emperador.

—No sé nada —declaró mi padre.

—Los conspiradores no pensaban en ti —admitió Festino—. Querían conferir la púrpura a Teodoro el Notario, pero tal vez estaban pensando en otro Teodoro. El oráculo no era muy claro.

Todos miraron a Festino, que seguía bebiendo pequeños sorbos de vino. Se divertía. Yo no tenía la menor idea, entonces, de la identidad de Teodoro el Notario. Más tarde me enteré de que era un rico noble mucho más distinguido que mi pobre padre. De todos modos lo que paralizó a todos fue la mención del oráculo. Todos los antiguos oráculos estaban en silencio, ya fuese, como sostenía la Iglesia, porque el advenimiento de Cristo los había despojado de su poder, o bien, según decían los paganos, porque los cristianos se oponían a ellos y porque la debilidad de los sacerdotes significaba que se habían vuelto poco fiables.

—Hace varios meses —dijo Festino con voz pausada—, dos envenenadores y magos, Paladio y Heliodoro, tuvieron que comparecer ante la corte por una acusación insignificante. Para salvarse de la tortura prometieron informar a la corte acerca de un asunto más serio, del que estaban enterados… como profesionales. Al parecer Fidustio, Pergamio e Ireneo, todos cortesanos y nobles altamente distinguidos —al decir esto miró a mi padre con expresión irónica—, habían conseguido, mediante artes secretas y detestables, conocer el nombre de quién sucederá a Valente, nuestro glorioso y amado señor.

Festino nos miró sucesivamente una vez más con sus fríos ojos azules. Dejé de morderme el manto y lo miré a mi vez, agradeciendo al Cielo y a mi suerte por tener aún en mi poder el cuerpo del pájaro. No era probable que me registrasen, de modo que estaba a salvo, pero bastaría el menor indicio de magia en aquel momento para que nos estrangulasen a todos. Entonces recordé al mejor auriga de mi padre. Al menos era un hombre libre, no un esclavo. Y tenía su propia casa en la ciudad, gracias a Dios. Quizá la allanasen y descubriesen quién sabe qué, pero no podrían probar que nosotros sabíamos algo.

—Fidustio estaba por casualidad en la corte de Antioquía cuando sucedió esto —siguió diciendo Festino—. Lo torturaron y reveló todo lo que sabía. Con la ayuda de dos magos de la más alta nobleza —aquí nos dirigió otra sonrisa irónica, esta vez destinada a Torión y a mí—, los conspiradores habían elaborado un oráculo como los de la Antigüedad. Levantaron un trípode como el de Delfos y apoyaron en él un recipiente redondo hecho de varios metales, en cuyo borde aparecían grabadas las letras del alfabeto. Después, al cabo de diversos ritos paganos e impíos, ataron al trípode un aro de lino delgado que les permitía mecerlo hasta que el aro se detenía sobre una u otra de las letras, que, anotadas por los conspiradores, representaban la respuesta a sus preguntas. Y respondía en versos, en hexámetros délficos como antaño. Predijo que el próximo emperador sería un hombre competente en todo sentido… —dirigió una sonrisa a mi padre y después se encogió de hombros en señal de desprecio— y que su nombre sería… decía TEOD, lo que llevó a uno de los conspiradores a exclamar «¡Teodoro el Notario!», a quien estos hombres corruptos habían elegido ya como el mejor candidato para el manto de púrpura. No requirieron otros detalles en cuanto a la sucesión, aunque sí trataron de informarse sobre sus respectivas suertes. Y el oráculo hizo su profecía, enteramente exacta. Por haber indagado los misterios del Destino sufrirían una muerte lamentable.

Festino sonrió otra vez y, después de agitar el vino en su copa, volvió a beber.

—Fidustio confesó asimismo que tu amigo Euserio llevó la noticia a Teodoro el Notario. Le hicieron volver a Constantinopla y primero lo negó todo, aunque admitió tener conocimiento del oráculo, pero, según él, su respuesta a Euserio fue que si Dios quería que fuese emperador debían confiar en Dios y en la actuación del destino para que lo fuese. Después de una tortura sangrienta, Euserio dio la misma respuesta. Finalmente, Teodoro fue condenado por una carta escrita de su puño y letra. En realidad, hubo un intento de asesinar a su sacra majestad antes de que se descubriese la vil conspiración, pero se ignoraba cuáles eran las implicaciones. El mismo Cielo protegió a nuestro sagrado señor Valente y volvió la espada para destruir a su atacante. —Apoyando su copa, Festino dijo—: Mas ahora que el pretendiente ha muerto, su sacra majestad está preocupado. ¿Se equivocó el oráculo, o sólo los conspiradores? ¿Podrían haberse referido a otro Teodoro? Las investigaciones siguen su curso. Por mi parte, puesto que nuestro piadoso y perspicaz emperador me ha confiado el gobierno de esta provincia, estoy decidido a llevarlas a término con el mayor rigor. Y cuando encuentro a un Teodoro, un rico noble que manifestó poco amor por nuestro magnánimo Augusto cuando lo desafió un usurpador, un hombre que busca el apoyo de sus conciudadanos gastando en esta empresa miles de sólidos de oro… cuando encuentro a un hombre así, me vuelvo receloso.

La mirada de mi padre producía compasión. Parecía abatido, como si viese ya el tormento.

—No he hecho nada —susurró—. Nada.

Festino soltó una carcajada.

—Bien lo creo, ahora que te he visto. Vamos, vamos. Si no has hecho nada, nada tienes que temer.

Hipócrates dice que el médico debe observar cuidadosamente a sus enfermos y no omitir nada si aspira a hacer un buen diagnóstico de sus enfermedades. Yo me había adiestrado en ese tipo de observación. Observé a Festino, a pesar de mi temor. Decía la verdad al afirmar que no creía que mi padre había hecho nada malo. Seguramente lo había creído desde el principio. Había otro motivo para montar aquella escena. Tal vez quería demostrar al emperador su celo en la persecución de los enemigos. En el Oriente era un extranjero y no tenía que preocuparse por el modo en que hablarían de él cuando dejase de ser gobernador. En todo caso, nadie lo recibiría a menos que tuviese la certeza de gozar del favor del emperador. Era, como había dicho Maia, un don nadie en cuanto a familia. Por esa razón, obtener y conservar el favor del emperador tenía suma importancia para él.

Sin embargo, al verlo reír supe que le gustaba humillar a alguien que, como mi padre, se sentía aristócrata. Ahí estaba él, hijo de desconocidos, con el poder de amenazar con el tormento a un senador adinerado y de ver cómo temblaba. Sí, disfrutaba con aquello.

—Teodoro es un nombre común —dijo Torión, indignado—. ¡Debe de haber centenares de hombres poderosos con ese nombre sólo en el Oriente! ¿Habrá de acusar el emperador a todos? ¿Y cuál será el procedimiento? —Cuando Torión sentía miedo siempre se mostraba enfadado y agresivo.

La mirada condescendiente de Festino parecía decirle: «Eres muy joven y no entiendes de estas cosas». Con un tono muy formal dijo:

—Investigaremos a cualquiera que despierte nuestras sospechas con respecto a estas acusaciones tan graves.

La puerta que daba al corredor se abrió para dar paso al funcionario responsable del allanamiento, que arrastraba a Juan bañado en lágrimas. Los seguían dos soldados. Yo estaba mirando a Festino y vi que se ponía rígido y abría la boca de sorpresa al ver lo que veía. Sólo en aquel instante pude dejar de mirarlo.

Los soldados traían un gran trozo de seda púrpura, con un bordado de abejas doradas y un borde de flechas también dorados. Cuando la extendieron en el suelo, brillaba intensamente en contraste con el suelo de mosaicos de carros. Tenía el color de la púrpura imperial, cuyo uso estaba permitido sólo a los emperadores. Para cualquier otro, poseer aquel manto era castigado con la muerte.

—Estaba en el arcón de su ropa —dijo el funcionario—. Ninguno de los esclavos admite haberlo visto antes y todos niegan conocimiento alguno de la prenda.

—¡No! —exclamó mi padre. Al levantarse de un salto volcó el triclinio y cayó de rodillas—. No, no es lo que pensáis. ¡Puedo explicarlo!

—Lo explicarás todo, puedes estar seguro —le dijo Festino severamente. También se había puesto de pie y observaba la seda púrpura—. Te felicito, Teodoro. Creía que eras apocado y tonto, como parecías. Creía que eras inocente. Conque… ¿estabas conspirando con Euserio, después de todo? ¿Está implicado Eutropio? ¿Quiénes más? ¡Nombra a tus cómplices!

—Pero no soy… quiero decir… no era para mí.

—¿Para quién era, entonces? ¿Quién? Te arrancaremos la verdad del cuerpo con garfios, con el potro del tormento, aunque seas rico. ¡Es inútil callarte ahora!

Me había chocado tanto ver la tela que por poco no me desvanecí. No podía creer que mi padre hubiese hecho semejante cosa. Si no hubiese visto la sorpresa en el rostro de Festino, habría creído que éste lo había colocado en el arcón. No, pertenecía a mi padre. Lo demostraba la excitación de Festino, que, no solamente estaba furioso, sino que además quería vengarse porque lo habían hecho pasar por tonto. Se acabaron las formalidades; se dejó de hablar de «despertar sospechas» y del favor del Cielo hacia su sacra majestad.

Mi padre seguía arrodillado en el suelo arrugando con los dedos el borde del manto, demasiado asustado para hablar. Yo estaba demasiado horrorizada para llorar. Sin embargo, la forma del trozo de tela púrpura me recordó inesperadamente algo más, algo que había visto hacía poco tiempo. En las caballerizas. Me di cuenta en aquel instante, sintiendo una oleada de alivio que me hizo llorar, que la tela no era un manto, sino una colgadura para adornar el carro.

—Es para un carro —dije en voz alta.

Todos se quedaron mirándome como si hubiese perdido la razón. ¡Todos esos personajes y funcionarios con la mirada fija en una muchacha de quince años!

—¿No veis que es para un carro? —dije, y rápidamente corrí y levanté la tela. La colgué de tal manera que el centro cubriese el brazo de uno de los carros y los flecos colgasen sobre el respaldo y los lados—. Sería imposible usar esto como manto —dije a Festino, que se había puesto a mi lado y parecía un gigante con el ceño fruncido.

—¿Quién habría de ponerle un manto a un carro? —preguntó, pero su tono era ya más inseguro.

—Mi padre —respondí. Ignoraba que hubiese querido tener semejante cosa, pero, ahora que veía bien la tela, era fácil determinar su uso—. La encargó para los juegos de este verano. Es magistrado y quería poner una estatua de nuestro divino Augusto en el carro triunfador para recorrer en él toda la ciudad. No comunicó su plan a los esclavos porque quería sorprenderlos a todos con el espectáculo, y cuando se confía algo a los esclavos circula por todo el mercado antes del fin del día. Todos esperan de él siempre algo diferente cada vez que actúa como magistrado, y a él le gusta producir asombro. Sin embargo, nos habló de ello a Torión y a mí. ¿Verdad, Torión?

No había dicho nada a Torión. Lo sabía yo bien. Tenía bastante conocimiento de lo que opinaba Torión de las magistraturas y las carreras hípicas de nuestro padre. Quizás hubiese confiado en unos pocos, como Daniel el auriga y Filoxeno, además de uno o dos amigos más. Esperaba que el proyecto de la estatua fuese verdad. La inventé porque esperaba que, si ganaba, no cometiera la insensatez de pasearse con su carro (lo que era bastante seguro, pues en caso contrario habría desistido de la púrpura), sin tener alguna excusa pública. Si ésta era la verdad, tendría que disponer, con ayuda de otros miembros del Consejo, el traslado de la estatua del emperador del mercado al hipódromo, y tenerla preparada para colocarla en el carro. De ese modo, además, tenía seguramente algunos testigos.

—Es verdad —dijo Torión. Mi hermano no era muy bueno para aprender de los papiros, pero estaba lejos de ser tonto—. Hace mucho tiempo que el Augusto no visita Éfeso y mi padre pensó que sería beneficioso para la ciudad reforzar la lealtad de los ciudadanos con una representación de su majestad. Nos contó todo el plan.

—¡Sí, sí! —dijo mi padre irguiéndose, a pesar de que permanecía de rodillas—. Confié todo a Filoxeno, mi caballerizo, y a sus excelencias Pitión y Arístides, concejales de esta ciudad. Tenía que llevar la estatua de nuestro piadosísimo emperador al hipódromo durante las festividades. Habría sido como si nuestro emperador estuviese presenciando nuestra fiesta desde tan lejos. Y cuando terminasen las carreras, el auriga ganador debía traer la estatua, y los ayudantes adornarían el carro con la púrpura antes de apoyar la efigie. Luego recorrería las calles hacia la plaza del mercado, recibiendo las aclamaciones de toda la ciudad.

Mi padre recobraba algo de su aplomo habitual y describía lo que sin duda imaginaba, su propio carro, conducido por Daniel, desfilando por las calles llenas de una multitud fervorosa.

Festino lo miraba sorprendido, mirando también la púrpura colgando del triclinio. Una vez que dije para qué era la tela, era difícil imaginarla como otra cosa que no fuera un ornamento para el carro. Si mi padre no hubiese tenido tanto pánico, podría haber dado los detalles él mismo. Aunque era difícil que alguien le creyese mientras estuviese amenazado con el tormento.

—Ve a buscar al caballerizo —dijo Festino a uno de sus hombres sin apartar la mirada de mi padre—. Cógelo y pregúntale, bajo tortura si es necesario, si esto es verdad. Y arresta al auriga. ¿Cómo se llama?

Mi padre respondió alarmado.

—Daniel.

—Arréstalo y averigua lo que puedas sobre la tela púrpura hallada en posesión de Teodoro. Dale a probar un poco de potro de tormento, pero no exageres, porque no lo acusamos de nada. Verifica luego la historia con esos concejales.

Los funcionarios se inclinaron y salieron. Festino dirigió a mi padre su sonrisa cruel, otra vez divertida.

—Conque un manto para un carro —dijo, y echando atrás la cabeza lanzó una carcajada—. ¿Cómo obtuviste la seda?

Mi padre se levantó lentamente, miró a Festino y se sentó en el triclinio.

—Envié cartas a un fabricante de Tiro, diciendo a los funcionarios para qué la quería, y me la entregaron en la forma habitual. Debe de tener las cartas, o por lo menos recordarlas. Pagué treinta sólidos por la tela.

Un soldado entró e hizo un saludo.

—Terminamos el allanamiento, excelencia —dijo.

—Bien. ¿Cartas, indicios de magia?

—Llevamos aquí las cartas, señor, para examinarlas con calma. Pero no hay nada destacable. Hay un tratado de astrología.

—¿Qué?

El soldado consultó una nota.

—Se titula Los fenómenos, excelencia —dijo—. Lo escribió un mago llamado Arato.

Festino murmuró algo con aire exasperado.

—¡Idiota! Todo el mundo lo tiene. Es un poema clásico. ¿No tienes nada más?

—Nada, excelencia —contestó el soldado con desaliento.

—Diles a tus hombres que tomen a algunos esclavos para interrogarlos y vete —dijo Festino—. Y no seas muy severo. Parece que Teodoro es inocente, después de todo. —Con tono ahora cortés, se dirigió a Teodoro—: Necesitaremos interrogar a algunos esclavos más, excelentísimo Teodoro. Tu mayordomo, tu secretario privado, uno o dos más… —Su mirada se posó en Maia que, de pie detrás de mi padre, estaba abanicándolo. La verdad era que ella miraba a su vez a Festino, no hacia el suelo, y era imposible no notar la expresión de odio en su rostro. Con una sonrisa, Festino añadió—: Y a esta mujer.

Maia no dijo nada. Uno de los soldados se le acercó y la maniató sin que ella se resistiese. Juan, el mayordomo, empezó a llorar de nuevo. Era un hombre viejo que había trabajado con mi abuelo. En alguna parte tenía una cantidad de dinero guardada y mi padre decía siempre que lo liberaría y le permitiría retirarse, dando su puesto al hijo del mayordomo. Quizás había llegado el momento de hacerlo.

Mi padre carraspeó.

—No… no le harás nada extremo, ¿verdad, excelente Festino?

Otra vez apareció la sonrisa cruel.

—Nada de lo que no pueda reponerse en tres días. No te hará falta reclamar indemnización por ellos. A menos que descubramos algo. Si no hay nada, te los devolveremos mañana.

—Maia —dije.

Maia alzó la vista para mirarme, con el rostro demudado, pero consiguió dirigirme una sonrisa.

—No importa, querida —dijo entonces—. Todo irá bien.

Festino partió con sus hombres, llevándose la correspondencia de mi padre, todas sus cuentas, la tela púrpura, y a Maia, Juan, Filoxeno, dos jóvenes caballerizos, tres domésticas y el secretario de mi padre, Georgós. Habría llorado por todos ellos pero no atinaba a pensar en nadie salvo en Maia.

Desde el frente de la casa teníamos una vista panorámica de Éfeso, hacia la calle que bajaba, dejaba atrás el teatro y se perdía en la plaza del mercado, y hacia el azul del puerto, más allá. Desde una ventana observé la partida del grupo calle abajo. Abrían la marcha varios soldados, luego los funcionarios a pie, seguidos por el gobernador en su litera y, por último, los demás soldados y los esclavos. Maia caminaba muy erguida, con aire altivo, aunque parecía muy menuda junto al resto. Me pregunté si el soldado que había sido grosero con ella era el que iba a su lado. No sabía qué le harían. Siempre se tortura a los esclavos cuando se les interroga, pues se afirma que de lo contrario no dicen la verdad. No comprendía cómo era posible obtener la verdad mediante la tortura.

Volví a mi cuarto. Lo compartía con ella desde que vino a trabajar en nuestra casa. Allí estaba su cama, al lado de la mía, y su pequeño arcón para guardar la ropa, junto al mío, más grande. Me senté en su cama y me eché a llorar. En seguida me encogí y lloré más intensamente aún, abrazando la huella que había dejado su cuerpo en la cama como si fuera ella misma. Siempre me había consolado cuando yo sufría. Ahora le tocaba sufrir a ella y no había nadie para confortarla. Deseé entonces haberme colgado de su cuello para que me llevaran con ella, pero ¿con qué objeto? Maia había hecho lo posible por mantener su dignidad y nadie más me habría prestado atención.

Al cabo de un rato advertí que estaba sentada sobre un bulto. Era mi bolsa de cuero para cosméticos, o, más exactamente, era el pájaro.

Me senté, dejé de llorar y saqué el pájaro. Estaba frío ya, y medio rígido. Los ojos estaban más hundidos aún. ¿Qué sucedería si realmente mutilaba el cuerpo? Si invocaba a Hécate, Tisífona y al Maligno y me empeñaba en ello con odio y usando las palabras indicadas, ¿podría provocar que Festino cayera fulminado y se muriera? Traté de imaginarlo falleciendo de una enfermedad dolorosa, con la cara hinchada y roja perlada de sudor, y los ojos vidriosos e inyectados de sangre. El caso era que la imagen no me reconfortó nada. Su dolor no evitaría el de Maia.

En el juramento de Hipócrates el médico promete hacer uso de su arte para curar a los enfermos, así como abstenerse de hacer daño a nadie. Cabe suponer que el precepto se extendía al uso de otras artes contra alguien. De todos modos, no sabía cómo hacer magia.

Me levanté, me lavé la cara y salí, dejando el pájaro en el primer patio, junto a la fuente.

Cuando volví al cuarto, Torión estaba allí, sentado en la cama de Maia y sosteniendo el icono predilecto de ella, una imagen de María Madre de Dios con su Hijo, que estaba habitualmente en un nicho junto a la ventana. También él había estado llorando, y cuando me senté a su lado lloramos los dos.

—Festino no osará hacerle mucho daño —dijo Torión, rompiendo el silencio—. Sabe que papá no es culpable. Hizo todo esto por pura maldad.

También él pensaba sólo en Maia. Resulta extraño que siempre nos burláramos de ella, que gastáramos bromas sobre su amor por la corrección y nos mofáramos de su afán de darse importancia. Nunca habíamos hablado de nuestro cariño hacia ella. Sin embargo, era nuestra madre, mucho más que aquella «perfecta dama» que desapareció cuando yo nací, y no había nadie en el mundo a quien amásemos más que a ella.

—Qué lista has sido al descubrir la tela del carro —comentó Torión después de estar un rato callado—. ¿Te lo contó papá? No lo imaginaba.

—A la larga se las habría arreglado para explicarlo todo —dije.

A la larga habrían desconfiado —me corrigió Torión—. Tenía que hablar allí mismo; tenía que explicarse antes de que lo descubriesen. Me habría gustado que hubiera sido más fuerte. Yo no habría permitido a aquel canalla salirse con la suya. —Al decir esto, Torión apretó los puños y contempló severamente la imagen—. ¡Un ambicioso desconocido de la Galia! ¡Pudo venir aquí sólo por haber sido condiscípulo del prefecto Maximino! ¡Me gustaría darle unos latigazos a ese esclavo!

No podía decir nada ante tales argumentos.

A la tarde siguiente, Festino envió a un agente para anunciarnos que podía devolvernos a nuestros esclavos. Inmediatamente mi padre despachó dos carros para recogerlos. Todos habían sufrido el potro de tormento, atados de espaldas a un poste con pesas de plomo en brazos y piernas. Además, los habían azotado. Una de las domésticas había sido violada repetidamente. A Filoxeno, que había llevado la peor parte en el interrogatorio, le habían desgarrado el pecho y los muslos con un instrumento que llaman el tridente, y no se tenía de pie. Mi padre los envió a todos a la cama y llamó a su propio médico para que los atendiese.

Mientras éste se ocupaba de todos, comenzando por Filoxeno, hice lo que pude por aliviar a Maia. Torión y yo la ayudamos a bajar del carro y la llevamos tambaleante a nuestro cuarto, sosteniéndola por los brazos. Al vernos, nos había abrazado, pero cuando nosotros hicimos lo mismo se estremeció de dolor. El potro le había destrozado algunos músculos y las articulaciones de los hombros estaban hinchadas. En sus brazos y en su pecho se veían las marcas de los azotes, y una herida sanguinolenta le atravesaba la cara.

—Hay que lavar esta herida con agua tibia, aplicarle cerato y vendarla —le dije—. ¿Quieres unas compresas calientes para tus pobres hombros?

Maia se recostó en la cama y me sonrió.

—Mi pequeña doctora —dijo—. Bien, por esta vez no me importa que juegues a ser Hipócrates. Necesitaría unas compresas calientes. Más tarde quisiera darme un baño, pero por ahora… por ahora no quiero moverme.

Bajé a la cocina y preparé las compresas. Los esclavos calentaban gran cantidad de ellas sobre el horno para ponérselas a todos los que habían sido torturados. Cogí tres para Maia y las envolví en una manta para conservar el calor. Las compresas consistían en pequeñas bolsas de cuero cosidas que contenían cebada mezclada con vinagre. Permanecían calientes durante largo tiempo y calmaban mucho el dolor de las articulaciones inflamadas. Puse una en cada hombro y otra en la base de la espalda, sobre una tela, para que no resultase demasiado caliente.

—Festino lamentará esto —dijo Torión.

Maia dejó oír un gruñido de desdén.

—No pierdas el tiempo con él, querido. No merece tu atención. —Después de reflexionar un instante añadió—: Además, Nuestro Señor Jesucristo ha dicho que debemos perdonar a nuestros enemigos y rezar por quienes nos ofenden.

—¿Cómo podemos perdonar a un malvado que no se arrepiente en lo más mínimo? ¡Está encantado con lo que ha hecho contra nuestra casa, encantado de haber asustado al amo y torturado a los esclavos!

—Mira —dijo Maia con su espíritu práctico—, como noble cristiano puedes por lo menos abstenerte de buscar venganza. No es apropiado que hables como los bárbaros. Además, Festino es un don nadie y tampoco merece el odio de un caballero.

—Maia —le dije—. Cuánto te quiero. —Sólo ella podía hacer compatible la verdadera piedad cristiana con aquel clasismo.

Como suponíamos, Festino no había descubierto nada, salvo que mi padre tenía gran entusiasmo por las carreras de caballos y que la seda púrpura era exactamente lo que se afirmaba que era. Los esclavos torturados se habían restablecido en menos de tres días, incluido Filoxeno. Sólo la esclava que había sido violada sufría pesadillas y se despertaba por la noche gritando una y otra vez. Finalmente, mi padre la envió a trabajar en una de las granjas con la esperanza de que sus nervios se calmasen en la tranquilidad del campo. Concedió la libertad a Juan y hablaba de hacer lo mismo con Filoxeno, pero no llegó a deshacerse de él. Era demasiado valioso. Dada la afición de mi padre a las carreras, Filoxeno era uno de los esclavos de mayor relevancia en la familia. Había nacido entre nosotros, era hijo del caballerizo principal de mi abuelo y tenía bajo su mando a todos los ayudantes de las cuadras y los jardines. Se tiende a creer que, si se tiene un padre rico, basta chascar los dedos y señalar lo que se quiere para que los esclavos cumplan la orden. El hecho es que los esclavos administran la casa tanto como los amos. Si el amo es prudente, los trata de forma razonable. A mi padre le habría gustado dar la libertad a Filoxeno, pero le parecía que no era lo bastante rico. Siempre afirmaba que no lo éramos tanto, por lo menos según los usos de Occidente. Tenía apenas algo más de doscientos esclavos y la mayoría de ellos vivían en sus propiedades y trabajaban la tierra. En ningún momento había en nuestra casa de la ciudad más de cuarenta. Le costaría mucho comprar un caballerizo tan bueno como Filoxeno, si llegase a contar con los medios y, además, se sentiría obligado a ayudarlo a establecerse por su cuenta. Filoxeno lo deseaba, quería criar caballos y adiestrarlos en el campo. Finalmente, mi padre optó por regalarle una yegua de cría para su caballeriza. No me pareció que fuese una gran compensación por la tortura que había sufrido por culpa de la vanidad de su amo, pero Filoxeno aceptó muy satisfecho la oferta.

También habían torturado a Daniel, el auriga de mi padre, pero sin causarle demasiadas heridas. Tuvimos la suerte de que en Éfeso se hubiera dado antes la voz de alarma sobre posibles actividades de brujería. En casa de Daniel, los hombres de Festino no encontraron ningún indicio. Yo estaba bastante segura de que Daniel había ocultado sus tratados y sus tablillas en otra parte, pero, en cualquier caso, representó muy bien el inusual papel de inocente ofendido, y mi padre tuvo que darle una buena cantidad de dinero para calmar su indignación.

Habíamos escapado sin mayores desgracias que lamentar. En todo el Oriente ejecutaban hombres sólo porque se habían enterado de la conspiración, y en Éfeso, bajo Festino, más que en ninguna otra región. El filósofo Máximo, uno de los hombres de mayor confianza del emperador Juliano, fue decapitado en el hipódromo, antes de las carreras, por haber escuchado versos oraculares sobre el sucesor de Valente. Así fue como en lugar del desfile planeado como sorpresa por mi padre asistimos a la ejecución ordenada por Festino. Éste ordenó que el hombre marchase hasta el centro del recinto. Seguidamente, se levantó de su sitial de honor y pronunció un discurso sobre la bajeza de la traición. Máximo no pudo decir una palabra. Permaneció de pie, con la cabeza descubierta bajo un sol abrasador y con una vieja túnica de color castaño y aspecto de viejo y enfermo. La ciudad se había sentido orgullosa de él y se horrorizó. Cuando Festino terminó su discurso, sus guardias arrodillaron a Máximo y llegó el verdugo con una espada. La sangre salpicó lejos y muchos consideraron esto como un mal presagio.

Si el vaticinio era acertado, no tardó en cumplirse. Durante todo el verano se acusaba a la gente, se la arrastraba a la corte de justicia y se la torturaba y ejecutaba por los motivos más nimios. A un comerciante le confiscaron sus papeles porque lo habían acusado de especulación. Entre dichos papeles se descubrió un horóscopo dedicado a un tal Valente. El comerciante declaró que pertenecía a su hermano, muerto años antes, y ofreció pruebas de su afirmación recurriendo al astrólogo autor del horóscopo y a personas que habían conocido a su hermano. Sin embargo, no aceptaron el recurso sino que lo condenaron al potro del tormento y a morir por la espada del verdugo. Una pobre anciana que practicaba la cura de fiebres empleando frases mágicas (un medio poco fiable, como saben todos los médicos) fue acusada de brujería y ejecutada, a pesar de que había curado a un esclavo de Festino y con conocimiento de éste. Los casos señalados sólo eran unos pocos de un número mucho mayor.

Festino, al fin, recibió una recompensa por su lealtad a su sagrada majestad, el pío Augusto, nuestro señor Valente. En otoño se supo que se prolongaría su período de gobierno por un año más y recibió un contrato de arrendamiento por cien años de unas tierras de gran valor en el valle del Caístro, antes administradas por una de sus víctimas. Eran tierras muy solicitadas por no estar sujetas a impuestos y porque eran fértiles y llanas.

Para celebrar su ascenso en riqueza y posición, Festino organizó una gran fiesta a la que invitó a todos los hombres importantes de Éfeso, incluidos mi padre y Torión. Todos temían que Torión se negase a ir, pero se puso su mejor túnica y su mejor manto, permitió que Maia lo peinara y le arreglara el manto con alfileres, pues según ella estaba torcido, y salió frunciendo el entrecejo. Naturalmente, yo no podía ir. Había cumplido los dieciséis años aquella primavera, pero no se considera adultas a las mujeres hasta que se casan, y además nunca van a cenas.

Si Torión había salido frunciendo el entrecejo, cuando volvió aquella noche su expresión era de verdadera furia. Cuando oí llegar al grupo salí corriendo al primer patio para verlos. Mi padre parecía agotado. Sin saludar a nadie, se retiró a su cuarto. Torión subió al mío y allí nos lo contó todo.

—¡Cree que ahora es un caballero! —dijo Torión con amargura—. Caballero y terrateniente. ¡Habla de quedarse en Éfeso y hacerse ciudadano cuando termine su trabajo en la corte!

—No es más que un campesino —declaró Maia mientras hilaba sentada en su silla, junto a la ventana.

Era de noche y habíamos encendido las lámparas, de modo que el cuarto se volvió cálido y vivo. Las paredes blancas tenían un brillo dorado bajo la luz, y desde una de ellas los iconos de Maia nos sonreían con afecto. El huso dejaba oír un ruido suave entre sus manos. Desde fuera nos llegaba el ruido de los grillos y el rumor de los árboles del patio. Cuando llegó Torión estaba preparándome para acostarme. Me senté en la cama vestida sólo con la túnica, abrazándome las rodillas. Mi manto estaba ya doblado sobre el arcón, listo para lavar. Era verde y blanco, con la consabida banda púrpura. ¿Por qué teníamos que vestir de blanco las muchachas? Es imposible mantener totalmente limpias las prendas blancas y yo tenía algunas manchas de sangre en el manto por haber estado mirando a Filoxeno cuando éste capaba a algún potro. A pesar de que el verano era tormentoso, tenía la sensación de que todo era otra vez normal en la casa. No quería pensar en Festino y por eso guardaba silencio. Con todo, podría haber señalado que no éramos quién para llamar campesinos a los que ocupan casas nobles y buscan títulos.

—¡Es un ladrón cualquiera! —dijo Torión—. Tenía un manto con una raya púrpura tan ancha como mi mano. —Enseñó su mano de campesino, con los dedos separados—. ¡Y también había una raya púrpura a lo largo del mantel! De algún modo me pareció familiar y cuando estábamos comiendo el segundo plato supe por qué. ¡Era nuestra púrpura, que nos había costado treinta sólidos, que Festino confiscó y nunca devolvió!

—¡Qué ladrón! —dijo Maia escandalizada—. ¿Ha hecho algún comentario?

—No. Creo que había olvidado su procedencia, tan ocupado estaba en la celebración. —Tras una breve pausa para tomar aliento, Torión volvió a hablar en un tono extrañamente tranquilo—. Y ha hablado de ti, Caritón.

—¿De mí? —pregunté sorprendida.

Torión hizo un gesto afirmativo; su expresión era más hosca que nunca. Maia expresó su indignación, resoplando al tiempo que me miraba.

—Le ha preguntado a papá «¿Cómo está tu bonita hija?». Y cuando él ha respondido que estabas bien, Festino ha dicho a todo el mundo que eras muy bonita, además de modesta, y que cuando papá estaba bajo sospecha, así lo ha dicho, «cuando su excelencia Teodoro estaba bajo sospecha», conservaste la calma y presentaste pruebas de inocencia que todos, de tan asustados que estaban, habían olvidado mencionar. Y ha preguntado tu nombre a papá, pues lo había olvidado.

—¡No tiene por qué interesarle el nombre de una doncella! —exclamó Maia indignada—. Debe tener suficiente con saber que eres la hija de su excelencia Teodoro. No cruzaste una sola palabra con el gobernador cuando estuvo aquí, ¿no, Caris?

—Lo que acabas de oír —respondí—. Lo que él ha mencionado. Me sorprende que Festino lo recordase, pues creo que hasta papá lo había olvidado.

—Recordó que eres bonita —señaló Torión. Estaba estirándose un labio, un hábito que Maia detestaba—. ¡Me habría gustado golpearlo! ¡Repantigado en su triclinio, hablando de tu belleza y de las sospechas sobre papá, mofándose de todos nosotros! ¡Por Dios y todos los santos! ¡Y tenemos que volver a verlo la semana próxima!

Maia estaba seria. Ni siquiera reprendió a Torión por tirarse del labio.

—¿Os ha invitado a volver?

—No. Ha dicho claramente a papá que quería que lo invitara aquí. Papá no ha tenido otro remedio que acceder.

—Torión —dijo Maia. El hecho de que usara el apodo de mi hermano era una prueba de su gran preocupación—. Tu padre debe invitar al mayor número posible de personas a su fiesta. Hombres. Solteros distinguidos. ¿Tu profesor de derecho, quizás? En todo caso, ninguna mujer.

Torión estaba muy serio.

—Tú crees, entonces, que pretendía algo en la forma en que se refirió a Caris.

Con los labios apretados, Maia seguía haciendo girar su huso. Al cabo de un minuto dijo:

—No sé nada, pero la gente murmurará. Es totalmente impropio preguntar el nombre de una muchacha en un banquete, y será mejor que Caris se mantenga fuera del camino de ese bruto. Si no hay mujeres en la fiesta, no habrá motivo alguno para que ella lo trate.

En cambio, si Festino venía solo, yo tendría que estar presente en la mesa de mi padre.

—No debes darle importancia —dije. Me ponía muy incómoda saber que Festino había hablado de mí—. ¿No está casado?

—No, es viudo —respondió Maia, que siempre estaba enterada de todo—. Y si piensa quedarse en Éfeso, necesitará una mujer… preferiblemente una muchacha noble de aquí. De modo que no quiero que atraigas su atención.

Me sentí alarmada.

—Pero soy muy joven, ¿no? Y papá no accedería…

Torión me miró con aire melancólico.

—La hija de Pitión tiene unos pocos meses más que tú y se casará esta primavera. Y te diré, Caritón, que eres bastante bonita. ¡Me gustaría hundirle los dientes! —dijo lleno de furia.

—Pero papá no haría nada…

—A papá no le gustaría desafiar a Festino. Le tiene miedo. Tiene razón Maia al desear que no te cruces con él. Le diré a papá que invite a muchos hombres y tú podrás permanecer en tu cuarto. Y si Festino te menciona, todos le hablaremos de lo joven y tonta que eres. Tal vez baste eso para quitarle las ideas que pueda tener.

Sin embargo, mi padre había invitado ya a su amigo Pitión con su mujer e insistió en no tener más invitados.

—Según él, Festino insistió en que fuese una cena íntima para poder conversar libremente —me dijo Torión al día siguiente—. Le comenté que me preocupaba la forma en que había hablado de ti y me contestó que no tenía ninguna importancia y que sólo pretendía tener un interés amistoso hacia nuestra familia. Cree que Festino desea la paz y trata de ser amable, ahora que somos vecinos. Le dije que, en lo que a mí me toca, la mejor relación de vecindad que me gustaría tener con Festino es un muro de piedra que nos separe.

El hecho era que el dueño de la casa era mi padre, no Torión, y en una reunión mixta se esperaba que yo estuviese presente.

El día fijado para la cena me sentí acalorada e incómoda. Desde el día de la acusación sólo había visto a Festino de lejos. Le temía, sobre todo porque no lo comprendía. Estaba más o menos segura de que su forma de comportarse con nosotros y con el resto surgía del deseo de impresionar al emperador y de manifestar su poder sobre hombres de rango. Pero la crueldad de la tortura de Maia, de Filoxeno y de los otros… esto era algo que no podía comprender. Sus móviles resultaban misteriosos, irracionales, inhumanos. No podía comprender realmente que pudiese tener interés en mí, ni siquiera porque era una muchacha noble que podría aportar una buena dote en Éfeso. Por otra parte, no sabía nada de mi y sólo veía la muñeca que aparecía en el espejo.

Aquel día tuve clase, pero solamente sobre Eurípides. Por el momento habíamos terminado con Hipócrates. Isquiras no era tan aficionado a Eurípides como a otros autores. No encontraba su estilo lo suficientemente elevado. Ninguno de los dos prestó mucha atención a la tragedia y por fin se me permitió retirarme temprano. Me dirigí a las cuadras. Filoxeno me dejaba atender a una yegua con un casco infectado y yo trataba la herida con compresas calientes y con lavados periódicos de agua hervida y una solución de vinagre y aceite de cedro que por lo visto daba resultado. Tenía además un conejo enfermo, pero no sabía qué le pasaba, salvo que parecía estar empeorando.

Maia fue a buscarme en mitad de la tarde. Me encontró arrodillada sobre la paja, limpiando el casco de la yegua, con el manto colgado en la puerta de la cuadra. Estaba secando la herida con un trozo de lino atado a la punta de uno de mis pinceles de aplicar cosméticos. En esa posición, me puse a examinar el pus que había en la tela, de color claro y no demasiado maloliente. Bien… Al volverme vi a Maia, que me observaba.

—¡Oh! —dije.

Esta vez Maia no levantó los brazos ni profirió exclamaciones de horror, como solía hacer.

—Es una lástima que no puedas aparecer con esa ropa esta noche —comentó—. Habría servido para que Festino huyese despavorido al verte con ese aspecto de mozo de cuadra. No puedo permitir que la hija de mi amo vaya así a una fiesta. ¡Vamos!

—Déjame terminar de vendar esta pata —le rogué.

Maia llegó a sonreír mientras asentía. Terminé el vendaje, di unas palmaditas a Maia y las dos volvimos a la casa. Bañarse, rizarse el cabello, perfumarse, pintarse la cara, vestirse. ¡Qué pérdida de tiempo significa esa vida para una muchacha! Finalmente eché una mirada más a «la muchacha más bonita de Éfeso» y la encontré más tonta y menos parecida a mí que nunca. Por una vez, Maia no estaba tan entusiasmada con la imagen resultante.

Por tratarse de una reunión pequeña e informal, la cena no tuvo lugar en el salón de banquetes que había bajo la cúpula sino en el salón de los aurigas. En cada una de las paredes laterales habían dispuesto una fila de lámparas de aceite perfumado con mirra, y el suelo y la mesa de madera de cidro estaban adornados de rosas. La luz iluminaba las suntuosas colgaduras y los cubiertos de plata, y hacía más intensos los colores de las pinturas de las paredes. Daba la impresión de que el carro del mosaico del suelo se movía. Todo en aquel salón hablaba de riqueza y cultura, y cuando los esclavos llegaron seguidos por Festino, éste paseó su mirada por el conjunto con expresión de aprobación. Rodeaban la mesa cuatro triclinios, uno para mi padre, uno para Pitión y su mujer, uno para Torión y para mí y uno para Festino. Puesto que era el cabeza de familia, mi padre ocupaba el lugar más elevado, con Festino a su derecha y Pitión a su izquierda. Torión y yo ocupábamos el triclinio más apartado.

Festino le había traído un presente a mi padre: una copa de Corinto que tenía un carro pintado. Mi padre se mostró encantado con ella y todos nos reclinamos en los triclinios. Festino me miraba todo el tiempo, pero yo mantenía la mirada modestamente clavada en el suelo. Torión se sentó enfrente del gobernador, de modo que Festino no pudiese ver mucho de mí, excepto el pelo. Llegaron los esclavos con los primeros platos: huevos duros, puerros con vino y salsa de pescado y sopa agridulce de guisantes. Los vasos se llenaban con vino blanco endulzado con miel y muy frío, sacado de nuestras bodegas subterráneas.

—Excelente —declaró Festino, abarcando todo con un gesto—. Esto es lo que me gusta de Asia. Aquí saben vivir. En Roma se atiborran de alimentos exóticos demasiado elaborados, o bien se ponen enfermos de tanto beber. O viven, en fin, de pan y agua, como campesinos. No hay moderación ni gusto.

Siguió hablando de ese modo durante los primeros platos, ponderando Éfeso y sus costumbres, hasta que mi padre y Pitión empezaron a relajarse y recuperaron su aire habitual de agradable satisfacción consigo mismos. Sólo Torión conservaba su expresión suspicaz. Yo no levantaba la vista.

Mientras comíamos los segundos platos (salmonete rojo con hierbas, pollo al estilo parto y úteros de cerda con salsa de eneldo), la conversación se orientó hacia la literatura. Como invitado de honor, Festino ordenó servir el vino del plato principal. Mi padre había hecho abrir un ánfora de vino de Quíos de óptima cosecha. Festino indicó a los esclavos que lo mezclaran con sólo una tercera parte de agua. Era una proporción mayor que la habitual entre nosotros, y mi padre no tardó en reír ruidosamente y en recitar versos de Homero.

—Eres un erudito, mi ilustrado Teodoro —le dijo Festino—. ¿Y tus distinguidos hijos? Estoy seguro de que un hombre sabio no deja que sus hijos crezcan en la ignorancia, y yo siempre he admirado la educación en los jóvenes. Como afirman los poetas, es un adorno superior al oro.

—Así es, así es —convino mi padre—. He dedicado mucha atención a la educación de mis hijos. Les he proporcionado un preceptor muy inteligente, Isquiras de Amira. Y diría que mis hijos no han sido lentos en el aprendizaje. Mi hijo Teodoro estudia leyes y latín con la intención de hacer carrera en la corte.

—Muy buena elección, muchacho —dijo Festino con aire de aprobación. Torión murmuró algo incomprensible con los ojos fijos en su copa—. ¿Y tu hija? —siguió preguntando Festino—. Algunos dicen que no vale la pena educar a las mujeres, pero yo siempre he considerado que una mujer cultivada es un ornamento para su casa.

—Ah, Isquiras ha prestado la misma atención a Caris que a Teodoro —dijo mi padre—. Así hacemos las cosas en Oriente. Nunca criaría a una hija que no conociera a Homero.

—¡Espléndido! Tal vez quiera hacerme el honor de recitar algo, ¿eh? Muchos de los grandes nobles romanos invitan a poetas a recitar durante sus banquetes, y yo admiro mucho esa costumbre.

—Aquí también tenemos las nuestras —manifestó mi padre. Tenía las mejillas enrojecidas por el alcohol—. Caris, levántate, querida, y recita algo.

Me levanté de mala gana. No había bebido mucho y los esclavos no me habían llenado la copa tan a menudo como a los hombres. Todos me miraban y la mujer de Pitión me dirigió una sonrisa para animarme. Festino enseñó los dientes y por un instante no pude recordar nada de lo aprendido. Claro que conocía de memoria algunos pasajes. Todos tienen que memorizar las obras de Homero y las tragedias. Todo lo que se me ocurría en aquel momento era «Háblame, oh diosa, de la ira…», que hasta un niño de cuatro años conoce de memoria, esto y un trozo de Hipócrates sobre el tratamiento de las heridas. En aquel momento apareció en mi cabeza el Eurípides leído aquella mañana y cité un trozo. Era de Las troyanas, el coro final, cuando las mujeres lloran a sus muertos antes de que los griegos se las lleven como esclavas. «Una brizna de humo se pierde en el aire, se va, ya no existe Troya. Partir entonces, con paso lento. Abajo en el puerto, las naves griegas esperan».

En la mitad de mi recitado advertí que no era un pasaje muy apto para la ocasión. Todos me miraban con curiosidad, y mi padre estaba otra vez preocupado. Saquear ciudades, aunque nadie lo admitiese, era algo que todo el mundo asociaba con Festino, y, cuando menos, se había insinuado la posibilidad de que éste me llevara como botín. Siempre era demasiado tarde para callar.

Cuando terminé volví a sentarme.

—Ha estado muy bien, querida —dijo la mujer de Pitión. Era bondadosa.

—Esta mañana estuvimos leyendo a Eurípides —puntualicé, con la esperanza de que terminaran las miradas curiosas; no obstante, seguía mirando al suelo.

Torión me dio un golpecito con el codo y cuando lo miré advertí que sonreía generosamente.

—No le has dejado la menor duda de lo que piensas de él —susurró encantado—. Por Dios y todos los santos, mira cómo trata de cambiar de tema.

En efecto, Festino empezó a hablar del teatro, tema del que se trató mientras dábamos cuenta de los platos de carne y de pescado. Mi padre propuso que nos levantáramos y diéramos un paseo por los jardines antes de los postres, y todos aceptaron. Después del copioso consumo de vino, todos tenían que pasar por las letrinas.

Me dirigí a las destinadas a las mujeres en aquel sector de la casa. Luego me senté en el primer patio, esperando a Torión. Cuando me había sentado junto a la fuente apareció Festino, solo. Me vio inmediatamente, de modo que no me fue posible ocultarme. Me quedé inmóvil, con las manos entrelazadas sobre la falda.

—Dama Caris —dijo Festino al acercarse. Permaneció un instante mirándome, y yo clavé la mirada en el suelo. Con un suave gruñido se sentó a mi lado, lo bastante cerca como para que sintiese el calor de su cuerpo y el olor a vino en su aliento—. ¿Qué has querido decir al citar esa obra de Eurípides? —me preguntó.

Traté de alejarme un poco.

—Nada, excelencia —respondí. Recordando a Maia, pensé que era impropio que un hombre hablara a solas con la hija soltera de su anfitrión—. Lo he leído esta mañana con mi preceptor y era lo único que se me ha ocurrido recitar en ese momento.

Festino rio, se acercó algo más y apoyó una mano pesada en mi hombro.

—¿Eso es todo? No te gusto, ¿verdad?

No lo miré. Tenía en la punta de la lengua gritarle «¡Has hecho torturar a mi aya y a varios de mis amigos!», pero todavía era gobernador y podía hacerlos torturar de nuevo, dada su falta de escrúpulos.

—Excelencia, soy muy joven, demasiado joven para opinar, y no te conozco bien, ilustrísimo señor.

Festino volvió a reír y estiró el brazo sobre mis hombros. Permanecí inmóvil, con las manos apretadas en mi regazo, como mi padre, para dominar el temblor.

—No soy ilustrísimo —dijo—. Al menos, por ahora no.

Con la mano libre me cogió de la barbilla y me hizo girar la cabeza para obligarme a mirarlo. La luz de las lámparas en el salón de los aurigas se difundía por el patio e iluminaba la cara de Festino. Los grillos cantaban y la fuente hacía oír el rumor de su gorgoteo. Con una sensación fría, pensé en su cara con las venas inflamadas por el alcohol, una condición que indudablemente empeoraría con los años. Tendría que observar una dieta más seca y comer más pan.

—Tal vez un día llegue a ser un ilustrísimo —me dijo, lamiéndose los gruesos labios—. Gozo del favor del emperador. Sabe que soy su celoso servidor. Durante quince años no he sido nadie especial. Ahora soy spectabilis, gobernador de Asia con rango de procónsul, amigo de su sacra majestad. Me odias porque mi padre era un subastador, ¿no?

—No —respondí—. Ni siquiera lo sabía.

La mano que estaba sobre mi hombro se introdujo en mi túnica. Contuve un grito cuando apoyó su boca contra la mía. Apenas podía respirar. Al tocarme el pecho me pellizcó cruelmente. Yo no podía gritar y me introdujo la lengua en la boca. Traté de apretar los dientes, pero él metió los dedos en el costado de mi mandíbula para mantenerme la boca abierta. Le hundí un codo en las costillas y le di un puntapié, hasta que apartando la cabeza soltó una carcajada. Estaba sudando y no había retirado la mano de donde estaba.

—Esto es para enseñarte a no mentir —me dijo—. Realmente me odias: lo adivino. La verdad es que eres muy bonita, con esos grandes ojos negros. Vítas inuleo me similis[1], Caris. Eres como una gacela. —Riendo de nuevo añadió—: Sí, creo que hablaré de ti con tu padre. ¡Cómo te late ese corazoncito!

Sólo atiné a decirle:

—¡Basta! ¡Me haces daño!

Cuando retiró la mano de mi túnica, me levanté de un salto, tratando de no llorar. Estaba aterrada. Nadie me había tocado nunca y no quería que nadie volviese a hacerlo, ni aun en sueños. Todo aquello pertenecía a la otra Caris, la hermosa joven que aparecía en el espejo.

—No quiero tener nada que ver contigo —dije a Festino. Me sorprendió mi propio tono de voz por lo sereno. No era el de la muchacha del espejo, sino el mío. Pero sus manos no habían tocado el espejo. Me habían hecho daño a mí—. No tiene nada que ver con lo que era tu padre. Detesto la crueldad, y tú la amas. Será mejor que hables con el padre de otra muchacha.

Soltó otra carcajada, dejando ver los dientes cariados, y me alejé para volver a mi cuarto. Maia estaba allí cosiendo, y al verme llegar me miró sorprendida.

—La cena no ha terminado, ¿verdad? —preguntó.

—No —contesté, y me eché a llorar.

Cuando entró Torión, aproximadamente una hora más tarde, Maia y yo estábamos en la cama de ella, y me mecía y me arrullaba como si fuese pequeña. Yo había dejado de llorar, pero mi respiración era entrecortada.

Torión permaneció unos instantes junto a la puerta, con expresión colérica. Maia lo invitó a entrar con un gesto, y cuando lo hizo dio un fuerte portazo.

—¡Por la gran Artemis! —exclamó—. ¿Por qué no has escapado? ¿Por qué no has acudido directamente a papá para decirle que no quieres nada con ese animal?

—Déjala tranquila, Torión. ¡Y si tienes que blasfemar, no menciones a esos diablos paganos!

Me soné la nariz y se lo expliqué.

—Tenía que alejarme de él. No había nadie cerca y él… —No pude terminar la frase. La escena era demasiado dolorosa, demasiado ignominiosa, y mis emociones eran demasiado confusas.

De repente, Torión comprendió la causa de mis lágrimas y me miró escandalizado.

—¿Qué te hizo? Si te… ¡lo mataré!

—No, yo no haría eso —repuse, mientras trataba de calmarme—. Solamente me metió la mano bajo la túnica y me besó. Eso fue todo.

La furia de mi hermano era visible.

—Tienes una marca en la cara.

—Tuve que hacer algo para que no me mordiese.

Por algún motivo Torión manifestó alivio.

—¡Que su muerte sea horrible y se vaya al infierno! —exclamó; luego se sentó a mi lado y me abrazó—. Pero ojalá hubieses entrado directamente y nos hubieses hecho saber que te había tocado. Le ha dicho a papá que había expresado su admiración por ti, exactamente con estas palabras, y ha comentado que te vencía la timidez y el pudor propios de una muchacha y que por eso habías huido. Después ha hablado de esa misma admiración con papá y ha repetido que pensaba establecerse en Éfeso y que por haberte visto ya sabía que eras modesta y bien educada y de cuna noble además de ser bella, y que quería casarse contigo si nuestro padre estaba de acuerdo.

Callé. Era lo que imaginaba que había dicho.

—¿Qué ha dicho tu padre? —preguntó Maia en voz baja.

—Que era un asunto demasiado importante para discutirlo durante una cena y que tenían que encontrarse pronto para hablar como correspondía. Yo he señalado que Caris era demasiado joven para casarse con nadie y que estaba casi comprometida con otro… Bien, tenía que decir algo, pero el bruto se ha reído de mí. Papá me ha acusado de ser insolente con los mayores, temiendo seguramente lo que diría luego y me ordenó que me retirase. En cambio, si hubieses entrado, Caritón, y dicho que el gobernador te había agredido en tu propia casa, habría tenido que tomar el no como respuesta.

—¿De veras? —pregunté con amargura—. Tal vez habría tenido que aceptar una dote menor, pero puede sacar lo que quiera a papá, y lo sabe. Papá aún le tiene miedo.

—¿No podrías decirle algo?

—Le he dicho que no quería tener nada que ver con él. Esto le ha hecho gracia, Torión, quería que yo lo odiase. Quiere… triunfar sobre mí, y sobre Éfeso y sus gobernantes.

—Disfruta haciendo daño —dijo Maia con voz pausada—. Eso es lo que pasa. —Su brazo me estrechó la cintura—. ¿A quién crees que podríamos nombrar como prometido de ella? —preguntó a Torión.

Torión se encogió de hombros, desanimado.

—Pensé en Paladio, quizás. El hijo de Demetrio. O quizá mi amigo Cirilo.

Maia reflexionó.

—Paladio es joven y además un caballero —dijo al cabo de un instante—. No creo que se haya determinado con quién se casará. Y su padre estaría encantado, por su enemistad con Festino. Sí, convendría. ¿Pero Cirilo?

Cirilo era un joven al que Torión había conocido en casa de su profesor de latín. Era hijo de un pequeño terrateniente, un hombre algo parecido a mi bisabuelo, que no tenía poder ni fortuna.

—Es muy inteligente —dijo Torión, en actitud defensiva—. Y te admira mucho, Caritón. Creo que estaría dispuesto a huir contigo como último recurso.

Quedé algo sorprendida al oír esto. Había visto a Cirilo unas cuantas veces, cuando Torión lo había traído a cenar, pero no habíamos hablado mucho. Sabía, en cambio, que Torión le había dicho que yo lo ayudaba en el estudio del derecho romano y tal vez esto le impresionó. Le impresionaba cualquiera capaz de declinar bien las palabras. Era bastante hábil, mucho mejor que mi hermano, y le gustaba el derecho. Podría casarme con él, especialmente si me permitían llevarme a Maia. No conocía a Paladio, pero por lo menos no era un torturador, además de ser joven y apuesto.

—Muy bien —dije—. Festino no me creerá si le digo inesperadamente que he estado siempre prometida a otro hombre, pero no podrá hacer nada. Y no me casaré con él bajo ninguna circunstancia. Sólo hace falta que convenzamos a papá de que nos ayude.

Esperamos hasta que terminó la cena y se fueron los invitados. Desde mi cuarto se los oía en el primer patio, y a mi padre despidiéndolos.

—¡Hasta mañana! —exclamó Festino con su voz sonora y su ya familiar pronunciación nasal.

No oímos lo que respondió mi padre.

Cuando se fueron todos, bajamos los tres a ver a mi padre. Lo encontramos en el salón de los aurigas, donde los esclavos limpiaban los restos de la cena. Parecía exhausto y triste.

—Papá —le dijo Torión—. Queremos hablar contigo.

—Ahora no, hijos. Es demasiado tarde —respondió.

—No, ahora —insistió Torión—. Para librarnos de este matrimonio, tenemos que disponer algo inmediatamente.

Mi padre soltó algo que era un gruñido y un suspiro a la vez.

—¿Librarnos? ¿Qué te hace creer que podemos o que debemos hacerlo?

Al mirar a mi padre reclinado en su triclinio descubrí que no lo conocía mejor que a los esclavos domésticos y que él no me conocía en lo más mínimo. Recordaba haberlo visto en mi cuarto de niña, cuando iba a jugar conmigo, pero desde que yo me había hecho mayor, ya nunca iba. A veces lo veía en las comidas, cuando de vez en cuando me preguntaba algo sobre mis lecciones o me elogiaba por recitar algo, pero nunca hablábamos de cosas que tuvieran algún interés para mí. En las conversaciones serias nadie me preguntaba nada y yo me comportaba juiciosamente y callaba. Para él, como para Festino, yo era simplemente la niña de la casa, discreta, bonita, dócil. Y era fácil disponer de mí. Empecé a sentir un cierto escalofrío.

—¡No puede ser que permitas que Caris se case con ese bruto! —exclamó Torión.

—¡Calla! —Mi padre dirigió la mirada a los esclavos, que habían dejado su trabajo para detenerse junto a las paredes, tratando de no molestar.

—¡No! ¡Festino es un bruto y un enemigo de nuestra casa, y no me importa quién se entere de lo que pienso!

—¡Mi querido hijo! —lo reconvino mi padre—. ¡Debes hablar de los poderosos con más respeto! Es verdad que su excelencia el gobernador es de clase baja, pero también lo son muchos hombres que hoy están en los rangos más elevados. En verdad, fue el caso de tu propio abuelo. Nuestro estimado señor Festino ha acumulado riqueza y poder por sus propios méritos y es muy bien mirado por su pía majestad Valente Augusto. Más aún, ahora es vecino nuestro. No veo motivo para que no podamos unir nuestras casas mediante un matrimonio. Es verdad que tenía otros planes para mi hija antes… pero esta unión será ventajosa para ambos. El será más respetable, y nosotros nos beneficiaremos de su protección y su influencia.

—Conque un hombre puede llegar aquí con una tropa de soldados —dijo Torión—, y amenazar tu vida, apoderarse de tus esclavos y torturarlos y ultrajar a tu hija en tu propia casa. ¡A ti no te afecta! Le darás tu hija en matrimonio para que todo se arregle. ¡Por Cristo el eternamente concebido!

—No abusó de Caris —dijo mi padre con aspereza.

—Sí lo hizo —repliqué, volviendo la cara para que me viese el cardenal.

Mi padre estuvo incómodo un instante, pero luego se encogió de hombros.

—Bien, es un hombre apasionado, pero se calmará. Se ha tranquilizado bastante desde que lo conocimos. Y tiene muy buena impresión de ti, querida. Al referirse a tus ojos citó poesía latina. No sabía que los latinos escribieran poesía.

—Papá —le dije—. No me agredió en un rapto de lujuria. Le gusta herir y humillar, le gusta el poder que obtiene así. No ha hecho otra cosa desde que llegó a Éfeso. No me casaré con él.

Mi padre pareció más alterado aún. Maia se acercó y se postró a sus pies, con la cara tocando el reluciente mosaico. Llevaba la ropa de trabajo, una túnica y un manto de lino azul, y mi padre lucía su manto de brocado blanco y dorado, pero no parecían un rey y una suplicante. Él manifestaba demasiada incertidumbre, demasiada vergüenza. Maia se irguió de rodillas y le abrazó las suyas con ambas manos.

—Es verdad, amo —dijo—. Es verdad lo que dice Caritón. Ese hombre… —Me horrorizó ver que estaba llorando, llorando por mí, por temor a lo que pudiese hacerme Festino—. Es uno de esos hombres que gozan siendo crueles. Cuando me interrogaron, fue a la sala de tortura y cogió la vara con sus propias manos. Fue él quien me hizo esto. —Maia enseñó la marca de su rostro, una linea blanquecina—. Y me pegó… en otra parte también. Eso le daba placer. Por favor, señor, por favor, señor mío. Después de mi Señor Celestial, siempre te he reverenciado, pero quiero a Caritón como si fuese mi propia hija. No se la entregues a ese demonio. No, haz venir al nobilísimo Demetrio. Dile lo que sucedió y pídele ayuda para concertar un matrimonio entre Caris y su hijo Paladio. Podemos decir que se trata de un compromiso de hace largo tiempo. Ni Festino puede objetar nada a esto.

—Le he dicho ya que Caritón no está prometida a nadie —dijo mi padre, realmente angustiado.

Torión dejó escapar un lamento.

—Él me lo ha preguntado —aclaró mi padre.

—Dile que mentiste —respondió Torión—. Dile que pensabas renunciar al matrimonio con Paladio, pero que Demetrio no está dispuesto a perderla. O bien dile que está prometida a alguien… a mi amigo Cirilo. ¡Dile lo que quieras, pero líbrate de ese compromiso! No hay nada arreglado, por ahora. ¡Aún estamos a tiempo!

—No voy a mentir —contestó mi padre con aspereza—. No es digno de un hombre. —Mirando a Maia, que seguía abrazada a sus rodillas, le dijo—: Lo siento. Siento mucho oírte decir esas cosas. Pero, después de todo, no se atreverá a maltratar a su propia esposa, una mujer de noble cuna. Es muy rico y seguramente será más rico aún. Podrá permitirse una casa separada para Caris. No tendrá que verlo demasiado a menudo si no le agrada. Y pienso incluirte y a otros pocos servidores de nuestra casa en su dote, de modo que estará rodeada de amigos. La unión será, en fin, ventajosa para nuestra familia.

Maia lo miró llena de angustia.

—¡Sacrificas a Caris para sacar provecho! —exclamó Torión, blanco de furia—. Tú… ¡Agamenón! ¡Todo para ganar influencia y obtener más dinero para tus malditos caballos de carreras! Eres un débil…

—¡No debes hablarme así! —gritó mi padre a su vez—. ¿No tienes respeto por tu propio padre?

—¿Cómo puedo tener respeto?

—¡Bárbaro! ¡Pagano! —Mi padre apartó con violencia las manos de Maia, la cual se sentó sobre los talones y lo miró con pena—. ¿No dicen las Escrituras que…?

—Papá —dije, interrumpiendo. Si Torión proseguía, le sería imposible retroceder—. No me casaré con Festino, papá.

Dejó de gritar para preguntarme:

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que he dicho —respondí, sorprendida de mi tono sereno—. No consentiré. Tendrás que maniatarme y amordazarme para obligarme a ese matrimonio.

—¡Querida hija! No permitas que todo esto te atemorice. Deja las decisiones importantes en manos de hombres responsables. Una muchacha no sabe lo suficiente para juzgar lo que le conviene.

Moví la cabeza en un gesto negativo.

—Es mi vida lo que está en juego. Tengo que ser capaz de reconocer lo que podría echarla a perder.

—¡Hija mía! —Mi padre parecía más exasperado que enfadado—. ¡Claro que es natural que tengas miedo! Es un hombre que inspira miedo y todas las jóvenes temen casarse y… separarse de su familia. Pero será para bien. Serás dueña de tu casa, tendrás tus propios esclavos para darles órdenes y gastarás tu dinero en lo que quieras. Una buena cantidad de vestidos bonitos, y tu propio carro, ¿no? Y la mujer de un hombre importante tiene mucho poder. Otras mujeres te perseguirán, pidiendo ayuda para sus maridos y ofreciéndote presentes. Podrás ir a donde quieras; a cenas, al teatro. No dejes que tu hermano te asuste.

Me hablaba como si fuese una niña tonta, y la verdad era que yo nunca me había comportado de otra manera. Siempre había actuado acorde con lo que espera el mundo de una muchacha, pues suponía que si accedía a los deseos de otros, se me permitiría hacer lo que quería. Pero ellos habían creído que no tenía otros deseos que los de ellos.

—Festino es cruel —le dije con una voz que aún era tranquila, aunque tenía el corazón encogido—. Ha hecho sufrir a mis amigos y me hará todo el daño que pueda. Lo sé. Por lo que he podido ver hasta ahora, sería una insensata si accediera a ese matrimonio. No me casaré con él. Si no se te ocurre otra cosa, puedes decirle eso.

—¡No pienso decirle tal cosa! ¿Quién es el amo en esta casa? ¿Yo, o una caterva de esclavos y de niños? ¡A la cama los tres, ahora mismo! Y quiero oír algo sensato, y expresado con más respeto, cuando nos veamos mañana.

Torión abrió la boca, pero mi padre vociferó:

—¡Silencio! ¡Estoy harto de que me digas cómo tengo que gastar mi dinero y cómo tengo que disponer de mi propia hija! ¿Quién te da tu dinero? ¿Quién paga tu ropa, tus preceptores y tus juergas? O te comportas como es debido, o te lo quitaré todo.

Temí que Torión comenzara a gritar otra vez y lo cogí de un brazo. Era evidente que no habríamos conseguido nada, por lo menos mientras nuestro padre estuviera de aquel humor. Tal vez sería mejor abordarlo a la mañana siguiente, cuando hubiera descansado y se le hubieran pasado los efectos del vino. Tal vez tendríamos mejores resultados al día siguiente. No obstante, tenía mis dudas.

—Buenas noches, papá —dije y arrastré a Torión detrás de mí. Maia nos siguió, cubriéndose la cara con un extremo de su manto para ocultar su pesar.

Por la mañana, mi padre no había cambiado de parecer, sino que, por el contrario, partió para disponer los acuerdos con Festino y se negó a hablar con nosotros. Observamos desde la ventana del cuarto de huéspedes el avance de su litera calle abajo, una caja dorada que avanzaba hacia la plaza del mercado y el palacio del gobernador. Era un hermoso día y el dorado de la litera relucía vivamente contrastando con los tejados rojos que le servían de fondo. El puerto era de un azul muy intenso y brillante salpicado del amarillo y el anaranjado de las velas. Maia se alejó de la ventana para sentarse en un arcón vacío con las manos entrelazadas. Por primera vez le vi aspecto de esclava.

—No le importa lo que pueda hacerte ese bruto —dijo Torión.

Moviendo la cabeza respondí:

—Festino le inspira temor. —Había pensado con detenimiento toda la noche—. Busca seguridad y lo mejor para obtenerla es una alianza. Ha llegado a convencerse de que nosotros exageramos y de que todo marchará bien.

—Tendremos que proseguir con el plan del compromiso secreto —dijo Torión al cabo de una pausa—. Será mucho más difícil si papá lo prohíbe formalmente. Pero yo puedo compensar a Cirilo después de que papá muera.

—¿No crees que es un poco duro para Cirilo? —pregunté—. La seducción es un crimen, ¿sabes? Tendría que abandonar Éfeso conmigo y renunciar a su carrera y a su futuro. Dejaría a su familia y eso le produciría dolor. —Torión frunció el entrecejo—. Y no me gusta la idea de que esperes aquí sentado hasta que papá muera —añadí—. En realidad, papá no es malo. Tampoco a él le gusta esto. Ocurre que… es cobarde. No puede evitarlo.

Además, me dije, era muy poco probable que Cirilo aceptase un plan tan descabellado. Tal vez me admirase muchísimo, pero yo sabía que era ambicioso. Seguramente diría a Torión que no me quería, con lo cual terminaría la amistad entre ambos y no llegaríamos a ninguna parte.

Torión se mordió el labio y echó la cabeza hacia atrás.

—¿Qué crees que debemos hacer, entonces? —me preguntó—. Caritón, no conocemos a nadie que pueda esconderte y Festino no tardaría en encontrarte allá donde fueras. Está muy bien decir que no consientes, pero en este asunto no tienes el menor derecho. Debes hacer lo que te ordene papá.

—Tengo otra idea —dije, y callé.

No había dormido en toda la noche, pensando en esta otra posibilidad. Me parecía que había perdido ya bastante tiempo fingiendo ser la muchacha del espejo, a la espera de comenzar mi propia vida. Tal vez, pensaba, era una suerte que Festino me hubiese hecho la oferta de matrimonio. Si se hubiera tratado de cualquier otro, habría obedecido sumisamente a mi padre. Y una vez casada, ¿habría comenzado mi vida como la tenía planeada? ¿O bien mi marido me habría desanimado, o me habría prohibido que jugara a ser médica, obligándome en cambio a hacer de esposa virtuosa? No habría necesitado recurrir a la fuerza. Estaba habituada a representar comedias, como advertía en aquel momento, acostumbrada también a optar por la alternativa fácil y dejar que todos creyesen que era la mujer que querían que fuese. Si estaba tan ocupada fingiendo, tal vez no me quedaría tiempo para ser yo misma. En este caso, habría pasado mi vida esperando, casándome, teniendo hijos, envejeciendo, sin hablar nunca con mi propia voz ni tener mis propias ideas, para terminar, probablemente, convertida en la mujer que fingía ser.

En la situación en que estaba, me veía forzada a ser audaz.

Torión y Maia me miraban ambos con la misma mezcla de intriga y esperanza. Maia tenía los ojos enrojecidos después de haberse dormido llorando, y permanecía tendida en la cama a mi lado, acariciándome el pelo y llamándome su hijita.

—Quiero ir a Alejandría —dije—. Y estudiar medicina.

—No puedes hacer eso —replicó Torión, que en lugar de manifestar esperanza expresaba contrariedad—. Las mujeres no pueden estudiar medicina.

—Me haré pasar por hombre.

—No tienes aspecto de hombre. ¿Y qué piensas hacer en los mingitorios públicos? ¿Mear en un rincón sin alzarte la túnica? Nadie hace eso. Y no podrías ir a los baños públicos, ni hacer ejercicio en los gimnasios, ni… nada. ¡Nadie te creería!

—Me haré pasar por eunuco. Los eunucos deben ser recatados. Te apuesto lo que quieras a que mean en los rincones sin recogerse la túnica y no se muestran desnudos en ninguna parte. Y la gente dice que tienen aspecto de mujer cuando son jóvenes. —Todos los eunucos que había visto en Éfeso eran cuarentones y su aspecto no era particularmente femenino, aunque tampoco del todo masculino.

—¿Qué haría un eunuco estudiando medicina en Alejandría? Podría estar en la corte, ganando dinero. ¡Un chambelán retirado recibe mil sólidos al año! ¡Por no mencionar lo que ingresa con los sobornos!

—Es posible que no me gustara ser chambelán del emperador y recibir sobornos. Además, todos los chambelanes son esclavos. Sería un eunuco libre que querría estudiar medicina, aunque sólo sea porque todo el mundo odia a los chambelanes.

—Los eunucos no nacen libres. ¿Quién haría lo que hacen por su propia voluntad? —dijo Torión, cubriéndose los genitales con la mano—. Aparte de que es ilegal. Los eunucos son todos persas o abasgos de la Cólquida, esclavos importados, por ejemplo, para ser chambelanes o secretarios privados.

—¡Venga ya! —le dije—. Sabes perfectamente que algunos eunucos nacen libres, los que son capturados por los persas. Bien, digamos que soy un eunuco de algún lugar del este… de Amida, por ejemplo. ¿Recuerdas que los persas la tomaron? Isquiras nos lo contó todo; él nació allí. Pertenezco, pues, a una respetable familia de Amida. Los persas me capturaron y me castraron cuando era pequeño; después me salvasteis Isquiras y tú. Ahora quiero aprender un oficio útil, y tú e Isquiras me enviáis a Alejandría a estudiar medicina porque no tengo aptitud para las tareas administrativas. ¿Todo esto tiene sentido, o no?

Maia lloraba de nuevo. Me acerqué a ella y la abracé.

—No llores —le dije.

—¡Yo quería verte casada! —dijo apenada—. Casada con un joven excelente que te tratase bien. Creí que te acompañaría a tu nueva casa y te ayudaría a dirigirla. ¡Verte forzada a seguir un camino tan antinatural, fingiendo ser un eunuco, viviendo en una ciudad extraña! ¡Podrías morir, podrían descubrirte y castigarte, podrían violarte! —Enjugándose los ojos, continuo—: Podría sucederte cualquier cosa. Y mi vida depende de la tuya. ¿Qué será de mí?

—No digas eso. Haces tu vida con tus propios mimbres. Es inútil hacerla a expensas de otros. También puede sucederles cualquier cosa a ellos. Esto es tan verdad aquí, en Éfeso como en Alejandría. Además no tienes por qué suponer que me iré para siempre. Si espero unos cuantos años, Festino puede desaparecer y yo regresar.

Torión movió la cabeza.

—Maia tiene razón. La vida que propones es antinatural. Fingir siempre que eres un hombre, vivir en otra ciudad bajo un nombre falso, sin mucho dinero… no lo soportarías.

—Torión, Maia —dije—. Es lo que deseo hace años. Quiero ser médica más que ninguna otra cosa.

—No entiendo por qué quieres hacer eso —intervino Torión—. Cortar el cuerpo de la gente, estudiar mierda y vómito y orina, examinar pústulas, hacer disecciones… Son tareas repugnantes, lo que siempre dejamos a los esclavos. ¡No es trabajo para una persona de calidad y menos para una mujer!

—El arte de curar es la más noble de las artes —insistí, citando a Hipócrates. Entonces me esforcé por explicar lo que nunca antes había considerado, ni aun conmigo misma—. No hay nada que produzca mayor sufrimiento que la enfermedad. Mata a más hombres, y con mayor dolor, que el mismo Festino. Piensa en nuestra madre, Torión, y en tu marido y tu hijo, Maia. Sí, sé que hay poco que pueda hacer el mejor de los médicos, pero por poco que sea es algo. Dentro de diez, quince o veinte años, si puedo mirar hacia el pasado y decir: «Esa persona, y ésa, y ésa, habrían muerto si yo no hubiese hecho nada. Esa otra estaría lisiada y ese bebé se habría perdido al nacer…». Si podemos decir esto, ¿cómo no saltar de alegría? ¡Comprender el mecanismo de nuestro cuerpo y de la naturaleza es la más pura filosofía y curar es algo casi divino!

—¡Ay, Caritón! —soltó Torión con aire melancólico—. No te entiendo. ¿Cómo podría permitirte que hicieras algo semejante?

—¿Prefieres que me case con Festino? —repliqué.

Torión no respondió. Por un instante se puso a mirar por la ventana hacia el palacio del gobernador y luego dio un puñetazo al marco. Mientras miraba enfadado los brillantes tejados se lamió los nudillos de la mano.

Maia había estado mirándome fijamente. Por fin extendió una mano y tocó la mía.

—Tienes razón —dijo lentamente—. Tú misma sabes lo que es bueno y lo que te gusta, y haces bien en buscarlo.

La abracé, profundamente conmovida. Torión apartó la mirada del palacio y nos miró, atónito. Al cabo de un instante se encogió de hombros y nos abrazó.

—Supongo que cualquier cosa debe de ser mejor que casarse con Festino —dijo—, y no se me ocurre otra solución. Pero le haré pagar por esto. Te echaré de menos, Caritón.

—No tiene por qué ser para siempre —repetí—. En unos pocos años, si papá o Festino mueren, o si Festino se casa con otra mujer en alguna otra ciudad, podré volver. Puedes decir a todo el mundo que me tuviste escondida en una casa de campo, y arreglarme un matrimonio con quien quieras… con Cirilo si todavía lo ves.

Los dos parecían más satisfechos con este acuerdo.

—¿De modo que me ayudarás? Esto es esencial. Nunca podría salir de la ciudad por mi cuenta y necesitaré cartas de recomendación para iniciar mis estudios.

—Siempre has contado con mi ayuda, ¿no? —Torión se tiraba del labio—. Ahora bien —dijo—, ¿cómo diablos vamos a hacerte llegar a Alejandría?

La forma normal, y de hecho la única, de llegar a Alejandría es por barco. Pero estaba ya próximo el fin de septiembre y pocos barcos se arriesgan a desafiar las traicioneras tormentas en el mar invernal entre mediados de octubre y finales de marzo. Torión fue al puerto y pidió información a los capitanes. Uno de ellos planeaba zarpar la semana siguiente, pero después ya no había otros barcos hasta la primavera. No le agradó mucho el barco que partía. «Lleva una carga mixta de vino y tela teñida desde Asia, y esclavos desde el norte», pensó en lo que le había dicho el capitán. Éste no vacilaba en aumentar su carga en medio del viaje. Podía vender un eunuco por más de cien sólidos, y se atrevía a correr el riesgo de que lo sorprendiesen.

Sin embargo, no nos fue necesario arriesgarnos en el barco de esclavos. Mi padre negoció un contrato de matrimonio con Festino, en el que postergaba la fecha de la boda hasta el mes de mayo. Festino deseaba una unión inmediata, pero mi padre insistió en que yo era muy joven, en que su oferta de matrimonio era inesperada y se requería tiempo para preparar el ajuar. Antes de febrero, aseguró, era imposible, y después sería Cuaresma, época poco indicada y de mal agüero para una boda. Afortunadamente, la Pascua caería tarde, lo que permitió optar por el comienzo de mayo. Para nosotros había tiempo suficiente.

Todo aquel invierno fueron afectuosos conmigo, actitud que me hacía sentirme culpable de planear mi huida. Festino nos visitaba de vez en cuando, aunque no con una frecuencia que hubiera ofendido al decoro, y yo no tenía otra obligación que saludarlo con un gesto y sentarme aparte con expresión recatada. No intentó volver a verme a solas y yo evitaba su conversación, con tanto éxito que el rechazo que había sentido hacia él disminuyó un poco. «Tal vez —me decía, cuando cavilaba despierta en la cama—, sería mejor acceder y casarme». Si desaparecía antes de la boda, Festino crearía problemas. No creía que pudiese acusar de nada a mi padre, pasado ya un año desde que lo declarara inocente, pero seguía siendo un hombre con mucho poder. Podía obstaculizar la carrera de Torión y crear dificultades legales a mi padre. Además, éste temía tanto a Festino que podría incluso permitir que torturaran a Maia y a los otros esclavos para que revelasen dónde estaba yo.

Por otra parte, tenía la intención de cederme a Maia y a unos pocos esclavos más como parte de mi dote, y la vida no sería más fácil para ellos que para mí en la casa de Festino. Me parecía que estarían mejor quedándose con mi padre. Era bondadoso y no le gustaba hacer sufrir a nadie. Como lo que estaba haciendo lo aterraba, me llenaba de presentes absurdos con un aire jocoso, con el que no conseguía ocultar su nerviosismo. Además, gastaba grandes sumas de dinero en ropas y carros que yo usaría cuando estuviera casada. Torión pasó el invierno asediando a mi padre para que preparase varios aspectos de su carrera. Quería tenerlo todo en orden antes de que Festino se convirtiera en nuestro enemigo. Las disposiciones tomadas resultaron costosas y mi padre tuvo que vender algunas tierras. Secretamente, yo lamentaba la inutilidad de todos aquellos preparativos, pero no hablaba mucho de la boda. A veces albergaba serias dudas, pero en el fondo ardía de impaciencia por estar en Alejandría. Torión intentó alguna vez disuadir a mi padre de la boda, pero éste consideraba que era ya demasiado tarde y que Festino, de todos modos, se había serenado bastante y sería incapaz de maltratar a su propia mujer.

La bondad que todos tuvieron conmigo permitió que yo tuviera tiempo de leer más textos médicos. Isquiras accedió a dejar a Eurípides y leyó un poema de Nicandro sobre medicamentos. Sentía un poco de vergüenza cada vez que miraba a mi preceptor. Si bien había decidido firmemente que su nombre figurase en los planes, no quería comprometerlo. Me preocupaba que mi huida pudiese ocasionarle alguna vez dificultades, pero me consolaba pensando que si las cosas llegaban a tal punto, siempre podría confesar que él no sabía nada.

Aquel invierno, por fin leí también a Galeno. Maia fue con sus ahorros al mercado y me compró su obra sobre anatomía. Nunca había visto yo un manuscrito tan bello. Era un códice grande y pesado, en lugar de estar enrollado, y estaba hecho sobre pergamino, no sobre papiro. Las hermosas ilustraciones eran de tinta roja y negra y el texto estaba escrito en letras diminutas pero perfectamente claras, con resúmenes explicativos en el margen. Seguramente costó una fortuna y le dije a Maia que le devolvería el dinero, pero se negó a aceptar nada.

Otro de los esclavos que estuvieron muy afectuosos conmigo fue Filoxeno. También él sabía cómo era Festino. Cada vez que me veía adoptaba una expresión apenada y estuve a punto de decirle que no se preocupase, porque no pensaba casarme con el gobernador. Me prometió la primera cría que tuviese su yegua y me pidió que acudiese a él si necesitaba ayuda, ofrecimiento muy generoso y valiente, aunque apresurado. Por último, me entregó las recetas cuidadosamente escritas de sus remedios para diversas enfermedades de los caballos, torpemente desplegadas en un rollo de pergamino, aunque de mucho sentido común y verdaderamente útiles.

Sabíamos que se requerían considerables precauciones en nuestros preparativos. Cualquiera que se viese involucrado podría ser torturado y castigado severamente si lo descubrían. Era seguro que se sospecharía que Torión me había ocultado en alguna parte, pero lo que más temía él era perder el dinero que recibía para sus gastos personales, además de granjearse la enemistad de Festino. Por este motivo, resolvió abandonar Éfeso para eludir al menos al gobernador. Quería conseguir un cargo en la corte y un diploma como abogado. En Constantinopla podría obtener ambas cosas. Mi padre envió cartas a todos los antiguos amigos que estaban en aquella ciudad y finalmente pagó ochenta sólidos para conseguirle un cargo menor, con una tarea de poca importancia, la de calcular impuestos en la oficina del prefecto pretoriano. Las gestiones para estudiar derecho fueron mucho más baratas y sencillas, pues no implicaban más que el pago de los estudios, no sobornos.

Comenzamos nuestros preparativos finales después de Navidad y los terminamos hacia la mitad de la Cuaresma. Por entonces los capitanes pensaban ya en mover sus barcos. El tiempo era limpio y primaveral, y predominaba una suave brisa del noreste, vientos perfectos para ir a Alejandría. Torión encontró un barco que zarparía a mediados de abril. Era el Alción, un navío realmente grande que tenía que transportar madera y mercancías de lujo, y en el que había espacio para unos cuantos pasajeros. El capitán era conocido en Éfeso, pero no era natural de la ciudad. Se lo consideraba honrado, pero no conocía tanto la ciudad como para saber quién era yo, y el nombre de Torión no le decía nada. Mi hermano me compró un pasaje, pagando la mitad por anticipado. Yo liquidaría el resto cuando llegase a Alejandría.

¡Alejandría! Ciudad de antiguos reyes, ciudad de sabios, ciudad que fue en otro tiempo la más grande del mundo y es aún hoy la más grande en todo Oriente, por mucha gloria que tuviera Constantinopla. Un médico no puede presentar mejor referencia que declarar «Estudié en Alejandría». Y yo iría allí, yo, Caris, hija de Teodoro, leería en la gran biblioteca, y estudiaría en el famoso museo donde Herófilo, Erasístrato, Nicandro y el mismo Galeno habían estudiado. Dejé de preocuparme por lo que podría sucederle a mi familia en Éfeso para soñar con Alejandría. Imaginé al Alción entrando en el gran puerto, y me representé la ciudad, que se levantaba, blanca y resplandeciente, surgiendo del mar, iluminada por el fuego del célebre faro, aquel Faro que era una de las maravillas del mundo… Pero toda Alejandría era una maravilla. Sentía vergüenza sobre todo al mirar a Maia, pero ardía en deseos de partir.

Maia quería acompañarme.

—Necesitarás de alguien que te cuide —señalaba—. Todo el que es alguien tiene por lo menos una esclava. Y tú, querida, aún no sabes hacer nada sin ayuda y necesitas a alguien en quien puedas confiar. Mira, si piensas en comprar a alguien cuando llegues a Alejandría, ¿qué sucederá? ¡Quienquiera que compres descubrirá en menos de una semana que eres mujer y te extorsionará siempre que pueda! ¡No, yo te acompañaré!

Me negué a llevarla. Le dije que en un viaje por mar su salud peligraría y que, en realidad, siempre había sufrido de las articulaciones desde que la torturaron, y por lo tanto ni los barcos ni los alojamientos insalubres le harían bien. Añadí que no quería verla clasificada como una prófuga ni que me llamasen ladrona, pues ella era legalmente propiedad de mi padre.

—Quiero verte cuando vuelva —le dije—. Nunca me perdonaré si te pones enferma o mueres siguiendo mi estela.

Había algo más. A Maia le seguía desagradando mucho la idea de que me disfrazara. Yo no quería hacerla sufrir entusiasmándome en exceso. A ella le gustaba lo apropiado, ser miembro de una casa importante, servir a una hermosa dama. ¿Qué sería de ella si la llevara a una gran ciudad en la que mi vida sería la de una pobre estudiante, habitando una casa de vecindad, trabajando hasta tarde, mezclándome con la plebe en la calle? Estaría triste, recordando siempre el pasado y rechazando el presente. Y yo estaría triste al verla así, estaba segura. ¿Y podría confiar en ella? Sabía que podía contar con su lealtad, pero… ¿Podía estar segura de que no insinuaría a los vecinos que había algo muy misterioso en nosotros y que podría contarles mucho…? No, no les diría nada. Pero le gustaría que adivinasen. Y para asegurar el éxito de mi disfraz era necesario que nadie hiciera conjeturas, que nadie sospechase siquiera. Tenía que cambiar mi manera de andar, de sentarme —sin la mirada baja ni las manos entrelazadas en el regazo—, y también la forma de hablar. Creía que esto sería lo más difícil: recordar el masculino de los adjetivos para describirme. De lo contrario, la más simple de las frases, como «Estoy muerta de hambre», me delataría. Me parecía mejor no tener ningún esclavo y pagarle a alguien que limpiara y cocinara. Maia podría ir a Constantinopla con Torión.

El día anterior a la partida del Alción, Torión envió mi baúl de viaje al barco y lo hizo esconder en un lugar secreto. Lo había tenido en una cueva del monte Pión, junto a las murallas, y fue fácil cargarlo en un asno y llevarlo a la ciudad, donde un mozo de cuerda lo trasladó al barco. Había guardado en el baúl todos mis papiros. Sólo me quedaba una muda de ropa y las joyas de mi madre. Como me pertenecían, contaba con venderlas y mantenerme con el dinero obtenido mientras estudiase; pero tenía que venderlas en Alejandría, donde no las reconociesen.

Aquella última noche yo tenía mucho miedo de que sucediese algo: que apareciese Festino y exigiese que nos casáramos de inmediato, que el barco se hundiera por culpa de una tormenta inesperada, que mi padre me ordenase estar en alguna parte al día siguiente. Sin poder dormir, contemplaba la luz de la luna en la pared, con la certeza de que nunca volvería a ver aquel cuarto. Cuando la luna bañó con su luz la cama de Maia, vi que estaba despierta y me miraba. Me levanté y me tendí a su lado.

—Te echaré de menos, Maia —murmuré. Ella me abrazó y creo que al cabo de una o dos horas dormimos un poco.

Aquella mañana tenía clase con Isquiras y tuve que soportarla sin protestar, pero con tan poca atención que mi preceptor me preguntó si me sentía bien. Le dije que me dolía la cabeza. El Alción no zarparía hasta la noche, con la marea. Si partía después de la comida, nadie notaría mi ausencia hasta la hora de cenar, cuando sería demasiado tarde. Pero no pude comer casi nada. Mi padre, que estaba a la mesa con nosotros, también quiso saber si estaba enferma. Volví a invocar mi dolor de cabeza.

—Te veo muy pálida, querida —me dijo—. ¿Quieres recostarte? ¿Llamo al médico?

—¡No, no! —respondí con tono animado y tratando de sonreír—. No me duele tanto. Creo que iré a caminar por el jardín. Seguramente me hará bien.

Por fin pude levantarme de la mesa e ir a mi cuarto a buscar el estuche que contenía las joyas de mi madre. Después de guardarlo en mi bolsa para cosméticos miré en torno de mí por última vez y con un hondo suspiro salí.

Atravesé el primer patio, y a continuación el azul, dejando atrás los baños, el huerto y el portón en la muralla; con las cuadras a mis espaldas, me encontré en los campos. Filoxeno y dos de sus ayudantes estaban almohazando unos caballos en el picadero y me saludaron con la mano; yo les devolví el saludo. Los campos habían adquirido un intenso tono verde debido a la hierba húmeda de la primavera, salpicada de rojas amapolas. Me recogí la túnica y corrí sin mirar hacia atrás. Nadie me había preguntado adónde iba y nadie se sorprendería hasta que viesen que no volvía.

Torión me había indicado cómo encontrar la cueva, en la ladera noreste de la colina, cerca del lugar donde dicen que emparedaron a varios mártires durante el reinado del emperador Decio. Había una grieta en la pared rocosa, y allí estaba sentada Maia, esperándome. Cuando corrí hacia ella, se levantó, me besó y me guió al interior de la cueva. No era muy amplia y había espacio sólo para dos personas de pie. En el fondo había un hueco, en el que Torión había ocultado el baúl de viaje que me había comprado y otro más pequeño con mis ropas de hombre. Al principio habíamos supuesto que me servirían prendas suyas, pero incluso las que no le servían ya eran demasiado anchas de espaldas y demasiado suntuosas para un pobre estudiante de medicina. Por ese motivo, Torión había conseguido ropa de segunda mano en el mercado: dos túnicas de lino y una de lana, todas de tela burda y gruesa y de un largo respetable bajo la rodilla, a pesar de ser simples y carecer de adornos. Había además una buena capa de viaje de lana, un gorro, un par de sandalias y unos zapatos. La mayor parte de esta ropa estaba ya en el barco, aunque no la túnica, la capa, el gorro ni los zapatos.

—Primero tu pelo —dijo Maia cuando terminé de examinar el baúl.

Me senté sobre la grieta y Maia esgrimió las tijeras. Desde aquella cueva en la cumbre de la colina era posible verlo todo en muchas millas a la redonda. El valle surcado por el río lucía verde de trigo nuevo, y los caminos eran de tierra roja y lisa. Vi el templo de Artemis, blanco y dorado, brillando al sol a una milla de distancia, y el pavimento blanco de la Vía Sacra que conducía a él. Me pregunté si Egipto sería tan bello como Asia. Lo imaginaba llano en su mayor parte, y con la ancha cuenca del río. Las tijeras de Maia cortaban sin cesar, el pelo caía sobre mis espaldas y sentía más ligera la cabeza. Adiós rizos artificiales y odiados. Basta de perder el tiempo en peinados. Sabía lo que sufría Maia con aquella tarea y sospechaba que estaba llorando sobre mis largos rizos oscuros, pero traté de no mirarla.

Maia había llevado una jarra de agua limpia, de modo que pude lavarme y quitarme los últimos mechones cortados. Un mes antes había dejado de depilarme las cejas. Naturalmente, tenía las orejas perforadas, pero no era raro ver varones con pendientes y por supuesto no quedarían fuera de lugar en un eunuco rescatado de los persas. Maia había llevado además un corsé de los que usan las mujeres cuando viajan o cuando quieren parecer más delgadas, y me ayudó a ponérmelo. Por suerte tenía los pechos pequeños, de modo que bajo el corsé serían invisibles. Me puse la túnica de lana, que estaba teñida de un color azul muy claro, casi gris. Al ir a ceñírmela por la cintura, Maia me detuvo con un movimiento de cabeza y me la ahuecó por las caderas para disimular mis formas. Me producía una sensación rara llevar aquella túnica corta y sentir el aire en mis piernas. La capa era de buena calidad, cálida y resistente, aunque de color azul, sin adornos ni rayas de color púrpura. Maia me la pasó y yo me la deslicé por la cabeza y dispuse sus pliegues con cuidado de no tocar unos rizos que ya no tenía. Tenía que recordar que no debía hacer aquel movimiento. Maia volvió a negar con la cabeza, me quitó la capa y me la puso otra vez, asegurándola con un alfiler en el hombro derecho y dejándola caer por detrás con largos pliegues, como la solían llevar los hombres.

Torión llegó cuando Maia estaba atándome las botas. De pie junto a la entrada de la cueva, nos miraba fijamente. Al terminar, Maia se apartó para que mi hermano me viese mejor.

—¿Cómo estoy? —le pregunté.

Me dirigió una mirada extraña y luego me abrazó.

—Caritón —me dijo casi sin aliento—, no quiero que te vayas.

—¿No estoy bien? —pregunté.

Torión negó con la cabeza y entonces vi que estaba llorando. Tuve una sensación horrible.

—Maia —dije. También ella lloraba al alargarme el espejo.

Una cara delgada, larga y afilada, con una nariz larga y una boca grande de labios finos, ojos grandes e inteligentes, curiosos y a la vez fríos, y pelo oscuro y lacio sobre las cejas rectas. Por primera vez en mi vida me miré al espejo y me vi a mí misma. No era una muñeca vestida para otros, era yo. Sonreí y la imagen me devolvió la sonrisa. No era la cara de un muchacho, pero tampoco era del todo la de una mujer. «Adiós, Caris, adiós —pensé—. Hola, Caritón de Amida y Éfeso, eunuco y estudiante del arte de curar».

—Es perfecto —exclamé.

—No te pareces en nada a ti misma —dijo Torión—. ¡Voy a matar a ese Festino!

—Es probable que muera de apoplejía —respondí—. Tiene un temperamento colérico y bebe demasiado, Torión —dije sonriendo—. Todo irá bien.

Maia seguía moviendo la cabeza. Con mucho cuidado juntó la ropa que dejaba: la larga túnica blanca y amarilla y el amplio manto verde y blanco con su raya de púrpura. Después de doblar las prendas las guardó en el pequeño baúl.

—Es de sándalo —me informó—. Seguramente, todo estará intacto cuando vuelvas.

Por último cogió un rizo y lo acarició antes de depositarlo encima de la ropa. Torión empujó el baúl hacia el interior del hueco del fondo y lo cubrió con unas piedras hasta ocultarlo. Maia cogió las tijeras y la jarra de agua.

—Recemos por tu rápido retorno —dijo.

Mientras estábamos cogidos de la mano y muy juntos en el reducido espacio de la cueva, Maia rezó. Yo sentía la cabeza ligera, vacía; sus palabras no significaban nada. ¿Un rápido retorno? No demasiado rápido: Caritón, creía yo, tenía por delante de él una vida mucho más interesante que la de Caris.

Volvimos a la luz del sol y marchamos los tres por la ladera. Éfeso se extendía a nuestros pies. La cúpula verde de nuestro salón de banquetes se levantaba muy cerca, y se advertía la arena roja del hipódromo a la izquierda. A nuestros pies y a la derecha estaba el teatro, con la blanca y pavimentada calle del puerto, adornada con los toldos de los comercios en un despliegue de color que llegaba hasta el mar. Los barcos estaban amarrados en los muelles, y vimos movimiento en uno de ellos, una embarcación grande con velamen de color naranja y amarillo. El Alcíón. Desde la altura, el agua se veía oscura y fangosa, pero hacia el fondo el mar resplandecía y desaparecía bajo el sol.

—Bien —dijo Torión, tragando saliva—. Adiós.

—Adiós. —Abracé a mi hermano y después a Maia—. Escribiré. Tendré que esperar un poco, pero podré escribiros cuando estéis en Constantinopla.

Ambos me abrazaron a su vez. A Maia le costó un gran esfuerzo separarse de mí. En seguida comencé a caminar colina abajo. Me dirigiría a la puerta principal de acceso a la ciudad y desde allí iría al puerto. Torión y Maia volverían a casa por la puerta de la muralla y tratarían de hacer creer que no habían salido en todo el día. Después de avanzar unos cien pasos me volví, pero habían doblado ya la curva y todo lo que vi fue dos espaldas que se dirigían lentamente a casa. Miré entonces el extraño barco de vela. «Los barcos griegos esperan», pensé. No, la cita debía de ser otra. Lo que necesitaba era un coro de otra obra:

… en la ancha marea
las drizas despliegan las velas al viento
por la proa del barco veloz.
Corriendo como los mensajeros yo iría
hacia donde arde la luz del sol.

Yo no iba hacia la esclavitud sino hacia la libertad.