DE LA MEDICINA COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

En 1827, el sutil Thomas de Quincey publicó uno de sus títulos más perdurables, que quien firma el presente prólogo glosa sin disimulos. El asesinato considerado como una de las bellas artes insinuaba desde su punto de partida que esas manifestaciones del espíritu o disciplinas creativas que hemos reducido a siete (y que sólo eran seis en los tiempos del autor, anteriores a ese séptimo que se concede al cine) podrían ser muchas más: al menos tantas como todas aquellas en las que los tercos e inderrotables seres humanos intentásemos abolir los rotundos límites del tiempo y del espacio, a través de algún proyecto de intensidad y trascendencia personal, desde las matizaciones del asesinato a los protocolos de la santidad, pasando desde luego por el laborioso ejercicio de la medicina.

De este último —del oficio de los médicos: todavía más cerca del arte que del rigor que se le supone a la ciencia, en los tiempos que evoca— trata precisamente en primer término la novela que va a leerse, ubicada en una época (el siglo IV de nuestra cronología) cuyos criterios y hábitos cotidianos diferían radicalmente de los que imperan en la que nos ha tocado vivir; tanto, al menos, como para justificar la escritura de estas páginas introductorias.

Mil años más atrás de la historia que nos ocupa, Pitágoras descubrió el lenguaje matemático, indiferente a las emociones y ambigüedades que caracterizan al de las palabras, y poco después su discípulo Filolao afirmó por vez primera que la Tierra no era el centro del Universo y sospechó, como corolario de esa inédita afirmación, la existencia de sistemas y galaxias girando en torno a un imprecisable fuego central, lo que configuraba a la vez una intuición vertiginosa de la naturaleza cósmica y una metáfora insuperable de Dios.

Casi en seguida, Aristóteles desarboló el idealismo platónico al establecer la primera teoría materialista de la realidad, que sentó los principios de análisis y observación, y el punto de partida metodológico de lo que, andando las centurias, llamaríamos «la ciencia».

En medicina —mucho antes de que lo hiciera el supuesto fundador de la disciplina, el parcialmente mítico racionalista griego que conocemos bajo el nombre de Hipócrates—, los egipcios dominaron las técnicas que les permitían eviscerar y embalsamar a sus muertos, las culturas mesopotámicas desarrollaron a su vez la cirugía y los procedimientos para tratar hematomas, luxaciones y fracturas, y los textos talmúdicos dejaron asimismo múltiples testimonios sobre medidas profilácticas para prevenir las causas que engendraban las pestes, y sobre curas que se practicaban con éxito a hidrópicos y apopléticos.

Para cuando Galeno, ya en el siglo II de nuestro calendario, codificó las normas de la todavía incipiente y equívoca medicina romana, hacía más de mil años que los vedas hindúes diseccionaban cadáveres y que los médicos chinos habían clasificado dieciséis pulsos distintos para diagnosticar numerosas dolencias derivadas del desequilibrio somático.

En la península de Faros —que daría nombre al símbolo de la región y título a la novela que va a leerse— y en torno al templo de Serapis, superviviente de antiguos cultos que el triunfante cristianismo implantado por Constantino no admitiría nunca tolerar como competidores, los herederos de los sabios del Nilo y los justamente solicitados sanadores judíos (descendientes a su vez de los anónimos autores de los Oráculos Sibilinos —que frecuentaban los eruditos y circulaban en versiones simplificadas por las ferias— y del valiente e incomprendido neoplatónico Filón) se aliaron para engendrar la que se convertiría en la famosa escuela alejandrina de ciencias curativas, cuyos representantes convivieron luego largamente con el esplendor y la tenacidad de Bizancio.

Esta academia, contemporánea de la cumbre bíblica del helenismo hebreo (la conocida «Versión de los Setenta», que inspiró la posterior Vulgata latina de san Jerónimo), fue precursora del concepto hospitalario y pionera en la práctica de los certeros rudimentos de la profilaxis social (tales como el tratamiento de la basura y de los restos orgánicos, la insistencia en los beneficios de la potabilidad del agua, de la higiene personal e incluso de la renovación del aire en los interiores de las casas), así como en la visita domiciliaria a los pacientes como válida y revolucionaria alternativa a la mucho más traumática internación.

¿Por qué, entonces, Caris de Éfeso, la joven y valiente protagonista de esta novela, tiene a lo largo de sus páginas tantas dificultades para ejercer su vocación de médica, en esa luminosa Alejandría del año 371 de nuestra era, adonde llega huyendo de un matrimonio no deseado —que le exige su familia— con el tirano Festino, nombrado gobernador y delegado del imperio en su tierra natal?

La primera y más sintética respuesta parece cantada para el lector, en cuanto se interna un poco por los senderos de la trama que se le propone, y puede formularse más o menos así: porque si bien nadie estaba demasiado seguro por entonces de lo que era exactamente un médico, todos coincidían en que semejante oficio no podía ejercerlo una mujer.

Conviene sin embargo y sin duda hacer un alto, para matizar los alcances de la discriminación y el prejuicio en el universo latino de la época, precisamente cuando la cultura romana había dejado atrás los tiempos de su culminación y apogeo, y se encontraba próxima a los acontecimientos que precipitarían sin remedio a Occidente en la prolongadísima y amodorrada siesta medieval.

Durante ese codificado milenio que transcurrirá entre la caída del Imperio y el Renacimiento, la rigidez e intolerancia del monopolio cristiano creará férreas categorías en la práctica totalidad de los niveles sociales, y hará mucho más monótona, limitada y difícil la vida de todos aquellos que no sean nobles o eclesiásticos y, por supuesto, de sexo masculino. La larga duración del período hará olvidar a muchos que las cosas no siempre fueron de ese modo, y que incluso la denostada práctica de la esclavitud latina fue menos opresora y despótica que la equivalente servidumbre feudal. Algo similar puede decirse de la condición femenina: Safo de Lesbos o Hipatia de Alejandría pueden resultar (y de hecho resultan) excepcionales en la antigüedad clásica, pero en el medievo cristiano hubiesen sido literalmente inconcebibles.

La protagonista de El faro de Alejandría tropieza desde luego con inconvenientes derivados del hecho de ser mujer, que la fuerzan a disfrazarse de eunuco para ejercitar su vocación médica, pero no había tenido previamente a ello —como especifica la autora— dificultades para acceder a la cultura clásica, ni para destacar por encima de su hermano en el dominio poético o en el aprendizaje del latín. La frontera, la censura, el tope de lo permisible está en la ciencia y en particular en el tabú social que encarna en la medicina: en lo que ese oscuro arte asomado al espíritu y al cuerpo, a medio camino entre el saber y la magia, a caballo entre la técnica y el milagro, representaba para la sociedad de su tiempo, y siguió representando a lo largo de muchos siglos posteriores.

¿Qué fue un médico durante más de dos mil años —los que van desde el siglo de Pericles hasta la Revolución francesa— para la cultura de Occidente? Una mezcla de sabihondo e iluminado, de brujo diabólico y santón, de técnico especializado y curandero, de intelectual y charlatán. No sólo la protagonista de la novela, Caris de Éfeso, sino sus maestros y posteriormente sus discípulos comparten esa inquietante ambigüedad en estas páginas, y sufren en conjunto la simultánea fe y la desconfianza de quienes les rodean: es el misterio de la dolencia y de la consiguiente nada a la que conduce, la esperanza de eludirlas y la certidumbre de que son inevitables, lo que convierte al sanador en apasionante objeto a la vez de devoción y de repulsa, en expectativa de milagro pero también en responsable de desgracias. En árbitro maldito y bendecido, con parecida intensidad, de la enfermedad y la salud, y del ominoso umbral que la precariedad de una y otra representa: ese mínimo escalón por el que la vida se precipita en la muerte.

Conseguir que esta angustia protagonice su novela no es el único de los méritos de Gillian Bradshaw como autora (que se mencionarán a continuación, y que se relacionan con el tiempo elegido y el lenguaje empleado), pero es en todo caso el más original porque le permite dejar en segundo plano la anécdota en sí misma y los personajes que la desarrollan, para poner el acento en un tema tan multifacético como desconocido para el público en general: el del azaroso desarrollo que el oficio de curar tuvo en nuestra civilización.

Equidistante del espiritualismo religioso y del materialismo científico, y a la vez partícipe y representativa de ambas áreas del conocimiento, la medicina ha sido el punto de encuentro y de fricción de la experiencia humana en las más diversas culturas, característica que le hizo atravesar un largo camino desde los curanderos, brujas y chamanes que la emparentaban con el milagro, hasta el positivismo decimonónico, que le asignó un lugar de privilegio entre las manifestaciones del raciocinio y la enarboló como emblema ejemplar de la superioridad del pensamiento materialista, basado en el riguroso proceso de análisis y síntesis (o, lo que es lo mismo, en la hipótesis elevada a doctrina, por el sistemático y unívoco camino de la praxis y la duda metódica).

En los actuales momentos de pasaje de siglo, la creciente tendencia interdisciplinaria que preside los más diversos caminos del conocimiento, parece estar llevando por fin a la medicina al terreno que sus practicantes más lúcidos intuyeron desde siempre que era el suyo: un espacio de síntesis que no excluye nada de lo humano (desde las erupciones cutáneas a los estados de ánimo, pasando por la genética, el laberinto del cerebro o el diagrama del universo sensorial) y exigirá del médico las virtudes del sabio, pero también, y en forma simultánea, las intuiciones y la sensibilidad del artista.

Aparte del hilo conductor de la medicina como arte (que preside la novela y da título a este prólogo), otros dos aspectos de El faro de Alejandría merecen ser señalados a la atención del lector: la época y el lugar históricos que Gillian Bradshaw eligió para situar su relato, y el tratamiento del lenguaje en el que hace hablar, en primera persona, a Caris de Éfeso, su protagonista-narradora.

La época y el lugar constituyen un hallazgo que acrecienta el interés de la novela, porque ni una ni otro han merecido la atención preferencial de narradores del género, más inclinados a recrear el apogeo del imperio, entre el fundador Julio César y los sucesores de Augusto, o el cosmopolitismo de la sociedad, el arte y la arquitectura del esplendor de Roma (mucho después de la borrosa villa etrusca de los sabinos y los lacios, y antes a la vez de la decadencia y el vertedero de basuras en la que la convirtieran los bárbaros).

Bradshaw, por el contrario, prefiere evocar el imperio ya dividido en la ambigua debilidad de Oriente y Occidente, pero con anterioridad a que el último de ellos desapareciera y previamente también a que el primero diese nacimiento al singular fenómeno de Bizancio, y en unos territorios —por otra parte— que ya han dejado de ser importantes o todavía no han llegado a su apogeo histórico.

De una Éfeso sometida y provinciana, que ha olvidado, en el presente del relato, la dispensadora financiera de Asia Menor que fuera en los áureos tiempos de Creso y los banqueros babilonios, la acción se traslada a una vacilante Alejandría anexada a la metrópoli y entre dos etapas culminantes de su historia (ya no es la joya macedonia a la que diera nombre su magno fundador, pero todavía no acaba de ser la capital de las heterodoxias que la distinguirá entre todas con el paso del tiempo), para concluir demoradamente en la descripción de una casi fantasmal Tracia apenas en boceto, frontera ubicua y disputada por periódicos espasmos, entre la romanización y la barbarie.

Los vagos y mediocres nombres de los protagonistas del período que nos ocupa, entre los que es inútil buscar una figura significativa para el lector medio, no especializado en historia, colaboran también a ahondar la sensación de desconcierto e inseguridad de los personajes, y el sentimiento de que la lectura avanza por un territorio más o menos indeterminado, cuyo futuro es de hecho tan imprevisible como el de la médica Caris o el de los múltiples y variados compañeros de viaje que va encontrando en su huida.

Tras la desaparición del funesto Constantino o de la desolada e incomprendida figura de Juliano el Apóstata, parece como si la historia de Roma se adelgazara hasta casi desaparecer, como en concreto desaparecerá el imperio apenas un siglo más tarde de la peripecia que se nos narra en estas páginas. Guiarnos por esa tierra de nadie, por ese tiempo de ninguno, es un esfuerzo y un hallazgo que Gillian Bradshaw cumple con esmero, a la vez que procura en todo momento dar las referencias y las coordenadas para que el lector no se extravíe en el laberinto de esa zona intermedia de la historia, en la que carece de los grandes fantasmas (Buda, Jesús, Cristóbal Colón, Napoleón Bonaparte…) que hacen reconocibles los períodos más frecuentados por todos.

Algo más merece destacarse en el planteo de la autora, y lo merece precisamente por ser acaso lo que puede suscitar opiniones más encontradas y disímiles. Me refiero al estilo literario y la expresión formal.

A partir del escocés Walter Scott —patriarca indiscutible de la llamada «novela histórica», como propuesta diferenciada y especialidad narrativa—, los autores de este género se han enfrentado a diversos problemas a la hora de llevar a la práctica sus proyectos, desde la mayor o menor información de tipo cronológico o intelectual que deben proporcionar a sus lectores, hasta los procedimientos para hacer verosímiles las pasiones, circunstancias y conflictos ocurridos centenares o miles de años antes del momento en el que van a ser relatados.

De todos estos planteos derivados de las características inherentes al género, sin duda el más espinoso ha sido y sigue siendo el del estilo. ¿Debe el autor reconstruir el habla y la particular relación con el lenguaje que correspondían a la gente que evoca, imponer la convención de que hablaban como nosotros o crear una tercera instancia, metafórica e intemporal? ¿Hay que utilizar los diálogos o es mejor acentuar las descripciones no protagonizadas por nadie? ¿Es lícito el uso de la primera o la tercera persona o resultará más verosímil la voz de un narrador omnipresente y despersonalizado?

Ante estos y otros parecidos dilemas, Bradshaw opta por la menos intelectual y —a la vez— la más entrañable de las posibilidades: identificarse con su criatura, narrar los hechos como unas memorias en primera persona, usar el lenguaje coloquial de hoy en día para describir hechos y sentimientos de hace casi dos mil años.

El procedimiento puede ser —y seguramente lo será— discutible para muchos, pero el resultado justifica la elección: Caris de Éfeso no es un personaje de museo, ni un retrato remoto colgado en la pared o reproducido en un libro de arte, sino una muchacha de carne y hueso, con las angustias, los deseos y las vacilaciones que reconoceríamos en cualquier contemporánea. La erudición histórica puede sentirse perjudicada por ello, pero la emotividad del lector agradecerá ese guiño de la autora, que le hace cómplice y participante de un relato que transcurre a su lado.

ALBERTO COUSTÉ

Barcelona, en abril de 2001