PREFACIO

Confieso haberme sorprendido —uno lo estaría por muchísimo menos, y hasta debo decir que me quedé estupefacto— cuando a finales de julio de 1999 recibí una larga carta fechada el 25 del mismo mes, acompañando a un manuscrito con el título FINIS GLORIAE MUNDI. Inmediatamente busqué la firma de esta carta, duplicándose mi sorpresa al leer la última línea:

Suyo, Fulcanelli - Frater Adeptus Heliopolitensis,

Cierto, conocía bien la obra firmada «Fulcanelli» gracias a mi fiel amigo Eugenio Canseliet a quien, por medio de Paul Le Cour, tuve el honor y la alegría de conocer en 1934, teniendo yo 9 años.

Recuerdo la primera frase del prefacio de Eugenio Canseliet de febrero 1958, a la segunda edición de Las moradas filosofales que publicó la editorial de los Campos Elíseos, Omnium Littéraire, en 1960. Tanto más que el fundador de esta editorial, Jean Lavritch, que se había casado con una amiga de mi madre, Sonia Bentkovski, había sido el editor de Paul Le Cour. Gracias al último, Eugenio Canseliet entró en contacto con dicha editorial.

Me permito reproducir esa primera frase:

«Las moradas filosofales, que de nuevo tenemos el honor de presentar, no debía ser el último libro de Fulcanelli. Existía una tercera parte bajo el título de Finis Gloriae Mundi (El fin de la Gloria del Mundo) que su autor retiró, y que habría transformado su tarea didáctica en la más extraordinaria trilogía alquímica».

Eugenio Canseliet me dedicó un ejemplar de esta segunda edición:

A Jacques d’Arés

en testimonio de fiel amistad

esta obra que tan bien conoce

en la que el Filósofo-Adepto

examinó la Ciencia para nuestro siglo

estableciendo las bases materiales

de la Filosofía atlanteana

En la Avenida de, los Campos Elíseos,

este 9 de Septiembre de 1960

E. CANSELIET

Es un hecho que por entonces ya conocía Las moradas filosofales y también El misterio de las catedrales. Los leí en su primera edición, en ejemplares dedicados por Eugenio Canseliet a Paul Le Cour (con quien tuve la suerte insigne de vivir desde 1933 hasta su muerte en 1954). Por desgracia estos volúmenes desaparecieron en 1943, cuando el autor de La era del Acuario[1] padeció delante de mí una perquisición de la Gestapo que arrambló con un número importante de libros de su biblioteca.

En la esfera filosófico-esotérica de la época, Paul Le Cour habría sido el primero, en enero de 1927 y en la revista Æsculape en la cual colaboraba, en dar cuenta de El misterio de las catedrales. También, posteriormente, en enero de 1931, publicó un largo comentario a Las moradas filosofales que apareció bajo su firma.

Ahora bien, la carta que recibí el 25 de julio, comenzaba así:

«Querido Jacques,

He aquí una extraña manera de felicitarle en el día de su santo, y sin embargo esperamos que el presente que le acompaña no pesará excesivamente sobre su conciencia. Hemos optado por dirigirle nuestra última obra. Aunque lleva el mismo título, no es la misma que retiramos hace más de setenta años de las manos de nuestro fiel y buen discípulo Eugenio Canseliet. En efecto, entonces nos pareció que concurrían todos los signos para sacar a la luz el modus operandi de la vía seca; pero los tiempos no estaban todavía maduros, por desgracia, para desvelar los arcanos del ars brevis. Nuestra prudencia se vio más que confirmada a la vista de esa plaga inmunda y creciente que fue el nazismo…»[2]

Más adelante, la carta precisaba:

«Por lo tanto, liberado de las escorias de la inexperiencia y teniendo en cuenta las más recientes locuras humanas, hemos puesto de nuevo en marcha nuestro Finis Gloriae Mundi. A Vd. la misión de publicarlo a su conveniencia, ya que, repasando sobre nuestras propias huellas, nos sería penoso adoptar otra vez el nombre de "Fulcanelli" que, para el mantenimiento de nuestra tranquilidad, arrastra ya demasiadas quimeras románticas. Pero como sin duda sabe, el juramento de Heliópolis nos mueve, y nos obliga a ayudar y a sanar, y ya no podíamos escamotearnos más tiempo sin traicionarlo. Sin embargo no debe intentar contactar con nosotros. Como los antiguos rosa-cruces ejercemos estancia visible e invisible. Nadie conseguirá alcanzarnos, ni por mera curiosidad ni por necesidades de enseñanza, y menos a fortiori para intentar forzarnos a servir intereses que recusamos. Por ello mismo, para contactar con Vd., hemos elegido este medio informático, más seguro para nuestro anonimato que un envío especial, en el que el tampón podría dar alguna indicación a quienes quisieran jugar a detectives de lo oculto».

Y así fue; este manuscrito, acompañado de la carta, me ha llegado por medio de internet a través del Centro Europeo de Mitos y Leyendas, que me tiene como uno de sus presidentes honoríficos. Tengo la debilidad de explicitar que esto explica aquello. Ahora bien, según me parece, esta vía dicha informática puede acarrear, y de hecho acarrea, lo mejor —digamos lo que viene del Espíritu— tanto como lo peor —es decir lo satánico—. Esta antinomia constituye a mis ojos una de las características más flagrantes de este «fin de los tiempos» (nada que ver con lo que algunos llaman el «fin del mundo»), en estrecha relación con los textos sagrados.

En consecuencia me planteé la pregunta: ¿a cuál de esas dos categorías pertenece el manuscrito que me han transmitido? La lectura me hizo comprender que esta obra dimana sin ninguna duda de la primera categoría: la del Espíritu.

Evidentemente no es fortuita la fecha elegida para enviarme el manuscrito, del 25 de Julio, fiesta del Apóstol Santiago el Mayor, ya que la peregrinación a Compostela reviste incontestablemente un carácter alquímico, teniendo a la Transfiguración como la meta última del caminar.

El hecho que esa fecha coincida con la fiesta de mi santo patrono no explica suficientemente por qué he sido yo elegido para recibir ese «don», pues jamás he operado en el atanor. Es verdad que no he vivido ajeno a las preocupaciones alquímicas, y que he peregrinado tres veces a Compostela por diferentes caminos. Amén de ello, recuerdo las veinticinco emisiones de radio que dimos en la ORTF[3] —Inter-Variétés, en julio de 1964— con el célebre Compagnon du Tour de France[4] Raoul Vergez, bajo título de «¿Están vivos? ¿Son de piedra?». Realizábamos entonces una auténtica peregrinación que partía del Mont Saint-Michel y abocaba en Compostela, presentando al paso y comentando los principales edificios cristianos que jalonaban la ruta. En una ocasión, charlando sobre Nótre-Dame de París a propósito del célebre personaje esculpido bajo los pies de Cristo en el pórtico central —del que Fulcanelli dice que representa la Alquimia—, el periodista que nos entrevistaba me preguntó a bocajarro: «Para Vd., Jacques d’Arés, ¿qué es la Alquimia?» Inmediatamente le respondí: «Para mí la Alquimia es la ciencia de la vida». Eugène Canseliet había seguido la emisión. A la mañana siguiente me telefoneó para decirme: «Jacques, ayer dio Vd. la mejor definición posible de la Alquimia».

Precisamente, la carta de Fulcanelli me traía la respuesta en su último párrafo:

«No se inquiete Vd. demasiado por las razones que motivaron la elección unánime de su persona para recibir este depósito. Son de lo más simple: elegir a uno de los herederos en el arte de nuestro fiel Canseliet, no habría faltado de atizar importunas envidias, rencores y dudas lesivas para el trabajo. En cambio, reconocemos y honramos su integridad, y vemos en Vd. al heredero de Paul Le Cour y de Philéas Lebesgue, que supieron acoger y animar a nuestro propio alumno cuando se encontró solo en su laboratorio. Reciba pues, a cambio, este don de confianza, teniendo la certeza de que Vd. dará buen uso de él».

Me vi obligado a reconocer lo justo de esta argumentación, y tanto más que había yo conocido a Philéas Lebesgue por la misma época. Fue Paul Le Cour quien le puso en contacto con el Maestro de Savignies, hasta el punto que este último llego a ser su ejecutor testamentario.

Una primera cuestión me vino entonces en mente: ¿era posible descubrir quién se ocultaba tras el pseudónimo de Fulcanelli? Desde 1926, y más exactamente desde 1929, año de la aparición del segundo libro de Fulcanelli, se han contemplado todas las hipótesis sin ninguna prueba auténtica o indicio serio que no tuviera su contrapartida. Ya desde entonces, algunos han tenido la audacia de hablar de «montaje». ¡Ya nos gustaría encontrarnos más a menudo con otros similares!

Haré observar, pese a que después de tres mil años se plantea el tema de saber si Homero ha existido o no, continuando todavía sin respuesta, que estamos bien obligados de constatar la existencia de la Iliada y la Odisea, obras a las que se concede un inmenso interés. Lo mismo ocurre con la obra firmada «Fulcanelli». Esta obra está ahí, con un valor incontestable, y ha sido escrita de mano humana (¿o acaso por varias manos?).

Por mi parte siempre he pensado que El misterio de las catedrales y Las moradas filosofales eran, bajo el nombre de Fulcanelli, la expresión escrita del Colegio de los Hermanos de Heliópolis al que se decía pertenecer Eugenio Canseliet, el discípulo incontestable del Adepto. Ahora bien, en la carta que acompaña al manuscrito que aquí presentamos, se precisa a mi intención: «Sepa Vd. también que no somos en nuestro opúsculo sino el heraldo del Colegio de los Adeptos». Y ello confirma perfectamente mi intuición.

Además esta búsqueda obstinada de un autor identificable me parece vana y depender únicamente del «tener», cuando sólo el «Ser» debiera ser tenido en cuenta. Por otra parte se constatan numerosas contradicciones (¿quizás voluntarias?) que no se pueden resolver. Pienso en una de ellas: se dice habitualmente y se escribe que Fulcanelli habría retirado su tercer manuscrito, justo después de la publicación (a cargo de Jean Schemit, que he conocido personalmente) de la primera edición en 1929 de Las moradas filosofales; y que Fulcanelli habría desaparecido en 1930. Ahora bien, el mismo Eugenio Canseliet, en el prefacio de la primera edición de El misterio de las catedrales fechada en octubre de 1925, escribe en el primer párrafo:

«El autor de este libro ya no está desde hace tiempo entre nosotros. El hombre se ha desvanecido. Sólo su imagen permanece».

Dicho de otro modo, es el Espíritu y no la letra la que todavía y siempre debemos buscar. Era indispensable intentar cerciorarse, en la medida de lo posible, que este Finis Gloriae Mundi estaba estrictamente en la línea de Fulcanelli, siendo por tanto del mismo autor. La atenta lectura me ha convencido de que se trata efectivamente del Adepto Fulcanelli.

Para comenzar, encontramos aquí las suficientes consideraciones irrebatibles sobre la evolución de nuestras civilizaciones, como para justificar ampliamente el título de la obra. Ya ocurría así hace setenta años, pero la aceleración de la Historia se ha amplificado de tal modo que se comprende que el autor haya puesto su obra nuevamente «en marcha».

Además, según el método ya utilizado en las dos obras precedentes se nos dan —intencionalmente veladas como sin duda procede— preciosas indicaciones sobre el modus operandi, para desvelar, a los que intentan acceder al Adeptado, los arcanos del ars brevis; lo que hasta ahora nunca se había hecho. Mil detalles confirman casi a cada página la identidad de pensamiento que, desde El misterio de las catedrales hasta Finis Gloriae Mundi, atraviesa las tres obras del Maestro, al mismo tiempo que constatamos una progresión en la amplitud del mismo; lo que, tal como lo veo, es de una lógica imperturbable en función de la profunda finalidad de esta magistral trilogía.

Para mí queda excluido analizar o comentar los elementos apasionantes que esmaltan el presente trabajo, incluso si, sobre ciertos detalles, cabría extrañarse por algunas de sus formulaciones. Esta reflexión no me compromete sino a mí. Al contrario, el lector descubrirá por ejemplo un comentario bastante extraordinario de la Tabla de Esmeralda. Igualmente y a propósito del «secreto alquímico», se podría reflexionar sobre la frase siguiente: «El presente deber de un alquimista consiste en revelar lo que aquellos ladrones han sustraído, dando a sus víctimas los medios de asegurar su propia protección». Lo mismo ocurre con la fecha del «Fin de la Gloria del Mundo», cuando Fulcanelli escribe: «Como ya lo hemos dicho, conviene esperar con sangre fría la hora suprema, pero jamás hemos recomendado espantar a las gentes con sandeces, o atreviéndose a asignar al fin de los tiempos una hora completamente humana. Le basta al alquimista con saborear sus primicias cuando la trompeta resuene en su crisol».

Pero sucede que Fulcanelli me confía su último trabajo el año mismo del centenario del nacimiento de su discípulo Eugenio Canseliet. No me parece cosa del azar. Mientras que algunas personas se complacen al parecer en minimizar (es lo menos que se puede decir a veces) el conjunto de la obra de Canseliet, pienso, al contrario, que este Finis Gloriae Mundi contribuye a subrayar la importancia de sus trabajos. Porque, en efecto, conviene reconocer el aporte extraordinario que ha realizado para mantener, en este siglo XX tan materialista, la Tradición hermética que tanta importancia ha tenido a lo largo de las edades. Ello me recuerda la reflexión que hizo René Alleau con ocasión del banquete que había yo organizado en honor de Eugenio Canseliet para sus 80 cumpleaños: deploraba que no se enseñara en la Universidad la historia de la Alquimia. A su manera, es lo que hizo el Maestro de Savignies al transmitir lo esencial de la Tradición, permitiendo a algunos proseguir, con mayor o menor éxito, sus investigaciones en este terreno excepcional.

Muchos de nuestros contemporáneos, y más particularmente algunos investigadores y dirigentes, no son más que «especialistas»; lo que es muy grave en la época en el que todos los ámbitos de la vida se entrechocan a escala mundial. Les falta ese «espíritu de síntesis» propio de los que se aplican la célebre fórmula orare, orare et laborare (ora, ora y labora). Convirtiéndose en aprendices de brujo, no pueden realizar las consecuencias que padecemos de la profunda transformación del mundo. El nuevo texto de Fulcanelli, en la introducción del Finis Gloriae Mundi, es particularmente revelador a este propósito.

Estas consideraciones se inscriben perfectamente en la recta línea de las reflexiones de Philéas Lebesgue en su notable Au-delà des grammaires [Más allá de las gramáticas] y en el conjunto de su obra, así como en línea con Paul Le Cour (fallecido en 1954), tal como se formula sobre todo en su libro más célebre L’Ere du Verseau et le plus proche avenir de l’humanité [«La Era de Acuario y el futuro inmediato de la humanidad»]. Por otra parte, este libro había retenido muy particularmente la atención de Eugenio Canseliet. A menudo lo evocábamos juntos en nuestras reuniones, asociándole el pensamiento de Philéas Lebesgue, que fue en la materia, a su modo, un precursor incontestable. Paul Le Cour y Philéas Lebesgue se complementaban perfectamente.

El lector comprenderá así por qué Fulcanelli me considera el heredero espiritual de Paul Le Cour y Philéas Lebesgue, cuya obra, del uno y otro, se inscriben tan perfectamente en la línea preparatoria de ese Finis Gloriae Mundi, cuyo título es perfectamente revelador[5].

De este modo la trilogía «Fulcanelli» forma un todo perfectamente coherente, y es normal que «este libro escrito en situación de urgencia sea el último que firmará Fulcanelli».

Cuenta habida de lo que precede y vista su actualidad, pronto me convencí de la necesidad de publicar esta tercera parte. Pero, ¿a quién confiarla? Conozco un cierto número de editores, amigos la mayoría, entre los cuales algunos están más o menos especializados en el terreno de la Alquimia. ¿Cómo elegir? Tropezaba con la misma dificultad que Fulcanelli, para designar al depositario de su última obra. Considerando el hecho que este texto me ha llegado por intermedio de la página internet del Centro Europeo de Mitos y Leyendas[6], me volví con toda naturalidad hacia su Presidente, Jean-Marc Savary, que a su vez, al margen de los «grandes montajes comerciales», es editor en el ámbito del hermetismo de calidad. A mayor abundancia, conociendo desde hace tiempo y personalmente su integridad, me ha parecido normal confiarle este manuscrito, como una «antorcha» tradicional. Y a su vez él ha aceptado la tarea, de lo que le quedo agradecido.

Con este mismo espíritu me permito precisar que no percibiré ningún derecho de autor. La publicación de este libro me parece saludable, como lo comprende perfectamente el editor Liber Mirabilis.

Hago votos para que el lector, gracias a la «Ciencia de la Vida», pueda realizar en sí el equilibrio perfecto simbolizado por la Esmeralda hexagonal, lo que sin duda, pese a él pero de modo positivo, le permitiría participar en la renovación del mundo. Fulcanelli y su discípulo Eugenio Canseliet, Adeptos ejemplares, no quieren otra cosa.

JACQUES D’ARÉS

Presidente de Honor del

Centro Europeo de Mitos y Leyendas.