LA TABLA DE ESMERALDA

Cuando el Presidente Truman ordenó lanzar sobre Hiroshima la primera bomba A —inútil desde un punto de vista estratégico, ya que el Japón exangüe se preparaba a la rendición, y que está no se vio adelantada sino en unos pocos días—, adquirimos la seguridad de que un grupo de hombres perseguía en secreto un fin más exigente que terminar una guerra. El Sr. Truman y sus consejeros no sólo querían experimentar su juguete mortal en condiciones reales, sino garantizar al gobierno americano una primacía sin par, y dar la prueba ante los ojos del mundo. No comprendimos el alcance exacto de su proyecto, que entonces podía pasar por la ambición de imperio universal de una nueva Roma. A lo largo de los decenios siguientes, el proyecto se volvió claro ante nuestros ojos. Se inspiraba estrechamente en el más breve y esencial de los escritos alquímicos: la Tabla de esmeralda.

Releamos este texto mayor, para comentar las adaptaciones que ellos hicieron para conseguir el gobierno orientado de las sociedades y el desarrollo de las ciencias.

Es verdad, sin mentira, cierto y muy verdadero:

Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo; por tales cosas se hacen los milagros de una sola cosa. Y como todas las cosas son y provienen de UNO, por la mediación de UNO, así todas las cosas nacen de esta cosa única por adaptación.

La unidad substrato de todas las cosas, fue presentida desde la antigüedad por los filósofos hindúes y griegos, como lo atestiguan los Upanishad y el Poema de Parménides. Se ha desarrollado en numerosos comentarios el sentido profundo de ese pasaje, y no insistiremos sobre este punto. Los físicos que conocimos antes de la guerra le daban el nombre de campo unitario, y desesperaban a veces de alcanzarlo con sus cálculos y de penetrarlo en sus efectos. En este sentido, ni alentábamos ni desalentábamos sus esfuerzos. Conscientes de las amenazas que las convulsiones de Alemania y la cristalización de las fuerzas oscuras hacían pesar sobre el mundo, varios de estos sabios soñaban por entonces con unificar a las sociedades humanas en una misma civilización apacible, que sería como el reflejo del campo unitario en la materia. Eran —ya lo hemos dicho— como niños deslumbrados por la luz del Umbral, ignorantes de los peligros y desbordantes de entusiasmo. Como en los cuentos de hadas, se preparaban a vencer al lobo para vivir felices por el resto de sus días. ¿Cómo llegaron a tantas ilusiones sobre lo que se cocía desde hace decenios en las sociedades iniciáticas occidentales, que sin embargo algunos de ellos habían frecuentado? ¿Cómo pudieron entregarse a los jefes militares y políticos de América, no ya atados de pies y manos, sino corriendo traviesos como críos tras el flautista de Hamelín?

Los primeros trabajos en los que fueron empleados versaban sobre el campo unitario. En vano, como ya lo preveíamos. Algunas raras confidencias que nos fueron trasladadas del Sr. Rosen, ayudante del profesor Einstein, se referían al abandono de las investigaciones a causa de accidentes espantosos de los que no comprendían nada, y que sus ecuaciones no habían permitido prever. Los comanditarios, almirantes de la Navy o directores de agencias creadas para la circunstancia dependientes del Secretario de Defensa, exigieron el secreto más riguroso y aislaron a los testigos. Si el campo físico se resistía a todos los esfuerzos posibles, la idea de la unificación de los hombres seguía empero su camino, y los accionistas de la industria proseguían con sus cálculos, seducidos menos por la esperanza de la desaparición de las guerras, que por la perspectiva de un imperio mundial invisible al servicio de América.

¿Fue entonces cuando algunas mentes febriles se dieron cuenta del parecido entre las preocupaciones de los sabios y los primeros versículos de la Tabla de esmeralda, o acaso acariciaban ya la ambición de remodelar al mundo «reconciliando» tradición y modernidad, que la mayor parte de los epígonos del esoterismo se dedicaban a desunir si no a oponer? No tenemos una respuesta para esta pregunta. Desde finales del pasado siglo, el esoterismo occidental se manifestaba como un terreno vallado en el que se afrontaban voluntades y proyectos que no tenían de tradicional más que la apariencia, y entre los que el nazismo ofrecía el más lamentable de los ejemplos. ¡Fáusticas locuras! Al menos hasta entonces esas quimeras se cocían en circuito cerrado, en las reboticas de algunas librerías polvorientas o en los salones privados de ciertos cuentacorrentistas devorados por el aburrimiento. Pero la aventura nazi daba a muchos la ilusión que el poder estaba al alcance de la mano de los audaces. La sinarquía de Mr. d’Alveydre, que en su origen no era sino la pálida imitación de la sociedad medieval, tomaba el aspecto de una dictadura oculta de «superiores desconocidos», y cada cual entre los sopladores, por poco que se mezclara con los ritos mágicos a la moda, se sentía la talla de un Cagliostro.

El Sol es su padre

Tras el fracaso parcial de los trabajos sobre el campo unitario en 1943, el interés reculó a las energías intra-atómicas. A decir verdad ya se habían efectuado, al menos sobre el papel, varias tentativas de «pilas», y fue el miedo a la reacción en cadena lo que contuvo a los sabios de intentar liberar el poder explosivo de Ptah. La carta del Sr. Einstein al presidente Roosevelt sirvió de pretexto. ¡Pero hablen de huesos a los perros y de bombas a los militares, y les oirán aullar de placer! Todos conocen la continuación. El Sr. Oppenheimer, citando ante el fuego de los Álamos los versos del Mahabharata: «Si el estallido de mil soles surgiera de repente en el cielo, su radiación apenas se acercaría a la gloria de este espectáculo…[42] confirmaba a los ojos de los aprendices demiurgos la exactitud de la Tabla de esmeralda. Todavía se necesitaba que ese Sol concebido de mano del hombre apareciera ante el mundo en el resplandor de las nubes; los pícaros conocían la Biblia y su salmo 18: «De sus narices subía una humareda y de su boca un fuego devorador… Por su fulguración, ante él, las nubes se deshacían en granizo y en carbones encendidos…». Con lo que el Presidente Truman dio la orden de bombardear Hiroshima y Nagasaki, para dejar bien probado que los rayos y el poder de los astros no pertenecen únicamente a Zeus olímpico, sino al hombre… a ciertos hombres.

… y la Luna su madre.

Obtenido el dominio del sol nuclear y acabada la guerra, no pararon hasta conseguir los servicios del Sr. von Braun y perfeccionar sus V2. La carrera del espacio alcanzó su punto culminante cuando sus astronautas, enfundados en escafandras, dieron algunos pasos sobre nuestro satélite. Una interpretación tan literal podría haber sido un trabajo de soplador, pero su aplicación parece aun más tortuosa. Se abandonó la «conquista» de la Luna poco tiempo después de aquel torpe paseo: sin duda sólo se quería marcar con una huella simbólica el alma de las gentes. Al igual que con la bomba de Hiroshima, un acto tan ostensible debía persuadir a los hombres del dominio conseguido sobre las fuerzas cósmicas, dando la ilusión que, tras ellos, todos participaban en un proceso que, de hecho, se reservaban para sí.

El viento lo ha portado en su vientre.

Lo mismo que con la Luna, hicieron del viento una lectura literal, y se dedicaron seguidamente a controlar el clima, y a retener las masas de aire mediante «muros de ondas» dirigidas sobre continentes enteros, análogos al confinamiento magnético de los flujos de partículas en los grandes aceleradores. Las primeras experiencias de 1975 y 1976, escaparon a todo control durante varios meses; las segundas, en 1983, tuvieron mejores resultados; pero no se levantó el secreto, pese a los rumores que habían circulado en las universidades. La contrapartida social de dominar los vientos, se tradujo con la tentativa de controlar la opinión, que Virgilio denominaba fama volans, tan fugaz y movediza como la brisa.

La tierra es su nodriza y su receptáculo.

Para asegurar el regreso a alguna forma de materia densa, eligieron entonces favorecer los trabajos sobre los seres vivientes y la ingeniería genética, de la que ya hemos dicho las reservas que nos inspira.

Las cuatro menciones que abren este versículo de la Tabla de esmeralda, cuya traducción en actos acabamos de comentar, corresponden, en una lectura alquímica canónica —aunque en un orden raro— a los cuatro elementos: fuego, agua, aire y tierra, alternando lo sutil y lo espeso, lo caliente y lo frío. Observemos la evolución, correspondiendo a los cuatro primeros días del Génesis, desde el éter hasta concluirse la corporificación. La Obra divina de la creación revelada por el gran Hermes sigue estrechamente el «ciclo» de las cuatro Edades: edad de oro del Sol, edad de plata de la Luna, edad de bronce de los héroes vagabundos cuya errancia posee la libertad del viento, edad de hierro densificada al extremo. El lector comprenderá mejor por qué la aparición de ese ciclo, acabado ya el proceso de Creación, significa que se cometió un error. En efecto, concluida la densificación material del cosmos, ya no era necesario seguir más adelante. Admitamos incluso, por analogía, que dicho ciclo se aplica a las civilizaciones: tendría que compendiar su nacimiento pero, una vez que han tomado cuerpo, ¿para qué destruirlas recomenzando ad libitum la germinación de abortos? Pese a lo absurdo de una tal rueda loca que girara sin fin, podríamos admitir ese ciclo si la enseñanza de Hermes se parara ahí; pero, tras haber comentado brevemente esta primera etapa de la Obra divina, e introducido a sus discípulos en la contemplación de los orígenes, continúa describiendo otras operaciones.

La inopinada aparición en el crisol del ciclo de las cuatro Edades, tiende a recuperar de modo natural lo que, por accidente, se desbarató demasiado, o a veces a obtener el «correctivo» de una corporificación demasiado adelantada. Sin embargo ocurre en la historia de las civilizaciones que ello introduzca en ellas una creación real, aunque no conocemos más que un ejemplo que se extiende sobre varios milenios, a partir del despertar suscitado por la última inversión de los polos. Si se lo observa en una escala más corta, obedece indefectiblemente a algún furor sangriento o a la desmesura del orgullo, y conduce a una fase a la vez caótica y petrificada cuya salida «natural» —lo hemos dicho— se opera por la violencia de un pequeño ragnarök. Éste fue planificado aquí, y programado por demiurgos perversos que parecen haber comprendido el sentido primero y querían imponer al mundo, fuera de los tiempos marcados por el Creador, una recreación de la civilización análoga a la «revolución neolítica». Ningún alquimista ha intentado una tal inducción forzada en su crisol, o al menos nadie habla de ello; y nos parece razonable pensar que no conduciría hacia un «nuevo mundo», sino hacia los habituales desórdenes.

Notemos también las equivalencias simbólicas, rígidas y no filosóficas, introducidas entre los elementos y las practicas científicas o sociales. Al fuego corresponde la energía del átomo; al agua lunar, la conquista espacial asimilada a una navegación; al aire, el clima y la opinión; a la tierra, los seres vivos. Los antiguos no habrían admitido nada de esta clasificación, que distribuye factores heterogéneos de un modo bastante arbitrario; pero la encontramos hasta en las metáforas populares o en el trabajo de los escritores. Es en todo caso sofística, como, con nosotros, lo hubieran proclamado los antiguos maestros.

El Padre de todo, el Telema del mundo universal, está aquí. Su fuerza o potencia permanece entera, si se reconvierte en tierra.

Hermes Trismegisto resume y comenta con estas frases el estado de la Creación acabada. Nuestros demiurgos no lo han entendido como el descanso del séptimo Día, sino como una instrucción para la prosecución de su obra; y puesto que se habla de «reconvertir en tierra», han aplicado sus fuerzas en hacer surgir seres hasta entonces inexistentes, nuevos virus en biología, cuerpos superpesados en física, ya que por suerte su arte no les permite suscitar especies más allá del primer grado estructural de corporificación. Las bacterias o las plantas transgénicas son sólo organismos modificados, y no criaturas inéditas.

Tú separarás la tierra del fuego, lo sutil de lo espeso, suavemente, con gran industria.

Tanto más límpida es esta frase para un alquimista, tanto más nos fue difícil comprender cómo aquellos otros la interpretaron para sus propios fines. Separar lo sutil de lo espeso tenía un sentido en la teoría de la información: la distinción entre el hard (espeso) y el soft (sutil). En lo concerniente a la tierra y al fuego, ¿se trataba de aislar la biología de la física? ¿Acaso de oponer ambas técnicas de manipulación del átomo, sirviendo la fisión de elementos pesados para producir energía doméstica, y quedando reservada la fusión —analogon del fuego estelar— para la bomba H? Esta última solución explicaría por qué se desalentaron sistemáticamente las investigaciones sobre la fusión controlada, aunque sólo fuera rehusando a los investigadores los subsidios y los laboratorios necesarios para su puesta a punto. Una indiferencia tal no tiene sentido económico: el hidrógeno abunda en la naturaleza; mientras que el uranio sólo se encuentra en escasas minas y requiere los más caros procedimientos de extracción. Tampoco se justifica por los riesgos corridos, pues la fisión produce residuos mortales que luego hay que almacenar, vigilar o tratar de nuevo. La aberración de esta política ha llamado la atención de numerosos sabios, a los que siempre se rehusó una explicación convincente.

Sube de la tierra y desciende del cielo, y recibe la fuerza de las cosas superiores y de las cosas inferiores.

Quien se haya ocupado de escritos alquímicos comprenderá que este pasaje describe la subida del águila, de la que ya nos hemos ocupado en diversas ocasiones. El águila figura en el escudo de los Estados Unidos, y además, desde la caída de los imperios europeos, es la única potencia que todavía lo exhibe. Exotéricamente, en la sucesión de realizaciones ostensibles destinadas a fijar en el alma de los pueblos estrechas alegorías a modo de símbolos, la construcción de la naveta espacial y sus públicas idas y venidas respondería a las exigencias de su programa ilusorio. De modo más secreto vemos, aquí y allá, intentos de relacionar la tecnología más material con operaciones mágicas confundidas con el cielo espiritual. No se contentan con dirigir la opinión por medio de la prensa o de la televisión; se quiere penetrar con ondas en las mentes, para reordenar los más íntimos pensamientos como si cada ser humano fuera una limadura de hierro entre los brazos del imán.

Tendrás por ese medio la gloria del mundo, y toda oscuridad huirá de ti.

No despreciemos jamás a esos maestros ocultos de la alquimia faustiana. A imitación de los sabios, también trabajan en este mundo, y no por él y ni siquiera con él. Si buscaban la gloria en el sentido vulgar del término, no se cubrían con el velo casi totalmente opaco del secreto, poco propicio a exaltar las vanidades. Entre los antiguos la gloria es una energía luminosa que los sabios persas llamaban xvarnah, la misma que el Cristo manifestó cuando su transfiguración. ¿Cómo aspirar al nimbo de esta gloria, si se rehúsa proseguir las vías de la divina revelación y de operar sobre sí las purificaciones más elementales? ¿Qué es pues esta gloria mundi, si no la entendemos ni en el sentido exotérico ordinario, ni en su verdadero y espiritual significado? Acabamos de ver que se quiere reunir y ajustar las mentes como para hacer de ellas los relevos individuales de un alma única; una especie de artificial παν-ανθροπος. El padre Teilhard de Chardin, como última perspectiva de la evolución, había anunciado la formación de lo que denominó una noosfera. Pero amén de que el παν-ανθροπος del que quería ser el profeta, como una especie de punto de orgullo de la historia humana, no advenía sino al fin de los tiempos, su emergencia no reducía en nada la libertad personal. Se trataba en su espíritu de una fusión de amor e inteligencia, análoga a lo que los teólogos más inequívocos han descrito hablando de las relaciones trinitarias de Dios. No nos pertenece juzgar la perspicacia de los asertos de los teólogos, pues las revelaciones que hemos recibido, sin las que nuestra labor alquímica hubiera sido vana, se referían a la perfección de materia y a la purificación de nuestra propia naturaleza. Jamás nos ha convencido el optimismo de Teilhard de Chardin, la imagen lineal y dulce que se hacía de la evolución. Y si la noosfera que invocaba con toda su esperanza de visionario debiera manifestarse un día, dudamos que ocurriera antes de la formación de los nuevos cielos y de la nueva tierra anunciados por San Juan.

Una noosfera impuesta para explotar el poder mágico o centuplicar la intuición intelectual de unos cuantos falsos demiurgos, se emparenta con aquella violación de los Ángeles que hizo que Sodoma desapareciera bajo el fuego y el azufre. Porque se trata verdaderamente del Ángel que encierra el hombre en germen, y que quieren desviar de su vocación última. A menos que no se jacten de llegar a ser ellos los únicos hombres verdaderos, enviando a todos los demás a un atolladero, como simples células de una máquina pensante sojuzgada. Todavía más grave: si relacionamos el brillante y parlante satélite artificial previsto para la entrada en un tercer milenio embaucador, con las divagaciones fomentadas alrededor del eclipse de 11 de agosto de 1999, parecería que se hubieran fijado una fecha para tener éxito; lo que les obliga a intensificar su presión sobre la gente. ¡Pura locura este paredón! Hasta un aprendiz se da cuenta de que se aleja de las vías de la naturaleza desde sus primeros errores y sus primeros fiascos, y frena la obra, si acaso no se ve obligado a volver a empezarlo todo desde el principio. El soberbio ni oye ni ve; en su crisol la materia puede resistirse permanentemente, porque él continuará hasta que todo se destruya irremediablemente entre sus manos, destruyéndolo también de paso.

No iremos más lejos en nuestro comentario de la Tábula esmeraldina. Ya que hagan lo que hagan aquéllos, jamás alcanzarán ni siquiera la ilusión de la verdadera fuerza fuerte de toda fuerza que vencerá toda cosa sutil y penetrará toda cosa sólida, y que el Cosmopolita llama justamente la sal de la tierra[43]. Bajo sus aspectos, distintos del de los minerales, la quintaesencia yace más allá de la espada del kherub. ¡Finis gloriae mundi! Las nubes cubren la última luz en el cuadro de Valdés Leal, y no se abren sino desde arriba, revelando la púrpura que reviste la mano divina y sin embargo natural.

Recibiendo esta revelación, sin duda alguna el alquimista sincero alcanzará el éxito y la verdadera Gloria del mundo reposará sobre él. Sin embargo, la obra que al hombre le es posible no manifiesta, incluso en su plenitud, sino la esperanza de las cosas por venir. Tal los Magos en el portal de Belén o Salomón construyendo el Templo, tendrá que depositar su verdadero tesoro sobre el altar invisible de Aquél ante quien tiembla toda carne de terror, en sus extravíos o en su ignorancia primera, y de amoroso Gozo cuando, cumplida su parte de la obra y sin poder determinar por adelantado ni el día ni la hora, contemple, no la apertura de su materia, sino la de los Cielos y la claridad de Su Gloria. ¡Cuánto más necio será quien prefiera la vana gloria de este mundo, al Don divino todavía más luminoso que el carbunclo de los sabios!