CONFUSIONES REFERENTES AL
SUJETO DE LOS SABIOS

Los alquimistas han obrado sólo, desde siempre, sobre la materia mineral: es mucho más que una regla del arte. No que la alquimia no pueda operar sobre otras materias, y ya hemos visto que se aplica al gobierno de las sociedades humanas. Pero aunque la inspiración divina, que estableció a los primeros maestros del hermetismo, les permitió saborear el conocimiento en toda inocencia, no por ello levantó la prohibición sobre el Árbol de la Vida. Algunos boticarios han sabido superar las recetas espagíricas, extrayendo de las plantas remedios verdaderamente quintaesenciales. Sólo conocemos a tres que han practicado sobre el vegetal según el arte de Hermes, y dejado algunos tratados: Hildegarda de Bingen, Paracelso y, en este siglo, Armand Barbault. Si ha habido otros, como así lo sospechamos entre los grandes médicos árabes o judíos, tal como Geber o Ibn Kaldûn, trabajaron en un secreto más absoluto que los filósofos químicos, no dejando a la posteridad sino las recetas de algunos pequeños particulares, útiles, pero que no necesitaban una iniciación más avanzada.

Tales maestros son todavía más raros que los Adeptos del arte metálico. Si tienen el permiso para trabajar el vegetal, es porque Dios dio a los animales y al hombre como alimento, en primer lugar, los frutos y las hierbas; y colocó a Adán en el jardín del Edén «para cultivarlo y guardarlo» como se dice en el Génesis. Cuando Caín intentó recuperar esta obra vegetal fuera del Edén, no consiguió sino ofrendas impuras, y sus descendientes, Yubal y Tubal-Caín, sólo pudieron trabajar el arte de la música y el de los metales. Sin embargo, vemos a Noé plantar la vid al salir del Arca, entregándose, con la invención del vino, a un trabajo más próximo a la alquimia que la sola espagiria. Pero ningún hijo de Hermes fue autorizado nunca a practicar sobre el mismo animal, o sobre las secreciones de los cuerpos vivientes. Los menstruos, leches, orinas o lágrimas que encontramos en los textos alquímicos, deben tomarse de modo metafórico, como tropos para las exudaciones minerales.

Hasta el siglo XVIII, la prohibición se extendió también a la ciencia profana, aunque ligeramente atemperada, ya que para la mayor parte de los espagiristas y artesanos era lícito el uso de cueros, orinas, grasas y hasta, en contados casos, de la sangre de los animales sacrificados para las necesidades humanas[38]. Para asegurar la subsistencia de una humanidad privada de sus recursos anteriores, no estaba permitido ir más allá de la autorización dada por Dios después del Diluvio, y de utilizar a los animales como alimento, término que hay que entender significando necesidades vitales. Con todo vemos a Moisés reglamentando severamente el uso, sometiéndolo a rituales de expiación. Los libertinos que se reclamaban de las «luces», tuvieron el mérito de rechazar numerosas supersticiones y obstáculos acumulados por la costumbre, la pereza o la incomprensión de los antiguos reglamentos; pero también cometieron la imprudencia de romper los lindes que Dios puso para la gestión humana, y entre éstos, la prohibición de incentivar la investigación sobre los seres vivientes más allá de las necesidades. Las experiencias de Galvani ni servían a la medicina ni a la física naciente; Volta fue más útil en lo que concierne a la electricidad. Todavía no se trataba más que de actos aislados. Finalizando el último siglo, vimos a médicos renegar del juramento de Hipócrates e infligir verdaderas torturas eléctricas a los pensionistas de asilos y de cárceles, sin hablar de animales vivos, bajo pretextos de investigación; y comprendimos así que la ciencia profana bordeaba los abismos. Ahora bien, no teníamos ninguna señal de que Dios hubiera levantado su prohibición de tocar al Árbol de la vida.

Admitamos en último término que valga más ensayar los nuevos medicamentos sobre cultivos virales in vitro, que hacerlo de entrada en los hospitales; y admitamos todavía que se comprueban los remedios con monos o con ratas: se podría justificar tales sacrificios con el alivio que más tarde aportarán a los enfermos. Pero cuando se torturan conejos en las fábricas de cosméticos, o se descerebran gatos para establecer ritmos del sueño perfectamente conocidos en el hombre con métodos más suaves, entonces la justificación es pura hipocresía. ¿Quién va a creer que sea una necesidad vital lacar el cabello de las mujeres? Escapa a nuestro entendimiento —debemos confesarlo— la utilidad de esa esclavitud que consiste en implantar electrodos en el cerebro de animales y de seres humanos, para dirigir su comportamiento por medio de emisiones hertzianas. Insensiblemente, al acceder a tratar a los seres vivos a ejemplo del mineral, aun manteniéndose a nivel de las ciencias profanas, los sabios se transforman en verdugos. La prohibición divina tenía por objeto, en primer lugar, impedir esta abominación, con la que el hombre pierde mucho más de lo que pueda ganar su insaciable curiosidad.

Cada uno sabe o presiente que con la ingeniería genética se franquean los últimos límites, como lo prueban los angustiosos debates de los legisladores y de los comités de ética. Los biólogos fabrican nuevos virus como los espagiristas hacían oro, pudiéndose aplicarles el adagio que dice que es más fácil de hacer que de deshacer. ¿Cómo han osado los médicos transgredir su juramento más solemne, hasta el punto de investigar armas de exterminio, y no los remedios para el sufrimiento humano?

¡Que no se nos diga que se trata de los últimos asaltos del Kali-Yuga, de una manifestación obligatoria de la degradación cíclica! ¡No! Esta transgresión va mucho más allá del desorden causado por una situación de decadencia. Lo que comprobamos, es una alquimia invertida que se acerca peligrosamente al irremediable pecado contra el espíritu, y los que justifican tales abominaciones, amontonan carbones encendidos sobre su propia cabeza. La presente pasividad traduce la impotencia de las gentes para deshacerse de un puñado de demiurgos dementes; si consiguieran de ellos más todavía, el asentimiento del corazón, entonces el planeta lo tendría listo; entonces sí que se abatiría el diluvio de fuego, o algún astro errante destruiría por colisión el nido de escorpiones en el que se habría convertido. Habrían bastado diez justos para salvar Sodoma, y por justos Abrahán entendía hombres cuyo corazón se negara a violar a los Ángeles; no seres perfectos ni santos. Lot se comportó como un aldeano marrullero, pero sin perder el respeto por sí mismo ni por los demás, y sabiendo dónde situar los límites puestos a los hombres[39]. En este sentido, se encontrarían más de los diez justos necesarios para retener la mano divina.

La ingeniería genética se encuentra en sus primeros y blasfemos balbuceos, pero ya no se trata únicamente hoy en día de un saber empírico. Sin embargo le falta aun el conocimiento esencial, sin el que cualquier tentativa de obra alquímica se desviará fatalmente hacia la inversión (y eso siempre que el fracaso repetido no le ponga fin): la revelación divina de la perfección a alcanzar. Desde el instante que enciende su primer fuego, el hermetista que intenta realizar la Gran Obra sabe que busca la quintaesencia. Aunque no tengan sino una vaga premonición de lo que ésta pueda ser, se dejará guiar por los escritos de los antiguos y las indicaciones de sus maestros. Hasta los arquimistas[40] de antaño buscaban alcanzar el oro y la plata, arrancándolos de la ganga de los cuerpos vulgares, sabiendo de oídas que eran los metales más nobles. Pero la prohibición de trabajar sobre la materia animal tiene por corolario la ignorancia que todos tenemos de lo que podría ser la perfección en este reino, y del proyecto divino hacia las ranas, saltamontes, gatos, perros, ballenas o jirafas.

A este propósito, los mitos sumerios o griegos, y el midrash hebraico, contienen advertencias clarísimas de lo que cabe esperar de un trabajo inconsiderado sobre la materia viva. Cuando una vez acabado su tiempo, por accidente o rebelión sale de su reposo Tiomat, Γη o Lilith, que simboliza la materia matrix de los orígenes, no engendra más que monstruos ávidos de vida humana, tales como hidras, gorgonas, vampiros o quimeras. Entre los sumerios fue necesaria la reunión de los dioses para acabar con ellos, mientras que los griegos dejaban a los héroes nacidos de la unión de un dios y una mortal, el trabajo de matar a los monstruos. No hay mejor manera para afirmar que las fuerzas humanas no bastan para deshacer las producciones anárquicas de la matrix vitae imprudentemente liberada. Dejemos que se extiendan las plantas transgénicas: si al final sus efectos se revelarán mortales, ¿cómo asegurarse, aun arrancando todas las plantas conocidas, que ningún polen hubiera transmitido sus genes supernumerarios a otros campos, o a alguna variedad silvestre, o que no lo hayan libado las abejas? ¡Al menos la hidra de Lernio hacía que todas las cabezas salieran del mismo cuerpo!

La vida forma un todo, como ya lo han descubierto los ecologistas. No hablamos de los movimientos políticos, sino de los sabios que observan la imbricación de los reinos y los ciclos naturales de transformación. Los genes introducidos en el maíz para alejar a los insectos «parásitos», tienen como primera consecuencia incitarlos a modificar sus propios genes para seguir alimentándose. Poco a poco, de reacción en reacción, ¿hasta dónde vamos a llegar? Nadie sabría predecirlo; como nadie sabría anticipar las mutaciones correctoras que exigirá la prosecución de la Obra divina, hombre comprendido. ¿Cuándo se entenderá que la prohibición que gravita sobre el Árbol de la vida está para nuestra propia salvaguardia, y no por ningún capricho tiránico?

Nuestra intención no es la de los «tradicionalistas» inamovibles, para quienes la sabiduría consiste en retornar a los modos de vida o pensamiento y a las técnicas que conocían nuestros abuelos…, en cuyo caso también habría que guarecerse en cabañas hechas de cortezas y tallarse cuchillos de sílex. Más bien, el esfuerzo desplegado para forjar las civilizaciones, aumentar el saber y el saber hacer, debiera arrancarnos gritos de admiración. Tanta ingeniosidad, tanta labor paciente y tanto valor, no son pura vanidad, y ya hemos dicho anteriormente hasta qué punto los sabios profanos merecen nuestro respeto. La prohibición de la que hablamos no significa que Dios prefiera a los ignorantes: ¿acaso habría colocado tanta curiosidad en el corazón del hombre si sólo hubiera querido un animal devoto? Nuestros primeros padres recibieron el dominio de todos los reinos inferiores, y por tanto la licencia para descubrir las leyes que regulan en un cosmos que el Creador ordenó con «número, peso y medida». La complejidad misma de las trabazones ecológicas, no nos deben disuadir de su estudio.

El problema de la prohibición y el de su transgresión es mucho más sutil que una simple barrera moral. Interrogado por los saduceos sobre el sentido de la resurrección, a través de una casuística llena de trampas a propósito del matrimonio, Cristo responde con una frase a la que conviene conceder todo su alcance: el hombre —dice— llegará a ser igual que los Ángeles[41].

Le correspondería por tanto realizar para sí y para la naturaleza un trabajo angélico de la que la alquimia es el germen o la anticipación. Tal obra no podría llevarse a cabo a ciegas. No solamente nada se puede hacerse sin conocer la finalidad, y repitámoslo, todavía no se ha revelado la de lo viviente, sino que por añadidura habría que afrontar el peligro de una quintaesencia impura. La experiencia adquirida con el trabajo sobre los metales, nos ha convencido de la dificultad de esta última purificación. Tocar a la vida exigiría mucha más pureza todavía, más de la que el hombre actual soportaría sin perecer.

Tal es pues el sentido de la interdicción y el de la presencia del kherub con la espada flameante ante el Árbol de la vida. El hombre no sabría franquear la barrera de llamas sino en la medida en que reencuentre la estatura angélica que fue suya en el Paraíso. Pero este límite temporal, fruto de la caída y del oscurecimiento de su alma, no está inscrito en ninguna parte del hombre ni en el universo tangible, y Dios no nos ha retirado la promesa del arte real en todos los reinos. La prohibición se extiende ante el hombre como un horizonte sin fin, y no como la muralla de una fortaleza en la que se estaría encerrado. Por lo tanto, nadie sabría establecer claramente dónde se encuentra la raya, como tampoco un niño encontraría un tesoro al pie del arco iris. Sin embargo, un paso de más, y cae la espada flameante. La razón, la prudencia, el respeto de la naturaleza y de la vida —de quienes el hombre tiene por vocación primera ser el servidor, el jardinero o el pastor— y la discreción de espíritus, son la única guía segura en estos terrenos, con la certeza de que Dios no nos permitirá acceder al concierto angélico antes de que la última purificación no nos haga dignos. Salvo, quizás, que a los sedientos de transgresión se les deje, durante un tiempo, una ilusoria familiaridad con los ángeles de las tinieblas.

Cristo evoca este punto en la parábola de las bodas. Pasemos sobre los invitados recalcitrantes y sobre la llamada a los tullidos, mendigos y desgraciados que van por los caminos (lo que no nos permite hacernos ilusiones sobre nuestro propio valor), para fijarnos en el destino del hombre rechazado de la sala del banquete. En los países de Oriente y más particularmente en Judea, es el novio quien, a la puerta de la casa, reviste a sus invitados con un vestido de bodas, una túnica ligera y blanca tejida con hilos de oro o de plata, para cubrir o reemplazar los vestidos ordinarios, de modo que ninguno de los huéspedes se avergüence si es pobre o se vea tentado de acaparar la atención con unas vestiduras ostentosas. Si el Rey sorprende a alguien sin esta túnica de luz, es porque ha rehusado llevarla cuando le fue ofrecida. Ahora bien, ¿qué es la vestidura de luz, sino el signo de la purificación? Estamos ante un ladrón que quiere gozar de las capacidades angélicas dadas otra vez al hombre, pero sin querer pasar por la purificación, es decir, por el fuego (πυρ en griego) del kherub, y que rehúsa por tanto practicar en la inocencia. Si, evitando las llamas del Guardián, consigue entrar por efracción, su destino será peor que el que muestra la condición problemática del hombre actual: se verá atado; a saber, en él, en su naturaleza, se inhibirán las capacidades angélicas potenciales, y será arrojado a las tinieblas exteriores, y por lo tanto privado de cualquier revelación esotérica. Nada nos asegura que este estado tenga que ser definitivo, pero antes de recuperar la integridad de su humanidad, deberá dar pruebas sin duda de que acepta someter su corazón y su voluntad al fuego del Ángel.