EL SECRETO ALQUÍMICO

Recordamos haber escrito: «La alquimia es oscura porque está escondida. Los filósofos que quisieron transmitir a la posteridad la exposición de su doctrina y el fruto de sus trabajos, se libraron bien de divulgar el arte presentándolo bajo una forma común, para que el profano no pudiera darle un mal uso»[28]. Esta regla de ocultación duró siglos si no milenios, sin que ningún filósofo la transgrediera. El mantenimiento del secreto, el uso de una lengua oscura, los símbolos y la cábala fonética de la que ya hemos dado suficientes ejemplos en nuestras obras precedentes, se justifican por la distancia entre los conocimientos alquímicos y las preocupaciones del mundo. Todavía en la primera mitad de ese siglo, podíamos afirmar: «la química es la ciencia de los hechos, como la alquimia es la ciencia de las causas»[29]. Había que mantener el velo sobre los arcanos más fundamentales; la utilización de la química en los horrores de la guerra de trincheras, no podía sino incitarnos a ocultar el temible potencial que se embosca en las profundidades de la materia más humilde.

Desde entonces la ciencia moderna, que ha franqueado los límites que la separaban de la alquimia, comienza a interesarse por las causas más que por los efectos puramente materiales. Hemos visto descritos en revistas de vulgarización algunos de nuestros pequeños particulares, y también algunas fases de la obra. En estas condiciones ya no tiene utilidad usar un lenguaje simbólico, tanto más cuanto que su empleo perverso —tentación tan temida por los filósofos— se ha vuelto el juego cotidiano de las potencias militares y de sus servicios especiales. Algunos alquimistas se siguen aficionando a las metáforas tradicionales por un sentimiento estético, o para salvaguardar las claves de lectura de los antiguos tratados; y no hay en ello sino la elegancia de los dandies[30], No desconocemos la necesidad de preservar los pocos últimos secretos que permanecen oscuros para la ciencia profana, y no tenemos la intención de facilitarles la faena a los bárbaros. Pero, obedeciendo al espíritu que animaba a los antiguos filósofos, antes que a la letra que mata, los tiempos actuales requieren hablar alto y fuerte. Cuando el ladrón está ya en la casa, de nada sirve echar los cerrojos.

El secreto se vuelve el manto de sombra que rodea a los que, desbaratadas las precauciones de los alquimistas del pasado, han descifrado, gracias a los trabajos de físicos y biólogos, los indicios que aquellos dejaron. Mientras que las ecuaciones de los unos, o los símbolos mitológicos de los antiguos Adeptos, no sean inteligidos más que por un puñado de hombres, esos bandoleros se reservarán el poder que da la comprensión de las causas, y reducirán a los pueblos a la peor de las servidumbres: la del alma. Su casta y soberbia busca reinar desde una fortaleza inexpugnable rodeada de lo que Sir Winston Churchill llamaba una «muralla de mentiras». Escribir ahora en lengua oscura, confortaría perfectamente sus artimañas. El deber actual de un alquimista consiste en revelar lo que estos salvajes han sustraído, dando a sus víctimas los medios de asegurarse su propia protección.

Vemos claramente la dificultad de la tarea, puesto que no basta con lanzar advertencias, como algunos hacen. El artista descubre en su laboratorio que un estrecho lazo, espiritual, emocional y físico, se establece entre su ser y la substancia que borbotea en su crisol. Gracias a los obstáculos encontrados constata qué debe apaciguarse y qué rectificar en su misma persona, para seguir siendo capaz de guiar al mineral hacia su perfeccionamiento. Y ésta es a menudo la tarea más ruda. Aprende a rozar, sin caer, los abismos de la sinrazón, cuando las emanaciones magnéticas vienen a perturbar su equilibrio psíquico. Pero ¿cómo proponer como remedio a los hombres ordinarios, a los que se impone artificialmente parecidas condiciones, esta ascesis larga y difícil? La ignorancia, la incredulidad, lo difícil de la tarea, los desanimarán tanto más cuanto que no están acostumbrados a las habilidades de introspección que se requiere. También aprende el alquimista hasta qué punto resiste la materia si, por inadvertencia, fuerza su evolución. Y es esta resistencia la que se trata de favorecer.

El secreto alquímico no se limita a la necesidad de alejar a las almas malvadas de un poder que sólo hay que usar con el mayor respeto. Las metáforas amorosas con las que los antiguos filósofos esmaltaban sus escritos, traducen el grado de intimidad que se establece entre el artista y su obra, y que ninguna ecuación podría expresar. San Mateo, que nos relata las enseñanzas de Cristo sobre la montaña, es su mejor intérprete: «Cuando ores, entra en tu cámara, cierra la puerta y ruega a tu Padre que reside en lo secreto»[31]. A su vez Valentín Andreae, en sus Noces chymiques, precisa que Christian Rosenkreutz comete una falta contemplando a Venus en su desnudez, sin haber sido invitado[32]. Conviene extender el velo del pudor y del silencio sobre estas bodas, que son los que permiten que ellas sean verdaderamente operativas. Dudamos que los sopladores con intenciones demiúrgicas puedan alcanzar la intensidad de tales esponsales. Su relación con la materia no puede reflejar sino su voluntad de someterla; la tratan como a esclava y no como a amante, y si consiguen arrancarla bastante sumisión para evitar volverla estéril, no obtienen sino una piedra imperfecta, capaz sin duda de obrar alguna transformación en la estructura metálica, pero muy alejada de la medicina de los sabios. Para llegar a la perfección de la obra necesitarían, en primer lugar, curarse de su propia lepra de orgullo.

Ahora bien, si la medicina imperfecta consigue frenar durante un tiempo la decrepitud corporal, o reparar los accidentes que amenazan la vitalidad del hombre, acaba siempre por revolverse contra su genitor.

La leyenda de Fausto lo ilustra con abundancia: el recurso a Mefistófeles, que se presenta a sí mismo como «el espíritu que niega siempre», le procura la ilusión de la eterna juventud, sólo hasta la caída final en el espanto y el abandono. El nombre de Mefistófeles está construido a partir de una cábala fonética en griego. Comienza con la negación Μη; tras ella podemos oír la raíz φης-, futuro del verbo φημι, que significa afirmar, aconsejar, mandar: el poder que él hace refulgir, se ve negado antes de que Fausto lo saboree; la terminación del nombre construye un substantivo alrededor del verbo τυφοω, volver orgulloso. Para el imprudente alquimista que lo evoca en la desesperación de sus fracasos, ya son temibles las consecuencias de la llamada a Mefisto, pero también desencadenan en el crisol un cataclismo incontrolable: φυσις, la naturaleza, o, mejor, la fuerza del crecimiento interno, se exacerba en τυφω, que se enardece en τυφον, el tornado, de donde viene nuestra palabra tifón. Además φυσα designa el soplo, el viento o la arrogancia. Quien siembra vientos recoge tempestades, dice la sabiduría popular. La que promete el espíritu negador, será una tromba de fuego que se revolverá como castigo preparado por la justicia divina contra quien intente imponerla al universo.

Se trata bien de la quema purificadora de la que habla el apóstol Pablo evocando los últimos días, cuando dice que no morirán todos, pero que todos serán transformados; que, probadas sus obras, el hombre será salvado como a través del fuego[33]. Mientras no llegue la hora fijada para la Tierra, el tornado ígneo no podrá extenderse, y sólo devorará a los que, en su orgullo, lo hayan evocado. Por tanto, que se afiancen los corazones. Los falsos profetas hablan de paz, y habría que armarse para el combate[34]; aterran a los débiles con el anuncio de las llamas, que sólo quemarán a los que las desencadenan. ¡Basta de cometas deletéreos, meteoritos vagabundos, estaciones espaciales erráticas, en tanto que el Ángel no haya desenvainado la espada del Juicio! ¿Acaso no está escrito que «nadie conoce el día ni la hora, salvo el Padre que está en los cielos»[35]? ¡Basta de traicionar al viejo Nostradamus! ¿Acaso no impuso silencio a los orgullosos y a los necios[36]? Como lo hemos escrito, conviene esperar con sangre fría la hora suprema[37]; pero nunca recomendaremos espantar a los pueblos con cuentos de la vieja, ni nos atreveremos a asignar una hora humana al Fin de los tiempos. Ya es bastante para el alquimista, que guste las primicias cuando la trompeta resuene en su crisol.