Despedida
Salvaje cabalgaba por el sendero del río, el pelo dorado ondeando al viento, espoleando a su caspiano para que corriera cada vez más deprisa.
—¡Rápido, Sky, dale!
Estaba echándole una carrera a Caressa, que montaba a Malook. Salvaje la oía a escasa distancia, pero no se volvió para mirar. Se había convertido en un jinete fantástico, pero sabía que Malook era el caballo más fuerte.
—¡Vamos, Sky! ¡No permitas que pierda!
—¡Arre, Malook! ¡Arre, arre! —gritó Caressa, casi en la oreja de Salvaje.
Los dos llegaron a los cañaverales cuello con cuello. Como no había una señal de meta, ambos levantaron los brazos para reclamar la victoria.
—¡Mía!
—¡Mía!
—La salida no ha sido limpia —se quejó Caressa, jadeando—. Tú has salido por delante.
—No he dicho que fuera limpia —retrucó Salvaje—. Sólo digo que he ganado.
—¡Tramposo!
—¡Perdedora!
La dura y rápida carrera había obrado milagros en sus ánimos. Los dos resplandecían de excitación. Pese a todos sus insultos, se sonreían abiertamente el uno al otro como monos.
—Buen sitio para escaparse.
—¡Eh! —gritó Caressa, dándose cuenta por primera vez de que estaban solos—. ¡No volvamos jamás!
—¿Sabes dónde estás, princesa?
—No lo sé. Ni necesito saberlo.
—Estamos en los cañaverales.
—¿Y qué hay en los cañaverales que debiera preocuparme?
—Baja. Te lo enseñaré.
Desmontaron y, dejando a sus caspianos que pastaran sueltos, se abrieron paso entre las cañas haciéndolas chasquear.
—Ahí delante hay agua —dijo Salvaje—. ¿Te importa mojarte las piernas?
Al poco rato estaban vadeando el río, cuyas aguas les llegaban a las rodillas. Delante de ellos se alzaba imponente una forma. Salvaje siguió avanzando con aire decidido entre las cañas y golpeó suavemente los costados de madera con las manos.
—Sigue aquí —dijo—. Esperándome.
Era Dama perezosa, la embarcación fluvial que lo había transportado en tantas incursiones, en los viejos tiempos.
—¡Me acuerdo de ella! —exclamó Caressa—. ¡Este es tu barco pirata!
Salvaje se subió a cubierta, y Caressa lo siguió. Un montón de hojas muertas cubrían los tablones, y los pájaros habían anidado en las jarcias, aunque a los ojos de Salvaje la embarcación estaba como siempre.
—Es buena —dijo—. Se escabulliría con la misma suavidad si soltara amarras.
Caressa se paró en la proa y miró a través de la pantalla de carrizos hacia el río abierto.
—Te pica el gusanillo, ¿verdad, Salvaje?
—Me conoces bien, princesa.
Se volvió hacia él y le golpeó el hombro derecho con la palma de la mano. Luego, le golpeó en el hombro izquierdo.
—¿A qué viene eso?
—Para que no lo olvides. Tú no vas a ningún sitio sin mí.
—Quizá no quieras venir.
—Quizá sí.
Se miraron y vieron el mismo repentino y vivo deseo. Entonces, simultáneamente, rompieron los dos a reír.
—¿Y qué pasa con la Chajan de Chajanes?
—¿Tengo que decírtelo?
—¡Uau, princesa! ¿Ya te has aburrido de eso?
—¿Y qué se siente siendo el caudillo de los vagabundos, lindo muchachito?
—Bueno, te lo diré —dijo Salvaje—. Ganar está bien. Llegar a estar por encima de todos los demás está bien.
—Nunca has llegado a estar por encima de mí.
—Pero luego, cuando se ha alcanzado la victoria, es cuando despierta el gusanillo.
—Y eso, ¿por qué?
—No me lo preguntes, princesa. Sé lo que siento. No necesito saber por qué.
—Te diré por qué. —Se echó el largo pelo negro hacia atrás y tocó la dorada mejilla de Salvaje con los dedos—. Porque eres joven.
—Podría ser.
—Y yo, yo también soy joven. Demasiado joven como para que mañana sea igual que hoy.
—Eso es verdad, princesa.
—Sigo queriendo ir a lugares en los que nunca haya estado. Sigo queriendo hacer cosas que nunca he hecho. Quiero vivir libre mientras pueda. Ya habrá tiempo suficiente después para sentar cabeza. Pero cuando llegue ese día, quiero estar segura de tener algunos recuerdos que alimenten mi fuego.
Salvaje la miró fijamente con admiración.
—Acabas de decirlo, princesa.
* * *
Cuando Buscador y Estrella Matutina llegaron a la ciudad de Radiancia, las calles estaban vacías. Era como la Radiancia de los viejos tiempos de los sacerdotes. Doblaron la esquina de la calle que conducía a la plaza del templo. En el otro extremo vieron un gentío. La multitud estaba extrañamente silenciosa.
—¿Qué hacen?
—Esperan a alguien. —Estrella Matutina podía leer sus colores, incluso a aquella distancia—. Están excitados.
A medida que se iban acercando, más crecía el gentío. Cuando entraron en la plaza descubrieron que estaban frente a una muchedumbre apretujada que llenaba el espacio de los soportales hasta desbordarlo. Y todos, hombres, mujeres y niños, los miraban fijamente en absoluto silencio.
Se oyó una fanfarria: tres notas cada vez más altas de una trompa. Y de inmediato los presentes prorrumpieron en una gran ovación. La gente sonreía, saludaba con la mano y vitoreaba, retrocediendo y abriendo una ancha senda a través de la plaza hasta la orilla del lago. Buscador y Estrella Matutina se ruborizaron con la misma intensidad al mismo tiempo.
—¡Es por nosotros!
Empezaron a cruzar la plaza por el sendero sembrado de flores frescas, saludando con la cabeza y sonriendo a la multitud, que los aclamaba a su paso. En el extremo opuesto, hombro con hombro, en dos sillas altas, estaban Caressa y Salvaje. Tras ellos, en dos barcazas que se balanceaban suavemente en las tranquilas aguas del lago, un coro de hombres y mujeres ataviados con vestidos blancos empezó a cantar.
¡Salvador nuestro! ¡Salvador nuestro!
¡Gracias te damos de corazón!
¡Vuelve a nosotros! ¡Vuelve a nosotros!
¡Sólo gracias a ti podemos vivir!
Era el antiguo coro de Radiancia. Buscador y Estrella Matutina reconocieron la canción; igual que en otros tiempos, la aguda voz de la soprano se oía por encima de las demás.
¡Recibe nuestro tribuuuto!
Estrella Matutina susurró a Buscador:
—No saben ninguna otra canción.
Los vítores resonaron de nuevo cuando se detuvieron en la plataforma. Caressa les dio la bienvenida con una sonrisa.
—¿Cómo están los ánimos para una fiesta?
Salvaje se levantó de un salto y gritó a la multitud:
—¡Celebremos una fiesta!
Grupos de hombres salieron en tropel de los soportales llevando mesas y faroles, y al cabo de poco tiempo, cuando la luz del cielo se desvanecía, la plaza se había transformado en un comedor al aire libre. Encendieron una gran hoguera. Los cocineros entraron en la plaza en fila, con ollas de estofado y cestas de pan. Se sirvieron jarras de vino en todas las mesas. Los músicos ocuparon el lugar del coro en las barcazas. Cuando la música sonó sobre el lago, la gente se acomodó para la fiesta.
Buscador y Estrella Matutina, los invitados de honor, tenían un lugar en la mesa presidencial, al lado de Salvaje y Caressa. En ella también estaban la madre y el padre de Buscador, y la madre y el padre de Estrella Matutina. Sabin Chajan tenía también un asiento en la mesa, al igual que Shab, para regocijo de Estrella Matutina. Los viejos resentimientos de este último se habían disipado y estaba de un excelente humor.
—Aquel Niño Feliz decía cosas con mucho sentido —le confió a Estrella Matutina—. No es divertido estar deprimido. Así que ahora sólo río.
Y vaya si se rio, de todo.
Tres figuritas salieron del remolino de gente con la cara grasienta.
—¿Dónde te habías ido, señora? No dijiste ni adiós.
Eran Libbet, Tostao y Abejita.
—Es porque sabía que iba a volver.
—Deberías haberte despedido —dijo Tostao en tono de reproche—. Abejita lloró. Es una mocosa.
—¡No lo soy! —dijo Abejita, pellizcando a Tostao en la pierna.
—¡Aaay! ¡Abejita me ha pellizcado!
Tostao corrió a refugiarse en los brazos de la madre de Estrella Matutina, Misericordia.
—Los he estado cuidando —dijo Misericordia, respondiendo a la mirada de sorpresa de Estrella Matutina—. Ahora se quedan con nosotros.
—E irán al nuevo colegio —dijo Arkaty.
—¡Odio el colegio! —dijo Tostao—. Tienes que estar sentado. ¡Tienes que estar sentado horas y horas!
Estrella Matutina le dio las gracias a su madre con la mirada, consciente de que a los niños no se les hubiera ocurrido dárselas.
—Calculamos que no te quedarías con nosotros mucho tiempo —dijo Arkaty—. Hay otros que te necesitan más.
—Pero siempre volveré, papá.
—En cuanto a lo de volver —dijo su padre con una sonrisa—, deja que sea cuando sea.
—Mira, papá. —Estrella Matutina se sacó del bolsillo la trenza de lana de oveja que él le había dado hacía tanto tiempo—. No me olvido.
Buscador estaba escuchando hablar a su padre sobre el colegio que había abierto recientemente en la ciudad.
—Se parece mucho al viejo colegio —le decía—, excepto que yo ya no soy tan joven como entonces. Aunque aquí pasa algo extraño. —Lanzó una mirada irónica a su hijo—. Los niños nunca parecen crecer lo más mínimo.
—¿Y ha venido contigo Donado, padre, para ayudarte a llevar el colegio?
—Sí, ha venido. Me alegra que te acuerdes del viejo Donado. No habla mucho, pero el colegio no sería lo mismo sin él.
Caressa estaba hablando en voz baja con Sabin, que escuchaba y asentía con la cabeza. Salvaje rodeó la mesa para colocarse entre Buscador y Estrella Matutina. Abrazó a ambos, se puso en cuclillas y les habló en voz baja.
—Esto no lo sabe nadie todavía —dijo—. Caressa y yo nos vamos a ir. Con las primeras luces.
—¿Adónde os vais? —preguntó Buscador.
—Río abajo, en la Dama Perezosa. Muy lejos. Más de lo que he estado nunca con anterioridad.
—El río no llega tan lejos.
—¿Quién dice que nos pararemos donde desemboca el río?
Vio la expresión en la cara de Buscador cuando dijo eso, y sonrió abiertamente. Antes de que ninguno de los dos pudiera responder, Caressa le hizo una señal a Salvaje de que estaba preparada. Salvaje se levantó y se unió a ella. Todo estaba planeado.
Caressa dio un salto para subirse a la mesa principal con el látigo de empuñadura de plata en la mano. Salvaje golpeó la superficie de la mesa con los puños y pidió silencio.
—¡Háblales, princesa!
Las voces y las risas se fueron apagando en la plaza hasta que se hizo un silencio expectante. Todos levantaron la vista hacia Caressa, hermosa a la luz de la hoguera.
—¡Compañeros orlanos! —gritó—. Os pido a todos que seáis testigos.
Levantó en alto el látigo para que todos lo vieran.
—Me he sentido orgullosa de guiar a la nación orlana. Ahora estamos en paz, y mi trabajo ha terminado. Entrego el látigo de los orlanos a Sabin, hijo de Amroth.
Sabin se subió a la mesa de un salto y se puso al lado de Caressa, que le entregó el látigo. Sabin lo tomó y lo levantó en alto.
—¡Yo soy Sabin! —gritó—. ¡El Chajan de Chajanes!
El asombro produjo un instante de silencio. Luego, los orlanos que había entre la multitud empezaron a manifestar su aprobación con golpes. No llevaban peto ni espada, así que golpearon las mesas con sus jarras y los adoquines con las botas. Sabin paseó la mirada por las caras entusiastas y oyó el ruido ensordecedor, y abrió los brazos como si quisiera abrazarlos a todos.
Salvaje se unió a él encima de la mesa.
—¡Si ella se va! —gritó, señalando a Caressa—. ¡Yo me voy!
—¡No! —gritaron los vagabundos—. ¡No te vayas!
—¿Queréis que me quede?
—¡Quédate! ¡Quédate! —gritaron los vagabundos.
—¡Hola! ¿Me a-a-amáis?
—¡Salvaje! ¡Salvaje! ¡Salvaje!
—¡Muy mal! ¡Me voy! —Levantó los brazos por encima de la cabeza y soltó una sonora carcajada—. ¡Pero volveré!
Era tan magnífico, tan glorioso, tan libre… ¿Qué podían hacer ellos, excepto echarse a reír con él?
De repente, Shab se subió también a la mesa.
—¡Vagabundos! —gritó—. ¿Cuándo hemos tenido una oportunidad como esta? ¡Esta es nuestra ciudad! ¡Podemos vivir bien aquí! ¿Quién necesita un caudillo? ¡Podemos gobernarnos a nosotros mismos!
Salvaje rodeó a Shab con un brazo y lo señaló con la otra mano, proponiéndolo a la multitud.
—¡Viva Shab! ¡Shab el Magnifico! Y Shab le abrazó a su vez, y rieron y rieron.
* * *
Bien entrada la noche Buscador y Estrella Matutina subieron a lo más alto de la roca del templo y se pararon allí, junto al nuevo Jardín, contemplando la ciudad y el lago.
—¿Quieres ir con ellos, Estrella?
—No lo sé. Pienso que quizá sí. Aunque no sé adónde.
Buscador oyó el grito lejano de las gaviotas y percibió el penetrante olor a sal en el viento.
—A otras tierras.
—¿Conoces el camino?
—Ve al lugar más lejano que conozcas. Y luego, sigue adelante.
—¡Oh!, de acuerdo entonces. Iré.
* * *
Zarparon al alba. Tenían intención de escabullirse sin ser vistos, pero a lo largo de la orilla había gente esperando, saludando con la mano, deseándoles buen viaje. Pasaron por los campos de girasoles, cuidados ya de nuevo, con las grandes corolas amarillas vueltas hacia el sol naciente. Dejaron atrás las plantaciones de maíz, donde las mazorcas engordaban en sus tallos. Se deslizaron en silencio por las casuchas de la Ciudad de los Vagabundos, abandonada porque los vagabundos se habían trasladado a la ciudad. Pasaron por delante del Almacén General, y el anciano del porche levantó su sombrero a modo de saludo, y ellos se lo devolvieron. Sobrepasaron el embarcadero en el que Estrella Matutina había esperado la embarcación fluvial a Anacrea, en aquellos días en los que lo único que deseaba en la vida era convertirse en Guerrero Místico. Y así continuaron navegando por los meandros del río que no paraba de ensancharse, hasta que tuvieron a la vista el mar. Ya era de noche y las aguas estaban tranquilas. Allí donde otrora había estado la isla de Anacrea, coronada por el monasterio fortificado del Nom, se veía brillar, intacta y reverberante, una sábana de oro que reflejaba la luz del cielo crepuscular.
Fondearon en la desembocadura esa noche. Cuando el sol se levantó al día siguiente zarparon hacia mar abierto, rumbo a otras tierras.