28


La lluvia cae en el jardín

Estrella Matutina llegó al cabo de un tiempo al mar de hierba. En un lugar, a un lado de la carretera, había sido pisoteada hasta formar un estrecho sendero. Salió del camino y lo siguió, con la ondulante hierba rozándole los hombros mientras avanzaba. El sendero la condujo hasta una casita blanca de listones de madera con una puerta azul pálido.

El sol estaba alto en el cielo y resultaba abrasador. El interior de la casa, atisbado a través de las ventanas cercadas por la hierba, estaba fresco y vacío y pintado de blanco. Llamó con los nudillos a los descoloridos paneles azules de la puerta. No respondió nadie. Probó a girar el picaporte, y la puerta se abrió.

—¿Hay alguien aquí?

No era necesario gritar, era una casa pequeña. Los ocupantes la oirían entrar aunque no hubiera avisado. Pero de los cuartos laterales no salió nadie. Estaba sola.

La sencilla habitación de paredes blancas le agradó. Había un aciano azul en un vaso, encima de la mesa, lo que ella tomó como una señal de bienvenida. Exploró la casa y, cuanto más veía de ella, más le gustaba. Le pareció que, aunque pequeña, tenía la cantidad adecuada de habitaciones para todo. El cuarto principal para cocinar y comer y hablar. Un dormitorio lo bastante grande para la cama que contenía. Un cuarto de baño con un surco revestido de ladrillos para lavar la ropa, los platos y asearse.

Al otro lado de una puerta trasera que se abría desde el aseo había un patio pequeño, un rectángulo de tierra pelada, limpio de hierba. Allí, una solitaria malagueta de anchas hojas cerosas daba sombra a un montón de madera para la estufa y un pozo con tapa de madera. Junto al pozo descansaba un cazo de hojalata atado a una cuerda. Estrella Matutina levantó la tapa, dejó caer el cazo y lo oyó golpear el agua, no muy abajo. El agua era dulce y fresca en sus labios secos.

Se sentó en la habitación principal con su taza de agua en las manos y los pies morenos descalzos estirados, y dejó que se le cerraran los ojos. Por primera vez desde la desintegración del Gozo sintió algo parecido a la paz de espíritu. Aquellos habían sido unos días amargos para Estrella Matutina. Uno a uno, los pilares que habían sostenido su mundo se habían derrumbado. El Nom estaba destruido; su pasión por Salvaje había pasado como un sueño; había perdido sus colores; el Niño Feliz estaba muerto; Buscador se había ido y, lo más descorazonador, había asistido a una gran congregación de gente que aclamaba la llegada de un dios que ella se había inventado.

Después de tantas pérdidas, le resultaba difícil estar sola. Pero al menos, allí, en aquella modesta casa, podía descansar. Reemprendería su camino más tarde. Encontraría a Buscador más tarde. Por el momento, dejó que su cabeza se hiciera pesada y su respiración se enlenteciera, y que el calor del mediodía le pasara por encima sin tocarla.

Se despertó y abrió los ojos, y allí estaba Buscador, sentado en la silla que había junto a la estufa. Por un instante se le antojó tan natural que él estuviera a su lado que Estrella Matutina sonrió y dijo:

—Estás aquí.

Era como si él se hubiera marchado pronto y hubiera regresado, como si perteneciera a aquel lugar. Luego, cuando se hubo espabilado lo bastante, Estrella dejó que su sonrisa se convirtiera en carcajada, y se rio de sí misma.

—No sé lo que me está pasando —dijo—. ¿De dónde has salido? ¿Qué estás haciendo aquí?

—Vivo aquí —dijo Buscador, devolviéndole la sonrisa.

Se parecía tanto al viejo Buscador… con su cara simpática y su mirada de preocupación, que todos los temores recientes de Estrella Matutina por él se esfumaron.

—He entrado buscando sombra —dijo ella—. Hay un pozo. Hay agua dulce en él.

—Lo sé.

—No me creo que vivas aquí. Nunca hablaste de ello.

—Mira ese armario. —Buscador señaló el armario de la pared, junto a la estufa—. Mira dentro. Hay una lata de galletas de avena. Y medio tarro de miel. Mira en el dormitorio. Colgado detrás de la puerta hay un cinturón con una hebilla de asta.

—Así que has echado un vistazo por ahí.

—¿Por qué habría de inventarme una cosa así?

—No sé por qué. Ya no sé nada de ti. Te has ido a algún lugar tan lejano que no puedo seguirte.

—Pero puedes leer mis colores.

—No. Perdí mis colores.

—¡Perdiste tus colores! ¿Cómo?

Estrella Matutina se encogió de hombros levemente.

—Era demasiado. No podía seguir viviendo así. —Entonces recordó cómo le había parecido el mundo poco antes de caer—. Había una catarata. Era muy hermosa.

—¿Una catarata?

Buscador la estaba mirando con una expresión de lo más extraña. Ella se preguntó por qué le había hablado de la cascada. Eso no podía significar nada para él.

—¿Así que me dices que esta es tu casa?

—Es la casa de Jango —respondió Buscador.

—¿Quién es Jango?

—Una especie de amigo. Es un viejo. Vive aquí con su esposa.

—¿Ella también es vieja?

—Sí. Diría que son de la misma edad. Están muy unidos.

Buscador la miró de aquella nueva y extraña manera, y le habló con las palabras con que Jango le había hablado a él.

—Mi amiga más querida, la compañera de mi vida, mi consuelo en la vejez y mi único amor.

—¿El viejo dijo eso de su esposa?

—Sí.

—Supongo que no tardarán en volver. Espero que no les importe encontrarnos aquí, sentados en sus sillas.

—No, no les importará.

Estrella Matutina miró la sencilla habitación.

—¿No los envidias? —preguntó.

—No exactamente —respondió Buscador.

—¡Oh!, yo sí. Tener una persona a quien amar y saber que te ama.

—Una persona por encima de las demás.

—Sí, lo sé. No es la costumbre nomana. Pero todo eso ya acabó.

Apartó los ojos de la mirada curiosa y penetrante de Buscador, sintiendo que la invadía una oleada de tristeza.

—¿Dices eso porque el Nom ha sido destruido? —preguntó él.

—Por eso y por todo.

No quería dar más explicaciones, avergonzada por lo que había hecho en Radiancia.

—¿Te acuerdas, Estrella? —dijo Buscador—. ¿Te acuerdas de cómo te sentiste la primera vez que fuiste a Anacrea? Cuando querías unirte a los Guerreros Místicos.

—Por supuesto que me acuerdo.

—¿Te acuerdas de que te escondiste junto a un muro por la noche, llorando, y que me encontraste?

—Tú también llorabas.

—Tenías un paquetito en la mano.

—Todavía lo tengo. —Metió la mano en el bolsillo y sacó la trenza de lana que su padre le había dado cuando había partido para Anacrea—. Lo llevo para acordarme de casa.

—¿Y te acuerdas de cuando estábamos en la carretera, camino de Radiancia, de cómo dormimos al raso una noche y los dos rezamos y Salvaje no se podía creer que lo hiciéramos en serio?

—Deslúmbrame e inúndame —dijo Estrella Matutina, recordando las palabras de él entonces.

Buscador asintió complacido con la cabeza.

—Basta ya de recuerdos, Buscador. Me dan ganas de llorar.

—¿Por qué, Estrella?

—Porque… porque ojalá creyera ahora lo que creía entonces.

—Sólo porque el Nom fuera destruido —dijo él—, no significa que no pueda haber otro Nom en algún otro lugar.

—Eso es lo que me pone tan triste. Puede haber tantos como quieras.

Después de eso Estrella Matutina supo que tenía que decírselo, y se dio cuenta de que quería confesarse a él.

—Hay otro Nom ahora mismo, en Radiancia. Les dije que lo construyeran, y ahora todos creen que el Niño Perdido ha vuelto. —Habló deprisa, queriendo quitarse de encima su vergonzoso cuento—. Aunque no hice más que inventármelo todo para que dejaran de pelear entre sí.

Buscador le sonreía mientras escuchaba.

—¿Y te creyeron?

—Sí.

—Debes de haber hecho un buen trabajo.

—Pero Buscador, ¿no te das cuenta? Es todo una farsa. Allí no hay nada. Sólo el misterio, y las promesas, y el deseo de creer. No hay nada en el Jardín. No sólo allí. Tampoco en nuestro viejo Nom. Ni en ningún Nom de ningún otro lugar.

Buscador no pareció escandalizado. Era ella la escandalizada de oír sus nuevas creencias expresadas en voz alta, y también estaba aliviada.

—¿Así que no hay ningún Niño Perdido en ninguna parte? ¿Ni ningún Todo y Único?

—No —respondió ella—. Nada.

—En la nada se puede confiar —dijo Buscador—. La nada dura.

—No sé qué significa eso.

—¿Por eso te enfadas, Estrella? ¿Por haber sido engañada hasta ese punto?

—No me enfado, no. No creo que haya sido engañada. Creo que me he engañado a mí misma.

—¿Debido a que deseabas muchísimo creer en el Todo y Único?

—Sí.

—Como yo —dijo Buscador—. Resulta extraño anhelar tanto algo que no existe.

—Eso es porque, aunque no existe, podemos imaginar cómo sería si existiera.

—Es verdad —dijo Buscador—. Y eso también es extraño. Podemos imaginar algo que nunca hemos conocido. ¿De qué puede estar compuesto lo imaginado?

—Es lo que dijiste. Un anhelo.

—¿Como desear amar?

—Lo más parecido a desear amar —dijo Estrella Matutina—. ¡Oh, Buscador!, es tan agradable estar hablando contigo de nuevo. Nadie comprende las cosas como las comprendes tú.

—Así que imaginar un dios es como desear amar. —Buscador estaba siguiendo su propio hilo de pensamientos, fija la mirada en el aciano azul—. Pero el amor existe, aunque no lo tengamos. Fuimos amados cuando éramos niños. Sabemos lo que se sentiría si volviéramos a ser amados. Quizá sea así con un dios. Creíamos en dios cuando éramos niños, ¿verdad?

—Pero ahora que nos hemos hecho mayores, sabemos que el Jardín está vacío. Era todo mentira.

—¿Y el amor es una mentira?

—No, no. Eso es diferente. Espero al menos que sea diferente.

—¿Estás deseando seguir buscando el amor?

—¡Oh, sí!

—Entonces, ¿por qué no sigues buscando también un dios?

Estrella Matutina se percató entonces de que aquellas preguntas que Buscador seguía planteándole la estaban arrastrando en una dirección concreta. Algo sabía él que quería que ella también descubriera.

—Dímelo sin más, Buscador. Si tienes una manera de hacer que vuelva a creer, hazlo.

Buscador guardó silencio unos instantes. Luego, hablando con lentitud, con el ceño fruncido, empezó a contárselo.

—Me han ocurrido cosas extrañas —dijo—. Aún no lo tengo todo claro. Pero estoy absolutamente seguro de que el Todo y Único es real.

—¿Aunque el Jardín esté vacío?

—El Jardín no está vacío. El Todo y Único está allí, en el Jardín. Y aquí, en esta casa. Y fuera, en el ancho mundo. El Todo y Único está siempre y en todas partes. ¿Por qué tenemos tantos nombres para nuestro dios? Porque nuestro dios no se limita a un lugar, a una persona o a una naturaleza. ¿Cómo podría estar limitado? No es nuestro dios, somos nosotros los que estamos limitados. Nuestra mente no puede albergar la inmensidad de dios. Así que construimos un Nom, vallamos un Jardín, decimos que el dios está allí y encontramos consuelo en ello. Eso no es una mentira, Estrella. Es sólo una pequeña parte de la verdad. Y cuando descubrimos que no hay ningún ser radiante en el Jardín, eso no es el fin del dios. Es el fin de nuestra pequeña idea de un pequeño dios. Es el principio del descubrimiento del auténtico, infinito y eterno dios.

Mientras lo escuchaba, Estrella Matutina fue sintiendo en su interior el despertar de una nueva y frágil esperanza. Entendía a medias lo que decía, y a medias lo sentía; sentía aquella intensa convicción contenida en cada palabra que pronunciaba.

—¿Crees que es así, Buscador?

—Sé que es así.

—¿Y cómo lo sabes?

—Fui en busca del Verdadero Nom. Lo encontré, y no lo supe. Lo sé ahora. Está alrededor de nosotros, Estrella. El mundo entero es nuestro Verdadero Nom. Cruzamos el Patio de las Sombras todas las tardes, al anochecer. Entramos en el Patio Nocturno cuando cae la oscuridad y levantamos la vista a las estrellas. Encontramos nuestro camino todos los días a través de los claustros con columnas de nuestra vida. Y allí, esperándonos, siempre que decidimos verlo, está el Jardín.

—Pero ¿dónde? ¿Qué Jardín?

—Ven. Déjame enseñártelo.

Buscador se levantó y sacó la flor de aciano del vaso al hacerlo. Abrió la puerta, salió y se metió entre la hierba. La llevó en medio del ondulante mar y allí se detuvieron, a la luz de la tarde, mirando a su alrededor el resplandor de la hierba y los árboles de más allá, y las lejanas colinas desdibujadas por la calima. Buscador le entregó la flor azul.

—Mírala como si no la hubieras visto nunca.

Estrella miró.

—Es preciosa. Qué azul más perfecto.

Buscador cortó entonces el tallo de un hierbajo y se lo entregó.

—Mira esta, entonces. No tiene nada de azul.

Estrella Matutina observó el tallo y las finas hojas que crecían en su extremo superior.

—¿Ves cómo está hecha? Mira. Cada parte sale de otra. Las ramas salen del tallo, las espinas de las ramas, la fina pelusa de las espinas. Nadie la ha construido. Se ha desarrollado a partir de sí misma. ¿Lo ves?

Bajo su entusiasta insistencia, Estrella Matutina empezó a ver.

—Todas las partes de la hierba son correctas e inevitables. ¿Ves? Y todas las partes de la flor. ¿Te parece hermosa?

—Sí —dijo Estrella Matutina—. Es preciosa.

—Ahora mira hacia arriba. Mira por encima de toda la hierba que nos rodea. Estamos en medio de un mar de belleza.

—Sí, es verdad.

—Ahora amplía tu visión. Mira hasta donde alcance tu vista. Estamos inmersos en un universo de belleza.

—Sí —dijo Estrella Matutina, presa de la excitación—. Sí.

—No sé cómo decirlo de un modo mejor. La belleza no está en las formas bonitas o en los colores bonitos. Es la vida que anida en todas las cosas, vivida correctamente. Todo nuestro mundo es el Jardín, basta con que seamos capaces de verlo.

—Sí que puedo verlo, Buscador. Un poco.

—¿Te acuerdas del Catecismo Nomano? —Y pronunció las familiares palabras—: «Así pues, ¿nunca vendrá el Todo y Único?».

Ella contestó con la respuesta del Catecismo:

—«El Todo y Único ya está con nosotros».

—«¿Veré alguna vez al Todo y Único cara a cara?».

—«Lo verás» —respondió Estrella Matutina, sonriendo.

—«¿Cuándo?».

—«Cuando seas dios».

—¡Ahí está, Estrella! —Buscador dio una palmada con una carcajada de alegría—. Siempre he vivido con muchísimo poder, y la gente me ha querido tratar como a un dios, y siempre los he alejado, y les he dicho: «No, no soy un dios». ¡Y por supuesto que soy un dios! ¡Y tú también! Llamamos nuestro dios al Todo y Único, ¿no es así? ¿Y acaso no somos parte también del Todo? El mundo es nuestro Jardín, ¡y nosotros somos dioses!

Estrella Matutina le sonrió. Él la hacía tan feliz, era tan auténtico y tan bueno, y sus pensamientos eran tan entusiastas…

—Tú eres un dios mejor que yo, Buscador.

—No. Pero lo ves, ¿verdad, Estrella?

—Lo veo. Pero es difícil. Es como descubrir que tu padre y tu madre no saben más que tú. Creo que me gustaba más cuando creía que había algo más allá de cualquier cosa que supiera, viviendo en secreto en el Jardín. Aunque eso me aterrorizara.

Se acordó entonces de cómo había sido incapaz de acercarse a la valla de plata del Nom, de cómo había sentido la fuerza que fluía hacia ella y de que había sabido que la aplastaría.

—Me aterrorizaba —dijo ella—. Sentí algo.

—Sentiste la fuerza —dijo Buscador—. Todos la sentimos a nuestro modo. Yo vi la figura de un hombre orlado por una luz cegadora.

—¿Y no había nada?

—Estaba yo. Vi lo que puse allí. Me vi a mí mismo. Igual que tú te sentiste a ti misma. El terror que sentías era un terror real, pero era el terror que ya estaba dentro de ti.

—Ahora ha desaparecido. Junto con mis colores.

—¿Echas de menos tus colores?

—Creía que no, pero sí. Sigo mirando a la gente, esperando saber qué está sintiendo, y no lo consigo. Es como estar ciega.

—¿Así que no sabes lo que estoy sintiendo?

—Sólo por lo que me dices.

—Bueno, pues, te lo diré. He visto toda mi vida desde el principio hasta el fin. ¿Qué sentirías tú en mi lugar?

—Lo odiaría. Me sentiría como si mi vida estuviera acabada.

—Yo lo odio. He hecho todo lo que se me pidió que hiciera. Ahora quiero volver atrás. Quiero que mi vida me vuelva a sorprender.

—¿Hay alguna manera?

—Sólo una. —Buscador levantó la vista hacia el cielo sin nubes—. Voy a hacer que llueva.

—¡Llover! Pero si lleva meses sin llover.

—Será mi lluvia particular.

Entonces Estrella Matutina se imaginó lo que se proponía.

—¡No, Buscador! ¡Eso no!

—Sólo lo suficiente para volver a ser joven.

—No quiero tener que ver nada con eso. No iré contigo. No lo veré.

—No voy a ninguna parte, Estrella. Va a ocurrir aquí mismo.

Levantó la manos por encima de la cabeza al estilo nomano, juntando los dos índices y apuntándolos bien altos hacia el cielo sin nubes. Buscador miró entre sus brazos hasta la punta de sus dedos en contacto y más allá. Respiró profundamente, y Estrella Matutina vio que todo el cuerpo de Buscador temblaba. Entonces gruñó sordamente y todos los músculos de su cuerpo se tensaron hacia arriba, y de la punta de sus dedos salió disparado un chorro de energía pura. Manó de él y llegó a lo más alto del cielo azul, y según fluía iba formando una turbulencia en el aire que se espesó hasta convertirse en niebla, y luego en veloces nubes. Las nubes formaron una espiral, se hincharon y oscurecieron y, apilándose unas encima de otras, crearon unos grandes e imponentes cúmulos que se ondularon. Una oscuridad parecida al crepúsculo cayó sobre la tierra.

Un destello violento rasgó la penumbra, seguido del estallido de un trueno, tan fuerte que sacudió la tierra bajo los pies de Estrella Matutina y Buscador. Durante un largo y terrorífico instante todo se inmovilizó. Luego se puso a llover.

Llovía a cántaros, como si un océano se hubiera desbordado de sus orillas entre las nubes. Densa y fuerte, silbando por el aire, la lluvia golpeó la hierba seca del verano hasta aplastarla contra el suelo en torno a ellos. El agua los caló hasta los huesos a los pocos segundos de empezar a caer.

Los relámpagos destellaron repetidamente, y el trueno retumbó, y la lluvia cayó sin tregua desde el cielo oscuro. Buscador abrió los brazos y volvió la cara hacia el chaparrón, y empezó a tararear una nota grave y monocorde. Estrella Matutina se dio cuenta de que también ella estaba tarareando, y de que también estaba expuesta a la cálida lluvia. Le pinchaba la piel y expulsaba todos los pensamientos de su mente. Estrella Matutina empezó a girar lentamente, dando vueltas y más vueltas, con los brazos abiertos, tal y como habían bailado en el Gozo. Vio a Buscador girando de la misma manera y le oyó tararear el grave sonido. La lluvia le pegó el pelo a la cabeza y la ropa al cuerpo, de manera que se sentía desnuda, aunque no le importó. La tormenta la abrazaba, y a Estrella no le quedó más remedio que dejarse empapar, ensordecer y cegar. Cuando la lluvia la despojó de lo poco que le quedaba, sintió que sus esperanzas y temores se alejaban de ella fluyendo al interior del suelo pedregoso.

En ese momento Buscador gritaba de dolor, con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Giraba bajo la lluvia, martirizado por la tormenta. El aguacero ahogaba sus gritos y la lluvia cubría su dolor. Había creado la tormenta, y en ese momento esta lo estaba deshaciendo.

La lluvia que lo limpiaba y desnudaba se llevó por fin incluso el dolor. Buscador empezó a girar más despacio. La tormenta amainaba. Las montañas de nubes se estaban deshaciendo; un solitario rayo de sol cayó a la tierra a través de ellas, incidiendo sobre un grupo de árboles en las lejanas colinas, y las hojas empapadas de agua brillaron y titilaron en la distancia.

Estrella Matutina bajó los brazos y se apartó el pelo empapado de los ojos. La lluvia se retiró como una cortina, y el cálido sol se derramó por doquier. La tierra empapada humeaba. Miró a Buscador para ver cómo había cambiado, y la sorpresa le hizo dar un grito.

Un resplandor azul claro lo rodeaba por completo.

Estrella Matutina había recuperado sus colores.

Él la vio mirándolo fijamente y sonrió.

—No soy tan diferente, ¿verdad?

—No estoy segura —dijo ella.

—Ya está. Se acabó. Ahora no tengo más poder que tú.

—Pero ¿no has olvidado todo lo que supiste alguna vez?

—No. Lo recuerdo todo.

—¿Quién soy yo?

—Eres Estrella Matutina.

—¿Qué sabes de mí?

—Que eres mi amiga.

—Por supuesto que lo soy.

—Y hay algo más. Pero me parece haberlo olvidado.

La miró de hito en hito, la frente arrugada, desconcertado por el recuerdo evanescente. Buscador vio la flor azul que ella seguía sujetando en una mano, empapada y goteante. Se volvió para mirar de nuevo la casa blanca, como si buscara la respuesta en ella. Entonces su expresión se suavizó y esbozó una de sus sonrisas atribuladas.

—¡Ea! Fuera lo que fuese, se ha ido.

Pero cuando miró a Estrella Matutina, sus colores estaban cambiando. Ella pudo apreciar toda la gama de sus sentimientos. Lo que había empezado como el azul pálido de la esperanza juvenil se estaba convirtiendo en un intenso rojo pálido. Estrella Matutina lo vio y supo lo que significaba.

—Me gustaría volver aquí algún día —dijo—. Me gustaría vivir en esta casa.

—A mí también.

—Podríamos vivir aquí juntos.

—Podemos —dijo Buscador. Entonces, preguntándose por qué había dicho semejante cosa, añadió—: Quiero decir que me gustaría.

—Cuando seamos mayores.

—Sí. Eso es lo que quería decir.

La estaba mirando con tanta ternura que sus ojos inquietos estaban preparados para apartarse al menor signo de rechazo.

—¿Crees que estaremos juntos cuando seamos mayores? —preguntó él.

—Sí —respondió Estrella Matutina—. Creo que sí.

A ella le resultó fácil hablar de esa manera, porque sabía lo que Buscador estaba sintiendo.

—Te amo, Buscador —dijo ella.

—¿En serio?

Pareció idiota por sorprenderse.

—Sí, te amo.

—Pero… eso es todo cuanto deseo —dijo él.

—Lo sé.

Estrella Matutina agachó la cabeza. Una lenta calidez se estaba apoderando a hurtadillas de su cuerpo. Era algo más que alegría; era lo correcto. Era la vida que anida en todas las cosas vivida de manera adecuada.

—¿De verdad lo dices en serio? —le preguntó Buscador, sin atreverse todavía a creer que pudiera ser cierto.

—Sí. Realmente en serio.

—Entonces, eso es… más que suficiente.

Estrella Matutina levantó la mirada. La felicidad crecía por momentos. La deslumbraba, la inundaba.

Buscador la miraba radiante, como un idiota. La abrazó con fuerza y en silencio, mejilla empapada por la lluvia contra mejilla empapada por la lluvia. Las palabras se formaron en su mente, unas palabras de hacía mucho tiempo o de algún tiempo futuro; unas palabras que no pronunció en voz alta porque ya no había ninguna necesidad.

«Mi único amor».