Algo bueno y malo
Buscador entró en el largo vestíbulo de los espejos agrietados y se sentó en el sillón vacío, como ya había hecho anteriormente. En el espejo que tenía delante únicamente se vio a sí mismo, solo. Observó y esperó, y el tiempo fue pasando.
Vio los rayos del sol que entraban por las ventanas, haciendo que resaltaran los nudos y las grietas del entarimado. Vio brillar las telarañas con la luz y luego desvanecerse en las sombras de nuevo. Vio su mano en el brazo del sillón y las venas del dorso de su mano.
Entonces, por fin, oyó unos pasos que se acercaban, rápidos y ligeros. Alguien entraba en la casa. La persona a la que esperaba titubeó en el vestíbulo y luego entró en la enorme habitación.
Era Eco Kittle.
Avanzó entre los espejos hasta donde él estaba sentado. Su esbelta figura se reflejaba en el cristal roto. Se detuvo delante de Buscador y le sostuvo la mirada con aquellos grandes ojos castaños.
—Sabes lo que quiero —dijo Eco.
—Sí —dijo él—. Lo sé.
—Sólo un último favor. —Se dejó caer de rodillas delante de él—. Soy yo quien te lo pide, no la otra. Pero hazlo rápido, antes de que vuelva. No soporto vivir así. Libérame.
—Lo haré —dijo Buscador—. Pero no de esa manera.
—Ella vino de ti. Te besé mientras dormías. He recibido un buen castigo por mis besos robados, ¿no te parece?
Un espasmo le recorrió el cuerpo mientras hablaba. Empezó como una sonrisa triste, pero enseguida le crispó la bonita cara convirtiéndosela en algo duro y viejo.
—Te dije que era mala por dentro, ¿recuerdas? Ahora es verdad.
—No eres tú la mala —dijo Buscador—. Es la que está dentro de ti.
—Ahora estamos unidas —dijo Eco—. Ella nunca me abandonará. —Las lágrimas anegaron sus ojos—. Eso me dijo. Le gusta ser yo.
Su rostro se volvió a contraer, y su voz cambió.
—No me puedes matar, Buscador.
En ese momento Buscador oía el mismo áspero tono burlón que había oído en el Refugio, cuando la erudita le había dicho: «Tienes fuerza, muchacho, pero no amor».
—Si me matas, matarás a la monada. Y tú no quieres eso. Entonces Eco recuperó su expresión y su voz auténticas.
—Hazlo, Buscador —dijo—. Mátanos a las dos. No me dejes así. Acaba con el mal que llevo dentro.
Buscador la miró de hito en hito, con tanto amor como miedo. Tenía que cumplir una promesa. Tendió las manos para tomar las de Eco.
—Levanta —dijo—. Mírame en el espejo. Eco hizo lo que le pedía, volviéndose hacia el reflejo de Buscador en el cristal roto.
—Ahora le estoy hablando a la otra que hay en ti.
Allí, en el espejo donde había estado Eco, con la ropa de Eco, llorando las lágrimas de Eco, se reflejaba una anciana arrugada y consumida.
—¿Qué quieres de mí? —dijo la erudita.
—¿Y qué quieres tú de ella? —preguntó Buscador.
—Su juventud. Su belleza.
—¿Para qué?
La anciana soltó una risita seca.
—¿Para qué? —preguntó—. ¿Sabes acaso lo que es envejecer? ¿Sabes lo que es ver que se acerca tu muerte? Quiero vivir, Buscador. Quiero ser eternamente joven.
—¿Y luego?
—¿Luego? ¿Luego? —La voz de la anciana se volvió aguda y estridente—. No hay ningún luego. ¡Sólo existe la vida!
—¿Y qué hay de tu misión?
—¡Nuestra misión es la vida! Noman nos encargó que buscáramos la verdad sin límite alguno. Existimos para crecer en conocimiento constantemente. Existimos para desafiar la estúpida fe de los Guerreros Místicos.
—Lo que dices es cierto. Todos los Guerreros necesitan un enemigo que merezca la pena. Nuestras espadas se enmohecen. Eres un enemigo necesario.
—¡Ah! Por fin lo entiendes.
—Pero ahora quieres vivir eternamente. Eso no forma parte del plan de Noman.
—El conocimiento tiene su propia vida. Hemos adquirido muchísimo conocimiento. ¿Ahora ha de morir con nosotros?
Buscador reflexionó sobre eso en silencio unos instantes.
—Dime tu nombre —dijo, finalmente.
—Los nombres vienen y van. Hoy soy Eco.
—No, dímelo. Cuando emprendiste tu viaje, cuando aún era todo nuevo. Entonces tenías un nombre.
Habló con una amabilidad inesperada. La erudita también suavizó su tono.
—Cuando aún era todo nuevo… Sí, lo recuerdo. Disfrútalo, muchacho. No dura. ¿Es esto un truco para debilitarme?
—No. Yo también busco la verdad.
—Tenía un nombre entonces. —La anciana soltó su seca risilla—. Me llamaba Esperanza. Vivimos lo suficiente para ver cómo nuestros nombres se burlan de nosotros.
—¿Ya no tienes esperanza?
—Querido niño, has visto la esperanza que tengo. Sigo viviendo a través de los demás.
«Yo también sigo viviendo a través de los demás —pensó Buscador—, y los demás viven a través de mí. La fuerza de los Guerreros Místicos proviene de la Comunidad, viva y muerta, extendiéndose hacia atrás en el pasado.
»Deja vivo siquiera a uno, y todo volverá a empezar.
»Si las semillas que él plantó hace tanto tiempo demuestran que pueden renovarse sin él, el granjero sabrá que ha plantado maíz vivo».
—No has de temer que te mate —dijo Buscador.
—¡Oh!, no vas a hacer tal cosa —dijo la erudita—. Nunca matarías a la monada.
—Ni te mataría a ti. Todavía tengo trabajo que hacer. Los eruditos, al igual que los Guerreros Místicos, deben renovarse.
—¡Oh!, inteligente, inteligente. —Pero la anciana mujer ya no parecía resentida; parecía interesada.
—No te mataré —continuó Buscador—, pero tu existencia independiente debe terminar. Debes entregar tu vida a Eco. Ella seguirá viviendo por ti. El señor de la sabiduría no morirá. Se llamará Eco.
—¿Y por qué habría de hacer tal cosa?
—No tienes elección. Si vives dividida dentro de ella, el tormento te destruirá. Sabes que lo que digo es cierto. Lo sabías cuando entraste en ella. Lo viejo ha de morir para que lo nuevo nazca.
En ese momento la anciana empezó a llorar con sus propias lágrimas.
—Manny nos prometió que seríamos eternamente jóvenes.
—Manlir está muerto. Tú eres la última.
—¡La de cosas que aprendimos!
—Tú eres la memoria de los eruditos, Esperanza. Eres el eslabón de la cadena imperecedera. A través de ti la sabiduría pasa a la siguiente generación.
—La siguiente generación… ¡Cómo los he odiado!
—Pero ya no. No odias a Eco. La amas.
—¿Y por qué debería ser así?
—Porque sientes el latido de su vida, como un hijo en el útero de su madre. Esta es tu vida eterna. No hay otra.
La erudita se echó a llorar mirando a Buscador en el espejo roto.
—Me pides que me deje morir después de todos estos años.
—Sabes lo que quiero.
—Si al menos Manny estuviera aquí. Me diría qué hacer.
—Te diría que fueras más allá de lo que jamás has ido nunca. Te diría que recorrieras todo el camino, hasta el final. No hay límite para tu búsqueda de la sabiduría.
—¡Oh!, inteligente, inteligente.
—Escoge la sorpresa.
Las marchitas mejillas de la anciana se agrietaron con una sonrisa.
—Eres bueno —dijo la erudita.
—Y tengo razón. Y lo sabes. Ya ha durado bastante.
—Escoge la sorpresa. —La anciana rio entre dientes, para sí—. Bueno, bueno. La chica se va a llevar una sorpresa.
—¿Necesitas mi ayuda?
—Por supuesto que no. —La erudita se irguió con orgullosa dignidad—. Soy capaz de hacer mi propio mutis.
Diciendo eso, se llevó las huesudas manos a la cara marchita y se la cubrió. Permaneció así unos instantes, como si se escondiera del miedo o de la vergüenza. Luego, bajó las manos. Apareció en su lugar la cara joven y encantadora de Eco, mirando fijamente a Buscador desde el espejo.
Se volvió para mirar a Eco directamente. La chica parpadeaba, no sabiendo a ciencia cierta lo que le había ocurrido.
—¿Cómo te sientes?
—No lo sé. Extraña. ¿Se ha ido?
—Sí. Se ha ido.
—Pero no es lo mismo. No soy la misma.
—Nunca más volverás a ser la misma. Llevas su vida dentro de ti. Su largo pasado, sus recuerdos, su profundo conocimiento.
—¿Por qué? ¿Para qué?
—¿Recuerdas que en una ocasión me dijiste que harías algo bueno y poderoso?
—Sí.
—Así es como empieza.
Eco parecía asustada.
—¿Por qué yo?
—Porque tú siempre quieres algo más. Escogiste que fuera así cuando te inclinaste demasiado lejos de los árboles para tocar los primeros caspianos. Lo escogiste cuando me seguiste fuera del Glimmen. Lo has escogido con cada decisión que has tomado.
—Tienes razón.
—Mira en el espejo —dijo Buscador—. ¿Qué ves?
Eco miró. Allí estaba su rostro familiar, el que otros decían que era hermoso. Allí estaban sus ojos grises. Y en aquellos ojos, un nuevo despertar.
«Tiene que haber más».
Eco empezó a respirar con más rapidez y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Tuvo la sensación de estar despertando, aunque no de un sueño: aquel era un despertar de la infancia; la transición de un cuarto pequeño y oscuro en el que no comprendía nada al nuevo mundo de un espacio inmenso y brillante. Sólo el principio, nada más que el primer paso. Pero la aventura se abría ante ella, la búsqueda y el hallazgo, la lenta y tremenda construcción del edificio del conocimiento. Entonces comprendió que durante el resto de su vida crecería, se multiplicaría y abarcaría todas las cosas.
—Vas a ser un señor de la sabiduría, Eco. No habrá límites para ti.
Eco se estaba acariciando el dedo meñique de la mano izquierda. Se ruborizó un poco cuando lo vio y recordó. Pero en ese momento sus sensaciones eran diferentes. La maldad permanecía en ella, pero ya no como una fuente de vergüenza. Se había preocupado demasiado por sí misma, y todavía lo hacía, aunque no porque fuera malvada. Era sólo por falta de experiencia y por una especie de inquietud que sabía que jamás la abandonaría. La necesitaba, necesitaba aquel gusano de insatisfacción que le corroía las entrañas, porque aquel nuevo mundo tenía muchísimo que ofrecer, y ella no tenía ninguna intención de detenerse.
—¡Oh, Buscador! —dijo con los ojos relucientes—. Tengo la sensación… ¡No sé lo que siento!
No había palabras para expresarlo, para explicar aquella abrumadora sensación de haber coronado una colina para encontrarse, como si fuera un gigantesco paisaje soleado, con su vida venidera: excitante, poderosa y misteriosa.
—Vete a casa —le dijo Buscador—. Despídete de tu familia y tus amigos. No cojas nada excepto la ropa que llevas. Y ponte en camino y sal al encuentro de tu vida.
—¿Y tú?
—Tengo intención de hacer lo mismo.
—¿Volveremos avernos?
—No sabría decirte.
Eco estrechó su mano entre las suyas.
—Quería que me amaras, Buscador. Te quería como quiero a Kell: para mí sola. Pero no puedo tenerte, ¿verdad? La gente no puede tener a la gente.
—Querías que te amara —dijo él—. Pero tú nunca me has amado.
No lo dijo como una acusación. Cuando ella lo oyó, supo que era verdad.
—No, no te amaba. Qué raro.
—Tú no quieres a nadie.
—¿Es eso malo?
—No todo el mundo es amante. No todo el mundo tiene que ser completado por otro.
—Voy a seguir siendo yo.
Lo había sabido siempre, toda su vida.
«Soy una exploradora. Viajo sola».
—Sólo estamos empezando —dijo Eco—. Todavía somos jóvenes. Me pregunto cuándo nos volveremos a encontrar, y cuánto habremos cambiado. Imagínate de viejo, recordando el día de hoy, y cómo te agarré la mano y te dije…
Se interrumpió, sonriendo por lo absurdo que era lo que estaba diciendo.
—¿Dijiste qué?
—Todavía no lo he dicho. Lo estaba recordando antes de que el recuerdo se hubiera producido. —Le soltó la mano—. Eres la persona más maravillosa que he conocido. —Se dio la vuelta y se alejó por la larga habitación, entre los espejos, hacia la puerta abierta.