26


El duelo

Era noche cerrada cuando Buscador descendió de la Cicatriz y saltó al suelo del valle. En ese momento no había viento, ningún sonido salía de las profundidades de la tierra; sólo había una quietud lejana y oscura.

Manlir estaba esperando. Buscador lo notó en el silencio.

Empezó a caminar. A ambos lados se erguían las altas agujas de roca que custodiaban el valle de la Cicatriz. Delante, tenía el perfil de las colinas, al otro lado de las cuales se extendían la gran llanura y el bosque y los fértiles campos y el río que discurría hasta el mar. Buscador sabía que el combate final estaba cerca, pero no sabía dónde tendría lugar. Esperaba que su enemigo se manifestara.

—¡Estoy aquí! —gritó en la noche.

Un potente y repentino estruendo estalló en el cielo. El suelo se abultó bajo los pies de Buscador. El diente pétreo que tenía delante se inclinó y se estrelló contra el suelo, haciéndose añicos tan cerca de Buscador que este sintió el pinchazo de los fragmentos que salieron volando por los aires. En el estruendo provocado por el impacto de la roca se elevó una risotada socarrona. El suelo se volvió a levantar; por todo el valle los dientes se estremecieron y empezaron a derrumbarse.

Buscador echó a correr, saltando de aquí para allá para evitar la caída de las rocas, acelerando para dejar atrás el suelo ondulante a medida que este iba devastando el valle. Cuando llegó al sendero de la colina se dio la vuelta para ver a las últimas columnas desmoronarse y hacerse añicos, y entonces volvió a oírse la risa burlona. El valle entero se sacudía; la misma gran Cicatriz se elevó como levantada por un gigante durmiente, y luego, con un estruendo atronador, se hundió de nuevo. Y según se hundía se fue desmoronando, y todo el enorme peñasco se agrietó como un cuenco de cristal, se hizo añicos y se colapso sobre sí mismo entre una nube de polvo. Buscador estaba bastante lejos, la destrucción del peñasco no era una amenaza para él ni pretendía serlo. Era sólo una demostración de fuerza.

En ese momento Manlir empezó a jugar en serio. En el valle creció un movimiento ondulante que se aceleró. Buscador vio alzarse la tierra hacia él, igual que una ola corre hacia la orilla. Echó a correr ladera arriba para apartarse y, desde la cima de la colina, saltó. Al hacerlo, la colina se hinchó debajo de él, explotó y se hundió de nuevo.

Buscador cayó en la tierra del valle, aterrizando sobre los pies y las manos, ágil como un gato, y siguió corriendo. Mientras corría, las colinas se elevaban y caían como el edredón de una cama sacudido por unas gigantescas manos ocultas; pero siempre detrás de Buscador, obligándolo a avanzar inexorablemente.

«Me quiere vivo —pensó Buscador mientras corría—. Quiere que sienta su poder, pero necesita mantenerme vivo».

Bajó por la ladera de la última colina y continuó por la llanura. Las oleadas del terremoto lo seguían, abriendo inesperadas grietas delante de sus pies. Buscador esquivaba y saltaba, de aquí para allá, salvando las grietas, abriéndose camino hacia el bosque.

Ya de pie, oyó algo que correteaba, y vio que la tierra estaba llena de ratas. Salían de las grietas a miles, enloquecidas de terror. Los pies descalzos de Buscador pisaban el pelaje que se retorcía.

La tierra seguía agrietándose y resoplando, y en ese momento, se deslizaron fuera de la tierra abierta las serpientes, también ellas locas de terror, zigzagueando en la tierra turbulenta. Pero no muy lejos la oscuridad del Glimmen ofrecía refugio. Buscador se metió a toda prisa entre los árboles. Su enemigo lo siguió, siempre pisándole los talones.

Los grandes árboles del Glimmen se derrumbaron en ese momento como habían caído los dientes del valle de la Cicatriz, arrancados de cuajo, arrojados sobre el camino de Buscador como si fuesen pajas. El bosque era pisoteado como hierba tras la estela de Buscador, y sin embargo, ningún tronco, ninguna rama lo golpeó en su caída. El ruido de los árboles cayendo llenó la noche, cada choque mil choques cuando cada rama se estrellaba contra otra rama. Y por encima de la agonía del bosque se elevó un sonido como de carcajada, que era el sonido del poder regocijándose en sí mismo.

«¿Qué quiere de mí?».

Salió por fin de la espesura y se adentró en los prados, sacudido por la tierra ondulante, cabalgando sobre las olas terrestres como un esquife en el mar, y las primeras luces del amanecer asomaron sigilosas por encima de las montañas del este. Buscador recorría la tierra tan deprisa y dando tales saltos que sus pies apenas tocaban el suelo. Manlir, el que poseía toda la fuerza, cuya voluntad impulsaba el mundo, lo empujaba hacia delante, obligándolo a deshacer el camino que había recorrido, haciéndole retroceder por los años de su vida.

«No puedo hacer esto solo».

El pálido resplandor de un río, y Buscador estaba en su país natal. Mientras corría levantó bien la cabeza e hizo la llamada. El largo grito sin palabras salió hacia el gran lago lejano y la ciudad de Radiancia, hacia los pueblos de las llanuras y las colinas y las montañas.

—¡Nomanos!

Las tres sílabas se alargaron en un grito que se elevó en el aire frío del alba y viajó kilómetros.

—¡Nooo-maaa-nooos!

Le oirían. El grito sería transmitido. Había hecho la llamada.

Cuando llegó al río, la furia de Manlir golpeó las lentas aguas de la corriente y las arremolinó hasta levantar una gran ola. Sin dudarlo un instante, Buscador saltó al corazón de la ola y la dejó alzarse y avanzar, llevándolo con ella. La ola se hinchó con tal fuerza que a ambos lados las orillas se derrumbaban a su paso. En la cresta, Buscador se dejó arrastrar río abajo sin sufrir daño, mientras los árboles y las rocas eran levantados y arrojados a los lados en el rugiente trayecto de la ola devastadora. Las desafortunadas barcazas que habían zarpado temprano fueron sobrepasadas por la ola y lanzadas como juguetes, mientras Buscador aguantaba encima de la cresta y se levantaba por encima de los restos voladores.

Cuando salió el sol Buscador vio que se acercaba a la desembocadura del río, arrastrado hacia el sur a tanta velocidad que hizo el viaje de un día en pocos minutos. Y allí, al final, donde el río se ensanchaba, la furiosa ola se hundió y Buscador se encontró nadando con firmeza, conducido hasta tierra por lentas corrientes.

Salió del agua en la playa de un bajío que conocía bien. En otro tiempo había sido una isla en la desembocadura del río. En otro tiempo había sido su hogar.

«¿Me ha dejado escapar? ¿O me ha traído al lugar donde quiere que esté?».

Ya en la playa vio gente reunida y, en medio de esta, una camilla con baldaquín blanco. Cerca, un segundo grupo de hombres trabajaban en un barquito anclado en las aguas poco profundas. Estaban atando cintas blancas al mástil y a las jarcias. Buscador reconoció las señales: estaban preparando un funeral marino.

El silencio y la quietud resultaban irreales después de la conmoción y el fragor que lo habían llevado hasta allí. Los miembros del cortejo fúnebre parecían ajenos a las explosiones de la tierra. Pero Manlir no se había ido. Buscador lo percibía, acechando.

«Me necesita vivo. Me ha traído hasta aquí. ¿Con qué propósito?».

Buscador se acercó al grupo que rodeaba la camilla blanca. Mientras lo hacía, una ráfaga de viento levantó el baldaquín, y vio el cuerpo que yacía. Era el del Niño Feliz.

Buscador lo comprendió de golpe y supo que debía escapar de inmediato, lo más deprisa que pudiera. Subió de un salto la ladera de la colina, sintiendo una fuerza que ascendía de la tierra como un viento que lo persiguiera. Corrió hasta la cima del alto acantilado y se paró un breve instante para mirar el océano que retumbaba abajo. Cuando el suelo sobre el que estaba empezó a sacudirse y agrietarse, se arrojó del acantilado, arqueándose sobre el mar, y se dio la vuelta en una grácil curva para caer en picado, con los brazos estirados, el cuerpo recto como una flecha, de cabeza en el océano.

«Una zambullida perfecta».

De pronto, el silencio. Resbaladizo como un pez, impulsándose para sumergirse cada vez más, se deslizó por las verdes profundidades hacia los abismos submarinos, y por un instante todo fue luz, todo quietud. Entonces el lecho marino se levantó por debajo de él y, aunque se volvió para escapar, la explosión lo rodeó.

El cortejo fúnebre de la playa miró con asombro la erupción marina, que arrojó un chorro gigantesco de agua al aire. Y en aquella efusión marina daba volteretas y giraba la silueta de un hombre que agitaba los brazos.

Buscador giró en el aire y en un instante de confusión vio a las personas que corrían por la costa, antes de volver a estrellarse contra el agua. En ese momento, sumido en el caos cegador, sabiendo que no podía escapar, sabiendo que la ayuda estaba en camino, se impulsó hacia la fuente de aquella fuerza. Allí, en las profundidades marinas, encontró el núcleo de esa fuerza y dejó que lo atrapara, que lo hiciera girar, que lo arrastrara.

Los que observaban en la orilla vieron un remolino en la superficie del mar, como si un tifón corriera embravecido hacia el horizonte formando una depresión en el agua a medida que se alejaba. Bajo la hirviente superficie Buscador acercó aún más la fuerza a sí, sin resistirse ya.

«Es divertido, esto de la fuerza. Puedes beberla».

Se encontró entonces con su enemigo y lo estrechó con fuerza entre sus brazos. Iracundo, el furioso torbellino submarino rompió la superficie una vez más, arrojando a Buscador hacia arriba sobre una columna en espiral de espuma. Pero Buscador no aflojó su abrazo. En ese momento estaba aferrado al que buscaba poseerlo, y su enemigo, sacando la fuerza del océano, multiplicaba una y otra vez la de sus golpes. Girando y zambulléndose, azotando las profundidades como un monstruo marino, la gigantesca voluntad que era Manlir lanzó el océano contra las montañas y dejó que las montañas volvieran a desplomarse. Sin embargo, Buscador no cedió.

El océano se levantó por debajo de él, ascendiendo hasta formar un imponente pico de agua que llegó hasta las nubes, una formidable demostración de control sobre los elementos. Subido a esa montaña marina, Buscador volvió la vista hacia la tierra, y allí vio su salvación.

—¡Nomanos!

Habían acudido en respuesta a su llamada. Llegaban a cientos, subiendo resueltamente al acantilado desde el que Buscador se había zambullido, formando una línea cada vez más larga en el horizonte iluminado por los rayos del sol naciente.

—¡Guerreros Místicos! —gritó Buscador—. ¡Acompañadme, ahora!

Cuando la montaña marina bajó, volviendo a llevarlo a la hirviente superficie, vio a sus hermanos y hermanas tender las manos hacia él, y sintió que el lir de ellos lo invadía. Cuando fue absorbido hacia las profundidades una vez más, sintió el lir de sus hermanos atravesar el agua verde cual si fueran los rayos del sol, inundándolo de fuerza. Buscador giró y volvió a girar en el combate espiral, envolviendo a su enemigo con su fuerza creciente, conteniéndolo, absorbiéndolo, dominándolo por fin.

«Me perseguías por mi poder. Recíbelo ahora».

Un último y desesperado espasmo de resistencia levantó a Buscador por los aires y lo volvió a sumergir en las aguas someras. Entonces, todo se acabó.

Buscador se levantó y salió caminando lentamente a la orilla. Los del cortejo fúnebre retrocedieron, asustados. Buscador se volvió para saludar a los Guerreros Místicos que estaban en lo alto del acantilado. Levantó los brazos cansados haciendo el saludo nomano. Sus hermanos alzaron los suyos en respuesta.

Habló a los miembros del cortejo fúnebre que estaba junto a la camilla.

—Quitad el baldaquín.

Unas manos asustadas desabrocharon con torpeza las correas. Allí, a la luz del alba, yacía el cuerpo del que llamaban el Amado. Buscador se inclinó sobre la camilla y levantó al difunto en brazos. Lo estrechó contra sí y, con suavidad, le volvió a insuflar la fuerza vital de la que se había despojado prematuramente. Ante los ojos del cortejo, sucedió el milagro.

Primero los dedos del difunto se movieron ligeramente. Luego, sus labios se separaron y se le oyó exhalar un suspiro. Después, sus ojos se abrieron. El Niño Feliz había revivido.

Miró a Buscador un buen rato, y los que lo rodeaban, sumidos en un profundo silencio, asombrados, apenas daban crédito a sus ojos. Luego, el Amado habló.

—¿Por qué?

Su voz era débil, apenas perceptible, frágil como el cristal.

—Tu viaje todavía no ha terminado —dijo Buscador.

El Niño Feliz levantó una mano temblorosa y tocó la mejilla de Buscador.

—¿He de viajar permanentemente?

—Ambos debemos viajar permanentemente.

Buscador lo bajó con cuidado hasta el suelo. El Niño Feliz se apartó entonces del abrazo de Buscador y se levantó solo. Se volvió hacia el cortejo fúnebre. Sobrecogidos y temerosos, todos se hincaron de rodillas.

—¡Amado! —gritaron.

Este les sonrió. Miró la playa, hacia el barco con las cintas blancas.

—¿Está el barco listo? —preguntó.

—¡Amado! ¡No nos dejes!

Meneó la cabeza y no contestó. Se volvió hacia Buscador.

—Prométeme que no permitirás que muera el conocimiento.

—Te lo prometo.

El Niño Feliz empezó a caminar solo sobre los guijarros en dirección al barco. Mientras se alejaba, se liberó de su juventud prestada y se convirtió, ante los ojos de los presentes, en un anciano. Cuando llegó al barco estaba encorvado, encogido, medio ciego y apenas era capaz de sostenerse en pie. Allí, apoyado en el barco, se volvió de nuevo y levantó una mano para despedirse de Buscador.

Buscador abrió sus brazos de par en par. De donde estaba salió un segundo anciano, que era Noman. Este se volvió y tocó la mejilla de Buscador, tal y como había hecho el Niño Feliz, y en su anciano y familiar rostro Buscador vio la llegada de una rendición serena. El viejo caudillo estaba entrando por fin en su tiempo de paz.

Sonrió a Buscador y volvió la cara hacia la orilla del mar.

—Espérame, hermano.

Él también se dirigió lentamente hacia el barco. Allí ambos hermanos se ayudaron mutuamente a subir a bordo. Luego se acostaron uno en los brazos del otro en su descanso final.

Buscador juntó sus manos abiertas e hizo fluir su lir hacia ellos. El barco crujió sobre la playa de guijarros, se estremeció y se deslizó hacia el agua. El viento alcanzó su vela, la hinchó e impulsó la embarcación mar adentro.