25


El asesino

Era una silla de madera corriente, de respaldo y brazos curvos, la clase de silla que se pone a la cabecera de la mesa en todos los hogares humildes. El asiento no tenía relleno, ni el respaldo estaba tallado. Buscador la tocó y sintió la suave veta de la madera. Sólo era una silla.

Así que, ¿qué era lo que había visto cuando había mirado con los ojos de Jango?

«Vi lo que Jango quería que viera. Luego, vi lo que yo quería ver.

»¿Y ahora? Ahora todo lo que tengo delante es una silla vacía».

Se dio la vuelta con un impulso repentino y se sentó. Oyó gritar a Jango:

—¡No!

Pero ya estaba sentado. Ya estaba hecho. Estaba en la misma silla que había creído que ocupaba el Todo y Único.

Oyó el estruendo de su enemigo, desde el cielo nocturno que lo cubría y desde la tierra que tenía debajo, desde los árboles de detrás y desde el lago de delante.

«Deja que venga —se dijo Buscador—. Lo único que encontrará aquí será a mí».

Sintió que se levantaba viento desde el lago. Le soplaba en la cara, alborotándole el pelo, haciéndole lagrimear. Intentó levantar una mano para limpiarse la mejilla, pero descubrió que tenía la mano pegada al brazo de la silla. El viento se intensificó, zarandeándolo en su asiento. Intentó levantarse. Todos los movimientos se habían vuelto imposibles. Ninguna atadura lo sujetaba al asiento, pero no podía abandonar la silla. Entonces el viento se hizo tan fuerte que le hacía daño en la cara. Se retorció, tiró de sus piernas y sus brazos, pero estaba atrapado.

Por delante, la línea negra del puente se alejaba en el lago, que se extendía de horizonte a horizonte. El viento azotó las aguas negras formando crestas y olas que se estrellaban contra la orilla cercana. Y por encima de todo bramaba el golpeteo incesante de su enemigo, muy cercano aunque en ningún momento evidente, ante quien Buscador se encontraba impotente.

Forcejeó para liberarse. Gritaba retador a su enemigo:

—¡Estoy aquí! ¡Haz lo que te venga en gana!

De inmediato se oyó un nuevo sonido, este procedente de la orilla opuesta del lago, acompañado de un movimiento fugaz, un juego de luces sobre el agua. Un susurro como el de la caída de las hojas arrancadas por el viento, como el del viento sobre la hierba seca se arrastró suavemente hacia él. Se levantaron en el agua unas crestas titilantes, que podrían haber sido olas pero no lo eran. Y a medida que se acercaban, Buscador vio que estaban formadas de finos filamentos, telarañas transportadas por el viento que giraban y se retorcían sobre el lago. Cada hebra brillaba con su propia y débil luminiscencia, formando, a medida que era impulsada por el viento, madejas y trenzas de luz cada vez más tupidas.

Aquellos hilos azotados por el viento cubrían el lago y seguían manando sin cesar sobre la cresta lejana y caían al agua. Las hebras más cercanas alcanzaron la orilla y avanzaron por la tierra hacia él con un susurro. El murmullo tomó forma, y Buscador empezó a entender palabras y frases, demasiado enmarañadas al principio para ser coherentes; pero en el sordo zumbido se oía una y otra vez con claridad una palabra: «Ayúdame».

Las hebras susurrantes se le estaban enroscando en los pies y subían por las patas de la silla. Eran tan finas, tan ligeras, que Buscador apenas las notaba. Pero llegaban más y más, sin cesar, que se congregaban a su alrededor como telarañas arrastradas por el viento, cubriéndole los pies y las espinillas gradualmente. Buscador entendió entonces su sonido a medida que las sibilantes palabras se apretujaban contra él.

«¡Ayúdame! —oyó—. ¡Ayúdame! ¡Entrégate a mí! ¡Ámame! ¡Sálvame!».

—¡Vete! —gritó Buscador, intentando dar patadas. Pero no podía soltarse, sólo girar la cabeza. Miró a su alrededor en busca de ayuda, pero estaba solo.

Las relucientes redes de sonido siguieron fluyendo hacia él, acumulándose, rodeándolo, ciñéndolo cada vez más dada su cantidad. Y su murmullo llenaba el aire.

«¡Alivia mi pena! ¡Acaba con mi soledad! ¡Dame esperanza! ¡Muéstrate clemente! ¡Perdona mi debilidad! ¡Castiga a mis enemigos! ¡Cuida de los que amo! ¡Cuida de mí! ¡No permitas que sufra! ¡No permitas que muera! ¡Hazme vivir eternamente!».

Cada fino filamento era una plegaria; todas las plegarias al Todo y Único de los necesitados se estaban arracimando sobre el agua para rodear al que había ocupado su sitio en la silla. Las hebras se arrastraban sobre el túmulo que ya se había formado alrededor de las piernas de Buscador, que en ese momento las sentía enroscándose en sus brazos y aferrándose a su pecho.

En su terror, Buscador gritó:

—¡No soy vuestro dios! ¡No puedo hacer nada!

Pero las hebras siguieron amontonándose a su alrededor, cubriendo capa a capa su cuerpo impotente, y le llegaban ya hasta el cuello. Pronto le cubrirían la cara, le obstruirían la boca y las fosas nasales, le impedirían respirar.

—¡Vete! —gritó—. ¿Quieres matarme?

Pero Buscador supo en cuanto las gritó que sus palabras no significaban nada. Las almas miserables que decían aquellas plegarias no sabían nada acerca de él. En su necesidad, rezaban, y las peticiones salían volando de su boca, y él estaba apresado en el lugar donde aquellas súplicas iban a parar. Estaba siendo enterrado en plegarias.

De modo que así se sentía uno al ser dios: aplastado por las necesidades imposibles de satisfacer, abrumado por el peso muerto del sufrimiento, silenciado por la gran masa asfixiante de súplicas sin respuesta.

Las redes se estaban enroscando en su barbilla y empezaban a llegarle a los labios. Sacudió la cabeza, pero la red se aferraba a él con fuerza.

—¡Sálvame! —gritó.

«Seguro que sabes que eres tú quien me salvará».

Volvió la cabeza, retorciéndola hacia arriba en un intento vano de escapar de la masa envolvente de hebras. Levantó la vista y miró fijamente el vacío cielo nocturno. Y allí, muy arriba, vio un halcón que volaba lentamente en círculos. Observó su vuelo, con las alas extendidas, sosteniéndose en el aire sin ningún esfuerzo, perfilado débilmente por la luz mortecina de poniente. Volaba demasiado alto y estaba demasiado oscuro para distinguir sus manchas, pero Buscador supo por la forma, por las plumas de los bordes de sus alas y su cola, que era un halcón peregrino. Conocía bien los grandes halcones. Su hermano, Resplandor, le había enseñado a observarlos hacía mucho tiempo. Aquellas aves eran cazadoras que se lanzaban desde arriba, desde tanta altura que su presa jamás llegaba siquiera a imaginar su existencia. Cazaban por la vista. Era tarde para que un halcón peregrino anduviera fuera del nido. «Sólo te ven si te mueves», le había dicho Resplandor, provocándole un estremecimiento. Buscador, el niño, había levantado entonces la vista con miedo, sin saber muy bien si habría otros halcones más grandes, fuera por completo del alcance de sus ojos, esperando a lanzarse en picado sobre él: ocultos dioses de castigo y muerte.

Cuando en ese momento levantó la vista, se acordó, y su mente, extendiéndose más allá de su cuerpo apresado, se unió al halcón que daba vueltas y miró hacia abajo con los penetrantes ojos del pájaro. Bajo él vio el lago y la orilla, el borde y el bosque, y aquello era un terreno de caza… nada más. Aquel Verdadero Nom, aquel lugar de poder y misterio, no era para el halcón más que un terreno donde se criaba su presa.

«Mi mundo son muchos mundos».

Su mirada se lanzó entonces en picado por el cielo nocturno como un halcón, y atravesó las ramas de los árboles nocturnos hasta el mundo de la maleza y las raíces, donde los ratones y musarañas vivían sus pequeñas vidas completamente ignorantes. Y allí, sobresaliendo entre la maleza, había una única flor azul. Los ojos de Buscador se posaron en ella, iluminados por la luz plateada de la red de plegarias, y la saludó como si fuera una vieja amiga. Conocía bien aquella flor, comprendía su belleza. Era ella misma, como no podía ser de otra manera.

Mientras reflexionaba sobre esto, muchas otras ideas se agolparon en su cabeza, a tal velocidad que era capaz de captarlas: la medida en que el mundo de los halcones y el de los ratones y musarañas y el de los acianos se cruzaban en un rayo de muerte que caía del cielo; la manera en que su mundo y el de aquellos cuyas plegarias desesperadas lo estrechaban también eran diferentes, absolutamente distintos, y sin embargo compartían la misma tierra y el mismo cielo. Al igual que los prisioneros a los que se les vendan los ojos, caminaban arrastrando los pies en sus oscuridades privadas, chocando entre sí, sin saber a quién o qué habían golpeado.

«Todos estamos conectados».

Aquel era un pensamiento grandioso. Buscador se sintió crecer, extendiéndose entre los árboles y por encima del agua, elevándose hacia la oscuridad nocturna.

Vio entonces con asombro lo que siempre había estado allí ante sus ojos, lo que era tan ridículamente evidente: la manera en que todos los elementos del mundo actúan conjuntamente y no pueden existir los unos sin los otros. Las montañas necesitan las llanuras, y los lagos necesitan las colinas. El río no podría ser un río sin las orillas, y la carretera no sería tal sin los campos y bosques a través de los cuales traza su recorrido. La costa necesita el océano, y este necesita un horizonte, y el horizonte necesita el cielo.

Estas revelaciones explotaron como fuegos artificiales en su mente. La cosa más insignificante forma parte de un todo mayor. Las cosas más grandes dependen unas de otras. Nadie está solo, nada existe sin su función, nada existe sin un significado. Y ver todo esto, y saberlo, hace el mundo hermoso más allá de lo imaginable.

«Soy más que lo que sé. Soy todo lo que sé. Soy todo lo que hay.

»¿Es eso posible? Si fuera verdad…».

Se percató en ese momento de que las hebras susurrantes que lo habían estado asfixiando se estaban acallando. Como si sólo les hubiera dado sustancia el sonido que producían; como si cesaran de murmurar para menguar, desvanecerse y desparecer. Toda la red crepitante que había estado cubriendo el lago se desvanecía en la noche. Y Buscador descubrió que podía moverse de nuevo.

Se levantó de la silla.

Allí, en la noche, delante de él, estaba Jango, mirándolo fijamente con ojos de angustia.

—¿Qué ves? —le preguntó, gritando.

Buscador sabía lo que Jango necesitaba oír. Pero todo había cambiado; ya sólo podía decir la verdad.

—No veo nada —respondió.

Jango se hincó de rodillas y se apretó el pecho como si estuviera herido.

—¡Asesino! —gritó.

«Así sea —pensó Buscador—. No soy el dios del Jardín. Soy el que ve que no hay dios. Soy el Asesino».

Se alejó de la silla, pasó junto al afligido Jango y se acercó a Noman en la orilla del lago.

—Lo que has visto —dijo Noman— lo vi yo hace mucho. Entonces fui yo el Asesino. Ahora eres tú.

Levantó los brazos. Buscador se le acercó. Noman le puso las manos en los hombros y le miró fijamente a los ojos.

—¿Me ves?

—Sí. Te veo.

—¿Quién soy?

—Eres Noman.

—Mira más profundamente.

Buscador sostuvo aquella mirada insondable, y por fin lo entendió todo.

«Te conozco. Yo soy tú».

—Eres Noman. Eres Jango. Eres yo.

Entonces Noman lo atrajo hacia sí y lo estrechó entre sus brazos ancianos.

—¿No he estado siempre contigo?

Separado y unido, amado y solo, Buscador se hundió en Noman y fue él. Vio a través de sus ojos y pensó sus pensamientos. Vio su propia cara joven, y descubrió que estaba llorando, y preguntó por qué estaba llorando. Vio la cara de Noman, y también estaba húmeda de lágrimas. Besó la mejilla fina como el papel del anciano, y uno de ellos habló al otro, diciendo:

—Así que el experimento ha tenido éxito por fin. Ya estamos preparados.

En ese momento Buscador dejó su mente abierta como una puerta, y a través de ella se precipitó a un mar de recuerdos. En aquel abrazo vertiginoso estaban Buscador, y Jango, y Noman; eran los tres al mismo tiempo, desapareciendo el uno en los otros y volviendo a aparecer, una única mente en un torbellino de juventud y vejez, de compasión, preguntas y amor. Había vivido doscientos años, y vivía en aquel momento infinito en todos y cada uno de aquellos años al mismo tiempo. Era un bebé mamando y un caudillo al frente de un ejército conquistador, y un anciano loco sentado sobre un bastón esperando al borde de un camino vacío. Era un niño solitario en una clase, y era un amante en los brazos de su amante, y era un filósofo que soñaba con hacer un mundo mejor.

Lanzándose en picado como un halcón a través de los años, sumergiéndose en recuerdos siempre presentes y siempre desconocidos, se encontró una vez más en la cima de la isla de Anacrea, ante la pantalla que protegía el Jardín. Era Noman, el omnipotente caudillo. Ordenó a sus guerreros que derribaran la pantalla. Solo, entró en la jungla sagrada. Encontró el Jardín vacío. Permaneció en aquella jungla impía un día y una noche, y cuando la abandonó sabía la verdad: había sido él, en su codicia de conocimiento, quien había matado al dios.

«Soy Noman. Soy el Asesino».

Una vuelta y otra vuelta más en aquel baile de las edades, y era Jango, paciente en su fe, llegando para encontrar lo que tanto necesitaba encontrar; llegando para arrodillarse, derramando lágrimas de alegría delante del Todo y Único; llegando para buscar la verdad y fracasando en encontrarla.

«Soy Jango. Soy el Creyente».

Una vuelta y otra vuelta más, y era Buscador recorriendo la línea de oscuridad entre tramos de luz hacia una silla vacía en un Jardín vacío; llegando para buscar la verdad, y encontrándola; llegando para soportar la carga del aquel vacío.

«Soy Buscador. Soy el Asesino que regresa.

»El exceso de conocimiento mata a los dioses.

»¿Y qué hace, pues, el Asesino? Devuelve al mundo lo que ha matado y paga el precio de su silencio.

»Primero escogí el conocimiento. Ahora, escojo la fe.

»Amuralla el Jardín. Séllalas puertas. Coloca guerreros que impidan que se aproxime nadie. Actúa como si creyeras. La gente necesita dioses.

»¿Cuántos siglos son necesarios para aplacar el miedo en los corazones de los hombres? Este es el gran experimento. ¿Hemos cometido errores? Pues claro. Pero el experimento aún no ha terminado. Tenemos un hermano.

»Nuestro hermano es aquel a quien amamos por encima de cualquier otro, aquel que deseamos ser, nuestro hermano mayor, el más sabio. Nuestro hermano fue el primero en entender la vida que late en todas las cosas, el primero que sintió su poder infinito. Y ahora es el primero en ser contagiado por la vida, en hacerse adicto a ella, en concebir la posibilidad de que quizá pueda vivir eternamente.

»Mi vida es todas las vidas. Nunca moriré.

»Al creer que es todas las vidas, está deseando dejar que mueran todos los demás para poder vivir él. Esta es su locura. Esa es la razón de que sea el último enemigo.

»Manlir, nuestro hermano, oye y se burla de nuestro experimento, hablando de un recuerdo lejano. Habla con amargura y con la verdad».

—Das a la gente una infancia eterna. ¿Es esa tu manera de amar a la humanidad?

Y Buscador, al recordarlo, se oye hablar, oye la respuesta de Noman.

—Dales la fe.

»Les hemos dado consejos y los llamamos Guerreros Místicos. Los hemos armado con poder, aunque no demasiado. Les hemos proporcionado un enemigo, de manera que no bajen la guardia.

»Y sí, en el trayecto se producen bajas. Cuando el imprescindible enemigo se hace demasiado fuerte, debe producirse una intervención. El plan lo prevé. Debe haber un nuevo defensor de la fe, debe haber muertes, ha de haber sacrificios. Tiene que haber una renovación. Cuando se presente la oportunidad, la Comunidad ha de ser arrancada de sus raíces y se le debe permitir que encuentre su propio camino de regreso a la nueva vida, a la nueva energía, a la nueva fe. Los hombres pueden curarse a sí mismos. Hemos plantado un maíz vital.

Otra recordada voz en el mar de los recuerdos: la voz del Decano.

—Dejaré que el Nom sea destruido —dice apesadumbrado—. Pero los hermanos y las hermanas han de saber que el Niño Perdido sigue con nosotros.

—Deben perderlo todo —dice—. Han de ser despojados de su ropa y abandonados sin nada. Luego, su fe renacerá de la nada.

—Así que debo ser el traidor.

—Traicionas su presente para garantizar su futuro. Es imposible un acto más grande de amor.

»¡Oh, qué inmensidad la de nuestro plan! ¡Oh, qué desaforada ambición, qué apasionado amor por la humanidad, qué fragilidad!

»Si puedo conseguir que haya luz en lugar de oscuridad, puedo acabar hiriendo al mundo.

»Todos los momentos se funden en uno. Todas las voces se hacen una.

»Soy Noman. Hace mucho tiempo que di comienzo a este experimento. Lo cuidé como un padre afectuoso cuida de su hijo pequeño.

»Soy Jango. Soy el que fracasó. Soy el que guarda la llave de, la puerta que siempre está abierta. Soy el guía que espera en la cuneta del camino la oportunidad para regresar.

»Soy Buscador. Mi vida es un experimento de búsqueda de la verdad.

Noman dejó de abrazar a Buscador.

—Ya estás preparado —dijo.

—¿Estarás conmigo?

—¿Y cómo podría no estar? Soy tú.

—Entonces, dejemos que empiece.