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Actúa como si creyeras

Estrella Matutina cabalgaba delante, sola. Tras ella lo hacía Salvaje, a la cabeza de su ejército de soldados de a pie. Avanzaban en tropel, no en formación ordenada, pero de buen humor y contentos de moverse. Detrás, los guerreros arrastraban a sus mujeres y niños, sus bestias y enseres, de modo que un largo y polvoriento séquito avanzaba por la llanura.

Junto a los vagabundos y al mismo paso que ellos cabalgaban Caressa Chajan y sus orlanos. Inferiores en número al gran ejército vagabundo, los orlanos cabalgaban en formación, orgullosamente conscientes de que eran unos guerreros adiestrados. También mantenían la mirada al frente, hacia Estrella Matutina, que los guiaba a un nuevo principio.

Pico, trotando al lado de Salvaje, se protegió los ojos contra el resplandor del sol y miró fijamente hacia delante.

—Aquello es el lago —dijo—. Vamos al lago.

—Podría ser —dijo Salvaje.

—Vamos a Radiancia.

—Podría ser.

—Pero jefe, ese no es lugar para un dios. Radiancia es una ciudad fantasma.

—¿Temes a los fantasmas, Pico?

Los dos ejércitos irrumpieron en Radiancia cuando el día declinaba. A primera vista la ciudad parecía abandonada. Las cabras buscaban en los albañales, y las puertas de las casas colgaban de sus goznes. Los techos despojados de tejas dejaban al descubierto las vigas desnudas. El agua en los abrevaderos de los cruces estaba estancada y limosa.

Tanto los vagabundos como los orlanos guardaron silencio mientras recorrían las calles saqueadas, impresionados por la devastación. Aquí y allá el ruido de movimientos tras las ventanas rotas revelaba que había gente escondida en las casas, pero quienesquiera que fueran permanecieron fuera de la vista. Gatos salvajes amarillos, que proyectaban largas sombras mientras merodeaban, volvían sus ojos rasgados hacia los recién llegados y se escabullían.

Estrella Matutina condujo a los ejércitos hasta la plaza del templo. Allí, a la sombra imponente de la roca del templo, se había instalado un mercado donde los saqueadores exponían su mercancía sobre telas extendidas en el suelo de adoquines. Los viejos tenderetes de los soportales habían desaparecido, destrozados y quemados en las hogueras. Los comerciantes que en ese momento se arrodillaban bajo aquellos soportales se caracterizaban por una lamentable escasez de bienes: aquí tres copas en fila, allí una ristra de cebollas, allá un único par de zapatos.

La gente de la plaza se replegó, perpleja y curiosa, cuando los ejércitos entraron y se apiñaron alrededor de los soportales. Salvaje levantó la vista hacia el elevado peñasco y torció el gesto.

—Huele a muerte —dijo.

Caressa avanzó hasta situarse a su lado. Con el látigo de empuñadura de plata señaló el templo, con sus imponentes puertas.

—¿Ahí es donde vivía el rey?

—Sí —contestó Salvaje—. El rey y los sacerdotes.

—Entonces, me servirá.

Se marchó sin desmontar hacia los anchos escalones que ascendían hasta las puertas del templo. Salvaje la siguió.

—No tan deprisa, princesa —dijo—. ¿Quién dice que los orlanos vayan a vivir en el palacio del rey?

—Yo lo digo.

—Y yo digo que esta es ahora una ciudad de los vagabundos. Y yo digo que los vagabundos son los que mandan.

—No a mí, muchacho. A mí nadie me da órdenes.

—No te doy órdenes, princesa. Haz lo que te plazca.

Caressa desmontó y empezó a subir los escalones, haciendo señas a sus hombres para que la siguieran.

—¡Abrid esas puertas! ¡Abrid paso a la Chajan de Chajanes!

Salvaje también bajó del caballo de un salto y subió los escalones a grandes zancadas, gritando a sus jefes.

—¡Eh, valientes! ¡Los vagabundos a la cima de la roca!

Estrella Matutina no fue con ellos. Su mirada se había detenido en un grupito que se apiñaba alrededor de una hoguera. Había una mesa de caballete junto al fuego con muchos tarros pequeños de arcilla. Dos hombres, de pie junto a la mesa, anunciaban a gritos su mercancía. Estrella Matutina los reconoció de inmediato: eran Sosiego y Solaz, los traficantes de tributos que la habían atrapado y vendido como sacrificio vivo.

—Venid conmigo —dijo a los vagabundos que tenía más cerca—. Voy a necesitar vuestra ayuda.

Cruzó la plaza oyendo el reclamo de los comerciantes.

—¡Restos preciosos! —gritaba Sosiego, levantando un botecito de arcilla—. ¿Tenéis un ser amado asesinado por los sacerdotes? ¡Llevaos a casa una reliquia de su sacrificio!

—¡Sacado respetuosamente del lago! —decía Solaz, revolviendo con un tenedor las relucientes brasas del fuego—. ¡Purificado por el fuego!

—¡Las respetadas cenizas de nuestro amado difunto! —anunciaba Sosiego—. ¡Restos preciosos! ¡Un tarro por un chelín de oro!

Estrella Matutina se abrió paso entre el pequeño grupo.

—Dadme uno de esos —dijo.

—Por supuesto, señora. ¿Algún ser querido fue despeñado desde la alta roca? Un chelín, señora.

Estrella Matutina tomó un tarro de arcilla de la mesa y, levantándolo para que todos lo vieran, lo dejó caer al suelo. El tarro se hizo añicos y las cenizas se esparcieron sobre las losas del pavimento.

—¡Sacrilegio! —exclamó Sosiego.

—¡Estos hombres vendían la vida! —gritó Estrella Matutina—. Ahora venden la muerte.

—¡Oh, mujer malvada!

—Apresadlos —ordenó Estrella Matutina a los vagabundos que la habían acompañado—. ¡Atadles las manos!

—¿Por qué? ¿Acaso es un crimen honrar a los caídos?

Los vagabundos agarraron a los dos mercachifles por los brazos y los ataron con tiras de cuero.

—No os acordáis de mí —dijo Estrella Matutina—, pero yo os recuerdo perfectamente. Me atasteis como os han atado ahora y me vendisteis para que me arrojaran de la roca del templo.

Haciendo un gesto a los vagabundos para que la siguieran con los cautivos, cruzó la plaza a grandes zancadas hacia la roca del templo.

—¿Adónde nos llevas? ¿Qué derecho tienes a hacernos esto?

—Ya lo averiguaréis.

—Aunque hayamos actuado mal en el pasado —dijo Sosiego en tono melifluo—, tú no querrías rebajarte a nuestro nivel, ¿verdad?

Estrella Matutina llegó al pie de los escalones tallados en el peñasco y empezó a subir.

—¡No! —gritó Sosiego—. ¡La roca no! ¡No subiré a la roca!

Estrella Matutina se detuvo y se volvió hacia los vagabundos.

—Estos hombres son comerciantes de tributos. Si se niegan a subir a la roca, arrojadlos al suelo y pisoteadlos hasta matarlos.

—Ya subo —dijo Solaz—. ¿Veis?, estoy subiendo.

Estrella Matutina siguió subiendo los empinados peldaños, tramo a tramo, y los vagabundos con los cautivos la seguían. Sosiego no paró de suplicar durante todo el camino.

—Tal vez cometiéramos algunos errores en la época de los sacerdotes, señora; pero si hubo muertes, ¿a quién hay que culpar por eso? Nunca le hicimos daño ni a un alma, ni siquiera a su bondad, su sinceridad la obliga a admitir eso. ¿Es culpa nuestra que los sacerdotes fueran malvados y estuvieran equivocados? ¡Menuda bendición es que nadie cometa nunca más semejantes crueldades! La crueldad es algo terrible, señora, como sabes mejor que nosotros. Tú conoces el horror y la maldad de aquellos sacrificios monstruosos.

El flujo de sus palabras se fue haciendo más lento a medida que el ejercicio del largo ascenso empezaba a cobrarse su precio, aunque no paró de hablar ni un instante.

—Menuda bendición que el poder esté ahora en manos de quienes tienen la mayor de las razones para mostrarse clementes. Siendo como eres una señora, una buena señora, sentirás una inclinación natural a la clemencia. Sé de corazón que donde nosotros fuimos débiles tú serás fuerte. Y demostrarás a todo el mundo lo que es tener un corazón noble.

Cuando llegaron a la cima del peñasco los vagabundos preguntaron:

—¿Dónde los quieres, madrecita?

—En el borde —dijo Estrella Matutina—. Vendadles los ojos.

—¡Madrecita! —gritó Sosiego—. ¡Él te ha llamado madrecita! ¡Una madre no les hace daño a sus hijos!

—¿Por qué nos vais a vendar los ojos? —preguntó Solaz, aterrorizado.

Los vagabundos ataron con fuerza sendos trapos sobre los ojos de los mercaderes. Cuando tuvieron los ojos vendados, Estrella Matutina ordenó a los vagabundos que los llevaran al otro extremo de la terraza del peñasco.

—¡Misericordia, madrecita! —gritó Sosiego.

—Tendréis misericordia —dijo Estrella Matutina—. En mi misericordia os he hecho vendar los ojos. No podéis ver la caída. Pero yo sí que puedo verla. —Estrella se paró en el borde occidental, donde otrora colocaban a los tributos, y miró hacia abajo—. Hay una larga, larga caída hasta el agua. Vosotros me vendisteis para esta muerte. ¿Alguna vez pensasteis en cómo sería caer desde esta roca?

—Por favor, señora —dijo Sosiego, ya entre sollozos—. Aquellos eran otros tiempos. Todos cometimos errores.

—¿Se os soltará el vientre mientras caéis? ¿Podréis respirar con el viento azotándoos la cara?

—¡No quiero morir!

—Y cuando impactéis contra el agua, ¿moriréis rápidamente u os quedaréis descoyuntados sobre el agua y os ahogaréis?

—¡No! ¡Nooo!

Los dos traficantes sollozaban convulsamente de terror.

—¡Colocadlos en el borde! —ordenó Estrella Matutina—. ¡Sacrificadlos por todos los hombres y mujeres inocentes que han enviado a la muerte! ¡Arrojadlos al vacío!

Los mercaderes gritaron mientras caían, lanzando agudísimos gritos de desesperación. Pero el borde por el que habían sido empujados no era el de la gran caída al agua. No cayeron más allá de un tramo de escaleras de piedra, y allí se quedaron, al pie de los escalones, magullados y sollozantes.

—Tendrías que haberles hecho dar el gran salto, madrecita —dijeron los vagabundos—. Una escoria así no merece vivir.

—Me ha faltado poco —dijo Estrella Matutina—. Pero que muy poco. —Se estremeció y se alejó del borde del precipicio—. Ahora, dejadlos marchar.

Los temblorosos traficantes de tributos fueron liberados de sus ataduras. Estrella Matutina los observó mientras bajaban cojeando las escaleras hasta la plaza. Al otro lado del lago el sol se estaba poniendo ya, como había hecho hacía un año cuando ella estaba allí, rodeada de la pompa y el ritual de la corte de Radiancia.

* * *

Caressa y sus hombres aparecieron en aquel momento en las escaleras, seguidos por Salvaje y sus jefes vagabundos. Continuaban peleándose.

—Aquí es donde me colocaré y saludaré a mi gente —dijo Caressa.

Se dirigió al muro del rellano y saludó con la mano a la multitud de la plaza. De los orlanos allí congregados ascendió una aclamación.

—¡Chajan! ¡Chajan!

—Aquí es donde me colocaré yo —repuso Salvaje—. Un noble vagabundo en una ciudad vagabunda.

Él también gritó a los hombres que estaban abajo:

—¡Hola! ¿Me a-a-amáis?

—¡Salvaje! ¡Salvaje!

—Ninguno de los dos se colocará en este lugar —dijo Estrella Matutina—. Aquí es donde se construirá el nuevo Jardín.

Salvaje y Caressa la miraron fijamente con incredulidad.

—¡Aquí! ¡En el templo!

—Sobre esta roca.

—¡El templo está en ruinas! —exclamó Caressa—. El lugar es un vertedero.

—¿Qué clase de dios querría vivir aquí? —dijo Salvaje.

—Este es el lugar —dijo Estrella Matutina—. Este será el hogar del Todo y Único. Lo he visto en mi sueño.

Se alejó de ellos y volvió al borde occidental. Caressa y Salvaje se miraron.

—¿Está loca? —preguntó Caressa.

—Podría ser —respondió Salvaje.

—Déjame hablar con ella a solas.

Caressa se reunió con Estrella Matutina. El sol poniente ya estaba cerca del agua, tiñendo la reluciente superficie del lago de un intenso rosa coral.

—Puedes decirme la verdad —dijo Caressa en voz baja—. Ese sueño tuyo engaña a mucha gente, pero a mí no me engaña. Así que no creas que no lo sé.

—Eso es justamente lo que creo —dijo Estrella Matutina con los ojos puestos en el sol—. Creo que no lo sabes. Creo que no sabes nada. Pero yo sí que lo sé.

Habló con una seguridad férrea, con una tranquilidad que Caressa no le había visto nunca hasta entonces.

—Se construirá el Jardín —dijo—. El dios vendrá. La gente creerá. Incluso los orlanos creerán.

Volvió su mirada a Caressa.

—Los orlanos creerán porque les dirás que crean. Eres la Chajan de Chajanes.

Caressa se sintió intimidada. La chica callada y feúcha se había transformado. Se había vuelto segura, fuerte y espléndida.

—¿Y cómo puedo decirles que crean si yo misma no creo? —preguntó Caressa.

—Finge que crees replicó Estrella Matutina.

Salvaje, cada vez más impaciente, se unió a ellas.

—Bueno, ya que estamos aquí —dijo—, ¿qué hacemos?

Caressa se volvió a él.

—Dice que vamos a construir un hogar para el dios aquí arriba. ¿Tú crees en el dios encapuchado, Salvaje?

—No puedo decir que no crea —respondió Salvaje con lentitud—. No puedo decir que creo. Es como si creyera a medias.

Caressa miró atentamente la piel dorada de Salvaje calentada por la luz del sol poniente, y pensó en lo guapo que era.

—Lo haré, si tú lo haces —contestó Caressa.

—¡Eh, princesa! ¿Por qué no?

El sol se hundió por fin en el horizonte. El cielo resplandeció con la luz débil del crepúsculo.

—Construidlo —dijo Estrella Matutina—, y el Niño Perdido regresará.

* * *

Durante los días que siguieron los dos ejércitos restablecieron gradualmente el orden en la destrozada ciudad. Los asustados ciudadanos salieron de sus escondites y las bandas de delincuentes que habían impuesto su ley en las calles fueron expulsadas. Las seis plantas del templo fueron vaciadas, barridas y limpiadas, y las cuadrillas de albañiles y jardineros se pusieron a transformar la cima del peñasco. Se levantó un muro de piedras toscas colocadas de tal modo que quedaran miles de pequeños resquicios de luz. Se subieron barriles de arena hasta la cima y se vaciaron. Se plantaron árboles jóvenes, y arbustos, y césped, y flores. Los depósitos que habían contenido los tributos se llenaron de agua bombeada desde el lago, y se cavó un canal por el que goteaba agua desde ellos al jardín de nueva creación. El trabajo avanzó con rapidez porque todos los trabajadores sabían lo que estaban construyendo y por esa razón estaban entusiasmados. Construían un hogar para un dios.

Estrella Matutina se mantuvo muy reservada durante esos días, porque allí donde era reconocida la gente la asediaba pidiéndole ayuda. Para escapar del peso de las plegarias salía a cabalgar con Sky, y cada día se alejaba más, tomando los senderos poco transitados que discurrían hacia el este. Sky no le hacía preguntas ni le exigía nada. El hermoso caballo caspiano compartía su soledad y su silencio bajo el infinito cielo estival.

Entonces, un día, volvió a la ciudad y se encontró con que la gente había estado buscándola.

—¡Madrecita! —gritaron alegremente—. ¡Pensábamos que nos habías abandonado!

—Todavía no —respondió ella.

—¡El trabajo está terminado! ¡El Jardín está acabado!

—Entonces debemos velar esta noche —dijo Estrella Matutina—. El Niño Perdido vendrá al Jardín.