21


Suena una campana

Buscador siguió la carretera hacia el oeste. Durante toda la marcha no dejó de percibir un ruido sordo y profundo en la tierra y un olor pesado y dulzón en el aire. Si aquellas eran verdaderas sensaciones o el fruto de su temor, era algo que no podía decir. Pero le pareció que Manlir lo estaba siguiendo, observándolo, preparándose para su venganza. Pero entonces, ¿por qué esperaba?

Por delante se extendía un gran bosque, y más allá de este la tierra de los peñascos y las agujas pétreas que marcaban los límites del mundo que Buscador conocía. Estaba siguiendo de nuevo su propia ruta, el camino que había seguido con tanta urgencia y determinación cuando era cazador. En ese momento corría contra el tiempo para llegar a un destino desconocido, confiando en un recuerdo que no sabía que tenía.

«Estuvimos allí antes», le había dicho Jango.

De vez en cuando se encontraba con otros viajeros en la carretera, pero pasaban por su lado sin cruzar más que los habituales saludos, y él no aceptaba la invitación de unirse a ellos. Viajaba más deprisa solo.

En el punto en el que la carretera pasaba una vez más entre los árboles, oyó el lejano sonido de una campana. Era un débil tintineo que sabía que había oído con anterioridad. Se detuvo y de inmediato lo abrumaron tanto los recuerdos que los ojos se le llenaron de lágrimas.

Era el sonido de la campana del colegio de Anacrea. Mentalmente, con la misma claridad que si volviera a estar en el patio del colegio, vio a los niños que volvían a su aula al acabar el recreo de la mañana.

Allí, ya en su pupitre, mirando por la ventana, se sentaba el solitario muchacho de semblante pálido que había sido antaño Buscador.

Miró entre los árboles para ver quién había hecho sonar la campana. El tintineo había cesado. Oyó pasos a la carrera. Un hombre salió de la arboleda dando saltos: un hombre flaco, calvo y de ojos hundidos. Hacía señas y gritaba.

—¡Ven y mira!

Buscador vio con sorpresa que se trataba de Senda Estrecha. La alta frente y los rasgos demacrados no habían sufrido cambios, aunque era evidente que ya no lo reconocía a él. La aguda inteligencia de aquellos ojos hundidos había sido sustituida por un entusiasmo infantil. Buscador supo de inmediato que el hombre había sido limpiado.

—¡Un rompecabezas! —gritó Senda Estrecha—. ¡Un misterio! ¡Ven y mira!

Buscador sintió una oleada de ira hacia la Comunidad, que había ordenado un castigo tan terrible, y culpa porque el castigo debería haber sido para él. Senda Estrecha lo había liberado de la prisión en la que se encontraba en el Nom, y había pagado el precio. Ahora le tiraba del brazo, arrastrándolo fuera del camino. Buscador se dejó guiar entre los árboles.

Senda Estrecha se detuvo junto a un tronco. Señalando, sonriendo, arrugando su frente calva, mostró a Buscador un abrigo colgado de una rama.

—Es un buen abrigo —dijo—. Un abrigo de primera calidad. Me gustaría tener un abrigo así, para las noches.

Buscador se sintió invadido por una oleada de compasión.

—¿Duermes al raso?

—¿Dónde, si no, iba a dormir? —contestó Senda Estrecha—. No tengo hogar.

—En otros tiempos tenías uno.

Pero Senda Estrecha sólo estaba interesado en el abrigo.

—Podría ponérmelo y tumbarme en la hierba blanda, y dormiría como un bebé.

—Entonces, cógelo.

—Pero no es mío. Alguien lo dejó colgado de ese árbol. Lo he estado observando desde ayer. Nadie ha vuelto a recogerlo. ¿No te parece extraño?

—Creo que deberías cogerlo —dijo Buscador, deseando hacerlo feliz—. Ahí colgado no le será de provecho a nadie.

—Oh, no. —Senda Estrecha meneó la cabeza varias veces—. No puedo cogerlo. No es mío. Si él estuviera para dármelo, eso sería diferente. —Miró con añoranza el abrigo—. Pero no puedo cogerlo.

Durante aquella absurda conversación Buscador recordó al viejo Senda Estrecha, y la tristeza lo invadió.

—No es tu abrigo, ¿verdad? —preguntó Senda Estrecha.

Buscador apartó la mirada.

—Sí. Es mi abrigo. Lo dejé ahí para ti.

—¡Para mí! ¿Me estás dando el abrigo?

—Sí.

—¡Para mí! —Una sonrisa de pura alegría llenó la cara de Senda Estrecha—. Es justo lo que quiero.

Una sombra de duda le borró la sonrisa.

—Pero ¿por qué habrías de darme un abrigo tan bueno?

—Porque una vez te conocí. Y me hiciste un gran favor.

—¿Eso hice?

Era suficiente. La curiosidad de Senda Estrecha no se extendió a aquel pasado común. El abrigo ocupaba sus pensamientos. Con cuidado, respetuosamente, bajó la prenda del árbol.

—¡Cómo pesa!

Mientras lo observaba, Buscador se preguntó si el proceso de limpieza podía revertirse. Su poder era muy grande. Si podía devolverle la vida a Salvaje, ¿por qué no había de ser capaz de devolverle a Senda Estrecha el recuerdo de su propio pasado?

—No sabes quién eres, ¿verdad? —preguntó.

Senda Estrecha ya estaba probándose el abrigo, metiendo sus delgados brazos en las mangas.

—Te llamas Senda Estrecha. Fuiste un Guerrero Místico.

—¡Ea! —dijo Senda Estrecha, levantándose las solapas—. Pensaba que me quedaría demasiado grande, pero tiene el largo perfecto.

—¿No quieres saber quién eres?

El hombre miró a Buscador de hito en hito.

—¿Por qué habría de querer saber quién soy? Quiero saber dónde estoy para encontrar mi siguiente comida, y saber cómo pagarla. Quiero saber si los desconocidos del camino me harán daño. Pero por lo que respecta a quién soy… no veo qué necesidad hay de saberlo. Estoy aquí, y eso es todo cuanto hay que decir al respecto.

—Sí —dijo Buscador—. Tienes razón.

—¿Qué es esto? —Senda Estrecha sacudió el abrigo—. Hay algo pesado aquí dentro. ¡Vaya! —Sacó una moneda de oro—. ¡Es oro!

—Mejor todavía —dijo Buscador.

—Pero ¿a quién pertenece?

—Al propietario del abrigo.

—¿Y quién es?

—Tú.

—¡Yo! —Su cara volvió a iluminarse—. ¡Tengo un abrigo! ¡Y tengo oro para comprar comida! No necesito nada más. ¡Vaya día de suerte que he tenido!

Se arrebujó en el abrigo, girando a derecha e izquierda.

—Se lo diré a mi amigo. ¡Se pondrá tan contento! Y lo conocerás, así también podrá darte las gracias.

—No es necesario. He de seguir mi camino.

Entonces volvió a oírse el sonido de la campana. Senda Estrecha sonrió al oírlo.

—¡Ea! Mi amigo me está llamando.

—¿Es tu amigo el que hace sonar esa campana?

—Sí, sí. Esa es su manera de llamarme. A veces me pierdo, ¿sabes?

—Entonces, me gustaría conocer a tu amigo después de todo.

La cara de Senda Estrecha se iluminó de alegría.

—¡Vamos! —dijo—. Mis dos mejores amigos se conocerán.

Condujo a Buscador a través del bosque. No lejos del camino, junto a un profundo arroyo de aguas rápidas, había una cabaña de silvicultor, un pequeño refugio construido con maleza. Delante de su entrada sin puerta había un pequeño anciano de pie con una campana en la mano.

Era el doméstico del colegio de Anacrea.

—¡Donado! —gritó Buscador—. ¡Eres tú!

El doméstico saludó con la cabeza y sonrió.

—Oí que estabas de camino —dijo.

—¡Mira! —gritó Senda Estrecha, dando vueltas enfundado en su pesado abrigo para hacer que ondearan los faldones—. ¡Me ha dado un abrigo!

—¿A quién se lo oíste decir? —preguntó Buscador.

—A los otros domésticos.

—¡Hay oro en el abrigo! —Senda Estrecha levantó su moneda de oro para que Donado la viera—. ¡No volveremos a pasar hambre!

—Todavía no hemos pasado hambre, amigo mío —dijo Donado.

—No la hemos pasado. Pero aun así sacaré el oro y lo contaré.

Entró en la cabaña.

Buscador se percató de cómo lo estaba mirando Donado, como si buscara enterarse de algo.

—Bueno, ¿qué te trae por aquí, Donado?

—Mi amigo. —El doméstico hizo un gesto con la cabeza hacia la cabaña—. Por ahora necesita un compañero.

—¿No escogiste unirte a la gran concentración, con mi padre?

—No. Pero espero volver a servir a tu padre pronto.

—¿Crees que abrirá otro colegio?

—Si el Todo y Único así lo dispone.

Senda Estrecha sacó la cabeza de la cabaña.

—¿Te llamas por casualidad Buscador de la Verdad? —preguntó.

—Sí —respondió Buscador.

—¡Ea! —Senda Estrecha parecía contento—. Mi amigo me ha hablado mucho de ti. Eres el que nos va a salvar a todos. Y me has dado este magnífico abrigo.

Volvió a desaparecer.

Donado se había alejado y andaba jugueteando con los restos humeantes de una hoguera.

—Donado —dijo Buscador—, ¿de qué va esto?

—Sólo son chismes de los domésticos.

—¿Soy el que os va a salvar a todos?

—¿Quién sabe, amo?

—Tú, según parece.

Buscador oyó entonces una nueva voz.

«Sin duda sabes que eres tú el que me salvará».

Miró en derredor, asustado. Pero por supuesto la voz estaba en su cabeza, como había sido desde hacía mucho tiempo.

—No debemos entretenerte, amo —dijo Donado—. Queda muy poco tiempo.

—Tienes razón. Debo irme. Gracias por ser amable con ese pobre hombre. No se merece semejante castigo.

—Y sin embargo, es tan feliz como cualquiera.

Buscador lo dejó entonces y se dirigió de nuevo hacia la carretera entre los árboles. Mientras caminaba iba pensando en todo lo que le había dicho Donado, y su desconcierto aumentaba por el alcance de lo que sabía. Entonces recordó que Donado había dicho: «Queda muy poco tiempo». Eran las mismas palabras que Jango había utilizado. Con un impulso repentino giró en redondo y volvió a meterse entre los árboles a grandes zancadas.

Encontró a Donado agachado sobre el fuego, soplando sus brasas para avivar la llama.

—He sido muy tonto, ¿verdad? —dijo Buscador.

—¿Cómo de tonto, amo?

—No eres un simple criado de colegio escolar. ¿Quién eres?

—Soy un doméstico.

—Entonces, ¿quiénes son los domésticos?

Donado siguió avivando los rescoldos. Una llama parpadeó fugazmente y se extinguió.

—Somos los sirvientes de los sirvientes del Todo y Único.

—Te recuerdo con una escoba, barriendo las hojas del patio del colegio.

—Somos barrenderos, sí. Y fregadores de sartenes. Y aguadores. Y nos encargamos de las hogueras.

Las brasas estallaron en una verdadera llama. Donado alimentó la nueva hoguera con astillas.

—¿Por qué os dedicáis a tareas tan modestas? —preguntó Buscador.

—Es nuestra ofrenda al Todo y Único. Cada uno de nosotros tiene su tarea. Tú también, Buscador.

«Tu vida es un experimento de búsqueda de la verdad».

La voz habló dentro de la cabeza de Buscador. Y una sospecha repentina lo asaltó.

—¿Has oído la voz que acabo de oír?

—En cierto sentido.

—¿Era tu voz?

El viejo doméstico levantó la vista hacia él y sonrió.

—En cierto sentido.

—¡Tú pones la voz en mi cabeza!

—Esta vez, sí.

—¿Cómo?

—Bueno, eso forma parte de nuestro adiestramiento. No es difícil.

—¿El adiestramiento de quién?

—De los domésticos.

Buscador le lanzó una larga y penetrante mirada.

—Hazlo otra vez.

«Sin duda sabes que donde está tu camino la puerta siempre está abierta».

Era asombroso y extraño. Las palabras sonaban en su cabeza como un pensamiento expresado en voz alta.

—¿Eras tú todo el tiempo? ¿Has estado poniendo voces en mi cabeza?

—Yo no. Otros domésticos.

Buscador se remontó al primer día en que había oído la voz, cuando se había sumido en la tristeza delante del Jardín. Sí, allí, en alguna parte, había un doméstico detrás de él. Recordó el ruido de la escoba mientras barría.

—Pensé que la voz era del Niño Perdido. Era la voz de un niño.

—El tipo de voz que oyes depende de ti.

—Pero en todas las demás ocasiones…

—Nunca estamos muy lejos. Pero es mejor que pasemos desapercibidos. Hacemos el trabajo que nos hace invisibles.

Avergonzado, Buscador se ruborizó al recordar a todos los domésticos que había conocido. No les había prestado atención; no los había considerado dignos de atención.

—Nunca lo supe.

—No necesitabas saberlo. Tú tienes tu misión. Nosotros, la nuestra.

—Dime, Donado, con sinceridad, ¿también sois nomanos?

—No. Somos domésticos. Tenemos una misión diferente que los Guerreros Místicos. Aunque todos trabajamos para el mismo fin.

—¿Y qué fin es ese?

—Una especie de cura.

Buscador meneó la cabeza, avergonzado y asombrado.

—Nunca lo supe —volvió a decir.

—Creo que sí —dijo Donado—. Pero lo has olvidado. Tienes más recuerdos de los que crees.

—¿Cómo, Donado? Haz que lo entienda. ¿Tengo más edad de la que creo?

Senda Estrecha salió en ese momento de la cabaña, con las manos llenas de monedas de oro.

—¡Hay cientos! —gritó—. ¡Más de las que jamás haya contado! —Entonces, su semblante se entristeció—. ¡Me robarán! —Se volvió con una repentina angustia hacia Donado—. ¿Cómo puedo ocultar nuestro oro a los ladrones? Él puede ser un ladrón.

Se refería a Buscador. Senda Estrecha apretó su oro contra el pecho, como si Buscador pudiera quitárselo en aquel mismo instante.

—Tíralo al arroyo —dijo Donado—. Los ladrones nunca lo encontrarán allí.

—¡Tirarlo al arroyo! ¡Pues claro!

Senda Estrecha echó a correr hacia la orilla del arroyo y empezó a lanzar, una a una, las relucientes monedas al agua.

—Vete, amo —le dijo Donado a Buscador—. Encuentra al Verdadero Nom.

¡Plaf! ¡Plaf!, iban haciendo las monedas de oro a medida que se hundían en el agua. Donado hizo un gesto con la cabeza a Buscador, y este supo que el doméstico no tenía nada más que decirle.

Reemprendió la marcha.

Al llegar a la carretera vio pasar una bandada de pájaros y oyó sus discordantes gritos. Eran gaviotas, y estaban bastante tierra adentro. Entonces, más intenso que el griterío de los pájaros, oyó el estampido en el corazón de la tierra.

«Mi enemigo está por todas partes. Ya no soy el cazador, soy la presa.

»Así que déjale que te encuentre».

—¡Estoy aquí! —gritó a pleno pulmón—. ¿A qué esperas? ¡Estoy aquí!