La gente necesita dioses
—¡Basta ya de palabrería! —gritó Salvaje—. ¡Deja de cotorrear, estúpida mujer! Ahora estás en la tierra de los vagabundos.
—¡Échasela a los cerdos! —gritó Caressa.
—¡Los orlanos son unos intrusos!
—¿Te queda más bazofia en el cubo?
—¡Los orlanos no tenéis ningún derecho!
—¡Oh!, ¿ahora gritas? Yo también sé gritar.
Se siguieron uno a otro por el campamento, gritando como boyeros en la carrera un día de mercado.
—¡Los orlanos no tenéis ningún derecho a gobernar Radiancia!
—¿De qué derechos hablas? ¿Tienes algún derecho en el bolsillo, Salvaje?
—¡Te juro que te estrujaré hasta matarte!
—¿Acaso crecen los derechos en los árboles?
—¡Los derechos son aquello que es correcto!
—¡Esto es lo correcto! —Caressa desenvainó su corta espada y pinchó con ella al asustado Salvaje—. Los orlanos también tenemos derechos, Salvaje. Y conservaremos hasta el último.
—¡No juegues conmigo, princesa!
—Los orlanos no se arrodillan ante los vagabundos.
—Salvaje no recibe órdenes de ninguna mujer.
—¿Por qué no nos hiciste un favor a todos y seguiste muerto?
—Bla, bla, bla…
Caressa le atizó un puñetazo en la cabeza. Salvaje la agarró por las muñecas y la obligó a bajar los brazos y, al hacerlo, acercó la cara de Caressa a la suya. Ella lo fulminó con la mirada, resollando de ira.
—Y ahora, ¿qué? ¿Me vas a arrancar la nariz de un mordisco?
—¡Eres tan vagabunda como yo!
—¡Mira a tu alrededor, Salvaje! ¿Ves a esos guerreros con armadura? Me obedecen a mí. ¡A mí! Y esos no son los apestosos bandidos a los que llamas ejército. ¡Eso te lo aseguro!
—Esto es lo que hay, princesa —respondió Salvaje entre dientes—. Soy el número uno. Esta es mi tierra. Esta es mi gente. ¡Aquí mando yo!
—No a mí, niño bonito.
Al límite de la exasperación, Salvaje soltó las muñecas de Caressa y se alejó hacia su tienda de mando pateando el suelo con furia durante todo el trayecto. Caressa se echó atrás su exuberante melena y se retiró al cuartel de los orlanos, desde donde se la pudo oír dando órdenes a gritos a sus subordinados. Los jefes de menor rango de los vagabundos y los capitanes orlanos se miraban con cara de pocos amigos y se pavoneaban por todas partes haciendo ostentación de sus armas.
La gran concentración se estaba desintegrando. El prometido Gran Abrazo no había llegado. Desconcertada y exhausta, la gente estaba empezando a alejarse sin rumbo.
Unos cuantos de los que se habían considerado íntimos del Niño Feliz se habían reunido para honrar su cuerpo sin vida. Apenados, lo vistieron de blanco y lo depositaron en una camilla bajo un baldaquín blanco. Descubrieron entonces que eran incapaces de ponerse de acuerdo sobre la manera adecuada de deshacerse del cadáver. La gente de las colinas tenía la tradición del enterramiento, en tanto que la de las llanuras quemaba a sus muertos en piras funerarias. Los dos grupos vociferaban por igual, y cada uno manifestaba su indignación por la falta de respeto del otro por los restos mortales del Amado.
—¿Enterrarlo como entierra un perro un hueso?
—¡Lo arrojaríais al fuego como quien arroja una bolsa de ropa vieja!
Fue el grupito de la región costera el que propuso el acuerdo. Dejar que el Amado desapareciera como desaparecen los marineros: en un pequeño bote a la deriva en el gran océano. Esto se reveló aceptable para todos. Los integrantes del cortejo fúnebre se dispusieron entonces a requisar una barcaza que transportara la camilla río abajo hasta el mar.
Estrella Matutina no tomó parte de aquellas discusiones. Tampoco intervino en las peleas entre Caressa y Salvaje. ¿Qué poder tenía ella en ese momento para unir a las personas? Fue a buscar a su madre y a su padre, y los encontró en el gran grupo de su pueblo, preparándose para emprender el largo camino de vuelta.
—Esto ha sido un mal asunto, Estrella —dijo Arkaty—. Y supongo que parecemos idiotas.
—Nos engañó a todos, papá. Y habría sido peor de no haberle detenido.
—Pero no todo ha sido de lamentar. —Le dedicó una dulce sonrisita—. Jamás habíamos bailado así.
Misericordia, su madre, era incapaz de sonreír.
—¡Estoy tan cansada! —dijo.
—Bueno, ¿y adónde vas ahora, Estrella? —preguntó Arkaty.
—Voy a su encuentro.
Sus padres no necesitaron preguntar a quién se refería.
Cerca, estalló una ruidosa disputa entre Shab y un capitán orlano. Estrella Matutina oyó los insultos del orlano y las acaloradas réplicas de Shab y pensó en lo poco que hacía que habían estado bailando todos juntos.
—Si lo encuentras —dijo Misericordia—, vuelve y cuéntanoslo.
—Lo haré, mamá.
—Me gustaría saber que hay… —Misericordia vaciló, dudando qué palabras utilizar. Luego, con un ligero encogimiento de hombros, dijo—: Más de lo que sé.
—El Todo y Único —dijo Estrella Matutina.
—Algo es algo. Si no hay nada, no creo que pueda continuar.
—Hay algo, mamá. Lo encontraré, y volveré y te lo contaré.
De improviso la cercana disputa acabó en violencia. Shab sacó un dardo, tras lo cual hubo un aluvión de golpes y el orlano cayó al suelo. Por todos los lados los hombres empezaron a gritar y a desenvainar las espadas.
—¿Quieres más? —gritó Shab, blandiendo su dardo—. ¡Tengo más!
Pero un silencio ominoso había caído sobre la multitud. El orlano estaba muerto.
Los orlanos recogieron a su camarada caído y lo transportaron de vuelta a su campamento. Caressa escuchó lo que quisieron contarle. Montó entonces su caspiano y, con Sabin a su lado, se dirigió a donde estaba Salvaje y le habló, no como amiga y amante, sino como la Chajan de Chajanes.
—Una vida por una vida —dijo—. Entrégame el cuerpo del asesino al amanecer o llamaré a la guerra a la nación orlana.
Y, dicho esto, se alejó a caballo.
Salvaje se levantó bien entrada la noche para rumiar junto al fuego. Allí lo encontró Estrella Matutina.
—No sé qué hacer —dijo Salvaje—. Shab es un idiota exaltado, pero no puedo entregarlo.
—No.
—Haz que nos queramos otra vez, Estrella. Como lo hiciste antaño.
—Lo haría si pudiera —dijo ella—. Pero he perdido el don.
—Se han perdido demasiadas cosas. No puedo mantener la cordura, Estrella.
—Nadie puede.
—Nadie, excepto Buscador.
Ella observó las sedosas volutas de humo que desprendían los leños, un lento y blanco penacho.
—La gente necesita algo en lo que creer —dijo Estrella Matutina—. La gente necesita dioses.
—Llegamos a tener un dios en el que valía la pena creer —dijo Salvaje—. No podemos arrastrarnos de rodillas esperando que llegue un dios, como un polluelo que abre el pico pidiendo gusanos.
Estrella Matutina sonrió.
—No.
—Mañana habrá pelea. No se me ocurre ninguna manera de evitarla.
—Caressa no quiere pelear contigo. Está loca por ti.
—Caressa no es un problema. La Chajan de los orlanos… ese es mi problema.
—Di a tus hombres que no luchen.
—¿Y permitir que apresen a Shab? Si hago eso, estoy acabado.
—Pero es que es todo muy estúpido. Y muy innecesario.
—Tal vez lo sea. Pero así son las cosas.
—Déjame pensarlo —dijo Estrella—. Quizás encuentre una salida.
Lo dejó allí y se marchó sola. Cuando pasaba en silencio entre los grupos de trasnochadores, Tostao la vio desde donde estaba tumbado, acurrucado con los demás niños. Se levantó de un salto y la siguió.
—Señora —llamó—. Espérame.
—Deberías estar durmiendo —dijo Estrella Matutina.
—He estado durmiendo —contestó Tostao—. Ahora estoy despierto.
Estrella permitió que le cogiera de la mano mientras caminaban.
—¿Adónde vas?
—A ningún sitio. Sólo estoy paseando y pensando.
—¿Pensando en qué?
—En los dioses.
—¿En qué dioses?
—¿Has oído hablar del Todo y Único, Tostao?
—No.
—También tiene muchos otros nombres. El Padre Sabio. El Vigilante Silencioso. El Niño Perdido.
—¿El Niño Perdido? Entonces como yo.
—Sí. Igual que tú.
—Así que quizá soy un dios.
—¿Eso crees?
—No lo sé —respondió Tostao—. ¿Qué hay que hacer para ser un dios?
—Bueno… —Estrella Matutina estaba a punto de decir que un dios tenía que tener grandes poderes. Pero entonces cambió de opinión—. No tienes que hacer nada. La gente tiene que creer en ti.
—Y luego, ¿qué?
—Y luego la gente hace lo que tú le dices.
—¿Por qué?
—Para complacer a su dios.
—Parece fácil —dijo Tostao—. Si quieres, seré uno de ellos. Uno de los niños perdidos.
Esta conversación acompañó a Estrella Matutina mucho después de que Tostao hubiera vuelto, entre bostezos, a su corrillo de durmientes. Le había dado una idea.
Cuando despuntó el alba los orlanos estaban listos para montar en formación de combate. Los vagabundos se habían congregado a su manera un tanto más desorganizada, aunque en número considerablemente superior. Salvaje, cansado después de una noche de escaso sueño, se dirigió caminando a hablar con Caressa. A su lado iba Shab.
—Hola, princesa. —Salvaje hizo un gesto hacia el frente—. No hay ninguna necesidad de esto.
—Una vida por una vida, Salvaje. Esa es la costumbre orlana.
Ya no gritaba. A Salvaje no le gustó aquello.
—Aquí está el hombre que lo hizo. Da tu versión, Shab.
—Empezamos a discutir. —Shab farfulló las palabras con lentitud, con los ojos clavados en el suelo—. Como hacen los hombres. La cosa acabó en pelea. Como suele ocurrir. Nunca tuve intención de matarlo. Lamento que esté muerto.
Caressa no miró a Shab en ningún momento. Su mirada estaba fija en Salvaje.
—¿Estás entregando a este hombre, Salvaje?
—¿Qué ocurrirá si lo hago?
—Le ataremos los tobillos —dijo Sabin—. Y lo engancharemos a un caballo. Para que lo arrastre.
Shab se puso pálido.
—No puedo hacer eso, princesa —dijo Salvaje.
—Entonces, paga el precio.
Salvaje la miró fijamente, y aunque estaba furioso por las amenazas de la mujer, se maravilló de su hermosura. El sol naciente le daba de pleno en el rostro y resplandecía sobre su peto plateado. Estaba sentada, erguida y orgullosa, sobre Malook, con el látigo de empuñadura de plata en una mano, su ejército concentrado detrás.
—Más hermosa que nunca, princesa.
Salvaje atisbo un fugaz parpadeo en los ojos oscuros de Caressa, pero esta mantuvo su aire de resolución.
—Soy la Chajan de Chajanes —dijo.
Así que era eso. Salvaje comprendió las fuerzas que la impulsaban a ser intransigente, porque eran las mismas que actuaban en él. Un líder jamás retrocede en público. No había salida.
De la masa de vagabundos que había tras él llegó entonces un largo y penetrante aullido. Estrella Matutina apareció, los brazos por encima de la cabeza, la mirada perdida como la de una loca, aullando a medida que se acercaba. Era un aullido atormentado y angustiado, como el grito de muerte de una criatura de algún otro mundo.
Los hombres se replegaron, asustados. Caressa y Salvaje observaron estupefactos a Estrella Matutina, que se les acercaba con la mirada perdida y aullando.
—¡Estrella! —gritó Salvaje.
Estrella se dirigió hacia él sin dejar de aullar y, atravesándolo con la mirada, lo abofeteó con fuerza. Salvaje se tambaleó hacia atrás. Luego, sin interrumpir sus gritos, Estrella Matutina giró en redondo y golpeó a Shab, haciéndolo gritar de furia.
—¡Deja que la pinche, jefe!
—¡Déjala en paz! —replicó Salvaje—. ¡Ella es el espíritu de los vagabundos!
Todavía aullando, Estrella Matutina se acercó al costado de Malook e hizo presa en el pie de Caressa que, levantada y volteada, cayó al suelo rodando.
—¡Criatura de las cloacas! —gritó Caressa, poniéndose en pie de un salto y levantando el látigo para golpear.
Estrella Matutina se acercó a ella de inmediato, su cara en la cara de Caressa, y le gritó. Caressa retrocedió, asustada.
—¿Qué es lo que quiere?
Estrella Matutina empezó entonces a dar vueltas y más vueltas, y su aullido fue disminuyendo de intensidad, y todos los allí presentes pudieron ver su mirada extraviada y supieron que estaba poseída. Cuando por fin se paró, y sus gritos cesaron, en torno a ella se hizo un silencio absoluto.
Entonces habló con una voz extraña y profunda, como si algún otro ser hablara a través de ella.
—Sueño con el Niño Perdido —dijo—. Sueño con el que grita en la oscuridad. Despertad de vuestro sueño y oíd los gritos de la noche.
Los allí reunidos aguzaron el oído para oírla, y los que estaban más atrás gritaron:
—¿Qué dice?
Los que estaban delante les dijeron que se callaran.
—Es la madrecita. Está en trance. No la despertéis.
Salvaje la cogió de la mano. Ella dejó que lo hiciera sin mostrar ninguna conciencia de que él estuviera allí.
—Dime, Estrella. ¿Tienes un mensaje para nosotros?
—Yo soy el Todo y Único —dijo Estrella Matutina con aquella voz profunda y escalofriante—. Yo soy la Razón y el Fin.
—¿Qué hemos de hacer?
—Construidme un Jardín donde pueda vivir en paz.
Sus palabras fueron pasando hacia atrás, resonando entre la multitud, provocando gran agitación.
—¡Es el dios de los Guerreros Místicos, que regresa para salvarnos! —decía la gente.
—¿Dónde hemos de hacer eso? —dijo Salvaje.
—Seguidme —dijo Estrella Matutina—. Seguidme.
Entonces se tambaleó y empezó a temblar. Se cubrió la cara con las manos y sacudió la cabeza de un lado a otro. Un grito sordo de dolor escapó de sus labios. Por fin se quedó inmóvil. Dejó caer las manos a los costados y empezó a mirar por doquier con temor, sin saber cómo había llegado allí. Su voz era tenue y suave.
—¿Por qué me miráis todos?
—Has tenido un sueño —dijo Salvaje.
—Sí.
—Soñabas con el Niño Perdido.
—Sí. ¿Has tenido tú el mismo sueño?
Estrella Matutina paseó la mirada de los vagabundos a los orlanos.
—Estabais todos en mi sueño. El Niño Perdido volvía para cuidar de todos vosotros.
Caressa escuchaba con suspicacia.
—¿Y qué tiene que ver ese sueño de encapuchada con los orlanos?
—No lo sé —dijo humildemente Estrella Matutina—. Lo único que sé es que estabais allí. Todos los orlanos estaban allí.
A Caressa aquello estaba lejos de convencerla, pero notaba la excitación en las filas de los orlanos, detrás de ella. Le sostuvo la mirada a Salvaje. Shab había caído en el olvido.
—¿Qué dices tú, Salvaje?
—Digo que vamos a construir un nuevo Jardín.
—¿Y si nosotros no lo hacemos?
—Volveremos a matarnos.
Caressa asintió con la cabeza al oír aquello. No creía en el sueño de Estrella Matutina, pero no era idiota. Se daba cuenta de que aquella extraña intervención proporcionaba a todos una salida al mortal enfrentamiento. Así que se volvió hacia su ejército y dio la orden.
—¡Envainad las espadas! ¡Romped filas y consigamos algo para desayunar!
Los ejércitos se dispersaron y el momento crítico pasó. Salvaje hizo una seña a Estrella Matutina y se alejaron juntos por la orilla del río lo suficiente para poder hablar sin que nadie los oyera.
—Bueno, ¿a qué ha venido todo eso, Estrella?
—¿A qué te refieres?
—Ha sido una comedia, ¿no es así?
—¿Lo ha sido?
—Te he oído soñar con anterioridad, ¿recuerdas?
—Ha dado resultado, ¿no?
—Así que no ha sido un sueño. De Niño Perdido nada.
—Podría ser.
—¿Qué se supone que significa eso?
—No lo entenderías.
—Ponme a prueba.
Estrella Matutina lo miró con recelo, pero lo que vio en la cara de Salvaje no fue burla; era curiosidad. Aquel era el Salvaje que había querido ser un Guerrero Místico y hallar la paz. Así que se esforzó al máximo para explicar lo que ella sólo había comprendido a medias.
—Me he dado cuenta de algo durante la noche que ha cambiado mi idea acerca de los dioses. Tiene que ver con la manera en que se invierten las cosas. Con las cosas normalmente uno las ve, como se ve el río. Te zambulles en él, sientes el agua fría y sabes que es real, así que crees verdaderamente que está ahí. Yo pensaba que sucedía igual con los dioses. Vas al Jardín, sientes el poder del Todo y Único y crees que los dioses están ahí. Pero quizá sea al revés. Tal vez todo empieza con la creencia, y luego llega el dios.
—Así que construimos un nuevo Jardín, y el Todo y Único llega y lo habita.
—Tal vez.
—Y tal vez no.
—Eso es lo que averiguaremos.
—¿Y cómo vamos a averiguarlo?
—Vamos a construir el Jardín, todos nosotros, todos los vagabundos, todos los orlanos, porque la gente necesita tener dioses. Si no tienes nada en lo que creer, no tienes ningún sitio al que ir.
Salvaje le estudió el rostro en silencio. Estrella no sonreía.
—Eres de lo que no hay, ¿eh, Estrella? Suave como una pluma, afilada como una zarpa.
Una vela sacudida por el viento atrajo sus miradas hacia el río. Una barcaza acababa de zarpar, la borda muy cerca del agua y la cubierta abarrotada de un nutrido séquito funerario. En medio de la muchedumbre, en una camilla blanca, yacía el cuerpo del Niño Feliz, que iniciaba ya su último y lento viaje hacia el lejano mar.
—¿Vas a hacerlo? —preguntó Estrella Matutina.
—Sólo dime dónde —contestó Salvaje.