18


El gran abrazo

Buscador avanzó lo más deprisa que pudo entre las filas de gente, pasando por encima de los brazos extendidos, dirigiéndose al centro de la congregación. El tarareo había aumentado hasta convertirse en un grito entusiasta que la gente emitía con la boca abierta, a pesar de que seguían todos con la cabeza apoyada en los brazos y los ojos cerrados. Entonces, a la luz fluctuante de las hogueras moribundas, Buscador vio que de sus bocas brotaba la misma baba blanca y cremosa que había visto antes en la nube terrestre. Cuando el líquido manchaba la tierra enfriada por la noche se convertía en el vapor que formaba la fantasmal neblina sobre la que flotaban ya un círculo tras otro de oscilantes cuerpos arrodillados.

Según se acercaba al centro, más poseída estaba la gente. La fuerza vital que fluía por las cadenas iba concentrándose, como un río en el que desembocaran muchos afluentes; pero la gente no se fortalecía. Antes bien, parecía más inerte, y de su boca caía más baba blanca. La niebla del suelo se espesaba y llegaba ya a la altura de la cintura. Las filas se fueron acortando, y los espacios entre las personas arrodilladas ensanchando. Entonces, por fin, hubo sólo cuatro personas, y luego dos. Y entonces ya sólo hubo una.

El Niño Feliz estaba arrodillado en la niebla con la cabeza inclinada y las manos de sus compañeros vibrando en sus hombros. Buscador dio la vuelta para plantarse delante de él y, cuando lo hizo, el Niño Feliz levantó la cabeza, abrió los ojos y sonrió. Parecía tan joven e inocente que por un instante Buscador titubeó.

—Únete a nosotros —dijo el Niño Feliz—. Vive eternamente.

Le tendió las manos. Buscador retrocedió bruscamente.

—¡No me toques!

—¿De qué tienes tanto miedo, amigo mío?

—Deja que se vaya esta gente —dijo Buscador—. Esto es entre tú y yo.

—Demasiado tarde —dijo el Niño Feliz—. Ellos y yo ya somos uno.

Buscador no dijo nada más. Tranquilizó su mente e hizo acopio de poder.

—¡Cuánto dolor! —murmuró el Niño Feliz.

Buscador golpeó. Sintió el pulso de la fuerza que lo abandonaba, la sintió ondularse como una onda expansiva sobre el Niño Feliz. Pero no surtió efecto.

—Ahora somos fuertes —dijo el Niño Feliz—. Has llegado tarde.

Buscador golpeó una segunda vez con toda la fuerza que pudo reunir. Esta vez percibió un leve estremecimiento en el Niño Feliz. Eso fue todo.

—No puedes matarme —dijo el Niño Feliz—. Así que únete a mí.

Volvió a tenderle las manos.

Todo en Buscador retrocedió ante la perspectiva de aquel contacto ofrecido; pero cuando miró la cara sonriente del Niño Feliz, supo que aquella era la única manera. Se dejó caer de rodillas en la niebla. Allí, rodeado de la desgarradora canción de miles de personas que estaban entregando su fuerza vital a una causa que no comprendían, Buscador se inclinó hacia el Niño Feliz y permitió que le apoyara las manos en los hombros.

—Deja que comparta tu alegría —dijo.

Sintió el impulso de la fuerza que fluyó a su interior. No hizo nada para resistirse. Una a una, abrió las compuertas con las que defendía su propio lir hasta que estuvo a merced del torrente de fuerza del Niño Feliz.

«Divertido, esto de la energía. Empápate de ella».

Mantenía la mirada fija en la fofa y sonriente cara del Niño Feliz.

—Venga, cálmate —dijo el Niño Feliz—. Así está mejor, ¿no?

Mientras hablaba, el Niño Feliz dio un pequeño tirón, no con las manos sino con la mente. Buscador sintió que tiraban de él y lo derramaban como si fuera una jarra. Dejó que el lir fluyera fuera de sí mismo, hasta que se sintió tan ligero y vacío que apenas existía.

—Tranquilo —murmuró el Niño Feliz—. Se acabó la separación.

Buscador percibía la energía que fluía hacia el Niño Feliz desde el Gran Abrazo. En ese momento también estaba entrando en él.

—Soy tú —dijo.

—¡Ah! —dijo el Niño Feliz—. Empiezas a comprender.

—No hay separación —dijo Buscador—. Ni escapatoria.

Después de todo, había sido fácil. Aquel era el poder ilimitado que se le había dado: el poder de absorber la fuerza de los demás. Todo aquello que el Niño Feliz había conseguido para sí, extraído de los miles y miles que se extendían a su alrededor entre la neblina ascendente, ahora pertenecía a Buscador.

Con cuidado, casi con ternura, volvió a atraer su lir hacia sí. El Niño Feliz sintió la inversión del flujo y, asustado, se irguió e intentó cerrar los canales que los comunicaban. Pero no pudo. Intentó levantar las manos de los hombros de Buscador, que se las sujetó con rapidez. Intentó apartar la vista, pero no pudo volver la cabeza ni cerrar los ojos.

—¡He estado tan cerca! —gritó—. ¿Por qué detenerme ahora?

A medida que el lir fluía fuera de su cuerpo, el Niño Feliz se iba metamorfoseando. Las rollizas y jóvenes mejillas se volvieron cetrinas y empezaron a arrugarse. El suave pelo negro desapareció y se volvió ralo. La voz dulce se tornó ronca.

—¡Déjame vivir! —gritó—. Por el amor de Noman.

—Noman no tiene amor para los eruditos.

Al oír eso, la cara rápidamente marchita del Niño Feliz se contrajo en una sonrisa de amargura.

—Qué poco sabes —dijo—. Todo cuanto hemos hecho ha sido de acuerdo con la voluntad de Noman.

—Tal vez engañes a los demás —dijo Buscador sin ceder ni un ápice, succionando el lir de la figura menguante que tenía frente a sí—. Pero sé quién eres.

—¿Y quién soy? —preguntó el Niño Feliz.

—Eres Manlir.

Arrodillado, impotente para utilizar su fuerza, estaba un anciano. A cada segundo que pasaba envejecía más.

—¿Te lo dijo él?

—Tú escogiste la senda del conocimiento —dijo Buscador—. Él escogió la senda de la fe.

—¿Y te dijo por qué escogí la senda del conocimiento?

—Para vivir eternamente. Para ser eternamente joven.

—Pero ¿antes de eso? No, nunca te dijo cómo empezó, ¿verdad? Escúchame antes de que sea demasiado tarde. ¿No sientes lo cerca que estamos de ti? Somos Guerreros Místicos, como tú. El propio Noman creó la orden de los eruditos para proteger al Todo y Único del mayor enemigo de todos.

—Mientes —dijo Buscador.

—Y tú cargas con la misma duda. Has sido llamado por el Todo y Único. Has oído la voz.

«Seguramente sabes que eres tú quien me salvará».

Manlir se percató del instante de duda.

—El Asesino está en camino —dijo—. Los Guerreros Místicos deben defender al Niño Perdido. Los eruditos forman parte de esa defensa.

—Vosotros sois nuestros enemigos.

—Somos el enemigo necesario. Fuimos creados para haceros fuertes. ¿No te lo dijo Noman? Él es mi hermano.

—¡Mientes!

Para entones Manlir se había encogido hasta ser un esqueleto viviente. Sólo los penetrantes ojos tenían energía en aquella calavera. Buscador intentó bloquear las dudas, pero en cuanto empezaron se multiplicaron en su interior. Los poderes de los eruditos eran parecidos a los poderes de los nomanos, era cierto. En sus combates con ellos, como en su batalla con Manlir en ese momento, lo atacaban sus propias habilidades ocultas. Quizá fuera cierto que los eruditos eran nomanos caídos en desgracia. Pues razón de más para destruirlos, tal y como ordenaba Noman.

—¿Por qué nos ha dejado vivir mi hermano? —dijo Manlir—. Pregúntaselo.

—Los poderes de los Guerreros Místicos son limitados.

—Pero a ti se te ha otorgado un poder ilimitado. ¿Por qué a ti? ¿Por qué ahora?

—Los eruditos se han hecho demasiado fuertes.

—Los eruditos fueron hechos para ser fuertes. Mi hermano me dijo: «Persigue el conocimiento sin límite. Haceos los señores de la sabiduría». ¿Por qué hizo eso, Buscador? ¿Por qué?

La voz era débil y seca ya a causa de la extrema vejez, y los agudos tonos se abrieron paso en el cerebro de Buscador, que se dio cuenta con espanto de que estaba perdiendo su convicción y que eso lo debilitaba. Manlir también lo notó. Como un pescador que recoge su red, empezó a recuperar el poder que Buscador le había arrebatado.

—Todos somos la herencia de Noman, Buscador. Todos somos necesarios para proteger al Todo y Único.

—¡No! ¡No te creeré!

—Si destruyes al último de los eruditos, dejarás al Todo y Único a merced del Asesino.

—Noman me ha otorgado el poder, y hago lo que él ordena.

—¿Crees que tu poder emana de Noman? Piensa de nuevo, Buscador. Noman es mortal, tan mortal como yo. El poder que se te ha otorgado es ilimitado.

Eso era cierto. Buscador volvió a ver la intensa luz que resplandecía en el interior del Jardín y supo que aquel poder existía antes que el mundo. Oyó de nuevo la voz del Jardín que le gritaba: «Sálvame».

El sonsonete del Gran Abrazo no había cesado ni un momento. A la sazón, Buscador se encontró emitiendo él mismo suaves sonidos, el inicio de la misma canción. Se humedeció los labios y se dio cuenta de lo secos que los tenía. Manlir estaba arrodillado delante de él, mirándolo de hito en hito, y poco a poco empezó a rejuvenecer.

—Nos necesitamos mutuamente, Buscador. Cada uno tiene que interpretar su papel.

Buscador descubrió que ya no estaba poseído de la furia asesina que lo había hecho cruzar la tierra persiguiendo su presa. Y si no iba a matar al erudito que tenía delante, ¿qué iba a hacer con él?

«Acaba con esta charada. Pon fin al Gran Abrazo».

Miró la noche, y sus ojos escrutaron al hombre y a la mujer más próximos en la masa arrodillada. Tenían la cabeza apoyada en los brazos, lo que impedía verles la cara; pero alcanzó a ver el líquido blanco que les caía de la boca y supo lo que eso significaba.

—Deja que se vaya esa gente —le dijo a Manlir—, y te dejaré ir.

—Demasiado tarde —respondió Manlir—. Su lir me pertenece ya. Se les ha acabado el tiempo.

—¡Devuélveselo!

—Eso me mataría. Y quiero vivir. Quiero vivir eternamente.

—¡Te obligaré a hacerlo!

—Has perdido tu ocasión, Buscador.

Manlir volvía tener la apariencia del Niño Feliz. Se le había llenado la carne, y había recuperado la sonrisa.

—Me temo —dijo el Niño Feliz— que ahora eres tú quien debe dejarnos.

Buscador sintió en su interior la sacudida del renovado poder de Manlir. Luchó para resistirse a él, pero para su desaliento se dio cuenta de que estaba indefenso. La marea de lir había fluido una vez más hacia Manlir, y lo estaba haciendo con más fuerza todavía y de manera incesante. Buscador intentó levantarse de donde estaba arrodillado, pero los músculos no le obedecieron. Intentó hacer lo que había hecho antes y sorber la energía de Manlir y hacerla suya, pero el erudito estaba preparado y era demasiado fuerte para él.

—Creces en conocimiento, Buscador —dijo—. Saber es dudar. Y dudar es fracasar.

Buscador se apartó de aquella mirada penetrante y escudriñó entre los círculos de personas envueltas en niebla, buscando desesperadamente alguna fuente de ayuda.

«¿A quién estoy buscando? —se preguntó—. Aquí no hay nadie con más fuerza que la que tengo yo».

Entonces vio una cabeza conocida. Era la de su padre, arrodillado en la noche, cantando la canción sin palabras del Gran Abrazo. ¿Cómo había llegado su padre a formar parte del Gozo? ¿También se le iba a sorber la vida? En sus brazos extendidos, donde la boca se apoyaba en las mangas, estaba la mancha de baba blanca, el residuo de su lir perdido. Y allí, a su lado, estaba la madre de Buscador, con el lir goteándole también de los labios.

—¡Mamá! ¡No!

Sus dudas se evaporaron con un repentino rayo de furia. Tragando poder como un hombre que se ahoga boquea en busca de aire, agarró al erudito por las sienes y arrolló sus defensas con la pura fuerza de su cólera. Ni pensamiento, ni duda: sólo la necesaria muerte.

—¡No! —aulló Manlir, retorciéndose bajo la presión de Buscador—. ¡No sabes lo que estás haciendo!

—¡Muere! —gritó Buscador, estrujando, asfixiando—. ¡Muere!

—¡Noman! ¡Hermano! ¡Ayúdame!

—¡Noman desea tu muerte!

—No… me… hagas…

Las palabras salieron entrecortadas de la boca del erudito. Los ojos empezaron a salírsele de las órbitas en su lucha por sobrevivir, tan intensa era esta. Pero la cólera de Buscador no se aplacaba; en ese momento todo su ser estaba concentrado en matar.

—¡Muere! —gritó Buscador—. ¡Muere!

Sintió que la resistencia de Manlir cesaba de repente.

—Mi vida es toda la vida —susurró el erudito—. Ni siquiera tú puedes matar toda la vida. Jamás moriré.

Sus labios se retorcieron en una extraña sonrisita. Abrió entonces la boca y la baba blanca empezó a fluir abundantemente entre sus labios. El líquido se le deslizó por la barbilla para caer en pesadas gotas al suelo que había entre ambos. Buscador dejó de apretar. Manlir soltó un grito ahogado, y una arcada de baba salió de su boca borboteando. Siguió vertiendo el lir sin cesar desde su interior, formando un charco que no paraba de crecer a sus pies. Un denso vapor ascendía de la charca, que despedía un olor dulce y empalagoso, muy intenso.

Buscador observó horrorizado; nunca había visto a un hombre expeler su lir. Era un suicidio. No había ninguna necesidad de que interviniera. En los ojos del erudito vio desvanecerse la vida a medida que se vaciaba de lir. Luego, su cabeza cayó, el cuerpo se le desmadejó y se derrumbó en el suelo sucio hecho un guiñapo.

Alrededor de ambos, la gente del Gozo empezaba a salir del trance y dejó de balancearse. El tarareo fue decayendo, y se hizo el silencio. Las manos entrelazadas se separaron cuando la gente, confundida, empezó a mirar a su alrededor. Las filas se fueron deshaciendo una tras otra, y la gran red confluyente de lir se desintegró para convertirse de nuevo en una multitud de individuos.

Buscador bajó la vista hacia el erudito, eternamente joven en la muerte. Era el Niño Feliz quien yacía ante él, con la cabeza de lado y la mejilla en la tierra empapada de crema. Por su boca entreabierta goteaban los últimos restos de lir. Y por fin el flujo se detuvo.

Entonces Buscador oyó un sonido profundo, tan profundo que casi no fue un sonido, y sintió que la tierra en la que estaba arrodillado se estremecía. Asustado, volvió a mirar la cara del erudito muerto, y se inclinó para comprobar si, pese a todo, seguía respirando. Pero no. Manlir había muerto.

Buscador se puso en pie despacio. La gente del Gozo se levantaba también, aquí y allá, y se preguntaban unos a otros lo que les había ocurrido, y si habían sido convertidos en dioses como les habían prometido.

—¿Dónde está el Amado? —decían—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Buscador se dio la vuelta y se alejó con lentitud. Sólo quería estar lejos de aquel lugar, lejos del asesinato, lejos del empalagoso olor del lir derramado.

Detrás de él oía los gritos de la gente cuando, al despertarse, descubría el cadáver entre la niebla.

—¡El Amado está muerto!

«Deja que los demás hagan lo que deben hacer —pensó—. Mi trabajo ha terminado ya».

Pasó inadvertido a causa de la creciente agitación de la multitud y cruzó el puente sobre el río.

Un grupito seguía reunido donde yacía Salvaje, el amigo al que había matado para hacer lo que se le había pedido que hiciera. Cuando se acercó, una de las personas arrodilladas se levantó para gritarle.

—¡Asesino! ¡Tú lo has matado! ¡Asesino!

Era Caressa, las bellas facciones contraídas por el dolor y la rabia. A su lado, todavía agachada junto al cadáver de su amigo, estaba Estrella Matutina. Levantó la vista y vio a Buscador, y su rostro también estaba surcado de lágrimas.

—¡Asesino! —gritó Caressa—. ¡Lo único que sabes hacer es matar! ¡Matas toda belleza, toda esperanza y todo amor!

Buscador se acercó a su amigo muerto. Miró su hermosa cara, y oyó mentalmente el sonoro grito de Salvaje: «¡Hola! ¿Me amas?».

«Sí, Salvaje. Te amo. Toma mi vida para ti. Ya no la necesito».

—Dejadme abrazarlo.

—¡No lo toques! ¡Aléjate de él!

Caressa lo golpeó con los puños, con toda la fuerza que le permitía su arrebato, pero Buscador parecía no advertirlo. Pasó por su lado como pudo, se agachó y abrazó el cuerpo sin vida de Salvaje. Cuando lo hizo, Estrella Matutina lo siguió con una silenciosa mirada de dolor.

Buscador arropó por completo el cuerpo sin vida con los brazos, rodeándole la espalda y con la frente apretada contra la frente de Salvaje. De esta manera, con los ojos cerrados y el cuerpo temblando con la intensidad del esfuerzo, hizo fluir a chorros el lir que llevaba dentro al interior de su amigo muerto.

«¡Vive, Salvaje! ¡Toma mi vida y vive!».

A medida que el lir fluía fuera de Buscador, este se fue debilitando y le costaba soportar el peso de Salvaje. Pero cuando el lir entró en su amigo, los músculos de este empezaron a agitarse. Al principio, sin aliento ni latidos, las piernas y los brazos del muerto se sacudieron y temblaron, respondiendo a rapidísimos impulsos nerviosos. A continuación, de la garganta del difunto salió un ronco gruñido y, con una serie de espasmódicos ruidos de ahogo, Salvaje empezó a respirar. Buscador lo mantuvo fuertemente abrazado y vertió su lir vital, y sintió el repentino golpe cuando el corazón de Salvaje empezó a latir. Las piernas se tensaron bajo él y soportaron su propio peso, justo cuando a Buscador se le estaba haciendo la carga demasiado pesada. Los brazos inánimes se estiraron y se aferraron a Buscador con la misma fuerza con que este se aferraba. Y a medida que el lir seguía fluyendo y Buscador se debilitaba, Salvaje empezó a su vez a sujetarlo a él.

Los ojos de Salvaje ya estaban abiertos, y la comprensión regresaba a la mente que despertaba.

—Buscador —dijo—. Amigo mío.

—Perdóname —dijo Buscador.

Sintió que sus piernas cedían bajo su peso y que Salvaje lo abrazaba, evitando que cayera.

—Juntos —dijo Salvaje—, juntos contra el mundo.

Buscador se dobló entre sus brazos y su cabeza cayó hacia delante sobre el pecho de Salvaje. Había entregado tanto de su vida que le había quedado demasiado poca. Cuando sus ojos se cerraron, su última visión fue la de Estrella Matutina, que lo miraba con las mejillas arrasadas en lágrimas.