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Canción de cuna

Después de su reunión con el Niño Feliz, Salvaje fue incapaz de dormir en toda la noche. El ritmo de la danza seguía corriéndole por la sangre, el sabor de las naranjas y los limones persistía en su boca y, por encima de todo, se estremecía al recordar el arrebato de alegría.

«Todos hemos sentido lo que es ser un dios —había dicho el Niño Feliz—. Lo llamamos alegría».

Cuando amaneció, Salvaje supo que volvería y, tomada la decisión, se quedó finalmente dormido. Se despertó tarde y descubrió que tenía mucho apetito. Se tomó un buen desayuno a base de filloas, beicon y compota de manzana, tras lo cual convocó una reunión de los jefes de los vagabundos.

—Mis valientes —les dijo—, durante toda mi vida se me ha dicho que acabaría mal. Así que durante toda mi vida he hecho lo que me ha dado la gana. Ahora, hoy, lo que me da la gana es abandonaros y seguir mi propio camino. He decidido unirme a esos locos. Me he reído de ellos; ahora os podéis reír de mí.

Ninguno de sus hombres se rio.

—Podría ser que toda esa gente loca esté siendo engañada —dijo—, y yo seré engañado junto a ellos. Pero podría ser que todos acaben siendo dioses. Y yo digo que ese es un riesgo que vale la pena correr. Y que nadie saldrá perjudicado excepto yo.

Fue tan sencillo como eso. Cuando terminó de hablar, salió con aire resuelto de la gran tienda, montó a Sky y emprendió la marcha por la calle principal del gran campamento de los vagabundos. Cuando partió, los hombres salieron de sus tiendas y se le unieron en una procesión variopinta. A medida que recorrían el campamento se les unieron más y más vagabundos, arrastrando un séquito de mujeres, niños y carromatos. Cuando Salvaje llegó a los límites del campamento, se volvió sobre Sky para despedirse y se encontró con que casi todo su ejército se le había unido.

Una sonrisa iluminó su cara broncínea.

—¡Hola! —Levantó ambas manos por encima de la cabeza y canturreó—: ¿Me a-a-amáis?

—¡Salvaje! —le respondieron a gritos—. ¡Salvaje! ¡Salvaje!

Y de esta manera fue a la cabeza de un gran ejército de vagabundos que Salvaje llegó cabalgando al Gozo. Cuando el Niño Feliz salió para reunirse con él, Salvaje dijo con una sonrisa burlona:

—He vuelto y me he traído a unos cuantos amigos.

—Cuanta más gente, más alegría —replicó el Niño Feliz—. Sed todos bienvenidos.

Pero un poco después, y sólo a Salvaje, le dijo:

—Has traído un nuevo peligro.

—¿Qué peligro?

—Los viajeros que se nos unen traen noticias a diario. La noticia es que los orlanos se han puesto en camino. Su nuevo Chajan ha jurado buscar al ejército de los vagabundos y destruirlo.

Mientras hablaba, su cara rechoncha seguía risueña, pero su voz era grave. Salvaje aceptó el reto de inmediato.

—¡Que lo intenten! —gritó.

—Con calma, amigo mío, con calma —dijo el Niño Feliz—. Esta es una oportunidad preciosa. Debemos aprovecharla.

—¡No temo a los orlanos!

—Ni deberías hacerlo. Te proporcionaré un arma contra la que se verán impotentes.

—¿Qué arma?

—¿Cuál, si no la alegría?

—¿La alegría? ¿Voy a combatirlos con la alegría?

—Será la primera batalla en la que el enemigo sea derrotado por la alegría. Y luego, ya no será más el enemigo. Se unirán a nosotros. También compartirán la alegría.

Salvaje miró de hito en hito al Niño Feliz con incredulidad.

—¿Es eso posible?

—Pues claro. Si tú has escogido la alegría, ¿por qué no deberían hacerlo ellos?

—Pero ¿cómo?

—Te lo contaré.

* * *

Caressa avanzaba a caballo a la cabeza de su ejército de orlanos, el exuberante pelo negro ondeando tras ella y el peto resplandeciendo al sol. A su lado cabalgaba Sabin Chajan, en quien confiaba plenamente, junto con sus capitanes, curtidos veteranos de múltiples campañas. Tras ellos, formados de nuevo en, sus antiguas compañías, cabalgaban más de mil guerreros, los mejores combatientes del mundo. El ejército orlano que se había extendido desde el norte bajo el mando de Amroth Chajan había sido diez veces más grande, pero los seguidores de Caressa Chajan seguían siendo una fuerza formidable. ¿Y quién había que pudiera oponérsele? Aquí y allá quedaban algunos focos de hacheros, pero estaban desorganizados. Los nomanos estaban desperdigados y no daban muestras de utilizar sus poderes para llevar el orden a la tierra. Así que quedaba el ejército de los vagabundos. Caressa sabía que, si era capaz de atraer a los vagabundos a una batalla decisiva, podría destruir su fuerza para siempre.

Salvaje, su jefe, sería derrotado. Sería conducido ante ella, con las manos atadas, como un prisionero indefenso. Le obligaría a pedir clemencia. ¿Y qué haría con él? Pensó que podría cortarle su largo pelo dorado. Después pensó que sería suficiente con obligarlo a arrodillarse y besarle la mano. Más tarde, imaginó lo fantástico que sería mostrar clemencia y dejarlo libre.

«No —se dijo sonriendo ante la perspectiva—. No lo dejaré libre. Me lo quedaré. Haré que vaya detrás de mí atado con una cadena, como un perro».

Vio que sus exploradores volvían a caballo de un reconocimiento de la vanguardia. Por la velocidad y ansiedad con la que cabalgaban supo que traían noticias.

El jefe de los exploradores se detuvo con espectacularidad y se acercó trotando a su lado.

—Enemigo avistado, Excelencia.

—¿A qué distancia?

—A menos de una hora a caballo.

—¿Saben que nos acercamos?

—Sí, Excelencia. Se han alineado en formación de combate, Excelencia. Son muchos miles, Excelencia.

—¡Tantos!

—Pero no son sólo combatientes, Excelencia. Hay mujeres. Y niños. Y ganado. Y pollos.

—¡Pollos!

—Y sus armas, Excelencia. No hemos visto ninguna.

—¿Las han escondido?

—Sin duda, Excelencia.

Caressa siguió cabalgando en silencio, evaluando tan extraña información. Estaban preparando alguna trampa, pero ¿cuál? Lo único que se le ocurría era que las mujeres y niños vagabundos se hubieran unido al ejército porque Salvaje confiaba en que le inspiraran piedad. Pocos guerreros atacarían a mujeres y los niños desarmados. Si era así, ¿sería una tapadera detrás de la cual los combatientes sacarían sus espadas y lanzarían un ataque sorpresa? ¿O era que Salvaje ya se había rendido?

—¿Habéis visto a su jefe? —preguntó al explorador—. ¿Al que llaman Salvaje?

—Sí, Excelencia.

—¿Qué aspecto tenía?

—Estaba feliz, Excelencia. Se reía.

—¿Que se reía? Veremos si sigue riendo cuando acabe con él.

Pero en su fuero interno Caressa sintió una secreta oleada de orgullo de que Salvaje estuviera feliz y riéndose. Así era como lo recordaba, siempre bello. Espoleó su caballo para que se pusiera a medio galope, impaciente de pronto por tener delante a Salvaje. Ansiaba ver la expresión de su cara cuando la reconociera. Se quedaría patidifuso. Se mostraría arrogante y fingiría que no le importaban en absoluto ni su nuevo rango ni su temible ejército. Pero la respetaría.

* * *

Los guerreros orlanos se pusieron a medio galope detrás de ella; y así el gran ejército montado subió la última colina.

Los vagabundos los estaban esperando. Cuando los orlanos aparecieron sobre la cresta, Salvaje estaba más que preparado. Su ejército, si a semejante mezcolanza de gente se le podía llamar tal, tenía órdenes. Pronto sabrían si su heterodoxo plan de combate se revelaba eficaz.

Los orlanos se aproximaron formados por compañías. Salvaje estaba impresionado. El nuevo Chajan, según vio, había restablecido la disciplina. Había un gran número de orlanos: un tributo más a la autoridad del nuevo jefe. No era difícil distinguir al Chajan, que cabalgaba en primera fila flanqueado por sus capitanes de mayor rango; pero a aquella distancia no alcanzaba a distinguir los detalles. Supuso que el nuevo caudillo sería uno de los hijos del viejo Chajan.

Cuando el enemigo llegó a una distancia al alcance de la voz, Salvaje levantó los brazos por encima de la cabeza y la enorme masa de vagabundos se puso a cantar. No era un canto de combate, ni siquiera una ruidosa canción de borrachos. Cantaban una canción de cuna:

Pequeño mío, no llores.

Las nubes se están marchando.

Mira este cielo estrellado:

ya es hora de ir a dormir…

Una dulce canción transportada por la brisa en oleadas a través de la tierra reseca hasta el ejército orlano.

Los guerreros que avanzaban oyeron la canción de cuna y se miraron unos a otros sin saber qué hacer. La fila flaqueó. Salvaje volvió a hacer una señal a su gente. Sin dejar de cantar, los vagabundos empezaron a avanzar, con los brazos levantados y contoneándose.

Por la estela lunar

en el agua deslízate.

Hasta el mar de los sueños

por el río desciende.

Hasta el mar de los sueños…

Ve tú, pequeño mío,

mi pequeño, viajando por el río

hasta el mar de los sueños…

Los orlanos se habían detenido por completo. Los vagabundos siguieron avanzando. La canción de cuna se aproximaba. Salvaje se puso entonces al frente de la fila, abrió los brazos completamente y gritó a su gente:

—¿Me a-a-amáis?

Agitando los brazos al unísono, le respondieron a gritos:

—¡Salvaje! ¡Salvaje! ¡Salvaje!

Se apartó de la cara el pelo dorado con una sacudida y lanzó una carcajada al sol. Se volvió a los orlanos y les gritó:

—¡Os a-a-amo a todos!

Los vagabundos hicieron suyo el grito.

—¡Os amamos!

Los orlanos volvieron a quedarse mirando de hito en hito el espacio que separaba ambos ejércitos, y esperaron a que les dijeran qué hacer.

Salvaje avanzó en solitario con aire decidido para encontrarse con el nuevo Chajan. Se acercó con los brazos abiertos, como ofreciendo un abrazo. A medio camino reconoció a Caressa con el traje de combate de los orlanos.

—¡Princesa! —gritó con una alegre sonrisa.

Echó a correr hacia ella, la hizo bajar del caballo de un salto y la estrechó entre sus brazos.

—¡Hola! ¡Qué guapa estás! —exclamó, mirándola con manifiesta admiración. Entonces, la besó. Y la volvió a mirar, con la cara morena radiante de felicidad, y dijo—: ¡Te quiero, princesa!

Caressa había perdido todo el control de la situación. Desde el momento en que los vagabundos habían empezado a cantar no había sabido qué hacer. En ese instante, en los brazos de Salvaje, en lo único que fue capaz de pensar era en cuánto deseaba que la volviera a besar.

—Sigues siendo un loco, Salvaje —dijo.

—¡Más loco que nunca, princesa!

Salvaje hizo una señal a su gente, que avanzó en tropel. Los vagabundos rodearon a los guerreros orlanos, tendiéndoles amistosamente las manos, pidiéndoles a gritos que desmontaran.

—¡Os amamos! —decían—. ¡Compartid la alegría!

Caressa vio desintegrarse a su ejército en aquel tumulto de abrazos y risas, y dejó de preocuparse.

—Voy a clavar tus orejas en una puerta —le dijo a Salvaje.

Y lo besó larga e intensamente en los labios.

* * *

La noche había caído cuando Buscador y Eco llegaron a la cima de la última colina. En ese momento, debajo de ellos, Buscador vio la gran reunión que era su destino. Hogueras y antorchas iluminaban el amplio valle de extremo a extremo. El sonido de la música y la algarabía de miles de voces resonaban en el aire nocturno.

—Está allí abajo, en alguna parte —dijo Buscador.

—¿Qué vas a hacer?

—Encontrarlo. Y acabar con esto.

Eco se inclinó hacia delante y miró de hito en hito el valle, como si pudiera ver al hombre que buscaban entre todo aquel gentío lejano.

—¡Cuánta gente! —dijo Eco—. Ahora debe de estar fuerte. Será más fuerte incluso que tú.

—Ya lo veremos.

—Y si lo matas, entonces, ¿qué? —Se volvió hacia él con los ojos resplandecientes—. ¿Me matarás a mí?

Buscador no dijo nada. Mantuvo la mirada fija en la multitud congregada en el valle. Por el sonido de la música y las ondulantes hileras de antorchas parecía que la gente había empezado a bailar en masa.

—Lo sabes, ¿verdad? —dijo Eco.

—Sí, lo sé.

La cara de Eco cambió. Unas profundas arrugas le surcaron las mejillas y su voz enronqueció.

—No puedo dejar que lo hagas —dijo. Su voz se elevó en un chillido estridente—. ¡Asesino! ¡Aniquilador! ¡No permitiré que me mates! ¡No permitiré que mates el conocimiento!

Hizo volver grupas a Kelly partió a galope tendido. Buscador la dejó ir. Tenía trabajo que hacer.

* * *

Cuando Estrella Matutina y los niños llegaron a la cima de la colina, encontraron a Buscador solo, arrodillado en el suelo, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados. El valle de abajo resonaba con la música y las pisadas de los danzantes.

—¡Uau! —dijo Tostao—. ¡Qué baile!

Estrella Matutina tocó a Buscador, pensando que quizás estuviera dormido.

—Estamos aquí —dijo—. Deja que te lleve a conocer al Amado.

Buscador no estaba dormido. Habló sin abrir los ojos.

—Es pronto —dijo—. Cuando esté preparado.

—¿Preparado?

Estrella Matutina comprendió en ese instante lo que estaba haciendo Buscador. Estaba reuniendo su lir para el combate.

—¡Esto no es una guerra, Buscador! ¡No tienes que luchar con nadie!

—Lo siento, Estrella —contestó él—. Esto es lo que tengo que hacer.

—¿Por qué? ¿Por qué crees que el Amado es tu enemigo?

—Te ha engañado —dijo Buscador—. Se llama Manlir. Es un erudito.

—¡No! ¡No, Buscador, estás equivocado! Es joven, ¡más joven incluso que nosotros! Y es bueno, y amable. Conócelo. Ya lo verás.

—Lo conoceré —dijo Buscador—. Cuando esté preparado.

Los niños estaban impacientes por seguir colina abajo, para volver a unirse al Gozo.

—Vamos, señora. Estoy hambriento.

—Hay baile. Me gusta el baile.

—Se lo diré —le dijo Estrella Matutina a Buscador—. Entonces sabrá qué decirte.

Pensó que Buscador trataría de detenerla. Pensó que no la dejaría seguir adelante sin él. Pero pareció no oírla.

—¿Buscador? Voy a buscar al Amado, ahora.

—Ve —dijo él en voz muy baja.

Había entrado en un estado de quietud absoluta. Ella no podía hacer nada más.

—Vamos —les dijo a los niños—. Vayamos y unámonos al baile.