15


La catarata

Cuando Estrella Matutina se despertó no tenía ni idea de dónde estaba. La oscuridad nocturna la envolvía por completo, pero aquella no era su propia oscuridad privada, que tanto la aterrorizaba. Aquella era la noche del mundo, que relucía con apacibles colores. Por encima de ella se extendían unas anchas barras de ámbar. A su alrededor estaban los muros de color azul oscuro. Una puerta resplandecía con los tonos rojos azulados de una ciruela.

Se acordó. La había encarcelado allí Caressa. Permaneció tumbada en silencio y escuchó. Ningún ruido de ninguna naturaleza: o los orlanos estaban dormidos o se habían ido.

No captaba ningún sonido de los soldados, pero había otros. La noche estaba cantando un lejano canon como de voces infantiles que repetían las mismas frases una vez y otra, la melodía de una canción dulce y aguda. Estrella Matutina tuvo la sensación de que todos sus sentidos habían sido amplificados, de manera que incluso bajo el manto nocturno podía ver y oír a kilómetros de distancia. Le pareció que ningún objeto animado escapaba a su atención; que podía oír la suave respiración de los conejos escondidos en las profundidades de sus madrigueras y ver el brillo turquesa de las plumas del pecho de los pichones en los árboles.

«También podría verlo a él».

Buscador estaba allí fuera, en algún lugar bajo aquel cielo nocturno resplandeciente y sonoro. Sólo tenía que mirar lo bastante lejos.

«Sube a la torre».

La idea la asaltó. Fue más un impulso que un plan. La torre estaba en ruinas y era peligrosa, con tramos de escalera sólo afianzados a medias en los muros destrozados, pero que eran el medio para llegar a lo más alto. Así que Estrella Matutina comenzó a subir.

La oscuridad le facilitaba el ascenso, porque convertía la caída que se abría bajo ella en un estanque azul marino. El aire a ambos lados era verde oscuro y protector. Trepó audazmente, tanteando el camino con las manos, maravillada de la visión de aquel nuevo mundo. Arriba, en el cuadrado de cielo, resplandecían los primeros y débiles reflejos de la aurora inminente.

Se mantuvo cerca de las paredes y se fue abriendo paso con seguridad, peldaño a peldaño, sintiendo que los escalones se movían bajo su peso. Después del tercer tramo llegó a un punto donde uno de los muros de la torre se había derrumbado. Allí, la escalera, que ascendía pegada a las paredes, se quedaba sin otro soporte que su estructura.

Palpó el escalón voladizo más próximo con un pie y le pareció que soportaría su peso. Se apoyó en él. El peldaño crujió, pero no se rompió. Pasó al siguiente. Siguió ascendiendo fuera ya de la torre, al aire libre. Cuando pisó el último de los precarios escalones trató de agarrar la sólida piedra que tenía delante y calculó mal la distancia. Dio un traspié y tuvo que echarse hacia atrás para recuperar el equilibrio. Al hacerlo, le dio una patada a la escalera. Se oyó un crujido seco. Estrella Matutina se agarró a las ramas del saúco invasor y se impulsó por encima de las piedras. La escalera se hundió detrás de ella, y momentáneamente toda la estructura de madera quedó colgando en el inmóvil aire del amanecer. Luego, se inclinó, se rompió y se estrelló contra el suelo.

Ya no había manera de bajar. Pero Estrella Matutina sólo quería subir y estar lo más alto posible para saludar al sol naciente; así que siguió adelante, ya sin avanzar a tientas, pasando ágil y rápidamente de un escalón a otro. La escalera se balanceaba bajo ella, pero Estrella pasaba demasiado deprisa para que cediera.

El cielo clareaba a medida que subía. El sol todavía no había asomado por encima de las montañas orientales cuando alcanzó por fin la plataforma del pináculo de la torre. Se puso de pie, aferrándose a las ramas superiores del saúco, respiró hondo para tranquilizarse y miró alrededor.

Una larga franja del amarillo más pálido se extendía por el horizonte. Debajo, se veían el reflejo del gran lago y el hilo plateado del río que corría hacia el mar. Hacia el oeste se alzaba imponente la oscura masa del Glimmen. Al este se veían las colinas donde había nacido, y las llanuras donde la gente del Gozo no tardaría en despertarse. Y rodeándolo todo, la bulliciosa canción, cada vez más fuerte, llenando el aire.

Oyó la llamada de un pájaro, y de otro, y supo entonces que había pájaros que cantaban por doquier, y que sus canciones formaban parte de la canción del mundo que se desperezaba. Se volvió de nuevo hacia el este, sintiendo un hormigueo en las mejillas, y cuando lo hizo salió el sol. Con el ardiente disco escarlata llegó una explosión de colores. El cielo se volvió carmesí y oro, y la tierra se iluminó de ámbar y púrpura, y todo lo que había estado sumido en los profundos colores de la noche empezó a resplandecer con la nueva vida. Estrella Matutina contempló maravillada la belleza del mundo, y oyó la triunfal melodía del nuevo día que sonaba alegremente en sus oídos.

Allí fuera, en algún lugar, estaba Buscador. Escudriñó la tierra ya con más detenimiento, captando con su mirada los pueblos y los viajeros madrugadores que andaban por los caminos, buscando el color que sólo Buscador poseía. Dejó vagar la mirada y escuchó el canto del mundo, y se preguntó por qué no lo había oído nunca hasta entonces.

«El Amado me ha despertado a la alegría», pensó, y sonrió feliz. Buscador también oiría la canción cuando ella lo llevara al Gozo. Él también compartiría su felicidad.

Entonces, entre las hojas del saúco invasor, alcanzó a ver el lejano parpadeo dorado que había estado buscando. Procedía del noroeste, cerca de la carretera amurallada. Memorizó la localización para encontrar el lugar en cuanto volviera a estar en el suelo. Allí estaba la carretera, y cerca de esta un grupo de árboles altos y, entre los árboles, el centelleo del aura dorada que sólo podía ser de Buscador.

Apartó las ramas altas del saúco y se inclinó sobre el parapeto de la torre para acercarse más a Buscador. Mientras lo hacía vio encogerse las distancias, y los colores de la tierra se acercaron a ella a toda velocidad. Retrocedió, alarmada, y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir descubrió que le estaba sucediendo algo extraño: los colores se estaban acercando. La experiencia no era desagradable. De hecho, era hermosa; aunque también era aterradora, porque eliminaba toda medida del espacio. Ya no tenía la sensación de estar mirando la tierra desde una torre alta. La tierra estaba allí mismo, ante ella; si estiraba un brazo podría tocarla. Sólo que ya no era sólida; estaba hecha de color.

«¿Esto es bueno o malo? —pensó—. ¿Estoy viendo el mundo como es realmente, o me estoy volviendo loca?».

Volvió a buscar el resplandor dorado que era Buscador, y lo encontró allí, delante de ella, incluso más rico, una cascada de oro; más que una cascada: una catarata. La miró fijamente y vio que el oro era el reflejo del sol sobre el agua que caía; eran un millón de espejos bailando alborotados que reflejaban el sol naciente, y la catarata era alta y ancha, una cortina torrencial que ocupaba la mitad del horizonte. Pese a su inmenso tamaño, la catarata no le inspiró ningún temor. Extendió la mano para dejar que la dorada corriente la salpicara, pero la catarata estaba más lejos de lo que ella había percibido al principio. Y no era sólo de oro. Todos los colores que había visto alguna vez formaban parte del profundo y caudaloso torrente; allí estaban el rojo rubí y el verde jade, el azul zafiro, el amarillo topacio y el rojo cornalina, y las salpicaduras eran plateadas y diamantinas. Se estiró más, queriendo ahuecar sus manos en aquella belleza, queriendo mojarse la cara con el agua preciosa. Pero seguía estando demasiado lejos.

«Entonces debo zambullirme en ella».

Le pareció evidente, ya que esa era la razón de que hubiera subido a la torre. La idea de caer no era extraña; la había acompañado toda su vida. Pero si siempre había sido un pensamiento horroroso, en ese momento era alegre.

«Uno no sabe dónde acaba y dónde empiezan los demás».

Se rio al pensarlo. «Sin fin, sin principio. Todo fluye en todo». ¿Por qué no habría ella de fluir en los colores de la catarata?

«Pero ya estoy en la catarata. Ya estoy cayendo. Todo cae. Eso es una catarata. ¿Por qué le he tenido miedo siempre? La corriente nos lleva lejos».

Se inclinó más, tendiendo los brazos hacia la cascada. Sin embargo siguió sin poder tocarla. Así que se estiró más todavía.

En ese momento, lentamente al principio, sintió que empezaba a caer.

«¡Allá voy! —se dijo, cuando los colores la abrazaron—. Una zambullida perfecta».

* * *

Los niños la encontraron.

—Está muerta —dijo Tostao.

—Nadie se sube a un árbol para morir —repuso Libbet.

Estrella Matutina estaba tumbada en el profundo agujero de un árbol con los ojos cerrados y los brazos abiertos, en una hamaca formada por una maraña de enredaderas.

—Despierta, señora —dijo Tostao—. No te mueras.

—Estúpido mocoso —espetó Libbet.

Treparon a las ramas y rompieron las enredaderas una a una, y Estrella Matutina cayó por su propio peso desde la densa vegetación hasta el suelo. Y allí se quedó, inmóvil. Los niños fueron a buscar agua a la cuneta y la salpicaron con ella. Como no surtió efecto, Libbet le agarró el brazo y la pellizcó.

—Despierta, señora —dijo—. Te hemos seguido. No te mueras.

El pellizco surtió efecto. Estrella Matutina se movió y abrió los ojos.

Miró sin perder detalle al grupito de niños de cara seria, y luego miró a su alrededor, hacia los muros del viejo fuerte y los campos que se abrían más allá. Y volvió a mirar a los niños.

—¿Qué os ha ocurrido? —preguntó.

—No nos ha ocurrido nada —dijo Libbet—. Es a ti a quien le ha ocurrido. Te hemos encontrado en un árbol.

—¿Adónde se ha ido? —Su voz se fue apagando.

—Te hemos seguido —respondió Tostao—. Primero Andrajos. Y luego nosotros.

—Andrajos se ha ido —dijo Libbet.

—Tienes que volver —dijo Abejita.

Poco a poco los ojos de Estrella Matutina se llenaron de lágrimas. Se estaba acordando de Andrajos; pero también había perdido algo más. Algo había perdido.

—Está herida —dijo Tostao—. Está llorando.

—No estoy herida —replicó Estrella Matutina—. Sólo magullada. Me he caído de la torre.

Los niños miraron hacia arriba, sobrecogidos.

—¡Te caíste de allí arriba!

—¿Y para qué subiste allí?

—Para mirar el mundo —dijo Estrella Matutina. Y recordó los brillantes colores de la tierra al amanecer, y supo la razón de que hubiera lágrimas en sus ojos.

Había perdido sus colores.

Los niños que tenía delante carecían de aura. La tierra, más allá de ellos, ya no brillaba. En ese momento la estaba viendo como la veían los demás, pero para ella era como si se hubiera corrido un velo sobre el mundo. La estremecedora belleza de la catarata había sido su último momento de esplendor. Se había zambullido en los colores, y estos ya habían desaparecido.

Lloró por su perdido don. Durante toda su vida lo había ignorado, incluso le había molestado; pero una vez desaparecido, se sintió privada de sentido. El único secreto que le había dado valor se había ido. ¿De qué servía ella ahora?

—No llore, señora —dijo Abejita, poniéndose a llorar también.

Así que Estrella Matutina se secó los ojos y se puso en pie, sintiendo todo el cuerpo dolorido a causa de la violencia de la caída.

—Niños, debéis volver —dijo—. Los caminos son peligrosos.

—No para nosotros —respondió Libbet, sacando su cuchillo.

—Iremos contigo —dijo Tostao.

—Andrajos se ha perdido —explicó Libbet—. Siempre andaba haciendo el tonto.

Estrella Matutina la miró y consideró qué era lo mejor que cabía hacer. Se había propuesto encontrar a Buscador a petición del Amado. En ese momento ansiaba encontrarlo más que nunca. Le contaría todo lo ocurrido, y él lo comprendería. Recordaba el lugar exacto donde había visto sus colores, y calculó que no estaba tan lejos del viejo fuerte. En cuanto lo encontrara regresaría de nuevo al Gozo, que era donde quería que fueran los niños.

—Vamos, pues —dijo—. Vamos a encontrar a un amigo mío.

* * *

Primero vieron el caballo caspiano, cerca del bosquecillo de pinos piñoneros. El hermoso animal pastaba en una zanja del borde del camino, donde la hierba era más dulce. Los niños lo admiraron con los ojos como platos.

—¿Puedo tocarlo? ¿Muerde? ¡Mirad qué pelo tan largo!

Estrella Matutina los dejó apiñados alrededor de Kell, que aceptó sus palmadas y caricias con paciencia. Ella se metió entre los árboles.

Seguía siendo temprano, así que el sol proyectó la sombra de Estrella Matutina mucho antes de que se acercara. El calvero entre los árboles también estaba en sombras, y al principio no vio si había alguien en él. Cuando se acercó vio una mano sobre el suelo, tendida hacia el sol. Avanzó en silencio y vio un brazo, y una cabeza que descansaba sobre una estola enrollada. Era Buscador, como había sabido que sería. Pero no estaba solo.

Estrella Matutina se quedó absolutamente inmóvil y los miró de hito en hito mientras dormían: Buscador y la blanca y encantadora muchacha del bosque llamada Eco. Él estaba tumbado de espaldas, con los brazos extendidos por encima de su cabeza y la cara vuelta ligeramente de lado. Parecía joven, amistoso y familiar. Eco yacía con la cabeza apoyada en el pecho de Buscador, cruzándole el cuerpo con un brazo. El pelo rubio de la chica caía sobre la túnica de Buscador. La cara de Eco era aún más encantadora cuando dormía.

Una tristeza silenciosa brotó en el interior de Estrella Matutina cuando los vio. Su cuerpo, magullado y dolorido por la caída, sintió entonces el agotador peso de la nueva carga.

«¿Se me ha de quitar todo?».

Tras este pensamiento, llegó la punzada de la vergüenza. Buscador era su amigo, nada más. ¿Por qué no habría de amar a otra? Vio de nuevo la expresión en la cara de Buscador cuando la había escuchado divagar, perdidamente enamorada, sobre Salvaje. No le había hecho ni un solo reproche. Y ella… y ella no le había dado ninguna importancia a su lealtad, porque él siempre había estado allí cuando lo necesitaba.

Hasta entonces.

«¿Qué me está pasando? —se dijo—. ¿Es que sólo quiero lo que no puedo tener?».

Vio entonces con absoluta claridad que era demasiado tarde. Por supuesto que amaba a Buscador. Siempre lo había amado. Y él siempre había estado esperándola.

Se oyó un grito procedente de donde estaban los niños. Tostao había intentado subir a la grupa de Kell y se había caído. Estrella Matutina se volvió para mirar y lo vio ponerse en pie con dificultad, pero ileso.

El grito despertó a Eco. Abrió los ojos. Vio a Estrella Matutina, vio que Buscador seguía durmiendo e hizo una señal, llevándose un dedo a los labios, para dejarlo dormir. Se levantó en silencio, y las dos se alejaron para poder hablar sin molestarlo.

—Duerme mal —dijo Eco—. Déjalo dormir mientras pueda.

Parecía inquieta. Y no paraba de mirar alternativamente a Estrella Matutina y a Buscador.

—¿A qué has venido?

—Lo he estado buscando. Tiene que volver conmigo.

—¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué debe ir contigo?

Eco hablaba entrecortadamente y no paraba de hacer muecas.

—Puede que no quiera —dijo Estrella Matutina—. Depende de él.

—Él es mío —dijo Eco con una fiereza repentina—. Me besó. Él me ama.

Estrella Matutina apartó la vista insegura de lo que diría si hablaba. Los había visto mientras dormían, juntos. Por supuesto que Buscador amaba a aquella preciosa muchacha.

—Va a quedarse conmigo para siempre. —Eco se acercó mucho y repitió las palabras en un susurro—: ¡Para siempre jamás!

Los niños, aburridos de Kell, se les acercaron. Se quedaron mirando a Eco fijamente.

—¿Quién eres? —preguntó Libbet.

—Eres muy bonita —dijo Tostao.

Eco seguía teniendo su intensa mirada clavada en Estrella Matutina.

—¿Me has oído?

—Sí, te he oído.

Entonces Eco se volvió a Buscador y, arrodillándose a su lado, le acarició la mejilla.

—Buscador. Es hora de levantarse.

Buscador se despertó y abrió los ojos, y por un instante permaneció medio sumido en sueños. Entonces vio a Estrella Matutina.

—¿Estrella?

—Hola, Buscador.

—¿Eres realmente tú?

—Sí, soy yo.

Parecía contento de verla. Se levantó y desenrolló la estola, que se echó sobre los hombros.

—¿De dónde vienes?

—Estuve en la Ciudad de los Vagabundos —dijo.

—La Ciudad de los Vagabundos. Claro. —Estrella vio que su expresión cambiaba al recordarlo—. ¿Cómo está Salvaje? ¿Sigue tan guapo? ¿Sigue lanzando aquel grito suyo?

Estrella Matutina lo entendió bastante bien. Buscador creía que ella seguía enamorada de Salvaje. Quiso decirle que no era así, que todo había acabado, que nunca había comenzado; pero el orgullo la hizo guardar silencio. Buscador amaba a Eco. Estrella Matutina no iba a permitir que pareciera que había ido a suplicar el amor que él ya no podía darle.

—Sí —dijo—. Sigue lanzando su grito. Y sigue igual de guapo.

—Y siempre lo será.

En la cara de Buscador había una extraña expresión cuando dijo aquello, de algo que Estrella Matutina no comprendió. Siempre había podido leer los colores de la gente; pero su don se había esfumado. Se sintió torpe y estúpida.

—¿Y tú, Estrella? ¿Adónde te diriges?

—He venido a buscarte.

—¡A mí! ¿Por qué?

—Soy sólo una mensajera. Hay alguien especial que quiere conocerte. Me ha enviado a buscarte para llevarte junto a él.

—¿Y qué? —dijo Eco con aspereza—. ¿Por qué debería ir, sólo porque le hayan mandado a buscar?

—¿De quién se trata, Estrella?

—Es una especie de líder. No lo conoces.

—¿Una especie de líder? —Buscador miró con atención a los niños que se arracimaban alrededor de Estrella Matutina—. ¿Vienen contigo?

—Sí.

—Y ese líder… ¿Tiene seguidores?

—Miles de seguidores.

—¡Miles! Así que es él. ¿Qué hace?

—Se hacer llamar el Niño Feliz.

Estrella Matutina se esforzó al máximo entonces para transmitir todo lo que el Niño Feliz le había dicho, aunque sabía que lo único que no podía transmitir era la mirada de aquellos límpidos ojos oscuros y el sonido de su voz penetrante y suave.

—¿Te dijo él que ha venido a convertir a los hombres en dioses?

—Sí.

—¿Y cómo lo hará?

—Lo llama el Gran Abrazo. Cuando ocurra, ya no habrá más separación. Seremos todos uno en la alegría.

Buscador escuchaba ya con suma atención.

—¿Será una gran concentración?

—Inmensa.

—¿Y cuándo tendrá lugar ese Gran Abrazo?

—Muy pronto, creo.

Buscador meditó brevemente. Luego dijo:

—Llévame hasta él —dijo—. Tienes razón, Estrella. Eso es lo que se me ha enviado a hacer.

—¡Vamos! —dijo Tostao, tirándole del dobladillo a Estrella—. Estoy hambriento.

—¿Puedo montar a caballo? —preguntó Libbet.

—Quiero cogerle la mano a la señora guapa —dijo Abejita.

—¿Dónde se celebra la reunión? —preguntó Buscador a Estrella Matutina.

—Hay que seguir la carretera hacia el sur. No tiene pérdida.

—Vamos, pues —dijo Buscador—. No quiero llegar demasiado tarde. No por segunda vez.

Se acercó al camino a grandes zancadas. Eco montó a Kell. Estrella Matutina los siguió con los niños. Estaba sorprendida por las repentinas prisas de Buscador, y confundida en cuanto al significado de sus palabras cuando había dicho: «Eso es lo que se me ha enviado a hacer».

Llevaba de la mano a los pequeños, y Libbet caminaba resueltamente a su lado, pero al cabo de un rato Buscador y Eco desaparecieron de la vista. Estrella Matutina siguió caminando a paso constante, con la cabeza bien alta, intentando que los niños no se dieran cuenta de lo cerca que estaba de echarse a llorar. Buscador había partido sin una palabra de despedida, sin mirar atrás, como si ella no fuera nada para él.

«Y no soy nada», pensó Estrella Matutina.

Entonces se acordó de la catarata.

«La corriente nos arrastra a todos».