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De flagelos y cuchillos

Buscador y Eco siguieron la carretera hasta que se encontraron con el viejo muro. Tras atravesar lo que otrora había sido una puerta fortificada, Buscador tomó un nuevo camino al este.

—Después de todo, parece que sabes por dónde vas —dijo Eco.

—Ya estamos en el viejo reino.

—¿Qué viejo reino?

—El muro fue construido por Noman, un gran rey que gobernó hace mucho tiempo. Lo levantó para proteger su reino.

Eco miró los montones de piedras caídas de ambos lados.

—No parece que lo haya protegido muy bien.

—El reino desapareció hace mucho. Noman vivió hace unos doscientos años.

—Entonces, ¿qué buscas en el viejo reino? —preguntó Eco.

—Una reunión de gente.

—¿Vas a ser el nuevo rey?

—No. No deseo ser rey.

—¿Por qué no? —preguntó Eco—. Debería haber reyes. Y si no eres tú, ¿quién si no?

—Tengo otro trabajo que hacer.

Al cabo de un rato llegaron a un puesto situado al borde de la carretera, donde había un brasero humeante. El encargado dormitaba bajo un toldo descolorido. Al oír que se acercaban, se despertó, atizó el brasero para avivar la lumbre y empezó a anunciar a voces sus mercancías.

—¡Filloas! ¡Té dulce!

Buscador se detuvo e inclinó la cabeza, sujetándosela entre las manos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Eco.

—Pasará enseguida.

—Necesitas comer y beber.

—No tengo dinero.

—Déjalo en mis manos —dijo Eco.

Desmontó y se acercó al vendedor, un hombre joven y robusto con un labio inferior prominente.

—Hola de nuevo —dijo ella—. ¿Te acuerdas de mí?

El joven la miró boquiabierto.

—Nunca olvido una cara —prosiguió Eco—, pero recuérdame tu nombre.

—Coddy —le dijo el puestero.

—¡Coddy! Pues claro.

Eco se lo quedó mirando expectante. Coddy le devolvió la mirada, perplejo.

—Te acuerdas de mí, ¿verdad? —insistió Eco.

—No, no te recuerdo.

—Pensaba que éramos amigos.

—¿Eso pensabas?

El joven vio el reproche en los preciosos ojos de Eco y sintió de alguna manera que debía de ser culpa suya.

—No tiene ninguna importancia —dijo Eco, poniendo una vocecita triste—. Debes de conocer a mucha gente. No puedes recordar a todo el mundo.

—No conozco a tanta —repuso Coddy. Empezaba a encontrarle a la chica un aire familiar.

—Me he alegrado un montón al ver tu puesto —dijo Eco—. Le he dicho a mi compañero de viaje: «Ese es el puesto de mi amigo Coddy. Él nos dará algo de comer, aunque no tengamos dinero. Es un gran amigo mío».

—¿Eso le has dicho?

—He cometido un error, eso es todo. Pensaba que te acordarías de mí, y no es así. —Eco le tocó ligeramente el brazo—. Pero yo no te he olvidado.

Le dedicó una triste y dulce mirada y fue a reunirse de nuevo con Buscador.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó este.

—Consiguiendo algo de comer. —Eco permanecía de cara a Buscador, de espaldas al puesto de Coddy—. ¿Qué está haciendo?

—Nos está mirando.

—Cuenta hasta tres.

—¿Por qué?

—Tú limítate a contar.

—Uno —empezó Buscador—. Dos. Tres. —Y se rio bajito.

—Viene hacia aquí, ¿verdad? —dijo Eco.

—Sí. Se está acercando.

Coddy llegó hasta ellos, removió los pies en el sitio mirando a Eco con perplejidad, y finalmente se expresó asintiendo con la cabeza.

—Ya me acuerdo de ti —dijo.

Así que los dos fueron invitados a filloas y unas jarras de té para remojarlas.

—Dado que somos viejos amigos —decía Coddy.

El joven mostraba cierta inclinación a quedarse con ellos y compartir su compañía, así que Eco tuvo que decirle que estaban muy cansados después de su viaje y que necesitaban dormir. Encontró un talud con césped al borde del camino, y se tumbaron allí. Coddy volvió a su puesto. Lo veían de pie, mirándolos con añoranza, recortado contra el cielo del crepúsculo.

—¿Lo conocías? —preguntó Buscador.

—Pues claro que no.

—Así que le estás tomando el pelo.

—¿Cómo estaba tu filloa? ¿Te ha hecho sentir mejor?

—Sí.

—Siendo así, muéstrate agradecido.

Eco alisó la hierba al lado de Buscador.

—Para que lo sepas —dijo ella—, no suelo portarme así.

—Sólo cuando estás hambrienta.

—Bueno, ¿qué habrías hecho tú? ¿Utilizar tu poder?

—¿Para robar una filloa? No, creo que no.

—Así que eres más noble que yo. De todas maneras, ya lo sé. —Se tocaba el meñique de la mano izquierda mientras hablaba—. Hace tiempo que sé que no soy buena. Eso es lo que hay.

Buscador no tuvo nada que responder a eso. Eco le lanzó una mirada; él tenía la suya fija en el cielo.

—Lo he hecho por ti —dijo tras un instante de silencio—. Al fin y a la postre, me salvaste de los orlanos.

—No me debes nada.

—Yo no lo llamo nada. Lo llamo todo. Ojalá supiera cómo recompensarte.

—No tienes que recompensarme.

Eco se apartó el pelo largo y negro de la mejilla y clavó sus grandes ojos castaños en Buscador.

—Bueno, ¿por qué no funciona contigo? —preguntó.

—¿Por qué no funciona conmigo, qué?

—Otros hombres dicen que soy preciosa.

—Y eres preciosa, Eco.

—Bueno, pues, todo lo que tienes que hacer es pedir.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Soy un Guerrero Místico.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Hacemos un voto cuando entramos en el Nom de vivir con sencillez y sinceridad. Y de no amar a nadie más que a los demás.

Eco oyó esas palabras con asombro.

—¿Significa eso que no te puedes casar?

—Sí.

—¿Por qué? Es una estupidez. ¿De quién es esa idea tan tonta?

—Forma parte de nuestra Regla. La Regla fue redactada por Noman, nuestro fundador.

—Pero ¿cuál es la finalidad de un voto tan idiota? No tiene ninguna lógica.

—Es así para que seamos libres de servir a todos.

—Sí, pero… —Eco se sintió tan horrorizada por esa revelación que apenas pudo encontrar las palabras para expresar sus sentimientos—. ¿Y qué pasa si quieres a una persona más que a las demás?

—Entonces te apartas de esa persona.

—Entonces, ¿sucede? Los Guerreros Místicos se enamoran, ¿no?

—Tenemos sentimientos, exactamente igual que todos los demás.

—¿Y qué hacéis con vuestros sentimientos?

—Nada.

—¿Y eso no os pone tristes?

—Sí —dijo Buscador—. A veces, de hecho, muy tristes.

Habló con tanta gravedad que Eco se convenció de inmediato de que estaba hablando de su propia experiencia. ¿A quién amaba? A Eco no la cegaba la vanidad, veía sus defectos con suficiente claridad; pero con la misma claridad que veía que la mayoría de los hombres la encontraban hermosa, y que la mayoría se enamoraban de ella. ¿Por qué habría de ser diferente Buscador?

—Así que supón —dijo ella— que os enamoráis de alguien. Supón que lo queréis aún más que lo que deseáis ser Guerreros Místicos. ¿Romperíais vuestro voto?

Buscador no respondió.

El sol ya estaba bajo en el cielo, y Eco no distinguía la expresión de la cara de Buscador, pero percibió la batalla que estaba librando interiormente.

—¿Romperíais vuestro voto para decirle a la persona que amáis que la amáis? —insistió.

Buscador soltó un gruñido sordo. Sufría de nuevo, y en esta ocasión no era a causa del hambre. Eco creyó que comprendía la causa, y ansió abrazarlo y consolarlo.

Buscador soltó un segundo gruñido y se puso de costado.

—¿Qué pasa? —preguntó Eco, alarmada ya—. ¿Estás enfermo?

—No tengo ninguna enfermedad —dijo Buscador, haciendo una mueca al hablar y cerrando los ojos con fuerza—. Ya pasará.

Pero fue a peor. Empezó a temblar violentamente y el sudor le corría por la frente. Eco le secó la cara con la estola.

—Parece que tienes fiebre.

—Pasará —repitió Buscador en un susurro.

La falta de luz era ya tan acusada que Eco no lo veía para tranquilizarlo. Oyó que la respiración de Buscador se acompasaba y se calmaba, y al poco tiempo le pareció que se había quedado dormido.

Se tumbó cerca de él y lo observó, y vio que estaba temblando en sueños. La noche era cálida. ¿Cómo podía tener tanto frío? Lo rodeó con los brazos para tranquilizarlo y atrajo su cuerpo hacia sí. Notaba los latidos del corazón de Buscador.

Mientras yacía tumbada con él entre sus brazos, a Eco le pareció que era el amor enjaulado que sentía por ella lo que hacía que su cuerpo temblara; un amor que deseaba que se le permitiera vivir y respirar.

Acercó su cara a la de Buscador y sintió su respiración en los labios.

—Puedes amarme si lo deseas —le susurró—. No es difícil.

Le rozó los labios con los suyos y percibió su temblor. Lo besó, y él le respondió en sueños. Llena de alegría, lo estrechó entre sus brazos y lo besó larga e intensamente.

Eco sintió entonces que un escalofrío estremecía a Buscador de pies a cabeza y también que una extraña sacudida le agitaba el pecho. De allí, la vibración subió a la cara de Buscador, y ella también sufrió la sacudida cuando lo besó. A él se le escapó un grito gutural, y una efusión de aliento se metió en la boca de Eco, que cayó de espaldas jadeando. Todo su cuerpo enrojeció, primero con un calor abrasador, luego con un frío helado. Sintió el sudor saliendo por los poros de su piel.

Buscador se levantó de un salto, ya completamente despierto.

—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Qué ha sucedido?

—No lo sé —dijo Eco. Se sentía enferma y seguía tumbada en el suelo.

—¿Hay alguien más aquí?

—No. Sólo nosotros.

Buscador miró en derredor y sus pensamientos se fueron aclarando lentamente.

—¿Me he quedado dormido?

—Sí.

—¿Por qué estaba durmiendo? No estoy cansado.

—Estás enfermo. Estabas temblando.

—No estoy enfermo. No tiemblo.

Era Eco la que temblaba en ese momento. Buscador la miró con detenimiento.

—¿Qué has hecho?

—Nada —dijo ella—. Tengo frío. —Sintió que recuperaba las fuerzas. El temblor cesó. Se levantó y se dio cuenta de que estaba completamente despierta e impaciente por ponerse en camino—. Podríamos seguir los dos a caballo, si quieres.

—¿Estás segura de que te encuentras bien?

—Sí. Preferiría viajar de noche.

Así que llamó a Kell y Buscador la ayudó a montar. Le dijo adiós con la mano a Coddy, cuya cara resplandecía roja a la luz del brasero, y partieron por el camino nocturno.

Según fue avanzando, a caballo, los últimos vestigios de su extraña enfermedad desaparecieron, sustituidos por una inquietante y cosquilleante excitación. Nuevas y extrañas ideas empezaron a bullir en su cabeza.

—Puedo tener todo lo que quiera —dijo—. Si lo deseo con la suficiente fuerza. —Estaba asustada de oírse—. No me escuches —le pidió a Buscador—. Me siento de un humor extraño.

Buscador le lanzaba una mirada de vez en cuando mientras avanzaban, pero no decía nada.

—Todos me quieren —dijo ella—. Pero yo no quiero a ninguno.

Buscador siguió sin responder.

—No sé lo que estoy diciendo —dijo Eco—. Algo me pasa. ¿Por qué no me hablas?

—¿Hablar a quién, Eco?

—A mí, por supuesto.

—¿Y quién eres tú?

—Crees que sabes mucho —le espetó Eco—, pero yo sé mucho más.

¿De dónde salía aquello?, se preguntó Eco ruborizándose en la oscuridad.

El parpadeo de unas antorchas más adelante y el sonido de unos cánticos la salvaron de seguir poniéndose en evidencia. Al doblar una curva del camino vieron ante ellos a un grupo de lo que parecían peregrinos, aunque no iban vestidos de blanco. Sostenían una antorcha encendida en una mano, mientras que con la otra algunos blandían un látigo con el que se flagelaban, y otros, cuchillos que dejaban caer una y otra vez para clavárselos en la carne.

—¡Somos débiles, somos malvados, pero nos purificamos! —cantaban mientras caminaban—. ¡Dejemos que nuestra sangre nos limpie!

Y vaya si se purificaban. Llevaban la camisa ensangrentada y hecha jirones.

—¡Dios misericordioso, apiádate de nosotros! —gritaban—. ¡Aparta tu ira de nuestra tierra!

Cuando vieron aproximarse a Eco y a Buscador, les gritaron:

—¡Vosotros también sois débiles! ¡También sois malvados! ¡Uníos a nuestra penitencia!

—¿Quién os ha dicho que hagáis esto?

—Nadie nos lo ha dicho. ¡Nos purificamos libremente!

—¡Yo conozco a ese! —gritó uno de los penitentes—. ¡Yo estaba allí! ¡Lo vi aquel día terrible! ¡Él fue quien hizo que la tierra temblara!

—¡Debe de ser un dios!

De inmediato se sumieron en un frenesí de azotes y pinchazos, con los ojos brillantes mientras se castigaban, profiriendo orgullosos lamentos.

—¡Ve, Señor, la sangre de mi camisa! ¡Recién derramada hoy!

—¡Mira aquí, Señor! ¡Las heridas del látigo que nunca se cerrarán!

—¡Cuenta las cuchilladas de mi chaleco, Señor! ¡Cada agujero, una herida!

—¡Parad! —gritó Buscador—. ¡No soy ningún dios!

—¿No eres un dios?

Bajaron los látigos y los cuchillos y se lo quedaron mirando fijamente.

—Entonces, ¿cómo vamos a apaciguar tu ira con nuestro sufrimiento?

—No estoy enfadado.

Siguió un instante de silencio. Los flagelantes miraron a los de los cuchillos, y estos a aquellos.

—En alguna parte hay un dios furioso.

—Yo no lo estoy —dijo Buscador—. Así que no necesitáis seguir haciéndoos daño.

—¿Que no nos hagamos daño? —Se rieron amargamente al oír aquello—. Abre los ojos. El mundo entero está herido.

Uno habló en nombre de todos.

—En alguna parte hay un dios sin duda furioso. No nos preguntes qué dios, no somos sacerdotes. Pero te diré una cosa: no me sorprende. La gente ha caído muy bajo. La mayoría, más bajo que la tierra. —Se propinó un fuerte latigazo—. La purificación compensa nuestra bajeza.

Los demás asintieron con la cabeza.

—La flagelación nos eleva.

—Y el acuchillamiento —dijo uno de los de los cuchillos.

—¡Continuad, amigos! ¡Sigamos nuestro camino! Él no es un dios de verdad. Ni siquiera está enfadado.

Y diciendo aquello, los penitentes reanudaron sus flagelaciones y laceraciones, reiniciando sus cánticos al proseguir su camino.

—¡Somos débiles y somos malvados, pero nos purificamos! ¡Dios misericordioso, siente nuestro dolor! ¡Aparta tu ira de nuestra tierra!

Buscador y Eco continuaron adentrándose en la noche, como boca de lobo en contraste con el resplandor de las antorchas.

—Podrías haberlos detenido —dijo Eco.

—No puedo darles lo que necesitan.

—Quieres decir que no quieres.

—Tengo otro trabajo que realizar.

—¡Otro trabajo! —De improviso la voz de Eco sonó profundamente desdeñosa—. ¿Qué es más importante que ahorrarle a la gente su sufrimiento? ¿Para qué tener tanto poder y no utilizarlo?

Eco no tenía ni idea de lo que estaba diciendo hasta que lo decía. Pero Buscador le respondió sin mostrar sorpresa.

—Mi poder se me ha otorgado con un solo propósito.

—¿Quién te dijo eso? ¿Ese tal Noman, el que te dijo que no amaras?

—Sí.

—¿Y por qué escuchar a un anciano miserable?

En el fondo, Eco estaba asombrada de sí misma, de atreverse a decir lo que pensaba con tanta libertad. Pero la nueva fuerza que anidaba en ella la impulsaba.

«Tengo vida —pensó—. Debo darle vida».

Buscador no dijo nada, así que ella volvió a hablar, con más insistencia todavía.

—Te han convertido en un asesino. Te diriges a matar cumpliendo las órdenes de un anciano que murió hace mucho tiempo. Pero tú no eres viejo, sino joven… como yo. ¿Por qué no ansias la vida? ¿Por qué no ansias el amor?

Buscador se llevó las manos a los oídos.

—Deja que haga lo que tengo que hacer —dijo Buscador.

—Tienes miedo de escuchar. Temes que tenga razón.

Buscador siguió caminando a grandes zancadas en silencio. Eco cabalgaba a su lado montada en Kell sin saber qué era lo que había cambiado en su interior, pero llena de certeza.

«Él me ama —se dijo—. Sólo su voto le obliga a guardar silencio».

Entonces llegó a otra convicción, más fuerte que todas las anteriores.

«Le daré vida. Le enseñaré cómo vivir eternamente».

* * *

Viajaron en silencio durante las frías horas nocturnas, hasta que la cabeza caída de Kell indicó a Eco que debían detenerse a dormir. A la luz de las estrellas, distinguieron apenas un bosquecillo de pinos piñoneros y, respondiendo a la inclinación natural de todas las criaturas de encontrar una madriguera como cama, se tumbaron dentro del círculo de árboles.

Los dos fueron incapaces de dormir. Cuando salió la luna, a la pálida luz, Eco pudo mirarlo a la cara y ver que estaba despierto.

—¿Estás enfadado conmigo?

—No, contigo no.

—Tengo frío —dijo Eco—. ¿Tienes frío tú?

—Un poco.

—Podría calentarte, si quieres.

Buscador no puso ninguna objeción, así que Eco se acurrucó contra él y le apoyó la cabeza en el hueco del codo.

—¿Te estoy calentando?

—Sí —dijo Buscador.

—Tú me estás calentando a mí.

Eco sonrió en la noche, más feliz de lo que había sido en mucho tiempo, y así, tan risueña, se rindió al sueño.