11


Las danzas de Salvaje

Los caballos caspianos pastaban junto a los taludes del río. Había más de un centenar de hermosas bestias que correteaban desenfrenadas, ahora que el ejército de Orlan se había desintegrado. La hierba era corta y seca, lo que los obligaba a estar en permanente movimiento para encontrar comida suficiente. Escogían su camino hasta la orilla del río donde el talud tenía poca pendiente, y bebían el agua amarilla. El día era abrasador, y el aire en torno a los caballos, un hervidero de moscas. De vez en cuando, uno levantaba la vista, atento a los ruidos más leves; luego, un meneo de largas crines doradas para espantar las moscas y la cabeza volvía a bajar para seguir paciendo.

Se oyó un chapoteo río arriba, y como una bala surgió una larga canoa impulsada por cuatro hombres con remos. Los caspianos saltaron a la orilla del río. Aparecieron una segunda canoa y una tercera. Los remeros gritaron a la manada y se pusieron a tirar piedrecitas a los caballos, que volvieron grupas y se alejaron al trote del lecho del río, poniendo tierra de por medio entre ellos y los hombres del río.

Pero por delante de ellos, sobre la cima de una ladera, apareció de pronto una fila de vagabundos que sujetaban una larga red. La red colgaba de sus manos levantadas y se arrastraba por la hierba tiesa. Los caballos caspianos giraron en redondo de nuevo para correr hacia el sur, sólo para encontrar una segunda fila de hombres que también se aproximaba desde esa dirección. Percibiendo que estaban siendo objeto de una emboscada, se detuvieron, apiñándose, piafando de miedo y mirando a su alrededor para ver dónde era mayor el peligro.

Cuando el cerco en torno a la manada se cerró, los vagabundos de las redes se pararon en seco al duro sol. En la cima de la colina, caminando lentamente, apareció un caballo con un jinete. El cerco se abrió para dejarlo pasar y se cerró tras él. Era Salvaje, a lomos del caspiano Sky.

Cabalgaba con una gracia natural, con el largo pelo dorado flotando al igual que las doradas crines del animal. Iba vestido de escarlata, ámbar y verde intenso, y en sus brazos morenos relampagueaban brazaletes de plata. Montaba a la manera orlana, sin silla ni arreos, y Sky respondía a la menor de sus indicaciones.

Se acercó a la asustada manada de caballos y les habló en voz baja, y les permitió que los olieran a él y a Sky y que supieran que no tenían intención de hacerles daño.

—Hola, preciosos. Tranquilizaos ya, preciosos.

Los hombres de las canoas, bajando a la deriva por el río llevados por la lenta corriente, se pusieron a remar hasta detenerse junto a la manada. El susurro de los remos asustó a los nerviosos animales y uno de ellos consiguió abrir una brecha en el círculo de hombres. La brecha se cerró enseguida, pero ya la mitad de la manada se había puesto en movimiento, y la fila de vagabundos del borde septentrional se enfrentaba a una estampida frenética.

—¡Esperad a que lleguen! —gritó Salvaje—. ¡Dejad que la red los contenga!

Los vagabundos de la fila de la estampida sujetaron la red ante sí. Sólo la soltaron y se apartaron cuando los caballos la alcanzaron. La red, barrida hacia delante, arrastró consigo la fila de vagabundos a derecha e izquierda, pero no se rompió. Los caballos apelotonados intentaron darse la vuelta para escapar, con lo que sólo consiguieron enredarse más.

—¡Manteneos firmes! —gritó Salvaje—. ¡Sujetadlos ahí! ¡Con fuerza! ¡No os mováis!

Él mismo avanzó al paso con Sky hacia la manada aterrorizada, que empujaba contra todos los lados dentro de la red. Se bajó de su montura, dejando libre a Sky, y saltó por encima de la red para meterse en la convulsa masa de caballos temblorosos.

Los vagabundos de alrededor observaron sonrientes cómo Salvaje se abría paso entre las bestias cautivas. Iba de caballo en caballo, abrazándolos uno a uno, apretando la cara contra su hocico, hablándoles, permitiéndoles sentir la cercanía y la inocuidad de su cuerpo.

—Hola, preciosos. No os preocupéis por nada, nadie os va a hacer daño. Venga, preciosos, seamos amigos. Amigos y camaradas.

Los tocó como un comandante victorioso toca a sus cansados hombres después de una batalla, transmitiéndoles su fuerza y su gloria. Lentamente, los caspianos se fueron calmando y le permitieron montarlos. Allí, ágil y descalzo, seguro de sí mismo y orgulloso, fue pasando con equilibrio de experto de lomo en lomo, con los brazos tintineantes abiertos y brillando al sol, y llamó a gritos a sus admirados seguidores:

—¡Hola, valientes! ¿Me a-a-amáis?

Un rugido entusiasta le respondió:

—¡Salvaje! ¡Salvaje! ¡Salvaje!

Los caballos caspianos estaban acostumbrados al liderazgo de los hombres, y una vez que hubieron aceptado la autoridad de Salvaje ya no hubo necesidad de contenerlos. Las redes fueron recogidas, y Salvaje, montado en Sky una vez más, condujo a la manada de vuelta al campamento del ejército de los vagabundos.

Cuando los hombres y los caballos avanzaban por el sendero de la alta cadena de colinas, oyeron a lo lejos el sonido de canciones y risas. Poco después, apareció ante su vista una multitud de gente, demasiado lejana para distinguirla con detalle, que avanzaba lentamente por la planicie, cantando y bailando.

Salvaje ordenó detenerse para mirar.

—¿Qué es eso?

Nadie lo sabía.

—Debe de haber miles de personas.

Shab se adelantó.

—He oído que los orlanos se están reorganizando.

—No son orlanos. Ahí hay mujeres y niños. Escuchad.

Las voces cantarinas que la cálida brisa arrastraba hacia ellos eran alegres, y aquí y allá se oían las agudas risas de los niños.

—Deja que vaya y lo averigüe —dijo Shab.

—¿Solo?

—Será más fácil para un solo hombre. De esa manera no seré más que otro vagabundo del camino.

Salvaje lo pensó un momento e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Hazlo así, Shab. Vuelve e infórmame.

Salvaje siguió cabalgando hacia la Ciudad de los Vagabundos, conduciendo los caballos caspianos sin jinete; a ambos lados, sus hombres lo acompañaban caminando a grandes zancadas.

Cuando llegaron a los alrededores del gran campamento empezaron los vítores. Salvaje avanzó a caballo por la amplia calle central encabezando la manada capturada, y la gente expresó atronadoramente su aprobación.

En el centro del campamento, bajo los largos baldaquines, desmontó y ordenó que se diera de comer y de beber a los caballos capturados. Luego se fue a su tienda. Pico, su guardaespaldas, estaba en cuclillas en el exterior.

—No dejes que entre nadie, Pico —dijo.

Pico había permanecido con él desde el principio, y sabía captar sus estados de ánimo. Era un hombre grande, con el pelo negro y largo y una barba espesa también negra; un hombre fuerte poco aficionado a hablar. Asintió con la cabeza, abrió la puerta de lona y la corrió de nuevo para cerrarla en cuanto Salvaje la traspuso.

Solo al fin, fuera de la vista de sus hombres, la sonrisa de Salvaje se desvaneció. Permaneció absolutamente inmóvil un instante. Luego, con movimientos lentos, se quitó la camisa de vivos colores y se tumbó en el suelo, con los brazos abiertos y la cara contra el suelo. Así tumbado, empezó a gemir y a golpearse suavemente la frente contra el áspero tejido de la alfombra.

Y allí permaneció tumbado, sin comer ni beber, hasta que cayó la noche.

Al fin se levantó, bebió una taza de agua y comió una rebanada de pan; lo esencial para la vida. Luego, llamó a Pico para que se le uniera en la tienda y entregó su látigo al hombretón.

—Hazlo, Pico —dijo.

—No me gusta esto, jefe.

—Hazlo por mí, Pico.

Salvaje se arrodilló delante de él, y el látigo subió y bajó, azotando la morena espalda desnuda de Salvaje. Desde los primeros azotes, una tracería de verdugones rayó la piel. Salvaje recibió los latigazos en silencio.

Cuando terminó, Pico le devolvió el látigo meneando la cabeza.

—Lo que está hecho, hecho está.

—A la misma hora mañana, Pico.

El hombretón creía que los azotes era un acto de expiación por la muerte de Viborilla; pero Salvaje buscaba el lacerante escozor del dolor por mucho más que eso. Había caído en un lugar oscuro donde no sentía nada y ya no amaba su vida. Rodeado como estaba por un ejército inmenso, se sentía absolutamente solo. Con poder para ordenarlo que se le antojara, no deseaba ordenar nada. El hermoso joven que había bailado sobre los lomos de los caballos caspianos gritando si lo amaban había estado interpretando un papel, el del despreocupado jefe de unos bandidos al que sus seguidores conocían y reverenciaban. Interiormente, cuando estaba solo, Salvaje se sentía vacío como si lo hubieran ahuecado. La única alegría cierta y verdadera que le quedaba era la que había sentido al estrujar a Viborilla hasta la muerte: la alegría salvaje de matar. Le asustaba que ese fuera su único anhelo. Era mejor no sentir nada que seguir vivo sólo por medio de tales actos de violencia. También estaba asustado de su carácter. Este explotaba de repente, impredeciblemente, fuera de su control, y su intensidad lo hacía peligroso. Así que también por esto, para expiar sus crueldades menores, se arrodillaba y guardaba silencio bajo el látigo.

* * *

En la tienda de mando, donde se unió finalmente a sus hombres, de lo único que se hablaba era del resurgimiento de Orlan.

—Tienen a un nuevo Chajan que, dicen, es aún más grande que el viejo.

—El viejo no era tan grande. Lo vi postrarse de rodillas.

Aquello irritó a Salvaje.

—¿Quién dice que Chajan no era grande? ¡Era un caudillo!

—Lo vi suplicar de rodillas.

—Y yo también —gruñó Salvaje—. Todos nosotros nos postraríamos de rodillas ante ese.

Todos sabían a quién se refería al decir «ese», pero su nombre no se pronunciaba nunca en voz alta. Había sido amigo de Salvaje; él ya no soportaba oír su nombre.

Salvaje se sentó con los demás para la cena, pero no comió. Durante la cena, Shab regresó, cansado y polvoriento, pero con una sonrisa radiante en sus rasgos enjutos. En lugar de con su airado gruñido, saludó a todos con una sonora carcajada.

—¡Amigos! —gritó—. ¡Compartid la alegría!

Todos lo miraron de hito en hito.

—¿Le has estado dando al licor?

Shab fue hasta Salvaje y lo abrazó.

—¡Jefe! ¡Que seas feliz!

—¡Apártate de mí! —Salvaje propinó a Shab un violento empujón—. ¡No me digas cómo tengo que estar!

La sonrisa que Shab dedicó a todos no podía ser más alegre. Parecía haber perdido todo temor a la cólera de Salvaje.

—Aquella gente que hemos visto se autodenomina el Gozo. No son soldados ni bandidos, sino seguidores del Niño Feliz. Se están preparando para ser dios.

—Así que son una cuadrilla de idiotas —gruñó Salvaje—. No necesito saber más.

—Pero ¡jefe! ¡El Niño Feliz! ¡Tienes que conocerlo! Me ha hecho ver cosas que nunca había visto. —Se volvió hacia los jefes de los vagabundos congregados alrededor de la mesa y extendió los brazos—. ¡Mirad! Ninguno de vosotros es feliz. ¿Es que no queréis compartir la alegría?

Al oír aquello, Salvaje agarró a Shab por la garganta y lo zarandeó.

—¡No! —gritó—. ¡No queremos tu estúpida alegría!

Shab estaba por encima del miedo.

—Conócelo —dijo con voz ronca, sonriendo pese a que se ahogaba por la presión de Salvaje—. Conoce al Niño Feliz. Averígualo por ti mismo.

—¡El Niño Feliz! —Salvaje arrojó a Shab al suelo con un gesto de asco—. Eres un payaso, Shab. Siempre lo has sido.

Shab se levantó y se sacudió la tierra de la ropa.

—Puede que sea un payaso —dijo—. Pero aquí soy el único que se está riendo.

* * *

Al día siguiente Salvaje convocó a cincuenta de sus hombres para que lo escoltaran y, montando a Sky, se fue a ver el Gozo por sí mismo. Shab hizo de guía.

Al acercarse, Salvaje vio los carromatos de suministros cargados hasta los topes.

—Bandidos —dijo—. No son más que otra panda de ladrones.

—No —replicó Shab—. Todo ha sido donado voluntariamente.

—¿Por qué habría de dar alguien algo a cambio de nada?

—Porque no necesitan bienes personales a donde van.

—¿Y dónde está eso?

—Lo llaman el Gran Abrazo.

Siguieron adelante y atravesaron las hileras exteriores de la multitud. Salvaje miró con irritación a los grupos de cantantes y bailarines.

—Chalados —dijo—. Están como cabras.

—Felices —comentó Shab.

Las caras sonrientes los llamaron a gritos.

—¡Compartid la alegría!

—Y bien, ¿dónde está? —rezongó Salvaje—. ¿Dónde está el idiota del jefe?

—Estará entre la multitud, en alguna parte.

—¡Entre la multitud! Hay miles de personas aquí. Jamás lo encontraremos.

—Él nos encontrará.

No había nada que lo distinguiera, ni séquito de sirvientes ni corona ni trono, pero Salvaje supo quién era al primer vistazo. El Niño Feliz estaba sentado en el suelo, inclinado hacia atrás, apoyado en los codos, hablando y riendo con una multitud de niños. Cuando Salvaje detuvo el caballo delante de él, el Niño Feliz alzó la vista protegiéndose los ojos con una mano y le hizo un amigable saludo con la cabeza, como si le hubiera estado esperando.

Salvaje le habló con aspereza.

—Estáis en mi territorio —dijo—. Y todo el que cruza mis tierras paga un impuesto.

—Por supuesto. —El joven hizo un gesto con la mano a ambos lados—. Toma lo que quieras. No tenemos mucho, pero puedes llevarte todo lo que necesites.

—No cogeré nada —dijo Salvaje—. Dámelo tú.

Su intención era establecer una relación de autoridad entre él como caudillo y aquel joven de mejillas regordetas. Cada vez que el Niño Feliz hablaba, todos los que lo rodeaban asentían con la cabeza y sonreían, como si hubiera dicho algo inteligente, lo cual estaba irritando a Salvaje.

—Claro que te lo doy —dijo el Niño Feliz, sonriendo—. Te doy el mayor don que se puede dar. Es para ti. Pero ¿lo aceptas?

Los otros aplaudieron suavemente. Salvaje apartó la mirada con desagrado. No le gustaba la sensación de encontrarse con aquellos grandes ojos negros. Miró fijamente por encima de las cabezas de la multitud y habló con indiferencia.

—Veo que tu gente no va armada. Seguid viaje hoy, salid de mi territorio y mis hombres velarán para que tengáis un viaje seguro.

—¿Y quién velará por la seguridad de tu viaje?

Salvaje decidió no contestar a eso. No le gustaban aquellas preguntas tan amables, tan erizadas de presunciones acerca de sus necesidades. Volvió grupas e hizo una seña a sus hombres para que iniciaran el viaje de vuelta al campamento.

El Niño Feliz le habló en voz alta cuando se alejaba.

—Ve en paz —dijo—. Busca tu propia paz.

Salvaje siguió adelante, y sus hombres, caminando con aire resuelto a ambos lados de él, lo acompañaron, pero aquellas últimas palabras surtieron efecto. Resonaron y volvieron a resonar en el cerebro de Salvaje. ¿Sabía el Niño Feliz que le habían dicho esas mismas palabras hacía mucho tiempo? ¿Sabía el Niño Feliz que esa misma búsqueda de la paz era la que lo había convertido de bandido despreocupado en solitario caudillo que no se soportaba a sí mismo?

Cuanto más pensaba en aquello, mayor era su enfado. El rechoncho Niño Feliz aquel no era más que otro elemento de la familia de los soñadores que arruinaban la vida con promesas que jamás se podían cumplir. ¡La paz! No había paz en esta vida. Y la alegría, esa alegría que por todos los lados se le invitaba a compartir, en el mejor de los casos duraba unos instantes antes de convertirse en cenizas.

—No —gritó—. ¡No hay paz! ¡No hay alegría! ¡Sois todos unos idiotas!

Hizo volver grupas a Sky y regresó a medio galope hasta donde se encontraba el Niño Feliz. Desmontó, agarró el rollizo cuello del joven con su poderosa mano y se lo apretó, zarandeándolo.

—¡No me digas lo que tengo que hacer! —gritó—. ¡Y no me mires con esos viscosos ojos de besugo! ¡No me sermonees! ¡No tienes nada! ¡Nada!

El Niño Feliz no ofreció resistencia. Ninguno de sus seguidores saltó en su defensa. Al cabo de unos instantes, la cólera de Salvaje se enfrió y lo soltó. Quería pelea desesperadamente, pero ni siquiera él podía pelearse con un saco flácido como aquel.

—Así que no sigas con esa sonrisita de suficiencia, como si tuvieras respuesta para todo —le dijo, consciente de que estaba empezando a parecer grosero—. ¡No tienes nada!

El Niño Feliz permaneció allí, de pie, masajeándose el cuello, con cara de perplejidad. Al menos aquello era una mejoría con respecto a la sonrisilla.

—Tienes toda la razón —dijo el Niño Feliz—. No tengo nada.

—¡Ahí está! —gritó Salvaje a la multitud congregada en torno a ellos—. ¿Lo habéis oído? ¡Lo ha admitido! Os está engañado. ¡No tiene nada!

Los hombres y las mujeres sonrieron cuando dijo eso y cabecearon asintiendo como si el hecho fuera bien conocido por todos y, aún más, fuera eso exactamente lo que querían.

—Pero sé bailar —dijo el Niño Feliz.

—¡Bailar! —La voz de Salvaje estaba cargada de desprecio—. ¿Y qué tiene de bueno bailar?

Al oír las palabras del Niño Feliz varios hombres sacaron instrumentos musicales diversos, flautas, tambores, pequeñas guitarras panzudas, y se pusieron a tocar. Cuando la alegre y sencilla melodía llenó el aire, el Niño Feliz empezó a bailar.

Su baile no se parecía a nada que Salvaje hubiera visto. Todo el cuerpo del joven se movía como si fuera de goma. Sus caderas oscilaban de un lado a otro, sacudía la cabeza arriba y abajo como un pollo, con los brazos dibujaba espirales en el aire y movía las piernas ora con un sinuoso deslizamiento, ora en espasmódicos saltos. La visión de aquel contoneo simultáneo era tan absurda que Salvaje estalló en carcajadas. El Niño Feliz, en absoluto ofendido, le respondió con una sonrisa sin dejar de bailar y, cuando los instrumentos alcanzaron un clímax sostenido, se puso a dar vueltas.

Giró a una velocidad asombrosa sobre sí mismo, sin desplazarse, con las manos en las caderas y los codos abiertos como banderas. Luego, la música bajó de ritmo y el giro disminuyó de velocidad, y allí estaba el Niño Feliz, inmóvil una vez más, absolutamente sereno, mirando fijamente a Salvaje con una mirada intensa y socarrona. En ese momento, cuando la música cesó, Salvaje no sintió ningunas ganas de reír. Sabía que lo que acababa de presenciar había sido una notable exhibición de precisión controlada. Y lo que era más: en su fuero interno sintió un abrumador impulso de ponerse en movimiento, de extender los brazos… En pocas palabras, de bailar.

Como si se hubieran dado cuenta de ello, los músicos empezaron a tocar de nuevo, esta vez una sencilla melodía que terminó convirtiéndose en un enérgico ritmo. El Niño Feliz tendió las manos y quienes estaban a ambos lados de él se las palmearon y tendieron la que les quedaba libre, de manera que se formó un círculo con extraordinaria rapidez. Salvaje se encontró con sus propias manos sujetas y, sin habérselo propuesto, se convirtió en parte del círculo de danzantes.

Dieron una vuelta a la derecha, pateando el suelo al ritmo de la música y, luego, cambiando de sentido, a la izquierda; a continuación dieron dos vueltas a la derecha, y dos a la izquierda, golpeando el suelo un poco más deprisa; luego, tres veces en cada sentido, más deprisa todavía. A medida que el ritmo de los tambores se aceleraba, parecía natural dar un pisotón más fuerte y, al hacerlo, agacharse y saltar hacia arriba con movimientos cada vez más acusados. Apenas se le podía llamar baile a aquello, que parecía más bien una carga, pero aquel movimiento de aceleración se apoderó del cuerpo de Salvaje a pesar de su voluntad. Oía los gruñidos y gritos que acompañaban el ritmo de las patadas y, para su sorpresa, descubrió que era él quien, junto con todos los demás, los profería. Cuando el baile alcanzó el paroxismo, gritó a pleno pulmón con los demás danzantes, echando atrás la cabeza y gritando al cielo estival mientras el sudor le caía a chorros por las mejillas y el cuello.

Un último estrépito de tambores, y aquello se acabó. Los bailarines continuaron, arrastrados por su propia inercia, pero desaparecido el acompañamiento trastabillaron y chocaron entre sí, desplomándose entre risas en un montón de cuerpos caídos.

Salvaje sintió que lo levantaban unas manos amigas. Y se quedó allí parado, jadeando, radiante, sonriendo como un tonto, y a su alrededor no vio más que sonrisas felices que correspondían a la suya.

—Ahora estás sediento —dijo el Niño Feliz, sonriéndole—. Te gustaría beber.

—Debes de leer la mente. —Salvaje pretendía ser burlón, pero el baile le había imbuido de unos sentimientos tan sencillos y positivos que sus palabras sonaron como un dulce tributo.

El Niño Feliz lo acompañó hasta las mesas de comida y bebieron zumo de naranjas y limones exprimidos, y aquella fue la bebida más deliciosa que Salvaje hubiera paladeado en años.

—¡Es excelente! —dijo—. Has de enseñarme a hacerlo.

—Por supuesto —respondió el Niño Feliz—. Todo lo que necesitas son naranjas y limones, y el deseo de beber.

—Otra vez predicando, chaval.

—Tienes razón. Es mi vicio. La tentación es demasiado grande.

El Niño Feliz suspiró y sonrió afectuosamente a Salvaje.

—Ahora eres tú quien me sermonea —dijo—. Y haría muy bien en aprender.

—¿Sermonear yo? No tengo nada que decir.

—¿Nada? ¿Es que no has aprendido nada de la vida hasta ahora?

—He aprendido que los amigos traicionan. He aprendido que los placeres se esfuman. He aprendido que los mejores días de mi vida se han acabado.

—Entonces, ¿para qué sigues viviendo?

—Por costumbre. Por el miedo a morir.

—Entiendo.

El Niño Feliz reflexionó en silencio unos instantes, con el entrecejo fruncido.

—Me parece —dijo finalmente— que casi cualquier cosa sería mejor que eso.

—Cualquier cosa real. No me engatuses con sueños.

—¿Y si los sueños son reales?

—No, no. Debo verlo. Debo tocarlo. Debo sentirlo.

—¿Así?

Estaba mirando directamente a los ojos a Salvaje. Un repentino e intenso espasmo de placer recorrió el cuerpo de Salvaje. Se le escapó un grito ahogado. Acabó tan pronto como había empezado, pero lo dejó temblando y conmocionado.

—¿Lo has sentido?

Salvaje asintió con la cabeza.

—Eso ha sido la alegría.

Salvaje cabeceó asombrado, y habló lentamente.

—Nunca había sentido nada parecido.

—Sin embargo —dijo el Niño Feliz—, para eso fuiste hecho. Ese es tu estado natural. Naciste para ser feliz. Y has aprendido a ser desgraciado.

Esta vez Salvaje no le instó a que callase. Las secuelas del impacto de alegría seguían reverberando en sus nervios.

—Has escogido ser desgraciado —dijo el Niño Feliz con su voz firme y suave—. Puedes escoger ser feliz.

—¿Cómo?

—Únete a nosotros. Deshazte de tu armadura. Deja que tu ira desaparezca. Permite que caigan la amargura y el cinismo y la sospecha, y el miedo. Cuando un extraño te sonría, devuélvele la sonrisa. Cuando te tienda los brazos, abrázalo. Cuando la música suene, baila. Comparte la alegría.

—Y después de sonreír y de bailar… ¿qué?

—Te conviertes en dios.

—¡Ay, predicador! Más sueños.

—¿Por qué no? Ese es el mayor sueño de todos. —Miró en derredor el círculo de caras sonrientes que los rodeaban—. Todos ellos lo creen. Y la gente que está más allá. Y todos cuantos están más allá de ella y que forman esta muchedumbre que llamamos el Gozo. Pero, por supuesto, todos son unos idiotas y tú tienes más juicio.

Las palabras fueron dichas con socarronería, incluso con afecto. Salvaje se encontraba en un dilema. Su orgullo le exigía que se alejara de aquel joven de voz suave y no tuviera nada más que ver con sus seductoras promesas. Pero ya no quería irse. Aquel poquito de alegría lo sujetaba; aquello, y el recuerdo de la amarga soledad a la que regresaría.

«¿Y si son todos unos idiotas? —pensó—. Yo mismo me he comportado como un idiota otras veces y volveré a comportarme como un idiota. ¿Qué debería ser, un hombre sabio y solitario o un idiota alegre?».

El Niño Feliz comprendió su titubeo.

—Vuelve con tus hombres —dijo—. Vive como has vivido. Si tu verdadero lugar está con nosotros, lo sabrás y regresarás.

—Si regreso —dijo Salvaje—, y si algunos de mis hombres desean acompañarme, ¿serán bienvenidos?

—Serán bienvenidos. Son bienvenidos. Vienen de tu campamento todos los días y son bienvenidos al Gozo.

—¿Mis hombres?

—Por supuesto. —Miró hacia la multitud—. Mira allí. Verás a unos cuantos.

Salvaje miró, y en efecto, allí había un grupo de su propio ejército de vagabundos. Todos sonreían como idiotas, un tanto avergonzados de haber llamado la atención de su antiguo jefe.

Shab dio un paso al frente.

—Quiero quedarme, jefe.

—¿Tú también, Shab?

—Quiero estar aquí cuando ocurra.

Shab miró al Niño Feliz, temeroso de pedir comprender la transformación que todos predecían. El Niño Feliz proporcionó las palabras con su dulce voz.

—Quiere unirse al Gran Abrazo. Quiere convertirse en dios.

—¿Qué es eso? —Salvaje lo preguntó porque quería saberlo. Sus furiosos comentarios despectivos habían desaparecido—. ¿Cuándo ocurrirá?

—Ya falta muy poco, creo —contestó el Niño Feliz—. Cada día se nos une más gente. ¿Cómo podría irme? ¿Cómo podría negar a quien lo desee la oportunidad de convertirse en dios? Ansío el Gran Abrazo de todo corazón. Pero yo soy como el capitán de un barco anclado en el puerto de un país muerto. Pronto levaremos anclas y zarparemos rumbo a un nuevo mundo. La gente del viejo mundo pide a gritos subir a bordo. ¿Cómo podría abandonarla a la muerte y la destrucción? Así que cada día digo: «Mañana zarparemos». Y cada día sube más gente a bordo. Como puedes ver.

—¿Y adónde los llevarás cuando zarpes? ¿Qué es ese nuevo mundo?

—Un lugar donde todos los hombres se convierten en uno. Y ese uno es dios.

Salvaje meneó la cabeza.

—Eso no lo puedo entender —dijo.

—Por supuesto que no —murmuró el Niño Feliz—. Para entender a un dios has de ser dios. Pero todos hemos sentido, al menos un instante, lo que es ser un dios. Lo llamamos alegría.

Sonrió, le hizo una cortés reverencia y lo dejó a solas con sus pensamientos.

Salvaje llamó a su caballo caspiano y se montó en Sky de un salto. En silencio y pensativo, regresó a caballo al campamento de los vagabundos escoltado por sus hombres.

Aquella noche le dijo a Pico:

—Ya no habrá más latigazos.

Pico hizo un gesto con la cabeza para demostrar que había oído, pero no dijo nada.

—Pico —dijo Salvaje—, ¿tú qué harías, si tuvieras que escoger entre todo lo que tienes y aquello que deseas?

—Me guardaría las espaldas —dijo Pico.